PODRÍA parecer que las revoluciones comunistas son en su mayor parte decepciones históricas y ocurrencias casuales. En cierto sentido es así: ninguna de las otras revoluciones ha exigido tantas condiciones excepcionales, ninguna otra ha prometido tanto y cumplido tan poco. La demagogia y la falsedad son inevitables entre los dirigentes comunistas, puesto que están obligados a prometer la sociedad más ideal y “la abolición de toda explotación”.
Sin embargo, no se puede decir que los comunistas hayan engañado a la gente, es decir que hayan hecho deliberada y conscientemente algo distinto de lo que habían prometido. La realidad es sencillamente la siguiente: no podían realizar aquello en que creían tan fanáticamente. No les es posible reconocer esto aunque se vean obligados a ejecutar una política contraria a todo lo que prometieron antes y durante la revolución. Desde su punto de vista, ese reconocimiento sería una admisión de que la revolución era innecesaria. Sería también una admisión de que ellos mismos se han hecho superfluos. Esto es imposible para ellos.
Los resultados decisivos de una lucha social nunca pueden ser como los previstos por quienes la libran. Algunas de esas luchas dependen de una serie infinita y compleja de circunstancias que no pueden controlar la inteligencia ni la acción humanas. Esto es más cierto con respecto a las revoluciones que exigen esfuerzos sobrehumanos y producen cambios apresurados y radicales en la sociedad. Engendran inevitablemente una confianza absoluta en que después de sus victorias se alcanzaría lo fundamental en cuanto a la prosperidad y la libertad humanas. La Revolución Francesa se llevó a cabo en nombre del sentido común, en la creencia de que al final se lograrían la libertad, la igualdad y la fraternidad. La revolución rusa se llevó a cabo en nombre de “una visión puramente científica del mundo”, con el propósito de crear una sociedad sin clases. Ninguna de esas revoluciones se habría podido realizar si los revolucionarios, juntamente con parte de la población, no hubiesen creído en sus fines idealistas.
Las ilusiones comunistas con respecto a las posibilidades posrevolucionarias preponderaban entre los comunistas más que entre quienes los siguieron. Los comunistas debían saber, y en realidad sabían, que era inevitable la industrialización, pero sólo podían conjeturar cuáles serían sus consecuencias y relaciones sociales.
Los historiadores comunistas oficiales de la Unión Soviética y Yugoeslavia describen la revolución como si hubiera sido el fruto de actos proyectados de antemano por sus dirigentes. Pero sólo se prepararon conscientemente el curso de la revolución y la lucha armada, en tanto que las formas que tomó la revolución surgieron del curso inmediato de los acontecimientos y de la acción directa realizada. Es revelador que Lenin, sin duda uno de los revolucionarios más grandes de la historia, no previera cuándo o en qué forma estallaría la revolución hasta que la tuvo casi a la vista. En enero de 1917, un mes antes de la Revolución de Febrero, y sólo diez antes de la Revolución de Octubre que lo llevó al poder, dijo en un mitin de los socialistas suizos:
“Nosotros, la vieja generación, quizá no vivamos lo suficiente para ver las batallas decisivas de la próxima revolución. Pero me parece que puedo expresar con extrema confianza la esperanza en que los jóvenes que trabajan en el admirable movimiento socialista de Suiza y del mundo entero tendrán la buena suerte no sólo de luchar, sino también de lograr la victoria en la próxima revolución del proletariado”.
¿Cómo se puede decir, por lo tanto, que Lenin, o cualquier otro, podía prever las consecuencias sociales que iban a surgir de la lucha larga y compleja de la revolución?
Pero aunque los fines comunistas, per se, eran irreales, los comunistas, a diferencia de los revolucionarios anteriores, se mostraron plenamente realistas en la creación de las cosas posibles. Las realizaron de la única manera posible: imponiendo su autoridad absoluta y totalitaria. La suya fue la primera revolución de la historia en la que los revolucionarios no sólo permanecen en el escenario político después de la victoria, sino que además, en el sentido más práctico, crean relaciones sociales completamente contrarias a aquellas en las que creían y que habían prometido. La revolución comunista, en el curso de su duración y transformación industrial posterior, convierte a los revolucionarios mismos en creadores y dueños de un nuevo estado social.
Las predicciones concretas de Marx resultaron inexactas. En un grado todavía mayor se puede decir lo mismo de las esperanzas de Lenin en que con ayuda de la dictadura se crearía una sociedad libre y sin clases. Pero se ha satisfecho la necesidad que hizo inevitable la revolución: la transformación industrial sobre la base de la técnica moderna.