V

Copérnico fue recibido por el papa Alejandro VI el 7 de noviembre de 1500, después de haber observado, la noche de la víspera, un eclipse parcial de Luna. Nicolás vivía desde hacía ya más de un año en la Ciudad Eterna y había aprendido a hacer como todo el mundo, es decir, desconfiar de todo, no aventurarse por callejuelas demasiado estrechas, olfatear el vino antes de beberlo, dar al perro tendido a sus pies un bocado de cada plato de sus comidas.

Llegó por la mañana temprano ante las murallas del Vaticano, donde un guardia suizo lo registró de la cabeza a los pies, y bajo escolta, como un prisionero, recorrió una ancha avenida por la que circulaban carretas cargadas de escombros: arriba, estaban demoliendo la basílica de San Pedro. Luego se adentró por pasillos con paredes cubiertas de frescos de temas religiosos; un jardín, o más bien un parque; más pasillos. Lo hicieron entrar en un vestíbulo, no sin haberlo registrado una vez más. Y esperó largo tiempo, bajo la mirada vigilante de un suizo. Por fin, se abrió una puerta y un ujier le hizo seña de que entrara, al mismo tiempo que anunciaba:

—El doctor Nicolás Copérnico de Thorn, canónigo de Frauenburg.

No era la gran sala de audiencias, como había esperado, sino un salón de música de dimensiones bastante modestas. Sentadas alrededor de una mesa baja, cinco personas volvieron la cabeza hacia él, como si hubiera interrumpido una conversación íntima. Antes de inclinarse en una profunda reverencia, reconoció con alivio la esbelta figura de su protector, el cardenal Farnesio. Se arrodilló para besar el anillo que le tendía el Papa, quien sin levantarse de su sillón, le tomó del brazo para ayudarlo a incorporarse, y le dijo con una voz de una dulzura turbadora:

—Siéntese a mi lado, y así tendrá oportunidad de contemplar a su gusto a estas damas, un espectáculo mucho más agradable que el de nuestras viejas caras arrugadas. Y si su gusto va en una dirección distinta, a fe que le satisfará la cara del duque de Valentinois.

¡El duque de Valentinois! En otras palabras, el hijo del Papa, el temible César Borgia. Antes de acudir a la audiencia, Copérnico estuvo charlando largo rato con Maquiavelo, con el que había simpatizado: los dos Nicolás tenían prácticamente la misma edad, sólo tres años les separaban. El florentino tenía otra ventaja: confesaba sin avergonzarse, al contrario que sus compatriotas, su total ignorancia acerca de las matemáticas y la astronomía. Era una persona firme y recta, lúcida hasta la desesperación. En cuanto a Copérnico, había simulado una torpeza ingenua de alemán para afirmar que las cosas de la política le resultaban enteramente extrañas. De ese modo cada uno de los dos hombres conquistó la confianza del otro, y ambos se entendieron muy bien. Y el retrato que Maquiavelo le trazó de los Borgia le pareció tan despiadado y certero como los dibujos hechos por Durero, en una mesa del albergue, de un borracho adormilado…, con la diferencia de que el secretario del gonfaloniero de Florencia no había pintado su rostro, sino su alma.

Los Borgia eran bellos, con una belleza que no necesitaba afeites ni retoques, una belleza tan segura de sí misma, para conquistar con naturalidad a cualquiera que se aproximara a ellos. César se parecía de manera llamativa a su padre; la misma boca roja de sonrisa radiante, la misma mirada oscura, la misma estatura aventajada, la misma sensación de fuerza tranquila. ¿Cómo leer en aquellos rasgos regulares el vicio, el incesto y el crimen? Dos mujeres estaban sentadas a uno y otro lado del duque de Valentinois. En la menos joven de las dos, Copérnico reconoció a Julia Farnesio, hermana del cardenal y concubina oficial de Su Santidad. La otra parecía tan frágil bajo su velo de fino encaje negro que daban ganas de cogerla en brazos para consolarla de un pesar inimaginable. Y, sin embargo, no era por su difunto marido Alfonso de Aragón, asesinado por César, por quien llevaba el duelo Lucrecia.

«Esto no es una audiencia pontifical, sino una reunión de familia —pensó Copérnico—. Sólo faltan los bastardos de su eminencia Alejandro Farnesio…».

—Y bien, señor Copérnico —preguntó el Papa de buen humor—, ¿a quién debo escuchar, al embajador o al astrólogo?

—Como prefiera Su Santidad —contestó Copérnico muy apurado, porque no era ni lo uno ni lo otro, o tal vez ambas cosas a la vez.

—Despacharemos en ese caso primero la embajada. Como sin duda ya sabe, en este Año Santo he convocado una cruzada contra el Turco. Francia ha respondido ya, para demostrar su celo en mi defensa, pero no me hago muchas ilusiones. Ni un solo soldado saldrá fuera de las fronteras del gran ducado de Milán, y ni una sola de sus naves se alejará de las orillas de Génova. También han revestido la cruz Venecia, Hungría y Bohemia. ¿Pero no lo han hecho las tres desde hace siglos, la una para defender sus negocios y las otras dos para guardar sus fronteras? Y finalmente, su querida Polonia ha respondido a mi llamada. Juan I Alberto Jagellon, su soberano, es un cristiano de fe ardiente, que cuando no me insulta sueña con combatir al infiel. Su embajador, el barón Glimski, al que usted debe de conocer, me ha asegurado que su rey se encardaría en persona de convencer al gran maestre de los caballeros teutónicos de unirse a él. Una bonita manera de mostrarme que mi influencia sobre la Orden es igual a cero. Pero si rehúsan sumarse a la cruzada, puede creer que disolveré a esos soldados con sotana venidos de otra época. Como ve, su embajada no tiene razón de ser… Entonces, ese eclipse…, ¿qué anuncia? ¿La cruzada o la disolución?

Confuso, Nicolás se disponía a responder que no se sentía competente para leer en los astros los destinos de las naciones, cuando el ujier que lo había introducido, un clérigo vivaracho de mejillas rosadas, se acercó al Papa y susurró algunas palabras a su oído. Alejandro VI lanzó entonces un juramento en castellano y se puso en pie.

—Lo deploro, hijos míos, pero tengo que dejaros. Había olvidado completamente que hoy era el día de San… Nosequé, y los fieles me reclaman para el jueguecito de…

Completó la frase dibujando, con dos dedos enguantados y repletos de anillos, la señal de la cruz. Luego añadió:

—¿Viene, Farnesio? Nunca será demasiado pronto para aprender las obligaciones de su futuro oficio. En todo caso, no tenga demasiada prisa en tomar mi lugar.

Y Alejandro VI se fue, seguido por el cardenal.

—Tengo que dejarle también —dijo entonces César—. A decir verdad, si estoy aquí es únicamente para complacer a su santidad, pero no soy más que un soldado, y las cuestiones de la filosofía… ¿Vienes, Lucrecia?

Copérnico se sintió cogido en una encerrona. Iba a encontrarse a solas con la hermana de su protector, la concubina del Papa. ¿No sería un complot preparado de antemano? Después de todo lo que le había contado Maquiavelo… Y la respuesta de la hija Borgia se demoraba, como si lo hiciera aposta. Por fin dijo, con una voz que parecía la de un ángel:

—Sabes muy bien, hermano, que las artes me apasionan, y en cambio tus distracciones no son adecuadas para una viuda. Me quedo.

A Copérnico le pareció que el rostro de César se ensombrecía. ¿Tenía razón Maquiavelo? Esos rumores de incesto… La puerta se cerró con violencia detrás del duque. Lucrecia retiró entonces su velo, y Nicolás sintió subir la sangre a su rostro: ella irradiaba feminidad. Cualquier rastro de melancolía había desaparecido de él. Con la expresión de una niña pequeña, que a Nicolás le evocó irresistiblemente a sus hermanas en la época de su niñez, dijo:

—Pues bien, señor, puede que le parezca que en Italia la astronomía sólo les interesa a las mujeres. Bien es verdad que la Luna es fémina, desde el pecado de Eva… ¿Ocurre lo mismo en su país?

Ah, aquel quiebro en la garganta al pronunciar la palabra «fémina». Copérnico hubo de contener un deseo casi irresistible de arrojarse a sus pies y sepultar su cabeza en aquel largo vestido de seda negra.

—¡Ay, señora! —respondió fingiendo más seguridad masculina de la que en realidad sentía—. Mi país está sumido en la niebla. Hombres y mujeres se inclinan sobre la tierra, y nunca levantan la cabeza hacia las estrellas invisibles.

—También es usted poeta, señor geómetra. Me alegra saberlo. Recítenos entonces el eclipse de anoche. Y explíquenos por qué algunos eclipses hacen enrojecer la Luna, mientras que otros la ennegrecen. Julia y yo discutimos mucho sobre esa cuestión, ayer.

—Sí, y hemos apostado fuerte para saber cuál de las dos tenía razón —dijo entonces con malicia Julia Farnesio.

¿Julia, Lucrecia? «No son las italianas las que me enamoran —pensó Nicolás, sintiéndose de alguna manera el gallo del corral—; sino Italia misma».

—¿Y cuál es el envite de esa apuesta? —dijo, cada vez más acalorado.

—Un precioso pitagórico prusiano de ojos negros —contestó Julia, dirigiéndole una mirada ardiente.

Las dos rompieron a reír, encantadas. Para disimular su embarazo, Nicolás bajó los párpados y dijo, en un tono impregnado de falsa modestia:

—Un envite muy pobre, señoras, y que os decepcionaría.

Muy excitado, se puso en pie y, moviendo sus manos grandes y fuertes, explicó con palabras y gestos el fenómeno de un eclipse lunar. Cuando hubo acabado de hablar, Lucrecia alzó un dedo para pedir la palabra, como una buena niñita:

—Perdóneme, señor Copérnico, pero si lo he comprendido bien, su mano izquierda cerrada representa la Luna, su mano derecha abierta, la Tierra, y su rostro, muy encendido por lo demás, el Sol. Sin embargo, nos ha dicho que la Tierra arroja su sombra sobre la Luna al interponerse delante del Sol. De creerle, es nuestro mundo el que se mueve, y no el astro del día.

¡Y él no se había dado cuenta de eso! Aprisa, encontrar una respuesta, una réplica divertida con la que salir de aquel mal paso.

—Es que…, vea, señora…, si yo hubiese hecho que mi cabeza representara la Tierra inmóvil, y mi mano derecha abierta el Sol, habría tenido que hacer contorsiones ridículas, dignas de un acróbata de feria.

Las dos mujeres hicieron una pequeña mueca dubitativa, que él no advirtió porque sentía ascender en su interior una ebullición de ideas confusas, que estallaban en su cerebro como pompas de jabón. ¿Sería que Julia y Lucrecia, a las que el vulgo acusaba de brujería, le habían hecho objeto de un sortilegio? Sintió deseos de huir, de encerrarse en su habitación. Aquel momento de confusión le pareció prolongarse una eternidad; pero en realidad apenas duró lo que un abrir y cerrar de ojos. Se recuperó y se entregó entonces a una larga disertación, conscientemente aburrida, sobre la manera como era posible predecir, con siglos de adelanto, los eclipses de Luna y de Sol. Lucrecia ocultó un pequeño bostezo detrás de dos dedos muy largos, muy finos, muy blancos. Él pudo entonces, sin faltar a la cortesía…, eclipsarse.

Volvió caminando a largas zancadas al palacio Farnesio y se precipitó a la rica biblioteca que el cardenal había puesto a su disposición. ¿Dónde había leído aquello? En Cicerón… Las Académicas… Eso es, Académicas, II, 123… Qué cosa tan extraña, la memoria… Leyó en voz alta, casi a gritos…

—«Hicetas de Siracusa pretende, según Teofrasto, que el cielo, el Sol, la Luna, las estrellas y en resumen todos los cuerpos celestes están fijos, y que ninguna cosa se desplaza en el mundo a excepción de la Tierra. Debido a su revolución y a su rotación a gran velocidad en torno a su eje, él piensa que los efectos producidos son los mismos que si el cielo girara en tanto que la Tierra permaneciera inmóvil. Y otras personas sostienen que eso mismo afirma Platón en el Timeo, sólo que de una manera algo más oscura».

¡Absurdo! Solamente la Tierra se mueve… Tan absurdo como decretar que únicamente la Tierra permanece inmóvil. En Plutarco tal vez, sí, en Plutarco. Maldijo entonces a todos los pitagóricos por no haber escrito nunca nada y no haber entregado sus secretos más que a él, Copérnico, y sólo a él. ¿Por qué se veía obligado a buscarlos en Cicerón, Plutarco o Arquímedes? Salió de la biblioteca cargado con una pila de libros, y rechazó la ayuda que le ofrecía el criado que habían puesto a su servicio. Atravesó los jardines, y subió a su habitación después de ordenar que le sirvieran allí el almuerzo. Y leyó. Luego escribió, aplastando diez plumas contra el papel como un correo revienta diez caballos en su camino. El tiempo había dejado de contar. A veces, al volver a copiar este o aquel pasaje, entraba en trance, en éxtasis, como un amante al llegar a la culminación del placer.

Ya era casi la medianoche, y llamaron a su puerta.

—¡He dicho que nadie me moleste! —gritó.

Insistieron. Se puso en pie y abrió la puerta. Era Julia Farnesio. Sonreía y lo examinó de abajo arriba, vestido sólo con su camisón abierto sobre la pelambre enmarañada de su torso. Él balbució desmañadamente:

—¿Está…, está usted sola?

—Ay —respondió ella—, Lucrecia no ha podido acompañarme. Tendrá que contentarse conmigo. Me parece usted demasiado ansioso, señor astrónomo, para una primera visita.

Y forzó el paso rozándolo con la punta de sus senos.

Durante los cuatro meses siguientes Nicolás, inconsciente de los peligros que corría, vivió los que creyó momentos más bellos de su vida. Amaba. Amaba con pasión a la hermana de su protector, la querida del Santo Padre. Julia le había enseñado que el encuentro de dos seres era algo más que un breve trazo de unión, que el tiempo de una cópula entre un varón y una hembra, al contrario de lo que ocurría con una puta de Cracovia o con la señora viuda Schillings.

Cuando llegó el momento de regresar a Bolonia, donde la universidad se disponía a abrir de nuevo sus puertas, aseguró a Novara que se reuniría con él más tarde, y le propuso sustituirlo dando algunas conferencias en la academia de Linceo.

Una noche de invierno, cuando Julia acababa de dejarlo, llamaron a su puerta. Creyendo que ella había olvidado algo, se apresuró a abrir. Pero quedó tan decepcionado como sorprendido al ver entrar en sus habitaciones, sin esperar a ser invitado a ello, al canónigo Sculteti, el antiguo representante del capítulo de Frauenburg ante el Papa, con la cara oculta por una capucha que chorreaba agua de lluvia.

—Cierre la puerta —cuchicheó aquel clérigo obeso al tiempo que se desprendía de su capa y se dejaba caer en un sillón—. Me ha sido muy difícil encontrarlo —prosiguió—. Pensaba que había vuelto a Bolonia… He visto allí a su hermano. Ha hecho una tontería muy grande. Se ha negado a pagar la matrícula de usted y la suya propia, y ha amenazado al rectorado con ofrecer sus servicios a Roma.

—¿A Roma? No lo entiendo.

—Ha intentado especular con su creciente prestigio y con el de sus protectores. Tranquilícese, he arreglado el problema y le he adelantado cien ducados.

—Voy a devolvérselos de inmediato —contestó Copérnico, que encontraba bastante chusca aquella manera de aparecer en plena noche por un motivo tan sórdido.

—Déjelo, no corre prisa. Hay asuntos mucho más graves. El rey ha muerto.

—¿Qué rey? Hay varios en este mundo.

—Por favor, no bromee. Hablo de Juan I Alberto de Polonia y Lituania. Su majestad ha muerto de una forma repentina y misteriosa. Y lo que es peor, ha muerto en Thorn, en el palacio episcopal, cuando se encontraba reunido con la Liga prusiana, cuyo jefe es su tío, y con el gran maestre de la orden teutónica. El rey había acudido a su ciudad natal para convencer a las dos partes de que se unieran a él en una nueva campaña contra el Turco, en Moldavia. Corren rumores de un asesinato por medio del veneno. Los teutónicos señalan a monseñor Lucas como culpable, y viceversa. Por mi parte, yo veo ahí la mano de ese traidor sodomita, el barón Glimski, que literalmente ha hechizado al gran príncipe de Lituania, quiero decir nuestro nuevo monarca Alejandro I, cuya debilidad e indolencia son notorias para todos. Glimski es quien reina ahora en Polonia.

—Yo creía que estaba en Roma.

—Decididamente es usted muy poca cosa como diplomático, querido. Volvió a toda prisa, tan pronto como concluyó su misión.

—Pero… yo pensaba que el barón era un aliado de la Liga prusiana.

—Mi pobre amigo, ya sabe lo que ocurre con las alianzas… Justo antes de la muerte del rey, apenas llegó a Thorn y en medio de todas sus maniobras, se las arregló para difundir toda clase de chismes a cuenta suya, sobre sus…, amistades peligrosas, que muy bien podrían salpicar a monseñor Lucas.

Copérnico palideció. ¿Cómo había podido saberlo Glimski? ¡Julia y él tomaban tantas precauciones!

—Debo volver —dijo por fin—. Mi tío corre peligro. Tengo la obligación de estar a su lado.

—¡De ningún modo! —dijo el canónigo Sculteti—. Monseñor está seguro en su fortaleza de Heilsberg. La Liga prusiana se ha puesto en pie de guerra. El burgomaestre de Braunberg, el valeroso Philip Teschner, sabrá contener a las huestes teutónicas.

¡Philip! ¡El buen Philip! ¡Jefe del ejército! Por primera vez desde el inicio de su estancia en Italia, Nicolás sintió como un pinchazo en el corazón la nostalgia de su país natal.

—¿Qué hacer, entonces? —preguntó—. ¿Debo quedarme en Roma? ¿Regresar a Bolonia?

—Ni lo uno ni lo otro —afirmó Sculteti—. En Roma, corre un peligro de muerte. Nadie se acerca tanto a los Borgia sin quemarse las alas. En Ermland, no sería de ninguna utilidad para monseñor Lucas. Le recuerdo que aún no es usted otra cosa que un simple licenciado en artes, preocupado por las matemáticas y la astronomía, cosa que es santa y buena en Italia, pero que a monseñor no le parece conveniente para los cielos brumosos de Prusia.

Copérnico se sintió entonces horriblemente culpable. La felicidad de sumergirse, desde hacía ya casi seis años, en las bellezas del arte y de la filosofía de la naturaleza, le había hecho olvidar todo lo demás, convencido cada vez con más fuerza de que su destino estaba allí y no a la sombra de la catedral de Frauenburg. Suspiró y preguntó:

—¿Qué me ordena hacer mi tío, entonces?

—Antes de visitar a su hermano en Bolonia, he pasado por Padua y lo he matriculado en medicina, en la Universidad de la Serenísima…

—¿Médico, yo? ¡Se supone que soy un canónigo! —se sorprendió Copérnico.

—Monseñor Lucas considera que será la mejor protección para usted, a condición, naturalmente, de que no se aficione a la alquimia ni a la brujería. Cuando las circunstancias le permitan regresar sin riesgos a Prusia, el capítulo lo situará junto al obispo, a título de médico personal. En cuanto al canónigo, como usted dice, obtendrá sin problemas la licenciatura de derecho en Cracovia, o bien en Ferrara, como su hermano Andreas.

—¿Cómo? ¿Andreas está en Ferrara?

—Sí, con la misión de concluir sus estudios lo más aprisa posible. Allí, la familia d’Este intenta atraer a los estudiantes que rehúyen los cursos demasiado arduos de Bolonia y de Padua. Su universidad es mucho menos prestigiosa, pero ¿y qué? Un doctorado es siempre un doctorado, ¿no? Usted tendrá que evitar encontrarse con su hermano. En Padua habrá de hacerse lo más transparente posible. ¡Hágase olvidar! Sobre todo por las familias Borgia y Farnesio… En Venecia y Padua gustan los filósofos, los sabios y los artistas, pero no los estudiantes que se entrometen en los asuntos de los príncipes y los papas.

Después de decir estas palabras, Sculteti salió de la habitación tan silenciosamente como había entrado, cosa sorprendente en un hombre de su corpulencia.

Una semana después de aquella visita, Nicolás Copérnico partía de Roma en una mula, vestido de negro, como un humilde dómine o un simple bachiller, igual a tantos como se veían por las carreteras italianas. El grueso de su equipaje le sería enviado más tarde por caminos seguros.

Disfrutó de la modestia de su equipaje y de la de los albergues en los que se detenía al ponerse el sol, en aquellos inicios de primavera. Lo acogían con familiaridad, le obligaban a comer hasta la última cucharada de los platos sustanciosos que le servían. Por la noche, tendido en su jergón, dormía como un niño, mucho mejor que en su lecho con sábanas de seda del palacio Farnesio, donde siempre gravitaban como un peligro incierto los perfumes penetrantes de la bella Julia. Durante el día, llevaba su montura al paso, y se apeaba en las cuestas demasiado escarpadas. Cada olivar, cada hilera de cipreses, cada colina cubierta de viñas era un nuevo motivo de admiración. Todo era bello allí, todo era civilizado.

Su mente pasaba sin brusquedades del ensueño más etéreo a la reflexión más minuciosa. Pensaba, por ejemplo, en un grabado de la biblioteca del palacio Farnesio que representaba la ciudad ideal en perspectiva caballera. Era enteramente redonda; todas las calles convergían hacia el centro, una plaza circular en la que se alzaban el templo y el edificio en el que se reunían a deliberar los senadores. Se acordaba también de una iglesia nueva de Roma en la que el altar estaba situado en el centro, y no al fondo de la nave… En medio, en el centro… Y luego Pico della Mirandola, o Ficino, cuyos pasajes se sabía de memoria y los recitaba en el campo desierto, y que repetían una y cien veces que el tabernáculo de Dios estaba en el centro del mundo, y de él emanaba la luz.

—¿Lo entiendes, Filomena? —decía a su mula, cuyas largas orejas se alzaban de placer al escuchar la voz tranquilizadora del amo—. Hay una geografía religiosa y una geografía natural. La primera nos dice que Jerusalén está en el centro de la Tierra. Pero ahora se sabe que ni siquiera está en su línea ecuatorial. La otra nos dice que esa Tierra es un globo, y que por consiguiente no puede estar en su centro. De un lado hay una parábola que contiene su propia verdad, y del otro una realidad. ¿Cómo casar las dos?

Un mirlo, desde lo alto de alguna rama de una encina que crecía al borde del camino, pareció parodiar en seis notas melodiosas e irónicas aquel «¿Cómo casar las dos?». Apartándose de sus meditaciones, Copérnico se puso entonces a silbar alegremente. A lo largo del camino el Reno, crecido por el deshielo, parecía acompañarle con un rugido sordo. Y fue un Nicolás de corazón ligero el que entró en Bolonia y marchó directamente a abrazar a Domenico Novara. Su maestro y amigo le dio una buena noticia: Ercole I d’Esté, duque de Ferrara, lo había llamado para hacerle profesor de artes liberales. Novara se disponía a regresar a su ciudad natal, lejos de la sofocante Bolonia, para enseñar griego en aulas semivacías.

—Si puedes esperarme un par de días, haremos juntos el camino.

—Es que…, quiero evitar Ferrara, porque no debo encontrarme con mi hermano Andreas…

—Es absurdo. Eso te obliga a dar un rodeo enorme.

Entonces Nicolás contó cómo se había encontrado en medio de intrigas en las que estaban implicados el Papa, los reyes de Polonia y de Francia, los obispados prusianos, los caballeros teutónicos… Y añadió, ufano, cómo había cedido a las propuestas de la concubina de Alejandro VI, la hermana de su anfitrión. Esperaba ver a Novara alarmado por aquellas revelaciones, pero, muy al contrario, se divirtió mucho al escucharlas, mientras se acariciaba la larga barba que se había dejado crecer desde que Da Vinci la había puesto de moda.

—¡Qué mal conoces Italia, querido Nicolás! A los Borgia, los Médicis, los Sforza, los Farnesio, les importa un bledo Prusia o Polonia, incluso Francia o España. Para ellos no sois otra cosa que bárbaros a los que todos intentan manipular en provecho propio, como Julio César se apoyaba en una tribu gala para someter a otra. Entonces, puedes imaginar la importancia que tendrá para ellos el encuentro de dos hermanos de Thorn o de Cracovia, esos nombres impronunciables. Pero en fin, el gordo Sculteti no se ha equivocado al pedirte que te vayas de Roma. Habría bastado que irritaras un poco a uno de esos grandes personajes ¡y adiós, polaquito! Para que te escueza menos tu herida de amor propio, te aseguro con la mayor solemnidad que nadie metió en tu cama a la divina Julia Farnesio, salvo la propia divina Julia. Mi modesta experiencia en ese terreno me permite garantizártelo.

—¿Modesta de verdad, mi austero y casto maestro?

—¡Nuestros dos días de viaje a Ferrara bastarán para contarte al detalle los raros tropiezos de mi virtuosa vida, malvado canoniguillo polaco que luces aún el pelo de la dehesa!

La travesía de las ricas y fértiles llanuras que separan Bolonia de Ferrara no fue precisamente melancólica, pero tampoco estuvo consagrada en exclusiva a los recuerdos galantes o sentimentales, a menudo muy exagerados, como es costumbre entre los varones. Nicolás intentó exponer el amasijo de ideas que habían brotado en desorden mientras meditaba montado en su mula, entre Roma y Bolonia.

—Perdóname esta imagen trivial, Domenico, pero las ideas confusas que acabo de exponerte, y que tomadas una a una me parecen sensatas, me recuerdan irresistiblemente mi adolescencia en Thorn, cuando pasaba días enteros cortando madera con el hacha. Cuando finalmente, agotado pero satisfecho, contemplaba mi obra, no tenía ante mí más que un caótico montón de leños que dejaba al jardinero para que los amontonase formando un paralelepípedo rectangular casi perfecto. Y volvía a casa rendido, sintiendo en el fondo del alma una vaga amargura por no haber acabado mi trabajo. Pues bien, lo mismo ocurre con todas estas ideas e hipótesis, que se abren en mi pobre cerebro como los tarugos sobre el tajo. Paso por momentos de exaltación, pero cuando se trata de ordenar mis ideas, es decir, de ponerlas sobre el papel, crece en mi interior un cansancio inconmensurable, un disgusto abrumador.

—Pues bien, querido —contestó Novara con una carcajada—, acabas de descubrir el secreto de los pitagóricos: si se negaban a escribir y se contentaban con transmitir oralmente sus descubrimientos, era nada más que por pereza. ¡La pereza, ése es el enemigo!

—¿Cuándo dejaréis, vosotros los italianos, de bromear a propósito de todo? —se enfureció Copérnico, y golpeó con el puño el pomo de su silla de montar—. Te pido que me aconsejes, no que te burles de mí.

—¿Y cuándo dejarás tú, tétrico prusiano —parodió Novara golpeando a su vez el lomo de su mula—, de arrojarte sobre todos los temas sin dejar espacio siquiera para una sonrisa? Se diría que no has leído nunca a Platón, y nunca te has dado cuenta de que Sócrates, para ayudar a nacer las ideas, utilizaba la ironía como el mejor instrumento. Piensa también en Luciano de Samosata. La ironía, Nicolás, es una duda constructiva. Es una fuerza de creación y de reflexión, frente a las certidumbres, las predicciones y los axiomas que esgrimen quienes alardean de saber sin haber aprendido nunca nada. Hay dentro de ti algo grande, gigantesco incluso, que se esfuerza por emerger. Pero antes es necesario que te desnudes de todos los prejuicios. Mira a nuestro alrededor esta llanura que se prolonga hasta el infinito. Mira a esos campesinos, allá lejos, inclinados sobre la tierra. Cuando se incorporan, ¿cómo perciben el mundo, si es que su trabajo les da el tiempo suficiente para percibirlo? Para ellos, la tierra es plana. Al amanecer, dicen: «El sol se levanta». En el crepúsculo: «El sol se acuesta». Se quejan de las miserias de «aquí abajo» y dirigen sus plegarias al cielo, «allá arriba», para que Dios les dé remedio. Un mundo horizontal, un mundo vertical, un mundo chato, sin volumen. Un gnomon. Tales son las apariencias. Pero cuando van a la iglesia de su aldea, suponiendo que un discípulo de Ucello necesitado de dinero haya pintado en ella un fresco, ¿crees que esos pobres diablos se dejan engañar mucho tiempo por el efecto de perspectiva de la pintura? Un instante, tal vez, como cuando colocas a un gatito delante de un espejo. Pero muy pronto nuestro campesino se da cuenta de que el fresco es una superficie lisa, sin profundidad. La perspectiva no es más que una ilusión, pero salva las apariencias. Refleja la realidad, en su armonía y su belleza. También el sistema de Tolomeo salva las apariencias, pero de una forma fea y falta de armonía.

¡La perspectiva! Aquella palabra fue como una iluminación en la mente de Copérnico.

—¡La perspectiva! ¡Por supuesto! ¡Gracias, maestro! ¡Me siento como Arquímedes al sumergirse en su bañera! —enfatizó Nicolás.

—¡Muy amable por tu parte, compararme con una bañera!

—Al relegar el orbe del Sol al lugar de los planetas vagabundos, detrás de la Luna, Venus y Mercurio, Tolomeo comete un grave error de perspectiva, o por lo menos se lo atribuye al artista supremo, al Creador. Me hace pensar en los cuadros antiguos cuyo autor, para representar al rey o a Cristo en un tamaño mayor que el de los demás personajes, se resignaba a colocarlo, no en el centro, sino a un lado de la escena. Es cierto que las apariencias, los eclipses, nos muestran que el astro del día está detrás de la Luna, Venus y Mercurio. ¡Detrás o encima, qué importa! ¿Pero qué absurdo, qué rasgo insensato de su pincel, llevaría al Gran Artista a colocar esa inmensa fuente de luz y de vida, su tabernáculo, delante o debajo, lo mismo da, de esas otras tres pequeñas estrellas errantes que son Marte, Júpiter y Saturno?

—Deja a un lado el hacha, valiente leñador, y coloca en orden tu leña. Desde luego, es un trabajo menos exaltante, mucho más oscuro. Pero tú mismo, cierta noche de ocultación de un astro, me hablaste de las tablas astronómicas. Pues bien, retoma todas las observaciones, todas las efemérides de tus predecesores jónicos o alejandrinos, sin olvidar por supuesto a Tolomeo, ni a los árabes, ni las tablas alfonsinas compiladas por mandato del rey Sabio, Alfonso X de Castilla, y así sucesivamente hasta llegar a los modernos, Regiomontano, Waltherus y yo mismo, si te apetece. Colecciónalas, clasifícalas, amontónalas. Olvida toda búsqueda de la armonía, olvida toda metafísica, olvida a Dios incluso. No has de ser sino cifras, números, figuras, no has de ser sino geometría. Y luego, una vez concluido ese trabajo de hormiga, tal vez te atreverás por fin a expresar lo que llevas en el fondo de ti mismo y que te parece tan pesado. Advierte que he dicho «tal vez».

Una pregunta quemaba los labios de Nicolás, pero no pudo formularla porque le pareció tan mortífera como un estilete muy aguzado: «¿Por qué yo, Nicolás Copérnico, y no tú, Domenico Novara?». También el viejo astrónomo se la planteaba, sin duda. Guardaron silencio hasta entrar en Ferrara.

Tan pronto como se hubo instalado en el albergue, porque no quiso aceptar la hospitalidad de su maestro para dejar claro que sólo estaría de paso en la ciudad, Copérnico se dirigió al recinto de la facultad, al pabellón en el que se reunía la «nación alemana». Acudió allí para encontrarse con Andreas, transgrediendo así la prohibición formal de su tío transmitida por Bernard Sculteti. Le indicaron el alojamiento de los prusianos y los polacos. Abrió la puerta de un dormitorio y dio un paso atrás ante el olor fétido a pies, a sudor seco y a col hervida. Dos estudiantes se acercaron a él con una especie de solicitud que le pareció más sorprendente que halagadora. El de más edad de los dos tenía una forma de cabeza que le recordó a alguien. Fue preciso que se presentara con el nombre de Nicolás Schönberg para que Copérnico recordara que formaba parte de su grupo de juerguistas en Cracovia, e incluso que les había acompañado en su desastrosa expedición de carnaval. Un recuerdo más bien desagradable, que le hizo reprimir a duras penas su reticencia ante aquel testigo de un pasado del que estaba lejos de sentirse orgulloso.

Mientras, el más joven empezó a gritar a los cuatro vientos:

—¡Eh, muchachos, venid todos! ¡Es Nicolás Copérnico! ¡El Ficino de Thorn, el Pico della Mirandola polaco, el Da Vinci prusiano!

Copérnico frunció el entrecejo. ¿Qué significaba aquella mascarada? El llamado Schönberg comprendió su malestar y dijo a su joven condiscípulo:

—Giese, por favor, un poco más de discreción. Y vosotros, volved a vuestros sitios, nuestro compatriota no va a darnos una conferencia nada más llegar.

Los estudiantes, algunos de los cuales habían bajado ya de su cama o se habían levantado de la mesa en la que trabajaban para acercarse al recién llegado, obedecieron sin rechistar. Schönberg, con una franqueza llena de autoridad, tomó a Copérnico del brazo y se lo llevó fuera del dormitorio, hasta una pequeña estancia sin más mobiliario que una mesa y dos taburetes, con las paredes cubiertas de máximas, proverbios y dibujos que representaban paisajes o retratos. Entre estos últimos, Copérnico se sorprendió al ver un autorretrato que se había divertido en trazar durante su estancia en Bolonia.

—Veo que mira su retrato, señor —dijo Schönberg—. Fue su hermano Andreas quien lo regaló a nuestro pequeño grupo. No escatima los elogios respecto a usted. Gracias a él, conocemos todos los pormenores de las conferencias que ha dado en Roma ante areópagos de grandes personajes y sabios eminentes. Nos ha leído incluso los resúmenes de los debates. Ahora comprenderá por qué nuestro joven e impetuoso compatriota Tiedemann Giese se ha erigido hace un momento en su heraldo. Perdónele, porque usted se ha convertido en nuestro modelo y nuestro orgullo.

Copérnico estuvo a punto de enrojecer de cólera. Apretó los puños y rugió:

—¿Dónde está Andreas?

Schönberg quedó confuso ante aquella pregunta.

—Marchó la semana pasada a Roma. Su enfermedad empeoraba. Supo que allá abajo los médicos han encontrado remedios radicales, basados en el mercurio. Mercurio contra… Venus, ya ve.

Copérnico permaneció impasible. Su estancia romana le había enseñado a ocultar sus sentimientos.

—Andreas tiene una constitución sólida —se contentó con responder—. Saldrá de ésta. Quiero seguir viaje a Padua tan pronto como pueda. Pero no lo haré sin dar las gracias a mis compatriotas por su recibimiento. ¿Cuántos sois?

—Doce. Sus doce apóstoles, señor Copérnico.

Nicolás se abstuvo de responder que, con su hermano, habrían sido trece: ¿le tocaría a Andreas el papel de Judas?

—Muy bien, os invito a compartir el pan y el vino esta noche, si os parece bien, en el mejor albergue de la ciudad.

La invitación surgió espontáneamente, sin cálculo, sin saber que su tío Lucas había hecho lo mismo un cuarto de siglo antes, cuando se dirigía de Bolonia a Padua pasando por Ferrara. Aquello le había permitido constituir una sólida clientela que, de regreso a su país, hizo de él el jefe indiscutido de la Liga prusiana, y le dio su pleno apoyo cuando el rey de Polonia hubo de nombrar un nuevo obispo de Ermland.

Nicolás partió al día siguiente hacia Padua. Allí se inscribió también en la nación alemana, pero dejó para más tarde el encuentro con los estudiantes polacos y prusianos. Sculteti le había dado una dirección en la que podría encontrar alojamiento. Se trataba de la sucursal paduana de la banca de los Médicis, lo que no tenía nada de sorprendente, porque el diplomático canónigo estaba adscrito al servicio del cardenal Giovanni de Médicis, segundo hijo de Lorenzo el Magnífico. Lo que sí le sorprendió más, fue ver que le esperaba, en el apartamento que habían acondicionado para él en el desván, aquel gigantesco Radom que le había servido de criado y de escolta en el viaje de Polonia a Italia, seis años atrás. Intentó interrogarlo sobre la razón de su presencia, pero el gigante se limitó a contestar que no hacía sino obedecer órdenes del obispo de Ermland. El mensaje del tío Lucas que le entregó el coloso no aportó mucha más información, salvo que tenía que estar preparado para volver a Polonia en cualquier momento, porque se avecinaban grandes acontecimientos. Por lo demás, el obispo apremiaba a su sobrino a obtener lo más rápidamente posible el doctorado en derecho canónico, sin el cual nada podía hacerse.

Este último punto dejó a Copérnico bastante afligido: en Roma había olvidado matricularse y pasar así, sin dificultades, los pocos grados que le faltaban. En Padua, no sería igual: Venecia exigía, para el derecho canónico, el mayor rigor y la selección más despiadada, a fin de evitar una excomunión papal de la universidad paduana. Debido a su frivolidad y su falta de interés, Nicolás tendría que hacer ahora muchos más esfuerzos. Como había oído decir que, para atraer a los estudiantes, Ferrara era mucho menos exigente, decidió escribir a su compatriota y admirador allí, el llamado Nicolás Schönberg, para pedirle consejo. Adjuntó a su carta una letra de cambio por una cantidad que superaba ampliamente los derechos de matrícula. Schönberg, con la ayuda de su joven condiscípulo Tiedemann Giese, comprendió a la perfección lo que le pedía el «gran hombre», e incluso llegó a imitar su firma para que la Universidad de Ferrara creyera en la presencia de aquel estudiante fantasma.

Por consiguiente, era libre. Tenía treinta años y un doctorado en artes liberales, al que muy pronto se añadiría otro en derecho canónico. Sólo le faltaba la medicina para regresar a su país en triunfo. Desde Prusia hasta Ermland, desde la Pequeña hasta la Gran Polonia, todas las perspectivas le sonreían. Su saber sería la mejor de las armas en su ascensión al poder.

Así era, al menos, como veía su tío las cosas. Pero él ¿qué pensaba? ¿Se imaginaba ya arzobispo, cardenal, señor de Ermland, el Médicis del Báltico?

La primera vez que asistió al curso de medicina del profesor Pomponazzi, se sorprendió cuando, a la conclusión de aquella iniciación a Hipócrates, el maestro fue a verlo directamente y le estrechó la mano para felicitarlo por sus conferencias romanas, de cuyo contenido le habían informado. Lo mismo ocurrió con el profesor de anatomía, Achillini. Y la misma escena se repitió con el pintor Gentile Bellini, que, al salir de su taller después de una disertación notable sobre la perspectiva, lo invitó a asistir a la próxima reunión semanal de la academia de Linceo. Copérnico se convirtió en uno de sus miembros más asiduos. Al contrario que en Florencia y en Roma, ningún grande de este mundo frecuentaba aquel cenáculo. Allí sólo acudían filósofos de la naturaleza, artistas, médicos, geómetras, astrónomos, y casi siempre todos ellos a la vez. Los debates eran enteramente libres, porque se sabía que las ideas que se expresaban no llegarían nunca a oídos de quienes Nicolás llamaría más tarde los zánganos y los impostores. La virulencia de las discusiones era tal que, en los primeros tiempos, por momentos creyó que los adversarios iban a ajustar cuentas a puñetazos o en el campo del honor. Nunca ocurrió tal cosa, y los debates concluían siempre con una pirueta, una frase ingeniosa, una ironía de uno de los dos contendientes o del presidente de la sesión, que hacían reír a la asamblea. Antiguos y modernos se veían allí maltratados, se tiraba de la barba a Aristóteles, se administraban purgas a Galeno, se pasaban los dogmas por el cedazo de la duda, y sobre todo se reclamaba una separación tajante entre el estudio de la naturaleza y el de la Sagrada Escritura, entre la física y la metafísica, entre la razón y la fe. Copérnico necesitaba aquella afirmación rotunda antes de plasmar en negro sobre blanco lo que llamaba ya, para sus adentros, su «nuevo Almagesto». Desde luego, la idea le rondaba desde hacía ya mucho tiempo, pero ni él ni Novara se habían atrevido a formularla: era preciso dejar de discursear sobre los motivos del Creador, y no preocuparse más que de la realidad de su Creación, dejar de pensar en el porqué para plantearse el cómo. Lo que no habían podido hacer ni Platón, ni Pitágoras, ni Ficino, lo había conseguido un médico mahometano, Averroes: Copérnico se disponía a seguir su método.

Sin embargo, no le sobraba tiempo: en cualquier momento, podía tener que hacer las maletas y regresar a su país. Contó entonces los días como un avaro su tesoro. Estudió medicina y anatomía a marchas forzadas, quemando etapas. También pasó muchas horas en la biblioteca de la Universidad de Padua, más rica aún que la del Vaticano, y que tenía sobre ésta otra ventaja aun, la de que incluso las obras más impías eran de libre consulta. Pero no era eso lo que buscaba. Toda su energía estaba dirigida a acumular las tablas astronómicas de la antigüedad, las babilonias, hebreas, griegas, persas, árabes…, pero en los manuscritos redactados en la lengua original, por temor a que sus traductores modernos al latín hubiesen cometido algún error de transcripción.

Un día, en el curso de sus investigaciones encontró por casualidad un manuscrito bizantino de un historiógrafo neopitagórico del siglo VII, Teofilacto Simocatta. Era una obrita compuesta en forma de epístolas, unas morales, otras pastorales o amorosas. Se alternaban los pasajes graciosos y ligeros con otros graves y profundos. No se entretuvo con aquello y siguió sacando de sus estuches nuevos rollos de pergamino. Sin embargo, aquellas Epístolas siguieron dándole vueltas en la cabeza. Bajó de su escabel para consultar el codex. Era como lo había imaginado: no existía ninguna traducción latina del texto griego de Teofilacto Simocatta. Un fenómeno raro en una época en la que, quien más, quien menos, estaba convencido de que Ficino, Pico della Mirandola y sus émulos lo habían rastreado todo, descubierto todo, traducido todo. Así pues, él, el canónigo de Frauenburg, acababa de desenterrar una perla rara. No era una obra maestra, desde luego, era consciente de ello, no era una obra inédita de Platón o de Arquímedes, pero era algo, y al realizar la versión latina él también pondría su granito de arena para el renacimiento del pensamiento antiguo. Y sobre todo, no volvería a su país con las manos vacías. En Florencia o en Roma, aquel descubrimiento habría sido inadvertido; en Polonia o en Prusia, sería un vehículo para realzar su prestigio, tardó poco más de una semana en acabar la traducción.

Poco después, a finales de febrero de 1503, hubo de trasladarse a Ferrara para preparar, con dos meses de antelación, la defensa de su tesis. Schönberg y Giese le habían abonado concienzudamente el terreno, entregándole secciones enteras de sus propios estudios y seleccionando en los archivos otras tesis olvidadas, que bastaría reelaborar un poco para convertir el examen en una mera formalidad. Por si fuera poco, Novara se las había arreglado para formar parte del tribunal, en el que contaba también con algunos amigos pitagóricos. Fueron dos meses penosos, en los que Copérnico se vio obligado a adular a obtusos y encallecidos profesores de teología. Los problemas que les preocupaban eran saber si Dios podía borrar lo sucedido y volver a hacer de una prostituta una virgen pura, o bien por qué Adán en el paraíso había comido una manzana y no una pera. Por todo consuelo, Nicolás acudía con regularidad a visitar a su maestro Novara, acompañado por sus dos admiradores, Nicolás Schönberg y Tiedemann Giese. Finalmente, los tres defendieron su tesis la misma semana y luego marcharon a Padua, donde los dos compañeros de Copérnico iban a matricularse en artes liberales.

La muerte brutal y turbia del papa Alejandro VI inquietó por un momento a Copérnico, para llenarle luego de esperanza cuando su efímero sucesor, Pío III, murió después de menos de un mes de pontificado: Alejandro Farnesio era uno de los papables favoritos. Quedó decepcionado porque fue otro vástago de una gran familia italiana, resuelto a acabar de una vez con los Borgia y sus aliados, Julio II, quien ascendió al trono de san Pedro. Nicolás se esforzó entonces en pasar inadvertido y, a pesar del dolor que sintió, no se desplazó el año siguiente a Ferrara para asistir a los funerales de su amigo y maestro Domenico Maria Novara. Y, de haberlo intentado, Radom se lo habría impedido: su guardia de corps había recibido órdenes estrictas.

Entonces Nicolás se sintió solo en Italia, y se aproximó a la nutrida nación alemana de Padua, para gran alegría de Schönberg y de Giese. Ahora estaba seguro de que algún día tendría que regresar a su país, y tal vez empezó a desearlo. Se convirtió en un asiduo de los numerosos banquetes que celebraban por este o aquel santo, este o aquel diploma, este o aquel compatriota que regresaba al país natal por haber finalizado sus estudios. Uno de esos banquetes, a principios del año 1506, tuvo como motivo la elección de un nuevo presidente de la nación estudiantil alemana. Copérnico se había mantenido aparte, de modo que tuvo una desagradable sorpresa cuando, a los postres, Schönberg se puso en pie, hizo un discurso elogiándolo y propuso el nombre de Nicolás Copérnico para dirigir y defender, ante los rectores, a aquel centenar de estudiantes. Quiso rehusar, pero no le dieron tiempo. Fue elegido por aclamación, y se vio obligado a pronunciar un discurso improvisado de agradecimiento, cosa que hizo muy a regañadientes.

A la salida del banquete un hombre sin edad, de párpados pesados y azulados, tez grumosa que no conseguía ocultar una barba rala, sienes que griseaban, envuelto en una capa pesada a pesar del calor reinante en aquellas postrimerías de agosto de 1506, le hizo seña, desde lejos, de que deseaba hablarle. Receloso y con alguna repugnancia, Copérnico se acercó al desconocido, en el que no había reparado hasta ese momento, y éste le dijo en polaco, con voz cascada:

—Vamos, Nicolás, ¿no abrazas a tu hermano?

¡Andreas! Al ver que los demás invitados, que se habían apartado un poco, observaban de reojo aquel reencuentro, Copérnico disimuló lo mejor que pudo su aprensión y le dio un generoso abrazo. Después Andreas, con la irritante autoridad que asumía cuando quería recordar a su hermano pequeño que él era el jefe de la familia, lo citó para el día siguiente a mediodía, en una taberna a la que solía acudir. Y el mayor de los Copérnico se alejó con aires de conspirador, alzado el cuello de su capa y con el bonete hundido hasta las cejas.

La fiesta se había prolongado hasta muy tarde, por la noche. De modo que Nicolás acudió a la cita del día siguiente de muy mal humor y con una jaqueca tenaz. La taberna estaba a las puertas de la ciudad, lejos del barrio de las escuelas, y ningún estudiante la frecuentaba. Los clientes eran esas personas equívocas que gravitan alrededor de las universidades y aprovechan un tumulto o una pelea entre nacionalidades para entregarse al robo y al saqueo. Andreas se había instalado en un apartado, al margen de la sala común, y conversaba animadamente con el grueso canónigo Bernard Sculteti. Junto a ellos, Radom bebía vino tinto en una gran jarra de estaño.

Con el rostro desfigurado oculto detrás de su cuello alzado y las manos enguantadas, Andreas no se molestó en utilizar ninguna fórmula de bienvenida, él que antes, en Thorn o en Cracovia, siempre dedicaba a su hermano menor atenciones cariñosas. En tono seco y perentorio, le anunció sin rodeos que tenían que salir a toda prisa hacia Ermland.

—Ahora que los dos hemos conseguido nuestro doctorado, no tenemos nada que hacer en este país.

Nicolás se indignó.

—¿Está nuestro tío al corriente de esto? —preguntó mirando a Sculteti, que asintió con un movimiento de cabeza al tiempo que Andreas respondía:

—Nos lo ordena. Y si no te fías de mí —añadió echándose la mano al bolsillo—, lee la carta que recibí de él la semana pasada, en Ferrara.

Nicolás rehusó hacerlo, con un gesto, y se contuvo para no hacer la pregunta que le quemaba en los labios: ¿por qué Lucas se había dirigido a Andreas, y no a él? Como si le comprendiera, Andreas siguió diciendo, en tono arrogante:

—Es normal que nuestro tutor reconozca por fin mi derecho de primogenitura, cuando se trata de decisiones importantes como ésta. Además, después de las noches que pasaste revoleándote con la puta del Borgia, el tío Lucas…

—Ya lo había entendido, gracias, no soy del todo estúpido —replicó en tono seco Nicolás, y se volvió con ostentación a Sculteti para preguntarle:

»¿Por qué esta marcha precipitada?

El canónigo respondió muy excitado, gesticulando con sus manos gordezuelas:

—Ahora sí, ha llegado la hora de Ermland. Después de cuatro años de reinado bajo la tutela del infame Glimski, el rey Alejandro acaba de morir, en Vilna. La Dieta se reúne para elegir al nuevo monarca. Monseñor Lucas, que forma parte de ella, está absolutamente seguro de que el quinto hijo de Casimiro Jagellon, Segismundo, será el elegido. Con él, se nos abre un mundo de posibilidades.

Nicolás recordó entonces al joven altanero y ambicioso que conspiraba con Lucas mucho tiempo atrás, en Cracovia.

—Monseñor —concluyó Sculteti— insiste en que es indispensable que sus dos sobrinos estén presentes en la ceremonia de la coronación.

«¿Insistirá tanto cuando vea el aspecto de Andreas?», fue el pensamiento perverso que asaltó a Nicolás, que dijo en voz alta, siempre dirigiéndose a Sculteti:

—No discuto las órdenes del obispo, pero… obtendré el doctorado de medicina el año que viene, y me parece que…

—Sabes ya lo suficiente para intentar cuidar de mí —dijo Andreas, burlón.

El viaje de regreso a Ermland fue mucho más rápido que el de ida, y también más aburrido. Los dos hermanos no paraban de lanzarse pullas envenenadas. Nicolás, en su papel de médico neófito, discurseó sobre la enfermedad de Andreas y citó a uno de sus condiscípulos de Padua, Fracastor, que afirmaba que aquella lepra había venido con los ejércitos de Francia, que dispersaron los miasmas por toda Italia. Copérnico pretendía, por el contrario, que lo que el otro llamaba mal francés había sido traído del Nuevo Mundo por los españoles, y lo bautizó como mal indio. Con razón, Andreas le contestó que en lugar de buscar los orígenes de la enfermedad, haría mejor encontrando un remedio. A punto estuvieron de llegar a las manos.

Al llegar a Nuremberg, Nicolás fue a visitar a Durero. La esposa del pintor, Inés, le explicó que el año anterior su marido había vuelto a marchar a Italia. En su última carta, le anunciaba que se disponía a instalarse en Venecia. Nicolás y él no habían coincidido por tan sólo unos días. Y Martin Behaim había muerto hacía poco, un mes antes. Al reemprender el viaje, Copérnico sintió que dejaba su juventud detrás. ¿A quién contárselo? ¿Junto a quién consolarse de sus penas? No con Andreas, en todo caso. Sus verdaderos hermanos habían muerto, como Novara o Behaim, o seguían con vida pero muy lejos de él, como Durero o Maquiavelo…