VI

El recibimiento del obispo de Ermland a sus sobrinos fue tan discreto como frío. ¡Qué rústico parecía el tío Lucas en comparación con la sutileza del cardenal Farnesio! Y la residencia episcopal de Heilsberg no era sino una construcción bárbara, pesada y gris, frente a la delicadeza de los tonos cinabrio y ocre del palacio en el que Nicolás había conocido, en Roma, tantos placeres…

Las ceremonias de la coronación del quinto hijo Jagellon, Segismundo I, iban a tener lugar diez días más tarde. Al advertir la degeneración física y moral en la que había caído el mayor de sus sobrinos, Lucas decidió celebrar un consejo de familia. Estaba descartado llevar a Cracovia al «leproso». Pero ¿qué hacer con él? En presencia de un Andreas lloroso, el obispo decretó que su sobrino sería encerrado en un monasterio cisterciense de los alrededores. Apiadado, Nicolás rogó que al menos devolviesen al paria a la ciudad de Padua, donde sus profesores de medicina buscaban nuevos métodos para curar aquella nueva enfermedad «que la gente confunde, equivocadamente, con la lepra», añadió, con pedantería. Andreas salió entonces de su apatía y, gesticulando y espurreando saliva, empezó a insultar a su hermano y a acusarle de buscar su muerte al ponerlo en manos de charlatanes.

El tío Lucas, tan firme de ordinario, no ocultaba su desazón: habría querido apoyarse en sus dos sobrinos, teniendo al mayor de secretario y al menor de médico. Fue Philip, el buen Philip, su bastardo preferido, magnífico y marcial en su uniforme de comandante en jefe de la Liga prusiana, quien calmó los ánimos y encontró una solución. Desde hacía ya diez años, el capítulo de la catedral de Frauenburg se veía privado de tres de sus dieciséis canónigos: Sculteti, representante del obispado ante el Papa, y los dos hermanos Copérnico. Por entonces, más arriba de las bocas del Vístula empezaba ya a murmurarse sobre las tres dispensas renovadas una y otra vez ante la insistencia de Lucas, que iba adquiriendo un singular parecido con un abuso de poder. ¡Si les enviaban a Andreas, se calmarían! Entonces estarían mejor dispuestos a conceder una nueva dispensa a Nicolás para que éste pudiera ejercer junto a su tío las funciones de médico y secretario.

Lucas aprobó la prudente sugerencia; Nicolás se encogió de hombros para mostrar que se desinteresaba de la cuestión, y Andreas enseñó al reír los escasos dientes ennegrecidos que conservaba en la boca:

—Bonito regalo, en verdad, hacéis a los canónigos de Frauenburg. Estoy seguro de que lo apreciarán.

Se bajó entonces el cuello de la capa y se quitó el bonete, mostrando así su rostro pustuloso y el cráneo en el que sólo subsistían algunas mechas de pelo gris. Lucas anunció que Philip, Nicolás y él saldrían el día siguiente para Cracovia. Luego se retiró a sus apartamentos. Algunas personas afirmaron más tarde que estuvo llorando largo tiempo.

En cuanto a Nicolás, subió a las murallas de la fortaleza lleno de amargura: había perdido a su hermano. En la escalera, se apartó para dejar paso a una joven, que le hizo una corta reverencia. Maquinalmente, se quitó el sombrero para saludarla, y luego siguió su ascenso. Al llegar al muro, se recostó en la piedra húmeda de una almena. Ante él, llanuras, bosques y marismas se extendían hasta el infinito bajo un cielo gris, al que el crepúsculo prestaba apenas un ligero matiz rojizo. ¿Dónde estaban las colinas verdes y ocres de la Toscana, el alegre despliegue de viñas y olivares, con, en ocasiones, un leve toque de alabastro, el de la columna rota de algún templo antiguo dedicado a Venus o a Mercurio?

—Y bien, primo, ¿estás enfadado conmigo?

La joven con la que acababa de cruzarse se enfrentaba a él con una ligera mueca de insolencia.

—¿No me reconoces? —siguió diciendo, en un tonillo impertinente—. Es verdad que he cambiado un poco, en diez años. Tú también, por cierto, con esa preciosa barba… Soy Ana, la hija de la señora Schillings.

Nicolás se acordó entonces… El barco que descendía por el Vístula… Ana, la bastarda del obispo. Su prima, por tanto… Se parecía a su madre, pero sus rasgos eran mucho más finos, bajo la cabellera rubia. Sus ojos vivos y azules chispeaban de malicia e inteligencia. Confuso y sin saber cómo comportarse, refunfuñó como si estuviera delante de una niña:

—¡La pequeña Ana! ¿Cuántos años tienes, ahora?

—Veinte años. Pero no es muy galante, señor, preguntar su edad a una mujer. ¿Qué te han enseñado en Italia?

El toque de una campana llamó a la cena. Desaparecidas su tristeza y su nostalgia, Nicolás tomó a la joven de la mano y la condujo a la escalera. Juntos aparecieron en el comedor. Si el sitio de Andreas no hubiera estado vacío, la familia de monseñor Lucas habría estado al completo, porque a su lado se sentó la madre de Ana, y frente a ella, Philip.

—Eh, capellán —gritó Lucas al anciano sacerdote sentado en el otro extremo de la mesa—, no estaría mal casar a esta bonita pareja, ¿no es cierto?

—Sin duda —respondió el clérigo—, pero traería un montón de problemas más tarde, cuando el señor Copérnico vista la púrpura cardenalicia.

—Peores cosas se han visto en el trono de san Pedro —replicó Nicolás, que sostuvo la silla de Ana primero, y luego tomó asiento a su lado.

Toda la mesa soltó una alegre carcajada, que se apagó de golpe cuando entró Andreas.

El día siguiente, el obispo de Ermland y su séquito, incluido su nuevo médico y secretario Nicolás Copérnico, partieron hacia Cracovia para asistir a la coronación de Segismundo I. El médico no tenía demasiadas preocupaciones. A sus cincuenta y tres años, Lucas tenía una salud de hierro y el tiempo parecía no pasar para él. En los lugares donde pernoctaban, desafiaba a su sobrino a cruzar las espadas. Lo desarmaba sistemáticamente, de modo que Nicolás acabó por negarse a esgrimir, él que había recibido lecciones de los mejores maestros italianos. Entonces, para regocijo de los soldados, el obispo luchaba sin armas con su sobrino Philip, que mandaba la escolta, y acababa siempre por tumbarlo de espaldas en tierra. Sin embargo, Copérnico sospechaba que su primo no ponía demasiado ardor en la pelea.

Si como médico estaba cruzado de brazos, en cambio el trabajo como secretario no iba a faltarle. El advenimiento de Segismundo I iba a cambiar muchas cosas en Polonia y en las regiones sometidas a vasallaje.

—Es necesario que sepas —explicó Lucas a Nicolás mientras cabalgaban juntos— que nuestro nuevo rey es un partidario apasionado de Italia y de las ideas nuevas. Sueña con hacer de su reino una nueva Francia, una tierra de arte y filosofía, que atraiga a los más grandes artistas y filósofos. Le gustarás, sobrino. Le encantará colgar en su palacio como primer trofeo de caza a un polaco de la misma altura que Pico della Mirandola.

—¡Exagera usted, tío! Ni siquiera soy doctor en medicina, y no he publicado nada.

—Puedes guardarte para ti esa humildad de cura de aldea, muchacho. Sé lo que vales, y tú lo sabes también. ¿No tienes en reserva algún bonito libro de filosofía que dedicarle, alguna cosa nueva y preciosa?

Nicolás conocía lo bastante a su tío para saber que aquellos fingidos aires pueblerinos ocultaban notables conocimientos en muchos campos. De modo que decidió entrar en el juego y jugar al erudito ante un inculto.

—Ha leído usted alguna vez el Almagesto, supongo —dijo en un tono cómicamente pedante—. Pues bien, por mi parte pronto hará quince años que lo analizo, le doy la vuelta de un lado y de otro, en griego, en latín e incluso en alemán, y me abruma la extrema complicación de la mecánica celeste con que Tolomeo y sus sucesores nos vienen castigando desde hace tantos siglos.

—No eres el primero en quejarte, sobrino, por lo que yo sé. Destruir es a veces una buena cosa. ¿Pero qué construirás en su lugar?

—La simplicidad, tío, la simplicidad. La naturaleza no hace nada superfluo, nada inútil, y sabe extraer numerosos efectos de una causa única. En cambio ¿qué han hecho los astrónomos desde el Almagesto, con sus adaptaciones, sus paráfrasis, sus comentarios?

¡Recetas de cocina! Un armatoste complicado, compuesto por decenas de esferas de cristal conectadas entre ellas por engranajes absurdos. Yo compararía su obra a la de un hombre que, después de haber reunido en diferentes lugares manos, pies, una cabeza y otros miembros, muy bellos en sí mismos, pero no pertenecientes a un mismo cuerpo y sin la menor correspondencia entre ellos, los juntara para formar un monstruo en lugar de un hombre. ¡Pues bien, no! En lugar de esa construcción deforme que no se tiene en pie más que gracias a mil y un contrafuertes y arbotantes, yo voy a erigir un templo antiguo, un techo, un simple techo sostenido por delgadas columnas. Y en el centro, el tabernáculo. Si Dios es, como yo pienso, el mayor de los arquitectos, no ha construido su casa como un obrero anónimo de las épocas oscuras, sino como Brunelleschi.

—Abrevia, muchacho, y deja de marear la perdiz. Se diría que te da miedo lo que quieres decirme. Yo no soy tu profesor, y menos aún uno de tus alumnos, soy tu tío. ¿Entonces?

—Entonces, sujétese bien al pomo de la silla, y compruebe que tiene los pies bien colocados en los estribos. Porque incluso un buen jinete como usted corre el riesgo de caer al suelo, después de oír lo que voy a decirle. Sí, tengo miedo. En Roma, delante de grandes personajes y de los mejores sabios del siglo, entre ellos mi maestro Domenico Novara, no me atreví a llegar hasta el final de mi razonamiento ni pude formular las conclusiones que se imponían. Y tampoco mi auditorio, como si nos encontráramos frente a un muro invisible que nos impidiera ir más lejos en la dirección de la verdad.

Lucas miraba a su sobrino como si lo descubriera por primera vez. En efecto, Nicolás había abandonado su tono ligero y pedante, y una extraña exaltación hacía vibrar su voz, por lo común tan grave y reposada. Entonces, también el obispo tuvo miedo de lo que estaba a punto de oír, y que creía adivinar como un fantasma entre la niebla.

—Durante largos años —prosiguió Nicolás—, he coleccionado todas las observaciones astronómicas hechas a lo largo de los siglos. He leído y releído a todos los filósofos que trataban el tema. Y hoy, aunque mi alma sigue atormentada por la duda, mi razón, en cambio, se siente segura de haber alcanzado la verdad. Parecerá difícil e incluso increíble; pero, con la ayuda de Dios, haré que resulte más claro que el Sol, por lo menos para quienes no son extraños a las matemáticas.

Hizo una pausa para recuperar el aliento, y aspiró una gran bocanada de aire. Lejos, en el horizonte, se perfilaban sobre su colina las torres y los campanarios del castillo Wawel. Apenas les quedaba una hora de viaje para entrar en Cracovia.

—Mi razón me dice que el Sol está en el centro de todo, en el centro del Universo. Que la Tierra gira a su alrededor, como Mercurio y Venus delante de ella, y como Marte, Júpiter y Saturno detrás. Que la Tierra gira también sobre sí misma, sobre su eje, lo que nos da la impresión falsa de un Sol móvil y de la rotación de las estrellas fijas. Tío, nunca le agradeceré bastante el haberme enviado a Italia. Porque allá abajo he comprendido que la Tierra representa en el mundo el papel de la tavoletta utilizada por Brunelleschi cuando descubrió las leyes de la perspectiva. Pero es una ventana móvil. La movilidad del punto de vista es lo que explica los movimientos aparentes de los planetas. Sin embargo, mi alma responde: «¿Quién eres tú, pequeño Copérnico, para revolver de ese modo el Universo y situarte frente a todas las apariencias, a todos los sabios, e incluso frente a las Sagradas Escrituras?». —Luego, al advertir que se había puesto demasiado solemne, soltó una risa breve y añadió—: ¡Uf! Ya me siento mejor. ¡Tengo la impresión de salir de su confesionario, monseñor!

—¡Por la sangre de Cristo, muchacho, no te andas con chiquitas! ¿Has escrito ya algo sobre ese tema?

—Me disponía a hacerlo en Padua, para llevarlo después a imprimir a Venecia, con una hermosa dedicatoria al cardenal Farnesio, cuando…

—¡Eh, Nico! Me parece notar cierto reproche en el tono de tu voz. Si te he pedido que vuelvas, es porque te necesito en la dura partida que vamos a tener que jugar. Pero, por Belcebú, no esperaba encontrarme con un malabarista de planetas ¡un anti-Tolomeo, un nuevo Atlas! Es demasiado gordo, es enorme, es prematuro. Escribe eso, pero no se lo enseñes más que a personas de las que estés seguro. No me parece que el nuevo rey de Polonia pueda echarse una cosa así a la espalda en este momento. ¿No tienes nada más inocente, menos…, en lo que pueda figurar tu nombre?

—Tengo exactamente lo que necesita usted —respondió un Nicolás risueño, al tiempo que extraía de sus alforjas un rollo de papeles atados con una cinta roja.

Era el manuscrito de su traducción al latín de las Epístolas de Teofilacto Simocatta. Lucas dejó la brida sobre el cuello de su montura y empezó a hojearlo, aprobando en ocasiones con una mueca, riendo en otras al leer algún pasaje.

—Es perfecto —exclamó al fin—. Hay que publicarlo. Dedícalo a nuestro rey Segismundo.

—No, tío. Por primera vez en mi vida, voy a desobedecerle. Porque es a usted, y sólo a usted, a quien quiero ofrecer este libro.

—Diantre, ¿por qué no? A fin de cuentas, será un acto de buena política. ¿Y qué hacemos con tu historia de que la Tierra gira alrededor del Sol?

—Pensaré en ello, tío, pensaré en ello. Déjeme tiempo. Porque el tiempo, tío, corre a favor nuestro.

Las ceremonias de la coronación dieron a Copérnico ocasión para encontrarse de nuevo con algunas de sus amistades italianas, y no de las menores, porque el cardenal Alejandro Farnesio representaba al papa Julio II ante el rey Segismundo. Nicolás había recibido de su tío la consigna de pasar lo más inadvertido posible, permanecer en la sombra, y escuchar, sobre todo escuchar. El encuentro entre el obispo de Ermland y el cardenal florentino fue muy cordial. Ambos eran tanto hombres de armas como de leyes, y tenían más de un punto en común. Alejandro aceptó complacido la propuesta de Lucas de prestarle a Nicolás durante los quince días de su estancia en Cracovia, para servirle de intérprete al polaco y al alemán. Fue así como el astrónomo asistió a todas las reuniones, a todos los conciliábulos entre los grandes de este mundo o sus embajadores. Nadie prestaba atención a aquel oscuro canónigo que se limitaba a traducir las palabras, a menudo de cumplido, de los interlocutores del legado del Papa; y por lo demás, la mayor parte de las veces se expresaban en latín y no necesitaban sus servicios. Poco importaba, él estaba allí y todas las noches informaba a su tío del tenor de las conversaciones.

Aquel pequeño juego de espionaje estuvo a punto de terminar mal cuando, uno de los últimos días de la embajada de Alejandro Farnesio, éste recibió al gran maestre de la orden de los caballeros teutónicos, envuelto en su gran manto blanco marcado con una cruz negra. Iba acompañado por su hermano, un joven canónigo de Colonia de un parecido estremecedor con el antiguo condiscípulo de Nicolás que años atrás apareciera ahogado en el Vístula, Aquiles Othon. Nicolás se hizo más transparente que nunca, pero disfrutaba en su interior al traducir las súplicas del gran maestre que, en alemán, intentaba obtener del Papa la ruptura de los lazos de vasallaje con Polonia.

De pronto la puerta colocada a espaldas de Copérnico se abrió, y una voz familiar se excusó por su retraso. Nicolás, estupefacto, reconoció al barón Glimski. Este lo miró un instante, y de inmediato exclamó en polaco:

—Monseñores, monseñores, ¿ignoráis delante de quién estáis hablando? ¡Delante del sobrino del obispo de Ermland, delante del espía de ese diablo de Lucas Watzenrode, del que se sospecha que fue el envenenador de su majestad Juan I Alberto de Polonia, y toda cuya vida infame está dedicada a la perdición de la santa orden teutónica!

Nicolás saltó de su escabel y aferró a Glimski por el cuello:

—¡Barón, voy a hacerte tragar tus calumnias!

—¿Qué ocurre, señores? —preguntó Alejandro Farnesio—. Os recuerdo que estáis en presencia del legado del Papa.

El gran maestre de la orden teutónica se levantó a su vez y vociferó:

—Es indigno. ¡Es una traición! ¡Informaré de esto a Su Santidad en persona!

Y salió, seguido por su sobrino y por Glimski, que dio un portazo al marcharse. El incidente produjo un gran revuelo. El rey convocó a los dos partidos, y reprendió al obispo de Ermland con bastante tibieza, porque en el fondo le divertía que se hubiera servido de ese modo de su sobrino como espía. En cambio, al enterarse por Lucas de la petición hecha al Papa por el gran maestre teutónico de ser eximido del vasallaje a Polonia, fue mucho más severo con él y exigió que su delegación regresara a su encomienda de Königsberg, después de obligarles a renovar ante los cuerpos representativos su juramento de fidelidad, presentar excusas al legado del Papa y reconciliarse sinceramente con el obispo de Ermland. En cuanto al barón Glimski, Segismundo I no esperó mejor ocasión para arrojar a la prisión al favorito de su difunto hermano y librarse así de un intrigante que lo había traicionado ya en dos ocasiones.

Los últimos días de la ceremonia de la coronación fueron una cadena de banquetes y bailes. Polonia se alzaba al nivel de las naciones más grandes, de Francia, Castilla, Aragón y Portugal. El delegado del Papa, Alejandro Farnesio, dio muestras ostensibles de amistad hacia el obispo de Ermland y su sobrino. Se les vio con frecuencia pasear bajo los peristilos del palacio real, el cardenal entre ambos hombres, dándoles familiarmente el brazo.

—Su Santidad —decía Farnesio— piensa cada vez con más seriedad en una reforma del calendario para ajustar el año a las apariencias. Me parece, querido Nicolás, que su formidable hipótesis podría contribuir a ese fin. Vuelva a Italia conmigo, para trabajar en el tema en compañía con los mayores sabios de esta época. Después de todo, su compatriota Bernard Sculteti acompaña a Giovanni de Médicis. ¿Por qué no podría estar Nicolás Copérnico junto a Alejandro Farnesio?

Copérnico se dio cuenta de que, al otro lado de Farnesio, su tío se había puesto rígido. Tenía que rehusar aquella oferta inesperada. Así pues, contestó:

—En otras circunstancias, me habría arrojado a los pies de vuestra eminencia para probarle mi gratitud. Pero, como ha podido comprobar, abandonar en estos momentos al obispo de Ermland sería para mí una traición que nunca podría perdonarme. La orden teutónica no va a conformarse, y mi país necesita de todas sus fuerzas, incluso las más modestas.

Al decir estas palabras, esperaba vagamente que su tío le diera su bendición y el permiso para marcharse; pero no fue así, y Lucas siguió callado. Todo había acabado. Al día siguiente tendría que volver a encerrarse en Heilsberg, tal vez para siempre.

A lo largo de los seis años siguientes la Liga prusiana, dirigida con mano de hierro por el obispo de Ermland, se enfrentó a los caballeros teutónicos, cuyo nuevo gran maestre era un joven que aún no había cumplido los veinte años, Alberto de Brandenburgo, el antiguo canónigo de Colonia. Hubo pocos incidentes, algunas escaramuzas en las fronteras, que de inmediato el rey de Polonia procuraba calmar con el envío de emisarios. Porque el litigio se había cargado ahora de un odio inextinguible: ya no se enfrentaban los cuatro obispados y las cinco encomiendas, sino dos familias, los Watzenrode-Copérnico de un lado, y los Brandenburgo-Hohenzollern de otro.

Hubo simulaciones de reconciliación para la galería. Durante una de las reuniones de arbitraje, que en esta ocasión se celebró en Danzig, Nicolás supo que el consejero favorito del joven gran maestre teutónico estaba muy enfermo. El médico y secretario del obispo Lucas ofreció entonces sus servicios. Era una iniciativa peligrosa, porque si por desgracia la persona a la que Alberto de Brandenburgo quería como a un padre no sobrevivía a sus cuidados, de inmediato se sospecharía que Copérnico había acelerado su muerte.

Por fortuna, se trataba sólo de un feo absceso en el oído, y el antiguo estudiante de Padua libró de él a su paciente en un santiamén. Alberto de Brandenburgo le dio las gracias con tanto reconocimiento fingido como celo auténtico había puesto Copérnico en su cura. Intercambiaron algunas banalidades sobre Italia, que Alberto había visitado en compañía del emperador Maximiliano, que intentaba recuperar el Milanesado de manos de Francia. Luego el joven elogió la traducción de las Epístolas, impresa un año antes en Cracovia, y afirmó haber encontrado la obra «curiosa y divertida». Finalmente, quiso saber si el sobrino de su enemigo trabajaba en alguna otra obra erudita. Copérnico le contestó que había acabado un pequeño fascículo sobre el movimiento de los planetas, pero que no lo había editado porque no podía ser comprendido cabalmente sino por matemáticos y geómetras muy expertos. Brandenburgo aseguró entre protestas que se apasionaba por los fenómenos celestes y que le gustaría poseer una copia. Nicolás prometió enviársela, y se despidió aliviado: una palabra torpe habría podido provocar una catástrofe.

Después de las ceremonias de la coronación, hacía ya cuatro años, Nicolás había ido a instalarse en el palacio episcopal de Heilsberg, y su trabajo de secretario particular del obispo le había dejado muy pocos respiros. Tío y sobrino, con la experiencia de sus respectivas largas permanencias en Italia a treinta años de distancia, compartían la misma ambición: convertir Ermland en una Venecia del norte. Y mientras el obispo multiplicaba los viajes diplomáticos a ducados y principados, para reunir el máximo de partidarios y obligar al rey de Polonia a enviar a la «peste teutónica» contra el Turco, Copérnico, por su parte, estaba enfrascado en el gran proyecto de abrir una universidad en Elbing, una próspera ciudad de Ermland que podría muy bien convertirse en la Padua de Frauenburg. No faltaban fondos para ello, porque la Hansa y las guildas de mercaderes estaban dispuestas a proveerlos. Pero la autorización papal no acababa de llegar.

Es cierto que por esa época Julio II, camino ya de la setentena, guerreaba como un joven condottiero contra César Borgia, luego contra Venecia y después contra Bolonia, antes de volverse contra el rey de Francia. Habría que tener paciencia hasta que su sucesor —fuera Médicis o Farnesio— diera el consentimiento preciso. Lo más difícil sería atraer a profesores a los que no asustaran los rigores del clima ni la amenaza teutónica latente. Copérnico había conservado la relación con muchas personas de la Universidad de Cracovia. Allí, el estudio de las artes liberales seguía siendo mal visto. Cualquiera que se aventurara a enseñar el griego era señalado como sospechoso de herejía. Se trataba, por consiguiente, de seducirles, además de con algunas ventajas financieras, con la perspectiva de una mayor libertad de enseñanza, como lo había hecho antes Padua para arrancar a las aulas de Bolonia a sus mejores profesores. Pero, por el momento, mientras no se materializara la bula papal que autorizaría la nueva universidad, era inútil divulgar el proyecto.

Comprendió entonces que tendría que comprometerse en persona, correr riesgos y, en lugar de ofrecer una universidad fantasma, convocar a su lado, en Ermland, a una academia de sabios según el modelo que había conocido en Italia. La academia serviría de base al gran proyecto de la universidad. Pero no sería su traducción de las Epístolas lo que le granjearía prestigio, ni el recuerdo ya lejano de sus conferencias romanas. Necesitaba golpear fuerte, impresionar, seducir, escandalizar. Sabía cómo hacerlo.

Un resumen. Bastaría con un resumen. Era inútil, en una primera etapa, entregarles sus cálculos, de los que, por lo demás, aún no estaba del todo seguro. Ya habían aparecido algunas complicaciones en un sistema que él quería de una sencillez cristalina. Después de todo, se dijo, si llegaba a conseguirlo sería con la ayuda de sus futuros lectores.

Puso manos a la obra. Había temido antes de comenzar que se vería obligado a sudar sangre, a arrancar cada palabra como si fuera una astilla clavada en la carne, pero todo fluía de su pluma con facilidad, en un éxtasis del alma que le recordaba en ocasiones la plenitud del goce corporal que sólo había conocido junto a Julia Farnesio.

Empezó por declarar que la manera como concebían los antiguos el curso de los astros no era satisfactoria, porque cada planeta tenía que moverse trazando círculos perfectos y a la misma velocidad. Planteaba después las siguientes hipótesis, en siete breves capítulos: en el primero, afirmaba que no todos los cuerpos celestes se desplazan alrededor del mismo centro. En el segundo, que la Tierra no es el centro del Universo, sino únicamente de la órbita de la Luna. En el tercero, que el Sol es el centro del Universo. En el cuarto, y al escribirlo se sintió dominado por el vértigo, que la esfera inmóvil de las estrellas fijas, la última esfera, está mucho más lejana de nosotros de lo que pensaba Tolomeo. Escribió la palabra «infinito», y la tachó. En el quinto, que la Tierra gira sobre sí misma, sobre su eje, lo que produce la ilusión de una carrera diurna del Sol, de los planetas y de las estrellas fijas. Así pues, no gira el cielo, sino que al moverse la Tierra, todos los astros parecen huir en la dirección contraria. En el sexto, que la Tierra gira, durante un año, alrededor del Sol, manteniendo fijo su eje, lo que explica el desplazamiento anual del astro del día siguiendo el zodíaco. Finalmente, en el séptimo, que si los planetas parecen en ocasiones detenerse o cambiar de dirección, es porque también ellos corren a la misma velocidad que la Tierra en torno al tabernáculo solar.

Releyó lo escrito dos veces, tres veces, más veces aún, tachando una palabra, añadiendo otra, como un pintor que se distancia de su cuadro y luego se aproxima de nuevo para añadir un ligero retoque que sólo él verá. Por supuesto, no demostraba nada, se limitaba a afirmar. ¿Pero tiene que demostrar su obra un artista? Al concluir su pequeño tratado, no pudo impedir extasiarse: «Contempla, lector: treinta y cuatro círculos bastan para albergar toda la danza de los planetas». Por escrúpulo, afirmó como conclusión que dejaba para más tarde las pruebas matemáticas de sus siete hipótesis. Para más tarde, es decir, para su «gran obra». Magnum opus… En latín, la fórmula resultaba banal. Pero quien lo tradujera al árabe leería «Almagesto».

Estableció después una lista de corresponsales a los que enviaría su Breve comentario sobre las hipótesis de Nicolás Copérnico sobre los movimientos celestes. Luego consultó a su tío sobre otros nombres.

—Ingrato —exclamó su tío, con una carcajada—. Te has olvidado de tu antiguo preceptor.

—Cómo, Sculteti, ese gordo…

Nicolás se mordió los labios: había estado a punto de decir «ese gordo canónigo».

—Te equivocas respecto a él. Posee una gran competencia en esas materias. Fue él quien te inyectó el demonio de las matemáticas, ¿no es cierto? Y además, está muy cerca de los Médicis. Tal vez no tanto como lo estabas tú de una cierta Farnesio, pero cerca en cualquier caso.

—Pienso también enviarlo a uno de mis condiscípulos de Ferrara, Nicolás Schönberg, que sigue allí al servicio del duque Alfonso d’Esté.

—¿Y de su esposa, Lucrecia Borgia? ¡Diablos! ¡La nación de los estudiantes alemanes en Italia hace muchos más estragos que en mi época! Además, el año que viene, si prosperan las negociaciones, su majestad Segismundo de Polonia se casará con una Sforza. Envía también tu opus a la prometida, como futuro y leal súbdito. Pero… cuidado, ¿eh?

—Veamos, tío, ya no tengo veinte años. ¿Podrá prestarme a uno de sus copistas? Mi muñeca no soportaría la escritura de esa veintena de ejemplares.

—Un monje no, sobre todo nada de monjes. Sería capaz de ponerse a gritar a los cuatro vientos que son herejías. Puedes recurrir a mi hija Ana. Tiene una letra muy bonita. Sabe el latín suficiente para no hacer faltas, pero no lo bastante para entender el significado de tu texto. Pero… cuidado, ¿eh?

—Respecto a eso, tío, no puedo prometerle nada.

—¿Te he pedido que me lo prometas? Un canónigo digno de ese nombre tiene que tener un ama para atenderlo, ¿no es cierto?

Durante ocho días, Nicolás y Ana trabajaron hombro con hombro. La joven no se contentaba con copiar, sino que a veces pedía explicaciones, desmintiendo así el pronóstico un tanto misógino del obispo. Nicolás, entusiasmado, se convirtió en el más pedagógico de los maestros, y para ello utilizó su talento como dibujante. Cuando ella le preguntó lo que significaban las estaciones y retrogradaciones de los planetas, el astrónomo dibujó rápidamente el pequeño bucle que trazaba el trayecto aparente de Marte sobre el fondo fijo de las estrellas de la eclíptica:

—Ya ves, Ana: el planeta, que normalmente acompaña al Sol en su desplazamiento, se mueve a veces en sentido contrario. Primero se estaciona, es decir que se detiene, luego retrocede y finalmente vuelve a avanzar, como un perro vagabundo al seguir a su amo. Es necesario explicar eso.

—¿Y «eso» es lo que llamas «salvar las apariencias»?

—Exactamente. Es lo que llevó a los astrónomos griegos, y a Tolomeo en último término, a imaginar una maquinaria cada vez más complicada, que es un insulto a la belleza de la Creación. Supón para empezar, Ana, que un planeta P se mueve siguiendo un círculo perfecto centrado en la Tierra, T, de esta manera.

Y Nicolás trazó un nuevo croquis:

—La figura es perfectamente armoniosa —prosiguió—, pero no explica las apariencias: no explica los bucles. Por consiguiente, es preciso suponer que el planeta P se desplaza en un círculo pequeño, el epiciclo, cuyo centro C gira a su vez siguiendo la circunferencia del círculo mayor, que desde ahora llamaremos el deferente, y que sigue centrado en la Tierra, así:

—¡Ah, qué bonito! —exclamó ingenuamente Ana—. ¡Y tiene que funcionar de maravilla!

—No del todo, porque aún no se salvan las apariencias. La etapa siguiente consiste en trasladar la Tierra desde el centro O del deferente, que se convierte así en un «excéntrico». Así:

—Vaya, qué complicado. ¿Pero entonces la Tierra no está en el centro del Universo, como enseña Aristóteles?

—¡Si se quieren salvar las apariencias, no! Conviene, mientras sea posible, adaptar las hipótesis más sencillas a los movimientos celestes, pero si eso no basta, es necesario elegir otras que los expliquen mejor. ¡Fue el propio Tolomeo quien lo dijo! Pero espera, ¡es peor todavía!

—¿Qué más hay?

—Ocurre que, a pesar de su complejidad, los deferentes excéntricos y los epiciclos no respetan la ley de la velocidad uniforme de los planetas. Y en ese punto es donde Tolomeo introdujo esa abominación, ese truco vergonzoso: me refiero al punto ecuante E, que flota de alguna forma en el espacio, pero en relación con el cual, el movimiento del círculo C del epiciclo es uniforme, así:

—Te habrás dado cuenta —continuó Nicolás— de que ahora hay tres centros distintos: el centro geométrico O, el centro del movimiento E, y la posición de la Tierra.

—Una cacofonía horrible, como decías tú el otro día, Nicolás.

—Exactamente. Pero reconozco gustoso a Tolomeo un gran genio como matemático, porque a pesar de todo su sistema salva las apariencias, ya que explica muy bien el pequeño bucle planetario que te he dibujado. Mira, si combinamos todos los esquemas, cómo se ve el planeta P, moviéndose a través de todos sus engranajes circulares, desde la Tierra, entre dos posiciones PI y P2, con una fase de estación y otra de retrogradación:

—Es muy ingenioso, en efecto —dijo Ana, que empezaba a perderse en aquella argumentación—. Pero entonces, Nicolás —añadió con una encantadora ingenuidad—, ¿cómo has podido encontrar una solución mejor? ¡Parece imposible!

—He encontrado algo más sencillo en todo caso, y que a mi entender se corresponde mejor con la voluntad de Dios, el más perfecto y económico de los artistas —dijo Copérnico, con algo de pedantería.

Tomó entonces una hoja en blanco, una pluma, una regla, y tardó sus buenos diez minutos en dibujar un gráfico de una extraordinaria elegancia, que mostró después a una Ana deslumbrada:

—Ya ves, si es el Sol el que está en el centro del Universo, y si la Tierra gira a su alrededor en el mismo sentido que los demás planetas pero con una velocidad diferente, todas esas estaciones y retrogradaciones se explican por un sencillo efecto de perspectiva. En realidad, la Tierra se aproxima al punto 1 de un planeta exterior como Marte, lo rebasa en 7 porque va a mayor velocidad, luego se aleja de él hasta 13, y así sucesivamente. Puedes ver tú misma, entonces, que al proyectarse sobre el cuadro fijo del firmamento estrellado, el movimiento aparente de Marte forma nuestro famoso bucle plano.

—¡Pero es extraordinario, es maravilloso, Nicolás! —balbuceó Ana, con los ojos arrasados en lágrimas.

Era como si en unos minutos y con la ayuda de unos pocos dibujos, quince siglos de astronomía se hubieran evaporado para hacer brotar una nueva flor de una belleza sublime, colgada de su tallo único proyectado hacia el cielo.

En el curso de las horas y los días siguientes, sus respiraciones se juntaron más a menudo, y sus rodillas se tropezaron de forma cada vez menos furtiva. Al cabo de una semana, cuando por fin acabaron el enorme trabajo de revisión y copia, Nicolás se puso en pie, abrió los brazos y gritó, como un estudiante al condiscípulo con el que ha trabajado en la redacción de una fatigosa memoria:

—Un abrazo, compañera.

Su abrazo fue bastante más tierno que el de dos bachilleres.

El Resumen, el Commentariolus, fue enviado a todas partes, a cuantos mecenas, sabios y filósofos contaban algo en Europa. Pronto hubo respuestas entusiastas, que pedían autorización para copiarlo a su vez en beneficio de otras personas escogidas. Era eso lo que Copérnico había exigido: a imitación de Pitágoras y sus discípulos, que se pasaban sus libros doctrinales de mano en mano para no exponerse a la indignación del vulgo, él quería que su obra sólo fuera conocida por sus amigos, o por iniciados amantes de la justicia y la verdad.

Entonces, de Londres a Nápoles y de Suecia a Andalucía, se difundió el rumor de que cierto Nicolaus Copernicus se había atrevido, desde el fondo de Polonia, a colocar el Sol en el centro del Universo y a rebajar la Tierra a la condición de un simple planeta. Otras personas ya lo habían pensado antes, pero ninguna había tenido la osadía de decirlo. Desde aquel momento, en los austeros gabinetes de trabajo de los sabios o bajo el oro de los palacios italianos, se esperaba de él su anti-Almagesto.

El año 1512 empezó bajo los mejores auspicios, con una carta del propio Erasmo, que felicitaba a Copérnico por su Commentariolus y sus epístolas, y lo animaba a ampliar la primera de las dos obras. Desde Florencia, Sculteti le anunció que los Médicis habían recuperado el poder, y que en Letrán se había iniciado un gran concilio al que se prometía llevar a su antiguo discípulo para hacerle participar en la reforma del calendario. Eso significaba la púrpura cardenalicia asegurada. Finalmente, en julio, en Cracovia iban a celebrarse las bodas del rey Segismundo con Bona Sforza, cuyo hermano mayor acababa de recuperar su feudo de Milán. Todas las miradas de Italia iban a centrarse en Polonia, y el astrónomo Nicolás Copérnico muy bien podía ser uno de los principales beneficiarios de esa atención.

Nunca los ujieres que anunciaban la entrada del obispo Watzenrode de Ermland en la sala de audiencias del castillo real habían visto a Lucas tan sonriente y alegre. Por lo general, en público mostraba un semblante severo y un aspecto marcial bastante amedrentador. Durante un mes, se sucedieron las fiestas y los bailes. Lucas tenía motivos sobrados para estar alegre. Había gustado a la joven reina, gracias a su italiano perfecto. Más aún, su doble faceta de hombre de iglesia y de guerrero evocaba para Bona Sforza a muchos miembros de su propia familia. Y para terminar, la orden teutónica le parecía a la reina milanesa una barbarie de otra época, y en cambio el hecho de que un obispado se gobernara como una república era para ella perfectamente normal.

En su condición de secretario, Nicolás asistía a todas las audiencias, a todos los conciliábulos. No por ello olvidaba sus propios intereses, y hacía la corte a todo el que llevara birrete y toga de médico o de profesor. No necesitaba hacerlo, como pudo constatar no sin alguna dosis de vanidad, porque tanto en Cracovia como en las embajadas extranjeras su renombre era ya muy grande.

Tan grande por lo menos como el del secretario particular del rey, Johann Flachsbinder, que había adoptado el nombre latino de Dantiscus por ser nativo de Danzig. Doce años más joven que Copérnico, era hijo de un cervecero y había viajado mucho: después de cursar estudios en Cracovia y de algunas escaramuzas contra turcos y tártaros, había viajado a Grecia y posteriormente a Tierra Santa. Y a Italia, por supuesto, pero también a España. En todas partes, aquel seductor impenitente había coleccionado amantes y bastardos. Además cultivaba la poesía, y había compuesto algunas encantadoras elegías neolatinas que circularon por todas las cortes de Europa. De regreso de sus viajes, Segismundo I le había confiado una embajada ante el emperador Maximiliano, a quien había sabido complacer, y más tarde ante su sucesor Carlos V. Y fue Dantiscus quien condujo con éxito las negociaciones que desembocaron en el matrimonio del rey de Polonia con Bona Sforza.

En otros tiempos y circunstancias, «Copernicus» y Dantiscus podrían haber sido los mejores amigos del mundo. Como entraron en competencia, se detestaron. El astrónomo se hizo más grave y serio que de costumbre, y el poeta más parlanchín y frívolo de lo que podía esperarse de sus funciones de secretario del rey. El uno encontró al otro superficial y engreído, y el otro encontró al primero aburrido y pretencioso, por criticar de ese modo el sistema de Tolomeo.

Un día, ya hacia el final de las fiestas, en uno de los patios del castillo Wawel, Copérnico estaba en plena discusión astronómica con un canónigo de Varsovia que le preguntaba si su nuevo sistema no corría el riesgo de engendrar nuevos epiciclos y nuevas excéntricas que muy bien podrían complicar las cosas en lugar de simplificarlas. Copérnico respondió que eso se vería en la práctica, multiplicando las observaciones y comparándolas con las establecidas por los antiguos. Él mismo se sentía un poco aprensivo y no se atrevía a ir hasta el final de sus cálculos; las observaciones de su interlocutor lo irritaban, aunque procuraba no aparentarlo. Estaban en ese punto de la conversación cuando alguien le dio unos suaves golpecitos en el hombro. Se volvió enojado, como si lo hubieran ofendido. Era el barón Glimski. El canónigo de Varsovia se eclipsó con discreción.

—¡Barón! Yo le creía…

—Con motivo de su boda, su majestad ha tenido la bondad de indultar a cierto número de presos.

El hombre que había dirigido Polonia atendiendo sobre todo a su beneficio particular, durante el reinado precedente, estaba irreconocible. Su mirada, antes tan penetrante tras la estrecha rendija que dejaban abierta los párpados caídos, se había vuelto blanda. Bajo sus pómulos salientes, el orgulloso mostacho que bajaba hasta más allá del mentón era ahora más ralo y grisáceo. Ahora su voz carecía de la autoridad templada del temible intrigante, y tenía tonos temblorosos y aduladores. Era la voz de un conspirador.

—Reverendo Copérnico —susurró—, debo alertarle de un gran peligro. Hay una conjura para perder a monseñor Lucas Watzenrode.

—Eso no es nuevo —contestó Nicolás, despectivo—. Desde hace treinta años los teutónicos ruegan al cielo día y noche para que el diablo se lo lleve al infierno. De modo que sigue usted conspirando. ¡Seis años de cárcel no le han servido de lección!

—Se lo suplico, créame. La vida de su tío corre un grave peligro. No tiene que permanecer ni un día más en Cracovia. Si quiere seguirme, le daré la prueba.

Nicolás se dejó arrastrar por un largo pasillo oscuro y tortuoso, en cuyo extremo había una pequeña puerta cerrada. Buscó en su cintura el tacto tranquilizador de la empuñadura de una daga, que siempre llevaba consigo. Detrás de aquella puerta, oyó a varias personas que conversaban. Y reconoció el acento bajo alemán característico de Alberto de Brandenburgo, gran maestre de la orden de los caballeros teutónicos. Estaba diciendo:

—Si estás seguro de lo que dices, conviene que todo esté listo para la cena de esta noche. Pero no quiero que haya la menor sospecha. El rey no me tiene en gran aprecio, y aprovecharía la ocasión para matar dos pájaros de un tiro: integrar Ermland en las posesiones reales, y confiscar nuestros bienes.

—Lo sé, gran maestre —contestó uno de sus interlocutores—. Esta noche, ese demonio de Lucas cenará solo, sin el bruto de su bastardo, que irá a rondar las tabernas, y sin el charlatán de su sobrino, que irá a reunirse en la ciudad con otros brujos y alquimistas de su ralea.

—¿Cómo ha sabido todo eso? —susurró Copérnico.

—¡Silencio! ¡Escuche!

Al otro lado de la puerta, el hombre, cuya voz reconoció Nicolás como la del viejo consejero al que había curado un absceso en el oído, siguió diciendo:

—Yo respondo de este individuo y de su remedio milagroso. Les he pagado muy caro para ello. El monstruo caerá fulminado. Como es de complexión sanguínea, a nadie le extrañará esa muerte brutal. Tiene más de sesenta y cinco años…, y si por una razón u otra la cosa no funciona esta noche, volveremos a intentarlo mañana, u otro día. Pero sobre todo, es preciso que no se vaya de Cracovia.

—El rey no permitirá que se vaya antes del fin de los festejos —dijo una tercera voz, que a Copérnico le recordó vagamente a alguien.

—Ya ha oído lo suficiente —murmuró Glimski, al oído de Copérnico—. Vámonos, antes de que nos sorprendan.

Cuando estuvieron de vuelta en el patio, Nicolás se dispuso a correr a prevenir a su tío, y Glimski lo retuvo sujetándole por una manga.

—Salve a monseñor. Hágale salir de la ciudad y volver a sus dominios. Sólo estará seguro en Thorn, entre sus amigos de la Liga prusiana. Allí me reuniré con ustedes.

—¿Para recibir su recompensa?

—La recompensa, como usted la llama, será volver a obtener el favor de su tío, y el suyo. Puedo serle de utilidad en sus ambiciosos proyectos. Pero ahora he de reunirme con ellos, antes de que sospechen algo.

—¿Con «ellos»? ¿Quiénes?

—Alberto y sus cómplices, desde luego. ¿Cómo cree que estaba informado de esta reunión? Yo formo parte de la conjura, ya ve.

Cuando Nicolás hubo acabado de contar lo sucedido a Lucas, éste permaneció pensativo durante largo rato. Luego dijo:

—Algo no cuadra en esa historia. ¿Por qué Glimski quiere ayudarnos ahora? ¿Cree que venceremos? Tal vez, después de todo, pero… ¡Qué extraña coincidencia! Que te permita escuchar así a Alberto en el preciso momento en que disponía los últimos preparativos, me parece un poco raro.

—De todas las maneras, tío, no puede quedarse. Si es cierta esa historia del veneno, corre un peligro mortal en todo momento y en cualquier lugar donde esté. Nos es imposible saber en tan poco tiempo quién será su asesino, entre una servidumbre de una cincuentena de personas. Y si se trata de una trampa, dispondrá de todo el viaje de vuelta, y de mí aquí en Cracovia, para intentar desmontarla. Cuento en este lugar con amigos que podrán informarme. ¿Y quién desconfiará de un humilde canónigo, un poco curandero y con la cabeza perdida en las estrellas?

—Sin duda tienes razón, Nicolás. Está claro que has aprendido más de tu amigo Maquiavelo que de los mejores profesores boloñeses de derecho canónico. Voy a despedirme de su majestad con el pretexto de algún problema inventado en el capítulo de Frauenburg. Y le confiaré a mi secretario particular, que sabrá contarle las maravillas de la Luna y del Sol.

Una hora más tarde, el numeroso cortejo del obispo de Ermland abandonaba Cracovia, al mismo tiempo que Nicolás Copérnico se dirigía a su antigua universidad para dar allí una conferencia sobre astronomía.

Durante los diez días siguientes, habló de sus teorías a todas horas con la reina, el rey, los embajadores, el alto clero y la élite de la aristocracia polaca. La mayor parte de ellos eran profanos en la materia, de modo que les habló más como poeta que como filósofo de la naturaleza.

—No me avergüenzo de declarar —decía a menudo como preámbulo— que la órbita de la Luna y el centro de la Tierra trazan en un año alrededor del Sol una gran órbita cuyo centro es el Sol. El Sol está inmóvil, y es posible explicar todas las apariencias mediante el movimiento de la Tierra…

A veces le preguntaban por qué, si la Tierra giraba sobre sí misma, los bosques, las montañas, el mar y los seres vivos no salían despedidos como los granos de arena adheridos a un trompo. Respondía entonces que la velocidad de la rotación, así como la de la órbita alrededor del Sol, eran tan armoniosas y estaban tan bien calculadas por el gran Arquitecto que eso no podía producirse. Y a los más cultos, a los que no satisfacía esa respuesta, les precisaba:

—Pero si, como creía Tolomeo, fuese la esfera de las estrellas la que girara en veinticuatro horas alrededor de la Tierra, ¿no sería la dispersión que usted teme mucho más alarmante para las estrellas lejanas, al ser su movimiento infinitamente más rápido? En ese caso, cuanto más aumentara el radio, más veloz sería el movimiento, como en un inmenso tiovivo, y el radio y la velocidad crecerían juntos hasta el infinito. Entonces el cielo no tendría límites. Ahora bien, lo que es infinito no puede pasar ni moverse; ¡luego el cielo es inmóvil!

Otros, que recordaban haber leído en sus estudios de juventud a Sacrobosco o algún otro comentario simplificado de Tolomeo, argumentaban que si se deja caer una piedra desde lo alto de una torre, cae en vertical y no hacia el oeste, como sucedería si la Tierra girase de este a oeste.

—Es el clásico argumento de Aristóteles —contestaba Copérnico con aplomo—. Pero ni él ni tampoco usted se percatan de que la piedra, como el aire que la envuelve al caer, participa en el movimiento de rotación de la Tierra…

Un día, un obispo que tenía algunos conocimientos de astronomía, señaló que si Copérnico tenía razón, si viajáramos de esa manera alrededor del Sol, tendríamos que ver moverse las estrellas fijas a medida que la Tierra se desplazara, por un sencillo efecto de perspectiva. Encantado al oír una objeción tan pertinente, Copérnico explicó:

—No necesariamente, monseñor, porque el radio de la órbita terrestre, por grande que sea, no es nada en comparación con el de las estrellas fijas. Así, cuando vamos en coche por un camino flanqueado por árboles, o cuando contemplamos la orilla desde un barco que avanza siguiendo el curso de un río, vemos cambiar la posición de los árboles por el efecto de la perspectiva, porque los árboles están cerca. Pero las montañas del horizonte no se mueven, porque están demasiado lejanas para que el cambio de perspectiva sea perceptible. Lo mismo ocurre con cada signo, cada clavo dorado prendido del firmamento.

En otra ocasión, unos clérigos escrupulosos afirmaron que aquello iba contra las Sagradas Escrituras: ¿cómo, en efecto, habría podido Josué detener el curso del astro del día, si éste estaba inmóvil en el centro de todas las cosas? Era una pregunta peligrosa, que Copérnico eludió con una broma que puso de su lado a los espectadores: se excusó por no ser más que un mal exegeta de la Biblia, y añadió que sin duda había que ver en aquel pasaje una profunda reflexión sobre la omnipotencia divina.

Al oírlo, su auditorio se preguntaba en qué tiempo y en qué estación vivían, y cuando le preguntaban por la razón y la necesidad de un cambio semejante, Copérnico, que aún no había adquirido la prudente reserva que dispensa la edad, y que tenía también en mente los cataclismos recientes que habían producido en la geografía terrestre los descubrimientos recientes de los Colón y los Vespucio, respondía orgulloso:

—¿Qué razón, qué necesidad queréis? ¡Nadie debe asombrarse, puesto que con el nuevo siglo nos ha venido una nueva faz del mundo!

En pocas palabras, Copérnico estaba de moda, y aquello le encantaba.

La delegación de los caballeros teutónicos había abandonado con discreción la capital, poco tiempo después de la marcha del obispo Lucas. En cuanto a Glimski, había desaparecido. ¿Se habían dado cuenta sus cómplices de su traición? Nicolás estaba inquieto. Tal vez su tío estaba aún en peligro, mientras él discurseaba delante de galantes caballeros y bellas damas. Luego olvidó el asunto, diciéndose que la conjura había fracasado gracias a él.

Aquel año de 1512, que habría tenido que ser el más luminoso de su vida, fue el más nefasto. Una noche, cuando dormía en la residencia de su tío, un criado entró a despertarlo. Se vistió intentando no despertar a Ana, que dormía a su lado. En el salón lo esperaba Sculteti con una cara en la que se reflejaba la tragedia. En tanto que legado de Ermland ante la república de Florencia, había asistido a las ceremonias y luego se había marchado en compañía del obispo Lucas. En las conversaciones que había sostenido con él, Nicolás se había percatado de la verdad de la afirmación de su tío de que el canónigo era mucho más inteligente y erudito de lo que su obesidad dejaba adivinar. Y su antiguo preceptor, antes despreciado, se había convertido en un amigo. Cuando Nicolás entró en la sala, Sculteti se puso en pie, pero en seguida volvió a hundirse en su sillón y, con la cabeza en las manos, empezó a sollozar. Copérnico comprendió. Apretó los dientes; Lucas no habría llorado, y Nicolás sería tan fuerte como él.

—¿Cómo ha sucedido? —preguntó, con una voz tal vez demasiado firme.

La pregunta fue formulada en un tono tan autoritario que el desconsolado canónigo se sobresaltó: había creído oír al obispo en persona. Suspiró y contó:

—Habíamos llegado ante las puertas de Thorn. Hacía un calor infernal. Como de costumbre, la ceremonia de la entrega de las llaves se hacía interminable, y el burgomaestre seguía y seguía con su discurso. Siempre el mismo, ya sabe…

Los dos hombres no pudieron evitar una sonrisa.

—Y como siempre, monseñor se impacientaba. Como siempre, pidió una copa de tokay muy frío mezclado con malvasía. Inmediatamente después de haberlo bebido de un trago, a su manera inimitable…

Sculteti hizo el gesto de un hombre bebiendo a chorro. Luego, el recuerdo le arrancó un sollozo. La imagen de Lucas bebiendo se había fijado en su memoria.

—Siga, por favor —dijo Copérnico en tono paternal.

—Inmediatamente después, se retorció con fuertes dolores de vientre.

—¿Quién le sirvió la bebida?

—Su nuevo boticario. Interrogamos sin contemplaciones a ese individuo, y no costó nada hacerle confesar que había sido él quien puso el veneno en la copa. Ese canalla es un italiano, del séquito de la reina…

—¿De la reina de Polonia? ¿De Bona Sforza? ¿Quién lo contrató?

—El administrador, como de costumbre, por recomendación del capellán de monseñor Lucas. Y ahí está la clave del asunto: fue Glimski quien presentó el boticario al capellán.

—¡Ese imbécil! —gritó Nicolás.

—¿Quién, Glimski?

—No, el capellán. Y yo no soy más que un burro pretencioso. Soy peor que ese necio. Mi deber de secretario y de médico era evitar que ocurriera una cosa así. ¡Soy un criminal! ¡He matado a mi tío! —Entonces, sin poder contenerse, Nicolás se derrumbó a su vez y gritó, entre sollozos—: ¡Soy un criminal, un imbécil criminal!

Sculteti puso sus manecitas regordetas sobre los anchos hombros de su antiguo discípulo y murmuró:

—Nicolás, amigo mío, eso es falso, usted no tiene ninguna culpa. Quítese esa idea de la cabeza, o le matará. Además, las últimas palabras de monseñor, antes de entregar su alma a Dios como buen cristiano, fueron para usted. Nunca un padre ha hablado con tanta ternura de su hijo. Me dijo: «Sculteti, mi fiel compañero, marcha a Cracovia de inmediato. Revienta tantos caballos como sea necesario. Llévate contigo lo más pronto posible a mi sobrino, por la fuerza si es necesario, a Frauenburg. Sobre todo, prohíbele que pida justicia al rey. Se perdería, porque es posible que la reina esté implicada en mi muerte. Mi desaparición no tiene importancia, pero la suya, Sculteti, la suya sería una calamidad para el mundo, para el porvenir, para la humanidad. ¿Sabes a quién has enseñado el latín y el álgebra, Sculteti? Al mayor genio de su época. Y yo, ah, maldito sea yo, junker obtuso, le he arrastrado a mis sórdidas intrigas, a mis querellas ridículas en lugar de dejar que se abriera la flor más bella de los tiempos modernos, esa flor única de verdad. Sálvalo, Sculteti, y álzalo hasta el panteón del siglo, a plena luz. Márchate ahora, y di a ese pícaro que le he querido más que a nadie en este mundo, y que ha sido mi único orgullo».

«Ese pícaro…». Incluso en la agonía, Lucas no podía dejar de ver a su sobrino, que pronto iba a cumplir los cuarenta, como un niño. Nicolás no supo si debía enternecerse o bien irritarse por última vez. Y de pronto, un relámpago iluminó su mente: ¡la voz! La tercera voz, además de la de Alberto y su viejo consejero, era la del secretario de Segismundo I, aquel Johann Flachsbinder que se hacía llamar Dantiscus; ahora estaba seguro. ¡El rey y la nueva reina de Polonia eran cómplices del asesinato!

—Nicolás, se lo ruego, obedezca las últimas voluntades de su tío. Vámonos, ahora. La señorita Ana se reunirá con nosotros en Frauenburg, donde le espera el alojamiento que le corresponde como canónigo. El bravo Radom espera en la puerta. A pesar de toda la veneración que siente por usted, es capaz de dejarle sin sentido de un golpe y llevarlo a la grupa de su caballo.

—Dudo que pudiera hacerlo —respondió Nicolás, jactancioso—. Pero obedeceré. Dadme tres horas. Tengo una cita importante a la que no quiero faltar.

—¿Qué cita?

Copérnico fue hasta la ventana, la abrió y llamó:

—Entra, viejo Radom, tenemos que hablar.

El gigante, que le había servido en otro tiempo de guardaespaldas, entró bajando maquinalmente la cabeza, aunque el dintel de la puerta estaba a una altura suficiente para que no se golpeara al entrar la punta del cráneo brillante como un espejo.

—Radom, por una vez vas a servirme de algo. Quieres vengar a monseñor, ¿no es así?

—Sí, amo. Si encuentro al infame Glimski, lo aplastaré, así.

Y Radom hizo chocar una contra otra las palmas de sus enormes manazas. Era la primera vez que Copérnico le oía pronunciar tantas palabras seguidas detrás de su bigote caído.

—Pues bien, Radom, figúrate que sé dónde se esconde esa basura. Me han dicho que duerme en un albergue que mi hermano y yo visitamos en cierta ocasión, hace tiempo.

—Iré solo. No debe usted correr ningún riesgo, mi amo. Es lo que ha ordenado monseñor.

—Monseñor ha muerto, ahora soy yo quien manda.

Radom indicó, con un gesto de su cabezón, que aceptaba.

—Pues bien, yo también voy —exclamó Sculteti—. ¿No pensará que voy a quedarme a esperarle aquí, haciendo ganchillo?

Por toda respuesta, Copérnico dirigió una mirada dubitativa a la oronda panza del secretario de Giovanni de Médicis. Éste enrojeció de furia y clamó, dándose una palmada en el vientre:

—¡Cómo! ¡Esto no está vacío, es puro músculo! Y créame que a mis cincuenta años sé todavía manejar esta daga mejor que nadie. La heredé de mi padre.

¡Cincuenta años! Nicolás hizo un rápido cálculo: entonces, Sculteti no tenía más que veinte años cuando su tío lo tomó como preceptor de sus sobrinos. ¡Y pensar que Andreas y él, los dos «picaros» de quince años, le habían tomado por un viejo! Andreas… ¿Dónde estaba? En Roma, sin duda, adonde había obtenido la autorización de viajar para buscar remedio a su enfermedad. «Ahora soy huérfano de verdad —se le ocurrió de pronto—. Pero a mi edad, esa palabra resulta ridícula».

Los tres jinetes bajaron en dirección al río. Arriba, en aquella noche cálida, un cielo brillante hacía juegos malabares con las estrellas errantes. En las garitas del puente del Vístula, los centinelas no les cerraron el paso: en aquellos días de fiesta, era frecuente que los señores del castillo salieran también a correrla, ¿no era natural? Y además, la bolsa que les lanzó Copérnico les pareció bastante pesada. Cuando estuvieron en la ciudad baja, Radom le tendió un frasco:

—Beba esto, amo. En esta clase de negocios, vale más que todas sus medicinas.

«Este chico se está convirtiendo decididamente en un charlatán —pensó Copérnico mientras echaba un trago de un aguardiente áspero que hizo que las lágrimas asomaran a sus ojos—. Habrá que llamarle al orden, en Frauenburg». Lo que en otro tiempo fuera el burdel El Ramo de Violetas había cambiado nombre. Ahora se llamaba La Paloma de Milán, en honor a la nueva reina de Polonia. Pero encima de la puerta oscilaba el mismo farol rojo. Las mejillas de Nicolás ardían cuando se apeó de un salto de su montura. Su diagnóstico fue que el aguardiente no era la única causa de su excitación. Con sus dos compañeros pisándole los talones, llamó repetidamente a la aldaba. La mirilla se abrió y dejó ver una cara amarillenta.

—Está completo —gritó el hombre de la puerta.

Y la mirilla se cerró de golpe. Radom apartó con suavidad a su amo, y sus puños formidables empezaron a golpear la puerta claveteada. La mirilla volvió a abrirse, pero antes de que el hombre pudiera pronunciar una palabra, con un gesto veloz Radom le cogió la nariz entre el pulgar y el índice. «¡Caramba! Es zurdo», pensó Copérnico.

—¡Ábrenos, carroña, o te arranco la napia!

Chirriaron los cerrojos. Con el hombro, Radom empujó la puerta, que arrastró al patrón y lo aplastó contra la pared. Los tres hombres entraron. En la sala común no había más que cuatro clientes que toqueteaban a unas muchachas, cuyos falsos gorjeos se convirtieron de pronto en gritos estridentes, ante la irrupción. Y en el fondo, en un rincón, el barón Glimski se levantó de su sillón con un empujón brutal al mancebo que lo abrazaba. Las mujeres y el bardaje se refugiaron debajo de las mesas, entre chillidos. Los aceros salieron de sus vainas, salvo el de Radom, que avanzó imperturbable hacia los dos soldados que les cerraban el paso, cogió las hojas de sus espadas en las manos y se las quitó como arranca una cocinera las plumas de una gallina. Luego agarró sus cabezas e hizo chocar tres veces sus cráneos, el uno contra el otro. Los dos hombres se derrumbaron. Sculteti, entre tanto, olvidó la famosa daga que tanto había elogiado, y como una gran bala de piedra proyectada desde la boca de una bombarda que tuviera por nombre Adamastor, se lanzó sobre su adversario, una especie de rata de alcantarilla, seco y nervioso, que enarbolaba un sable y un gran cuchillo. Los dos hombres chocaron. Sculteti aplastó con su masa a su enemigo hasta ahogarlo, y luego se levantó con la gracia de un elefante y le hundió la daga en el corazón.

Mientras, Copérnico luchaba contra el cuarto guardia de Glimski, una especie de espantapájaros flaco y peludo que le recordaba a su maestro de armas, uno de los más famosos de Bolonia. El otro se defendía como podía contra aquel asalto poco ortodoxo pero impetuoso. Parada, finta, tercia, cuarta, las espadas se enredaron y la del espantapájaros salió volando y fue a clavarse en las tablas grasientas y mal ensambladas del suelo. El sicario cayó de rodillas y pidió gracia. Tal como lo exigen las reglas, su vencedor le puso la punta de la espada al pecho. Incluso lo habría saludado si Radom no se hubiera interpuesto y no hubiese rebanado el pescuezo del desventurado con un simple gesto, el de un campesino que corta el tallo de una alcachofa en su huerta. La sangre brotó como de una fuente y salpicó las botas del astrónomo.

Sólo quedaba Glimski. Estaba en pie, con los brazos cruzados, al fondo de la sala. Su rostro extraño recordaba a Nicolás de forma irresistible el del gran Kan, tal como lo había imaginado cuando leyó de niño El libro de las maravillas, de Marco Polo.

—Estoy esperando, señores. Acaben su trabajo —dijo, con una voz que no temblaba.

Copérnico y Sculteti se miraron, indecisos. ¿Qué había que hacer? Entonces se alzó, como un gruñido terrible, la voz de Radom:

—Salid los dos, salid, amos. Es trabajo mío, no vuestro.

Con un estremecimiento de pánico, Nicolás y Bernard huyeron del burdel, casi a la carrera. Cerraron la puerta detrás de ellos y esperaron. De súbito, oyeron un grito espantoso, luego otro, luego un tercero aún peor. Un silencio eterno. En lo alto, una estrella fugaz desgarró el cielo. Por fin apareció Radom y cerró con cuidado, con cierta compunción solemne, la puerta a su espalda, tal como sólo sabe hacerlo el más devoto de los criados.

—Ya está —dijo en tono plácido—. Es hora de marcharnos. Sin pretender daros órdenes, mis amos.