TODAS las revoluciones del pasado se produjeron después de haber comenzado a prevalecer nuevas relaciones económicas o sociales y de que el viejo sistema político se había convertido en el único obstáculo para el progreso.
Ninguna de esas revoluciones aspiraba a otra cosa que a la destrucción de las viejas formas políticas y a abrir el camino a fuerzas sociales y relaciones ya maduras existentes en la vieja sociedad. Inclusive en los casos en que los revolucionarios deseaban algo más, como la creación de relaciones económicas y sociales por medio de la fuerza, como los jacobinos en la Revolución Francesa, tuvieron que aceptar el fracaso y fueron eliminados rápidamente.
En todas las revoluciones anteriores la fuerza y la violencia aparecieron predominantemente como una consecuencia, como un instrumento de fuerzas y relaciones sociales nuevas pero ya dominantes. Inclusive cuando la fuerza y la violencia sobrepasaron los límites convenientes durante el curso de una revolución, al final hubo que dirigir a las fuerzas revolucionarias hacia una meta positiva y alcanzable. En esos casos el terror y el despotismo quizá fueron manifestaciones inevitables, pero solamente temporarias.
Todas las llamadas revoluciones burguesas, ya se realizaran desde abajo, es decir con la participación de las masas, como Francia, o desde arriba, es decir mediante un coup d’état, como en Alemania bajo Bismarck, tenían que terminar en una democracia política. Esto es comprensible. Su tarea consistía principalmente en destruir el viejo sistema político despótico y permitir el establecimiento de relaciones políticas adecuadas para las necesidades económicas y de otras clases ya existentes, sobre todo las concernientes a la libre producción de bienes.
El caso de las revoluciones comunistas contemporáneas es enteramente distinto. Estas revoluciones no se han producido porque existieran ya en la economía relaciones nuevas, digamos socialistas, o porque el capitalismo se hubiera desarrollado demasiado. Al contrario. Se produjeron porque el capitalismo no se había desarrollado plenamente y porque no era capaz de realizar la transformación industrial del país.
En Francia, el capitalismo prevalecía ya en la economía, en las relaciones sociales e inclusive en la conciencia pública con anterioridad al comienzo de la revolución. Este caso difícilmente se puede comparar con el del socialismo en Rusia, China o Yugoeslavia.
Los mismos dirigentes de la revolución rusa se daban cuenta de ello. Hablando ante el Séptimo Congreso del Partido Comunista Ruso el 7 de marzo de 1918, mientras la revolución se desarrollaba todavía, Lenin dijo:
“… Una de las diferencias fundamentales entre la revolución burguesa y la socialista es que en una revolución burguesa, que nace del feudalismo, nuevas organizaciones económicas que van cambiando poco a poco todos los aspectos de la sociedad feudal se van creando progresivamente en medio del orden viejo. Al cumplir esa tarea, toda revolución burguesa cumple lo que se requiere de ella: apresura el desarrollo del capitalismo.
Una revolución socialista se halla en una situación enteramente distinta. En la medida en que un país que tiene que iniciar una revolución socialista, a causa de los caprichos de la historia, está atrasado, la transición de las viejas relaciones capitalistas a las relaciones socialistas es crecientemente difícil.
La diferencia entre las revoluciones socialistas y las revoluciones burguesas reside específicamente en el hecho de que, en el último caso, existen formas establecidas de relaciones capitalistas, en tanto que el poder soviético —el proletariado— no cuenta con relaciones semejantes, si excluimos las formas de capitalismo más avanzadas que en realidad abarcaban a un pequeño número de grandes industrias y sólo muy escasamente afectaban a la agricultura”.
Cito a Lenin, pero podría citar a cualquier dirigente de la revolución comunista y a otros muchos autores como confirmación del hecho de que no existían relaciones establecidas que sirvieran de base a la nueva sociedad, y que, por lo tanto, tenía que crearlas alguien, en este caso el “poder soviético”. Si las nuevas relaciones “socialistas” se hubieran desarrollado plenamente en el país en que la revolución comunista podía alcanzar la victoria, no habría habido necesidad de tantas seguridades, disertaciones y esfuerzos con respecto a la “construcción del socialismo”.
Esto lleva a una contradicción aparente. Si las condiciones para una sociedad nueva no predominaban lo suficiente, ¿quién necesitaba la revolución? Además, ¿cómo era posible la revolución? ¿Cómo podía sobrevivir en vista de que las nuevas relaciones sociales no se hallaban todavía en proceso de formación en la sociedad vieja? Ninguna revolución ni partido alguno se había impuesto hasta entonces la tarea de crear relaciones sociales o una sociedad nueva. Pero ese era el objetivo principal de la revolución comunista.
Los dirigentes comunistas, aunque no conocían mejor que otros las leyes que rigen a la sociedad, descubrieron que en el país en que su revolución era posible, la industrialización era también posible, sobre todo cuando implicaba una transformación de la sociedad de acuerdo con sus hipótesis ideológicas. La experiencia —el buen éxito de la revolución en condiciones “desfavorables”— lo confirmó para ellos, y lo mismo hizo la “construcción del socialismo”. Esto fortaleció su ilusión de que conocían las leyes del progreso social. En realidad se hallaban en situación de hacer los planes de una sociedad nueva y luego de comenzar a construirla, haciendo correcciones en una parte y dejando de lado algo en otras, pero ateniéndose firmemente a esos planes.
La industrialización, como una necesidad inevitable y legítima de la sociedad, y el método comunista de realizarla unieron sus fuerzas en los países donde se produjeron revoluciones comunistas.
Sin embargo, ninguna de ambas cosas, aunque avanzaron juntas y por caminos paralelos, pudo alcanzar el buen éxito de la noche a la mañana. Una vez realizada la revolución, alguien tenía que cargar con la responsabilidad de la industrialización. En el Occidente, se hicieron cargo de ese papel las fuerzas económicas del capitalismo liberado de las cadenas políticas despóticas, en tanto que en los países donde se habían producido las revoluciones comunistas, como no existían fuerzas semejantes, tuvieron que encargarse de su función los órganos revolucionarios mismos, la nueva autoridad, es decir el partido revolucionario.
En revoluciones anteriores la fuerza y la violencia revolucionarias se convirtieron en un obstáculo para la economía tan pronto como fue derribado el viejo orden. En las revoluciones comunistas la fuerza y la violencia constituyen una condición para el desarrollo y el progreso. Según los revolucionarios anteriores, la fuerza y la violencia eran sólo un mal necesario y un medio para un fin. Para los comunistas la fuerza y la violencia se elevan a la categoría de un culto y de un fin esencial. En el pasado, las clases y fuerzas que constituían una sociedad nueva existían ya antes que estallase la revolución. Las revoluciones comunistas son las primeras que han creado una sociedad nueva y nuevas fuerzas sociales.
Así como las revoluciones de Occidente tenían que terminar inevitablemente en la democracia después de todas las “aberraciones” y “retiradas”, en el Oriente las revoluciones tenían que terminar en el despotismo. Los métodos de terror y violencia en Occidente se hicieron innecesarios y ridículos e inclusive se convirtieron en un obstáculo para que los revolucionarios y los partidos revolucionarios realizasen la revolución. En Oriente sucedió todo lo contrario. No sólo continuó el despotismo porque la transformación de la industria requería mucho tiempo, sino que, como veremos más tarde, duró todavía mucho tiempo después de haberse realizado la industrialización.