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UN comunismo nacional semejante al de Yugoeslavia en los partidos comunistas de los Estados no comunistas tendría una inmensa importancia internacional. Podría tener una importancia todavía mayor que en los partidos comunistas que están en el poder. Esto se aplica sobre todo a los de Francia e Italia, que comprenden a una gran mayoría de la clase trabajadora y que son, juntamente con varios partidos de Asia, los únicos que tienen mucha importancia en el mundo no comunista.

Hasta ahora las manifestaciones de comunismo nacional en esos partidos han carecido de trascendencia y de ímpetu. Sin embargo, han sido inevitables. En fin de cuentas podrían llevar a cambios profundos y esenciales en ellos.

Esos partidos tienen que competir con los socialdemócratas, quienes pueden atraer a las masas descontentas por medio de sus lemas y sus actividades socialistas. Esta no es la única razón para que esos partidos terminen apartándose de Moscú. Razones menos importantes pueden verse en los periódicos e imprevistos cambios de actitud del soviético y de otros partidos comunistas gobernantes. Esos cambios de actitud llevan a esos y otros partidos comunistas no gobernantes a “crisis de conciencia”, pues tienen que censurar lo que el día anterior ensalzaban y que cambiar súbitamente de orientación. Ni la propaganda opositora ni la presión administrativa desempeñará un papel fundamental en la transformación de esos partidos.

Las causas básicas de la desviación de esos partidos de Moscú se puede encontrar en la naturaleza del sistema social de los países en que actúan. Si se hace evidente —lo que parece probable— que la clase trabajadora de esos países puede conseguir, mediante formas parlamentarias, alguna mejora en su situación, y también cambiar el sistema social mismo, los obreros abandonarán a los comunistas sin tener en cuenta sus tradiciones, inclusive la revolucionaria. Sólo pequeños grupos de comunistas dogmáticos pueden contemplar desapasionadamente la disociación de los trabajadores; los dirigentes políticos serios de una nación determinada se esforzarán por evitarlo aun a costa de debilitar sus vínculos con Moscú.

Las elecciones parlamentarias que dan gran número de votos a los comunistas en esos países no expresan exactamente la verdadera fuerza de los partidos comunistas. En un grado importante son una expresión de descontento y desilusión. Aunque ahora sigan tercamente a los dirigentes comunistas, las masas los abandonarán con la misma facilidad en el momento en que se haga evidente que esos dirigentes sacrifican las instituciones nacionales o las perspectivas concretas de la clase trabajadora a su naturaleza burocrática o a la “dictadura del proletariado” y los lazos con Moscú.

Claro está que todo esto es pura hipótesis. Pero inclusive al presente esos partidos se encuentran en situación difícil. Si realmente desean apoyar el parlamentarismo, sus dirigentes tendrán que renunciar a su índole antiparlamentaria o atenerse a su comunismo nacional, lo que, como no están en el poder, llevaría a la desintegración de sus partidos.

Los dirigentes de los partidos comunistas de esos países se ven obligados a realizar experimentos con la idea del comunismo nacional y de formas nacionales a causa de todos estos factores: el fortalecimiento de la posibilidad de que la transformación de la sociedad y el mejoramiento de la situación de los obreros se pueda conseguir por medios democráticos; los cambios de actitud de Moscú, cuyo abandono del culto de Stalin trajo consigo últimamente la destrucción del centro ideológico; la competencia con los socialdemócratas, las tendencias hacia la unificación del Occidente sobre una base tanto social como militar profunda y duradera; el fortalecimiento militar del bloque occidental, que ofrece cada vez menos posibilidades de “ayuda fraterna” por parte del ejército soviético; y la imposibilidad de que se produzcan nuevas revoluciones comunistas sin una guerra mundial. Al mismo tiempo el temor a los resultados inevitables de una transición al parlamentarismo y de una ruptura con Moscú impiden que esos dirigentes hagan algo de verdadera importancia. Las diferencias sociales, cada vez más profundas, entre el Oriente y el Occidente actúan con una fuerza implacable. El inteligente Togliatti está perplejo y el robusto Thorez vacila. La vida externa e interna del partido comienza a dejarlos de lado.

Haciendo hincapié en que actualmente un parlamento puede servir como “una forma de transición al socialismo”, Khrushchev trató en el XX Congreso del Partido de facilitar la manipulación de los partidos comunistas en los “países capitalistas” y de estimular la cooperación de los comunistas con los socialdemócratas y la formación de “Frentes Populares”. Algo como esto le parecía realista, según dijo, a causa de los cambios que han tenido como consecuencia el fortalecimiento del comunismo y por el bien de la paz mundial. Con ello reconocía tácitamente la evidente imposibilidad de que se produzcan revoluciones comunistas en los países avanzados, así como la imposibilidad de una mayor expansión del comunismo en las condiciones actuales sin el peligro de una nueva guerra mundial. El plan de acción del Estado soviético se ha reducido a un status quo, en tanto que el comunismo ha descendido a la adquisición gradual de nuevas posiciones de una manera nueva.

Se ha iniciado realmente una crisis en los partidos comunistas de los Estados no comunistas. Si se vuelven hacia el comunismo nacional corren el peligro de abandonar su propia naturaleza, y si no hacen eso tienen que hacer frente a una pérdida de adherentes. Sus dirigentes, los que representan el espíritu del comunismo en esos partidos, se verán obligados a apelar a las manipulaciones más astutas y a medidas inescrupulosas si han de salir de esa contradicción. Es improbable que puedan contener la desorientación y la desintegración. Han llegado a un estado de conflicto con las verdaderas tendencias de la evolución en el mundo y en sus países, que llevan evidentemente a nuevas relaciones.

El comunismo nacional fuera de los Estados comunistas lleva inevitablemente a la renunciación del comunismo mismo, o a la desintegración de los partidos comunistas. Sus posibilidades son al presente mayores en los Estados no comunistas, pero, evidentemente, sólo a costa de la separación del comunismo mismo. Por lo tanto, el comunismo nacional sólo podrá imponerse en esos partidos con dificultad y lentitud, por medio de estallidos sucesivos.

En los partidos comunistas que no están en el poder es evidente que el comunismo nacional —a pesar de su propósito de estimular el comunismo y fortalecer su naturaleza— es simultáneamente la herejía que roe al comunismo como tal. El comunismo nacional es en sí mismo contradictorio. Su naturaleza es la misma que la del comunismo soviético, pero aspira a diferenciarse por algo propio: la nacionalidad. En realidad, el comunismo nacional es el comunismo en decadencia.