6

En junio de ese año (1978) Sophie, Ben y yo fuimos a Nueva Jersey para ver a la madre de Fanshawe. Mis padres ya no vivían en la casa de al lado (se habían retirado a Florida) y yo no había vuelto desde hacia años. Puesto que era la abuela de Ben, la señora Fanshawe se había mantenido en contacto con nosotros, pero las relaciones eran algo difíciles. Parecía haber en ella una corriente oculta de hostilidad hacia Sophie, como si secretamente la culpara por la desaparición de Fanshawe, y este resentimiento salía a la superficie de vez en cuando en algún comentario casual. Sophie y yo la invitábamos a comer a intervalos razonables, pero ella raras veces aceptaba, y cuando lo hacía, se sentaba con nosotros nerviosa y sonriente, parloteando a su manera irritable, fingiendo admirar al niño, haciéndole a Sophie cumplidos inapropiados y diciéndole que era una chica muy afortunada, y luego se marchaba temprano, siempre levantándose en mitad de una conversación y soltando que había olvidado que tenía otra cita. Sin embargo, era difícil tenérselo en cuenta. Nada le había salido muy bien en la vida, y a aquellas alturas ya había dejado de esperar que fuese de otra manera. Su marido había muerto; su hija había tenido una larga serie de crisis mentales y ahora vivía a base de tranquilizantes en un centro de readaptación; su hijo había desaparecido. Aún guapa a los cincuenta (de niño yo pensaba que era la mujer más arrebatadora que había visto nunca), iba tirando gracias a variadas y turbias aventuras amorosas (la nómina de hombres cambiaba continuamente), viajes a Nueva York para hacer compras y su pasión por el golf. El éxito literario de Fanshawe la había cogido por sorpresa, pero una vez que se había acostumbrado a él, estaba absolutamente dispuesta a asumir la responsabilidad de haber dado a luz un genio. Cuando la llamé para hablarle de la biografía, pareció deseosa de ayudarme. Tenía cartas, fotografías y documentos, me dijo, y me enseñaría todo lo que yo quisiera.

Llegamos allí a media mañana y después de un embarazoso comienzo, seguido de una taza de café en la cocina y una larga charla acerca del tiempo, nos llevó a la antigua habitación de Fanshawe en el piso de arriba. La señora Fanshawe se había preparado concienzudamente para mi llegada y todo el material estaba dispuesto en ordenadas filas sobre lo que había sido la mesa de estudio de Fanshawe. Yo me quedé aturdido por la acumulación. Sin saber qué decir, le di las gracias por ser tan eficaz, pero en realidad estaba asustado, abrumado por el volumen de lo que había allí. Unos minutos más tarde la señora Fanshawe, Sophie y Ben bajaron y salieron al jardín trasero (era un día cálido y soleado) y yo me quedé allí solo. Recuerdo que miré por la ventana y vi a Ben andando como un pato por la hierba con su mono relleno de pañales, chillando y señalando a un tordo que pasó volando bajo. Di unos golpecitos en la ventana, y cuando Sophie se volvió y levantó la vista, la saludé con la mano. Ella me sonrió, me tiró un beso y luego se alejó para inspeccionar un parterre con la señora Fanshawe.

Me instalé detrás de la mesa. Era algo terrible estar sentado en aquella habitación y no sabia cuánto tiempo podría soportarlo. El guante de béisbol de Fanshawe estaba en un estante con una pelota arañada dentro; en los estantes que había encima y debajo del guante estaban los libros que él había leído de niño. Directamente detrás de mí estaba la cama, con la misma colcha de cuadros blancos y azules que yo recordaba. Aquélla era la prueba tangible, los restos de un mundo muerto. Yo había entrado en el museo de mi propio pasado y lo que encontré casi me aplasta.

En una pila: la partida de nacimiento de Fanshawe, las notas escolares de Fanshawe, las insignias de boy scout de Fanshawe, el diploma del instituto de Fanshawe. En otra pila: fotografias. Un álbum de Fanshawe de bebé; un álbum de Fanshawe y su hermana; un álbum de la familia (Fanshawe con dos años sonriendo en los brazos de su padre, Fanshawe y Ellen abrazando a su madre en el columpio del jardín trasero, Fanshawe rodeado de sus primos). Y luego las fotos sueltas, en carpetas, en sobres, en cajitas: docenas de Fanshawe y yo juntos (nadando, jugando al béisbol, montando en bicicleta, haciendo muecas en el jardín; mi padre con nosotros dos montados a la espalda; el pelo corto, los vaqueros anchos, los coches antiguos detrás de nosotros: un Packard, un DeSoto, una rubia Ford con paneles de madera). Fotos de la clase, fotos del equipo, fotos del campamento. Fotos de carreras, de partidos. Sentados en una canoa, tirando de una cuerda en una competición. Y al final, después del montón, unas cuantas de años posteriores: Fanshawe como yo no le había visto nunca. Fanshawe de pie en el jardín de la universidad de Harvard; Fanshawe en la cubierta de un petrolero de Esso; Fanshawe en París, delante de una fuente de piedra. Por último, una sola foto de Fanshawe y Sophie: Fanshawe con un aspecto más viejo y más severo; y Sophie terriblemente joven, guapísima y, a la vez, distraída, como si no pudiera concentrarse. Respiré hondo y luego me eché a llorar, de repente, sin ser consciente hasta el último momento de que tenía aquellas lágrimas dentro de mí, sollozando fuerte, estremeciéndome con la cara entre las manos.

Una caja que se encontraba a la derecha de las fotografías estaba llena de cartas, por lo menos cien, que comenzaban a la edad de ocho años (la escritura torpe de un niño, tiznones de lápiz y borraduras) y seguían hasta principios de los setenta. Había cartas de la universidad, cartas del barco, cartas de Francia. La mayoría de ellas iban dirigidas a Ellen, y muchas eran bastante largas. Supe inmediatamente que eran valiosas, sin duda más valiosas que todo lo demás que había en el cuarto, pero no tuve valor para leerlas allí. Esperé diez o quince minutos y luego bajé para reunirme con los demás.

La señora Fanshawe no quería que los originales salieran de la casa, pero no tenía inconveniente en que las cartas fuesen fotocopiadas. Incluso se ofreció ella misma, pero le dije que no se molestara: yo volvería otro día y me encargaría de eso.

Tomamos un almuerzo informal en el patio. Ben dominó la escena yendo y viniendo hasta las flores entre cada bocado de su sandwich y a las dos de la tarde ya estábamos listos para volver a casa. La señora Fanshawe nos llevó a la estación de autobuses y nos besó a los tres para despedirnos, mostrando más emoción que en ningún otro momento durante la visita. Cinco minutos más tarde el autobús arrancó, Ben se durmió en mi regazo y Sophie me cogió la mano.

—No ha sido un día muy feliz, ¿verdad? —me dijo.

—Uno de los peores —contesté.

—Tener que mantener la conversación con esa mujer durante cuatro horas. Yo me he quedado sin nada que decir en cuanto hemos llegado.

—Probablemente no le agradamos mucho.

—No, creo que no.

—Pero eso es lo de menos.

—Ha sido duro estar solo allí arriba, ¿no?

—Muy duro.

—¿Te lo has replanteado?

—Me temo que sí.

—No te culpo. Todo este asunto se está volviendo bastante espantoso.

—Tendré que volver a pensármelo. Ahora mismo estoy empezando a pensar que he cometido un gran error.

Cuatro días después la señora Fanshawe me telefoneó para decirme que se marchaba a pasar un mes a Europa y que quizá seria una buena idea que atendiéramos a nuestro asunto antes (ésas fueron sus palabras). Yo había pensado dejarlo correr, pero antes de que se me ocurriera una excusa decente para no ir, me oí aceptando hacer el viaje el lunes siguiente. Sophie no quiso acompañarme y no le insistí para que cambiara de opinión. Ambos pensábamos que una visita familiar había sido suficiente.

Jane Fanshawe me recibió en la estación de autobuses, toda sonrisas y afectuosos holas. Desde el mismo momento en que subí a su coche intuí que las cosas iban a ser diferentes esta vez. Había hecho un esfuerzo para arreglarse (pantalones blancos, una blusa de seda roja, el cuello bronceado y sin arrugas a la vista) y era difícil no notar que estaba tentándome para que la mirase, para que reconociese el hecho de que seguía siendo hermosa. Pero había algo más que eso: un tono vagamente insinuante en su voz, un dar por sentado que éramos viejos amigos, que teníamos una relación íntima debido al pasado, y qué suerte que hubiera venido solo, así tendríamos libertad para hablar abiertamente. Lo encontré todo de mal gusto y no dije más que lo imprescindible.

—Menuda familia tienes, muchacho —dijo, volviéndose hacia mi cuando nos detuvimos en un semáforo.

—Sí —dije—. Menuda familia.

—El niño es adorable, desde luego. Un verdadero encanto. Pero un poco salvaje, ¿no te parece?

—Sólo tiene dos años. La mayoría de los niños suelen ser vivaces a esa edad.

—Por supuesto. Pero yo creo que Sophie le consiente. Parece tan divertida todo el rato, no sé si me entiendes. No es que yo esté en contra de la risa, pero un poco de disciplina tampoco le vendría mal.

—Sophie actúa así con todo el mundo —dije—. Una mujer alegre tiene que ser una madre alegre. Que yo sepa, Ben no tiene ninguna queja.

Hubo una ligera pausa y luego, cuando arrancamos de nuevo, mientras íbamos por una ancha avenida comercial, Jane Fanshawe añadió:

—Es una chica afortunada, esa Sophie. Ha tenido la suerte de caer de pie. Ha tenido la suerte de encontrar a un hombre como tú.

—A mí me parece que ha sido al revés —dije.

—No deberías ser tan modesto.

—No lo soy. Lo que pasa es que sé de lo que estoy hablando. Hasta ahora, toda la suerte ha estado de mi lado.

Sonrió leve, enigmáticamente, como si me juzgara un zopenco y, a la vez, me concediera el tanto, consciente de que yo no iba a darle una oportunidad. Cuando llegamos a su casa unos minutos más tarde, ella parecía haber abandonado su táctica inicial. No volvió a mencionar a Sophie y Ben y se convirtió en un modelo de solicitud, diciéndome cuánto se alegraba de que estuviera escribiendo un libro sobre Fanshawe, actuando como si su ánimo hubiera cambiado de verdad, como si fuese una aprobación definitiva, no sólo del libro sino de mí. Luego, entregándome las llaves de su coche, me dijo cómo llegar a la tienda de fotocopias más cercana. El almuerzo me estaría esperando cuando volviese, me dijo.

Tardaron más de dos horas en fotocopiar las cartas y cuando regresé a la casa era casi la una. Allí estaba el almuerzo, efectivamente, y era un despliegue impresionante: espárragos, salmón frío, queso, vino blanco, de todo. Estaba puesto en la mesa del comedor, acompañado de flores y de lo que claramente era su mejor vajilla. La sorpresa debió de reflejarse en mi cara.

—Quería que fuese una ocasión festiva —dijo la señora Fanshawe—. No tienes ni idea de lo bien que me siento al tenerte aquí. Todos los recuerdos que me traes. Es como si las cosas malas no hubieran ocurrido nunca.

Sospeché que ella ya había empezado a beber mientras yo estaba fuera. Aún era dueña de sí, sus movimientos eran seguros, pero había cierto espesamiento en su voz, una vacilación, una cualidad efusiva que antes no estaba presente. Mientras nos sentábamos a la mesa me dije que debía estar alerta. Sirvió el vino en dosis generosas y cuando vi que prestaba más atención a su copa que a su plato, picoteando la comida y finalmente olvidándola por completo, empecé a esperar lo peor. Después de un poco de charla ociosa acerca de mis padres y de mis dos hermanas menores, la conversación se convirtió en un monólogo.

—Es extraño —dijo—, es extraño cómo salen las cosas en la vida. Nunca sabes lo que va a suceder en el momento siguiente. Aquí estás tú, el niño que vivía en la casa de al lado. Eres la misma persona que correteaba por esta casa con los zapatos llenos de barro, convertido en un hombre ahora. Eres el padre de mi nieto, ¿te das cuenta de eso? Estás casado con la mujer de mi hijo. Si alguien me hubiese dicho hace diez años que éste era el futuro, me habría echado a reír. Eso es lo que finalmente se aprende de la vida: lo extraña que es. No se puede seguir el curso de los acontecimientos. Ni siquiera puede uno imaginarlos.

«Incluso te pareces a él, ¿sabes? Siempre os parecisteis, como hermanos, casi como gemelos. Recuerdo que cuando erais pequeños a veces yo os confundía desde lejos. Ni siquiera sabía cuál de los dos era el mío.

»Sé cuánto le querías, cuánto le admirabas. Pero deja que te diga algo, querido. Él no valía ni la mitad que tú. Era frío por dentro. Estaba muerto por dentro, y creo que nunca quiso a nadie, ni una vez, nunca en su vida. A veces os veía a ti y a tu madre al otro lado del jardín, cómo corrías hacia ella y le echabas los brazos al cuello, cómo dejabas que te besara, y allí mismo, delante de mis narices, veía todo lo que yo no tenía con mi hijo. Él no dejaba que le tocara, ¿sabes? A partir de los cuatro o cinco años se retraía cada vez que me acercaba a él. ¿Cómo crees que se siente una mujer cuando su propio hijo la desprecia? Yo era tan condenadamente joven entonces… No tenía ni veinte años cuando nació él. Imagínate lo que se siente al ser rechazado así.

»No digo que fuera malo. Era un ser aislado, un niño sin padres. Nada de lo que yo decía le afectaba. Y era lo mismo con su padre. Se negaba a aprender nada de nosotros. Robert lo intentó una y otra vez, pero nunca pudo comunicarse con él. Claro que no se puede castigar a alguien por una falta de cariño, ¿verdad? No puedes ordenar a un niño que te quiera sólo porque es tu hijo.

»Y estaba Ellen, por supuesto. La pobre y torturada Ellen. Era bueno con ella, los dos lo sabemos. Pero demasiado bueno en cierta manera, y al final eso no la benefició nada. Él le hizo un lavado de cerebro. La hizo tan dependiente de él que ella empezó a pensárselo dos veces antes de acudir a nosotros. Él era el que la entendía, él era el que le daba consejo, él era el que podía resolver sus problemas. Robert y yo no éramos más que extras. Para ellos casi no existíamos. Ellen confiaba tanto en su hermano que al final le entregó su alma. No digo que él supiera lo que hacía, pero yo todavía tengo que vivir con los resultados. La chica tiene veintisiete años, pero actúa como si tuviera catorce, y eso cuando está bien. Está tan confusa tan aterrada… Un día piensa que me he propuesto destruirla, al día siguiente me llama treinta veces por teléfono. Treinta veces. No puedes ni remotamente imaginar lo que es.

»Ellen es la razón de que él nunca publicase su trabajo, ¿sabes? Por ella dejó Harvard después del segundo curso. Él entonces escribía poesía, y cada pocas semanas le mandaba un montón de manuscritos. Ya sabes cómo son esos poemas. Casi imposibles de entender. Muy apasionados, por supuesto, llenos de vehementes regañinas y exhortaciones, pero tan oscuros que uno pensaría que están escritos en clave. Ellen se pasaba horas descifrándolos, actuando como si su vida dependiera de ello, tratando los poemas como mensajes secretos, oráculos escritos directamente para ella. Creo que él no tenía ni idea de lo que sucedía. Su hermano se había ido, ¿comprendes?, y aquellos poemas eran lo único que le quedaban de él. La pobre criatura. Sólo tenía quince años, y ya se estaba desmoronando. Estudiaba aquellas páginas hasta que estaban arrugadas y sucias y las llevaba a todas partes adonde iba. Cuando se ponía realmente mal, se acercaba a los desconocidos en el autobús y se las ponía en las manos a la fuerza. «Lea estos poemas», les decía. «Le salvarán la vida.»

»Acabó teniendo su primera crisis grave, claro está. Un día se apartó de mí en el supermercado, y antes de que yo me diera cuenta de lo que hacía, estaba cogiendo esas grandes botellas de zumo de manzana de las estanterías y estampándolas contra el suelo. Una tras otra, como si estuviera loca, de pie en medio de los cristales rotos, mientras le sangraban los tobillos y el zumo corría por todas partes. Fue horrible. Se puso tan fuera de sí que fueron necesarios tres hombres para sujetarla y llevársela.

»No digo que su hermano fuera responsable de ello. Pero aquellos malditos poemas ciertamente contribuyeron, y con razón o sin ella él se culpó a sí mismo. A partir de entonces nunca intentó publicar nada. Vino a visitar a Ellen al hospital y creo que fue demasiado para él, verla de aquella manera, totalmente fuera de si, totalmente loca, chillándole y acusándole de odiarla. Fue un verdadero brote esquizoide, ¿sabes?, y él no pudo soportarlo. Fue entonces cuando hizo el juramento de no publicar. Fue una especie de penitencia, creo, y la mantuvo durante el resto de su vida, la mantuvo de aquella manera obstinada y brutal característica de él, hasta el final.

»Unos dos meses después recibí una carta suya informándome de que había dejado la universidad. No me pedía consejo, no vayas a creer, me decía lo que había hecho. Querida madre, etcétera, etcétera, todo muy noble e imponente. Dejo la universidad para librarte de la carga económica de mantenerme. Con la enfermedad de Ellen, los enormes costes médicos, una cosa y otra, etcétera, etcétera.

»Yo estaba furiosa. Un chico como él tirando sus estudios por la ventana sin ningún motivo. Era un acto de sabotaje, pero yo no podía hacer nada al respecto. Ya se había ido de la universidad. El padre de un amigo suyo de Harvard tenía alguna relación con navieras (creo que representaba al sindicato de marineros o algo así) y consiguió los papeles gracias a ese hombre. Cuando la carta me llegó, él ya estaba en algún lugar de Texas, y eso fue todo. No volví a verle hasta cinco años después.

»Más o menos cada mes llegaba una carta o una postal para Ellen, pero nunca llevaba remite. París, el sur de Francia, Dios sabe dónde, pero se aseguraba de que no tuviésemos manera de ponernos en contacto con él. Encontré despreciable este comportamiento. Cobarde y despreciable. No me preguntes por qué guardé las cartas. Lamento no haberlas quemado. Eso es lo que debería haber hecho. Quemarlas todas.

Continuó así durante más de una hora, la amargura de sus palabras aumentaba gradualmente, en algún punto alcanzaron un momento de sostenida claridad, y luego, después del siguiente vaso de vino, fueron perdiendo coherencia. Su voz era hipnótica. Yo sentía que mientras ella continuara hablando, ya nada podía afectarme. Era una sensación de ser inmune, de estar protegido de las palabras que salían de su boca. Apenas me molestaba en escucharlas. Yo flotaba dentro de aquella voz, estaba rodeado de ella, sostenido por su persistencia, llevado por el flujo de sílabas, las subidas y bajadas, las olas. Cuando la luz de la tarde entró a raudales por las ventanas y dio sobre la mesa, centelleando en las salsas, la mantequilla derretida, las botellas verdes de vino, todo en la habitación se volvió tan radiante y tranquilo que empecé a encontrar irreal estar allí sentado dentro de mi propio cuerpo. Me estoy derritiendo, me dije, viendo cómo la mantequilla se ablandaba en su plato, y una o dos veces incluso pensé que no debía dejar que aquello siguiera así, que no debía permitir que el momento se me escapara, pero al final no hice nada, porque de alguna manera sentí que no podía.

No me disculpo por lo que sucedió. La embriaguez nunca es más que un síntoma, no una causa absoluta, y me doy cuenta de que estaría mal que intentase defenderme. No obstante, por lo menos existe la posibilidad de una explicación. Ahora estoy bastante seguro de que lo que siguió tenía tanto que ver con el pasado como con el presente, y me parece raro, ahora que lo considero con cierta distancia, ver cómo algunos antiguos sentimientos finalmente me alcanzaron aquella tarde. Mientras estaba allí sentado escuchando a la señora Fanshawe, me resultaba difícil no recordar cómo la había visto de niño, y una vez que esto comenzó a suceder, me encontré tropezando con imágenes que no había recordado desde hacía años. Había una en particular que me impactó con gran fuerza: una tarde de agosto cuando yo tenía trece o catorce años, mirando por la ventana de mi dormitorio hacía el jardín de la casa de al lado vi a la señora Fanshawe salir con un bañador de dos piezas, desabrocharse despreocupadamente la parte de arriba y echarse en una tumbona dando la espalda al sol. Todo esto sucedió por casualidad. Yo había estado sentado junto a mi ventana fantaseando y luego, inesperadamente, una hermosa mujer entra en mi campo de visión, casi desnuda, sin ser consciente de mí presencia, como si la hubiera invocado yo mismo. Esta imagen permaneció conmigo durante mucho tiempo y volví a ella a menudo durante mi adolescencia: la lascivia de un niño, la esencia de las fantasías nocturnas. Ahora que aquella mujer al parecer estaba seduciéndome, yo casi no sabía qué pensar. Por una parte, encontraba la escena grotesca. Por otra, había algo natural en ella, incluso lógico, y sentí que si no utilizaba toda mi energía para luchar contra ella, iba a permitir que sucediera.

No hay duda de que ella me hizo compadecerla. Su versión de Fanshawe era tan angustiada, tan llena de señales de auténtica infelicidad, que gradualmente me ablandé, caí en su trampa. Lo que todavía no entiendo, sin embargo, es hasta qué punto ella era consciente de lo que estaba haciendo. ¿Lo había planeado de antemano o aquello sucedió de forma espontánea? ¿Era su digresivo discurso una maniobra para minar mi resistencia o un estallido espontáneo de verdadero sentimiento? Sospecho que me estaba diciendo la verdad sobre Fanshawe, por lo menos su verdad, pero eso no es suficiente para convencerme, porque hasta un niño sabe que la verdad puede utilizarse con fines tortuosos. Aún más importante, está la cuestión de los motivos. Casi seis años después del suceso, todavía no he dado con la respuesta. Decir que ella me encontró irresistible sería rebuscado y no estoy dispuesto a engañarme al respecto. Era algo mucho más profundo, mucho más siniestro. Recientemente he empezado a preguntarme si de alguna manera no percibió en mí un odio hacia Fanshawe que era tan fuerte como el suyo. Quizá sintió este vinculo tácito entre nosotros, quizá era la clase de vínculo que sólo puede demostrarse por medio de un acto perverso, extravagante. Follar conmigo sería como follar con Fanshawe —como follar con su propio hijo—, y en la oscuridad de este pecado le tendría de nuevo, pero sólo con el fin de destruirle. Una venganza terrible. Si esto es verdad, entonces no puedo permitirme el lujo de llamarme su víctima. En todo caso fui su cómplice.

Empezó poco después de que ella comenzase a llorar, cuando finalmente se agotó y las palabras se quebraron, deshaciéndose en lágrimas. Me levanté, borracho, lleno de emoción, me acerqué a donde ella estaba sentada y la abracé en un gesto de consuelo. Esto nos hizo cruzar el umbral. El simple contacto fue suficiente para desencadenar una respuesta sexual, un ciego recuerdo de otros cuerpos, de otros abrazos, y un momento más tarde estábamos besándonos y luego, no mucho después, desnudos en su cama en el piso de arriba.

Aunque estaba borracho, no lo estaba tanto que no supiera lo que hacía. Pero ni siquiera la culpa fue suficiente para detenerme. Este momento terminará, me dije, y nadie sufrirá. No tiene nada que ver con mi vida, nada que ver con Sophie. Pero luego, incluso mientras estaba ocurriendo, descubrí que había algo más que eso. Porque el hecho es que me gustó follar a la madre de Fanshawe, pero de un modo que no tenía nada que ver con el placer. Estaba consumido y, por primera vez en mi vida, no encontré ninguna ternura dentro de mi. Estaba follando por odio y lo convertí en un acto de violencia, atacando a aquella mujer como si quisiera pulverizarla. Había entrado en mi propia oscuridad y fue allí donde aprendí lo más terrible de todo: que el deseo sexual también puede ser el deseo de matar, que llega un momento en que es posible elegir la muerte en lugar de la vida. Aquella mujer quería que yo le hiciese daño, y se lo hice, y me encontré regodeándome en mi crueldad. Pero incluso entonces supe que sólo estaba a mitad de camino de la meta, que ella no era más que una sombra y que yo la estaba usando para atacar al propio Fanshawe. Cuando la penetré por segunda vez —los dos cubiertos de sudor, gimiendo como los protagonistas de una pesadilla— finalmente lo comprendí. Yo quería matar a Fanshawe. Quería que Fanshawe estuviera muerto e iba a hacerlo. Iba a encontrarle y a matarle.

La dejé dormida en la cama, salí de la habitación a hurtadillas y llamé a un taxi desde la planta baja. Media hora después estaba en el autobús camino de Nueva York. En la terminal de Port Authority entré en el lavabo de hombres y me lavé las manos y la cara, luego cogí el metro. Llegué a casa justo cuando Sophie estaba poniendo la mesa para cenar.