Ya casi he llegado al final. Sólo queda una cosa, pero eso no sucedió hasta más tarde, hasta que habían pasado tres años más. Entretanto se presentaron muchas dificultades, muchos dramas, pero creo que no pertenecen a la historia que estoy intentando contar. Después de mi regreso a Nueva York, Sophie y yo vivimos separados durante casi un año. Ella me había dado por perdido y hubo meses de confusión antes de que finalmente pudiera reconquistarla. Visto desde ahora (mayo de 1984), eso es lo único que importa. Comparado con ello, los hechos de mi vida son puramente incidentales.
El veintitrés de febrero de 1981 nació el hermanito de Ben. Le pusimos Paul, en recuerdo del abuelo de Sophie. Pasaron varios meses y en julio nos trasladamos al otro lado del río, donde alquilamos las dos plantas superiores de una casa de piedra marrón en Brooklyn. En septiembre Ben empezó a ir al jardín de infancia. En Navidad fuimos todos a Minnesota y cuando volvimos Paul había empezado a andar solo. Ben, que gradualmente había ido tomándole bajo su protección, reclamó todo el mérito del acontecimiento.
En cuanto a Fanshawe, Sophie y yo nunca hablábamos de él. Ése fue nuestro pacto de silencio, y cuanto más tiempo pasaba sin que dijéramos nada, más nos demostrábamos nuestra mutua lealtad. Después de que yo le devolviera el anticipo a Stuart Green y dejara oficialmente de escribir la biografía, mencionamos a Fanshawe una sola vez. Eso sucedió el día en que decidimos volver a vivir juntos y se formuló en términos estrictamente prácticos. Los libros y las obras de teatro de Fanshawe continuaban produciendo una buena renta. Si queríamos seguir casados, dijo Sophie, utilizar el dinero para nosotros quedaba descartado. Estuve de acuerdo con ella. Encontramos otras maneras de ganar lo que necesitábamos y pusimos el dinero de los derechos de autor en un fideicomiso para Ben, y posteriormente también para Paul. Como último paso, contratamos a un agente literario para que llevara todo lo relacionado con el trabajo de Fanshawe: solicitudes para representar las obras, negociaciones para las reimpresiones, contratos, lo que fuera necesario. En la medida en que nos fue posible, actuamos. Si Fanshawe seguía teniendo el poder de destruirnos, sería sólo porque nosotros queríamos que lo hiciese, porque queríamos destruirnos a nosotros mismos. Por eso nunca me molesté en decirle la verdad a Sophie; no porque me asustase, sino porque la verdad ya no tenía importancia. Nuestra fuerza era nuestro silencio, y yo no tenía intención de romperlo.
Sin embargo, sabía que la historia no había terminado. Mi último mes en París me había enseñado eso, y poco a poco aprendí a aceptarlo. Era sólo cuestión de tiempo que sucediera algo. Me parecía inevitable, y en lugar de seguir negándolo, en lugar de engañarme con la idea de que podría librarme de Fanshawe, traté de prepararme para ello, traté de estar dispuesto para cualquier cosa. Creo que es el poder de este cualquier cosa lo que ha hecho que la historia sea tan difícil de contar. Porque precisamente cuando puede suceder cualquier cosa, las palabras comienzan a fallar. El grado en el que Fanshawe se volvió inevitable era el grado en el que ya no estaba presente. Aprendí a aceptar eso. Aprendí a vivir con él del mismo modo que vivía con la idea de mi propia muerte. Fanshawe no era la muerte, pero era como la muerte, y dentro de mí funcionaba como un tropo de la muerte. De no haber sido por mi crisis de París, nunca habría entendido eso. No morí allí, pero estuve cerca, y hubo un momento, quizá hubo varios momentos, en que saboreé la muerte, en que me vi muerto. No hay cura para semejante encuentro. Una vez que sucede, continúa sucediendo; vives con eso el resto de tu vida.
La carta llegó a comienzos de la primavera de 1982. Esta vez el matasellos era de Boston y el mensaje era escueto, más apremiante que antes. «Imposible aplazarlo más», decía. «Tengo que hablar contigo. 9 Columbus Square, Boston; 1 de abril. Ahí acaba todo, te lo prometo.»
Tenía menos de una semana para inventar una excusa para ir a Boston. Esto resultó más difícil de lo que debería haber sido. Aunque no quería que Sophie supiera nada (me parecía que era lo menos que podía hacer por ella), por alguna razón me resistía a contarle otra mentira, aunque fuese necesario. Pasaron dos o tres días sin ningún progreso y al final me inventé una historia tonta sobre la necesidad de consultar unos documentos en la biblioteca de Harvard. Ni siquiera recuerdo qué documentos se suponía que eran. Algo relacionado con un articulo que iba a escribir, creo, pero puede que me equivoque. Lo importante es que Sophie no puso ninguna objeción. Muy bien, dijo, vete cuando quieras, etcétera. Mi impresión visceral es que sospechó algo, pero es sólo una impresión, y no tendría sentido especular sobre ello aquí. Cuando se trata de Sophie, tiendo a creer que no hay nada oculto.
Reservé una plaza para el uno de abril en el primer tren. La mañana de mi marcha, Paul se despertó un poco antes de las cinco y se metió en la cama con nosotros. Me levanté una hora más tarde y salí de la habitación sin hacer ruido, deteniéndome brevemente en la puerta para mirar a Sophie y al niño a la tenue luz gris: desparramados e impenetrables, los cuerpos a los que pertenecía. Ben estaba en la cocina del piso de arriba, ya vestido, comiéndose un plátano y dibujando. Hice unos huevos revueltos para los dos y le dije que iba a coger un tren para Boston. Quiso saber dónde estaba Boston.
—A unos trescientos kilómetros de aquí —le contesté.
—¿Eso es tan lejos como el espacio?
—Si fueras en línea recta hacia arriba, te aproximarías bastante.
—Creo que deberías ir a la luna. Un cohete es mejor que un tren.
—Haré eso a la vuelta. Tienen vuelos regulares de Boston a la luna los viernes. Reservaré una plaza en cuanto llegue allí.
—Estupendo. Entonces podrás contarme cómo es.
—Si encuentro una piedra lunar, te la traeré.
—¿Y a Paul?
—Le traeré otra.
—No, gracias.
—¿Qué quiere decir eso?
—No quiero una piedra lunar. Paul se la metería en la boca y se ahogaría.
—¿Qué te gustaría?
—Un elefante.
—No hay elefantes en el espacio.
—Lo sé. Pero tú no vas al espacio.
—Es verdad.
—Y seguro que hay elefantes en Boston.
—Probablemente tienes razón. ¿Quieres un elefante rosa o un elefante blanco?
—Un elefante gris. Grande, gordo y con muchas arrugas.
—No hay problema. Ésos son los más fáciles de encontrar. ¿Quieres que lo traiga en una caja o con un collar y una correa?
—Creo que deberías venir montado en él. Sentado encima con una corona en la cabeza. Como un emperador.
—¿El emperador de qué?
—El emperador de los niños.
—¿Y tendré una emperatriz?
—Claro. Mamá es la emperatriz. Le gustaría. Quizá deberíamos despertarla y decírselo.
—Será mejor que no. Prefiero darle la sorpresa cuando llegue a casa.
—Buena idea. De todas formas, no se lo creerá hasta que lo vea.
—Exacto. Y no queremos que se lleve una desilusión, si no encuentro el elefante.
—Oh, lo encontrarás, papá. No te preocupes por eso.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque tú eres el emperador. Un emperador puede conseguir todo lo que quiere.
Llovió durante todo el viaje, el cielo incluso amenazaba nieve cuando llegamos a Providence. En Boston me compré un paraguas y recorrí los últimos tres o cuatro kilómetros a pie. Las calles estaban tristes bajo la luz gris amarillenta y mientras caminaba hacia South End, casi no vi a nadie: un borracho, un grupo de adolescentes, un empleado de la telefónica, dos o tres chuchos vagabundos. Columbus Square consistía en diez o doce casas en hilera, dando a una isla empedrada que las separaba de la arteria principal. El número nueve era la más deteriorada de todas: cuatro plantas como las demás, pero medio hundida, con tablas apuntalando la entrada y una fachada de ladrillo muy necesitada de arreglo. Sin embargo, tenía una impresionante solidez, una elegancia decimonónica que seguía viéndose a través de las grietas. Imaginé habitaciones grandes con techos altos, cómodas repisas en las ventanas, molduras en las paredes. Pero no llegué a ver nada de esto. Nunca pasé del vestíbulo.
Había un llamador de metal herrumbroso en la puerta, media esfera con un tirador en el centro, y cuando hice girar la manija, emitió el sonido de alguien vomitando: un sonido ahogado de arcadas que no llegó muy lejos. Esperé, pero no pasó nada. Volví a llamar, pero no acudió nadie. Luego, probando a mover la puerta, vi que no estaba cerrada con llave, la empujé y la abrí, me detuve y luego entré. El vestíbulo estaba vacío. A mi derecha estaba la escalera, con su barandilla de caoba y escalones de madera desnuda; a mi izquierda había una puerta doble cerrada que sin duda ocultaba la sala; enfrente había otra puerta, también cerrada, que probablemente daba a la cocina. Vacilé un momento, me decidí por la escalera y estaba a punto de subir cuando oí algo detrás de las puertas dobles, unos ligeros golpecitos, seguidos de una voz que no entendí. Me aparté de la escalera y miré la puerta, escuchando por si volvía a oír la voz. No sucedió nada.
Un largo silencio. Luego, casi en un susurro, la voz habló de nuevo.
—Aquí —dijo.
Me acerqué a las puertas y apreté el oído contra la rendija entre las dos hojas.
—¿Eres tú, Fanshawe?
—No uses ese nombre —dijo la voz, más claramente esta vez—. No te permitiré que uses ese nombre.
La voz de la persona estaba en línea recta con mi oído. Sólo la puerta nos separaba y estábamos tan cerca que yo sentía como si las palabras se vertieran en mi cabeza. Era como escuchar el corazón de un hombre latiendo dentro de su pecho, como examinar un cuerpo buscando su pulso. Él dejó de hablar y noté su aliento escapando por la rendija.
—Déjame entrar —dije—. Abre la puerta y déjame entrar.
—No puedo hacerlo —contestó la voz—. Tendremos que hablar así.
Agarré el picaporte y sacudí las puertas presa de la frustración.
—Abre —dije—. Abre o echaré la puerta abajo.
—No —dijo la voz—. La puerta seguirá cerrada.
Ahora estaba convencido de que era Fanshawe quien se encontraba allí dentro. Deseaba que fuera un impostor, pero reconocía demasiado bien aquella voz para creer que era otra persona.
—Estoy aquí de pie con una pistola en la mano —dijo— que te apunta directamente. Si cruzas esa puerta, te matare.
—No te creo.
—Escucha —dijo, y luego oí que se alejaba de la puerta.
Un segundo más tarde oí un disparo, seguido del sonido de la escayola al caer al suelo. Mientras tanto traté de mirar por la rendija, esperando entrever la habitación, pero el espacio era demasiado estrecho. No pude ver más que un hilo de luz, un solo filamento gris. Luego la boca volvió y ya no pude ver ni eso.
—De acuerdo —dije—, tienes una pistola. Pero si no me dejas verte, ¿cómo sabré que eres quien dices ser?
—No he dicho quién soy.
—Deja que lo exprese de otra manera. ¿Cómo puedo saber que estoy hablando con la persona adecuada?
—Tendrás que confiar en mí.
—A estas alturas, confianza es lo último que deberías esperar.
—Te digo que soy la persona adecuada. Eso debería bastarte. Has venido al sitio adecuado y yo soy la persona adecuada.
—Creí que querías verme. Eso es lo que decías en tu carta.
—Decía que quería hablar contigo. Es diferente.
—No afinemos tanto.
—Sólo te recuerdo lo que escribí.
—No me presiones demasiado, Fanshawe. Nada me impide marcharme de aquí.
Oí una repentina aspiración de aire y luego una mano dio una violenta palmada contra la puerta.
—¡Nada de Fanshawe! —gritó—. ¡Nada de Fanshawe, nunca más!
Dejé pasar unos momentos, no queriendo provocar otro estallido. La boca se apartó de la rendija y me pareció oír gemidos procedentes del centro de la habitación, gemidos o sollozos, no estaba seguro. Me quedé allí esperando, sin saber qué decir. Finalmente la boca volvió y, tras otra larga pausa, Fanshawe dijo:
—¿Sigues ahí?
—Sí.
—Perdóname. No quería empezar así.
—Recuerda —dije— que sólo estoy aquí porque tú me pediste que viniera.
—Lo sé. Y te lo agradezco.
—Podría servir de ayuda que me explicaras por qué me invitaste a venir.
—Más tarde. No quiero hablar de eso todavía.
—Entonces, ¿de qué?
—De otras cosas. De las cosas que han pasado.
—Te escucho.
—Porque no quiero que me odies. ¿Puedes comprender eso?
—No te odio. Hubo un tiempo en que te odié, pero ya ha pasado.
—Hoy es mi último día, ¿entiendes? Y tenía que asegurarme.
—¿Es aquí donde has estado todo el tiempo?
—Vine aquí hace unos dos años, creo.
—¿Y antes de eso?
—Aquí y allá. Ese hombre me seguía la pista y tenía que estar siempre en movimiento. Eso me proporcionó un verdadero gusto por los viajes. Todo lo contrario de lo que me imaginaba. Mi plan siempre había sido quedarme quieto y dejar correr el tiempo.
—¿Estás hablando de Quinn?
—Sí. El detective privado.
—¿Te encontró?
—Dos veces. Una vez en Nueva York, la siguiente en el sur.
—¿Por qué mintió?
—Porque le asusté mortalmente. Sabía lo que le ocurriría si alguien se enteraba.
—Desapareció, ¿sabes? No pude encontrar ni rastro de él.
—Está en alguna parte. Eso no importa.
—¿Cómo conseguiste librarte de él?
—Le di la vuelta a la situación. Él pensaba que me seguía, pero en realidad era yo quien le seguía a él. Me encontró en Nueva York, por supuesto, pero me escapé, me escapé de entre sus dedos. Después de eso fue como jugar un juego. Le fui guiando, dejándole pistas por todas partes, haciendo imposible que no me encontrara. Pero yo le estaba vigilando todo el tiempo, y cuando llegó el momento, le provoqué y se metió derecho en mi trampa.
—Muy hábil.
—No. Fue estúpido. Pero no tenía elección. Era eso o que me cogiera, lo cual habría significado que me tratasen como a un loco. Me odié por ello. Él sólo estaba haciendo su trabajo, después de todo, y sentí pena por él. La pena me asquea, especialmente cuando la encuentro en mí mismo.
—¿Y luego?
—No podía estar seguro de que mi truco hubiera dado resultado realmente. Pensé que Quinn podía volver a encontrarme. Así que seguí moviéndome, incluso cuando ya no tenía necesidad de hacerlo. Perdí casi un año de esa manera.
—¿Dónde fuiste?
—Al sur, al suroeste. Quería estar donde hiciera calor. Viajaba a pie, ¿comprendes?, dormía a la intemperie, trataba de ir donde no hubiera mucha gente. Es un país enorme, ¿sabes? Absolutamente desconcertante. En una época me quedé en el desierto durante unos dos meses; Más tarde viví en una choza al borde de una reserva de indios hopi en Arizona. Los indios tuvieron una asamblea tribal antes de darme permiso para quedarme allí.
—Eso te lo estás inventando.
—No te pido que me creas. Te cuento la historia, nada más. Puedes pensar lo que quieras.
—¿Y luego?
—Estuve en alguna parte de Nuevo México. Un día entré en un restaurante de carretera para comer algo y alguien se había dejado un periódico en el mostrador. Lo cogí y lo leí. Así fue como me enteré de que se había publicado un libro mío.
—¿Te sorprendió?
—Esa no es la palabra que yo usaría.
—¿Cuál, entonces?
—No sé. Me enfadé, creo. Me disgusté.
—No lo entiendo.
—Me enfadé porque el libro era una mierda.
—Los escritores nunca pueden juzgar su trabajo.
—No, el libro era una mierda, créeme. Todo lo que hice era mierda.
—¿Entonces por qué no lo destruiste?
—Estaba demasiado apegado a él. Pero eso no significa que fuese bueno. Un niño está apegado a su caca, pero nadie se entusiasma por eso. Es estrictamente asunto suyo.
—Entonces, ¿por qué le hiciste prometer a Sophie que me enseñaría tu trabajo?
—Para calmarla. Pero eso ya lo sabes. Hace tiempo que lo adivinaste. Esa era mi excusa. La verdadera razón era encontrarle un nuevo marido.
—Dio resultado.
—Tenía que darlo. No elegí a cualquiera, ¿comprendes?
—¿Y los manuscritos?
—Pensé que tú los tirarías. Nunca se me ocurrió que alguien se tomara en serio la obra.
—¿Qué hiciste después de leer que el libro había sido publicado?
—Volví a Nueva York. Era algo absurdo, pero estaba un poco fuera de mí, ya no podía pensar con claridad. El libro me había obligado a hacer lo que había hecho, ¿comprendes? Y ahora tenía que volver a luchar con él. Una vez publicado el libro, ya no podía retroceder.
—Creí que habías muerto.
—Eso es lo que tenías que creer. Por lo menos, me demostró que Quinn ya no era un problema. Pero este nuevo problema era mucho peor. Entonces fue cuando te escribí la carta.
—Eso fue algo cruel.
—Estaba enfadado contigo. Quería que sufrieses, que vivieses con las mismas cosas con las que yo había vivido. En el instante en que eché la carta en el buzón, me arrepentí.
—Demasiado tarde.
—Sí, demasiado tarde.
—¿Cuánto tiempo te quedaste en Nueva York?
—No lo sé. Seis u ocho meses, creo.
—¿Cómo vivías? ¿Cómo ganabas el dinero necesario para vivir?
—Robaba cosas.
—¿Por qué no me dices la verdad?
—Hago lo que puedo. Te estoy contando todo lo que puedo contarte.
—¿Qué más hiciste en Nueva York?
—Te vigilé. Os vigilé a ti, a Sophie y al niño. Hubo una época en que incluso acampé delante de vuestro edificio. Durante dos o tres semanas, quizá un mes. Te seguía a todas partes. Una o dos veces incluso tropecé contigo en la calle, te miré directamente a los ojos. Pero tú nunca te diste cuenta. Era fantástico comprobar que no me veías.
—Te estás inventando todo eso.
—Ya no debo tener el mismo aspecto.
—Nadie puede cambiar tanto.
—Creo que estoy irreconocible. Pero eso fue una suerte para ti. Si hubiera ocurrido algo, probablemente te habría matado. Durante todo el tiempo que estuve en Nueva York, sólo tenía pensamientos asesinos. Un mal asunto. Allí estuve muy cerca de una especie de horror.
—¿Qué te detuvo?
—Encontré el valor necesario para marcharme.
—Eso fue noble por tu parte.
—No estoy intentando defenderme. Sólo te estoy contando la historia.
—Y luego, ¿qué?
—Volví a embarcarme. Todavía tenía mí tarjeta de marinero y me enrolé en un carguero griego. Fue asqueroso, verdaderamente repugnante de principio a fin. Pero me lo merecía; era exactamente lo que quería. El barco iba a todas partes, la India, Japón, el mundo entero. No bajé a tierra ni una vez. Cada vez que llegábamos a puerto, bajaba a mi camarote y me encerraba allí. Pasé dos años así, sin ver nada, sin hacer nada, viviendo como un muerto.
—Mientras yo intentaba escribir la historia de tu vida.
—¿Es eso lo que estabas haciendo?
—Eso parecía.
—Un gran error.
—No hace falta que me lo digas. Lo descubrí yo solo.
—El barco atracó en Boston un día y decidí abandonarlo. Había ahorrado una gran cantidad de dinero, más que suficiente para comprar esta casa. He estado aquí desde entonces.
—¿Qué nombre usas?
—Henry Dark. Pero nadie sabe quién soy. No salgo nunca. Hay una mujer que viene dos veces a la semana y me trae lo que necesito, pero no la veo nunca. Le dejo una nota al pie de la escalera, junto con el dinero que le debo. Es un arreglo sencillo y eficaz. Eres la primera persona con quien hablo en dos años.
—¿Has pensado alguna vez que estás perdiendo el juicio?
—Sé que eso es lo que te parece, pero no es así, créeme. Ni siquiera deseo malgastar mi aliento hablándote de ello. Lo que necesito para mí es muy diferente de lo que necesitan otras personas.
—¿No es esta casa un poco grande para una sola persona?
—Demasiado grande. No he salido de la planta baja desde el día en que me mudé aquí.
—Entonces, ¿por qué la compraste?
—No me costó casi nada. Y me gustaba el nombre de la calle. Me atraía.
—¿Columbus Square?
—Sí.
—No te sigo.
—Me pareció un buen presagio. Volver a América y luego encontrar una casa en una calle que se llamaba Columbus[10]. Hay una cierta lógica en ello.
—Y aquí es donde piensas morir.
—Exactamente.
—Tu primera carta decía siete años. Todavía te falta uno.
—Me he demostrado lo que quería. No hay necesidad de continuar. Estoy cansado. He tenido suficiente.
—¿Me pediste que viniera porque pensaste que te lo impediría?
—No. En absoluto. No espero nada de ti.
—Entonces, ¿qué quieres?
—Tengo algunas cosas que darte. En un momento dado comprendí que te debía una explicación por lo que hice. Por lo menos un intento. He pasado los últimos seis meses tratando de escribirla.
—Creí que habías dejado de escribir para siempre.
—Esto es diferente. No tiene nada que ver con lo que hacía.
—¿Dónde está?
—Detrás de ti. En el suelo del armario que está debajo de la escalera. Un cuaderno rojo.
Me volví, abrí la puerta del armario y cogí el cuaderno. Era un cuaderno corriente de espiral con doscientas páginas rayadas. Eché una rápida ojeada al contenido y vi que todas las páginas estaban llenas: la misma conocida escritura, la misma tinta negra, la misma letra pequeña. Me levanté y regresé a la rendija entre las dos hojas de la puerta.
—Y ahora, ¿qué? —pregunté.
—Llévatelo a casa y léelo.
—¿Y si no puedo?
—Entonces guárdalo para el niño. Puede que quiera leerlo cuando sea mayor.
—No creo que tengas ningún derecho a pedir eso.
—Es mi hijo.
—No, no lo es. Es mío.
—No insistiré. Léelo tú, entonces. Lo escribí para ti.
—¿Y Sophie?
—No. No debes decírselo.
—Eso es lo único que nunca entenderé.
—¿Sophie?
—Cómo pudiste abandonarla de esa manera. ¿Qué te hizo?
—Nada. No fue culpa suya. Eso ya debes saberlo. Es sólo que no era mi destino vivir como otras personas.
—¿Cuál era tu destino?
—Todo está en el cuaderno. Cualquier cosa que consiguiera decirte ahora sólo distorsionaría la verdad.
—¿Hay algo más?
—No, creo que no. Probablemente hemos llegado al final.
—No creo que tengas el valor de matarme. Si echase abajo la puerta ahora, no harías nada.
—No te arriesgues. Morirías por nada.
—Te quitaría la pistola de la mano, te dejaría inconsciente de un golpe.
—No tiene sentido hacer eso. Ya estoy muerto. He tomado veneno hace unas horas.
—No te creo.
—No puedes saber lo que es verdad y lo que no lo es. Nunca lo sabrás.
—Llamaré a la policía. Abrirán la puerta a hachazos y te llevarán al hospital a la fuerza.
—Un sonido en la puerta y una bala atravesará mi cabeza. No tienes manera de salirte con la tuya.
—¿Tan tentadora es la muerte?
—He vivido con ella tanto tiempo que es lo único que me queda.
Ya no sabía qué decir. Fanshawe me había agotado, y mientras le oía respirar al otro lado de la puerta, sentí como si me hubieran aspirado la vida.
—Eres un idiota —dije, incapaz de pensar en otra cosa—. Eres un idiota y mereces morir.
Luego, abrumado por mi propia debilidad y estupidez, empecé a aporrear la puerta como un niño, temblando y farfullando, al borde de las lágrimas.
—Será mejor que te vayas ahora —dijo Fanshawe—. No hay ninguna razón para prolongar esto.
—No quiero irme —dije—. Todavía tenemos cosas de que hablar.
—No. Se acabó. Llévate el cuaderno y vuelve a Nueva York. Es lo único que te pido.
Estaba tan exhausto que por un momento creí que iba a caerme. Me agarré al pomo de la puerta para sostenerme, notando que mí cabeza se oscurecía por dentro, luchando para no desmayarme. Después de eso no tengo ningún recuerdo de lo que sucedió. Me encontré fuera, delante de la casa, el paraguas en una mano y el cuaderno rojo en la otra. Había dejado de llover pero el aire seguía siendo frío y noté la humedad en los pulmones. Vi un camión grande que pasaba estrepitosamente entre el tráfico y seguí sus luces rojas traseras hasta que ya no pude verlas. Cuando levanté la cabeza, vi que era casi de noche. Eché a andar alejándome de la casa, poniendo mecánicamente un pie delante del otro, incapaz de concentrarme en la dirección que llevaba. Creo que me caí una o dos veces. En un momento dado recuerdo que estuve parado en una esquina tratando de coger un taxi, pero ninguno se paró. Unos minutos más tarde el paraguas se me escapó de la mano y cayó en un charco. No me molesté en recogerlo.
Eran poco más de las siete cuando llegué a la estación Sur. Un tren para Nueva York había salido quince minutos antes y el siguiente no tenía la salida hasta las ocho y media. Me senté en uno de los bancos de madera con el cuaderno rojo en el regazo. Unos cuantos viajeros de cercanías regazados fueron entrando dispersos; un empleado se movió despacio por el suelo de mármol con una fregona; escuché a dos hombres que hablaban de los Red Sox detrás de mi. Al cabo de diez minutos de resistir el impulso, finalmente abrí el cuaderno. Leí sin parar durante casi una hora, pasando las hojas hacia detrás y hacia adelante, tratando de comprender el sentido de lo que Fanshawe había escrito. Si no digo nada sobre lo que encontré allí, es porque entendí muy poco. Todas las palabras me eran conocidas, y sin embargo parecían juntadas de un modo extraño, como si su propósito final fuese anularse unas a otras. No se me ocurre ninguna otra manera de expresarlo. Cada frase borraba la frase anterior, cada párrafo hacía imposible el siguiente. Es extraño, entonces, que la sensación que sobrevive de ese cuaderno sea de gran lucidez. Es como si Fanshawe supiera que su obra final tenía que subvertir todas mis expectativas. Aquéllas no eran las palabras de un hombre que lamentase nada. Había contestado a la pregunta haciendo otra pregunta, y por lo tanto todo quedaba abierto, inacabado, listo para empezar de nuevo. Me perdí después de la primera palabra y a partir de entonces sólo pude avanzar tanteando, tropezando en la oscuridad, cegado por el libro que había sido escrito para mí. Y sin embargo, debajo de aquella confusión, comprendí que había algo demasiado voluntario, algo demasiado perfecto, como si en última instancia lo único que él hubiera querido realmente fuese fracasar, incluso hasta el punto de fallarse a sí mismo. Podría equivocarme, sin embargo, yo no estaba en condiciones de leer nada en aquel momento, y posiblemente mi juicio sea equivocado. Estaba allí, leía aquellas palabras con mis propios ojos, y sin embargo me resulta difícil fiarme de lo que digo.
Me acerqué a las vías con varios minutos de antelación. Llovía de nuevo y veía mi aliento en el aire delante de mi, saliendo de mi boca en pequeñas ráfagas de niebla. Una por una, arranqué las páginas del cuaderno, las arrugué con la mano y las tiré en una papelera del andén. Llegué a la última página justo cuando el tren salía.
F I N