II

Decididamente, 1492 fue un año prodigioso… El rey Casimiro murió a comienzos del verano. En Florencia, Lorenzo el Magnífico lo había precedido en la tumba tan sólo en dos meses. En Roma, Inocencio VIII les siguió poco tiempo después. ¡Ése, desde luego, se marchó para asarse en las llamas del infierno…! Y otras novedades más extraordinarias aún iban a llegar muy pronto hasta las orillas del Vístula: un marino genovés, a sueldo de Castilla, había llegado a las orillas de un mundo desconocido. Pero, por supuesto, la muerte del rey de Polonia fue el hecho que tuvo un peso más decisivo en el destino de Nicolás.

El obispo Lucas volvió a toda prisa de su feudo para asistir a los funerales de su soberano y la elección de su sucesor por parte de la Dieta, de la que formaba parte en su condición de elector de Ermland. Andreas lo acompañaba bajo los hábitos humildes de un clérigo, cosa que provocó algunas burlas bajo los peristilos del colegio Maius.

Aquel muchacho extravagante, al que su tío había encomendado una inconcreta función de secretario, parecía ahora arrepentido y lleno de devoción… No hacía aún cuatro meses desde que hiriera con su daga a la puta egipcia del barrio húngaro.

La elección del sucesor de Casimiro no daba opción a dudas: sería su hijo mayor, Juan Alberto, y aquello inquietaba mucho a Lucas. El príncipe-obispo de Ermland reunió en secreto, en su residencia de Cracovia, a algunos aliados seguros, y también al barón Glimski, teniente general del mariscalato, y pidió a Nicolás que actuara como secretario de la reunión.

—¿Por qué yo y no Andreas, tío? —había preguntado el bachiller—. ¿No se molestará mi hermano?

—¡Porque tú tienes mejor letra que tu primo!

El obispo soltó una de aquellas carcajadas que le sacudían los hombros y que había legado, de alguna manera, a Nicolás, que a medida que crecía iba adquiriendo cada vez más los modales falsamente rústicos de Lucas. La sala en la que esperaban a los invitados del obispo estaba sumida en una semioscuridad. Lucas se había instalado en el extremo de una larga mesa, frente a la entrada; Nicolás había colocado su escritorio sobre un velador un poco apartado, en un rincón en sombra, iluminado tan sólo por una vela.

—Es una broma, naturalmente —añadió el prelado—. Pero aquel asunto del burdel húngaro puede resucitar en cualquier momento, a pesar de los esfuerzos del barón Glimski: en el entorno de nuestro futuro rey no me tienen en mucha estima. He exigido a Andreas que se haga lo más transparente posible. Ha aprendido la lección…, en fin, por el momento. En cambio, tú estuviste perfecto. Todo el mundo ha olvidado que participaste en aquella calaverada. Y los que se acuerdan, no pueden hacerte el menor reproche. Desde entonces te has atenido de forma impecable a tu papel de estudiante pacífico, siempre con la nariz metida en las estrellas o en tus latines. Glimski me ha escrito toda clase de alabanzas sobre ti. Ten todavía un poco de paciencia. Vamos a tener que jugar una partida muy sutil. Esperamos tal vez la visita de un personaje muy importante. Cuando llegue, no des la menor muestra de sorpresa; has de ser un escriba plácido e indiferente, oculto detrás de su tintero. ¿Comprendes mejor ahora por qué no he confiado esa tarea a tu infeliz hermano mayor?

Por fin llegaron los invitados. Nicolás reconoció al riquísimo preboste de la guilda de mercaderes de Danzig, al general que mandaba la plaza fuerte de Stettin y al príncipe-obispo de Glock. Se puso en pie para hacerles profundas reverencias, pero ellos parecieron no advertir su presencia. Finalmente apareció el barón Glimski, siempre rígido y severo, que no le dedicó ni siquiera una mirada. Después de los cumplidos de rigor, los cinco conspiradores se sentaron en torno a la mesa y guardaron un instante de silencio.

—¿Vendrá? —preguntó finalmente el preboste, casi en un susurro.

—No antes de una hora, me temo —respondió Glimski—. Lo retienen en el castillo.

—Eso nos deja tiempo para decidir lo que vamos a proponerle —dijo Lucas—. Por otra parte, es posible que no le propongamos nada. Todo depende de sus propias intenciones.

La elección casi segura y la coronación del hijo mayor del rey difunto representaban una perspectiva sombría para aquellos importantes personajes de las regiones septentrionales de Polonia. En efecto, se encontraban directamente expuestos a las ambiciones de los caballeros teutónicos, así como a las de sus aliados prusianos de Brandenburgo. Ahora bien, Juan Alberto, de poco más de treinta años de edad, aún gran duque de Lituania, soñaba únicamente con encabezar una cruzada contra el Turco. Se había rodeado de junkers, segundones de familias de añeja raigambre polaca y cristiana, como si quisiera hacer olvidar que él mismo no era más que el nieto de un pagano recién convertido. Todos ellos se proponían reconquistar Constantinopla e incluso Jerusalén con el filo de sus espadas, con el fin de ganar gloria y fortuna.

Los hombres experimentados, como los que hablaban en voz baja en el secreto de la residencia cracoviana del obispo de Ermland, sabían muy bien que el ejército polaco sería exterminado tan pronto como penetrase en Moldavia. ¿Qué aliados podía buscar entonces el rey, sino los caballeros teutónicos? Pero a qué precio, sino el de Danzig y Ermland, reconquistada con tanto esfuerzo por Casimiro… Y, además, como recalcaba el preboste de la guilda hanseática, una guerra contra los otomanos cerraría para muchos años la ruta de las especias y de la seda, que llegaba hasta Danzig vía Venecia y Cracovia, y saltaba de allí a Dinamarca, de donde venían como pago oro, ámbar y plata. ¿Qué hacer, entonces?

—Dicen que el futuro rey tiene una salud muy frágil —dijo el barón Glimski.

El tono insidioso con el que el teniente del mariscalato pronunció aquellas palabras daba a entender que manos oscuras podían volverla todavía más frágil, vertiendo alguna pócima en su copa… Lucas barrió aquella frase con un gesto de la mano.

—¿Y quién le sucedería? ¿Alejandro, su hermano menor, esa marioneta entre las manos de su camarilla de efebos? El remedio sería peor que la enfermedad.

—¡De acuerdo en lo que respecta al hermano segundo! Pero el benjamín, señores, el benjamín…

Ante esas palabras que venían de la puerta que no habían oído abrirse, los conjurados se sobresaltaron. Todos se pusieron en pie con precipitación ante el recién llegado. Este dejó caer descuidadamente al suelo la gran capa que lo cubría, a pesar del calor que reinaba en la ciudad. A la edad de veinticinco años, su alteza Segismundo Jagellon, duque de Glogau, tercer hijo de Casimiro, era un hombre de cuyo cuerpo, a pesar de su delgadez, emanaba una fuerza extraordinaria. Su rostro se parecía hasta un punto asombroso al de su padre, pero la concienzuda educación que había recibido de maestros italianos lo había vuelto más suave, menos rugoso.

—Perdonad mis palabras, alteza —dijo Lucas, que, sin embargo, no parecía demasiado confuso—. Vuestros hermanos…

—Sé que me estimáis, señores —le interrumpió el gran duque—. Os pido paciencia. En la Dieta cuento con muchos amigos, empezando por vosotros. Y a todos os pido que deis la corona a Juan Alberto. Eso unirá de forma definitiva Lituania a nuestro reino. También puedo tranquilizaros respecto de los proyectos que tenía de lanzarse a una guerra insensata contra Bayaceto. Creo contar con su confianza. ¡Si supierais hasta qué punto la perspectiva de un trono puede cambiar a un hombre! En cuanto al tiempo que durará su reinado, sólo Dios lo sabe. Y vos no sois Dios, barón Glimski. Todo lo que puedo deciros es lo que me han contado los médicos: una malformación de su pene impedirá a mi hermano mayor tener un heredero, a menos que se haga cortar el prepucio, como un judío. En cuanto a Alejandro, no lo tendrá mientras siga entregado a esas prácticas con sus cariñosos camaradas. Señores, tan pronto como concluyan las fiestas de la coronación, volved a vuestras respectivas ciudades. Sois demasiado preciosos para mí. En cuanto a vos, barón Glimski, al parecer mi hermano no os quiere. Ha considerado que era una buena broma cederme a mí vuestros servicios. Por tanto, os nombro capitán de mi guardia personal, a menos que rechacéis…

Glimski hincó una rodilla en tierra y dijo:

—Ese nombramiento es mucho más que un honor, alteza; es la mayor alegría de mi vida.

Recogió la larga capa del duque y lo envolvió en ella. Después, precediéndolo como para protegerlo con su cuerpo, salió de la sala. Los demás los siguieron.

—Prepara tu equipaje, Nicolás, y di a Philip y a Andreas que hagan lo mismo. Partís para Thorn mañana mismo, al amanecer —ordenó el tío.

—¿Entonces no voy a asistir a las ceremonias de la coronación?

—Lamento decepcionarte, sobrino, pero no tengo la menor intención de haceros correr riesgos. Los inicios de un reinado son siempre peligrosos. Además, la universidad estará cerrada durante tres meses. Haréis lo mismo que todos los estudiantes, que vuelven con sus familias. Y si has prestado atención a lo que hemos hablado, habrás comprendido que podrás ver otras coronaciones de reyes de Polonia. Y más tarde, si respondes a las esperanzas que he puesto en ti, me sucederás como obispo de Ermland.

El lento transcurso de un trimestre detrás de las murallas de su ciudad natal le pareció que duraba una eternidad. Nicolás vagaba como un alma en pena por el castillo episcopal. Ni siquiera la biblioteca representaba un atractivo para él: había leído ya todos sus libros, desde hacía mucho tiempo. Evitaba siempre que podía a su hermano Andreas, que representaba con un celo excesivo su papel de libertino arrepentido. ¿Qué había sido del turbulento compañero de su infancia? Ahora su hermano mayor le repugnaba un poco. En cuanto a Philip, su padre, Lucas, lo había enviado a Braunsberg, una de las ciudades gobernadas por el obispo, por razones que Nicolás ignoraba porque el otro, al despedirse, se hizo el misterioso. Adiós las alegres partidas de caza con aquel audaz acompañante, única distracción capaz de librarle de su aburrimiento. Pasaban las semanas, y su tío no regresaba. En un breve mensaje que le envió en el curso del mes de julio, el obispo le comunicó que el Papa acababa de morir, y que en consecuencia tenía que trasladarse a Roma, porque allá abajo la lucha por la sucesión prometía ser movida, por más que el obispo de Ermland no tuviera voz en el cónclave. Luego, con el afecto rudo y burlón que siempre le mostraba, Lucas añadía que legaba a su sobrino favorito las responsabilidades de «cabeza de familia».

Nicolás no hubo de esperar mucho para representar ese papel que le avergonzaba un poco debido a Andreas, al que su tío había dejado aparte de forma muy visible, de algún modo bajo su tutela. Había admirado mucho a su hermano mayor, durante la adolescencia, y su audacia cuando era el primero en arrojarse al Vístula, en el momento del deshielo, o en posar sus labios sobre la mejilla de una joven campesina, de una florista o de una sirvienta.

Algunos días después de que Lucas le anunciara su viaje a Roma, un mensajero venido de Danzig le comunicó que su hermana mayor, casada tres años antes con el vástago de un antiguo linaje del más importante puerto hanseático, acababa de traer al mundo a su segundo hijo, que iba a llamarse Nicolás si su tío aceptaba tenerlo en sus brazos en la pila bautismal. La primera había recibido el nombre de Lucía, un honor del tío y tutor. ¿Y Andreas? Se limitó a una carcajada burlona cuando su hermano pequeño le informó, con la mayor diplomacia posible, que no sería él, el mayor, el padrino del niño, como habría sido normal.

¡Muchas cosas se agitaban en aquel siniestro verano de 1492! Siniestro únicamente para Nicolás, porque transcurría bajo un cielo luminoso. A pesar de sus diecinueve años, o tal vez debido a ellos, el «cabeza de familia» suplente organizó el viaje a Danzig como un general dispone sus tropas. Decidió que el viaje se haría por el río, en las dos pesadas galeotas episcopales. Justificó la elección con el argumento de que era lo más seguro, en un tiempo en que los soldados errantes de los teutónicos infestaban los caminos, y por considerar además que la vía fluvial sería más cómoda y agradable para las damas. Además, calculó con mucha seriedad, se ahorraba tiempo así, porque aunque por agua se iba más despacio que por tierra, se viajaba tanto de día como de noche…

Las damas…, porque habría damas, además de las camareras, las criadas, algunas religiosas y su hermana pequeña Bárbara, destinada a tomar el hábito, subirían a bordo. Eran la gobernanta del obispo, a la que todo el mundo llamaba la señora viuda Schillings, y su hija Ana, una chiquilla bonita y vivaracha de ocho años que el obispo había adoptado igual que hiciera con Philip. Y no había ninguna duda sobre quién era el padre ni sobre la pretendida viudez de la señora Schillings, una mujer de una belleza que la cercanía de la treintena hacía resplandecer.

Los dos grandes barcos redondos se alejaron del muelle de Thorn al amanecer de un día de verano que prometía ser luminoso. Seguían sus estelas tres barcos mercantes. Serían necesarios dos días y dos noches para llegar a Danzig, impulsados por la corriente regular del río y con las velas desplegadas por el viento suave del sur; y el doble de tiempo a la vuelta, con la ayuda de los remos o de caballos que remolcarían las naves desde la orilla. Aquella noche cenaron tarde, en el puente; el aire era tibio, y el cielo estaba libre de nubes porque, excepcionalmente, no se había levantado niebla de los pantanos en los que se perdía con frecuencia el curso inferior del río al acercarse al delta.

Nicolás viajaba en el primer barco con su hermana Bárbara y la señora viuda Schillings, acompañada por su hija Ana. Andreas, a pesar de la insistencia de su hermano menor, había preferido embarcar en la segunda galeota, con la guardia episcopal, un sacerdote y varios mercaderes que habían pagado su pasaje.

Habían levantado ya los manteles, y los contertulios fantaseaban mirando el cielo cuajado de estrellas. La pequeña Ana estaba demasiado excitada para irse a dormir. Importunaba al que ignoraba que era su pariente y llamaba familiarmente Nico, con preguntas sobre los nombres de las estrellas. Él contestaba con paciencia, le hacía localizar las constelaciones y le contaba la historia de los personajes mitológicos que les habían dado su nombre. Mientras lo hacía, él mismo se preguntaba qué secretos se ocultaban detrás de aquella armonía. Una armonía, sí, una música, y no la cacofonía del Almagesto. De pronto, Ana gritó:

—Y ésa, Nico ¿cómo se llama ésa?

—Es una estrella fugaz, Anita, no tiene nombre. Si al verla expresas un deseo y piensas en él con mucha intensidad, se cumplirá…

—¡Ya lo he hecho! Cuando sea mayor, me casaré contigo.

—Ah, tenías que haber guardado tu deseo en secreto, porque ahora no se cumplirá.

—Entonces volveré a pensarlo, porque ahora veo otra estrella, y otra…

Era como una lluvia de hilos de plata que iban a caer a lo lejos, sobre el golfo.

La niña calló. Nicolás, aún con la vista levantada hacia el cielo, sintió una especie de plenitud que nunca había experimentado antes. Su espíritu emprendió el vuelo…, se vio a sí mismo, como Séneca, entrar en el Universo como se entra en una ciudad…, la ciudad común de los dioses y de los hombres, la que obedece a leyes constantes y eternas, allí donde los cuerpos celestes llevan a cabo sus infatigables revoluciones. Miríadas de estrellas brillaban por todas partes; en el centro estaba el Sol, astro único, que difundía sus rayos por todo el espacio. Recluida en su hogar fraternal, la Luna recibía una luz suave y blanda, a veces oculta, otras asomando hacia la Tierra su faz iluminada, creciendo y menguando por turno, en cada ocasión distinta a como era la víspera. Vio a los cinco planetas seguir una ruta disímil de la de los demás astros, y avanzar en sentido distinto al movimiento general del cielo. ¿Era posible que de sus menores variaciones dependieran el destino de los pueblos y todas las cosas, desde las mayores hasta las más insignificantes? Y el Sol, en el centro…

Su ensueño poético se quebró al contacto del pie de la señora Schillings contra su tobillo. Creyendo que había sido por inadvertencia, retiró la pierna. Pero no había sido inadvertencia. El pie volvió a avanzar, y acarició con suavidad el del joven. Luego una mano cálida fue a posarse sobre su palma abierta. Los dedos se enlazaron, al tiempo que las piernas se enredaban entre ellas.

Fue la hermana pequeña de Nicolás la que rompió el silencio, subrayado por el roce ahogado del agua contra el casco del barco.

—Es hora de acostarse. ¿Vienes, Anita? —dijo la joven novicia con una nota de severidad en la voz, como si hubiera visto algo.

Cuando el puente quedó desierto, con excepción del timonel que dormitaba sujetando la barra, Nicolás, muy incómodo, apartó la mano e hizo gesto de levantarse de su sillón.

—¿Me dejarás cumplir mi deseo? —le susurró al oído la señora Schillings.

Se unieron, acostados sobre las planchas de madera barnizada, a la luz de las farolas, bajo la inmensa bóveda de terciopelo negro, tachonada de diamantes.

Durante los dos meses que siguieron a su regreso a Thorn, sólo renovaron en una ocasión sus abrazos, sin encontrar el placer de aquella noche en el puente de la galeota. Era demasiado peligroso y corrían el riesgo de que en cualquier momento les sorprendiera un criado, un sacerdote o bien, peor aún, la pequeña Ana, que ahora se mostraba muy agresiva, hasta llegar a la maldad, tanto en relación con su madre como con Nicolás. Cuando la señora Schillings y él se cruzaban en los largos pasillos sombríos del castillo, pendientes a la vez de evitarse y de encontrarse, todo se limitaba a roces, miradas intensas y húmedas, caricias subrepticias que hacían todavía más doloroso el deseo.

El obispo regresó de Italia al comenzar el otoño. Nicolás no se atrevió a mirarlo de frente, por el temor absurdo de que su tío leyera en su rostro las señales de la traición, que oscuramente consideraba ahora como una especie de incesto. Su vergüenza se acentuó cuando el obispo, tan jovial como siempre, lo trató con un afecto mucho más caluroso que el que mostró con Andreas y Philip. Este último, vuelto de Braunsberg para la ocasión, exhibía orgulloso su casco emplumado de capitán de la guardia episcopal de aquella ciudad situada frente a Königsberg, el feudo de los caballeros teutónicos. Al hacer evidente ante todos sus preferencias por el más joven de sus sobrinos, el obispo lo designaba como su sucesor. Al día siguiente de su llegada, cuando la entera pequeña corte de Ermland hacía cola para besarle el anillo, no dejó entrar en la sala de la audiencia más que a sus tres coadjutores, al burgomaestre de la ciudad, a sus dos sobrinos y al capitán de Braunsberg, al que nadie se atrevía a calificar como su bastardo.

—Amigos míos —les dijo—, nuestro pequeño obispado corre el riesgo de vivir días intranquilos. Su majestad Juan I Alberto de Polonia y gran príncipe de Lituania sólo se rodea de junkers arrogantes y más preocupados de salir a combatir al Turco que de la prosperidad del reino. Ya varias ciudades comerciales francas han perdido sus privilegios a manos de esos belicistas sin cerebro. Además, Juan Alberto se ha enemistado con el nuevo Papa, Su Santidad Alejandro VI, al tratarlo de libertino y reclamar su destitución inmediata, con el riesgo de provocar un nuevo gran cisma religioso. Seguramente no lo sabéis aún pero Su Santidad, nacido Borja, es español, y las riquezas del reino de Granada, que Fernando de Aragón y su esposa Isabel de Castilla acaban de reconquistar a los árabes, han contribuido en gran medida a su elección, por más que su fortuna personal habría podido costearla por sí sola.

Granada…, Castilla…, Aragón…, Nicolás se sintió de pronto arrastrado por el gran viento de la historia.

—… Al mismo tiempo, tanto España como el emperador Maximiliano sospechan que Polonia apoya las ambiciones del rey de Francia sobre el reino de Nápoles. ¿Pensáis tal vez que todo eso queda muy lejos de Ermland? No tanto como podéis creer. Yo fui a Roma para intentar obtener la disolución de la orden de los caballeros teutónicos. Cuando no era más que el cardenal Rodrigo Borgia, Su Santidad se había mostrado muy favorable a esa medida, e incluso había defendido mi petición ante su predecesor. Pero, después de las desafortunadas palabras de su majestad Juan Alberto, todo polaco, aunque sea obispo y príncipe de Ermland, se ha convertido en persona non grata en el Vaticano. La audiencia que se me concedió fue breve, y muy tirante. Y, sin embargo, en otras épocas el cardenal Borgia siempre se había mostrado afable conmigo. En efecto, compartíamos los mismos gustos por el arte, la retórica…

«¡Y las mujeres bonitas, tío!», completó la frase Nicolás para sus adentros, al pensar en la bella señora viuda Schillings.

—En pocas palabras —continuó el obispo—, los teutónicos no tardarán en comprender que tienen vía libre. Nos veremos obligados a poner en pie de guerra todas las ciudades de Ermland. Será preciso abandonar Thorn y Danzig, que, como sabéis, son dominios reales, pero en las que el difunto Casimiro IV nos había dado permiso de residencia para que pudiéramos desarrollar en ellas nuestras actividades comerciales. Los privilegios concedidos a la Hansa podrían ser suprimidos en beneficio de los junkers. Por mi parte, fijaré mi residencia en el palacio episcopal de Heilsberg, cuyas defensas tengo intención de reforzar. Haced lo mismo en Frauenburg, en Elbing, en Allenstein, en Mehisack, en Marienburg, en Braunsberg…

Al oír esa enumeración, el burgrave, el coadjutor y el burgomaestre agacharon la cabeza. Y Nicolás se preguntó cuál sería su papel en lo que se anunciaba como una especie de zafarrancho general. ¿Se vería obligado a abandonar sus estudios en Cracovia?

—Sobre todo, señores, no vaciléis en recurrir a los fondos del obispado, si se presenta la necesidad —concluyó el obispo—. Pero con moderación, os lo ruego, y únicamente cuando hayáis agotado vuestras propias disponibilidades. Marchaos, no os retengo más. Intentad ser tan discretos como podáis al fortificar Ermland. Mejor no alarmar demasiado a los teutones.

Después de concluido su largo discurso, se levantó del sillón, semejante a un trono. Uno tras otro, en orden jerárquico, todos se acercaron a besarle el anillo antes de retirarse. Cuando llegó el turno de sus parientes, Lucas dijo en voz lo bastante fuerte para que todo el mundo lo oyera:

—Quedaos, hijos míos, aún tengo algo más que deciros. Cuando estuvo solo con Andreas, Nicolás y Philip, el obispo se relajó, dio una palmada en el hombro poderoso de su bastardo, y dijo entre risas:

—Mis dulces corderitos, el panorama no es tan negro como lo he pintado a esas buenas gentes. Entre nosotros, ha sido el propio Juan Alberto quien me ha sugerido que me encierre en mi obispado. Para desarrollar en él mi apostolado, según él. ¡Mi apostolado! Ah, me habría echado a reír, de no haber estado a punto de llorar de rabia ante semejante idiotez. En pocas palabras, he caído en desgracia. Pero me ha parecido inútil comentarlo delante de los demás. Oh, tranquilizaos, todavía me quedan muy buenos amigos en Cracovia. Sin embargo, es cierto que la amenaza teutónica puede resucitar si el rey lleva a cabo contra viento y marea su maldita cruzada moldava. Por lo tanto, ese repliegue en Ermland no es inútil. Philip, tú vas a volver de inmediato a Braunsberg. Me han dicho que serías un estupendo burgomaestre. Para ello, será necesario que el viejo incapaz de Wojtila, al que ya estás reemplazando en la práctica, se jubile definitivamente.

Philip enrojeció ante las alabanzas. ¡Dirigir una guarnición, a los veintitrés años! Su sueño infantil iba a cumplirse.

—En cuanto a vosotros, sobrinos, volveréis a vuestros estudios en Cracovia. Mis grandes maniobras en Ermland podrían muy bien alarmar al entorno del rey, y por esa razón es preciso que mi residencia en la capital esté habitada de forma ostensible. Vuestra presencia será de alguna manera mi garantía de fidelidad a mi soberano. Seréis sus rehenes. Pero cuidado, nada de tonterías ¿eh, Andreas? Quiero dos estudiantes modosos y aplicados. Por lo que a ti se refiere, Nicolás, no te extrañes si ese miserable barón Glimski no te pide nada más. Sería demasiado peligroso que os vieran juntos. Y en cuanto a tu correspondencia conmigo, si quieres continuarla, no hagas la menor alusión política. ¡Sé aburrido! Háblame, por ejemplo, de las estrellas y los planetas. Al parecer, no hay quien te supere en ese tema…

El corazón de Nicolás latió con más fuerza: ¿sabía algo su tío? Esa alusión…

Los primeros meses de regreso a Cracovia fueron tranquilos y, para decirlo todo, incluso aburridos. Andreas estaba desconocido, tan exagerado en su virtud fingida como antes en el frenesí de sus placeres.

Una noche su antigua amante, cuya existencia había ignorado Nicolás durante mucho tiempo, fue a llamar a la puerta de la residencia episcopal. Fue introducida, velada, en el pequeño despacho en el que el mayor de los Copérnico estaba sumido en alguna lectura piadosa. Mientras tanto, Nicolás volvía de una sobremesa animada después de cenar con algunos alegres compañeros. Oyó gritos en el piso superior. No tuvo tiempo de preguntar qué ocurría, porque apareció una mujer enteramente vestida de negro, bajó la escalera y se derrumbó entre sollozos en el primer peldaño. Cuando comprendió por fin de quién se trataba y que Andreas la había despedido de forma brutal, se sentó a su lado, le pasó el brazo sobre los hombros e intentó consolarla contándole una mentira: que su hermano había tenido una revelación divina y había decidido que, al terminar sus estudios, ingresaría en un monasterio de la regla de san Benito.

Una mentira sólo es creída cuando resulta verosímil… Por un instante Nicolás, bastante enardecido, se preguntó si podía abusar de la situación y de la angustia de la dama, pero se contuvo: pese a que el legado del Papa, del que ella había sido la amante, había sido llamado a Roma por Alejandro VI, aún podía provocar un escándalo. Y además, comer del plato de su hermano después de haberlo hecho del de su tío… ¡No! Se contentó con acompañar a la desdichada hasta la puerta, y volver luego a la taberna, donde los supervivientes del banquete de poco antes no se sorprendieron al verlo de regreso.

Cuando, a la reanudación de las clases, Nicolás entró en el colegio Maius, la primera persona que se precipitó hacia él fue Othon de Hohenzollern, alias Aquiles.

—Amigo mío, por fin estás de vuelta —gimió con su exigua voz aflautada, tomándolo de las manos y alzando hacia su rostro unos ojos azules grandes y tristes—. Podremos reanudar nuestras hermosas discusiones…

Nicolás, que ahora se sentía liberado de la misión que le había encargado el barón Glimski, había esperado el encuentro y se había preparado. Bajo su apariencia de rústico campesino de Ermland, un papel que le agradaba representar, subyacía el deseo de no hacer daño. Con sus manos rechazó aquel abrazo que le repugnaba un poco.

—Aquiles, querido —dijo en un tono gruñón y paternal que recordaba a siete leguas el del obispo Lucas—, no deben vernos demasiado juntos a los dos. Como bien sabes, la situación entre Prusia y Ermland no pasa por su mejor momento. Nuestra amistad podría comprometer una paz frágil. ¡Vamos! Te dejo. ¡Sé prudente, amigo mío, sobre todo sé prudente!

Encantado con su excusa y con el efecto que había producido en un Aquiles estupefacto, se alejó con sus andares de caballero fanfarrón, echando atrás los hombros, hacia algunos alegres camaradas que lo interpelaban:

—¡Vamos, Nico, no te entretengas más! ¡Ven a ver lo que he traído de Nuremberg!

Aquiles obedeció. En adelante, cuando se encontraban en las aulas, los pasillos o los peristilos del colegio, le hacía señales misteriosas, para hacerle comprender que los dos compartían un secreto. Sus inclinaciones de cabeza, guiños o signos con la mano daban a Nicolás unas ganas furiosas de largarle un par de bofetadas, sobre todo cuando uno de sus camaradas, al ver los gestos de la «loca», como lo llamaban, decía:

—¡Eh, Nico, tu enamorada te está saludando! Y aquello le enfurecía. Pero se calmaba muy pronto, porque el camarada en cuestión era el bávaro que le había traído de Nuremberg un objeto que él le había encargado y que costaba muy caro: un magnífico astrolabio de cobre, y no de madera como los que aún se fabricaban en aquella época, un ingenio inventado por el famoso Martin Behaim.

Y es que, por fin, Nicolás había decidido dedicarse seriamente a la observación de los astros, para satisfacción de su maestro Albert de Brudzewo. Este último le había dicho en tono doctoral:

—Aunque todas las buenas ciencias conducen el espíritu del hombre hacia metas más elevadas y lo apartan del vicio, la astronomía, además del placer increíble que procura, puede conseguir ese fin mejor que las demás.

Nicolás hizo suya aquella frase y la adaptó para sus compañeros de francachelas, repitiendo a quien quisiera oírlo que la astronomía había llegado a ser para él como esas olivas venidas de Italia que se servían para abrir el apetito al principio de una comida. Comes una sin darte cuenta, y sin saber cómo el plato se vacía en un santiamén.

Pero en este caso el contenido del plato era inagotable, y el apetito de Nicolás cada vez más feroz. Oyó hablar de un cierto Jan de Glogow, un erudito que había enseñado en Cracovia durante cuarenta años, y escrito en varios tratados astronómicos y filosóficos que el Sol era el más importante de los planetas y que gobernaba los movimientos de todos los demás. Se sintió intrigado por el estudio de una obra de Cicerón incluida en el programa de cursos magistrales de Brudzewo, y que este último comentaba extensamente en apoyo a sus críticas a Tolomeo: en efecto, El sueño de Escipión mostraba las revoluciones de Venus y de Mercurio, no alrededor de la Tierra, sino alrededor del Sol.

Sin embargo, Nicolás se negaba a consultar las obras más eruditas sobre el tema que le recomendaba su maestro, como las Teóricas de Peurbach y el Epítome de Regiomontano. Prefería retrasar su lectura hasta más adelante, decía, para no echar a perder el placer que sentía al descubrir él solo aquel espacio infinito en el que se sumergía.

Un día de septiembre de 1493, cuando salía de una clase especialmente aburrida de derecho canónico, se le acercó Aquiles Othon de Hohenzollern muy excitado, enarbolando un pequeño opúsculo. No hubo medio de evitarlo.

—¿Has leído esto? ¿Has leído esto?

Nicolás dio una ojeada al título de la obra, y dijo con un tono indiferente y desdeñoso:

—¡Ah, sí! Es esa carta de un marino de Castilla que pretende haber llegado a Catay por el oeste. ¿Y qué?

—¡Es una noticia extraordinaria! El mundo del revés —exclamó Aquiles.

—A menos que sean sólo unas islas perdidas en medio del océano. Y aunque se tratara de las Indias o del reino del Preste Juan, no sería una buena noticia para la prosperidad de Polonia. Adiós, tengo cosas que hacer.

—¿Quieres que cenemos juntos, esta noche, y hablemos del tema? He recibido una carta de mi tío y me dice que no ve ninguna objeción a que sea amigo del sobrino del obispo de Ermland —dijo Aquiles con naturalidad.

Había que cortar los puentes de una forma brutal, por más que a Nicolás no le gustara hacer sufrir a otras personas.

—Pues bien, yo sí tengo una objeción, y seria. Me molestas, no puedo soportar tus ideas insípidas y pueriles.

Y dio media vuelta para reunirse con su amigo de Nuremberg, que lo esperaba a pocos pasos y le dijo, burlón:

—¿Hay ruptura? ¡Pobrecilla Aquilea! Nicolás, eres un rompecorazones.

—Algún día, Bernard —contestó riendo Copérnico—, te encontrarás con mi mano plantada en tu cara y no sabrás por qué.

A pesar de no sentirse demasiado orgulloso de sí mismo, sintió alivio por haberse desembarazado definitivamente del pobre Aquiles. Se equivocaba. El otro empezó a escribirle: súplicas mojadas con lágrimas, poemas. Una carta diaria, durante un mes. Dejó de leerlas, pero aquello le irritaba, sobre todo porque el compañero que hacía de intermediario le preguntaba de forma sistemática, conteniendo apenas la risa, si no había respuesta. Por fin no aguantó más y fue a su encuentro en el gran patio del colegio, mientras Aquiles lo veía acercarse con sus grandes ojos tristes.

—Basta ya de tanta retórica lacrimosa. O paras de una vez o entrego este montón de cartas, que ni siquiera he abierto, en el arzobispado. Y ya sabes lo que cuesta una acusación de sodomía: ¡una hoguera encendida debajo de tus piececitos!

Y le dio la espalda, furioso contra sí mismo por no haber sabido controlar mejor su cólera y sus palabras. Pero dio resultado: la correspondencia acabó y no volvió a ver a Aquiles de Hohenzollern en el colegio Maius.

Pasaron algunas semanas. Una lluvia fría y caudalosa inundaba Cracovia, y torrentes de agua bajaban por las calles en cuesta que llevaban al castillo. Ante la chimenea de la gran sala de la residencia de su tío, para consolarse de la imposibilidad de dedicarse a observar una Luna que tenía que estar en la fase de plenitud, Nicolás estaba absorto en la lectura de una obra de un cardenal alemán llamado Cusa, que tenía su mismo nombre de pila. En esa obra, La docta ignorancia, que defendía, en contra de Tolomeo, un Universo infinito, Nicolás había encontrado una frase que le fascinaba: «El centro del mundo está en todas partes, y su circunferencia en ninguna». Ya había encontrado prácticamente la misma idea en un libro de Ficino cuyo título no recordaba. Era muy bella, pero no estaba demostrada mediante un cálculo matemático. Tal vez en Regiomontano…

Entró un criado y anunció que una persona que no había querido dar su nombre preguntaba por él. Un visitante a una hora tan tardía y con semejante tiempo, intrigó a Nicolás. Al tiempo que decía al criado que lo hiciera entrar, se juró que si, por desgracia, se trataba de la «pequeña Aquilea», lo echaría fuera a fuerza de puntapiés en el trasero. Pero no era Aquilea, sino un hombre de considerable estatura que no quiso desprenderse de su capa chorreante, cuya capucha le ocultaba el rostro, más que cuando salió el criado después de haber cerrado la puerta.

—¡Barón Glimski! —exclamó Nicolás.

—Nada de nombres, señor Copérnico, ¡nada de nombres! —dijo el antiguo teniente general del mariscalato del rey Casimiro IV, al tiempo que escudriñaba furtivamente la sala con sus ojillos estrechos velados por pesados párpados, para comprobar que estaban efectivamente solos.

A Copérnico no le gustaba aquel hombre; le daba miedo. Le señaló un sillón y le propuso, en un tono falsamente frívolo, que probara una copa de un vino que le había regalado un amigo de regreso de Italia. Glimski rehusó con un gesto de impaciencia. Si persistía en sus maneras arrogantes, Nicolás estaba decidido a ponerlo en la puerta. Decididamente, aquel hombre no le gustaba.

—¿A qué debo la inmensa alegría de su visita? —dijo con una ironía muy marcada—. Mi tío, monseñor Lucas, me había advertido de manera formal que no debíamos vernos nunca.

Hundido en su sillón, el barón cruzó sus largas piernas flacas enfundadas en botas altas cubiertas de barro.

—Nos ha metido en un apuro muy serio, señor Copérnico, con sus apasionadas amistades estudiantiles…

—No comprendo. ¿Puede dejar de hablar en enigmas, por una vez, y expresarse con más claridad?

—Aquiles Othon de Hohenzollern se ha dado muerte.

Nicolás saltó de su asiento.

—¿Qué dice usted?

Después de pedirle que volviera a sentarse, como si estuviera en su propia casa, Glimski contó que habían repescado diez días antes el cadáver de Aquiles, con una soga atada al cuello, de entre las redes que los pescadores suelen cruzar a través de la corriente, río abajo de la ciudad. En las habitaciones del desgraciado, habían encontrado una carta de cuyo contenido informaron al barón, que contaba aún con amigos en el mariscalato.

—Y en esa carta, no habla más que de usted. Al parecer le considera responsable de lo que aparentemente es un crimen contra sí mismo: un suicidio.

—¿Aparentemente? ¿Pero de qué me acusa?

—De haber roto la más bella y más noble de las amistades. Todo es bastante confuso: menciona un banquete en el que ambos habríais participado, en la casa de un tal Platow, y que sería el factor determinante de su fatal decisión…

—¿Platow? Pero si yo no conozco…

Entonces comprendió y no pudo contener una sonrisa: El Banquete…, Platón…

—Poco importa —prosiguió Glimski—. No me han permitido sacar una copia de esa carta. En cualquier caso, su situación es extremadamente peligrosa, señor Copérnico.

—¡Pero yo no tengo la menor responsabilidad en esa tragedia!

—¿Cómo un joven tan inteligente como usted puede estar tan ciego? ¿Cree que familias tan poderosas como los Brandenburgo o los Hohenzollern van a aceptar que el cuerpo de uno de sus hijos sea quemado y sus cenizas dispersadas, que es la suerte que corren los suicidas, señor estudiante de derecho canónico? Van a acusarle de asesinato, con gran regocijo de muchas personas de la corte. Y el conflicto más o menos apagado entre Prusia y Ermland va a convertirse en una lucha de clanes, entre el de los Brandenburgo y el de monseñor el obispo Lucas Watzenrode. Lo peor que podía ocurrimos.

Entre el pánico y la cólera, Nicolás optó por la última:

—¡La culpa ha sido suya! Si no me hubiese impuesto ese papel de espía barato, por otra parte inútil, junto a ese pobre muchacho que visiblemente no estaba en sus cabales, no habría sucedido nada de todo esto. ¿Y por qué avisarme tan tarde? ¡Diez días!

La cara chupada de Glimski se hizo inquietante.

—No es momento de lamentaciones. Dicho sea de paso, no crea que su misión haya sido tan inútil. En cuanto a esos diez días… Vengo de Ermland. He reventado dos caballos en mi cabalgada. Su tío y yo pensamos al principio en enviarle a seguir sus estudios a Italia, donde en pocos años habría quedado olvidado. Por desgracia, las circunstancias no favorecen esa solución: los ejércitos de Carlos VIII de Francia han cruzado los Alpes y descienden hacia Nápoles. De modo que usted y su hermano deben hacer su equipaje, lo más ligero posible. Partirán esta noche a Heilsberg. El capitán Philip Teschner los espera con una fuerte escolta detrás de la poterna norte. Yo no podré acompañarlos, porque una ausencia prolongada de la compañía de su alteza el gran duque daría que hablar. Vaya ahora a preparar el equipaje, y haga que me preparen una cama. Estoy agotado. Mañana despediré a los criados y cerraré la casa, como su tío me ha rogado que hiciera.

Fue una huida desatinada en la noche, con el rostro azotado por las ráfagas de lluvia. Cruzaron sin dificultad las murallas de la ciudad, porque los centinelas no estaban en sus garitas. Más curioso aún, la poterna norte estaba entreabierta. Decididamente el barón Glimski, a pesar de haber caído en desgracia, contaba aún con muchos amigos.

El bravo Philip los esperaba como estaba previsto, con quince hombres armados a sus órdenes. Perdieron poco tiempo en saludos. Tenían que dejar Cracovia a sus espaldas en el menor plazo posible. Sólo al llegar la aurora, gris y embarrada bajo un cielo aún amenazador, pusieron sus monturas al paso. El pequeño grupo hizo después largos rodeos para evitar las ciudades, y pasaron las noches en refugios campestres o en granjas, envueltos en sus capas forradas de piel. Tendido en su jergón, Nicolás tardó mucho en dormirse, a pesar de su fatiga. Y cuando lo consiguió, fue para despertar empapado en sudor. En sueños había visto el rostro delgado y pálido de Aquiles de Hohenzollern flotando entre dos aguas, y sus grandes ojos azules húmedos lo miraban con intensidad antes de ir a perderse entre las redes de los pescadores.

Cuanto más se acercaban a Ermland, más alegres se mostraban sus compañeros, a pesar del riesgo de tropezar con una partida de teutónicos. Sobre todo Andreas, que había cambiado su oscuro hábito clerical por un uniforme militar que mostraba bajo una amplia capa de zorro plateado, cantaba a voz en cuello tonadas de marcha o de caza, y nunca rechazaba la cantimplora llena de aguardiente que le tendía uno de los miembros de la escolta. Había vuelto el Andreas de antaño, alegre, bromista, amable con todos, incluso con los más humildes. Por el contrario, Nicolás, a quien en otro tiempo nada le complacía más que las cabalgadas a campo través para vaciar su cuerpo y su mente de los días pasados inclinado sobre pergaminos polvorientos, se mantuvo apartado de sus compañeros durante todo el viaje, moroso y taciturno.

El obispo, cuyas maneras a veces toscas ocultaban una gran finura de juicio, se dio cuenta muy pronto del cambio provocado en su sobrino preferido por la muerte del joven Hohenzollern. La residencia episcopal de Heilsberg tenía las trazas de una fortaleza, y la encontraron en pie de guerra. Después del breve informe que le hizo Philip del viaje, Lucas tomó a Nicolás del brazo en presencia de todos y se lo llevó aparte, hasta el vano de una ventana con aire de aspillera, que daba a la llanura. Se sentaron frente a frente en las dos banquetas de piedra, sobre las que habían colocado unos cojines de color malva con pompones dorados.

—Créeme, muchacho —dijo el prelado en tono suave—, no tienes por qué sentirte responsable de la muerte de ese pobre niño. Ha sido en parte culpa mía. Nunca habría tenido que aceptar la propuesta de Glimski de confiarte una misión tan estúpida. Por otra parte, me pregunto si su intención no era, también, comprometerme a mí.

—¿Comprometerlo? No lo comprendo, tío…

—¡Pues claro que sí! Al forzarte a hacer amistad con ese Hohenzollern débil y frágil, quería que nuestros enemigos teutónicos sospecharan que queríamos volver a su vástago contra ellos. Y en lo que respecta a la Liga prusiana, de la que dicen que yo soy la punta de lanza, muy bien habría podido pensar que yo cambiaba de campo.

Nicolás no pudo evitar que le apareciera una mueca de duda, porque aquellos argumentos le parecieron terriblemente retorcidos. Lucas se dio cuenta de su escepticismo y añadió, en tono más seco:

—Si quieres intervenir algún día en los asuntos políticos, y me parece que posees todas las cualidades para ello, tendrás que mostrarte un poco menos ingenuo, sobrino. Glimski es un hombre retorcido, que no actúa más que en función de sus propios intereses. Me aseguró, durante su visita aquí, que fueron los Hohenzollern quienes simularon ese suicidio con la intención de matar dos pájaros de un tiro: librarse de un heredero tarado, e implicarte a ti en la muerte. Es posible. Cosas peores se han visto. Yo no comenté nada, por supuesto, pero me vino a la mente otra posibilidad: que Glimski está muy interesado en que estalle una nueva guerra entre los teutónicos y nosotros.

Nicolás no alcanzaba a ver qué interés podía tener el inquietante barón en la ruptura de la tregua, pero se abstuvo de plantear la cuestión, y dio grandes muestras de aprobar las palabras de su tío. En el fondo de sí mismo, la idea de un crimen maquillado de suicidio no lo convencía. No, la vida y la muerte eran mucho más sencillas que todas las conjuras imaginadas por Lucas y Glimski.

Nicolás Copérnico acababa de cumplir veinte años.