LOS comunistas interpretan el papel especial de quienes producen en función de su propiedad total, y, lo que es más importante, con frecuencia en función del papel predominante de la ideología en la economía.
Inmediatamente después de la revolución fue restringida en la Unión Soviética la libertad de empleo. Pero la necesidad que tenía el régimen de una industrialización rápida hizo que no se restringiera por completo esa libertad. Ello sucedió sólo después de la victoria de la revolución industrial y de haber sido creada la nueva clase. En 1940 se aprobó una ley que prohibía la libertad de empleo y castigaba a la gente por abandonar sus tareas. En ese período y después de la segunda guerra mundial surgió una forma de trabajo esclavo, a saber los campamentos de trabajo. Además, quedó casi completamente eliminada la línea limítrofe entre el trabajo en esos campamentos y el trabajo en las fábricas.
Los campamentos de trabajo y varias clases de actividades “voluntarias” son sólo las formas peores y más extremadas del trabajo obligatorio. En otros sistemas pueden tener un carácter temporario, pero bajo el comunismo el trabajo obligatorio se ha convertido en una característica permanente Aunque el trabajo obligatorio no ha tomado la misma forma en otros países comunistas, ni ha alcanzado en ellos la amplitud que en la Unión Soviética, ninguno de esos países cuenta con una libertad de empleo completa.
El trabajo obligatorio en el sistema comunista es la consecuencia del monopolio sobre toda, o casi toda, la propiedad nacional. El obrero se encuentra en la situación de tener no sólo que vender su trabajo, sino de venderlo en condiciones que no dependen de él, pues no puede encontrar otro patrón mejor. No hay más que un patrón: el Estado. El obrero no tiene más remedio que aceptar las condiciones de ese patrón. El elemento peor y más dañino del capitalismo anterior desde el punto de vista del trabajador: el mercado de trabajo, ha sido reemplazado por el monopolio sobre el trabajo que ejerce la propiedad de la nueva clase. Esto no ha hecho más libre al trabajador.
En el sistema comunista el obrero no es como el esclavo de tipo antiguo, ni siquiera cuando se halla en los campamentos de trabajo obligatorio. Hasta el hombre más inteligente de la antigüedad, Aristóteles, creía que las personas nacen libres o esclavas. Aunque opinaba que se debía tratar con humanidad a los esclavos y abogaba en favor de la reforma del sistema de esclavitud, no obstante consideraba a los esclavos como instrumentos de la producción. En el moderno sistema tecnológico no es posible tratar así a un obrero, porque sólo un obrero culto e interesado puede hacer el trabajo requerido. El trabajo obligatorio en el sistema comunista es enteramente distinto de la esclavitud en la antigüedad o en la historia posterior. Es el resultado de la propiedad y las relaciones políticas, y no, o sólo en pequeña parte, el resultado del nivel técnico de la producción.
Puesto que la tecnología moderna requiere un obrero que pueda disponer de una cantidad de libertad considerable, se halla en conflicto latente con las formas de trabajo obligatorias o con el monopolio de la propiedad y el totalitarismo político del comunismo. Bajo el comunismo el obrero es técnicamente libre, pero sus posibilidades de utilizar su libertad son extremadamente limitadas. La limitación formal de la libertad no es una característica inherente del comunismo, sino un fenómeno que se produce bajo el comunismo. Es especialmente evidente con respecto al trabajo y a la fuerza de trabajo misma.
El trabajo no puede ser libre en una sociedad en la que todos los bienes materiales están monopolizados por un grupo. La fuerza de trabajo es indirectamente la propiedad de ese grupo, aunque no completamente, pues el obrero es un ser humano individual que utiliza una parte de su trabajo. Hablando abstractamente, la fuerza de trabajo, tomada en conjunto, es un factor en la producción social total. La nueva clase gobernante, con su monopolio material y político, utiliza ese factor casi en la misma medida en que lo hace con otros bienes y elementos de producción nacionales y lo trata de la misma manera, sin tener en cuenta el factor humano.
Al considerar al trabajo como un factor de la producción, a la burocracia no le interesan las condiciones del trabajo en las diversas empresas ni la relación entre los salarios y los beneficios. Los salarios y las condiciones de trabajo son determinados de acuerdo con un concepto abstracto del trabajo, o de acuerdo con las capacidades individuales, teniendo en cuenta poco o nada los resultados reales de la producción en las empresas o ramas de la industria respectivas. Esto es sólo una regla general; hay excepciones que dependen de las condiciones y las necesidades. Pero el sistema lleva inevitablemente a la falta de interés por parte de los verdaderos productores, es decir de los obreros. Lleva también a una baja calidad de la producción, a una diminución en la producción y el progreso técnico y al deterioro de la fábrica. Los comunistas se esfuerzan constantemente por conseguir una mayor productividad por parte de los obreros individuales, y prestan poca o ninguna atención a la productividad de la fuerza de trabajo en general.
En un sistema como éste son inevitables y frecuentes los esfuerzos para estimular al obrero. La burocracia ofrece toda clase de recompensa y gajes para contrarrestar la falta de interés. Pero mientras los comunistas no cambien el sistema mismo, mientras conserven su monopolio de toda la propiedad y todo el gobierno, no podrán estimular al obrero individual durante mucho tiempo, y mucho menos estimular la fuerza de trabajo en general.
Intentos muy estudiados para dar a los obreros una participación en los beneficios se han hecho en Yugoeslavia y se proyectan ahora en los países de la Europa oriental. Esos intentos tienen como rápida consecuencia la retención de “beneficios excesivos” en las manos de la burocracia, que justifica esa acción diciendo que está conteniendo la inflación e invirtiendo el dinero sensatamente. Todo lo que le queda al obrero son pequeñas cantidades nominales y el “derecho” a sugerir cómo deben invertirse esos beneficios por medio del partido y de la organización gremial, es decir de la burocracia. Sin derecho a la huelga y a decidir lo que debe poseer cada cual, los obreros no tienen muchas probabilidades de obtener una verdadera participación en los beneficios. Se ha hecho evidente que todos esos derechos están entrelazados con diversas formas de libertad política. No se los puede obtener aislados los unos de las otras.
En un sistema como éste son imposibles las organizaciones gremiales libres y las huelgas sólo se pueden producir muy raras veces, como las explosiones de descontento obrero en la Alemania Oriental en 1954 y en Poznan en 1956.
Los comunistas explican la prohibición de las huelgas diciendo que la “clase obrera” se halla en el poder y posee los medios de producción por medio del Estado, y que, en consecuencia, si fuera a la huelga la haría contra ella misma. Esta ingenua explicación se basa en que en el sistema comunista el dueño de la propiedad no es una persona particular, sino que, como sabemos, se oculta bajo el disfraz de dueño colectivo y oficialmente inidentificable.
Sobre todo, las huelgas bajo el sistema comunista son imposibles porque hay sólo un propietario a cargo de todos los bienes y de toda la fuerza de trabajo. Sería difícil realizar una acción eficaz contra él sin la participación de todos los trabajadores. Una huelga en una o más empresas —suponiendo que semejante cosa pudiera ocurrir bajo una dictadura total— no puede amenazar realmente a ese propietario. Su propiedad no se compone con esas empresas particulares, sino que la forma la máquina de producción en conjunto. Al dueño no le perjudican las pérdidas en empresas determinadas, porque los productores, o sea la sociedad en general, tienen que compensar esas pérdidas. Por este motivo las huelgas constituyen un problema más político que económico para los comunistas.
Además de que las huelgas individuales son casi imposibles y sin esperanza en lo que respecta a sus resultados potenciales, no existen las condiciones políticas adecuadas para las huelgas generales y sólo se pueden producir en situaciones excepcionales. Dondequiera que se han producido huelgas individuales se han convertido habitualmente en huelgas generales y han tomado un carácter claramente político. Además, los regímenes comunistas dividen y desorganizan constantemente a la clase trabajadora mediante funcionarios pagados, salidos de sus filas, que la “educan”, la “elevan ideológicamente” y la dirigen en su vida cotidiana.
Las organizaciones gremiales y otros organismos profesionales, a causa de su propósito y su función, sólo pueden ser dependencias de un propietario y potentado único: la oligarquía política. Por lo tanto, su finalidad “principal” consiste en la tarea de “construir el socialismo” o aumentar la producción. Sus otras funciones consisten en difundir ilusiones y un estado de ánimo sumiso entre los trabajadores. Esas organizaciones sólo han desempeñado un papel importante: el de elevar el nivel cultural de las clases obreras.
Las organizaciones obreras bajo el sistema comunista son en realidad organizaciones de “compañía” o “camarillas” de una clase especial. Empleamos la expresión “de una clase especial” porque el patrón es al mismo tiempo el gobierno y el representante de la ideología predominante. En otros sistemas esos dos factores se hallan generalmente separados, de modo que los obreros, aun cuando no pueden confiar en ninguno de ellos, al menos pueden sacar ventaja de las diferencias y conflictos entre ambos.
No es casual que la clase trabajadora constituya la principal preocupación del régimen, no por razones idealistas o humanitarias, sino sencillamente porque es la clase de la que depende la producción y también el medro y la existencia misma de la nueva clase.