Transcurrieron varios días hasta que encontré el valor necesario para abrir las maletas. Acabé el artículo que estaba escribiendo, fui al cine, acepté invitaciones que normalmente habría rechazado. Estas tácticas no me engañaban, sin embargo. Demasiadas cosas dependían de mi respuesta, y la posibilidad de quedar decepcionado era algo a lo que no quería enfrentarme. En mi mente no había diferencia entre dar la orden de destruir la obra de Fanshawe y matarle con mis propias manos. Me había sido concedido el poder de borrar a alguien, de sacar un cuerpo de su tumba y hacerlo pedazos. Era intolerable estar en esa posición, y yo no quería saber nada de ello. Mientras no tocara las maletas, mi conciencia estaría tranquila. Por otra parte, había hecho una promesa, y sabía que no podría retrasarme indefinidamente. Fue justo en este punto (cuando estaba pertrechándome, preparándome para hacerlo) cuando un nuevo temor se apoderó de mí. Descubrí que no quería que la obra de Fanshawe fuera mala, pero tampoco quería que fuese buena. Es un sentimiento difícil de explicar. Sin duda, las viejas rivalidades tenían algo que ver con ello, un deseo de no quedar humillado por el talento de Fanshawe, pero también tenía la sensación de estar atrapado. Había dado mi palabra. Una vez que abriese las maletas, me convertiría en el portavoz de Fanshawe, y continuaría hablando en su nombre, tanto si me gustaba como si no. Ambas posibilidades me asustaban. Dictar una sentencia de muerte ya era bastante malo, pero trabajar para un muerto no parecía mucho mejor. Durante varios días oscilé entre estos temores, incapaz de decidir cuál era peor. Al final, por supuesto, abrí las maletas. Para entonces probablemente tenía menos que ver con Fanshawe que con Sophie. Quería volver a verla, y cuanto antes me pusiese a trabajar, antes tendría un motivo para llamarla.
No pienso entrar en detalles aquí. A estas alturas todo el mundo sabe cómo es el trabajo de Fanshawe. Ha sido leído y comentado, ha habido artículos y estudios, se ha convertido en propiedad pública. Si hay algo que decir, es únicamente que no tardé más de una hora o dos en comprender que mis sentimientos no venían a cuento. Amar las palabras, tener interés en lo que se escribe, creer en el poder de los libros, esto supera a todo lo demás, y a su lado la vida de uno se queda muy pequeña. No digo esto para felicitarme ni para presentar mis actos bajo una luz más favorecedora. Fui el primero, pero aparte de eso no veo nada que me distinga de los demás. Si la obra de Fanshawe hubiese sido menos de lo que era, mi papel habría sido diferente, más importante quizá, más crucial para el resultado de la historia. Pero, dadas las circunstancias, yo no fui más que un instrumento invisible. Algo había sucedido, y excepto negarlo, excepto fingir que no había abierto las maletas, continuaría sucediendo, derribando lo que se le pusiera por delante, avanzando por su propio impulso.
Me costó aproximadamente una semana digerir y organizar el material, separar las obras acabadas de los borradores, poner los manuscritos en algo parecido a un orden cronológico. El primer texto era un poema, fechado en 1963 (cuando Fanshawe tenía dieciséis años), y el último era de 1976 (justo un mes antes de que desapareciera). En total había más de cien poemas, tres novelas (dos cortas y una larga) y cinco obras de teatro de un acto, así como trece cuadernos que contenían varias obras abortadas, bocetos, apuntes, comentarios de libros que Fanshawe estaba leyendo e ideas para futuros proyectos. No había cartas ni diarios, ninguna vislumbre de la vida privada de Fanshawe. Pero eso ya me lo esperaba. Un hombre no se pasa la vida ocultándose del mundo sin asegurarse de no dejar rastro. Sin embargo, había pensado que en alguna parte entre todos aquellos papeles tal vez habría alguna mención de mí, aunque sólo fuese una carta dándome instrucciones o una anotación en un cuaderno nombrándome su albacea literario. Pero no había nada. Fanshawe me había dejado enteramente solo.
Telefoneé a Sophie y quedé para cenar con ella la noche siguiente. Debido a que sugerí un restaurante francés que estaba de moda (muy por encima de mis posibilidades), creo que ella pudo adivinar mi respuesta a la obra de Fanshawe. Pero aparte de este indicio de celebración, dije lo menos posible. Quería que todo avanzara por sus pasos, nada de movimientos bruscos, nada de gestos prematuros. Yo ya estaba seguro respecto al trabajo de Fanshawe, pero temía precipitar las cosas con Sophie. Era demasiado lo que dependía de cómo actuase yo, demasiado lo que podía destruirse si metía la pata al principio. Sophie y yo estábamos vinculados ahora, tanto si ella lo sabía como si no, aunque sólo fuera porque seriamos socios en la promoción de la obra de Fanshawe. Pero yo quería más que eso, y deseaba que Sophie lo quisiera también. Luchando contra mí y mi impaciencia, me recomendé cautela, me dije que debía ser previsor.
Ella llevaba un vestido de seda negra y diminutos pendientes de plata, y se había echado el pelo hacia atrás para revelar la línea de su cuello. Cuando entró en el restaurante y me vio sentado en la barra, me dirigió una cálida sonrisa cómplice, como diciéndome que sabía lo guapa que estaba pero al mismo tiempo denotando la extrañeza de la ocasión, saboreándola en cierto modo, claramente alerta a las posibles consecuencias del momento. Le dije que estaba impresionante y ella me contestó casi coquetamente que era su primera salida nocturna desde que había nacido Ben y que había querido tener «un aspecto diferente». Después de eso me concentré en nuestro asunto, tratando de retraerme dentro de mi mismo. Cuando nos llevaron a nuestra mesa (mantel blanco, pesada cubertería de plata, un tulipán rojo en un esbelto búcaro entre nosotros) y tomamos asiento, respondí a su segunda sonrisa hablándole de Fanshawe.
No pareció sorprendida por nada de lo que le dije. Era algo que ya sabía, un hecho con el que se había reconciliado, y lo que yo le estaba diciendo simplemente confirmaba lo que ella sabía desde el principio. Extrañamente, no parecía emocionarla. Había una cautela en su actitud que me desconcertó, y durante varios minutos me sentí perdido. Luego, poco a poco, empecé a comprender que sus sentimientos no eran muy diferentes de los míos. Fanshawe había desaparecido de su vida, y entendí que ella podía tener buenas razones para lamentar la carga que le había sido impuesta. Publicar la obra de Fanshawe, dedicarse a un hombre que ya no estaba allí, la obligaría a vivir en el pasado, y cualquier futuro que pudiera querer construirse estaría contaminado por el papel que tenía que interpretar: la viuda oficial, la musa del escritor muerto, la bella heroína de una trágica historia. Nadie quiere ser parte de una ficción, y menos aún si esa ficción es real. Sophie tenía sólo veintiséis años. Era demasiado joven para vivir a través de otro, demasiado inteligente para no querer tener una vida completamente suya. El hecho de que hubiera amado a Fanshawe no era la cuestión. Fanshawe estaba muerto y había llegado el momento de dejarlo atrás.
Nada de esto se dijo explícitamente. Pero el sentimiento estaba allí y habría sido una estupidez no prestarle atención. Dadas mis propias reservas, es extraño que fuese yo quien llevara la antorcha, pero me di cuenta de que si no me encargaba de todo y comenzaba la tarea, ésta no se haría nunca.
—En realidad no es necesario que te impliques —dije—. Tendremos que consultarte, por supuesto, pero eso no te ocupará mucho tiempo. Si estás dispuesta a dejar que yo tome las decisiones, no creo que sea muy difícil para ti.
—Por supuesto que dejaré las decisiones en tus manos —dijo—. Yo no sé nada de esto. Si intentara hacerlo yo, me perdería a los cinco minutos.
—Lo importante es saber que estamos del mismo lado —dije—. En última instancia, supongo que el asunto se reduce a si puedes confiar en mí o no.
—Confío en ti —dijo ella.
—No te he dado ninguna razón para que lo hagas —dije—. Todavía no, por lo menos.
—Lo sé. Pero confío en ti de todas formas.
—¿Así, sin más?
—Sí. Sin mas.
Me sonrió de nuevo y durante el resto de la cena no dijimos nada más acerca del trabajo de Fanshawe. Yo había planeado discutir los detalles —cuál era la mejor forma de empezar, que editores podrían estar interesados, con qué personas debíamos contactar, etcétera—, pero eso ya no parecía importante. Sophie no deseaba pensar en ello, y ahora que yo le había asegurado que no tendría que hacerlo, su actitud juguetona reapareció gradualmente. Después de tantos meses difíciles, finalmente tenía la oportunidad de olvidarse del asunto durante un rato, y me di cuenta de lo decidida que estaba a entregarse a los sencillos placeres de aquel momento: el restaurante, la comida, las risas de la gente que nos rodeaba, el hecho de que estaba allí y no en ningún otro sitio. Quería que la mimaran, y ¿quién era yo para no complacerla?
Yo estaba en buena forma aquella noche. Sophie me inspiraba y no tardé mucho en animarme. Gasté bromas, conté historias, hice pequeños trucos con la cubertería. Era una mujer tan bella que costaba apartar los ojos de ella. Quería verla reír, ver cómo respondía su cara a lo que yo decía, observar sus ojos, estudiar sus gestos. Dios sabe qué tonterías dije, pero hice todo lo posible por distanciarme, por ocultar mis verdaderos motivos bajo aquel derroche de encanto. Aquélla era la parte dura. Yo sabía que Sophie se sentía sola, que quería el consuelo de un cuerpo cálido junto al suyo, pero un rápido revolcón en el heno no era lo que yo buscaba, y si me movía demasiado deprisa probablemente todo quedaría en eso. En aquella primera etapa, Fanshawe seguía estando allí con nosotros, el vínculo implícito, la fuerza invisible que nos había unido. Pasaría algún tiempo antes de que desapareciera, y hasta que eso ocurriese, yo estaba dispuesto a esperar.
Todo aquello creaba una tensión exquisita. A medida que avanzaba la velada, los comentarios más casuales se cargaban de matices eróticos. Las palabras ya no eran simplemente palabras, sino un curioso código de silencios, una forma de hablar que daba vueltas continuamente en torno a lo que se decía. Mientras evitásemos el verdadero tema, el hechizo no se rompería. Ambos nos deslizamos de manera natural hacia ese tono burlón, que se hizo aún más poderoso porque ninguno de nosotros abandonó la broma. Sabíamos lo que hacíamos, pero al mismo tiempo fingíamos no saberlo. Así comenzó mi cortejo de Sophie, despacio, decorosamente, creciendo muy poquito a poco.
Después de la cena paseamos durante unos veinte minutos en la oscuridad de finales de noviembre y acabamos la noche tomando unas copas en un bar del centro. Fumé un cigarrillo tras otro, pero ése fue el único indicio de mi tumulto interior. Sophie me habló durante un rato de su familia en Minnesota, sus tres hermanas más jóvenes, su llegada a Nueva York ocho años antes, su música, sus clases, su plan de volver a trabajar el próximo otoño, pero estábamos tan firmemente atrincherados en nuestro tono jocoso que cada comentario se convertía en una excusa para nuevas risas. Podríamos haber continuado así, pero había que pensar en la canguro, así que finalmente cortamos a eso de medianoche. La llevé hasta la puerta del apartamento y allí hice mi último gran esfuerzo de la noche.
—Gracias, doctor —dijo Sophie—. La operación ha sido un éxito.
—Mis pacientes siempre sobreviven —dije—. Es por el gas de la risa. Abro la válvula y poco a poco mejoran.
—Ese gas podría crear hábito.
—Ésa es la idea. Los pacientes no cesan de volver pidiendo más, a veces dos o tres sesiones por semana. ¿Cómo cree usted que pago mi piso de Park Avenue y la casa de verano en Francia?
—Así que hay un motivo oculto.
—Por supuesto. Me mueve la avaricia.
—Su clientela debe ser numerosa.
—Lo era. Pero ahora estoy más o menos retirado. Últimamente tengo una sola paciente, y no estoy seguro de si volverá.
—Volverá —dijo Sophie, con la sonrisa más coqueta y radiante que yo había visto nunca—. Cuente con ello.
—Me alegra oírlo —dije—. Haré que mi secretaria la llame para concertar la próxima cita.
—Cuanto antes mejor. Con estos tratamientos a largo plazo, no se puede perder un momento.
—Excelente consejo. No olvidaré pedir un nuevo suministro de gas de la risa.
—Hágalo, doctor. Creo que lo necesito de veras.
Nos sonreímos de nuevo y luego le di un gran abrazo de oso y un breve beso en los labios y bajé la escalera lo más deprisa que pude.
Me fui derecho a casa, comprendí que acostarme era imposible y pasé dos horas delante de la televisión, viendo una película sobre Marco Polo. Finalmente me quedé como un tronco a eso de las cuatro, en mitad de la reposición de Rumbo a lo desconocido.
Mi primer paso fue ponerme en contacto con Stuart Green, editor en una de las mayores editoriales. No le conocía muy bien, pero nos habíamos criado en la misma ciudad y su hermano menor, Roger, había ido al colegio con Fanshawe y conmigo. Supuse que Stuart se acordaría de quién era Fanshawe y me parecía una buena manera de empezar. Me había encontrado a Stuart en varias reuniones a lo largo de los años, quizá tres o cuatro veces, y siempre se había mostrado amable, hablando de los viejos tiempos (como él los llamaba) y prometiendo darle recuerdos míos a Roger la próxima vez que le viera. Yo no tenía ni idea de qué podía esperar de Stuart, pero pareció bastante contento de oírme cuando le llamé. Quedamos en vernos en su oficina una tarde de aquella semana.
Tardó unos momentos en situar el nombre de Fanshawe. Le sonaba, dijo, pero no sabía de qué. Estimulé su memoria un poco, mencioné a Roger y sus amigos, y de pronto cayó en la cuenta.
—Sí, sí, claro —dijo—. Fanshawe. Aquel niño tan extraordinario. Roger solía insistir en que acabaría siendo presidente.
Ese mismo, dije, y luego le conté la historia.
Stuart era un tipo bastante remilgado, un tipo de Harvard que llevaba corbatas de pajarita y chaquetas de tweed, y aunque en el fondo era poco más que un ejecutivo, en el mundo editorial pasaba por ser un intelectual. Le había ido bien hasta entonces —era editor jefe con poco más de treinta años, un trabajador joven, sólido y responsable— y no había duda de que continuaría ascendiendo. Digo todo esto únicamente para demostrar que no era persona automáticamente receptiva a la clase de historia que le estaba contando. Tenía muy poco de romántico, muy poco que no fuera precavido y práctico, pero noté que estaba interesado, y a medida que yo continuaba hablando, incluso parecía excitado.
Tenía poco que perder, por supuesto. Si el trabajo de Fanshawe no le gustaba, le sería muy fácil rechazarlo. Los rechazos eran la esencia de su trabajo y no tendría que pensárselo dos veces. Por otra parte, si Fanshawe era el escritor que yo decía que era, publicarlo sólo podría contribuir a la reputación de Stuart. Compartiría la gloria de haber descubierto a un genio americano desconocido y podría vivir de ese golpe de suerte durante años.
Le entregué el manuscrito de la novela larga de Fanshawe. Al final, le dije, tendría que ser todo o nada —los poemas, las obras de teatro, las otras dos novelas—, pero aquélla era la obra más importante de Fanshawe y me parecía lógico que empezásemos por ella. Me refería a El país de nunca jamás, por supuesto. Stuart dijo que le gustaba el título, pero cuando me pidió que le describiera el libro, le contesté que preferiría no hacerlo, que pensaba que seria mejor que lo descubriera por si mismo. Levantó una ceja como respuesta (un truco que probablemente había aprendido durante el año que pasó en Oxford), como dando a entender que no debía jugar con él. Que yo supiera, no estaba jugando a nada. Era sólo que no quería forzarle. El libro se encargaría de eso, y yo no veía ninguna razón para negarle entrar en él indefenso: sin mapas, sin brújula, sin nadie que le llevase de la mano.
Tardó tres semanas en llamarme. Las noticias no eran ni buenas ni malas, pero parecían esperanzadoras. Probablemente tendríamos suficiente apoyo de los editores para sacar el libro adelante, dijo Stuart, pero antes de tomar la decisión definitiva querían echar una ojeada al resto del material. Yo ya esperaba aquello —cierta prudencia, andar con pies de plomo—, y le dije a Stuart que pasaría por su oficina para llevarle los manuscritos la tarde siguiente.
—Es un libro extraño —me dijo, señalando el manuscrito de El país de nunca jamás sobre su mesa—. No es en absoluto la típica novela, ya me entiende. No es típico en nada. Aún no está claro que vayamos a publicarlo, pero si lo hacemos, estaremos corriendo cierto riesgo.
—Lo sé —dije—. Pero eso es lo que lo hace interesante.
—Lo que es una verdadera pena es que Fanshawe no este disponible. Me encantaría poder trabajar con él. Hay cosas en el libro que deberían cambiarse, creo yo, ciertos pasajes que deberían suprimirse. Eso haría que el libro fuese aún más fuerte.
—Eso no es más que orgullo de editor —dije—. Les resulta difícil ver un manuscrito y no atacarlo con un lápiz rojo. La verdad es que creo que acabará usted por encontrarles sentido a las partes que ahora no le gustan, y se alegrará de no haber podido tocarlas.
—El tiempo lo dirá —dijo Stuart, nada dispuesto a darme la razón—. Pero no hay duda, no hay duda de que el hombre sabía escribir. Leí el libro hace más de dos semanas y no me ha abandonado desde entonces. No puedo quitármelo de la cabeza. Me acuerdo de él una y otra vez, y siempre en los momentos más extraños. Al salir de la ducha, andando por la calle, cuando me estoy metiendo en la cama por la noche, siempre que no estoy pensando conscientemente en nada. Eso no sucede muy a menudo, usted lo sabe. Lee uno tantos libros en este trabajo que todos tienden a mezclarse. Pero el libro de Fanshawe destaca. Hay algo poderoso en él, y lo más raro es que ni siquiera sé qué es.
—Probablemente ésa es la verdadera prueba —dije—. A mi me sucedió lo mismo. El libro se te graba en el cerebro y no puedes librarte de él.
—¿Y qué me dice del resto de su obra?
—Es lo mismo —dije—. No puedes dejar de pensar en ella.
Stuart meneó la cabeza, y por primera vez vi que estaba sinceramente impresionado. No duró más que un momento, pero en aquel instante su arrogancia y su pose desaparecieron repentinamente, y me encontré casi deseando que me agradase.
—Creo que tal vez hayamos descubierto algo importante —dijo—. Si lo que usted dice es verdad, creo que realmente hemos encontrado algo importante.
Así era, y según se comprobó luego, quizá aún más importante de lo que Stuart había imaginado. El país de nunca jamás fue aceptado ese mes, con una opción sobre los otros libros. Mi veinticinco por ciento del anticipo fue suficiente para comprarme algún tiempo, y lo empleé en preparar una edición de los poemas. También fui a visitar a varios directores de teatro para ver si les interesaría montar las obras. Finalmente, también eso salió bien y planeamos estrenar tres obras de un acto en un pequeño teatro del centro unas seis semanas después de que se publicara El país de nunca jamás. Mientras tanto, persuadí al director de una de las principales revistas para las que yo escribía en ocasiones de que me dejase escribir un artículo sobre Fanshawe. Resultó un texto largo y bastante exótico y en ese momento pensé que era una de las mejores cosas que había escrito. El articulo tenía que aparecer dos meses antes de la publicación de El país de nunca jamás, y de repente me pareció que todo ocurría a la vez.
Reconozco que me dejé atrapar por todo ello. Una cosa llevaba a la otra y, antes de que pudiera darme cuenta, se había puesto en marcha una pequeña industria. Era una especie de delirio. Me sentía como un ingeniero, apretando botones y tirando de palancas, corriendo de las válvulas a los circuitos, ajustando una pieza aquí, diseñando una mejora allí, escuchando cómo el artefacto zumbaba, resoplaba y ronroneaba, olvidado de todo lo que no fuera el estrépito de mi invento. Yo era el científico loco que había inventado la gran máquina mágica, y cuanto más humo salía de ella y más ruido hacía, más feliz estaba yo.
Quizá eso era inevitable; quizá tenía que estar un poco loco para embarcarme en ello. Dado el esfuerzo que me había supuesto reconciliarme con el proyecto, probablemente era necesario que equiparase el éxito de Fanshawe con el mío propio. Había tropezado con una causa, algo que me justificaba y hacía que me sintiese importante, y cuanto más plenamente me sumergía en mis ambiciones para Fanshawe, más nítidamente me veía a mí mismo. Esto no es una excusa; es simplemente una descripción de lo que sucedió. La visión retrospectiva me dice que estaba metiéndome en líos, pero en aquella época yo no era consciente de ello. Es más, aunque lo hubiera sido, dudo que hubiera hecho algo diferente.
Debajo de todo ello estaba el deseo de permanecer en contacto con Sophie. A medida que pasaba el tiempo, se convirtió en algo perfectamente natural que yo la llamase tres o cuatro veces por semana, para almorzar con ella, para dar un paseo por la tarde en su barrio con Ben. Le presenté a Stuart Green, la invité a conocer al director de teatro, le busqué un abogado para que se ocupara de los contratos y otros asuntos legales. Sophie aceptó todo esto con naturalidad, considerando aquellos encuentros más como ocasiones sociales que como conversaciones de trabajo, dejándole claro a la gente que veíamos que yo era quien tomaba las decisiones. Intuí que estaba decidida a no sentirse en deuda con Fanshawe, que, sucediera lo que sucediera, ella continuaría guardando las distancias. El dinero la hacía feliz, por supuesto, pero nunca lo relacionó realmente con el trabajo de Fanshawe. Era un regalo inesperado, un billete de lotería premiado que le había caído del cielo, y eso era todo. Sophie vio a través del torbellino desde el principio. Comprendió el fundamental absurdo de la situación, y como no era avariciosa, como no tenía ningún impulso de aprovechar su ventaja, no perdió la cabeza.
Me esforcé mucho en mi cortejo. Sin duda mis motivos eran transparentes, pero quizá eso fue lo bueno. Sophie sabía que me había enamorado de ella, y el hecho de que no me abalanzase, de que no la obligase a declarar sus sentimientos hacia mí, probablemente contribuyó más que ninguna otra cosa a convencerla de mi seriedad. Sin embargo, yo no podía esperar eternamente. La discreción tenía su función, pero demasiada discreción podía ser fatal. Llegó un momento en que noté que ya no estábamos empeñados en un combate, que las cosas se habían asentado entre nosotros. Al pensar ahora en ese momento, me tienta utilizar el lenguaje tradicional del amor. Deseo hablar con metáforas de calor, de fuego, de barreras que se derriten ante pasiones irresistibles. Soy consciente de lo ampulosos que pueden sonar estos términos, pero al final creo que son exactos. Todo había cambiado para mí, y palabras que nunca había comprendido, súbitamente empezaron a tener sentido. Aquello fue una revelación, y cuando finalmente tuve tiempo de absorberla, me pregunté cómo había podido vivir tanto tiempo sin aprender aquella sencilla verdad. No estoy hablando de deseo tanto como de conocimiento, del descubrimiento de que dos personas, a través del deseo, pueden crear algo más poderoso de lo que ninguna de ellas podría crear sola. Ese conocimiento me transformó, creo, e hizo que me sintiera más humano. Al pertenecer a Sophie, empecé a sentir como si perteneciera a todos los demás. Resultó que mi verdadero lugar en el mundo estaba más allá de mí mismo, y si estaba dentro de mí, también era ilocalizable. Era el diminuto espacio entre el yo y el no yo, y por primera vez en mi vida vi esta nada como el centro exacto del mundo.
Era el día en que yo cumplía treinta años. Conocía a Sophie desde hacía aproximadamente tres meses y ella insistió en que lo celebráramos. Yo estaba reacio al principio, ya que nunca había dado mucha importancia a los cumpleaños, pero el sentido de la ocasión de Sophie acabó venciéndome. Me compró una cara edición ilustrada de Moby Dick, me llevó a cenar a un buen restaurante y luego a una representación de Boris Godunov en el Met. Por una vez, me dejé ir, sin intentar explicarme mi felicidad, sin intentar anticiparme a mí mismo o maniobrar mejor que mis sentimientos. Quizá estaba empezando a percibir una nueva audacia en Sophie; quizá ella me estaba dejando saber que había decidido por sí misma, que ya era demasiado tarde para que ninguno de los dos se echara atrás. Fuese lo que fuese, aquélla fue la noche en que todo cambió, en la que ya no hubo ninguna duda respecto a lo que íbamos a hacer. Regresamos a su apartamento a las once y media, Sophie pagó a la soñolienta canguro y luego entramos de puntillas en la habitación de Ben y nos quedamos allí un rato viéndole dormir en su cunita. Recuerdo claramente que ninguno de nosotros dijo nada, que el único sonido que yo oía era el leve gorgoteo de la respiración de Ben. Nos inclinamos sobre los barrotes y estudiamos la forma de su cuerpecito, tumbado boca abajo, las piernas encogidas, el trasero levantado, dos o tres dedos metidos en la boca. La escena pareció durar largo tiempo, pero dudo que fuese más de un minuto o dos. Luego, sin previo aviso, ambos nos erguimos, nos volvimos el uno hacia el otro y empezamos a besarnos. Después de eso, me resulta difícil hablar de lo que sucedió. Estas cosas tienen poco que ver con las palabras, tan poco, en realidad, que casi parece inútil tratar de expresarlas. En todo caso, diría que estábamos cayendo el uno en el otro, cayendo tan rápido y tan lejos que nada podía pararnos. De nuevo, recurro a la metáfora. Pero probablemente no se trata de eso. Porque que pueda o no pueda hablar de ello no cambia la verdad de lo que sucedió. El hecho es que nunca hubo un beso igual, y dudo que en toda mi vida vuelva a haber un beso igual.