La verdad es mucho menos simple de lo que me gustaría que fuese. Que yo quería a Fanshawe, que él era mi amigo más íntimo, que le conocía mejor que nadie, éstos son hechos, y nada que yo diga puede minimizarlos. Pero eso es sólo el principio, y en mi esfuerzo por recordar las cosas tal y como fueron realmente, veo ahora que también tenía reservas respecto a Fanshawe, que una parte de mí siempre se resistió a él. Especialmente cuando crecimos, creo que nunca me sentí totalmente cómodo en su presencia. Si la palabra envidia es demasiado fuerte para lo que estoy tratando de decir, entonces lo llamaría sospecha, un sentimiento secreto de que Fanshawe era de algún modo mejor que yo. Yo no era consciente de todo esto entonces, y nunca hubo nada específico que yo pudiera señalar. Pero persistía la sensación de que había más bondad innata en él que en otros, de que un fuego inextinguible le mantenía vivo, de que era más auténticamente él mismo de lo que yo podría serlo nunca.
Ya desde el principio su influencia era muy acusada. Se extendía incluso a cosas mínimas. Si Fanshawe llevaba la hebilla del cinturón hacia un lado, yo corría la mía para ponerla en la misma posición. Si Fanshawe venía al patio de recreo con zapatillas deportivas negras, yo pedía zapatillas deportivas negras la próxima vez que mi madre me llevaba a la zapatería. Si Fanshawe llevaba un ejemplar de Robinson Crusoe al colegio, yo empezaba a leer Robinson Crusoe esa misma tarde. Yo no era el único que se comportaba así, pero quizá era el más entusiasta, el que se rendía más gustosamente al poder que él tenía sobre nosotros. El propio Fanshawe no era consciente de ese poder, y sin duda ésa era la razón de que continuara teniéndolo. Era indiferente a la atención que recibía, se ocupaba de sus asuntos tranquilamente, sin utilizar nunca su influencia para manipular a los demás. No hacía las travesuras que hacíamos nosotros; no jugaba malas pasadas; no tenía problemas con los profesores. Pero nadie se lo tenía en cuenta. Fanshawe estaba al margen del resto, y sin embargo era él quien nos mantenía unidos, era a él a quien acudíamos para que arbitrara nuestras disputas, porque podíamos contar con que sería justo y resolvería nuestras pequeñas peleas. Había algo tan atractivo en él que siempre deseabas estar a su lado, como si pudieras vivir dentro de su esfera y ser tocado por su personalidad. Él estaba disponible, y al mismo tiempo era inaccesible. Sentías que había un núcleo secreto en su interior en el que nunca podrías penetrar, un misterioso centro oculto. Imitarle era participar de alguna manera en aquel misterio, pero también comprender que nunca podrías conocerle realmente.
Estoy hablando de nuestra primerísima infancia, de cuando teníamos cinco, seis, siete años. Buena parte de todo ello está ya enterrado, y sé que incluso los recuerdos pueden ser falsos. Sin embargo, no creo equivocarme al decir que he conservado el aura de aquellos tiempos dentro de mí, y hasta donde puedo sentir lo que sentí entonces, dudo que estos sentimientos mientan. Aunque no sé en qué se convirtió Fanshawe finalmente, tengo la sensación de que la cosa empezó entonces. Se formó muy rápidamente, era ya una presencia claramente definida cuando empezamos a ir al colegio. Fanshawe era visible, mientras los demás éramos criaturas sin forma, en medio de un constante tumulto, pasando ciegamente de un momento al siguiente. No quiero decir que madurara deprisa —nunca pareció mayor de lo que era—, sino que era él mismo antes de madurar. Por alguna razón, nunca sufrió los mismos trastornos que el resto de nosotros. Sus dramas eran de un orden diferente —más internos, sin duda más brutales—, pero sin ninguno de los cambios bruscos que parecían puntuar la vida de todos los demás.
Hay un incidente que se conserva especialmente vívido para mí. Está relacionado con una fiesta de cumpleaños a la que Fanshawe y yo fuimos invitados cuando estábamos en primero o segundo grado, lo cual significa que ocurrió al comienzo del periodo del que puedo hablar con cierta precisión. Era un sábado por la tarde, en primavera, y fuimos a la fiesta con otro chico, un amigo nuestro que se llamaba Dennis Walden. Dennis tenía una vida mucho más dura que la nuestra: una madre alcohólica, un padre que se mataba a trabajar, un montón de hermanos y hermanas. Yo había estado en su casa dos o tres veces —una ruina grande y oscura—, y recuerdo que su madre me daba miedo, me parecía una bruja de cuento. Se pasaba el día detrás de la puerta cerrada de su cuarto, siempre en bata, la cara pálida una pesadilla de arrugas, asomando la cabeza de vez en cuando para gritarle algo a los niños. El día de la fiesta, Fanshawe y yo habíamos sido debidamente provistos de regalos para el niño que cumplía años, bien envueltos en papeles de colores y atados con cintas. Dennis, sin embargo, no llevaba nada, y se sentía mal por ello. Recuerdo que traté de consolarle con alguna frase vacía: daba igual, en realidad a nadie le importaba, con toda la confusión no se darían cuenta. Pero a Dennis sí le importaba, y eso fue lo que Fanshawe comprendió inmediatamente. Sin ninguna explicación, se volvió a Dennis y le dio su regalo. Toma, dijo, quédate con éste, yo les diré que me he dejado el mío en casa. Mi primera reacción fue pensar que a Dennis le molestaría el gesto, que se sentiría insultado por la compasión de Fanshawe, pero estaba equivocado. Vaciló un momento, tratando de asimilar aquel repentino cambio de fortuna, y luego asintió con la cabeza, como reconociendo la sensatez de lo que Fanshawe había hecho. No era tanto un acto de caridad como un acto de justicia, y por esa razón Dennis pudo aceptarlo sin humillarse. Una cosa se había convertido en la otra. Era un acto de magia, una combinación de desenfado y total convicción, y dudo que nadie que no fuera Fanshawe hubiese podido lograrlo.
Después de la fiesta volvimos con Fanshawe a su casa. Su madre estaba allí, sentada en la cocina, y nos preguntó por la fiesta y si al niño del cumpleaños le había gustado el regalo que ella le había comprado. Antes de que Fanshawe tuviera la oportunidad de decir nada, solté la historia de lo que había hecho. No tenía ninguna intención de meterle en un lío, pero me resultaba imposible callármelo. El gesto de Fanshawe me había abierto todo un mundo nuevo: el hecho de que alguien pudiera entrar en los sentimientos de otro y asumirlos tan completamente que los suyos propios ya no tuvieran importancia. Era el primer acto verdaderamente moral que yo había presenciado y me parecía que no valía la pena hablar de ninguna otra cosa. La madre de Fanshawe, sin embargo, no se mostró tan entusiasta. Sí, dijo, era algo amable y generoso, pero también estaba mal. El regalo le había costado a ella su dinero, y, al dárselo a otro, Fanshawe en cierto sentido le había robado ese dinero. Además, Fanshawe había actuado de un modo descortés al presentarse en la fiesta sin un regalo, lo cual la hacía quedar mal a ella, puesto que ella era la responsable de los actos de su hijo. Fanshawe escuchó atentamente a su madre y no dijo una palabra. Cuando ella terminó, él seguía sin decir nada y ella le preguntó si había comprendido. Sí, dijo él, había comprendido. Probablemente la cosa habría quedado ahí, pero luego, tras una breve pausa, Fanshawe añadió que seguía pensando que había hecho bien. No le importaba lo que ella pensara: volvería a hacer lo mismo la próxima vez. A esta afirmación siguió una escena. La señora Fanshawe se enfadó por su impertinencia, pero Fanshawe se mantuvo firme, negándose a ceder bajo la andanada de su reprimenda. Finalmente, ella le ordenó que se fuera a su cuarto y a mí me dijo que me marchara. Yo estaba horrorizado por la injusticia de su madre, pero cuando traté de hablar en su defensa, Fanshawe me indicó con un gesto que me fuese. En lugar de continuar protestando, aceptó su castigo en silencio y se metió en su cuarto.
Todo el episodio fue puro Fanshawe: el acto espontáneo de bondad, la inmutable fe en lo que había hecho y el mudo, casi pasivo, sometimiento a sus consecuencias. Por muy extraordinario que fuera su comportamiento, siempre te parecía que él se distanciaba del mismo. Ésta, más que nada, era la característica que a veces me asustaba y hacía que me apartase de él. Me sentía muy próximo a Fanshawe, le admiraba intensamente, deseaba desesperadamente estar a su altura, y luego, de pronto, llegaba un momento en que me daba cuenta de que me era ajeno, de que la forma en que vivía dentro de sí nunca se correspondería con la forma en que yo necesitaba vivir. Yo quería demasiado de la vida, tenía demasiados deseos, vivía demasiado dominado por lo inmediato para alcanzar nunca tal indiferencia. A mí me importaba tener éxito, impresionar a la gente con los signos vacíos de mi ambición: buenas notas, cartas de la universidad, premios por lo que fuera que aquella semana tocara. Fanshawe permanecía indiferente a todo eso, tranquilamente apartado en su rincón, sin hacer el menor caso. Si triunfaba, era siempre en contra de su voluntad, sin ninguna lucha, sin ningún esfuerzo, sin jugarse nada en lo que había hecho. Esta postura podía resultar irritante, y yo tardé mucho tiempo en aprender que lo que era bueno para Fanshawe no necesariamente era bueno para mí.
Tampoco quiero exagerar. Aunque Fanshawe y yo acabamos teniendo algunas diferencias, lo que más recuerdo de nuestra infancia es la pasión de nuestra amistad. Éramos vecinos y nuestros jardines sin valla divisoria se unían en una ininterrumpida extensión de césped, grava y tierra, como si perteneciéramos a la misma casa. Nuestras madres eran intimas amigas, nuestros padres jugaban juntos al tenis, ninguno de los dos tenía ningún hermano: condiciones ideales por lo tanto, sin nada que se interpusiera entre nosotros. Nacimos con menos de una semana de diferencia, y cuando éramos bebés estábamos siempre juntos en el jardín, explorando la hierba a cuatro patas, arrancando las flores, poniéndonos de pie y dando nuestros primeros pasos el mismo día. (Hay fotografías que documentan esto.) Más tarde aprendimos juntos a jugar al béisbol y al fútbol en el jardín trasero. Construimos nuestros fuertes, jugamos nuestros juegos, inventamos nuestros mundos en aquel jardín, y luego vinieron los paseos por la ciudad, las largas tardes en bicicleta, las interminables conversaciones. Me sería imposible, creo, conocer a nadie tan bien como conocía a Fanshawe entonces. Mi madre recuerda que estábamos tan unidos que una vez, cuando teníamos seis años, le preguntamos si era posible que dos hombres se casaran. Queríamos vivir juntos cuando creciéramos, y ¿quién hacia eso sino los matrimonios? Fanshawe iba a ser astrónomo y yo iba a ser veterinario. Pensábamos en una casa grande en el campo, un sitio donde el cielo nocturno estuviera lo bastante oscuro como para ver todas las estrellas y donde no hubiera escasez de animales que cuidar.
Retrospectivamente, me parece natural que Fanshawe llegara a ser escritor. La severidad de su introspección casi parecía exigirlo. Ya en la escuela elemental redactaba cuentecitos, y a partir de los diez u once años dudo que hubiese algún momento en que no se viera a sí mismo como escritor. Al principio, por supuesto, no parecía significar mucho. Poe y Stevenson eran sus modelos, y lo que salía de su pluma era la habitual faramalla infantil. «Una noche, en el año de nuestro Señor de mil setecientos cincuenta y uno, iba yo caminando bajo una terrible ventisca hacia la casa de mis antepasados cuando me encontré con una figura espectral en la nieve.» Esa clase de cosa, llena de frases ampulosas y extravagantes giros argumentales. Recuerdo que en sexto Fanshawe escribió una novela policiaca corta, de unas cincuenta páginas, que el profesor le dejó leer en alto en sesiones de diez minutos diarios al final de la clase. Todos estábamos orgullosos de Fanshawe y sorprendidos por su teatral manera de leer, representando los papeles de cada uno de los personajes. El argumento se me escapa ahora, pero recuerdo que era infinitamente complejo, con el final centrado en algo como las identidades confundidas de dos pares de gemelos.
Sin embargo, Fanshawe no era un niño muy aficionado a los libros. Era demasiado bueno en los deportes para eso, una figura demasiado central entre nosotros para retraerse. Durante aquellos primeros años, uno tenía la impresión de que no había nada que no hiciera bien, nada que no hiciera mejor que todos los demás. Era el mejor jugador de béisbol, el mejor estudiante, el más guapo de todos los chicos. Cualquiera de estas cualidades hubiera sido suficiente para darle un estatus especial, pero juntas le hacían heroico, un niño tocado por los dioses. Pero, a pesar de ser extraordinario, seguía siendo uno de nosotros. Fanshawe no era un genio ni un prodigio; no tenía ningún don milagroso que le separara de los niños de su edad. Era un niño perfectamente normal, sólo que más, si eso es posible, más en armonía consigo mismo, más idealmente un niño normal que cualquiera de nosotros.
En el fondo, el Fanshawe que yo conocí no era una persona atrevida. No obstante, había veces en que me sorprendía su deseo de meterse en situaciones peligrosas. Detrás de toda su aparente serenidad, había una gran oscuridad: una necesidad de ponerse a prueba, de correr riesgos, de bordear los límites de las cosas. De niño le apasionaba jugar alrededor de los solares en construcción, subiéndose a las escaleras de mano y trepando por los andamios, andando por tablas en equilibrio sobre un abismo de maquinaria, sacos terreros y barro. Yo me quedaba en segundo término mientras Fanshawe realizaba estas hazañas, implorándole en silencio que lo dejara, pero sin decirle nunca nada, deseando marcharme, pero temeroso de hacerlo por si se caía. A medida que pasaba el tiempo, estos impulsos se volvían más conscientes. Fanshawe me hablaba de la importancia de «saborear la vida». Ponerse las cosas difíciles, decía, explorar lo desconocido, eso era lo que quería, y cada vez más a medida que se hacía mayor. Una vez, cuando teníamos unos quince años, me convenció para que pasara el fin de semana con él en Nueva York, deambulando por las calles, durmiendo en un banco en la vieja estación de Penn, hablando con los vagabundos, viendo cuánto tiempo podíamos aguantar sin comer. Recuerdo que nos emborrachamos a las siete de la mañana del domingo en Central Park y vomitamos en el césped. Para Fanshawe aquello era esencial —un paso más para comprobar cuánto valías—, pero para mí era únicamente sórdido, una miserable caída en algo que yo no era. Sin embargo, continué acompañándole, un testigo perplejo, participando en la búsqueda sin ser plenamente parte de ella, un Sancho adolescente a horcajadas de mi burro, viendo cómo mi amigo batallaba consigo mismo.
Un mes o dos después de nuestro fin de semana de vagabundos, Fanshawe me llevó a un burdel de Nueva York (un amigo suyo había concertado la visita), y fue allí donde perdimos nuestra virginidad. Recuerdo un pequeño apartamento en el Upper West Side cerca del río, una cocinita y un dormitorio oscuro con una delgada cortina separándolos. Había dos mujeres negras, una gorda y vieja y la otra joven y guapa. Puesto que ninguno de nosotros quería a la vieja, tuvimos que decidir quién iría primero. Si la memoria no me falla, salimos al vestíbulo y echamos una moneda al aire. Ganó Fanshawe, por supuesto, y dos minutos después yo me encontré sentado en la cocinita con la madame gorda. Ella me llamó cielo y me recordó varias veces que seguía disponible, por si había cambiado de opinión. Yo estaba demasiado nervioso para hacer nada que no fuera negar con la cabeza, y luego me quedé allí sentado, escuchando la intensa y rápida respiración de Fanshawe al otro lado de la cortina. Sólo podía pensar en una cosa: que mi picha estaba a punto de entrar en el mismo sitio donde estaba ahora la de Fanshawe. Luego me tocó el turno a mí, y éste es el día en que no tengo ni idea de cómo se llamaba la chica. Era la primera mujer desnuda a la que yo veía en carne y hueso, y se mostró tan desenfadada y cordial respecto a su desnudez que las cosas podrían haberme ido bien si no me hubiera distraído con los zapatos de Fanshawe, visibles en el espacio entre la cortina y el suelo, brillando a la luz de la cocina, como separados de su cuerpo. La chica fue encantadora e hizo todo lo que pudo por ayudarme, pero fue una larga lucha y ni siquiera al final sentí verdadero placer. Después, cuando Fanshawe y yo salimos a la calle entre dos luces, yo no tenía mucho que decir. Fanshawe, sin embargo, parecía bastante contento, como si la experiencia hubiera confirmado de algún modo su teoría acerca de saborear la vida. Me di cuenta entonces de que Fanshawe era mucho más voraz de lo que yo podría serlo nunca.
Llevábamos una vida muy protegida en nuestro barrio residencial. Nueva York estaba a sólo treinta kilómetros, pero podría haber sido la China considerando lo poco que tenía que ver con nuestro pequeño mundo de jardines y casas de madera. Al llegar a los trece o catorce años, Fanshawe se convirtió en una especie de exiliado interior, realizando los gestos de una conducta obediente, pero aislado de su entorno, despreciando la vida que se veía obligado a vivir. No se mostraba difícil ni exteriormente rebelde, sencillamente se retrajo. Después de atraer tanta atención de niño, siempre en el centro exacto de las cosas, Fanshawe casi desapareció cuando llegamos al instituto, rehuyendo los focos y buscando una terca marginalidad. Yo sabía que por entonces escribía en serio (aunque a los dieciséis años había dejado de enseñarle su trabajo a nadie), pero eso lo interpreto más como un síntoma que como una causa. En nuestro segundo año en el instituto, por ejemplo, Fanshawe fue el único miembro de nuestra clase que entró en el equipo de béisbol. Jugó extraordinariamente bien durante varias semanas y luego, sin ninguna razón aparente, dejó el equipo. Recuerdo que me contó el incidente al día siguiente de que ocurriera: entró en el despacho del entrenador después del entrenamiento y le entregó su uniforme. El hombre acababa de ducharse y cuando Fanshawe entró en la habitación estaba de pie junto a su mesa completamente desnudo, con un cigarro en la boca y la gorra de béisbol en la cabeza. Fanshawe se recreó en la descripción, deteniéndose en lo absurdo de la escena, embelleciéndola con detalles acerca del cuerpo regordete del entrenador, la luz en la habitación, el charco de agua en el suelo de hormigón gris; pero eso fue todo, una descripción, una ristra de palabras divorciadas de cualquier cosa que pudiera afectar al propio Fanshawe. Me decepcionó que dejara el equipo, pero él nunca me explicó realmente por qué lo había hecho, sólo me dijo que el béisbol le parecía aburrido.
Como les sucede a muchas personas dotadas, llegó un momento en que Fanshawe ya no se conformaba con hacer lo que le resultaba fácil. Habiendo dominado a una edad temprana todo lo que se le pedía, probablemente era natural que empezase a buscar desafíos en otro sitio. Dadas las limitaciones de su vida como alumno de instituto en una ciudad pequeña, el hecho de que encontrara ese otro sitio dentro de sí mismo no es sorprendente ni insólito. Pero hay algo más que eso, creo. Por esa época sucedieron cosas en la familia de Fanshawe que sin duda supusieron un cambio, y seria un error no mencionarlas. Que aquello fuera un cambio esencial es otra historia, pero tiendo a pensar que todo cuenta. En última instancia, una vida no es más que la suma de hechos contingentes, una crónica de intersecciones casuales, de azares, de sucesos fortuitos que no revelan nada más que su propia falta de propósito.
Cuando Fanshawe tenía dieciséis años se descubrió que su padre padecía cáncer. Durante año y medio vio morir a su padre, y en ese tiempo la familia se deshizo lentamente. Quizá la más afectada fue la madre de Fanshawe. Manteniendo estoicamente las apariencias, ocupándose de las consultas médicas y los asuntos económicos e intentando llevar la casa, oscilaba entre un gran optimismo respecto a las posibilidades de recuperación y una especie de desesperación paralizante. Según Fanshawe, nunca pudo aceptar el único hecho inevitable que tenía delante de la cara. Sabía lo que iba a ocurrir, pero no tenía la fuerza necesaria para reconocer que lo sabía, y a medida que pasaba el tiempo empezó a vivir como si estuviera conteniendo el aliento. Su comportamiento se hizo cada vez más excéntrico: noches enteras limpiando la casa maniáticamente, miedo a quedarse sola (combinado con repentinas e inexplicadas ausencias) y toda una gama de dolencias imaginadas (alergias, tensión alta, mareos). Hacia el final, empezó a interesarse por varias teorías disparatadas —astrología, fenómenos psíquicos, vagas nociones espiritualistas acerca del alma—, hasta que se hizo imposible hablar con ella sin acabar agotado y silencioso mientras ella te daba una conferencia sobre la corrupción del cuerpo humano.
Las relaciones entre Fanshawe y su madre se volvieron tensas. Ella se aferraba a él en busca de apoyo, actuando como si el dolor de la familia le perteneciera sólo a ella. Fanshawe tenía que ser el fuerte en aquella casa; no sólo tenía que ocuparse de sí mismo, sino que hubo de asumir la responsabilidad de su hermana, que solamente tenía doce años en aquel entonces. Pero esto trajo otra serie de problemas, porque Ellen era una niña inestable, y en el vacío parental que se produjo a consecuencia de la enfermedad comenzó a recurrir a Fanshawe para todo. Él se convirtió en su padre, su madre, su bastión de sabiduría y consuelo. Fanshawe comprendía lo malsana que era su dependencia de él, pero era poco lo que podía hacer sin herirla de un modo irreparable. Recuerdo que mi madre hablaba de la «pobre Jane» (la señora Fanshawe) y lo terrible que era toda la situación para la «nena». Pero yo sabía que en cierto sentido era Fanshawe el que más sufría. Sólo que nunca tuvo la oportunidad de manifestarlo.
En cuanto al padre de Fanshawe, poco puedo decir con certeza. Era un mensaje cifrado para mí, un hombre silencioso de abstraída benevolencia, y nunca llegué a conocerle bien. Mientras mi padre solía estar mucho en casa, especialmente los fines de semana, al padre de Fanshawe raras veces le veíamos. Era un abogado de cierto prestigio y en otra época había tenido ambiciones políticas, pero éstas habían acabado en una serie de decepciones. Generalmente trabajaba hasta tarde, llegaba a casa a las ocho o las nueve y a menudo pasaba el sábado y parte del domingo en su despacho. Dudo que supiera entender a su hijo, porque parecía un hombre al que le gustaban poco los niños, alguien que había perdido todo recuerdo de haber sido niño alguna vez. El señor Fanshawe era tan absolutamente adulto, estaba tan completamente inmerso en asuntos serios, que me imagino que le resultaba difícil no considerarnos criaturas de otro mundo.
No había cumplido los cincuenta años cuando murió. Durante los últimos seis meses de su vida, después de que los médicos perdieran la esperanza de salvarle, permanecía tumbado en la habitación de invitados de la casa de los Fanshawe, mirando el jardín por la ventana, leyendo algún que otro libro, tomando sus analgésicos, adormilándose. Fanshawe pasaba la mayor parte de su tiempo libre con él, y aunque sólo puedo especular sobre lo que sucedió, deduzco que las cosas cambiaron entre ellos. Por lo menos, sé cuánto se esforzó Fanshawe en conseguirlo, faltando a menudo a clase para estar con él, tratando de hacerse indispensable, cuidándole con resuelta dedicación. Era algo terrible para Fanshawe, quizá demasiado para él, y aunque parecía llevarlo bien, reuniendo el coraje que sólo es posible en los muy jóvenes, a veces me pregunto si logró superarlo.
Sólo hay una cosa más que quiero mencionar aquí. Al final de este periodo —completamente al final, cuando ya nadie esperaba que el padre viviera más de unos días— Fanshawe y yo fuimos a dar un paseo en coche al salir del instituto. Era febrero, y al cabo de unos minutos empezó a nevar ligeramente. Condujimos sin rumbo, dando vueltas por algunos de los pueblos cercanos, prestando poca atención a lo que nos rodeaba. Cuando estábamos a unos quince o veinte kilómetros de casa, encontramos un cementerio; la puerta estaba abierta y sin ninguna razón especial decidimos entrar. Al cabo de unos momentos detuvimos el coche y empezamos a pasear a pie. Leímos las inscripciones de las lápidas, especulamos sobre cómo habrían sido aquellas vidas, nos quedamos callados, anduvimos un poco más, hablamos, nos callamos de nuevo. Ahora nevaba intensamente y la tierra se estaba poniendo blanca. En algún punto en medio del cementerio había una tumba recién cavada y Fanshawe y yo nos detuvimos en el borde y miramos hacia abajo. Recuerdo lo silencioso que estaba todo, lo lejos de nosotros que parecía estar el mundo. Durante largo rato ninguno de los dos habló, y luego Fanshawe dijo que le gustaría ver cómo se estaba en el fondo. Le di la mano y le sostuve con fuerza mientras él descendía a la fosa. Cuando sus pies tocaron la tierra me miró con la cabeza levantada y una media sonrisa y luego se tumbó de espaldas, como fingiendo estar muerto. Ese recuerdo está aún completamente vivo para mí: mirar a Fanshawe mientras él miraba al cielo, sus ojos parpadeando furiosamente porque la nieve le caía en la cara.
Por alguna oscura asociación de ideas, me acordé de cuando éramos muy pequeños, no tendríamos más de cuatro o cinco años. Los padres de Fanshawe habían comprado un electrodoméstico nuevo, un televisor quizá, y durante varios meses Fanshawe conservó la caja de cartón en su cuarto. Siempre había sido generoso para compartir sus juguetes, pero aquella caja me estaba prohibida, y nunca me dejó entrar en ella. Era su lugar secreto, me explicó y cuando se sentaba dentro y la cerraba a su alrededor, podía ir a donde quisiera ir, podía estar donde quisiera estar. Pero si otra persona entraba alguna vez en la caja, perdería su magia para siempre. Creí aquella historia y no le insistí, aunque casi me parte el alma. Estábamos jugando en su cuarto, haciendo formaciones de soldados tranquilamente o dibujando, y luego, de pronto, Fanshawe anunciaba que iba a meterse en su caja. Yo intentaba continuar con lo que estaba haciendo, pero nunca lo conseguía. Nada me interesaba tanto como lo que le estaba sucediendo a Fanshawe dentro de la caja, y pasaba esos minutos intentando desesperadamente imaginar las aventuras que él estaba viviendo. Pero nunca me enteré de cuáles eran, ya que también iba contra las reglas el que Fanshawe me las contara cuando salía de la caja.
Algo parecido estaba pasando entonces en aquella tumba abierta bajo la nieve. Fanshawe estaba solo allí abajo, pensando sus pensamientos, viviendo aquellos momentos en soledad, y aunque yo estaba presente, el suceso estaba sellado para mí, como si no estuviese allí en realidad. Comprendí que aquélla era la manera que tenía Fanshawe de imaginarse la muerte de su padre. Era pura casualidad: la tumba abierta estaba allí y Fanshawe había sentido que le llamaba. Las historias sólo suceden a quienes son capaces de contarlas, había dicho alguien una vez. De la misma manera, quizá, las experiencias sólo se presentaban a quienes eran capaces de tenerlas. Pero ésta es una cuestión difícil y no puedo estar seguro de nada. Permanecí allí esperando a que Fanshawe subiera, tratando de imaginar lo que estaba pensando, durante un breve momento intentando ver lo que veía. Entonces levanté la cabeza hacia el oscuro cielo invernal y todo era un caos de nieve que caía rápidamente sobre mí.
Cuando echamos a andar hacia el coche, el sol ya se había puesto. Cruzamos el cementerio tropezando, sin decirnos nada. Había varios centímetros de nieve en el suelo y continuaba nevando, cada vez más intensamente, como si no fuese a parar nunca. Llegamos al coche, nos metimos dentro, y luego, contra todas nuestras expectativas, no pudimos arrancarlo. Las ruedas traseras estaban atascadas en una zanja poco profunda y nada de lo que hacíamos daba resultado. Lo empujamos, pero las ruedas seguían girando inútilmente con aquel horrible ruido. Pasó media hora y tuvimos que renunciar, decidiendo de mala gana abandonar el coche. Hicimos autostop bajo la tormenta de nieve y pasaron dos horas más hasta que finalmente llegamos a casa. Sólo entonces nos enteramos de que el padre de Fanshawe había muerto durante la tarde.