Nicolás Copérnico vino al mundo en Torun el 19 de febrero de 1473, a las cuatro y cuarenta y ocho minutos de la tarde. El nombre de esa pequeña ciudad de la Polonia prusiana, a orillas del Vístula, procede de tarn, nombre del endrino, un árbol muy abundante en la región. Pero nosotros los alemanes la llamamos Thorn, desde que los caballeros de la orden teutónica la transformaron en fortaleza hace dos siglos, y la poblaron con colonos de lengua alemana con el fin de consolidar su dominio sobre unas tierras arrancadas por la fuerza a sus habitantes anteriores.
Cuando nació Copérnico, esa orden mitad religiosa y mitad guerrera, enemiga de los polacos, disputaba aún la ciudad a los súbditos del rey Casimiro IV Jagellon. Diez veces vencidos, diez veces rechazados a lo largo de una guerra que duró trece años, aquellos bárbaros que se llamaban a sí mismos los últimos defensores de la Cristiandad, acabaron por inclinarse y firmaron con Polonia un tratado que llevaba el título, muy irreal, de «paz perpetua». Luego hincaron sus rodillas revestidas de hierro ante el rey Jagellon. No conservaron en Prusia más que un puñado de sus encomiendas, y se replegaron hacia el oeste, a su feudo de Brandenburgo, y hacia el este, a Königsberg, en la frontera de Moscovia.
No por ello terminaron las rapiñas y el bandidaje de los caballeros teutónicos, sus asesinatos y violaciones. Como fantasmas ensangrentados de las edades oscuras, siguieron siempre al acecho de las cuatro sedes episcopales prusianas y de las ricas tierras sometidas al rey de Polonia, de las que las villas de Danzig y Thorn no eran las joyas de menos brillo. Esa fortaleza austera, con su ajedrezado de calles rectilíneas, era frecuentada por los mercaderes de la Hansa, que volcaban en ella, descendiendo con sus barcos por el río, toda clase de riquezas venidas de Italia. De esos comerciantes uno de los más prósperos era el padre de Nicolás, llegado hasta allí desde Cracovia para abastecer a la Liga prusiana, aliada de Polonia en la tarea de combatir a los caballeros teutónicos.
Sería un error, Johannes, creer que los burgueses de aquella época se parecían a los que conocemos, que engordan detrás de sus mostradores. Eran hombres de armas, audaces, capaces de arriesgar su vida por un gulden o un zloty de más. Copérnico padre se casó con la hermana de uno de sus compañeros de armas, Lucas Watzenrode, burgomaestre de la ciudad, comerciante también él, pero sobre todo un eclesiástico que manejaba la espada con más vigor que el hisopo o el ábaco.
De esa mujer lo ignoro todo, excepto su nombre, Bárbara, y Rheticus apenas sabía nada más. Su marido le dio cuatro hijos. Dos varones, Andreas, el mayor, y Nicolás, el menor, y dos hembras de las que tampoco sé nada más que una de ellas se casó con un notable de Danzig y la otra ingresó en un convento. Como sabes, a mi maestro Rheticus no le agradaban las mujeres y no sentía interés por ellas. En cambio, siguiendo la moda de Grecia y de Platón, le atraían los jóvenes bien parecidos. Yo lo era, y me costó bastante sustraerme a sus atenciones durante el año que pasé a su lado. Mi condiscípulo Valentin Otho no compartía mi repugnancia por esas prácticas, de modo que cedió y se convirtió en su discípulo favorito. Vivíamos entonces una época voluble, en la que cada cual organizaba su vida en función de sus gustos y sus placeres.
Bárbara, la madre de Nicolás Copérnico, murió en el parto de su hija menor, y el padre falleció cuando su segundo hijo sólo tenía diez años. Su tío materno, Lucas Watzenrode, acogió entonces a los cuatro huérfanos bajo su tutela, hacia la misma época en que se convertía en el hombre más poderoso, no ya de Thorn, sino de toda Prusia. Y tan pronto como el cargo quedó libre, el rey de Polonia, que lo estimaba por haber combatido a su lado contra los teutónicos, asignó a aquel hombre de treinta y seis años el obispado prusiano de Ermland. Con la bendición del Papa, naturalmente. La elección era la mejor posible. Lucas era un guerrero heroico pero además un sabio en gran número de materias, en épocas de paz; y poseía tanta energía en la batalla como habilidad en la diplomacia. Ermland, fronteriza con Prusia, mantenía su independencia respecto de su soberano el rey de Polonia, y el nuevo obispo tenía la ambición de convertir su dominio en una Florencia del Norte, de la que él mismo sería el Médicis. Se le habría podido llamar Lucas el Magnífico. Ese sobrenombre habría infundido mayor terror aún a sus enemigos teutónicos, que decían de él que era el Diablo encarnado y rezaban todos los días para pedir al cielo su muerte. Alegaban que era un tirano brutal, venal y disoluto, calificativos que no suscribo: ellos lo hicieron a su imagen y semejanza. Es cierto que tuvo concubinas que le dieron por lo menos dos bastardos, uno de ellos Philip Teschner, al que educó con tanto cuidado y cariño como a sus cuatro sobrinos huérfanos. Pero no hacía nada distinto de los príncipes de la Iglesia en su época, ¡empezando por los pontífices! Y podría muy bien decirse que en aquellos tiempos la castidad no era para el clero la norma, sino la excepción. Hubo que esperar aún muchos años para que Martín Lutero, al casarse, pusiera fin a una situación absurda, ¡y aquello escandalizó mucho más a los hipócritas que sus noventa y cinco tesis!
¿Cómo fue la infancia de Nicolás, en la villa bien protegida y próspera que era entonces Thorn? ¿Pasó largo tiempo entristecido por la muerte de sus padres, o por el contrario se consoló rápidamente gracias a ese tío afectuoso junto al que vivía con su hermano, sus hermanas y los hijos de su tutor, durante un tiempo en su ciudad natal y más tarde en el palacio episcopal de Heilsberg? Ese palacio estaba situado a pocas jornadas de camino a caballo o en barco, siguiendo un afluente del Vístula.
Sabemos quién fue su primer preceptor: un joven bachiller tan pobre como erudito, del que se decía que era también hijo bastardo del obispo: Bernard Soltysi, que adoptó el nombre latino de Sculteti al ser nombrado secretario del cardenal Giovanni de Médicis, antes de ser su capellán cuando aquel gran señor florentino fue elegido Papa con el nombre de León X. Sin duda las enseñanzas de Soltysi fueron excelentes, porque Nicolás fue enviado a la universidad a la edad de dieciocho años.
La Universidad Jagellon de Cracovia era entonces una de las más prestigiosas de la Cristiandad, al menos en nuestros países septentrionales. Estaba abierta a los vientos que soplaban de Italia, portadores de las traducciones latinas de Platón por Ficino, y de los autores árabes por Pico della Mirandola, que afirmaba que «nada existe en el mundo más admirable que el hombre». El rey Casimiro IV, que apenas sabía escribir su nombre, leer y contar, quería ser el nuevo mecenas del Vístula, y estimulaba a los artistas incluso a pintar a la manera italiana. Así, hizo venir de Nuremberg al famoso Stoss, que creó el admirable y gigantesco retablo del altar mayor de la catedral, y ayudó económicamente al cronista Jan Dlugosz a escribir su Historia de Polonia, mientras los impresores de la ciudad sacaban de sus cajas tantas matrices de plomo con caracteres latinos como griegos o cirílicos.
Lucas acompañó con gran aparato a sus dos sobrinos y a su bastardo Philip hasta Cracovia, más cómodo montado a caballo, con la espada golpeando contra su muslo, a la cabeza de su nutrida escolta, que en su pesada carroza que lucía las armas del obispado de Ermland. Las puertas de la ciudad real se abrieron de par en par para acoger como merecía a uno de los señores más poderosos del reino. Desde lo alto del caballo que caracoleaba junto al vehículo en el que por fin había consentido el obispo instalarse para hacer su entrada en la ciudad, Nicolás se sintió deslumbrado por el esplendor de la capital. En lo alto de la colina, el inmenso castillo Wawel y el campanario de la catedral de San Estanislao relumbraban con mil destellos bajo el sol del verano, mientras que al pie de las murallas se agolpaban las aguas tumultuosas del Vístula.
El cortejo del obispo de Ermland ascendió por la calle mayor, que se abría a una plaza inmensa rodeada de palacios de una blancura suntuosa, con arcadas llenas de gracia. Delante, los puestos del mercado parecían ofrecer a una multitud de paseantes todos los frutos, todas las especias, todos los paños del mundo. Y Nicolás se decía que la austera fortaleza de Thorn no era más que una aldea rústica en comparación con tanto bullicio y esplendor.
Su tío lo arrancó de su ensueño al pedirle que volviera a subir al coche para entrar en el recinto del castillo real. Luego despidió a la escolta, que se dirigió a su residencia, situada en la ciudad baja.
Si visto desde abajo Wawel parecía una fortaleza tosca, una vez cruzado su gran portal guarnecido, se tenía la impresión de entrar en el palacio del Gran Turco en Constantinopla. Se sucedían uno tras otro los patios, con uno o dos pisos de peristilos con columnas esculpidas como si fueran de encaje, y en el centro de esos claustros manaban fuentes que surgían de un estanque circular, o flotaban nenúfares coronados por flores rosas y blancas. Falanges de señores, que Nicolás consideró de la alta nobleza por la riqueza de sus atuendos, se apartaron de la compañía de bellas damas que protegían bajo parasoles su piel delicada de los rayos del sol de agosto, para ir a inclinarse ante el obispo y recibir una bendición trazada en el aire con dos dedos, con una desenvoltura que complació a Nicolás, que se dio cuenta con orgullo de que su tío era un personaje muy poderoso.
La sala de audiencias real estaba cubierta de tapices y de cuadros inmensos que representaban, con mucho realismo, las victorias de la dinastía Jagellon sobre los otomanos, los húngaros, los moscovitas y los caballeros teutónicos, pero también y sobre todo la conversión al cristianismo del primero de ellos, Ladislao II. Se le veía renunciar al paganismo, o tal vez a la herejía de Arrio, arrodillado delante de san Estanislao, que colocaba sobre sus sienes la triple corona de Polonia, Hungría y Lituania.
En cambio su hijo, Casimiro IV, estaba presente en carne y hueso. Era un vejete bonachón sentado con negligencia en el trono, que miraba al obispo de Ermland mientras éste se prosternaba ante él para rendirle pleitesía. Luego, el rey ayudó con familiaridad a incorporarse a Lucas, le tomó del brazo y lo condujo a una sala más pequeña, en la que habían dispuesto una mesa colmada de manjares muy apetitosos para un estómago de dieciocho años que no había recibido nada desde el amanecer. El rey tomó asiento, invitó a Lucas a hacer lo mismo a su lado, y luego, alzando la mirada hacia los tres jóvenes, dijo:
—Sentaos, hijos míos, debéis de tener mucha hambre. Pero dime, obispo, ¿estos mocetones han salido de tu báculo? ¡Tres bastardos! ¡Bonita manera de guardar tus votos! ¿Pretendes hacer sombra a Su Santidad Inocencio VIII, que ha ido sembrando retoños por toda Italia y distribuye generosamente entre ellos la púrpura cardenalicia?
—Dios me guarde de ello —respondió Lucas, entre risas—. De los tres, el único que es hijo mío es Philip, ese grandullón que intenta inútilmente que le crezca una sombra de bigote. Tiene aptitudes de político el muchacho, y algún día podrá ser útil a Polonia.
»Los otros dos son mis sobrinos, y me hice cargo de ellos al morir su padre, Nicolás Copérnico. Ése es el mayor, Andreas, y veo que no ha esperado vuestro permiso para empezar a devorar. ¡Andreas! Cuántas veces te he dicho…
—¡Déjalo, obispo, déjalo! Yo mismo tengo cinco chicos, y puedes creerme que no se andan con filigranas a la hora de zamparse cualquier cosa. ¿Y el otro?
—¿El otro? ¡Ah, es Nicolás! ¡Nicolás el sabio, Nicolás el artista! Maneja bien los pinceles, majestad, podéis creerme. Y además sabe luchar con los puños o con la espada tan bien como su tío. Un futuro obispo, tal vez…
—Muy bien, Nicolás, dime entonces —preguntó el rey, con una familiaridad brusca y un tanto cuartelera—, ese nombre, Copérnico, me recuerda algo… ¿No es el de una de mis villas, que tiene minas de cobre muy ricas?
Nicolás enrojeció, se mordió los labios para darse ánimo, y decidió en un instante que lo mejor era entrar en el juego y contestar en un tono ligero, como si se dirigiera a un abuelo y no a un monarca:
—Vuestra majestad conoce su inmenso y poderoso reino tan bien como un campesino su pequeña parcela. Por lo que sé, en Copérnico hay enormes yacimientos de cobre, pero el mineral no supone la fortuna para quienes lo arrancan de una tierra ingrata. Y por desgracia, Copérnico no es tampoco una de vuestras ciudades más bellas. No es más que una aldea con cabañas de troncos y habitantes que visten harapos.
—No obstante, un metal tan rico tendría que haberles dado prosperidad —observó el rey con un tono ligeramente cínico.
—Y, sin embargo, majestad —respondió Copérnico sin desconcertarse lo más mínimo—, no ha aprovechado más que a unos pocos. Entre ellos a mi abuelo, que tomó el nombre de su aldea natal, como era costumbre, y que fue a instalarse en Cracovia. Cuando su hijo, es decir, mi padre, alcanzó la mayoría de edad, marchó a su vez a Thorn, a ocuparse en batallar más que en negocios. Junto a mi tío, monseñor Lucas, consiguieron rechazar valerosamente a nuestros enemigos hasta sus lejanas tierras del poniente.
—Yo estuve allí, muchacho, yo estuve allí también —replicó el rey, impaciente por concluir—, y conocí a tu padre. Un bravo. Como sigue siéndolo nuestro querido Lucas. ¿No es cierto, obispo?
»¿Pero qué quieres decirme, con esa historia del cobre? Come un poco antes…, bebe un vaso…
—El cobre, majestad, es la fortuna de Polonia, pero tal vez también su desgracia. Al parecer la plata se evapora en la aleación con la que se acuñan los zlotys, y…
—Alto, Nicolás, mi joven amigo —le interrumpió el rey—, te estás aventurando en arenas movedizas. A tu tío, que no tiene precisamente un carácter débil, no le faltan enemigos en su obispado y del otro lado de sus fronteras. Si añades a ellos a los orfebres y a los acuñadores de moneda, no doy gran cosa por su futuro. Ah, obispo, a propósito, tengo que hablar contigo ahora mismo a solas… No os levantéis, chicos, y seguid comiendo.
El viejo monarca se puso en pie, tomó a Lucas del brazo, y se lo llevó a una estancia vecina cuyas paredes conocían, sin duda, muchos secretos de Estado.
En los numerosos claustros de la Universidad Jagellon soplaba un viento de libertad, por más que los estudiantes hubieran de ir vestidos con una austera sotana negra con alzacuello blanco y bonete cuadrado del que colgaban unas cintas cuyo color indicaba el grado. Pero, tan pronto como sonaba la campana del final de las clases, los más ricos de entre ellos, hijos de grandes señores, corrían a la taberna instalada en la otra acera de la calle, donde les esperaban ropajes más atractivos. Salían entonces de las murallas hacia los barrios exteriores y hacía delicias que les habrían valido ser fulminados por sus profesores de teología. Entre los muros del colegio Maius únicamente se hablaba el latín y el alemán de Nuremberg. Fuera de ellos, prevalecía el polaco.
La acogida reservada por el rey Casimiro al obispo de Ermland y a sus tres protegidos se había difundido rápidamente por la capital y el colegio. Pero eran demasiados los estudiantes hijos de linajes más ilustres que el de los Copérnico y el bastardo de un Watzenrode, burgueses que olían aún a los pantanos prusianos de los que procedían. De hecho, los tres jóvenes de Thorn tenían un aspecto bastante rústico: al abrigo de las espesas murallas de su villa natal, su preceptor Bernard Soltysi apenas se había preocupado de inculcarles los modales refinados de la corte real.
Felizmente, como siempre sucede, acabaron por confundirse con aquella masa estudiantil. El resto lo hicieron el encanto y la seducción de Andreas, la fuerza física de Philip y sobre todo la facilidad y la rapidez con las que Nicolás, el más joven del trío, lo comprendía todo sin mostrar la menor arrogancia. No había en él nada del «buen alumno», del empollón pálido aislado en su rincón. Por el contrario, formaba parte de todas las alegres juergas ciudadanas, de todos los banquetes tabernarios. Tenía una gran habilidad dibujando al carboncillo y divertía a sus condiscípulos trazando en una esquina de la mesa su retrato o el de los profesores, convertidos en animales de granja.
La vida estudiantil en el colegio Maius de Cracovia no tenía, por consiguiente, nada que envidiar a la de las demás universidades del mundo. Nicolás disfrutó de ella, pero sobre todo disfrutó de las lecciones de un prestigioso profesor en artes liberales, Albert de Brudzewo, que en el curso de una larga estancia en Italia había conocido a Lorenzo el Magnífico, Marsilio Ficino, Pico della Mirandola y Leonardo da Vinci, había traducido muchas obras del griego, del árabe o del hebreo al latín y después al polaco, y mantenía una abundante correspondencia con los mayores talentos de Europa, dispuestos todos ellos a liberar al viejo mundo de las trabas de las edades oscuras a fin de hacer renacer la armoniosa belleza de la sabiduría de los antiguos.
Brudzewo, autor también de varias obras matemáticas, se dio cuenta muy pronto de las prodigiosas aptitudes de Nicolás en ese terreno, y de su vivo interés por aprender. Decidió darle clases particulares y le recomendó muchos libros que no tenían la menor relación con el derecho canónico. Un derecho canónico que Nicolás descuidaba sobremanera. Había asimilado muy pronto la dialéctica de la filosofía escolástica, que encontraba tan pesada en la forma como pueril en el fondo. Pero era necesario pasar por ella para obtener una sinecura, con la ayuda del tío Lucas, que le permitiría ser el continuador de su maestro Brudzewo en la búsqueda de los saberes antiguos y el descubrimiento de los nuevos.
Porque era eso a lo que quería dedicar su vida. En realidad, Nicolás Copérnico no sabía muy bien hacia dónde encaminarse. O más bien, deseaba devorarlo todo. Euclides, después la revelación de estudios recientes sobre la perspectiva en la pintura, sin olvidar las obras de renovación en curso en el castillo real, en la universidad y en varias iglesias de la ciudad, le parecían señales que lo convocaban de forma irresistible hacia la arquitectura. ¡Ser en Cracovia lo que había sido Brunelleschi en Florencia! ¡Construir! ¡Unir la belleza a la utilidad! Y todavía más ambiciones y sueños: seguir a Ficino o a Pico y excavar en el mantillo de la historia para desenterrar los textos auténticos de los siglos desaparecidos, textos olvidados o deformados, traicionados, sumergidos bajo la superficie de los palimpsestos o las falsificaciones de los copistas. Hacerlos renacer en su pureza prístina, traducirlos después al latín o bien a la lengua vulgar.
Pero Copérnico apenas alzaba su nariz hacia las estrellas y la danza de los planetas, a pesar de las incitaciones de su maestro, que por su parte sentía una afición apasionada por ese género de cosas. Nicolás no veía el menor interés en buscar en el cielo signos del futuro de los hombres; era algo que le recordaba demasiado la glosa de los exegetas. Condescendía aún con el Almagesto de Tolomeo, porque en aquella teoría planetaria había algunas sutilezas matemáticas; pero sus Tetrabiblia, que Nicolás se había visto obligado a leer en una mala traducción latina de la que un oscuro monje copista había hecho desaparecer los pasajes que le parecían excesivamente paganos para sustituirlos por comentarios confusos, le habían parecido de una pretensión que sobrepasaba todos los límites, y de una vanidad llena de verborrea. Atreverse a fijar el mundo de una vez por todas… «Ese Tolomeo no es más que un pedante», dijo un día a su maestro, que a punto estuvo de morir de un ataque de apoplejía. Nicolás decidió entonces no ocuparse más de lo que consideraba un mundo de inepcias y vaguedades: la astrología.
Una mañana de carnaval, Nicolás Copérnico se apartó de sus estudiosos condiscípulos para unirse a la alegre banda capitaneada por su hermano mayor Andreas, que lo esperaba en la taberna llamada del Colegio, y que los estudiantes habían rebautizado con el nombre de «Aquí mejor que enfrente».
Cuando Nicolás bajó de un salto los seis escalones que conducían a la sala baja en la que una veintena de jóvenes estaban sentados en torno a una gran mesa, fue recibido con un abucheo general:
—¡La puerta! ¡Vete al diablo! ¡Ahí fuera no hay calefacción! ¿Quieres matarnos de frío?
El recién llegado los contempló con un aire cómicamente desdeñoso:
—Vaya unas señoritas melindrosas. ¿Es que la cerveza y el alcohol de centeno no bastan para calentaros?
Esquivó por poco una jarra que le había lanzado uno de los estudiantes y luego, con una lentitud calculada, subió los escalones de la entrada, abrió la puerta de par en par y, saludando con una profunda reverencia al viento glacial que entraba entre torbellinos de nieve, declamó:
—¡Bienvenido a nuestro palacio, monseñor Carnaval!
Consintió finalmente en cerrar la puerta, entre los aplausos y los gritos de sus camaradas. Cuando el carillón de San Estanislao dejó oír catorce campanadas, la borrachera empezaba ya a hacer vacilar las cabezas y el cerdo que se asaba en el espetón de la chimenea había adelgazado hasta un punto asombroso. Las conversaciones eran menos fluidas. Andreas se puso en pie, golpeó la jarra con su cuchillo y dijo a voces:
—Señores, señores, no iréis a dormiros ahora, cuando la fiesta apenas acaba de empezar. Es cierto que no hay carnaval sin borrachera, pero tampoco hay carnaval sin mujeres, bacanal sin bacantes. Dejad que os lleve al mejor burdel de la ciudad.
Fuera, había dejado de nevar. En el cielo, limpio de nubes, el sol hacía relumbrar el blanco cegador de la calle y los tejados. Bajaron hacia el puente que cruzaba el Vístula helado y entraron sin dificultad en la ciudad nueva. Era un día festivo y las puertas estaban abiertas. Atravesaron el barrio de la judería. Puertas y ventanas estaban cerradas. El pueblo de Abraham sabía demasiado bien que la fiebre del carnaval siempre corría el peligro de desatarse contra sus casas, matar a sus hijos, violar a sus mujeres. Al pasar delante de la sinagoga, uno de los compañeros de Copérnico escupió. Los demás empezaron a gritar y a golpear con sus bastones o sus espadas los muros y las puertas:
—¡Muerte a los judíos, envenenadores de pozos, profanadores de la hostia, comedores de niños!
Nicolás se mordía los labios, silencioso, maldiciendo su cobardía por no atreverse a ejercer de aguafiestas. Su tío Lucas y su maestro Brudzewo —al que algunos calificaban de converso— le habían enseñado que aquellas gentes, fugitivas de Francia y España, habían sido acogidas en Polonia por el primer Jagellon para que un país todavía bárbaro pudiera aprovechar sus conocimientos sobre medicina, lenguas antiguas, letras de cambio y otros saberes que eran también los de Arabia, Persia, India o Catay. Se sintió aliviado cuando el cortejo salió finalmente de la judería sin haber tropezado con ninguno de sus habitantes, porque a buen seguro lo habrían atacado.
Entraron en el barrio de los húngaros, de una reputación pecaminosa bien establecida. Adosado a la muralla, un gran edificio de color cinabrio se aferraba a las gruesas almenas como una hiedra mineral y maloliente. Un farol rojo, cubierto por un capuchón de nieve, colgaba frente a la puerta claveteada y pintada de un rosa repulsivo. Nicolás conocía aquel albergue, en cuya enseña se leía «El Ramillete de Violetas», por haberlo visitado dos o tres veces antes, en el curso de alguna juerga esporádica. En cambio su hermano Andreas, acompañado siempre por el bravo Philip, que le servía de guardaespaldas, era un habitual. De modo que cuando se abrió la mirilla, no les pusieron ningún obstáculo para entrar, porque el patrón había reconocido a uno de sus clientes más asiduos.
La gran sala en la que entraron pretendía imitar a un harén turco, con paredes revestidas de azulejos con arabescos, y almohadones amontonados por todas partes, sobre los que estaban tendidas una docena de muchachas casi desnudas. En el centro había un pequeño estanque circular, sin agua, repleto de flores secas. Hacía un calor infernal porque en la chimenea y en las dos estufas, que nada tenían de turco, rugía el fuego, alimentado sin cesar por una anciana sirvienta.
No eran más que ocho estudiantes. Los demás, más tímidos o sencillamente prudentes, habían preferido quedarse en la ciudad alta para seguir el desfile del carnaval. Mientras sus compañeros se repartían risas y codazos, Andreas, sintiéndose en su elemento, señaló a una muchacha muy joven, de tez oscura, larga cabellera negra y unos ojos inmensos realzados por una gruesa capa de polvos, que se mantenía un poco apartada.
—¡Vaya, una nueva! ¿Cómo te llamas, pequeña?
—Cleopatra —respondió la muchacha, con un fuerte acento bohemio.
Su delgada túnica transparente y la diadema de hierro que llevaba podían, con mucha imaginación, recordar el atuendo de la reina de Egipto.
—Pues bien, Cleopatra —replicó alegre Andreas—, ven a dar al césar lo que es del césar.
Y la pareja subió abrazada la escalera que rechinaba, mientras Nicolás empezaba a sentir una incomodidad aguda. Había bebido menos que los demás, y el paseo bajo aquel frío lo había despejado. No era la visita al burdel lo que le incomodaba hasta ese punto; se había provisto de un condón de vejiga de puerco, previendo lo que iba a ocurrir. Pero se sentía inquieto sobre todo por la actitud que su hermano, desde el principio, había tenido en la taberna. Andreas había estado bebiendo con rabia una jarra tras otra, y luego, en la judería, había gritado tales insultos que su hermano pequeño no reconocía ya a su amigo de la infancia, al hermano con el que lo compartía todo, no como el primogénito, sino como un gemelo. Lo cierto era que, desde que se instalaron en Cracovia, Andreas había cambiado. Unas veces adoptaba aires de cabeza de la familia, lo que resultaba muy molesto porque aquel muchacho frágil como el cristal, siempre en tensión y con los nervios a punto de saltar, en realidad tenía necesidad de ser protegido por un Nicolás sensato y reflexivo, o por un Philip sólido y lleno de buen sentido; otras veces desaparecía durante toda una semana y no asistía a las clases, sin que su hermano menor consiguiera averiguar dónde había pasado aquel tiempo.
Ahora, mientras sentía el cuerpo empapado de sudor bajo su abrigo de piel de zorro, Nicolás estuvo tentado de dar media vuelta y marcharse de aquel establecimiento sórdido. Pero no, no podía abandonar a su hermano. De modo que, por aburrimiento, pidió a la gruesa Isabel que subiera con él. Aquella mujer sin edad, vestida más o menos a la española para justificar el nombre tomado a préstamo de la reina de Castilla, lo había instruido con mucha habilidad el año anterior.
El dormitorio era un cuartucho sucio, inmediatamente debajo del tejado. Por toda cama, había un jergón de paja en el suelo. Isabel se desabrochó el cinturón. De pronto, a través del delgado tabique, se oyó un grito estridente de mujer. Luego la voz de Andreas:
—¡Guarra, marrana, perra judía! Mira que te había avisado… ¡Te había avisado!
Nicolás salió de un salto, en camisa y con los pantalones desabrochados e irrumpió en el cuarto contiguo. Su hermano se vestía, desaliñado, con la daga ensangrentada en la mano. La muchacha yacía a sus pies, desnuda, con la mancha roja de una herida abierta en el seno.
—¿Qué has hecho, Andreas? ¿Te has vuelto loco?
—¡Ha sido ella, ha sido ella! Está podrida de sífilis. Mírala… Le he pedido que me devolviera el dinero, y se ha negado. Incluso ha empezado a pegarme. Y entonces…
Los demás estudiantes se habían amontonado ante la puerta. El patrón iba a presentarse, sin duda.
—¡Vámonos todos! —gritó Nicolás—. Andreas, deja ese dinero aquí. ¡Larguémonos, os digo!
Después de recuperar sus vestidos, la banda bajó a la carrera los peldaños de la escalera, de cuatro en cuatro. El patrón estaba plantado delante de la puerta. De un puñetazo, Philip lo envió rodando sobre los almohadones, mientras Nicolás le arrojaba una bolsa llena de dinero.
En la calle cubierta de nieve, corrieron para salir cuanto antes del barrio húngaro y se dispersaron. Nicolás, Philip y Andreas, agarrado a una botella medio vacía de aguardiente de centeno, se encontraron muy pronto en la judería. Allí, un cortejo de máscaras desfilaba aullando insultos y golpeando las puertas y ventanas cerradas. Algunos blandían antorchas, lo que hacía suponer que las cosas irían a peor.
—¡Por fin, gente que sabe divertirse! —dijo Andreas, cada vez más excitado—. Vamos con ellos.
Nicolás lo agarró del brazo.
—¡Te lo ruego, volvamos a casa!
Su hermano mayor se apartó con un violento empujón.
—¡Déjame en paz, cenizo! Hoy es carnaval. Todo está permitido.
El tranquilo Philip se puso delante de él, y con el mayor sosiego le soltó un par de bofetadas magistrales. Aturdido, Andreas vaciló. Su hermano y su primo lo sostuvieron pasando los brazos sobre sus hombros, y lo arrastraron literalmente a través de los arrabales, dando un rodeo para evitar la judería, donde ya empezaban a elevarse columnas de humo. Cruzaron el puente del Vístula bajo la mirada burlona y cansina de los soldados que lo guardaban; cruzaron la plaza mayor en fiestas, y finalmente entraron en la hermosa residencia del obispo de Ermland.
Andreas pasó tres días postrado en su habitación. Cuando Nicolás o Philip entraban a interesarse por él, se arrojaba de rodillas a sus pies para pedirles perdón. La mañana del cuarto día, un lacayo con la librea real llamó a la puerta. Traía una convocatoria del monarca en la que se ordenaba a Nicolás y Andreas Copérnico que acudieran de inmediato al castillo Wawel, donde serían recibidos en audiencia. A toda prisa, Nicolás subió a buscar a su hermano, pero la habitación estaba vacía. El criado dijo que acababa de ver a Andreas salir por la puerta de servicio. El callejón trasero estaba desierto. Muy contrariado, Nicolás explicó aquella desaparición al lacayo y cometió la tontería de proponer que Philip reemplazara al que desde todos los puntos de vista cabía considerar un fugitivo. El otro se encogió de hombros, y Nicolás comprendió: el bastardo del obispo no era considerado oficialmente más que un pariente pobre acogido por caridad.
Así pues, Nicolás subió solo la avenida que conducía al castillo Wawel, detrás del lacayo. El miedo le pesaba en la boca del estómago. Sabía muy bien el motivo de aquella convocatoria. Y al parecer, Andreas lo había comprendido también.
Casimiro IV había hecho trasladar su lecho a la salita de las audiencias privadas. Desde hacía algún tiempo el viejo rey estaba muy enfermo, y sus médicos no le vaticinaban más que unos pocos meses de vida. Mientras Nicolás se arrodillaba, el lacayo se inclinó hacia el rostro considerablemente enflaquecido del monarca cuya tez, antes rubicunda, había adquirido un tono amarillento. Después de que el mensajero le explicara entre susurros la ausencia de Andreas, Casimiro sonrió de una manera extraña y exclamó, con una voz que quería ser tonante pero que sonó apagada:
—Nicolás, Nicolás ¿qué has hecho con tu hermano?
Como no sabía si el augusto enfermo quería bromear, el estudiante tartamudeó:
—Majestad, majestad…
El rey se volvió entonces hacia un personaje que estaba de pie a su lado, el peor enemigo de todos los bachilleres de Cracovia: el teniente general del mariscalato, barón Glimski. Este último inclinó ligeramente la cabeza y dijo en tono monocorde:
—Señor Copérnico, su hermano y usted nos han metido en un considerable aprieto con la calaverada del otro día. Por fortuna, la muchacha no ha muerto. Pero el propietario del… establecimiento en cuestión ha venido a protestar a los servicios que dirijo. Ahora bien, ese individuo es uno de mis mejores agentes. Usted lo ignora sin duda, señor Copérnico, pero en el barrio que llaman de los húngaros pululan los espías del Gran Turco. Y Arpad, tal es el nombre del infeliz proxeneta que probó la fuerza de los puños de su… primo, los conoce a todos y me informa de sus movimientos. No quiero perder a un hombre tan precioso por culpa de las juergas de estúpidos estudiantes empapados de alcohol.
—Sobre todo cuando los borrachos en cuestión —puntualizó el rey— pertenecen a la familia de un hombre al que amo como a un hijo, y que sabe proteger mi reino contra las incursiones del gran maestre de los caballeros teutónicos. Ah, ya oigo las carcajadas de Hohenzollern cuando se entere de que los sobrinos del obispo de Ermland no tienen más distracciones que la de asesinar putas. ¡Pero continúe, teniente general, continúe!
Mientras Nicolás, siempre de rodillas, temblaba, el barón Glimski siguió diciendo, con su voz seca y suspicaz:
—Hemos pagado mucho dinero para que Arpad olvide lo sucedido. Con los judíos ha sido diferente. Algunas de sus casas fueron saqueadas e incendiadas. Dos niñas de doce años, violadas. Un viejo rabino, golpeado y afeitado de los pies a la cabeza, lo que para ellos es la peor de las humillaciones. Y me ha costado mucho convencer al jefe de su secta de que los sobrinos de monseñor el obispo de Ermland no habían tenido nada que ver, tal como me lo han asegurado mis agentes, en ese otro asunto. ¿Y sabe quién es ese jefe, señor Copérnico? El doctor Johann Faust, el único médico en toda Polonia capaz de aliviar los dolores de su majestad. El doctor Faust, que curó una grave herida de su tío durante la guerra contra los teutónicos. ¿Qué pretende, señor Copérnico? ¿Perder el reino?
Con sus pómulos muy altos y los pesados párpados que velaban su mirada, el barón Glimski tenía el aspecto de un cuervo.
—Levántate, buen Nicolás —dijo el rey con voz dulce—, y siéntate a mi lado. Sé que has sabido conservar la cabeza fría durante toda esa historia. Tu buen primo Philip, que desde luego no es una lumbrera de la Cristiandad pero que posee un talento muy agradable para narrar historias, me ha contado toda la aventura. Yo me habría reído con ganas al acordarme de mi loca juventud, pero no en las circunstancias actuales. ¡Levántate, te digo!
El estudiante obedeció y tomó asiento en el borde del taburete que le había señalado el rey. Tenía la impresión de que sus huesos crujían por todas partes. ¡Philip! ¡Traidor! De modo que contaba sus menores actos y gestos al teniente general, al rey, al tío Lucas. Nicolás se prometió decir a su primo lo que pensaba de él, en cuanto tuviera una oportunidad.
—Finalmente hemos conseguido hacer olvidar el incidente —continuó el barón—. No sin dificultades. Pero en lo que se refiere a su hermano…
Dejó la frase en suspenso, como una amenaza.
—No sé adónde pudo haber huido —suplicó Nicolás—. Perdonadle, Majestad. Yo os prometo que en adelante lo vigilaré y sabré mantenerlo en el camino recto. Es débil, pero creo que ejerzo sobre él una buena influencia…
—Será inútil —le interrumpió Glimski—. Habíamos alertado a monseñor el obispo el día mismo del incidente. Y esta mañana, uno de sus mensajeros me ha pedido que lo devolvamos cuanto antes a Thorn. Tal vez a estas horas ya le han echado el guante dos de mis hombres. Ha debido de refugiarse en la casa de su amante…
—¿Su amante? —exclamó Nicolás.
El rey le sonrió con cierta ironía.
—¡Ah, mi buen Nicolás! Vigilas muy mal a tu querido hermano mayor. Toda la ciudad, e incluso su rey, y ya es decir, conoce su relación con Philomena, la bella napolitana cuyos favores, un tanto ajados para mi gusto, disputa a monseñor Pasolesi, el legado en Polonia de Su Santidad Inocencio VIII.
Nicolás creyó desmayarse de estupor y de rabia. ¿En qué avispero había ido a meterse Andreas? Y a él mismo ¿qué suerte le reservaba su tío? Como si hubiera leído en sus pensamientos, el teniente general del mariscalato intervino de nuevo:
—Hemos explicado con detalle a monseñor su tío el papel benéfico desempeñado por usted en este penoso asunto. Así pues, puede proseguir sus estudios…
—Con tanta brillantez como hasta hoy —interrumpió el rey—. Y a fe mía, algún día que yo no veré y que deseo lo más tardío posible para el querido Lucas, serás un obispo de Ermland muy presentable. ¡O un Papa! Por más que nunca ha habido un Papa polaco, ¡y nunca lo habrá! —Casimiro IV soltó una gran carcajada, que se transformó de súbito en una mueca de dolor—: ¡Ay, va a reventar, eso va a reventar! Glimski, llama al doctor Faust. ¡Y dejadme!
Después de abandonar la salita de las audiencias, en la que habían entrado apresurados los médicos, el teniente general agarró con bastante violencia a Nicolás por el brazo:
—Muchacho, te he sacado de un mal paso y voy a pedirte un pequeño servicio a cambio. ¿Conoces a uno de tus condiscípulos, un prusiano, Othon, llamado Aquiles de Hohenzollern?
—Sí, de vista. Es un muchacho enfermizo y taciturno. Un poco arrogante, también. No tengo trato con él. O mejor dicho, es él quien no tiene trato con nosotros los polacos, como nos llaman.
—Pues bien, no sólo vas a tener trato con él, sino que vas a convertirte en su mejor amigo. Es hijo del burgrave de Brandenburgo, que intenta hacerse con el mando de la orden de los caballeros teutónicos. Te ganarás su confianza. Y me informarás hasta de sus frases más anodinas, y de las personas con las que habla. Si además puedes acceder a su correspondencia… Tu tío me ha dado permiso. Y también el rey…
Glimski no necesitó decir más. Nicolás había comprendido a la perfección el papel que le pedían que desempeñara: el de espía. A fin de cuentas, se dijo mientras regresaba a su casa, no le disgustaba. Incluso lo excitaba un poco.
Contrariamente a lo que esperaba, no le costó nada entrar en la intimidad de Othon von Hohenzollern. Su familia acumulaba más y más poder en su feudo del Norte, hasta un punto inquietante en los aledaños de la Prusia polaca. En cambio, el joven era despreciado por los estudiantes que se consideraban de nacionalidad alemana, de hecho bávaros que miraban a los nativos de las regiones septentrionales de Brandenburgo o Mecklenburgo como a bárbaros germánicos, por no llamarlos godos. Además, todo el mundo sabía que los actuales Hohenzollern procedían de un oscuro linaje de la pequeña nobleza, de las cercanías de Nuremberg.
A pesar de su sobrenombre de Aquiles, Othon no tenía nada de un valiente guerrero ni de un junker. Era un muchacho enclenque, y lo que Nicolás había tomado por arrogancia no era más que una terrible timidez que le hacía tartamudear. Cuando Copérnico lo abordó, con el pretexto de que le dejara copiar los apuntes de una clase de derecho canónico a la que había faltado, Aquiles, ruborizado como una doncella, le confesó su admiración por el trío inseparable conocido en el colegio como «los tres hijos del obispo de Ermland». ¡Le gustaría tanto participar en sus algaradas y diversiones! Nicolás se echó a reír con ganas y dio una fuerte palmada en la espalda del hombre destinado a convertirse un día en burgrave y gran maestre de los caballeros teutónicos. Aquiles vaciló al recibir aquel golpe propinado por el nativo de Thorn, y luego expresó su tristeza por la marcha de Andreas:
—Sin él, ya nada será lo mismo en el colegio Maius —suspiró.
—¡Pues bien, tú vas a reemplazarlo! ¡Eh, Philip! ¿Qué tal si vamos a beber una cerveza con nuestro nuevo amigo en «Aquí mejor que enfrente»?
A partir de ese momento, Aquiles de Hohenzollern siguió a Copérnico como un perro a su amo. Se lo contaba todo, le hacía confidencias sobre su árida y triste infancia en Königsberg, sin madre, sin la menor presencia femenina, sin la menor ternura, rodeado de militares borrachos y apestosos en sus armaduras, que sólo se quitaban para dormir. Enseñaba a su nuevo amigo las cartas que le enviaba su tío, el gran maestre de los caballeros teutónicos, el peor enemigo del obispo de Ermland. No eran más que recomendaciones sobadas, «no te juntes más que con los mejores alumnos de tu clase, sé respetuoso con tus profesores», trufadas de solecismos y barbarismos, y puntuadas por adagios y proverbios campesinos, «diez coronas gastadas en un misal valen más que un zloty gastado en la taberna, pero una oración cada noche vale más que un misal…». Cuando comunicaba su contenido al teniente general del mariscalato, Nicolás se preguntaba en que podían resultar útiles aquellas bobadas al barón Glimski y la salvaguarda de Polonia. Pero aquello cada vez le divertía más.
Por el contrario, lo que le divertía mucho menos eran los paseos nocturnos fuera de las murallas, a las que lo arrastraba Aquiles ahora que había vuelto la primavera. El muchacho enfermizo, «ese alfeñique» como lo llamaba un Philip algo celoso, se colgaba del brazo de Nicolás; a veces le tomaba la mano en la suya, flaca y húmeda. Lo obligaba a sentarse en lo alto de un talud y a contemplar el cielo nocturno, en aquella tibia primavera.
—Mira, Nicolás, la Luna está llena. ¿Quién puede decir cuál es su curso alrededor de nuestra madre la Tierra? Y Marte, esa estrella vagabunda, mira qué brillo rojo. ¿Quién sabe si allá arriba viven hombres como nosotros? ¿Eh? ¿Quién sabe?
Aquiles era una perfecta nulidad en álgebra y en geometría: Nicolás le hacía todos los deberes. Y al maestro de ambos, Albert de Brudzewo, no le engañaba aquella superchería. Incluso estimulaba a su mejor alumno a tratar de responder a las preguntas del prusiano, sabedor como era, porque Glimski le había informado de ello, de que aquella amistad insólita entre el sobrino del obispo de Ermland y el del gran maestre de los caballeros teutónicos no tenía otro motivo que la razón de Estado. Pero el objetivo de Brudzewo era otro. En los años en que se esforzó en demostrar a Copérnico que Euclides y Pitágoras eran ante todo herramientas capaces de fabricar la mecánica celeste, había chocado contra un muro. Ahora, por culpa de las bobadas de Aquiles, Copérnico se veía obligado a dedicar un poco más de atención a Tolomeo y los filósofos alejandrinos, aunque no fuera más que para salpimentar un poco aquellos diálogos insustanciales sobre la bóveda estrellada. Y para demostrar después al teniente del mariscalato que el probable futuro gran maestre de los caballeros teutónicos no era más que un ser afeminado e inofensivo.
Fue así como Nicolás Copérnico se interesó por fin en la astronomía alejandrina y árabe.