En París las cosas me parecieron extrañamente más grandes. El cielo estaba más presente que en Nueva York, sus caprichos eran más frágiles. Me sentí atraído por él, y durante el primer día lo observé constantemente, sentado en mi habitación del hotel, estudiando las nubes, esperando a que ocurriera algo. Eran nubes del norte, las nubes de los sueños que están siempre cambiando, acumulándose en enormes montañas grises, descargando breves chubascos, disipándose, juntándose de nuevo, tapando el sol, refractando la luz de maneras que siempre parecen distintas. El cielo de París tiene sus propias leyes, las cuales funcionan con independencia de la ciudad que hay abajo. Si los edificios parecen sólidos, anclados en la tierra, indestructibles, el cielo es vasto y amorfo, sujeto a constantes perturbaciones. Durante la primera semana me sentí como si me hubiesen puesto cabeza abajo. Aquélla era una ciudad del viejo mundo y no tenía nada que ver con Nueva York, con sus cielos bajos y calles caóticas, sus blandas nubes y agresivos edificios. Me habían desplazado y eso hacia que me sintiera repentinamente inseguro. Sentí que estaba perdiendo el control, y por lo menos una vez cada hora tenía que recordarme a mi mismo por qué estaba allí.
Mi francés no era ni bueno ni malo. Sabia lo suficiente como para entender lo que la gente me decía, pero hablar me resultaba difícil, y había veces que no acudía a mis labios ninguna palabra, veces que me costaba un esfuerzo decir incluso las cosas más sencillas. Creo que había cierto placer en aquello —experimentar el lenguaje como una colección de sonidos, verse empujado a la superficie de las palabras, donde los significados se desvanecen—, pero también era muy cansado y tenía el efecto de encerrarme en mis pensamientos. Para entender lo que la gente me decía tenía que traducirlo todo silenciosamente al inglés, lo cual significaba que incluso cuando entendía, lo lograba con retraso: hacia el trabajo dos veces y obtenía la mitad del resultado. Los matices, las asociaciones subliminales, las corrientes ocultas, todo eso se me escapaba. En última instancia, probablemente no sería equivocado decir que se me escapaba todo.
No obstante, seguí adelante. Tardé unos días en empezar la investigación, pero una vez que establecí mi primer contacto, los otros vinieron a continuación. Hubo algunas decepciones, sin embargo. Wyshnegradsky había muerto; no fui capaz de localizar a ninguna de las personas a las que Fanshawe había dado clases particulares de inglés; la mujer que le había contratado en el New York Times ya no estaba, hacía años que no trabajaba allí. Estas cosas eran de esperar, pero las encajé mal, sabiendo que incluso el más pequeño hueco podía ser fatal. Eran espacios vacíos para mí, espacios en blanco en el cuadro, y por mucho éxito que tuviera en llenar las otras zonas, quedarían dudas, lo cual significaba que el trabajo nunca podría estar verdaderamente terminado.
Hablé con los Dedmon, hablé con los editores de libros de arte para los que trabajó Fanshawe, hablé con la mujer que se llamaba Anne (resultó que había sido su novia), hablé con el productor de cine.
—Trabajos esporádicos —me dijo en un inglés con acento ruso—, eso es lo que hacía. Traducciones, sinopsis de guiones, un poco de negro literario para mi mujer. Era un chico listo, pero demasiado rígido. Muy literario, no sé si me entiende. Yo quise darle una oportunidad de trabajar como actor, incluso le ofrecí darle clases de esgrima y de equitación para una película que íbamos a hacer. Me gustaba su físico, pensé que podríamos sacar partido de él. Pero no le interesó. Tengo otros huevos que freír, me dijo. Algo así. Da igual. La película produjo millones y ¿qué me importa a mí que el chico no quisiera ser actor?
Allí había algo que valía la pena investigar, pero mientras estaba sentado con aquel hombre en su monumental piso de la Avenue Henri Martin, esperando cada frase de su historia entre llamadas telefónicas, de repente comprendí que no necesitaba oír nada más. Había una sola pregunta importante, y aquel hombre no podía contestarla. Si me quedaba y le escuchaba, me daría más detalles, más irrelevancias, otro montón de notas inútiles. Llevaba demasiado tiempo fingiendo que iba a escribir un libro y poco a poco había olvidado mi propósito. Basta, me dije, repitiendo conscientemente las palabras de Sophie, basta de esto, y entonces me levanté y me fui.
La cuestión era que ya nadie me observaba. Ya no tenía que disimular como me ocurría en casa. Ya no tenía que engañar a Sophie creando interminables tareas para mí. La comedia había terminado. Al fin podía desechar mi inexistente libro. Durante unos diez minutos, mientras volvía a pie al hotel cruzando el río, me sentí más feliz de lo que me había sentido en muchos meses. Las cosas se habían simplificado, se habían reducido a la claridad de un solo problema. Pero luego, en cuanto asimilé esta idea, comprendí lo mala que era la situación realmente. Estaba llegando al final y aún no le había encontrado. El error que andaba buscando no había aparecido. No había ninguna pista, ningún rastro que seguir. Fanshawe estaba oculto en alguna parte y toda su vida estaba oculta con él. A menos que él quisiera que le encontrasen, yo no tenía ni la más remota posibilidad.
Sin embargo, seguí adelante, tratando de llegar hasta el final, hasta el mismísimo final, ahondando ciegamente en las últimas entrevistas, no queriendo renunciar hasta que hubiese visto a todo el mundo. Deseaba llamar a Sophie. Un día incluso fui hasta la oficina de correos y esperé en la cola de las llamadas al extranjero, pero no llegué a llamarla. Ahora las palabras me fallaban constantemente y me entró pánico ante la idea de derrumbarme en el teléfono. ¿Qué podía decirle, después de todo? En lugar de eso, le mandé una postal de Laurel y Hardy. En la parte de atrás escribí: «Los verdaderos matrimonios nunca tienen sentido. Mira la pareja del dorso. Prueba de que cualquier cosa es posible, ¿no? Quizá deberíamos empezar a ponernos sombreros hongo. Por lo menos, acuérdate de vaciar el armario antes de que yo vuelva. Abrazos a Ben.»
Vi a Anne Michaux la tarde siguiente y tuve un pequeño sobresalto cuando entré en el café donde habíamos quedado en encontrarnos (Le Rouquet, en el Boulevard Saint Germain). Lo que me dijo sobre Fanshawe no tiene importancia: quién besó a quién, qué sucedió dónde, quién dijo qué, etcétera. Viene a ser más de lo mismo. Lo que mencionaré, no obstante, es que la lentitud de su reacción inicial se debió al hecho de que me confundió con Fanshawe. Duró sólo un brevísimo instante, según dijo, y luego pasó. Otras personas habían notado el parecido anteriormente, por supuesto, pero nunca de un modo tan visceral, con un impacto tan inmediato. Debí de mostrar mi sobresalto, porque ella se disculpó rápidamente (como si hubiera hecho algo malo) y volvió al tema varias veces durante las dos o tres horas que pasamos juntos, una vez incluso contradiciéndose:
—No sé en qué estaba pensando. No se parece usted a él en nada. Ha debido ser que he visto al americano que hay en los dos.
No obstante, me resultó perturbador, no pude remediar sentirme horrorizado. Algo monstruoso estaba sucediendo y yo ya no podía controlarlo. El cielo estaba oscureciendo dentro de mí, eso era seguro; la tierra temblaba. Me resultaba difícil quedarme quieto, me resultaba difícil moverme. De un momento al siguiente me parecía estar en un sitio diferente, olvidar dónde me encontraba. Los pensamientos se detienen donde empieza el mundo, me repetía. Pero el yo también está en el mundo, me contestaba, y lo mismo ocurre con los pensamientos que vienen de él. El problema era que ya no era capaz de hacer las distinciones correctas. Esto nunca puede ser aquello. Las manzanas no son naranjas, los melocotones no son ciruelas. Notas las diferencias en la lengua, y entonces lo sabes, como si fuera dentro de ti. Pero todo estaba empezando a tener el mismo sabor para mí. Ya no tenía hambre, ya no podía obligarme a comer.
En cuanto a los Dedmon, hay aún menos que decir, quizá. Fanshawe no podía haber elegido unos benefactores más apropiados, y de todas las personas que vi en París, ellos fueron los más amables, los más generosos. Me invitaron a tomar una copa en su piso y me quedé a cenar, y luego, cuando llegamos al segundo plato, me insistieron para que visitara su casa en el Var, la misma casa donde había vivido Fanshawe, y no hacia falta que la estancia fuese corta, me dijeron, ya que ellos no pensaban ir hasta agosto. Había sido un sitio importante para Fanshawe y su obra, dijo el señor Dedmon, y sin duda mi libro ganaría si lo veía con mis propios ojos. Tuve que mostrarme de acuerdo con él, y aún no habían salido las palabras de mi boca, cuando la señora Dedmon ya estaba al teléfono organizándolo todo en su preciso y elegante francés.
Ya no había nada que me retuviera en París, así que tomé el tren a la tarde siguiente. Era el final del camino para mí, mi viaje hacia el sur y hacia el olvido. Cualquier esperanza que pudiera haber tenido (la mínima posibilidad de que Fanshawe hubiera regresado a Francia, el ilógico pensamiento de que hubiese encontrado refugio dos veces en el mismo lugar) se evaporó cuando llegué allí. La casa estaba vacía; no había ni rastro de nadie. El segundo día, examinando las habitaciones del piso de arriba, me encontré un poema corto que Fanshawe había escrito en la pared, pero yo ya conocía ese poema y debajo había una fecha: 25 de agosto de 1972. Nunca había vuelto. Ahora me sentí estúpido por haberlo pensado siquiera.
Por falta de algo mejor que hacer, pasé varios días hablando con la gente de la zona: los granjeros cercanos, los aldeanos, la gente de los pueblos vecinos. Me presentaba enseñándoles una fotografía de Fanshawe, fingiendo ser su hermano, pero sintiéndome más bien como un detective privado sin un céntimo, un bufón que se agarra a un clavo ardiendo. Algunas personas le recordaban, otras no, otras no estaban seguras. Daba igual. Yo encontraba impenetrable el acento del sur (con sus erres arrastradas y sus finales nasalizados) y apenas entendía una palabra de lo que me decían. Entre todas las personas que vi, sólo una había tenido noticias de Fanshawe después de su marcha. Era su vecino más próximo, un granjero arrendatario que vivía aproximadamente a un kilómetro y medio, carretera adelante. Era un peculiar hombrecito de unos cuarenta años, el hombre más sucio que yo había conocido nunca. Su casa era una estructura del siglo XVII, húmeda y desmoronada, y él parecía vivir allí solo, sin más compañía que su perro trufero y su escopeta de caza. Estaba claro que se enorgullecía de haber sido amigo de Fanshawe, y para demostrarme lo unidos que habían estado me enseñó un sombrero tejano blanco que Fanshawe le había enviado después de regresar a América. No había ninguna razón para no creer su historia. El sombrero seguía guardado en su caja original y al parecer no había sido usado. Me explicó que lo reservaba para el momento oportuno, y luego se lanzó a una arenga política que me costó trabajo seguir. Iba a llegar la revolución, dijo, y cuando llegase, él iba a comprarse un caballo blanco y una metralleta, a ponerse su sombrero y a cabalgar por la calle Mayor del pueblo, pegando tiros a todos los tenderos que habían colaborado con los alemanes durante la guerra. Igual que en América, me dijo. Cuando le pregunté qué quería decir, me soltó una conferencia digresiva y alucinatoria acerca de los indios y los vaqueros. Pero eso fue hace mucho tiempo, le dije, tratando de cortarle. No, no, insistió, continúa hoy en día. ¿No me había enterado yo de los tiroteos en la Quinta Avenida? ¿No había oído hablar de los apaches? Era inútil discutir. En defensa de mi ignorancia, le dije que yo vivía en otro barrio.
Me quedé en la casa unos días más. Mi plan era no hacer nada durante el mayor tiempo posible, descansar. Estaba agotado y necesitaba una oportunidad de reponerme antes de volver a París. Pasaron uno o dos días. Paseé por los prados, visité el bosque, me senté al sol leyendo traducciones francesas de novelas policiacas americanas. Debería haber sido la cura perfecta: escondido en el culo del mundo, dejando que mi mente flotase libremente. Pero nada de esto me ayudó realmente. La casa no me hacia sitio y al tercer día noté que ya no estaba solo, que nunca estaría solo en aquel lugar. Fanshawe estaba allí, y por mucho que me esforzara en no pensar en él, no podía escapar. Esto fue algo inesperado, exasperante. Ahora que había dejado de buscarle, estaba más presente que nunca para mí. Todo el proceso se había invertido. Después de tantos meses tratando de encontrarle, me sentía como si fuera yo el que había sido encontrado. En lugar de buscar a Fanshawe, en realidad había estado huyendo de él. El trabajo que había inventado para mí —el falso libro, los interminables rodeos— no había sido sino un intento de apartarle, una artimaña para mantenerle lo más lejos posible. Porque si podía convencerme de que le estaba buscando, eso necesariamente significaba que él estaba en alguna otra parte, en alguna parte fuera de mí, más allá de los límites de mi vida. Pero me había equivocado. Fanshawe estaba exactamente donde yo estaba, y había estado allí desde el principio. Desde el momento en que llegó su carta, yo había estado esforzándome por imaginarle, por verle como podría haber sido, pero mi mente evocaba siempre el vacío. En el mejor de los casos, había una imagen empobrecida: la puerta de una habitación cerrada. Eso era todo: Fanshawe solo en esa habitación, condenado a una soledad mítica, quizá viviendo, quizá respirando, soñando Dios sabe qué. Esa habitación, lo descubrí entonces, estaba situada dentro de mi cráneo.
Después de eso me ocurrieron cosas extrañas. Regresé a París, pero una vez allí me encontré sin nada que hacer. No quería llamar a ninguna de las personas que había visto antes y no tenía valor para volver a Nueva York. Me quedé inerte, me convertí en una cosa que no podía moverse, y poco a poco me perdí la pista. Si puedo decir algo acerca de este periodo es únicamente porque tengo ciertas pruebas documentales que me ayudan. Los sellos en mi pasaporte, por ejemplo; el billete de avión, la cuenta del hotel, etcétera. Esas cosas me demuestran que me quedé en París durante más de un mes. Pero eso es muy diferente de recordarlo, y a pesar de lo que sé, aún me resulta imposible. Veo cosas que sucedieron, encuentro imágenes de mí mismo en distintos lugares, pero sólo a distancia, como si estuviera observando a otro. No tengo la sensación de que sean recuerdos, que siempre están anclados dentro de uno; están ahí fuera, más allá de lo que puedo sentir o tocar, más allá de nada que tenga que ver conmigo. He perdido un mes de mí vida, e incluso ahora me es difícil confesarlo, es una cosa que me llena de vergüenza.
Un mes es mucho tiempo, más que suficiente para que un hombre se desintegre. Aquellos días vuelven a mi memoria en fragmentos cuando vuelven, trocitos que se niegan a juntarse. Me veo borracho, cayéndome en la calle una noche, levantándome, caminando a tumbos hacia una farola y luego vomitando sobre mis zapatos. Me veo sentado en un cine con las luces encendidas mirando a la gente que sale, incapaz de recordar la película que acababa de ver. Me veo rondando por la Rue Saint-Denis por la noche, eligiendo prostitutas con las que acostarme, mi cabeza ardiendo con imágenes de cuerpos, una interminable confusión de senos desnudos, muslos desnudos, nalgas desnudas. Veo cómo me chupan la polla, me veo en una cama con dos chicas que se besan, veo a una enorme negra con las piernas abiertas sobre un bidé y lavándose el coño. No intentaré decir que estas cosas no son reales, que no sucedieron. Es sólo que no puedo responder por ellas. Follaba para sacarme el cerebro de la cabeza, me emborrachaba para entrar en otro mundo. Pero si el objetivo era borrar a Fanshawe, mis juergas fueron un éxito. Él desapareció… y yo desaparecí con él.
El final, sin embargo, lo tengo claro. No lo he olvidado, y me siento afortunado por haber conservado eso. Toda la historia se resume en lo que sucedió al final, y, sin tener ese final dentro de mí, no habría podido empezar este libro. Lo mismo es válido para los dos libros anteriores, La ciudad de cristal y Fantasmas. Estas tres historias son finalmente la misma historia, pero cada una representa una etapa diferente en mi conciencia de dónde está el quid. No afirmo haber resuelto ningún problema. Simplemente sugiero que llegó un momento en que ya no me asustaba mirar lo que había sucedido. Si las palabras vinieron a continuación, es sólo porque no tuve más remedio que aceptarlas, asumirlas e ir a donde ellas quisieran llevarme. Pero eso no significa necesariamente que las palabras sean importantes. Llevo mucho tiempo luchando por decirle adiós a algo, y esta lucha es lo único que de veras importa. La historia no está en las palabras; está en la lucha.
Una noche me encontré en un bar cerca de la Place Pigalle. Me encontré es el término que deseo usar, porque no tengo ni idea de cómo llegué allí, ningún recuerdo de haber entrado en aquel lugar. Era uno de esos sitios carísimos que abundan en el barrio: seis u ocho chicas en la barra, la oportunidad de sentarse a una mesa con una de ellas y pedir una botella de champán de precio exorbitante, y luego, si a uno le apetece, la posibilidad de llegar a un acuerdo económico y retirarse a la intimidad de una habitación en el hotel de al lado. La escena empieza para mi cuando estoy sentado en una de las mesas con una chica y acaban de traernos el cubo de champán. La chica era tahitiana, recuerdo, y muy guapa: no tendría más de diecinueve o veinte años, era muy menuda y llevaba un vestido blanco de red sin nada debajo, un entrecruzado de cables sobre su suave piel morena. El efecto era extraordinariamente erótico. Recuerdo sus pechos redondos visibles por los agujeros en forma de diamante, la abrumadora suavidad de su cuello cuando me incliné y lo besé. Me dijo su nombre, pero yo insistí en llamarla Fayaway, diciéndole que ella era una exiliada de Taipi y yo era Herman Melville, un marinero americano que había venido desde Nueva York para rescatarla. Ella no tenía ni la menor idea de lo que le estaba diciendo, pero continuó sonriendo, sin duda pensando que estaba loco, mientras yo parloteaba en mi francés chapurreado; permanecía imperturbable, riéndose cuando yo me reía, permitiendo que la besara donde quisiera.
Estábamos sentados en un reservado en el rincón y desde mí asiento yo veía el resto de la sala. Los hombres iban y venían, algunos asomaban la cabeza por la puerta y se marchaban, otros se quedaban a tomar una copa en la barra, uno o dos se iban a una mesa como había hecho yo. Al cabo de unos quince minutos entró un joven que era evidentemente americano. Me pareció que estaba nervioso, como si no hubiera estado nunca en un sitio así, pero su francés era sorprendentemente bueno, y cuando pidió un whisky en la barra y empezó a hablar con una de las chicas, vi que pensaba quedarse un rato. Le estudié desde mi rincón, sin dejar de pasar la mano por la pierna de Fayaway y de hundir la cara en su cuello; pero cuanto más tiempo se quedaba él en la barra, más me distraía. Era alto, de constitución atlética, con el pelo rubio y una actitud abierta y bastante juvenil. Supuse que tendría veintiséis o veintisiete años, un estudiante graduado, quizá, o bien un joven abogado que trabajaba para una empresa americana en París. No había visto nunca a aquel hombre, y sin embargo había algo en él que me resultaba familiar, algo que me impedía apartar la vista: una breve quemadura, una extraña sinapsis de reconocimiento. Probé a ponerle varios nombres, le paseé por el pasado, devané la bovina de asociaciones, pero nada. No es nadie, me dije, renunciando finalmente. Y luego, de repente, por alguna confusa cadena de razonamientos, terminé el pensamiento añadiendo: y si no es nadie, debe ser Fanshawe. Me reí en alto de mi broma. Siempre alerta, Fayaway se rió conmigo. Yo sabía que nada podía ser más absurdo, pero lo dije otra vez: Fanshawe. Y luego otra: Fanshawe. Y cuanto más lo decía, más me complacía decirlo. Cada vez que la palabra salía de mi boca, iba seguida de otra carcajada. Su sonido me embriagaba; me llevaba a un paroxismo de risas roncas, y poco a poco Fayaway pareció desconcertarse. Probablemente había pensado que me refería a alguna práctica sexual, que estaba haciendo un chiste que ella no podía entender, pero mis repeticiones habían privado gradualmente a la palabra de su significado, y ella empezó a oírla como una amenaza. Yo miraba al hombre que estaba al otro extremo de la sala y decía la palabra una vez más. Mi felicidad era inconmensurable. Exultaba por la pura falsedad de mi afirmación, celebrando el nuevo poder que me había conferido a mí mismo. Yo era el sublime alquimista que podía cambiar el mundo a su antojo. Aquel hombre era Fanshawe porque yo decía que era Fanshawe, y eso era todo. Nada podía detenerme ya. Sin siquiera pararme a pensarlo; murmuré al oído de Fayaway que volvía enseguida, me solté de sus maravillosos brazos y me acerque al seudo-Fanshawe. Con mi mejor imitación del acento de Oxford, le dije:
—Vaya, hombre, qué casualidad. Volvemos a encontrarnos. Se volvió y me miró atentamente. La sonrisa que había empezado a dibujarse en su cara se apagó lentamente y se convirtió en un ceño.
—¿Le conozco? —preguntó finalmente.
—Por supuesto que sí —dije, bravucón y alegre—. Mi nombre es Melville. Herman Melville. Quizá haya leído alguno de mis libros.
Él no sabía si tratarme como a un borracho jovial o como a un psicópata peligroso, y la confusión se reflejaba en su cara. Era una confusión espléndida y la disfruté a fondo.
—Bueno —dijo al fin, forzando una sonrisita—, puede que haya leído uno o dos.
—El de la ballena, sin duda.
—Sí. El de la ballena.
—Me alegra saberlo —dije, asintiendo con agrado, y luego le puse un brazo sobre los hombros—. Bueno, Fanshawe, ¿qué te trae por París en esta época del año?
La confusión volvió a aparecer en su cara.
—Perdone —dijo—, no he cogido ese nombre.
—Fanshawe.
—¿Fanshawe?
—Fanshawe. F-A-N-S-H-A-W-E.
—Bueno —dijo, relajándose y sonriendo ampliamente, repentinamente seguro de sí mismo otra vez—, ése es el problema. Me ha confundido usted con otra persona. Mi nombre no es Fanshawe. Es Stillman. Peter Stillman.
—Eso no es ningún problema —contesté, dándole un pequeño apretón en el hombro—. Si quieres llamarte Stillman, yo no tengo inconveniente. Los nombres no son importantes, después de todo. Lo que importa es que yo sé quién eres realmente. Eres Fanshawe. Lo he sabido en cuanto has entrado. «Ahí está el viejo diablo en persona», me he dicho. «Me pregunto qué estará haciendo en un sitio como éste.»
Él estaba empezando a impacientarse conmigo. Apartó mi brazo de su hombro y retrocedió.
—Ya basta —dijo—. Se ha equivocado, dejémoslo así. No quiero seguir hablando con usted.
—Demasiado tarde —dije—. Tu secreto ha sido descubierto, amigo mío. Ya no puedes esconderte de mí.
—Déjeme en paz —dijo, dando muestras de enfado por primera vez—. Yo no hablo con locos. Déjeme en paz, o habrá jaleo.
Las otras personas que había en el bar no podían entender lo que decíamos, pero la tensión se había hecho evidente, y yo noté que me observaban, noté que los ánimos cambiaban a mi alrededor. Stillman parecía repentinamente asustado. Lanzó una mirada a la mujer que estaba detrás de la barra, miró aprensivamente a la chica que se encontraba a su lado y luego tomó la impulsiva decisión de marcharse. Me apartó de su camino de un empujón y echó a andar hacia la puerta. Yo podía haber dejado que las cosas quedaran así, pero no lo hice. Estaba entrando en calor y no quería desperdiciar mi inspiración. Volví a donde estaba Fayaway y puse unos cuantos billetes de cien francos sobre la mesa. Ella fingió un mohín en respuesta.
—C’est mon frére —dije—. Il est fou. Je dois le poursuivre.
Y luego, mientras ella alargaba la mano para coger el dinero, le tiré un beso, di media vuelta y me fui.
Stillman estaba veinte o treinta metros delante de mí, andando deprisa por la calle. Avancé al mismo paso que él, manteniendo la distancia para evitar que se percatara, pero sin perderle de vista. De vez en cuando él miraba por encima del hombro, como esperando que yo estuviera allí, pero creo que no me vio hasta que habíamos salido del barrio y estábamos lejos de las multitudes y el bullicio, atravesando el tranquilo y oscuro corazón de la orilla derecha del Sena. El encuentro le había atemorizado y se comportaba como un hombre que huye para salvar la vida. Pero eso no era difícil de entender. Yo representaba lo que más tememos todos: el desconocido beligerante que sale de las sombras, el cuchillo que se nos clava en la espalda, el coche veloz que nos atropella. Tenía razones para correr, pero su miedo me estimulaba, me aguijoneaba a perseguirle, rabioso por la determinación. No tenía ningún plan, ninguna idea de lo que iba a hacer, pero le seguía sin la menor duda, sabiendo que toda mi vida dependía de ello. Es importante subrayar que en aquel momento yo estaba completamente lúcido, ninguna vacilación, ninguna borrachera, la cabeza completamente despejada. Me daba cuenta de que actuaba de un modo absurdo. Stillman no era Fanshawe, yo lo sabía. Era una elección arbitraria, totalmente inocente y gratuita. Pero eso era lo que me excitaba, lo fortuito del asunto, el vértigo de la pura casualidad. No tenía sentido, y, por eso, tenía todo el sentido del mundo.
Llegó un momento en que los únicos sonidos en la calle eran nuestros pasos. Stillman se volvió de nuevo y finalmente me vio. Empezó a andar más deprisa, al trote. Le llamé:
—Fanshawe.
Le llamé otra vez:
—Es demasiado tarde. Sé quién eres, Fanshawe.
Y luego, en la calle siguiente:
—Todo ha terminado, Fanshawe. Nunca escaparás.
Stillman no respondió nada, ni siquiera se molestó en volverse. Yo quería seguir hablando con él, pero ahora él iba corriendo, y si trataba de hablar iría más despacio. Abandoné mis provocaciones y fui tras él. No tengo ni idea de cuánto tiempo estuvimos corriendo pero me parecieron horas. Él era más joven que yo, más joven y más fuerte, y estuve a punto de perderle, a punto de no conseguirlo. Me obligué a continuar por la calle oscura, sobrepasando el punto de agotamiento, de náusea, frenéticamente lanzado hacia él, sin permitirme parar. Mucho antes de alcanzarle, mucho antes de saber que iba a alcanzarle, sentí como si ya no estuviera dentro de mí mismo. No se me ocurre otra manera de expresarlo. Ya no me sentía. La sensación de la vida se me había escapado gota a gota y en su lugar había una milagrosa euforia, un dulce veneno que corría por mi sangre, el innegable olor de la nada. Éste es el momento de mi muerte, me dije, ahora es cuando me muero. Un segundo más tarde alcancé a Stillman y le agarré por la espalda. Caímos al suelo violentamente y los dos gruñimos al sentir el impacto. Yo había agotado todas mis fuerzas y estaba demasiado falto de aliento para defenderme, demasiado exhausto para pelear. No dijimos ni una palabra. Durante varios segundos luchamos cuerpo a cuerpo en la acera, pero luego él consiguió librarse de mi presa, y después de eso no pude hacer nada. Empezó a aporrearme con los puños, a patearme con la punta de los zapatos, a golpearme por todo el cuerpo. Recuerdo que intenté protegerme la cara con las manos; recuerdo el dolor y cuánto me aturdía, cuánto me dolía y cuán desesperadamente deseaba dejar de sentir el dolor. Pero no debió de durar mucho, porque la memoria de ese dolor cesa ahí. Stillman me destrozó, y cuando terminó, yo estaba inconsciente. Recuerdo que me desperté en la acera y me sorprendí de que aún fuese de noche, pero no recuerdo nada más. Todo lo demás ha desaparecido.
Durante los tres días siguientes no me moví de mí habitación en el hotel. Lo terrible no era tanto el dolor como que éste no fuese lo bastante fuerte como para matarme. Me di cuenta de esto el segundo o el tercer día. En un momento dado, tumbado sobre la cama y mirando las rendijas de las persianas cerradas, comprendí que había sobrevivido. Me parecía extraño estar vivo, casi incomprensible. Tenía un dedo roto; tenía cortes en ambas sienes; me dolía hasta respirar. Pero de alguna manera ésa no era la cuestión. Estaba vivo, y cuanto más lo pensaba, menos lo entendía. No me parecía posible que me hubiesen perdonado la vida.
Esa misma noche le mandé un telegrama a Sophie diciéndole que volvía a casa.