Andreas esperaba en el umbral de la puerta. Detrás de él, el gigantesco Radom llevaba a hombros el equipaje, mientras la mula y los caballos pacían tranquilamente las hierbas que crecían entre las losas del pavimento.
Desarreglado, en camisón, con el pelo revuelto, Nicolás, que acababa de bajar a saltos la escalera, no encontró otra cosa que decir a su hermano, sino:
—¿Qué estás haciendo aquí?
Ese recibimiento hosco intentaba disimular su estupefacción. Andreas estaba desconocido. Su rostro, antes tan delicado y casi femenino, se había deformado bajo una piel grisácea. Pesadas ojeras empequeñecían su mirada de un azul muy pálido, y sus labios, dispuestos antes a saborear golosamente todos los placeres, se crispaban ahora en un rictus vicioso, mientras que su gran sombrero a la moda española disimulaba mal sus cabellos ralos, de un rubio sucio con hebras plateadas.
Pasado el primer momento de estupor, Nicolás abrió los brazos y estrechó entre ellos a su hermano en un abrazo vigoroso y ritual. Pero tuvo la impresión de estrechar contra su corazón a una muñeca de trapo de la que se desprendía un vago olor a cadáver.
—¿Me dejas entrar? Estoy cansado por el viaje —pidió finalmente Andreas.
—Es que…, no es mi casa, y no sé si mi maestro estará dispuesto a tener un segundo inquilino.
Una mano amistosa se posó en su hombro.
—¿Has olvidado la parábola del hijo pródigo, querido Nicolás? —intervino Novara—. Aquí hay sitio suficiente para los dos. Y no puedo rehusar nada a los sobrinos del obispo Watzenrode. Vuestro tío, en nuestra época común de estudiantes, me sacó de un mal paso bastante grave.
Pidió entonces a su ama que preparara una habitación para Andreas en el piso que ya ocupaba su hermano, y que instalara a Radom con el servicio. El monumental criado tendió a Nicolás una carta con el sello del obispo de Ermland, cuya lectura se reservó para más tarde por temor de molestar a su hermano, que ignoraba su contenido.
Con el pretexto de la fatiga después de la noche en blanco para observar el cielo, Novara dejó que los dos hermanos desayunaran solos. Andreas comió poco, pero bebió bastante más de lo razonable. Su borrachera no era ya la de los alegres banquetes de Cracovia, y sus palabras, cada vez más confusas y balbucientes, estaban impregnadas de una amargura sarcástica. Estaba arruinado. Fue a Sevilla con la firme intención de participar en la carrera hacia las especias y el oro de Catay, y financió la expedición del florentino Américo Vespucio, al servicio de los Reyes Católicos, que regresó con malas noticias: lo que Colón había descubierto no eran unas cuantas islas que formaban la vanguardia de las Indias, sino una inmensa tierra firme que se alzaba como un imponente obstáculo en la ruta de las especias y del oro. Después de esa noticia, los extranjeros empezaron a ser mal vistos en Castilla. Una denuncia anónima indicó a la Santa Inquisición que el polaco Andreas Copérnico era un cristiano nuevo, un converso reciente que seguía practicando en secreto ritos judaicos. Se abrió un proceso. Andreas pensó que la península Ibérica era demasiado peligrosa para él y prefirió volver a Prusia. En la huida, no pudo recuperar su dinero, que la Inquisición le había confiscado durante el tiempo que había de durar el proceso. Fue así como en Thorn, a finales del año 1498, la firma comercial Copérnico e Hijos fue declarada en bancarrota y, deshonrado, su gerente fue a buscar refugio junto a su tío el obispo.
Aquella bancarrota podía salpicar al prelado. Tenía que librarse de aquel sobrino embarazoso, y no vio más que una solución: convertirlo en canónigo, como su hermano menor. Sin embargo, era preciso que el candidato obtuviera antes un diploma cualquiera en teología o en derecho canónico. Era impensable que Andreas reanudara sus estudios en Cracovia, donde los Copérnico eran considerados personas no gratas. Por consiguiente fue a Italia, con Nicolás, adonde lo envió el obispo, a fin de que se hiciera olvidar por algún tiempo.
—Pero recuperaré mi dinero, puedes creerme, Nico —dijo Andreas, dando un puñetazo en la mesa—. El dinero que me robaron todos esos codiciosos, los banqueros, los inquisidores, ¡los Vespucio! ¿Y crees que el tío Lucas habría levantado siquiera el dedo meñique para librarme de toda sospecha de judaísmo? Iré a ver al Papa, yo, y él se encargará…
—Cálmate, Andreas, te lo ruego —suplicó Nicolás en voz baja—. Estás cansado del viaje, y el vino te ha sentado mal. Ve a dormir unas horas. Volveremos a hablar de todo esto cuando tengas las ideas más claras…
—Entonces tú también estás en mi contra, me desprecias, quieres mi muerte… Puedes estar contento, ¡no tendrás que esperar mucho! En Cádiz, Vespucio me presentó a una condesa, o eso pretendía hacer creer; una buscona, más bien. Mira el regalo que me hizo esa noble dama…
Y Andreas se abrió la camisa de un tirón, arrancando los botones. Su torso hundido estaba cubierto de pústulas blanquecinas y purulentas.
—Repugnante, ¿verdad? Unos lo llaman el mal francés y otros el mal veneciano. O la lepra. Yo lo llamo la desgracia andaluza.
Interrumpió bruscamente sus gesticulaciones porque el ama de Novara, la gruesa Filomena, traía una nueva jarra de vino tinto, a pesar de las miradas suplicantes de Nicolás.
—¡Oh dios, vaya un culo! —gritó entonces Andreas—. Ven a mi cama, hermosa, que yo te regalaré ese mal andaluz.
Y con las dos manos abiertas intentó apoderarse de las respetables nalgas de la buena mujer, que, como no entendía nada de alemán, reía con amabilidad. Nicolás saltó de su silla y se puso a gritar, loco de cólera:
—¡Ya basta, Andreas! Te recuerdo el respeto que debes a la casa de quien nos aloja. Vete a acostar, ahora, o te llevo hasta tu habitación a fuerza de puntapiés en el trasero.
Estaba dispuesto a dar de bofetadas a su hermano. Pero éste tuvo una reacción que lo desconcertó. Mientras Filomena se marchaba, presa del pánico, Andreas rompió a llorar y a golpear la mesa con la frente. Nicolás vio entonces que la coronilla de su hermano mayor estaba enteramente calva, y sólo en el centro de la fontanela crecía un largo y único cabello blanco. Conmovido, sintió deseos de tomarlo en sus brazos y llorar con él.
—¡Perdón, Nicolás, perdón! —gimió Andreas—. No sólo me he hundido en la ruina más espantosa, sino que arrastro al fondo del abismo a todos los que amo. Nicolás, Nicolás. —Pronunciaba el nombre a la polaca, como cuando eran niños: «Miculai», y no el prusiano Nikolaus, más viril—. ¡Ayúdame, te lo suplico! ¡Me ahogo, me ahogo!
Luego detuvo en seco sus lamentos, se puso en pie, anunció que iba a acostarse y salió con el paso demasiado firme de los borrachos que intentan convencer a los demás de su lucidez. Nicolás se encontró de nuevo solo, furioso y colmado de angustia. Después de aquella noche maravillosa de observación de las estrellas, le pareció haber caído en una pesadilla.
Lleno de rabia, hizo saltar el sello de cera que cerraba la carta de su tío. Y su cólera creció más aún: «¡Cuida de tu hermano!», le urgía el obispo para empezar. Seguían recomendaciones de todo tipo, como la de llevar a Andreas a Florencia, donde se encontraban los únicos médicos capaces de curar la enfermedad que padecía, y después la de ir a Roma el año próximo, año santo y jubileo por los mil quinientos años de Cristo, a fin de que el mismo Papa pidiera a la Inquisición española que librara a los Copérnico de toda sospecha de judaísmo, adjuntándoles certificados de bautismo que se remontaban hasta los tatarabuelos y colaterales. Le daba el nombre de cierto número de cardenales y obispos con los que debería entrevistarse. Como algunas frases estaban construidas en un estilo muy ampuloso y no correspondían al estilo más espontáneo utilizado normalmente por el obispo, Nicolás fue a su habitación a buscar la plantilla que ocultaba con el mayor cuidado en el forro de uno de sus mantos desde su marcha de Polonia.
Abrió su escritorio, colocó en él la carta bien lisa y puso encima la plantilla, cuidando de hacer coincidir las esquinas de las dos hojas. En los huecos de la plantilla, recortados en forma de rectángulos de mayor o menor longitud, aparecieron otras frases, abreviadas. Lucas le pedía que intercediera ante el papa Borgia para que éste ordenara a los caballeros teutónicos unirse a las tropas del rey de Polonia para combatir a los otomanos en Moldavia. Pedía también a su sobrino que aprovechara el año jubilar y los numerosos apoyos con los que contaba en Roma para obtener una audiencia privada del papa Alejandro VI.
Los dos años pasados por Nicolás junto a su tío antes de su marcha a Italia lo habían instruido en las sutilezas y las brutalidades de la política. Le tocaba a él suplicar al Papa que mandara a la orden teutónica acompañar a Polonia en la guerra contra el Turco. ¿Pero…, y Andreas? ¿Qué hacer con él? Con su conducta, correría el riesgo de comprometer una negociación muy delicada. El año próximo, Andreas cumpliría los treinta. Por lo menos no haría falta llevarlo de la mano para matricularlo en la facultad. ¿Pero quién pagaría?
Maldiciendo el tiempo perdido que le obligaría a retrasar la fijación de sus cálculos sobre la ocultación de Aldebarán, tomó la pluma y, cuidadosamente, escribió en los huecos de la plantilla su respuesta codificada a su tío. Luego tuvo que componer con esas palabras que flotaban sobre el folio aún casi virgen una carta más o menos coherente, en la que no se privó de quejarse de la presencia molesta de su hermano. Aquello le llevó toda la tarde y buena parte de la noche. Cuando el ama le anunció que la cena estaba servida, y que su maestro y Andreas lo esperaban, rehusó bajar y pidió que le sirvieran una sopa y pan, encantado en el fondo de sí mismo de desobedecer a su insistente tutor. Tan pronto como hubo acabado su tarea, se dejó caer en la cama y se sumió en un sueño pesado. Aldebarán tendría que esperar.
Por la mañana, un poco inquieto, entró en el gabinete de trabajo de su maestro.
—Tienes un hermano encantador y lleno de ingenio —le dijo Novara—. Pasé una velada muy agradable oyéndole contar sus aventuras ibéricas. ¡Qué contraste con el carácter seco y taciturno de su parentela! ¡Lástima que no quiera estudiar el griego!
Nicolás sintió una punzada de celos.
—Si me lo permite, maestro, tengo que hablar con él.
—No lo encontrarás aquí. Se ha ido a matricular de derecho canónico. Me ha parecido que tenía mucha prisa por conseguir su diploma para volver cuanto antes a vuestro país a hacerse cargo de sus funciones de canónigo. Mucha más prisa que tú, en todo caso. ¿Cómo van los cálculos sobre la ocultación de la noche pasada?
Copérnico confesó que no había podido dedicarse a ellos, porque había estado ocupado en la contestación a su tío. El maestro preguntó:
—¿Has pensado por lo menos en mandarle mis recuerdos? Despacha entonces la carta, y vuelve pronto. Tenemos trabajo.
Nicolás fue a buscar a Radom, le entregó la misiva y le ordenó que se pusiera en camino lo antes posible. No estaba descontento de librarse por ese medio de aquel bruto patibulario, que desentonaba demasiado en su dulce entorno italiano. Después, mientras con Novara daba expresión matemática a sus observaciones astronómicas de la noche anterior, lo olvidó todo: a su hermano y a su misión en Roma. Se sumergió en el Epítome del Almagesto, en el que Peurbach y Regiomontano habían dado a Europa la primera síntesis rigurosa de la astronomía tolemaica, y señalado los fallos del sistema. La biblioteca de Novara era extremadamente rica. Nicolás descubrió allí los trabajos de los astrónomos árabes y persas, en traducciones recientes al griego y el latín hechas por sabios cristianos que habían viajado a Persia. Se sintió profundamente impresionado. Por ejemplo, el príncipe árabe cuyo nombre, al-Battani, fue latinizado como Albategnius, había determinado, en sus Tablas sabeas, la posición del orbe solar con más precisión que Tolomeo. O bien aquel Ibn al-Haytam, alias Alhazén, que, en sus Dudas sobre Tolomeo, se había atrevido a criticar la utilización del ecuante. O también Ibn al-Shatir de Damasco, que construyó una teoría lunar y planetaria totalmente concéntrica, aceptable desde el punto de vista de la mecánica y libre de la engorrosa maquinaria del ecuante y otros epiciclos. Cuanto más avanzaba en su búsqueda Copérnico, más invadido se sentía en su interior por algo extraño, poderoso y terrible a la vez. Sentía que a aquel edificio le faltaba algo, algo que su boca no sabía expresar.
Andreas volvió unos días más tarde, metamorfoseado, juvenil y encantador como nunca. Se había matriculado en derecho canónico y retórica, entre los miembros de la nación alemana, y ya había hecho algunos amigos con los que iba a compartir casa y mesa. Y desapareció. Durante el siguiente semestre, los dos hermanos sólo se vieron esporádicamente, en los pasillos del colegio o en un curso al que el hermano menor acudía con menos frecuencia que el mayor. Nicolás llegó a la conclusión de que los estudiantes con los que había hecho amistad su hermano eran personas sensatas, y no intentó averiguar más; rechazó una invitación a unirse a ellos para el banquete de fin de año, y se contentó con enviar a su tío, por los medios ordinarios, una carta tranquilizadora. Y eso fue todo, porque todas sus energías las volcó en el estudio de la astronomía.
Nicolás consiguió sin ninguna dificultad su título de maestro en artes. El capítulo de Frauenburg tardaría aún en acoger a su nuevo canónigo: su tío consiguió una nueva dispensa de tres años antes de ocupar su cargo.
En el mes de septiembre de 1499, Novara y Copérnico viajaron a Roma para preparar su estancia del año siguiente, el del jubileo, en previsión de una gran afluencia de peregrinos de toda la Cristiandad a la ciudad santa. El maestro, que había convertido a su aventajado discípulo en su ayudante personal, deseaba detenerse algún tiempo en Florencia, con el fin, decía, de presentarle a algunos de los mayores talentos del siglo que estaba a punto de concluir. Además, debía entregar allí algunos almanaques astrológicos que le habían sido solicitados a través de la universidad, y que consistían en un calendario de las fases de la Luna y de una lista de días favorables y días nefastos.
Llegaron a Florencia a finales del mes de septiembre. El clima templado de la Toscana, la ligereza perfumada del aire otoñal, eran tales que Nicolás se prometió a sí mismo no regresar nunca a Prusia ni a Polonia. Allí debían de estar cayendo ya las primeras nieves. Se sentía italiano, asombrado pese a todo por no tener la menor nostalgia de su país natal ni de quienes tal vez lo estaban esperando allí.
La próspera ciudad se había repuesto de sus revueltas populares, y el monje Savonarola había muerto en la hoguera el año anterior. En cuanto a los antiguos amos de la república, los Médicis, se habían visto obligados a refugiarse, llevándose con ellos su inmensa fortuna, primero junto al rey de Francia y después con el papa Borgia, encantado de ver difundirse aquel maná por sus Estados y en particular entre su parentela. Los artistas y los poetas, los filósofos y los geómetras se inquietaron por un momento al verse sin protectores, pero muy pronto se tranquilizaron: las poderosas familias florentinas, oprimidas hasta entonces por los Médicis, supieron retenerlos. Porque un pintor o un ingeniero de renombre tenía, en aquel tiempo bendito, tanto valor, en Italia, como un ejército o como los tesoros de la India. Como los nuevos mecenas no tenían la inteligencia ni el gusto de un Lorenzo el Magnífico, nombraron de entre ellos a un gonfaloniero de Justicia con plenos poderes para ocuparse de la política en nombre de todos. El designado tenía como principal mérito el de contar con un secretario de una treintena de años, pensador sutil, que había de ser para los negocios públicos lo mismo que había sido Erasmo para el individuo: Nicolás Maquiavelo, el mismo que inventó, al referirse a Savonarola, el apelativo terrible de «fanático», y que permitió a la República preservar la liberta tan cara a los florentinos y a sus numerosas academias.
A una de ellas condujo Novara a Copérnico, la academia de Linceo. Un nombre prometedor, porque aludía al del héroe de los argonautas cuya vista penetrante era capaz de traspasar incluso la bóveda estrellada y el fondo de la Tierra y de los abismos.
El edificio era una construcción de apariencia modesta. En el frontispicio de un porche cerrado estaba esculpido en bajorrelieve el símbolo de Pitágoras y de Hermes Trismegisto: en el centro de una pirámide, una cruz coronando un círculo. A uno y otro lado, como vigilando ese emblema, dos linces de perfil. Debajo, en caracteres griegos, la misma inscripción que en la entrada de la antigua Academia de Platón: «Nadie entre aquí si no es geómetra».
Novara golpeó tres veces la puerta con el pesado aldabón en forma de cabeza de lince, y repitió dos veces más la operación. Finalmente se abrió una mirilla y apareció en ella una cabeza. Entonces el astrónomo susurró, esta vez en latín:
—¡Nadie entre aquí si no es geómetra!
La puerta se abrió de par en par para dejar pasar a los dos hombres, que tenían de la brida a sus caballos, y al criado que tiraba de la mula cargada con el equipaje. Mientras que, bajo la bóveda del porche, sus monturas y el servidor giraban a la derecha hacia las cuadras, los dos viajeros siguieron al viejo portero, algo jorobado, y pasaron a un claustro lleno de luz. En el centro brotaría, de un globo terrestre sostenido en alto por Atlas, un alegre chorro de agua que se dispersaba en el aire como una flor plateada. Siguieron el peristilo jalonado por las estatuas de los dieciséis argonautas citados por Apolonio de Rodas, entre los que destacaba, mayor en tamaño incluso que la de Hércules, la de Linceo, con una esfera armilar en una mano y un astrolabio en la otra.
—Y bien, Domenico —dijo un Copérnico risueño a Novara, mientras subían la escalera que llevaba a sus habitaciones—. No me has traído a una academia, ¡sino a un templo pagano! ¿Es verdaderamente decente que el piadoso canónigo de Frauenburg se aloje en este lugar? ¿Quieres arrojar mi alma a la gehena para la eternidad?
Durante su viaje, de común acuerdo, los dos hombres habían decidido tutearse, hablar en toscano y llamarse por sus nombres de pila. No eran ya maestro y discípulo, sino sencillamente dos amigos.
—Eres un zarrapastroso campesino polaco —respondió Domenico en el mismo tono—. Cuando salgas, todo tembloroso, de la reunión a la que voy a llevarte el sábado, no acabarás nunca de implorar a tu san Estanislao y a todos tus iconos.
La academia de Linceo aparecía desierta, a pesar de que Novara estaba seguro de que era el día de su sesión semanal. El portero no pudo o no quiso explicar aquello, de modo que se marcharon.
Al día siguiente, Novara se sintió demasiado cansado para filiar a su compañero por aquella ciudad que tan bien conocía. Copérnico se resignó a pasear a la ventura, y no quedó decepcionado. Porque sólo a la ventura era posible descubrir Florencia, como sólo a la ventura se descubre la libertad.
Al volver lleno de animación, pasó delante de la academia. Las puertas estaban abiertas, y el peristilo del claustro abarrotado de gente. Algunos incluso se habían sentado en el césped del jardín central, como personas que tomaran el fresco. Nicolás buscó a Novara en aquella multitud de una cuarentena de individuos, y acabó por verlo enzarzado en una animada discusión con algunas personas vestidas a la última moda, con colores vivos que contrastaban con sus barbas blancas y su aspecto venerable y docto. Pasó ante él un hombre de una treintena de años, alto y delgado, que parecía observar aquella asamblea con un distanciamiento divertido. Algo en su actitud revelaba en él a un estudiante.
Nicolás había observado que en Florencia la gente se abordaba sin preámbulos. Forzando un poco su acento prusiano para justificar de antemano una posible torpeza, se presentó como ayudante de Novara y preguntó en latín la razón de aquella asamblea. El otro sonrió levemente y contestó:
—Entonces, aquí tenemos al sobrino del famoso obispo de Ermland. Novara me ha hablado de usted hace unos instantes. Tranquilícese, lo que me ha dicho es: «Vuestra eminencia…».
—¿Vuestra eminencia?
—¡Ah, disculpe! No me he presentado: Alejandro Farnesio…
¡Un cardenal! ¡Y de uno de los más elevados linajes romanos! Maquinalmente, Copérnico se inclinó y se dispuso a tomarle la mano para besar su anillo. Con un gesto, Farnesio lo retuvo.
—¡Deje eso, señor Copérnico! Sólo estoy aquí como compañero de Pitágoras, venido como los demás para honrar la memoria del gran Ficino.
—¿Marsilio Ficino ha muerto?
—Anteayer, a dos leguas de aquí, en la villa que le había ofrecido Lorenzo de Médicis. Sus funerales se han celebrado esta mañana, mientras usted vagabundeaba por las calles intentando certificar que las florentinas son las mujeres más bellas del mundo. Pero le prevengo contra esa leyenda, señor Copérnico. Cambiará de opinión cuando esté en mi ciudad natal. Las romanas, querido mío…, a no ser que prefiera sus Venus nórdicas. Mi padre me decía de las polacas: «Cuando las invitas a sentarse, ¡se acuestan!». ¿Es cierto?
—Mi tío, monseñor el obispo de Ermland, me decía lo mismo de las italianas, vuestra eminencia —replicó Nicolás de inmediato.
—Olvide las eminencias, querido señor. Y será mejor que sigamos a nuestros amigos a la sala de reuniones, para rendir homenaje al hombre que resucitó a Platón y a Hermes Trismegisto.
El cardenal Alejandro Farnesio tomó familiarmente a Copérnico del brazo. Nicolás estaba exultante, porque notaba muchas miradas cargadas de envidia fijas en él. Al mismo tiempo, pensaba en Ficino. Novara le había prometido llevarlo a aquella villa de Careggi en la que Cosme de Médicis había hecho renacer para el filósofo la antigua academia de Platón. ¿No era más que una coincidencia su llegada a Florencia y el fallecimiento de aquel gran hombre? Como si estuviera escrito en los astros que no debían encontrarse, como si su propio destino, el de Nicolás Copérnico, tuera el de sucederle, y de suceder también a Novara e incluso al Perugino, cuyos retratos de Sócrates, de Pitágoras y otros sabios paganos figuraban junto a los de Noé, Moisés, los Profetas y Pablo, encaramados a los cimacios de la gran sala de reuniones en la que acababan de entrar. Farnesio se soltó de su brazo y Copérnico comprendió que debía ir a sentarse al fondo, mientras el cardenal se instalaba en la primera fila, delante del estrado.
En la tribuna se sucedían los oradores, y todos ellos alababan la grandeza del desaparecido para luego desarrollar, a partir de las obras de éste, sus propios temas predilectos. Poco a poco, en sus palabras, Ficino se convertía en el sucesor de aquellos a quienes él había designado como los portadores de la verdadera sabiduría: Moisés, Atlas, Prometeo, Zoroastro, Hermes Trismegisto, Orfeo, Pitágoras, Platón, Plotino, Proclo…
Copérnico se asombró un poco al ver que Novara formaba parte de los oradores. Su maestro le había enseñado las cartas que había intercambiado con el filósofo difunto, en las que éste le reprochaba un interés excesivo por el macrocosmos celeste, sin intentar buscar las correspondencias con el microcosmos humano para el que había sido creado el Universo, y no ser más que un mecanicista como Arquímedes o Euclides. El astrónomo le había contestado, con cierta sequedad, que su entendimiento era demasiado escaso para lanzarse a elevadas especulaciones sobre el alma humana, y que sus modestas investigaciones para recuperar la sabiduría de los antiguos se contentarían con romper el mundo cerrado, complicado y privado de armonía de Tolomeo, para aportar así su piedra al edificio hermético renaciente. Así quedaron las cosas.
Al subir al estrado, Novara adoptó el tono malicioso que Nicolás conocía muy bien, y que utilizaba cuando se enfrentaba a las ideas preconcebidas. El astrónomo eligió como tema de su disertación Los tres libros de la vida, del difunto. Insistió una y otra vez en los tres guías celestes designados por Ficino para conducir al hombre, ese peregrino en el exilio, hacia la resurrección: Mercurio, Febo y Venus.
En el fondo de la sala, Nicolás no pudo evitar una sonrisa. Donde Ficino hablaba como médico del cuerpo y del alma, estimando que detrás de esas tres divinidades antiguas se escondía el secreto de la plenitud y de la madurez individual, Novara veía los dos planetas y el Sol. Sus palabras eran las de un astrónomo, que abogaba por la armonía del macrocosmos en contra de la prisión sofocante, debido a unos mecanismos excesivamente complejos, en que lo habían encerrado Aristóteles y Tolomeo. Luego confesó que, pese a toda una vida dedicada a la investigación, no podía proponer ninguna solución más sencilla, y en consecuencia más bella, que uniera por fin al hombre y al cosmos, en la que ya no se buscaría el destino en los signos, en los fuegos fatuos o en el rayo que derribaba un árbol, sino allá arriba, en el viaje regular de los astros errantes y las estrellas fijas ordenadas en el zodíaco.
Ante esas palabras, en la sala se produjo un murmullo, no se sabía bien si de diversión o de censura. En efecto, el difunto, aquel gran talento, había caído en ocasiones en supersticiones campesinas. Aun recientemente, había creído ver, a posteriori, los signos de la caída de los Médicis en una violenta tempestad descargada sobre Florencia poco tiempo antes.
Un hombre que había llegado con retraso y permanecía de pie junto a la puerta, aprovechó aquel ligero murmullo para decir en voz alta:
—Perdona mi interrupción, Domenico, pero acabo de llegar de Milán. Los franceses han tomado la ciudad. El duque Ludovico ha huido. Yo mismo he sido perseguido y habría podido acabar mis días, como Arquímedes, bajo la espada de un soldado, sin la intervención de mi amigo Charles d’Amboise, que me ha propuesto entrar al servicio del rey de Francia. Le he pedido que mantenga la oferta algún tiempo mientras me decido, con el pretexto de que debía venir aquí, a los funerales de Ficino. Pero sobre todo he venido para alertaros: las tropas francesas están ya en marcha hacia Génova. Su objetivo es conquistar de nuevo el reino de Nápoles, y su camino pasa por Florencia.
—¡Leonardo! ¡No te había reconocido, con esa barba tan larga! —exclamó Novara.
Al oír ese nombre, todos se acercaron a aquel hombre de buena presencia, cuya larga barba negra y la cabellera que le caía sobre los hombros, contrarias a la moda de la época, le daban la apariencia de un profeta o de un filósofo griego. Copérnico pensó que había en ello algo de pose. Y mientras el cardenal Farnesio tomaba las manos del recién llegado como lo haría con un hermano vuelto de un largo viaje, y todos los demás rodeaban al hombre más famoso de la Cristiandad, más aún que Ficino, Copérnico, aquel polaco, aquel bárbaro, se sintió excluido. Su malestar fue tanto mayor por el hecho de que, desde el comienzo de la reunión de la academia de Linceo, había tenido la sensación de verse entronizado en el círculo secreto de los sabios discípulos de Pitágoras y de Hermes Trismegisto. Leonardo da Vinci acababa de expulsarlo de allí.
En realidad, fue el ejército de Luis XII de Francia el que lo expulsó de Florencia. La mayor parte de los miembros de la academia de Linceo prefirieron, en efecto, unirse a la nutrida escolta del cardenal Farnesio y trasladarse a Roma, donde se encontrarían en seguridad. El viaje duró una semana. Copérnico se sentía cada vez más extranjero, un teutón pesado entre aquellas gentes volubles y ligeras, que reían de cosas que a él le parecían fútiles. Se quedó a la sombra de Novara, como un humilde ayudante invisible para los demás. Al principio, por supuesto, todos le habían preguntado sobre su país y sus estudios, a excepción del cardenal Farnesio, que, ahora que se había revestido de la púrpura del prelado, daba la sensación de que ni tan siquiera reconocía al hombre con el que había conversado con tanta familiaridad durante la reunión de la academia. Y Nicolás interpretó como desprecio lo que no era sino respeto al protocolo. Y entonces deseó regresar a su país, por fin solo, canónigo de la catedral de Frauenburg, para consagrarse al estudio, protegido por el obispo Lucas, del mismo modo que Marsilio Ficino, canónigo de la catedral de Florencia, había sido protegido por Cosme de Médicis, al que llamaba su segundo padre. Tales eran los signos, y tal sería su destino.
No era la Ciudad Eterna, sino una cantera. Por todas partes se alzaban andamios, se amontonaban las piedras y las construcciones a medio derribar. Después de bordear el Tíber, el cortejo del cardenal Farnesio entró en un palacio, también en plena reconstrucción.
A desgana, Copérnico siguió a Novara al parque, hasta un pequeño pabellón rematado por una terraza. Media docena de criados se afanaron para instalarlos. Nicolás se encontró en una habitación recubierta de espléndidos tapices. Una graciosa camarera que lucía una librea muy ajustada deshizo su equipaje al tiempo que le dirigía miradas capaces de abrasar al instante al más virtuoso de los canónigos de Frauenburg. A pesar del deseo que sentía, la despidió. Necesitaba estar solo. En una mesita baja se alzaba una pirámide de frutas de diferentes colores, peladas y cortadas en formas artísticas. Tan sólo pudo identificar una de ellas: una naranja. Al lado, una bandeja de plata repleta de patés y de finas lonchas de jamón de un color púrpura cardenalicio. Pero prefirió no tocar la comida, como tampoco la garrafa llena de un vino de color rubí: le habían dicho que en Roma el veneno estaba muy de moda. ¿Pero quién iba a querer matar a un pequeño canónigo prusiano, que ni siquiera era doctor en derecho?
«Sí —pensó— pero no un canónigo cualquiera…, el sobrino del obispo de Ermland, en situación difícil ante el rey de Polonia y ante los caballeros teutónicos». Buscó un calzador para quitarse las botas. No había. Se dispuso a tirar del cordón de la campanilla para hacer venir a la camarera, pero de inmediato se contuvo. De creer las cartas codificadas de su tío, las mujeres romanas eran casi peores que el veneno. Ninguna hetaira en el mundo tenía tanto talento como ellas para sonsacar en el lecho el más recóndito de los secretos de un hombre. Y su tío le había contado con desenfado cómo él mismo se había dejado engañar por una muchacha de un albergue, que además era demasiado delgada y alta para él, a quien gustaban las muchachas bajas y rellenitas.
Teniendo en cuenta aquellos consejos y recomendaciones, Nicolás se resignó a quitarse las botas él solo. La puerta se abrió, y entró sin pedir permiso un hombre con hábitos de canónigo.
—No me he oído invitar a entrar a nadie —dijo Copérnico en tono seco.
—Cómo, Nicolás, ¿es que no me reconoces? —contestó el visitante en polaco—. ¿Tanto he envejecido en veinte años? Bernard Sculteti…
Copérnico hizo una mueca que indicaba que el nombre no le decía nada.
—O mejor dicho, Soltysi —precisó el otro—. ¿No es la traducción exacta en latín? ¡Tu antiguo preceptor, hombre!
—¡Maestro Bernard! ¡Perdóneme! Tengo muy mala memoria para las caras. Y además, entonces llevaba usted barba.
—He tenido que sacrificarla a mis nuevas funciones, porque a Su Santidad Alejandro VI no le gusta que nadie lleve pelos en el mentón.
No era sólo la desaparición de aquel frondoso sistema piloso. El magro y famélico preceptor de antaño se había vuelto gordo y rojo, como la caricatura que el vulgo se hace de un canónigo.
—¿Qué funciones? —preguntó Copérnico, a pesar de que conocía perfectamente la respuesta.
—Represento al obispado de Ermland junto al Papa. Soy el delegado de monseñor. ¿Es que no te ha dicho nada tu tío?
—Nunca habla en sus cartas de cuestiones políticas, porque cree que aún no soy más que un bachiller atolondrado.
Era mentira, pero después de todo ¿no le repetía Lucas una y otra vez que desconfiara de todo y de todos? Por lo demás, Soltysi o Sculteti no pareció creerle porque, dejando el familiar tuteo con que se había dirigido a él, replicó, medio en serio medio en broma:
—En tal caso, será necesario que yo mismo le instruya. ¡Después del latín y la gramática, tendré que asumir el cargo de preceptor suyo en política! Para superar su desconfianza, monseñor Lucas me ha ordenado que le entregue este pliego.
Por cortesía, Nicolás dejó para otro momento la lectura de aquel mensaje, invitó a sentarse a Sculteti, y comentó con asombro:
—Las noticias corren aprisa en este país. Apenas he tenido tiempo de deshacer mi equipaje, cuando aparece usted como un diablo…
—Van incluso demasiado aprisa. Aún no habíais salido de Orvieto cuando ya toda Roma conocía el nombre y la función de todas las personas que acompañaban a Alejandro Farnesio. En particular, un astrólogo polaco del que se ha encaprichado su eminencia… ¡Usted, que afirma ser un político mediocre, ha dado un golpe maestro!
—¿Encaprichado? ¿Astrólogo? ¿Qué historias son ésas? No hubo ningún cálculo por mi parte, créalo —se indignó Nicolás—, y sólo la casualidad…
—¿Qué importa si hubo habilidad o candor por su parte? El resultado está ahí. Se encuentra usted en una situación excelente para poder aproximarse al Santo Padre. El tiempo urge, y por mi parte soy mal visto en la corte porque, hace ya cinco años de eso, aposté por los favores del cardenal Giovanni de Médicis. Pero…, tendré que importunarlo aún durante una buena hora. Por fortuna, tenemos con qué deleitarnos. Pruebe esto: es la fruta preferida de Fernando de Aragón, traída desde el Nuevo Mundo: el ananás. Su punto ácido casa a la perfección con los vinos tintos de sus dominios, tan bien concebidos. ¿Permite?
Y al mismo tiempo que engullía como si no hubiera probado bocado en una semana, el delegado empezó a describir la vida en Roma bajo el pontificado de Alejandro VI. La colina del Vaticano se había convertido en la guarida de una jauría de lobos, y era en aquella guarida donde tenía que penetrar Nicolás Copérnico. Pero había tenido suerte con aquel encuentro fortuito con Alejandro Farnesio. No tan fortuito, por otra parte, ya que el prelado consultaba con regularidad a Novara acerca de su destino astral. Farnesio había pagado muy cara su silla de cardenal. Para redondear la suma bastante consistente que había debido desembolsar, echó a su hermana Julia en los brazos del papa Borgia. Ante Farnesio, más rico aún que los Médicis, se abría un porvenir más grande aún que el de éstos, y Novara no había corrido demasiados riesgos al leerle en los astros un próximo trono de san Pedro.
Después de aquel informe, Sculteti se fue de forma tan furtiva como había aparecido, no sin recomendar antes a Nicolás que le avisara de inmediato, y sin intermediarios, a la menor alarma. Al quedar solo frente a la jarra y los platos que su visitante había vaciado, Copérnico se sintió excitado por aquella entrada en una nueva vida de acción y de peligros, y olvidó su resolución de concluir sin ruido sus estudios y regresar a su país para llegar a ser el Ficino del Báltico.
Se precipitó en la habitación contigua, en la que estaba acostado Novara, chorreando sudor y tembloroso de fiebre, escoltado por el médico personal de Alejandro Farnesio. El enfermo le tendió un salvoconducto del cardenal que le permitía entrar en la biblioteca vaticana, y luego le pidió que lo dejara solo. Copérnico se fue entre maldiciones a la complexión enfermiza de ciertas personas. Él mismo, como su tío, no sabía lo que era estar enfermo.
Pasó una semana impaciente paseando por Roma, solo, sin atreverse a entrar, a pesar de sus salvoconductos, en el recinto del Vaticano, por miedo a cometer algún error si se tropezaba con algún personaje comprometedor. Por esa razón limitó sus visitas a las ruinas antiguas, de las que trazaba bosquejos, o al campo. Y después, cuando Novara estuvo de nuevo recuperado, todo se desarrolló sin que Nicolás tuviera que hacer la menor gestión.
Fue así como se encontró a la mesa de su anfitrión, el cardenal Farnesio, en una cena de diez personas, una cena íntima para las costumbres fastuosas de aquel príncipe. Para presentar a su invitado, al que el resto de los presentes, a excepción de Novara, no conocía, Farnesio contó la manera ingenua y poco protocolaria con que le había abordado Nicolás en Florencia. Lo hizo con gracia suficiente para divertir a los otros, y con la delicadeza necesaria para no avergonzar a su víctima. Una víctima propicia, por lo demás, que reía con tantas ganas como los demás de su torpeza, y que se convirtió, como el país del que venía, en el centro de la curiosidad de todos, cuando el anfitrión hubo concluido su relato. Era obvio que aquellas personas de un refinamiento extremo imaginaban las regiones septentrionales como siniestros pantanos en los que vivían, en cabañas de troncos, gentes míseras vestidas con pieles de animales y que se alimentaban de raíces. Naturalmente, no dejaron traslucir nada, pero Copérnico advirtió con claridad en sus preguntas la condescendencia del civilizado hacia el bárbaro. Con habilidad recargó las tintas para darles la razón, aunque hizo una excepción con Cracovia al señalar que sus bellezas se debían a artistas italianos, y alabó también la prosperidad comercial de Danzig, y las posibilidades del obispado de Ermland de convertirse algún día lo dijo con la dosis de ironía precisa para que sus palabras fueran tomadas por un chiste en una Venecia del Báltico. Llegado a ese punto, tuvo conciencia de pronto de que la embajada que le había confiado su tío estaba ya en marcha. Así pues, se interrumpió para excusarse por su insípida charla de batelero del Vístula.
—Prosiga, querido amigo, prosiga —le rogó el cardenal—. Siempre me complace escuchar a los extranjeros hablar de su país natal, porque mis responsabilidades apenas me dejan lugar para viajar fuera de Italia. Sin embargo, no nos ha hablado de ese anacronismo de otras épocas, esos monjes guerreros, los «portaespada» o algo por el estilo… Si yo fuera el rey de Polonia, cosa que Dios no permita, imitaría a Felipe el Hermoso de Francia, que, hace ya varios siglos, hizo quemar a los templarios para apoderarse de su fortuna, por supuesto de acuerdo con el Papa.
Copérnico sintió una desagradable gota de sudor a lo largo de su espina dorsal. Era evidente que Alejandro lo estaba poniendo a prueba. El momento había llegado sin esperarlo, y maldijo a su tío. Carraspeó para aclararse la garganta:
—Felizmente, esos tiempos han pasado. Y además, los caballeros teutónicos no son tan ricos como para despertar la codicia de un rey. Por lo demás, gracias sean dadas al Señor, el Papa vive hoy en libertad en sus Estados, y no en Aviñón bajo la tutela de los monarcas franceses.
Aquella precisión histórica habría podido ser considerada una insolencia en un oscuro estudiante prusiano, pero no lo era en la boca del representante del obispado de Ermland, el papel que Copérnico había de representar en adelante. El cardenal hizo un gesto de aprobación y lo invitó a seguir hablando.
—Entre la orden de los templarios y la orden teutónica existe otra diferencia importante: unos tenían la misión de ir a combatir en Tierra Santa, y los otros la de reducir el paganismo aún subsistente en Prusia y en Moscovia. Ahora que los caballeros teutónicos, o «portaespada», como les ha llamado vuestra eminencia, han expulsado a los paganos en cuestión, no se entiende muy bien por qué razón siguen acantonados en las regiones septentrionales, a menos que se pretenda que luchen contra la iglesia bizantina del gran príncipe Iván de Moscú, cosa que no parece oportuna a mentes más lúcidas que la mía.
Con la excepción de Novara, un poco asustado al ver a su discípulo transformado en estratega, toda la mesa sonrió.
—Los caballeros teutónicos —siguió diciendo Copérnico, así estimulado—, a no ser que se los disuelva, estarían más en su lugar guerreando contra el Gran Turco y los sectarios de Mahoma que saqueando a los infelices campesinos polacos o arruinando el comercio.
Al oír aquellas frases enardecidas, el cardenal Farnesio aplaudió con la punta de los dedos, tal vez con alguna ironía, y dijo:
—Únicamente Su Santidad Alejandro VI puede predicarles la cruzada contra los sectarios de Averroes y de Avicena. El Año Santo le parecerá, según pienso, la mejor ocasión para hacerlo. ¡Le conseguiré una audiencia, san Nicolás de Cracovia!
Todos los invitados rompieron a reír. Copérnico se ruborizó, y sus uñas se crisparon sobre el mantel de fino encaje. ¡Pronto, era preciso reaccionar! Se forzó a reír a su vez y corrigió en tono humorístico, forzando su acento prusiano:
—No de Cracovia, vuestra eminencia, sino san Nicolás de Frombork en polaco, Frauenburg en alemán, de donde soy canónigo, una pesada carga para mis frágiles espaldas, y que apenas alivian mis quince colegas.
—¡Muy bien! —gritó uno de los convidados, que había formado parte del cortejo del cardenal hasta Roma y era secretario de la cancillería de Florencia, encargado de Asuntos Exteriores.
Nicolás lanzó interiormente un suspiro de alivio. Al representar aquella desenvoltura algo cínica, había corrido el peligro de perderlo todo. Y lo había ganado todo: una audiencia con el Papa. Se sintió agradecido cuando su maestro Novara intervino en aquel momento con la intención evidente de cambiar el rumbo de la conversación, en tono jovial:
—Me parece que vuestra eminencia se muestra injusto al sugerir que el señor Copérnico pone en el mismo saco a Mahoma, Averroes y Avicena. Sin los dos últimos, no habría tenido lugar la resurrección de las bellas artes y las bellas letras. Es curioso, a pesar de todo, que esos grandes matemáticos hayan podido desarrollar su obra en países que viven según el año lunar.
—Ya veo adonde quiere ir a parar, querido maestro —respondió el cardenal—. A esa famosa reforma del calendario que se reclama en todos los tonos. Hasta donde yo lo sé, Su Santidad aprovechará el año del jubileo para dar inicio a esa gran obra. Y por lo que me han contado, señor Copérnico, tiene usted más luces en ese terreno que en los asuntos de Estado. Tendremos ocasión de volver a hablar del tema, porque veo que estamos aburriendo a algunos amigos. Por ejemplo, el señor Maquiavelo está llorando de tanto contener sus bostezos.
Volvieron a hablar, y en numerosas ocasiones, en el curso de las reuniones semisecretas de la academia de Linceo, bajo la égida de Pitágoras y de Hermes Trismegisto.
Copérnico hubo de esperar varios meses antes de obtener una audiencia de Su Santidad Alejandro VI. Para eso había sido preciso que se retirara oficialmente a Sculteti su condición de representante del obispado de Ermland, y después que Lucas designara a su sucesor, su propio sobrino, lo que supuso un intercambio de correos secretos que se vieron obligados a viajar dando mil y un rodeos. En cuanto a Sculteti, cuya presencia en Roma ya no estaba justificada, prefirió prudentemente ir a reunirse, en la corte del rey de Francia, con sus antiguos protectores Giovanni y Pietro de Médicis. Antes de hacerlo, prometió a Nicolás dar un rodeo por Bolonia para saber algo de Andreas, de quien no tenían noticias ni su tío ni su hermano menor.
En el fondo, aquella espera de una audiencia convenía a Nicolás. En aquel año jubilar, cuantos personajes importantes poblaban el mundo habían acudido en peregrinación a Roma y parecían haberse dado cita en el palacio del cardenal Farnesio. La academia de Linceo celebraba sesiones diarias. Acudía allí una multitud, lo que parecía excesivo para personas que, a imitación de Pitágoras y de sus discípulos, recomendaban el secreto y reservaban el conocimiento y la verdad únicamente para los iniciados. Pero en aquel año de 1500 reinaba un ambiente de optimismo, y tal vez incluso de alivio, porque todo el mundo se reía un poco demasiado de los sermones del difunto Savonarola, que había profetizado aquella fecha como la del fin de los tiempos, con el rey de Francia en el papel de enviado de Dios. Pero no, el fin de los tiempos había quedado atrás, y todos eran conscientes de estar asistiendo a un renacimiento de la civilización.
De modo que a nadie asustó el anuncio de un eclipse de Luna, en noviembre, cuya descripción a Su Santidad Alejandro VI, al día siguiente, llevaría a cabo el astrónomo prusiano Nicolaus Copernicus. En efecto, nuestro héroe se había distinguido al contradecir a su maestro Novara, en una conferencia de éste sobre la necesidad o no de una reforma del calendario. Naturalmente, los dos cómplices se habían puesto antes de acuerdo para representar los papeles de un maestro demasiado prudente frente a un discípulo fogoso e impaciente. Y Nicolás no hubo de hacer ningún esfuerzo para criticar las fechas fijadas para los equinoccios de primavera y de otoño, así como los solsticios de invierno y de verano, que no se correspondían con la realidad, con diferencias de varios días. Concluyó diciendo que una buena reforma del calendario tendría que empezar por plegarse a las leyes de la naturaleza.
Aquello era simple sentido común, pero chocaba con la religión: los primeros reformadores cristianos del calendario juliano habían falseado las fechas de forma consciente: al trasladar el solsticio de invierno al 25 de diciembre, se erradicaba cualquier fiesta pagana al hacerlo coincidir con la natividad de Cristo. Luego cambió de tema, al reclamar que los navegantes que viajaban hacia las antípodas, al doblar la punta de África, realizaran nuevas observaciones sobre los movimientos celestes, ya que podían cambiar la faz del mundo y revelar la belleza de la obra creada por el Gran Artista, una obra desfigurada por demasiados falsos sabios.
—¡Reemplazar el sistema de Tolomeo! —exclamó Novara en un tono de falsa indignación—. ¿Pero… reemplazarlo con qué cosa? ¿Es usted quien va a ponerse a esa tarea?
—¿Quién soy yo para hacerlo, maestro? —replicó Copérnico con una modestia tan afectada que entre la asistencia hubo más de una sonrisa—. Permítame que me refugie detrás del mayor filósofo de esta época, el malogrado Marsilio Ficino. Por supuesto, conoce usted su Teología platónica: «¿Qué es Dios?», escribe. «Un círculo espiritual cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna. Pero si ese centro divino posee en alguna parte del mundo un asiento imaginario o visible desde el que actúa, es en el centro donde reina, como el rey en el centro de la ciudad, el corazón en el centro del cuerpo, el Sol en el centro de los planetas».
Nicolás se calló. El Sol en el centro de los planetas… ¡Justo después de haber denunciado el sistema de Tolomeo! Hubo un momento de vacilación en la asamblea, como si todos tuvieran miedo de comprender. Volvió a tomar asiento, después de saludar. La regla pitagórica exigía no aplaudir, y la audiencia comprendió por un gesto de Novara, que no ocultaba ya su satisfacción ante la brillante intervención de su discípulo, que la sesión había terminado. Una mano se posó en el hombro de Copérnico y una voz suave susurró a su oído:
—Hay muchos que piensan como usted, querido señor y tocayo. Pero sería preciso demostrarlo. Y demostrárselo a un príncipe lo bastante sabio para que no lo mandara a la hoguera…
Nicolás se volvió. Era el secretario particular del gonfaloniero de Florencia, representante de la República en Roma, Nicolás Maquiavelo.