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LA evolución del comunismo moderno y la aparición de la nueva clase se ponen de manifiesto en el carácter de quienes lo inspiraron y el papel que desempeñaron.

Los dirigentes y sus métodos, desde Marx hasta Khrushchev, han variado y cambiado. A Marx no se le ocurrió impedir que otros expusieran sus ideas. Lenin toleraba la libre discusión en su partido y no creía que tribunales partidarios, y todavía menos el jefe del partido, pudiese reglamentar la expresión de ideas “correctas” o “incorrectas” Stalin suprimió toda clase de discusión dentro del partido y concedió el derecho a exponer la ideología solamente al núcleo central, o sea a él mismo. Otros movimientos comunistas han sido diferentes. Por ejemplo, la Unión Internacional de Trabajadores (la llamada Primera Internacional) de Marx no tenía una ideología marxista, pues la formaban diversos grupos que sólo aceptaban las resoluciones con las que estaban de acuerdo sus miembros. El partido de Lenin era un grupo de avant-garde que combinaba una moralidad revolucionaria interna y una estructura ideológica monolítica con cierta clase de democracia. Bajo Stalin ese partido se convirtió en una masa de hombres ideológicamente desinteresados que recibían sus ideas desde arriba, pero se mostraban enérgicos y unánimes en la defensa de un sistema que les aseguraba privilegios indiscutibles. Marx nunca creó realmente un partido. Lenin destruyó todos los partidos con excepción del suyo, incluyendo el partido socialista. Stalin relegó a la segunda fila inclusive al Partido Bolchevique, transformando su núcleo en el núcleo de una clase nueva y al partido en un grupo privilegiado impersonal e incoloro.

Marx creó un sistema de los papeles de las clases y de la lucha de clases en la sociedad, aunque no fue él quien las descubrió, y veía a la humanidad como formada principalmente por miembros de clases discernibles si bien no hacía más que repetir la filosofía estoica de Terencio: “Humani nihil a me alienun puto”. Lenin veía a los hombres como seres que comparten ideas más bien que como miembros de clases discernibles. Stalin sólo veía en los hombres súbditos obedientes o enemigos. Marx murió en Londres como un emigrante pobre, pero muy apreciado por los hombres cultos y en el movimiento obrero; Lenin murió como el dirigente de una de las revoluciones más grandes, pero también como un dictador a cuyo alrededor había comenzado a formarse un culto; cuando murió Stalin se había transformado ya en un dios.

Estos cambios en las personalidades son sólo el reflejo de los cambios que se habían producido ya en el movimiento comunista y constituían su alma misma.

Aunque no se dio cuenta de ello, Lenin inició la organización de la clase nueva. Hizo que el partido siguiera las líneas bolcheviques y expuso la teoría de que ese partido debía desempeñar un papel único y dirigente en la construcción de una sociedad nueva. Este es sólo un aspecto de su obra multilateral y gigantesca; es el aspecto que nació de sus actos más bien que de sus deseos. Es también el aspecto que hizo que la clase nueva le venerara.

Sin embargo, el creador verdadero y directo de la nueva clase fue Stalin. Era un hombre de reflejos rápidos y tendencia al mal humor, no muy educado ni buen orador. Pero era implacablemente dogmático y gran administrador, un georgiano que sabía mejor que nadie adónde le llevaban a Rusia sus nuevas fuerzas. Creó la clase nueva utilizando los medios más bárbaros, sin perdonar ni siquiera a la clase misma Era inevitable que ésta, que le había colocado en la cima, se sometiese luego a su manera de ser desenfrenada y brutal. Era el verdadero dirigente de esa clase mientras ésta se iba formando y conseguía el poder.

La nueva clase nació en la lucha revolucionaria del Partido Comunista, pero se desarrolló durante la revolución Industrial. Sin la revolución, sin la industria, la situación de la clase no habría sido segura y su poder limitado.

Mientras el país era industrializado, Stalin comenzó a introducir variaciones importantes en los sueldos, al mismo tiempo que permitía que siguiera la tendencia a obtener diversos privilegios. Creía que la industrialización quedaría en nada si la nueva clase no se interesaba materialmente por el proceso mediante la adquisición de alguna propiedad. Sin la industrialización a la nueva clase le habría sido difícil mantener su posición, pues no habría contado con justificación histórica ni con recursos materiales para seguir existiendo.

El aumento de los miembros del partido, o sea de la burocracia, se relacionaba estrechamente con esto. En 1927, en vísperas de la industrialización, el Partido Comunista Soviético contaba con 887.233 miembros. En 1934, al final del primer Plan Quinquenal, su número había aumentado a 1.874.488. Se trataba de un fenómeno evidentemente relacionado con la industrialización: mejoraban las perspectivas para la nueva clase y aumentaban los privilegios para sus miembros. Lo que es más, los privilegios y la clase crecían más rápidamente que la industrialización misma. Es difícil citar estadísticas a este respecto, pero la conclusión es evidente para quien tiene en cuenta que el nivel de vida no ha marchado al paso de la producción industrial, pues la nueva clase se ha apoderado de la parte del león del económico y de otros progresos conquistados con los sacrificios y los esfuerzos de las masas.

El establecimiento de la nueva clase no se realizó suavemente. Encontró la oposición enconada de las clases existentes y de los revolucionarios que no podían conciliar la realidad con los ideales por los que luchaban. En la Unión Soviética la oposición de los revolucionarios se hizo más evidente en el conflicto entre Trotsky y Stalin. El conflicto entre Trotsky y Stalin, o entre los opositores del partido y Stalin, así como el conflicto entre el régimen y los campesinos, se fueron intensificando a medida que avanzaba la industrialización y aumentaban el poder y la autoridad de la nueva clase.

Trotsky, orador excelente, estilista brillante, polemista hábil, hombre culto y muy inteligente, sólo carecía de una cualidad: el sentido de la realidad. Quería ser un revolucionario en un período en que la vida imponía la normalidad. Deseaba revivificar a un partido revolucionario que se estaba transformando en algo completamente distinto, en una clase nueva a la que no le interesaban los grandes ideales, sino únicamente los placeres cotidianos de la vida. Esperaban acción de una masa ya cansada por la guerra, el hambre y la muerte, en un momento en que la nueva clase retenía ya firmemente las riendas y había comenzado a experimentar las dulzuras del privilegio. Los fuegos artificiales de Trotsky iluminaron los cielos distantes, pero no podían reanimar el entusiasmo en los hombres cansados. Advirtió agudamente el aspecto lamentable de los nuevos fenómenos, pero no captó su significado. Además, nunca había sido bolchevique. Este era su defecto y su virtud. Al atacar a la burocracia del partido en nombre de la revolución atacaba el culto del partido y, aunque no se daba cuenta de ello, a la nueva clase.

Stalin no miraba ni muy adelante ni muy atrás. Se había colocado al frente de un nuevo poder que nacía en aquel momento, de la clase nueva, de la burocracia política, y se convirtió en su dirigente y su organizador. No predicaba; tomaba decisiones. Prometía también un futuro brillante, pero era un futuro que la burocracia podía contemplar como algo real porque su vida mejoraba de día en día y su posición se fortalecía. Hablaba sin ardor ni color, pero la nueva clase podía comprender muy bien aquel lenguaje realista. Trotsky deseaba extender la revolución a Europa; Stalin no se oponía a esa idea, pero esa empresa peligrosa no le impedía preocuparse por la Madre Rusia o, concretamente, por los medios de fortalecer el nuevo sistema y de aumentar el poderío y la reputación del Estado ruso. Trotsky era un hombre de la revolución del pasado; Stalin era un hombre de la actualidad y, por lo tanto, del futuro.

En la victoria de Stalin vio Trotsky la reacción thermidoriana contra la revolución, en realidad la corrupción burocrática del gobierno soviético y de la causa revolucionaria. En consecuencia, comprendió y le hirió profundamente la amoralidad de los métodos de Stalin. Trotsky, aunque no se daba cuenta de ello, fue el primero que, en el intento de salvar al movimiento comunista, descubrió la esencia del comunismo contemporáneo. Pero no fue capaz de ver toda su trayectoria hasta el final. Suponía que se trataba únicamente de un aumento momentáneo de la burocracia que corrompía al partido y a la revolución, y dedujo de ello que la solución era un cambio en lo alto, mediante una “revolución de palacio”. Cuando se llevó a cabo realmente una revolución de palacio después de la muerte de Stalin, se pudo ver que lo esencial no había cambiado, pues estaba implicado algo más profundo y duradero. El Thermidor soviético de Stalin no sólo había llevado a la instalación de un gobierno más despótico que el anterior, sino también a la instalación de una clase. Era la continuación de la otra violenta revolución exterior que inevitablemente había creado y fortalecido a la clase nueva.

Stalin podía, con igual si no con mayor derecho que Trotsky, remitirse a Lenin y a toda la revolución, pues era el hijo legítimo aunque perverso de Lenin y la revolución.

La historia no registra anteriormente la existencia de una personalidad como la de Lenin, quien, con su adaptabilidad y su persistencia, llevó a cabo una de las revoluciones más grandes que han conocido los hombres. Tampoco registra una personalidad como la de Stalin, quien tomó a su cargo la enorme tarea de fortalecer, con el poder y la propiedad, a una clase nueva nacida de una de las revoluciones más importantes producida en uno de los mayores países del mundo.

Detrás de Lenin, que era todo pasión y pensamiento, se alza la figura opaca y gris de José Stalin, el símbolo de la ascensión difícil, cruel e inescrupulosa de la nueva clase a su poderío final.

Después de Lenin y Stalin vino lo que tenía que venir, a saber la mediocridad en la forma de dirección colectiva. Y apareció también el “hombre del pueblo” aparentemente sincero, bondadoso y no intelectual: Nikita Khrushchev. La nueva clase no necesita ya a los revolucionarios o dogmáticos que necesitaba en otro tiempo; se satisface con personalidades sencillas, como Khrushchev, Malenkov, Bulganin y Shepilov, cada una de cuyas palabras refleja al hombre común. La nueva clase misma está cansada de depuraciones dogmáticas y sesiones de adiestramiento. Le gustaría vivir tranquilamente. Tiene que protegerse inclusive de su propio dirigente autorizado ahora que ya está fortalecida adecuadamente. Stalin siguió siendo tal como era cuando la clase estaba débil, cuando era necesario tomar medidas crueles inclusive contra los miembros de las propias filas que amenazaban con desviarse. Ahora es innecesario todo eso. Sin renunciar a nada de lo que creó bajo la dirección de Stalin, la nueva clase parece estar renunciando a su autoridad en los últimos pocos años. Pero no renuncia realmente a la autoridad, sino sólo a los métodos de Stalin que, según Khrushchev, ofenden a “los buenos comunistas”.

La época revolucionaria de Lenin fue sustituida por la época de Stalin, en la que la autoridad, la propiedad y la industrialización fueron fortalecidas de tal modo que pudo comenzar la muy deseada vida buena y pacífica de la nueva clase. El comunismo revolucionario de Lenin fue sustituido por el comunismo dogmático de Stalin, que, a su vez, ha sido sustituido por el comunismo no dogmático y la llamada dirección colectiva de un grupo de oligarcas.

Estas son las tres fases de desarrollo de la nueva clase en la Unión Soviética, o del comunismo ruso, o de cualquier otro tipo de comunismo de una manera u otra.

El destino del comunismo yugoeslavo consistía en unificar esas tres fases en la personalidad particular de Tito, juntamente con las características nacionales y personales. Tito es un gran revolucionario, pero sin ideas originales; ha conseguido el poder personal, pero sin la desconfianza y el dogmatismo de Stalin. Como Khrushchev, Tito es un representante del pueblo, es decir de las capas medias del partido. El camino que ha seguido el comunismo yugoeslavo —haciendo una revolución, copiando al estalinismo y luego renunciando al estalinismo y buscando su propia forma— se ve más claramente en la personalidad de Tito. El comunismo yugoeslavo ha sido más consecuente que otros partidos en la conservación de la esencia del comunismo, pero sin renunciar a forma alguna que pudiera serle útil.

Las tres fases en la evolución de la nueva clase —Lenin, Stalin y la “dirección colectiva”— no están completamente divorciadas entre sí en cuanto a la esencia o las ideas.

También Lenin era dogmático y también Stalin era revolucionario, así como la dirección colectiva recurrirá al dogmatismo y a los métodos revolucionarios cuando sea necesario. Lo que es más, el no dogmatismo de la dirección colectiva se aplica únicamente a ella misma, a los jefes de la nueva clase. Por otra parte, el pueblo debe ser “educado” tanto más persistentemente en el espíritu del dogma, es decir del marxismo-leninismo. Al relajar su severidad y su exclusividad dogmáticas, la nueva clase, que se fortalece económicamente, tiene probabilidades de lograr una mayor flexibilidad.

La era heroica del comunismo pertenece al pasado. La época de sus grandes dirigentes ha terminado. La época de los hombres prácticos comienza. La nueva clase está creada. Se halla en la cumbre de su poder y su riqueza, pero carece de ideas nuevas. No tiene nada más que decir al pueblo. Lo único que le queda por hacer es justificarse.