Durante los dos años siguientes, Nicolás Copérnico esperó. Seguía inscrito en la Universidad de Cracovia, y a pesar de que jamás se presentó allí en ese largo período, todavía estaba apuntado en los registros de entrada y de salida, porque los amigos que el obispo conservaba aún en la capital se ocupaban de ello, con firmas falsificadas. Pero costaba caro. Además de pagar las inscripciones de los dos falsos estudiantes, era necesario recompensar adecuadamente a los «amigos» por su celo. Los huérfanos del rico mercader Copérnico, del que cuatro navíos surcaban aún el Báltico, no habrían tenido nada de qué preocuparse de no ser porque las rutas del sur empezaban a cerrarse debido a las estocadas que el Gran Turco Bayaceto II lanzaba contra los venecianos y los vieneses.
Pero había algo todavía más inquietante: Andreas. En cuanto llegó a la mayoría de edad, el mayor de los Copérnico decidió suprimir la tutela de su tío y ocuparse personalmente del negocio paterno, del que era único heredero por derecho de primogenitura. Nadie puso objeciones porque, aunque no había mostrado ninguna aptitud para los estudios, bien podía encontrar su vocación en el comercio. Marchó pues a Thorn, donde se encontraba la sede de la casa Copérnico e Hijos. Muy pronto llegaron noticias de que estaba desbaratando la buena marcha de la empresa. Despilfarraba el dinero, y había derribado la casa familiar para construir en su lugar una especie de palacio a la italiana. Al cabo de algún tiempo, anunció en una carta a su hermano menor que marchaba de viaje a España, porque tenía el proyecto de establecer lazos comerciales sólidos con Castilla, ahora que se abría la ruta del Poniente hacia Catay, la tierra del oro y las especias. Nicolás y su tío no habrían tenido nada que alegar, pero sus amigos de la Hansa les advirtieron de que con sus extravagancias Andreas iba derecho a la bancarrota. Eso regocijaría a los enemigos del obispo de Ermland y les proporcionaría armas suplementarias contra él. ¿Qué hacer? ¿Un consejo de familia?
Mientras tanto, era necesario cuidar del porvenir de Nicolás. Un porvenir que el obispo había fijado ya con claridad: su sucesión, o bien otro obispado en la región. No faltaban posibilidades, pero el camino iba a ser largo. Era posible liberar rápidamente dos plazas de canónigo en Frauenburg, porque sus dos ancianos titulares no iban a vivir mucho tiempo más. Aquel puerto floreciente, abrigado en lo que sus habitantes llamaban las bocas del Vístula pero que no era sino la desembocadura de uno de sus afluentes, estaba bien protegido por una barra arenosa de las violentas tempestades del mar Báltico, y tenía sobre Danzig, su rival, otra ventaja aún: la de no quedar bloqueado por los hielos más que hasta unas semanas después que aquél. Además, los dos grandes puertos hanseáticos no correspondían a la misma jurisdicción, porque Danzig dependía directamente de la administración real, en tanto que Frauenburg estaba bajo la jurisdicción directa del obispo de Ermland. Este último estimulaba a los barcos mercantes, a través de numerosas exenciones de impuestos, a echar el ancla allí.
La plaza de canónigo era muy solicitada. Había dieciséis, y dos de ellos estaban moribundos. El nombramiento para el cargo puede hacernos sonreír hoy en día a reformados como nosotros. En efecto, un mes era el Papa quien designaba al nuevo titular, y al mes siguiente era el obispo. Por tanto, se esperaba día a día con impaciencia la muerte de un canónigo, y en algunos casos incluso se apresuraba un poco. Y en la cabecera del moribundo, en el palacio episcopal y en los vestíbulos romanos, eran muchos los que anudaban intrigas con el fin de obtener, para sí o para algún familiar, aquella sinecura ricamente dotada. Pero el obispo Lucas no abrigaba grandes preocupaciones al respecto. Sabía que Alejandro VI tenía otros asuntos a los que atender: la invasión francesa, las predicaciones del monje Savonarola, los reyes españoles y el monarca portugués que le pedían que dividiera la Tierra en dos siguiendo un meridiano, para que una parte correspondiera a Isabel de Castilla y la otra a Juan II el Perfecto.
Lucas, que por lo común era un político sutil, se equivocó por una vez. Cuando por fin falleció uno de los canónigos de Frauenburg, era el mes del Papa. Aún no se había enfriado el cadáver y el obispo de Danzig envió un emisario a Roma, con las alforjas repletas de suntuosos regalos. El emisario no tardó en regresar con la nominación de su candidato, el hijo de uno de los mercaderes más importantes de su obispado.
Lucas no le guardó rencor, había sido en buena lid, y se recriminó en secreto su negligencia. En cuanto al otro canónigo de Frauenburg, no se decidía a morir. Se diría incluso que le divertía hacer esperar de aquella manera. El obispo de Ermland acarició la idea de abreviar sus sufrimientos, pero prefirió tener paciencia. Dos muertes tan seguidas en su diócesis provocarían murmuraciones. Mientras esperaba, sería necesario dotar a su sobrino menor, puesto que éste, a sus veintiún años, no era nadie aún a los ojos del mundo, mientras que el obispo tenía puestas en él muchas esperanzas. Supo que había una plaza que quedaba libre, en Silesia. ¡Buena suerte! El príncipe obispo de aquella región era uno de sus mejores amigos. Así fue como Nicolás Copérnico se convirtió en escolástico de la iglesia colegial de la Santa Cruz de Breslau. Una bonita prebenda.
—¿Cuándo tendré que ir a enseñar allí, tío?
La pregunta hizo que Lucas soltase una carcajada que sacudió sus hombros robustos.
—Sabía que eres ingenuo, mi buen Nico, pero no me hagas creer ahora que eres tonto. Si algún día viajas a Breslau, será para disfrutar de los atractivos de esa bonita ciudad o por alguna misión diplomática. ¡Hasta entonces te quedas aquí, y ten paciencia! Las cosas con las que sueñas, las que yo sueño para ti, llegarán a su tiempo. ¡Confía en tu tío Lucas!
Paciencia… ¿Cómo tenerla en aquella ciudadela siniestra? La biblioteca era de una exigüidad espantosa. En sus cartas a los amigos de Cracovia, Nicolás suplicaba que le enviaran libros, las novedades…, y siempre le parecía que tardaban en contestarle, que lo olvidaban desde sus brumas y sus marismas.
Poco después de su regreso de Cracovia, había sabido por el barón Glimski que la residencia de su tío en la capital había sido enteramente saqueada por ladrones. Lo que más le entristeció fue la pérdida de su astrolabio de Nuremberg. Entonces, con algunas tablillas de madera se fabricó una ballestilla, con su regla graduada y su visor. Ese instrumento, formado por dos varas dispuestas perpendicularmente en forma de cruz, de manera que la vara más corta, o sonaja, pueda resbalar sobre la otra, permitía medir la altura de los astros, y en consecuencia la latitud del lugar de observación; permitía también mediciones topográficas, por ejemplo la altura de un edificio o su distancia. Pero los errores de observación eran considerables, y Copérnico no insistió.
Por fin, al cabo de un largo año, murió un canónigo de Frauenburg. No era el esperado, y las circunstancias de la muerte, una caída de caballo, fueron lo bastante extrañas para que algunos murmuraran que no había sido accidental. En cualquier caso, la plaza vacante llegó oportunamente, en un mes par; así pues, correspondía al obispo nombrar al sucesor.
Cuando su tío le anunció la noticia de su nombramiento, Nicolás no pudo reprimir un suspiro. La perspectiva de acabar sus días en un puerto en el fin del mundo no tenía el menor atractivo para aquel joven de veintidós años, siempre activo, con el alma hirviendo de ideas audaces, ávida de saberes, de conocimientos, de sapiencia, y las piernas y la mirada impacientes por descubrir horizontes nuevos.
—¿Cuándo debo partir para instalarme allá abajo? —preguntó a Lucas, subrayando el tono desdeñoso en el «allá abajo».
—¿Instalarte? ¡Bromeas, muchacho! ¿Crees que voy a confiar mi catedral de Frauenburg a un novato ignorante, sin ningún título de derecho canónico?
El novato miró al obispo con una expresión tal de asombro que Lucas se retorció de risa en su sillón. Enjugó una lágrima, recuperó su aire solemne y dijo:
—Nos trasladaremos «allá abajo», como tú dices, mañana mismo, para presentarte a tus quince futuros colegas. Serás muy humilde y respetuoso. Luego firmaremos en el registro, cosa que te permitirá cobrar tus rentas… A tu edad, muchacho, no puedo permitirme seguir teniéndote a mi cargo…
El obispo hizo una pausa, con los ojos brillantes de malicia, y luego continuó:
—Después haremos que el capítulo me conceda para ti un permiso de tres años. ¡Sólo faltaría que me lo negaran!
—Tres años, pero entonces qué… —tartamudeó Nicolás, que no entendía nada.
—¡Y entonces, bobo, haces las maletas, y en marcha a Italia!
Nicolás estuvo a punto de desmayarse de alegría. ¡Italia!
La escolta mandada por Philip acompañó a Nicolás hasta Thorn, donde el peligro teutónico quedaba ya a sus espaldas. Copérnico no pasó más que una noche en una posada de su ciudad natal, porque la casa de su infancia estaba cerrada: al parecer, Andreas seguía aún en algún lugar entre Sevilla y Lisboa.
Al amanecer del día siguiente cruzó las murallas, finalmente solo, finalmente libre en medio del camino. Solo…, pero no del todo. Su tío le había asignado un servidor, un coloso de rostro aplastado y lampiño al que llamaban Radom. Y Nicolás se preguntaba cómo las gruesas manazas de su nuevo criado podrían planchar sus camisas y almidonar sus cuellos. La víspera, había intentado saber algo más sobre el que iba a ser su compañero en aquel largo viaje. Sólo pudo extraer de él algunos monosílabos, casi gruñidos. En el fondo, en aquel templado amanecer estival, montado en su caballo francés, con la espada de canónigo-gentilhombre colgando de la grupa de su montura, se sintió satisfecho de la presencia invisible que lo seguía. Radom sabía hacerse olvidar tanto como la mula cargada con el equipaje que completaba su pequeño séquito. Nicolás Copérnico estaba solo, era libre, era feliz: viajaba.
Claro está que formaban parte de una caravana de mercaderes fuertemente armados que se dirigían a Nuremberg, pero que no intentaron intimar con quien sabían que era pariente de un personaje poderoso. Y Nicolás se alegró de que no se hubieran sumado a ellos otros estudiantes.
Después de las verdes llanuras, interrumpidas por lagos alargados con reflejos de estaño, el paisaje se hizo más quebrado, menos monótono. Penetraban en Sajonia. Dresde era bella, y el aire era allí increíblemente tibio y dulce. Luego cruzaron la selva de Turingia, una cresta larga y fina que descendieron sin tener la impresión de haberla subido antes.
Nicolás aprovechaba las largas horas de camino para ejercitar sus dotes de dibujante. Italia era considerada a justo título como el país más adecuado para despertar la imaginación y perfeccionar el gusto, por la magnificencia y la variedad de sus monumentos, por la belleza del cielo, por la grandeza de sus recuerdos históricos y el esplendor de las artes. Nicolás siempre había considerado que, para poder apreciar una obra maestra de la pintura, la escultura o la arquitectura, era necesario familiarizarse con el cultivo de esas artes. Además, el viaje a Italia era un excelente motivo para anotar sus impresiones, conservar el recuerdo de los lugares más bellos y esbozar planos topográficos.
Finalmente, un día apareció, en el corazón de sus bosques imperiales, la ciudad de Nuremberg con su ejército de techos de tejas pardas y rosadas lanzándose al asalto del poderoso castillo colgado de su risco, en la dirección indicada por el alzarse de los cien chapiteles de encaje de las torres de sus iglesias, en lo alto de las cuales relucían esferas y veletas doradas. Cuanto más se aproximaba a sus gruesas murallas, más forjas se alineaban a ambos lados del camino empedrado. Las aguas turbulentas del Peignitz hacían girar los álabes de los molinos y levantaban los pesados martinetes jadeantes.
Bajo la puerta monumental del fielato, los guardianes se limitaron a una ojeada maquinal a los pasaportes que les tendió Copérnico. Una sola moneda de bronce bastó para franquearle la entrada, a lo que se añadió un amable: «Bienvenido a la ciudad libre imperial de Nuremberg». Encantado por el recibimiento, Nicolás preguntó entonces cuál era el mejor albergue de la ciudad. Un sargento le indicó uno regido por su cuñado, por supuesto. Cortésmente, el caballero simuló escuchar las explicaciones de su interlocutor, al tiempo que se juraba a sí mismo que no iba a incurrir de nuevo en el error cometido en otras etapas, de darse cuenta demasiado tarde de que el supuestamente cómodo alojamiento era en realidad un cuchitril. De todas maneras, había preparado cuidadosamente el viaje con su tío, que parecía haber visitado todas las ciudades del mundo. Pero allí no tenía el menor deseo de ir a alojarse en casa de tal canónigo, tal magistrado o tal miembro del consejo reducido de las veintitrés familias que eran, por fuerza, los mejores amigos del obispo.
No, en Nuremberg lo adecuado era un albergue, como en Cracovia el colegio. Allí todo era trabajo, industria y riqueza. Y alegría también. En todas las ventanas, en todos los mostradores, se oía cantar al ritmo de las herramientas que martilleaban el cobre, la plata, el hierro. En la plaza mayor, Nicolás optó por el albergue Las Armas de Venecia. Saltó del caballo e hizo seña a Radom de que descargase la mula.
—Pero monseñor el obispo nos había dicho, señor, que fuéramos a alojarnos en casa de su excelencia Ulman von Stromer, en el Ayuntamiento —objetó el criado con una voz de incongruente agudeza para un cuerpo tan enorme.
—¿Ahora resulta que hablas? Sí que es una novedad. Así podrás tranquilizar a mi tío, espía de opereta; iré a visitar al burgomaestre cuando me entren las ganas de hacerlo.
—Pero monseñor el obispo…
—¡Basta! Ahora monseñor el obispo está lejos, y yo soy tu único amo. Lleva los caballos a la cuadra. Voy a pedir una habitación.
Libre, sí, se sentía libre de su tío y del resto del Universo. El albergue era espléndido, y las habitaciones, amplias.
Esperó dos días antes de ir a visitar al burgomaestre, el gran amigo del tío Lucas. En cambio, de inmediato solicitó ser recibido por la persona de la que su maestro en Cracovia le había hecho grandes elogios, y a la que su condiscípulo bávaro había comprado el notable astrolabio de cobre: Martin Behaim.
Nicolás había esperado ser recibido por un anciano encogido y envuelto en su batín, de ojos lacrimosos detrás de sus lentes, a fuerza de escudriñar pergaminos y de observar el cielo. Así se imaginaba a quienes tenían por oficio trazar los mapas geográficos y fabricar instrumentos de medición. Una opinión que se confirmó cuando una criada jorobada y coja lo introdujo en un gran edificio que olía a limpio y a cera, en una calle que desembocaba en la plaza en la que estaba su albergue. Le condujo hasta el patio trasero, casi enteramente ocupado por una larga nave de ladrillo y dominado por una chimenea alta como la de las forjas o los obradores.
Se sorprendió, y de inmediato se sintió empapado de sudor. En aquel mediodía canicular, entró en una larga estancia sin divisiones en cuyo extremo, en un hogar, una marmita ennegrecida parecía a punto de explotar, alimentada por un fuego muy vivo. A un lado se amontonaban herramientas diversas, escuadras, rollos de papel. En el centro chirriaba un torno, accionado mediante un pedal por un hombre semidesnudo que le daba la espalda. Una espalda ancha, musculosa y peluda. Martin Behaim se dio la vuelta cuando le anunciaron a su visitante. Iba vestido únicamente con un calzón de tela basta de color gris, y un delantal de cuero, como los de los herreros. Su rostro quedaba oculto por una amplia barba en abanico, muy oscura aunque atravesada por algunas mechas plateadas. Bajo las cejas tupidas lo miraban unos ojos de color verde esmeralda, relucientes hasta dar miedo. Se levantó de su taburete, se limpió las manos sucias de hollín en el delantal y sacudió con vigor las de Nicolás.
—¿De modo que tú eres el famoso Copérnico? No te asombres, el viejo Brudzewo se ha deshecho en elogios… Según él eres un pozo de ciencia, un prodigio capaz de jugar con Euclides como un malabarista con sus bolas. ¡Un nuevo Pitágoras, un Tales resucitado!
Copérnico intentó protestar con modestia. Estaba estupefacto al saber que su maestro había hablado así de él, nada menos que en Nuremberg. Desde luego, era consciente de sus aptitudes en esos campos y en otros, pero pensaba que en definitiva estaban en proporción con el nivel bastante mediocre de la universidad polaca. Mientras Behaim evocaba sus encuentros y su correspondencia con Brudzewo y con otras personas cuyo nombre desconocía Nicolás, atrajo su atención un extraño objeto colocado sobre una mesita en un ángulo de la estancia: una esfera de un codo de diámetro, atravesada por un eje y pintada de colores vivos.
—¿Estás mirando mi globo? —preguntó Behaim, sin molestarse al ver que el bachiller había dejado de escucharlo.
—Sí, me preguntaba…
—¡Pues es la Tierra, señor Copérnico, nuestra madre la Tierra!
Sin pedir permiso, Nicolás se puso en pie y se acercó a la esfera. Sí, era la Tierra. En ella estaba dibujada la Cristiandad, con las banderas de cada una de sus naciones, y España lanzando su león ibérico hacia el mar tenebroso; debajo, África y sus animales fabulosos, y a lo largo de sus costas las oriflamas portuguesas…
—¿Puedo…? —pidió Nicolás, encogido por una timidez que tenía todas las características de un terror sagrado.
—¡Adelante! Hazla girar, está hecha para eso. Ese eje es una invención mía de la que me siento muy satisfecho, porque los globos hechos por mis colegas eran fijos, y por tanto difíciles de manipular. Por lo demás…
Con precaución, Copérnico posó el dedo índice, al azar, muy arriba, en la bahía de Danzig. La gran esfera empezó a pivotar poco a poco sobre sí misma, bajo su arco de círculo graduado: Tierra Santa, el reino supuesto del Preste Juan, las Indias, Catay, el océano de nuevo con sus islas Antillas y el archipiélago de San Ronán, y Europa quedó de nuevo situada debajo de su dedo.
—Por lo demás —prosiguió Behaim, muy divertido por el asombro extático de su visitante—, sólo lo guardo como un recuerdo de mi estancia en Lisboa, porque no es en absoluto verídico.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Si lo permites, tengo mucho apetito. ¿Compartirás mi desayuno? Pero antes me pondré un vestido un poco más decente. Mientras tanto, puedes consultar esto. Son las tablas astronómicas de mi difunto maestro Johann Müller, cuyo nombre latino es Regiomontano. Puedes quedártelas, tengo tantas copias que no sé qué hacer con ellas. Se las ofrezco a todos mis visitantes.
El almuerzo fue delicioso y estuvo muy bien regado. Nicolás sólo lamentó que la col fermentada y cortada en tiras finas no estuviese acompañada más que por cordero y pollo, en lugar de cerdo, como él prefería. También se asombró de que el dueño de la casa no recitara el menor bendícenos Señor ni trazara la señal de la cruz sobre el pan antes de partirlo para los demás comensales. Porque, además de la joven esposa de Behaim, menuda, de ojos enormes y rasgos extraordinariamente finos, que el geómetra se había traído seis años antes de Portugal, también se sentó a la mesa un hombre de aproximadamente la misma edad que Copérnico, con barba y larga cabellera rubia, y que parecía abrumado por una tristeza infinita. Aquel Alberto Durero, grabador de oficio, hablaba poco y sentía por Behaim una ternura filial no exenta de una ironía amable.
—Ay, señor Copérnico, usted tampoco se librará —suspiró cómicamente cuando su anfitrión, ante las preguntas de Nicolás, se dispuso a contar la historia de su globo terrestre y algunas otras de sus aventuras y peregrinaciones.
Unos quince años antes, Martin Behaim era conocido en la Cristiandad como el principal discípulo del maestro indiscutido de la geometría y de la astrología, el difunto Regiomontano de Nuremberg. A ese título el infante de Portugal, el futuro Juan II el Perfecto, lo llamó a su lado, para lanzarse de nuevo al asalto del paso por el sur de África que conduciría a las Indias.
—Lisboa era entonces la nueva Jerusalén. Sajones, bávaros, florentinos, venecianos, genoveses, normandos, maestros de obras, geómetras, banqueros… ¡Ah, inventábamos los mejores procedimientos para la navegación, alegres, con las palabras de todos los reinos del mundo, en una feliz torre de Babel! Y las mujeres, ¡ah, las mujeres! Por supuesto, todos sus maridos estaban en el mar. Oh… Disculpe, Umbellina.
—Naõ faz mal, Martin —respondió la esposa de Behaim con una sonrisa infantil puntuada por un guiño malicioso.
Luego Martin Behaim también se hizo a la mar, a su vez. Bordeó las costas de África y se adentró en un río que creía que era el paso hacia las Indias. En vano. Su carabela, mandada por el capitán Diogo Cao, regresó a Lisboa. Durante varios años trabajó con dos genoveses, los hermanos Colón, trazando mapas y portulanos. El mayor de los dos hermanos, Cristóbal, pidió a Behaim que construyera aquel globo para demostrar al rey Juan que, entre el oriente de Asia y el occidente de Europa, no había más que un mar muy pequeño, y que cruzarlo sería mucho más fácil que buscar un hipotético paso por el sur de África.
—Ese globo que tanto has admirado hace un instante es una mentira, querido Copérnico. Redujimos los grados de Tolomeo, alargamos considerablemente África, inventamos las islas de Antilla y Cipango, para mejor convencer al monarca de que fletase navíos con los que poder hacer la travesía.
Pero las cosas no ocurrieron como habían previsto. Juan II dudó hasta un día en que convocó a Colón y Behaim. Uno de sus marinos, Bartolomé Dias, acababa de regresar a Lisboa con la mayor discreción: había descubierto el pasaje hacia el este. ¿Para qué, por tanto, lanzarse a una peligrosa expedición hacia poniente? Colón se fue entonces a ofrecer sus servicios a la reina de Castilla. En cuanto a Behaim, como todos los demás cartógrafos y geómetras extranjeros, se convirtió en sujeto de desconfianza en Portugal, al sospecharse, no forzosamente sin razón, que vendía portulanos cada vez más precisos a otras potencias rivales, en particular Castilla y Francia. Se le prohibió salir del país, pero finalmente consiguió huir clandestinamente y regresó a su ciudad natal de Nuremberg.
—¿Pero por qué no siguió a Colón? —preguntó Copérnico.
—Porque las personas de mi raza, querido amigo, incluso los convertidos a Cristo, no somos bien vistos en la nación de Isabel la Católica.
Hubo un silencio un poco embarazoso que Durero acabó por romper:
—¿Cuándo seguirá usted su viaje a Italia, señor Copérnico?
—Caramba, pensaba prolongar mi estancia aquí. Esta ciudad es tan bella…, y sus habitantes tan hospitalarios y tienen tantas cosas que enseñarme.
—Figúrese —dijo entonces Behaim— que Alberto y yo tenemos que viajar, él a Padua y yo a Roma. Saldremos dentro de dos semanas. A menos que nuestra compañía te resulte importuna…
Fue así como un hermoso día de agosto de 1496, Nicolás Copérnico, Alberto Durero y Martin Behaim, después de cruzar el puerto montañoso del Brenner y descender a lo largo del valle del Adigio, entraron en Verona. El viaje había sido para Nicolás una constante maravilla. Alberto Durero, el bello taciturno, hablaba más con su carboncillo que con la boca. De camino, a pesar del movimiento de su montura, bosquejaba sin parar fragmentos de paisaje en sus cuadernos: montañas, ríos, cabañas que parecían más reales que su modelo. Intimidado ante aquel maestro, Copérnico no se atrevía a sacar sus propios lápices, de los que antes tanto se había servido. Cuando paraban para pasar la noche, Durero dibujaba los rostros de los clientes del albergue. Luego se dedicó a retratar a Copérnico. Lo representó en la forma de un ángel, sentado, sumido en una terrible meditación y contemplando diversos instrumentos de geómetra y rollos de pergamino, con un perro acostado a sus pies que no se sabía si dormía o estaba muerto. ¿Cómo aquel hijo de un orfebre de Nuremberg había sabido encontrar la verdad profunda de un hombre al que apenas conocía? Un ángel pintado a su imagen parecía presa de vértigo ante la inmensidad de los misterios y de los secretos del Universo que debía aún desvelar.
—¿Por qué me has pintado tan triste, Alberto? ¿Soy en realidad un compañero tan siniestro?
—Triste no, Nicolás. Melancólico, que no es lo mismo. Melancólico…
Y el pintor enrojeció por haber sido tan indiscreto. Sin embargo, en los lienzos que le había enseñado Durero en Nuremberg, Copérnico no había detectado ninguna timidez, muy al contrario. Uno de ellos le había llamado especialmente la atención. El pintor se había retratado a sí mismo solo, orgulloso, radiante como un Cristo en majestad. Pero era el artista quien se colocaba así en primer plano, y no un dios o un príncipe. ¿El artista? ¡Más aún! El hombre. Al contemplar aquel cuadro, Nicolás había sentido humedecerse sus ojos. También él algún día se representaría así, cuando hubiera perfeccionado su toque de pincel. También él sería algún día un artista en majestad.
Behaim era el polo opuesto de su joven compatriota, y sin embargo los dos hombres parecían compenetrarse a la perfección. Martin era tan hablador como callado era Alberto. Hablador, pero nunca charlatán. Era un contador de historias. Evocaba alguna anécdota de su viaje africano, y sus oyentes creían escuchar los tambores de los negros y los gritos de las fieras en la selva. Sus conocimientos eran universales y de su boca, como de una fuente, brotaban sin cesar teorías audaces, en ocasiones incluso blasfemas. Por ejemplo, afirmó enérgicamente que las islas descubiertas por Colón no eran las Indias, sino un gran continente, un Nuevo Mundo. De hecho ésa era la razón que lo llevaba a Roma, para ayudar al Papa en el reparto del mundo que suponía un incesante litigio entre España y Portugal, porque al parecer esta última nación había rebasado el meridiano y descubierto, en las aguas otorgadas a Castilla, inmensas tierras que no eran ni islas ni Catay. Las había descubierto un navegante florentino, hábil cartógrafo y muy amigo de Behaim, Américo Vespucio. A pesar de la prohibición de Juan II el Perfecto, Vespucio había informado de su descubrimiento a Alejandro VI y al gran duque de Médicis.
Al oír aquellos secretos maravillosos, Nicolás se dijo que también él, algún día, se embarcaría y partiría en busca del país del oro y las especias.
Alberto Durero se separó de ellos en Verona, después de grandes abrazos y juramentos de amistad eterna. Martin y Nicolás cruzaron después las ricas llanuras lombardas. La invasión francesa no había dejado huellas, y desde el borde del camino las segadoras lanzaban a los dos viajeros piropos atrevidos que no tenían otro objetivo que hablar en su bella lengua, por el placer de hablar.
Nada más llegar a Bolonia, Martin Behaim se mostró más preocupado, más silencioso. Cuando Nicolás le preguntó la razón de ese cambio de humor, le respondió:
—Dudo, amigo mío, dudo. ¿Sé quién eres en realidad? Sin duda un hombre de gran talento y sabiduría. Pero… ¡Precisamente! Tanta ingenuidad y tanta sapiencia a la vez pueden ocultar otras muchas cosas. Al principio tenía la intención de presentarte a personas que…, ¡pero no! No te conozco lo bastante.
—Pues bien, adiós, maestro —respondió Copérnico en un tono más bien seco—. Nuestros caminos se separan aquí.
Y se dispuso a marcharse.
—Espera, amigo mío, no te enfades. Esperaba tu disgusto, y es la prueba de tu sinceridad. Pero ya ves, vivimos en una época en la que gentes como nosotros nos vemos obligados a desconfiar el uno del otro.
Nicolás no resistió, porque sabía que su compañero de viaje conocía a mucha gente en Bolonia y le ahorraría de ese modo buen número de trámites, de esperas, de peticiones de audiencia rechazadas. Y pensaba además que todas las recomendaciones con las que le había cargado su tío le servirían de poco: todo un mundo separaba Ermland de la Emilia. Un mundo que ya no le importaba, ofendido como estaba por la repentina desconfianza de Behaim; y las anchas avenidas boloñesas bordeadas por las arcadas de espléndidos palacios de colores alegres no recibieron su admiración, sino su enfado. Verona y Mantua habían bastado para entusiasmarlo. Y sintió además la amargura que nos asalta al final de un largo viaje, una amargura teñida de alivio y de temor.
Por la mañana del siguiente día, Behaim lo sacó muy temprano de la cama. Nicolás había pasado una mala noche, aunque el albergue era el mejor de la ciudad, y el lecho blando. De modo que, cuando salieron a la calle, estaba de pésimo humor, al contrario que Martin, que canturreaba. Cuando se acercaban a la universidad, Nicolás gruñó:
—Ya sabes, Martin, que desde hace mucho tiempo no necesito que un preceptor me acompañe a la escuela. Y además, tengo el estómago vacío. No me has dejado tiempo ni siquiera para tomar una sopa y un mendrugo de pan.
Behaim simuló no haber advertido la grosería de su compañero, y dijo en tono alegre:
—Querido amigo, voy a presentarte a uno de los mejores astrónomos y geómetras de nuestra época, que supera incluso a mi maestro Regiomontano o a Nicolás de Cusa. Posee unos instrumentos de observación sin igual. Debo añadir que quien se los ha fabricado es este humilde servidor tuyo.
Domenico Maria Novara era un hombre pequeño y enfermizo que vivía no lejos de la universidad, en una casa que, a los ojos del ingenuo joven de Thorn, más parecía la de un príncipe que la de un profesor. Martin y él se abrazaron como amigos íntimos. Nicolás se sintió herido en su amor propio cuando Behaim le presentó, con desenvoltura, como «el señor Copérnico, un compañero de viaje que viene a estudiar a Bolonia». Decididamente, aquel comerciante de mapas e instrumentos de marina se tomaba demasiadas libertades con él, un canónigo del capítulo de Frauenburg.
Y de hecho, después de los cumplidos de rigor y del relato de un viaje sin historia, más las noticias sobre la salud de personas cuyos nombres no decían nada a un Copérnico convertido en invisible, Novara y Behaim se enzarzaron en una discusión quisquillosa sobre el precio de un nuevo astrolabio perfeccionado por Behaim y que había traído expresamente para Novara en sus alforjas. Más aún, ni siquiera tuvieron la cortesía de expresarse en latín, sino en toscano, una lengua que Nicolás apenas comprendía. Cuando llegaron a un acuerdo y Behaim rebajó considerablemente sus pretensiones a cambio de información sobre las costas africanas, finalmente se dignaron hablar de Nicolás.
—El señor Copérnico no es tan sólo el más encantador de los compañeros de viaje —dijo entonces Behaim con su sempiterno tonillo irónico—, sino además un notable astrónomo y geómetra. Por lo menos, hasta donde pueden juzgarlo mis escasos conocimientos en tales materias. Tendrá usted en él a su mejor discípulo. No le he hecho la ofensa de incluirlo en nuestra negociación, pero créame que muy bien habría valido algunos portulanos de nuestro amigo Vespucio.
Novara se volvió entonces a Nicolás, como si lo viera por primera vez, lo examinó de pies a cabeza y le preguntó en latín:
—¿Has aprendido el griego?
La lengua de Cicerón, desembarazada de retorcidas fórmulas de cortesía, permitía que los dos hombres se encontraran en un plano de igualdad, a pesar de las diferencias de edad y de posición.
—Por desgracia no, porque en Cracovia es considerada aún, como el hebreo, una lengua diabólica. Peor aún, como la del Gran Turco.
El profesor apreció la respuesta con una sonrisa.
—Cracovia… ¿Da clases todavía Brudzewo? ¿Has leído su Comentario sobre las Teóricas de Peurbach?
—No a la primera pregunta. Ya no da clases. Sí a la segunda —respondió Nicolás con una irreverencia calculada—. Con el cambio de reinado, la cátedra de matemáticas fue suprimida. La enseñanza de Euclides y de Tolomeo debe parecerle a nuestro nuevo monarca incompatible con la preparación de la cruzada.
—¡Nada de política, por favor! Por lo demás, en Bolonia las matemáticas y la astronomía siguen sin contar con una cátedra, a pesar de mi petición y de la de algunos otros colegas. A la universidad más antigua de Italia le cuesta moverse. Pero te lo ruego, ¡nada de política! Imita a tu tío en las cosas que hace bien, y no en las que hace mal.
—¿Mi tío? ¿Monseñor de Watzenrode? No comprendo.
—Cuando Lucas desgastaba los fondillos de sus calzones en los mismos bancos que yo, aquí en Bolonia, ponía más empeño en reclamar de su rector ventajas para los estudiantes de la «nación alemana», de la que formaba parte, que en disertar sobre san Agustín. En cambio, era un compañero muy alegre.
Y Novara observó con ojos maliciosos el efecto de sus palabras en su interlocutor. Había dado en el blanco, Copérnico estaba con la boca abierta de par en par. Acababa de darse cuenta de que no sabía nada acerca del obispo de Ermland, de sus estudios en Bolonia, de su juventud… Y por fin tomó conciencia de que, desde que Lucas lo adoptó, su camino estaba trazado inexorablemente: un día, sería su sucesor. Una vaharada de revuelta le subió a la garganta.
Martin Behaim marchó al día siguiente a Roma, cuando había previsto que su estancia en Bolonia se prolongaría una semana. Pero Novara le informó de que en Florencia un monje fanático llamado Savonarola había sublevado al populacho y expulsado de la ciudad a los príncipes de Médicis. Los artistas y los sabios habían dejado de ser personas gratas en aquella infeliz urbe. De modo que, para llegar a Roma, el viajero tendría que hacer un largo rodeo por Pisa y seguir luego la costa.
Por su parte, Copérnico fue a inscribirse en la universidad, en el seno de la «nación alemana», que tenía un colegio y un rector propios. Decidido a tomar su destino en sus propias manos, visitó de nuevo a Novara y le pidió, como era costumbre en Italia en aquellos tiempos, que le alquilara una habitación en su casa, declarando de ese modo que sus estudios se centrarían esencialmente en las artes profanas, la astronomía, las matemáticas, el griego y las lenguas orientales. Novara lo interrogó largo tiempo sobre sus conocimientos y sus aptitudes, pero su decisión estaba tomada desde su primer encuentro. En aquella universidad en la que reinaba el derecho como amo absoluto, los cursos de griego estaban poco concurridos, e incluso llegaba a suceder, según expresión algo amarga de quien iba a ser en adelante el maestro y casero de Nicolás, «que Sófocles se representara con el teatro vacío». Fue así como Copérnico tuvo derecho, no a una habitación, sino a todo un piso de la casa de Novara. Y despidió a Radom de vuelta a Polonia con una carta dirigida al obispo, muy respetuosa pero en la que se traslucía cierta insolencia, porque anunciaba que cuando acabara el curso en Bolonia, su sobrino iría a inscribirse en Padua para convertirse en médico.
Lucas tuvo la habilidad de no oponerse frontalmente a esa vocación repentina que presentaba todos los síntomas de una rebelión, de una manera de sacar los pies del tiesto. Muy al contrario, en su respuesta lo animó a seguir ese camino hasta el final, y le aseguró que ejercería toda su influencia sobre el capítulo de Frauenburg para conseguir la prolongación del permiso tantas veces como fuera necesario, a fin de que Nicolás pudiera seguir percibiendo su renta. Era una manera de recordar a su sobrino que él seguía teniendo en su poder los cordones de la bolsa.
Nicolás entendió el aviso y se entregó con ahínco al estudio. Durante dos años, ningún estudiante recordaría haberlo visto en ninguna taberna, en ningún festejo, en ninguna batalla campal entre alemanes, italianos y franceses, cuando las tres naciones no se unían para zurrar a los burgueses. Sin embargo, en Cracovia nunca había sido el último en levantar la jarra ni el bastón. Y más de uno, en Bolonia, lamentaba no tener a su lado, en las expediciones peligrosas, a aquel tipo alto, de espaldas anchas, mentón poderoso, ojos negros de mirada franca y nariz abultada que debía de haber recibido más de un golpe. Él, que antes era tan cordial que nunca dejaba de dar los primeros pasos hacia alguien que le parecía que contaba con una buena cabeza, ahora se aislaba, y más valía no abordarlo cuando no estaba de buen humor. A él, que en Cracovia siempre estaba dispuesto a coquetear con una florista bonita en la plaza mayor o en la taberna, o a palpar la popa de la camarera, no se le conocía ninguna aventura. Estudiaba.
Estudiaba con la voracidad de un ogro. Derecho, retórica, teología, por supuesto, pero eso no era más que tragaderas, desarrollo del músculo de la memoria. Y también griego, hebreo, árabe, toscano. El aprendizaje le resultó fácil porque, desde su primera infancia, había mamado con la leche de su nodriza dos lenguas tan distintas como el alemán y el polaco. Sin embargo, ya no exhibía su inmensa facilidad con la desenvoltura que había causado la admiración y la envidia de sus condiscípulos, en Cracovia. Ahora, se aplicaba. Y su maestro Novara sabía canalizar su temperamento fogoso, propenso a ceder con facilidad a todas las tentaciones que suscitaba el cálido clima boloñés, sobre todo a finales de primavera, cuando el aire soplaba a ráfagas brutales, perfumadas y lascivas.
A pesar de ello, Nicolás no era ni el más sumiso ni el más respetuoso de los discípulos. Novara acabó por saber cómo volverlo a la buena senda cuando su alumno se rebelaba o le discutía: «Te pareces a tu tío», le decía, y Copérnico se volvía entonces más dócil. Lo cierto es que el maestro estaba encantado: tenía en cultivo un terreno rico pero virgen, o por lo menos mal trabajado.
—Aquel que quiere filosofar debe tener el espíritu libre de todo prejuicio, de todo conocimiento —le dijo un día.
Lo cierto es que el antiguo estudiante de Cracovia había aprendido en su caótica carrera un poco de todo, sin seleccionar. Colocaba en el mismo nivel al más incontestable de los Antiguos y al más oscuro de los copistas. Novara lo comparaba con una rica biblioteca cuyas obras estuvieran, simplemente, mal ordenadas.
A pesar de su impetuosidad, Copérnico estaba lejos de ser alocado. Era perfectamente consciente de que a los veintitrés años, después de tantos estudios confusos o solitarios, necesitaba empezar de nuevo desde el principio, remontarse a las fuentes. Las fuentes eran Egipto, Pitágoras, Hermes Trismegisto. Todo tenía que partir del número. Del número y de ningún otro lugar vienen la armonía, la música, el movimiento. Y el volumen más armonioso, como afirmó Parménides, es la esfera.
—El mundo es esférico —insistió Novara—, porque la esfera es, entre todas las figuras, la más perfecta, y porque no necesita de nada que la mantenga; forma un todo, goza de la mayor capacidad. El Sol y la Luna son esferas, la esfera es la forma natural a la que tienden todos los cuerpos. Mira las gotas de agua, Nicolás, y no dudes de que su figura es también la de todos los cuerpos celestes.
Entonces Copérnico volvió a la astronomía, sin el frenesí que le llevaba antes a burlarse de los Antiguos, sino como quien entra en un templo. Porque Novara le enseñó también la suerte que tenían de que su siglo hubiera redescubierto a los Antiguos en su pureza prístina. Al leerlos, dejando a un lado su paganismo, sabría más de lo que ellos supieron. Le enseñó también que estudiar la naturaleza es, en primer lugar, aprender un lenguaje, más que observar fenómenos, porque las apariencias de éstos son engañosas.
—Por ejemplo —explicó a Nicolás, convertido en humilde alumno—, los antiguos filósofos establecieron el orden de los planetas según la longitud de sus revoluciones, por la razón de que tiene que parecer que los objetos más lejanos se mueven más lentamente. Por tanto, creyeron que la Luna era la más próxima de los planetas, porque cumple su revolución en un mes, menos tiempo que ningún otro; y que Saturno ha de ser el más lejano de todos los demás, porque emplea treinta años en recorrer una órbita mayor. Por debajo colocaron a Júpiter, que da la vuelta en doce años, y luego a Marte, en dos años. Hubo diferencia de opiniones respecto de Venus y Mercurio, que completan sus órbitas en un año, como el Sol. Unos, como Platón, los colocaron más lejos que el Sol, y otros, cómo Tolomeo, creyeron que están más cerca. Por mi parte, me inclino por la opinión de Platón.
—Yo creía, maestro, que usted colocaba a Tolomeo por encima de todos.
—Incluso los más grandes se equivocan. Ya ves, Mercurio y Venus no se alejan demasiado del Sol; pero si estuvieran más cerca, tendrían que tener fases, como la Luna. O bien tendrían eclipses. Sin embargo, nunca se ha observado ese fenómeno; por eso, mi conclusión es que se encuentran más lejos que el Sol.
—Pero —objetó Nicolás— ¿quién nos dice que un día unas observaciones astronómicas mejores no revelarán fases en Mercurio y Venus, o su paso por delante del disco solar? En tal caso, se probaría que esos planetas están más cerca que el Sol…
Lejos de irritarse por ver cuestionado así su razonamiento, Novara estaba encantado con los progresos de su alumno. Y cuando Copérnico dominó finalmente el griego, pudo remontarse a las fuentes que brotaron en Jonia, en Atenas, en Alejandría, los primeros filósofos de Grecia, los que buscaron la armonía del mundo y no la encontraron, o bien encontraron tantas armonías distintas que, al exponerlas, generaron cacofonías y condujeron al caos.
En aquel tiempo, como por lo demás ocurre también hoy, la autoridad máxima era la inmensa obra compuesta hace catorce siglos, ese Almagesto que describía el Universo tal como se enseña aún en nuestras universidades. Quinientos años después de Aristóteles, otro griego, Claudio Tolomeo, había reunido todas las observaciones efectuadas por los antiguos sobre los movimientos de los planetas y los eclipses, y había añadido las suyas propias, muy numerosas. Luego había construido el mundo según esos movimientos aparentes, es decir vistos desde la Tierra, o más precisamente desde las orillas del Mediterráneo. Vistos desde la Tierra, lo que significaba que ésta estaba inmóvil en el centro de todo, y que la Luna, Marte, Venus, el Sol y las demás estrellas errantes giraban alrededor de ella en círculos de una regularidad más bella que la más bella de las músicas. Y la bóveda celeste, tachonada de estrellas fijas, era una inmensa esfera hueca que contenía a todas las otras esferas en movimiento. La esfera, el círculo, lo redondo, es en efecto la figura que no choca con nada y que nada puede destruir, aquella en la que puede inscribirse cualquier otra figura geométrica. ¿No se afirma de Dios que es un círculo cuya circunferencia está en todas partes, y el centro en ninguna?
No hay que pensar que los hombres, por lo menos los hombres sabios, hayan creído en tiempos que la Tierra era plana. Tal vez en tiempos muy antiguos y muy bárbaros, tal vez hoy aún en las divagaciones de algún monje obtuso, tal vez en la verborrea de aquellos a quienes Copérnico llamaba «los zánganos», que intentan destruir cualquier colmena construida por las abejas laboriosas que son los filósofos; tal vez en el cerebro sin luces de un campesino encorvado sobre el surco o de un pastor cuyo horizonte aparece limitado por altas montañas. Pero la preocupación diaria de estos últimos no es interrogarse sobre la forma de nuestro mundo. No, no ha habido que esperar a que las naos españolas de Magallanes lo hayan demostrado experimentalmente para saber que la Tierra es redonda. Aristóteles, en su Tratado del cielo, ya llegó a la conclusión de que, puesto que la sombra de la Tierra sobre la Luna era siempre redonda durante un eclipse de Luna, el mundo tenía que tener una forma esférica y no plana. Y también dedujo la redondez de la Tierra del hecho de que se ve desaparecer en el horizonte el casco de un navío antes que sus velas.
Así, el mundo construido por Tolomeo de Alejandría aspiraba a una armonía indestructible, como la de algo construido y creado por el Señor de todas las cosas, el mejor y el más perfecto de los artistas: un Universo girando, a la misma velocidad y siguiendo trayectorias uniformes, alrededor de la Tierra.
Pero la observación de los fenómenos vino a probar que las cosas no ocurrían así. A causa de la multiplicidad de orbes o esferas, había varios movimientos distintos. El más manifiesto de todos era la revolución diaria, es decir, el espacio de tiempo del día y de la noche. Por ese movimiento el Universo entero, a excepción de la Tierra, se trasladaba de oriente a occidente. Después eran observables otras revoluciones, en cierto modo retrógradas, es decir, que iban de occidente a oriente, en particular las del Sol, la Luna y los cinco planetas. Pero en su propia trayectoria, esos astros no parecían moverse de una manera uniforme. Sobre el gran telón de fondo inmóvil de las estrellas fijas, el Sol y la Luna se movían en ocasiones más despacio, y en otras más deprisa. En cuanto a los cinco astros errantes, a veces se les veía retroceder o detenerse entre dos movimientos. En tanto que el Sol avanzaba siempre por el mismo camino, los otros se trasladaban de maneras diversas, en ocasiones hacia el sur y en otras hacia el norte. Un planeta se retrasaba sistemáticamente para volver, al término de su periplo, al lugar que habría debido ocupar en el cielo; otro daba la impresión, periódicamente, por el brillo mayor o menor de su luz, de estar más cerca o más lejos.
Era necesario «salvar las apariencias»: explicar mediante cálculos y con mayor precisión los movimientos aparentes de las esferas celestes, sin pretender por ello que esos movimientos fueran reales. Siguiendo los pasos de Apolonio de Pérgamo e Hiparco, el geómetra alejandrino imaginó que, además de su órbita mayor, las estrellas vagabundas recorrían otras más pequeñas, como se hace el recorrido de las murallas de una ciudad a la que se ha llegado después de un largo viaje. Llamó «epiciclos» a esas pequeñas circunvoluciones que giraban en torno a un punto que describía a su vez la circunferencia mayor, bautizada como «deferente». De este modo podían explicarse mejor algunas irregularidades de la gran mecánica celeste, pero no todas. Tolomeo propuso entonces que la fierra no fuera el centro exacto del círculo por el que viajaban los demás astros. Llamó «ecuante» a ese punto central imaginario. Al ajustar de ese modo el tamaño de los círculos, Tolomeo consiguió salvar las apariencias. Pero, cuanto más se perfeccionaba el arte de observar el cielo, más irregularidades descubrían los hombres, y más necesario resultaba sobrecargar el Universo con nuevos epiciclos. De modo que finalmente el mundo, que el Señor había querido tan simple y armonioso, había retornado al caos anterior a la Creación, en las observaciones hechas por los hijos de Adán.
En el año 1497, el noveno día de los idus de marzo, después de la puesta del Sol, en un cielo limpio de nubes, la Luna, al pasar delante de Tauro, ocultó la bella estrella fija de Aldebarán. En la terraza del colegio, Novara y Copérnico habían instalado la esfera armilar, el cuarto de círculo móvil, los ecuatoriales, el globo celeste con polos móviles, las dioptras, la ballestilla y el astrolabio de Martin Behaim, así como un gran reloj de arena que Nicolás estaba encargado de hacer girar tan pronto como se vaciaba.
Singular encuentro el de dos astros desproporcionados, uno en un creciente majestuoso y el otro una pequeña luz rojiza, sin duda separados el uno del otro por un abismo vertiginoso pero que, por efecto de la perspectiva, estaban a punto de fundirse en un largo abrazo. En la noche serena de la Emilia, el inmenso creciente lunar se aproximaba lentamente a Aldebarán, un minúsculo punto de luz roja. De pronto, a la hora quinta, la estrella tocó el borde austral de la Luna y desapareció del todo entre sus cuernos.
—Ya ves, Nicolás —explicó Novara—, al medir el momento de entrada y el de salida de Aldebarán detrás del disco lunar, podremos determinar mejor las irregularidades del movimiento de la Luna. Aldebarán tendría que reaparecer más o menos dentro de una hora: vigila el reloj de arena, Nicolás.
—Comprendo —dijo el interesado—. Una hora es aproximadamente el tiempo que tarda la Luna en recorrer en el cielo un trayecto igual a su diámetro aparente.
—¡Bien razonado, Nicolás!
Una extraña embriaguez, parecida a la que provoca el alcohol, se iba apoderando poco a poco de los dos hombres, mientras a lo lejos cantaban los grillos en la noche tibia y embalsamada. Novara observó:
—¿Sabes, Nicolás, que el espectáculo admirable que estamos presenciando fue ya observado hace mil años? Lo he leído en no sé bien qué almanaque, pero recuerdo que ocurrió en el año 509, en Atenas. Por desgracia, los patanes de aquella época, en lugar de medir el fenómeno, sólo vieron en él una señal celeste que anunciaba la llegada del Anticristo.
—Te conjuro, astro rojo, Aldebarán, que mueres entre los cuernos de Febe… —entonó enfáticamente Nicolás alzando los brazos al cielo.
Y de pronto se quedó inmóvil, como si hubiera tenido una iluminación súbita.
—¿En el año 509, ha dicho? —preguntó después de un momento de reflexión profunda—. ¡En ese caso necesitamos las tablas!
—¿Pero de qué demonios de tablas estás hablando?
—¡Todas las tablas! Las de los movimientos planetarios, lunares y solares desde hace diez siglos. ¡Hay que compilarlas! ¿No cree, maestro, que si la astronomía de Tolomeo debe funcionar sin problemas, si el Universo es esa mecánica compleja pero tan precisa como él quiere describirla, entonces tendríamos que encontrar las tablas de la ocultación de Aldebarán por la Luna en el año 509? ¡Si no, es que la Luna ha derivado respecto de los modelos y los parámetros de Tolomeo! ¿No me ha enseñado usted que, según Regiomontano, las posiciones de Venus y Marte calculadas por medio de las tablas son falsas, que las predicciones de los finales de los eclipses se adelantan en una hora? Pero entonces, si las diferencias entre las previsiones y las observaciones alcanzan unas dimensiones tan grandes ¡es que hace falta renovar el sistema del mundo!
¿Fue aquella noche cuando Nicolás Copérnico empezó a concebir lo que un día había de llamar, entre risas, sus «Grandes Mudanzas»? Lo ignoro. En cualquier caso, los dos astrónomos pasaron la noche observando otras estrellas, con un entusiasmo silencioso. Luego, al alba, volvieron extenuados a la casa de Novara. El Sol había llegado a su cénit cuando un criado llamó discretamente a la puerta de Nicolás Copérnico para anunciarle la llegada de una visita. Era Andreas, su hermano.