Pasé aquella noche en la cama de Sophie y a partir de entonces se me hizo imposible dejarla. Volvía a mi apartamento durante el día para trabajar, pero regresaba a Sophie todas las noches. Me convertí en parte de su hogar —compraba comida para la cena, le cambiaba los pañales a Ben, sacaba la basura—, viviendo con otra persona más íntimamente de lo que había vivido nunca. Pasaron los meses y, con constante asombro, descubrí que tenía talento para aquella clase de vida. Había nacido para estar con Sophie, y poco a poco noté que me volvía más fuerte, noté que ella me hacía mejor de lo que había sido. Era extraña la forma en que Fanshawe nos había unido. De no ser por su desaparición, nada de aquello habría sucedido. Estaba en deuda con él, pero aparte de hacer todo lo que podía por su trabajo, no tenía ninguna posibilidad de saldar esa deuda.
Mi articulo se publicó y pareció surtir el efecto deseado. Stuart Green me llamó para decirme que era un «gran refuerzo», lo cual deduje que significaba que ahora se sentía más seguro. Con todo el interés que el artículo había despertado, Fanshawe ya no parecía un riesgo tan grande. Luego salió El país de nunca jamás y las críticas fueron unánimemente buenas, algunas extraordinarias. Era todo lo que uno podía esperar. Era el cuento de hadas con el que todo escritor sueña, y reconozco que yo mismo estaba un poco asustado. Esas cosas no pasan en el mundo real. Pocas semanas después de su publicación, las ventas eran mayores de lo que se había esperado para toda la edición. Finalmente una segunda edición entró en imprenta, pusieron anuncios en periódicos y revistas y luego vendieron el libro a una editorial de libros de bolsillo para que lo sacara al año siguiente. No quiero dar a entender que el libro fuera un récord de ventas de acuerdo con criterios comerciales ni que Sophie fuera camino de convertirse en millonaria, pero dada la seriedad y la dificultad de la obra de Fanshawe, y dada la tendencia del público a no acercarse a ese tipo de obra, fue un éxito mayor de lo que habíamos imaginado posible.
En cierto sentido, aquí es donde la historia debería terminar. El joven genio ha muerto, pero su obra seguirá viva, su nombre será recordado durante muchos años. Su amigo de la infancia ha salvado a la joven y hermosa viuda y los dos vivirán felices para siempre. Parecería que así concluye la representación, que lo único que falta es la última llamada a escena para recibir los aplausos. Pero resulta que esto es sólo el principio. Lo que he escrito hasta ahora no es más que un preludio, una rápida sinopsis de todo lo que viene antes de la historia que tengo que contar. Si no hubiera nada más que esto, no habría nada en absoluto, porque nada me habría impulsado a empezar. Sólo la oscuridad tiene la fuerza necesaria para hacer que un hombre le abra su corazón al mundo, y la oscuridad es lo que me rodea cada vez que pienso en lo sucedido. Si hace falta valor para escribir acerca de ello, también es cierto que sé que escribir es la única posibilidad que tengo de escapar. Pero dudo que esto ocurra, ni siquiera suponiendo que consiga contar la verdad. Las historias sin final no pueden hacer otra cosa que continuar eternamente, y verse atrapado en una de ellas significa que morirás antes de haber interpretado tu papel hasta el final. Mi única esperanza es que lo que tengo que decir tenga un final, que encuentre en alguna parte un claro en la oscuridad. Esta esperanza es lo que defino como valor, pero que haya razones para la esperanza es otra cuestión enteramente distinta.
Fue unas tres semanas después del estreno de las obras de teatro. Pasé la noche en casa de Sophie, como de costumbre, y por la mañana me fui a mi apartamento para trabajar. Recuerdo que tenía que terminar una reseña de cuatro o cinco libros de poesía —una de esas frustrantes mezcolanzas— y me estaba costando concentrarme. Mi mente se alejaba una y otra vez de los libros que estaban sobre mi mesa, y cada cinco minutos más o menos me levantaba de la silla y paseaba por la habitación. Stuart Green me había contado una extraña historia el día anterior y me resultaba difícil dejar de pensar en ella. Según Stuart, la gente estaba empezando a decir que Fanshawe no existía. El rumor afirmaba que me lo había inventado para perpetrar un fraude y que los libros los había escrito yo mismo. Mi primera reacción fue echarme a reír, y luego hice alguna broma acerca de que Shakespeare tampoco había escrito ninguna de sus obras. Pero, tras pensar más en ello, no sabía si sentirme insultado o halagado por aquel rumor. ¿Es que la gente no se fiaba de que dijese la verdad? ¿Por qué habría de tomarme la molestia de crear toda una obra para luego no querer atribuirme el mérito de la misma? Y, sin embargo, ¿creía la gente que yo era capaz de escribir un libro tan bueno como El país de nunca jamás? Me di cuenta de que una vez que se publicaran todos los manuscritos de Fanshawe, me sería perfectamente posible escribir uno o dos libros más con su nombre, escribir la obra yo y hacerla pasar por suya. No tenía intención de hacer tal cosa, por supuesto, pero la sola idea me abría ciertos extraños e intrigantes conceptos: lo que significaba que un escritor pusiera su nombre en un libro, por qué algunos escritores optaban por ocultarse detrás de un seudónimo, si un escritor tenía una vida real o no. Se me ocurrió que escribir con otro nombre podría ser algo que me gustase —inventarme una identidad secreta—, y me pregunté por qué encontraba esa idea tan atractiva. Un pensamiento me llevaba a otro, y cuando agoté el tema, descubrí que había malgastado la mayor parte de la mañana.
Eran las once y media —la hora en que llegaba el correo— e hice mi habitual excursión en el ascensor para ver si había algo en el buzón. Este era siempre un momento crucial del día para mí y me resultaba imposible acercarme a él tranquilamente. Siempre tenía la esperanza de que hubiera buenas noticias —un cheque inesperado, una oferta de trabajo, una carta que de algún modo cambiaría mi vida—, y el hábito de la expectativa era ya parte de mí hasta el punto de que apenas podía mirar mi buzón sin sentir una oleada de emoción. Aquél era mi escondite, el único lugar del mundo que era exclusivamente mío. Y al mismo tiempo me unía con el resto del mundo, y en su mágica oscuridad se hallaba el poder de hacer que ocurrieran cosas.
Solamente había una carta para mí aquel día. Venía en un sobre blanco liso con un matasellos de Nueva York y no llevaba remite. La letra no me era conocida (mi nombre y dirección estaban escritos con mayúsculas) y ni siquiera podía imaginarme de quién sería. Abrí el sobre en el ascensor, y fue entonces, allí, de pie camino del piso noveno, cuando el mundo se me cayó encima.
«No te enfades conmigo por escribirte», empezaba la carta. «Aun a riesgo de provocarte un ataque al corazón, quería enviarte una última palabra: darte las gracias por lo que has hecho. Sabía que eras la persona adecuada, pero las cosas han salido aún mejor de lo que yo pensaba. Has ido más allá de lo posible, y estoy en deuda contigo. Sophie y el niño estarán atendidos, y por ello puedo vivir con la conciencia tranquila.
»No voy a dar explicaciones aquí. A pesar de esta carta, quiero que sigas considerándome muerto. Nada es más importante que eso y no debes decirle a nadie que has tenido noticias mías. No me encontrarán, y hablar de esto sólo traería más problemas. No vale la pena. Sobre todo no le digas nada a Sophie. Haz que se divorcie de mí y luego cásate con ella lo antes posible. Confío en que lo hagas así, y doy mis bendiciones. El niño necesita un padre, y tú eres el único con quien puedo contar.
»Quiero que entiendas que no he perdido el juicio. Tomé ciertas decisiones que eran necesarias, y aunque algunas personas hayan sufrido, marcharme fue lo mejor y lo más bondadoso que he hecho nunca.
»Siete años después del día de mi desaparición será el día de mi muerte. He dictado sentencia contra mí mismo y no habrá apelaciones.
»Te ruego que no me busques. No tengo ningún deseo de ser encontrado y me parece que tengo derecho a vivir el resto de mi vida como crea oportuno. Me repugnan las amenazas, pero no tengo más remedio que hacerte esta advertencia: si por un milagro consigues encontrarme, te mataré.
»Me complace que mis escritos hayan despertado tanto interés. Nunca tuve la menor sospecha de que pudiera suceder algo así. Pero ahora todo eso me parece muy lejano. Escribir libros pertenece a otra vida y pensar en ello ahora me deja frío. Nunca intentaré reclamar el dinero, os lo doy gustosamente a ti y a Sophie. Escribir era una enfermedad que me aquejó durante mucho tiempo, pero ya me he repuesto de ella.
»Puedes estar seguro de que no volveré a ponerme en contacto contigo. De ahora en adelante te verás libre de mí, y te deseo una vida larga y feliz. Cuánto mejor que todo haya sido así. Eres mi mejor amigo, y mi única esperanza es que seas siempre el que eres. Lo mío es otra historia. Deséame suerte.»
No había firma al final de la carta, y durante una hora o dos intenté convencerme de que se trataba de una broma pesada. Si Fanshawe la hubiera escrito, ¿por qué no iba a firmarla? Me aferré a eso como prueba de que era una jugarreta, buscando desesperadamente una excusa para negar lo que había sucedido. Pero ese optimismo no duró mucho, y poco a poco me obligué a enfrentarme a los hechos. Podía haber diversas razones para omitir el nombre, y cuanto más lo pensaba, más claramente debía considerar auténtica la carta. Un bromista se habría preocupado de incluir el nombre, pero la persona real no le daría importancia: solamente alguien que no se propusiera engañar tendría suficiente seguridad en si mismo como para cometer un error tan evidente. Y luego estaban las últimas frases de la carta: «… sigas siendo el que eres. Lo mío es otra historia.» ¿Significaba eso que Fanshawe se había convertido en otra persona? Indiscutiblemente vivía con otro nombre, pero ¿cómo vivía? ¿Y dónde? El matasellos de Nueva York era una pista, quizá, pero igualmente podría ser un subterfugio, una información falsa para despistarme. Fanshawe había tenido muchísimo cuidado. Leí la carta una y otra vez, tratando de desmenuzarla, buscando una grieta, una forma de leer entre líneas, pero no conseguí nada. La carta era opaca, un bloque de oscuridad que frustraba cualquier intento de penetrarlo. Al final renuncié, guardé la carta en un cajón de mi mesa y reconocí que estaba perdido, que nada volvería a ser igual para mí.
Lo que más me molestaba, creo, era mi propia estupidez. Considerándolo ahora, veo que todos los hechos me habían sido mostrados desde el principio, desde mi primer encuentro con Sophie. Durante años Fanshawe no publica nada, luego le dice a su esposa lo que tiene que hacer si le ocurre algo (ponerse en contacto conmigo, conseguir que publiquen su obra) y después desaparece. Era todo muy evidente. El hombre quería marcharse y se marchó. Sencillamente se largó un buen día y dejó plantada a su esposa embarazada, y como ella confiaba en él, como le resultaba inconcebible que hiciera tal cosa, no tenía mas remedio que pensar que había muerto. Sophie se había engañado, pero, dada la situación, era difícil ver qué otra cosa podría haber hecho. Yo no tenía esa excusa. Ni una sola vez desde el principio había pensado a fondo en el asunto. Me había precipitado a creer en su versión, me había recreado en aceptar su interpretación de los hechos, y luego había dejado de pensar por completo. A la gente la habían matado por crímenes menores que ese.
Pasaron los días. Todos mis instintos me decían que confiase en Sophie, que le enseñara la carta, y sin embargo no fui capaz de hacerlo. Estaba demasiado asustado, demasiado inseguro respecto a cómo reaccionaría ella. Cuando mi estado de ánimo era más fuerte, me decía a mí mismo que guardar silencio era la única manera de protegerla. ¿A quién beneficiaría que ella supiera que Fanshawe la había dejado plantada? Se culparía a si misma por lo que había sucedido y yo no quería herirla. Debajo de aquel noble silencio, sin embargo, había un segundo silencio de pánico y miedo. Fanshawe estaba vivo, y si yo dejaba que Sophie lo supiera, ¿qué supondría ese conocimiento para nuestra relación? La idea de que Sophie pudiera desear que él volviese era demasiado para mí, y no tenía el valor de arriesgarme a descubrirlo. Quizá ése fue mi mayor fallo. Si hubiera creído lo suficiente en el amor de Sophie por mí, habría estado dispuesto a arriesgar cualquier cosa. Pero en aquel momento me pareció que no tenía elección y por lo tanto hice lo que Fanshawe me había pedido que hiciese, no por él, sino por mí. Encerré el secreto dentro de mí y aprendí a callarme.
Pasaron unos días más y luego le propuse matrimonio a Sophie. Habíamos hablado de ello antes, pero esta vez lo saqué del terreno de la conversación, dejándole claro que lo decía en serio. Me di cuenta de que actuaba de un modo desusado en mí (sin sentido del humor, inflexible), pero no podía remediarlo. La incertidumbre de la situación era imposible de soportar, y sentí que tenía que resolver las cosas inmediatamente. Sophie notó este cambio en mí, por supuesto, pero dado que no sabía la razón del mismo, lo interpretó como un exceso de pasión, el comportamiento de un hombre nervioso y excesivamente ardiente, ansioso de conseguir lo que más deseaba (lo cual también era cierto). Sí, me dijo, se casaría conmigo. ¿Realmente había pensado alguna vez que me rechazaría?
—Y también quiero adoptar a Ben —dije—. Quiero que lleve mi apellido. Es importante que crezca creyendo que soy su padre.
Sophie me contestó que no habría aceptado otra cosa. Era lo único que tenía sentido para los tres.
—Y quiero que sea pronto —continué—, lo antes posible. En Nueva York tardarías un año en conseguir el divorcio, y eso es demasiado tiempo, no podría soportar esperar tanto. Pero hay otros sitios, Alabama, Nevada, México, Dios sabe dónde. Podríamos marcharnos de vacaciones, y cuando volviésemos, ya serias libre para casarte conmigo.
Sophie dijo que le gustaba cómo sonaba eso: «libre para casarte conmigo». Si eso exigía irse a otro sitio durante algún tiempo, lo haría, dijo, iría a donde yo quisiera.
—Después de todo —dije—, ya hace más de un año que se fue, casi año y medio. Tienen que pasar siete años hasta que una persona muerta pueda ser declarada oficialmente muerta. Pasan cosas, la vida continúa. Imagínate: ya hace casi un año que nos conocemos.
—Para ser exactos —contestó Sophie—, entraste por esa puerta por primera vez el venticinco de noviembre de 1976. Dentro de ocho días hará exactamente un año.
—Te acuerdas.
—Claro que me acuerdo. Fue el día más importante de mi vida.
Cogimos un avión con destino a Birmingham, Alabama, el veintisiete de noviembre y volvimos a Nueva York en la primera semana de diciembre. El día once nos casamos en el ayuntamiento y después tuvimos una cena alcohólica con veinte de nuestros amigos. Pasamos esa noche en el Hotel Plaza, pedí que nos subieran el desayuno a la habitación por la mañana y ese mismo día volamos a Minnesota con Ben. El dieciocho los padres de Sophie nos dieron una fiesta de boda en su casa y la noche del veinticuatro celebramos una Navidad noruega. Dos días más tarde Sophie y yo dejamos la nieve y nos fuimos a pasar semana y media en las Bermudas. Luego regresamos a Minnesota para recoger a Ben. Nuestro plan era empezar a buscar piso en cuanto llegásemos a Nueva York. Cuando volábamos sobre el oeste de Pennsylvania después de aproximadamente una hora de vuelo, Ben se hizo pis sobre mi regazo a pesar de sus pañales. Cuando le enseñé la gran mancha oscura en mis pantalones, se rió, batió palmas y luego, mirándome directamente a los ojos, me llamó pa-pa por primera vez.