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Ahora me parece que Fanshawe siempre estuvo allí. Él es el lugar donde todo empieza para mí, y sin él apenas sabría quién soy. Nos conocimos antes de que supiéramos hablar, bebés con pañales gateando por la hierba, y antes de cumplir los siete años ya nos habíamos pinchado los dedos con un alfiler y nos habíamos hecho hermanos de sangre para toda la vida. Siempre que pienso en mi infancia ahora, veo a Fanshawe. Él era quien estaba conmigo, quien compartía mis pensamientos, a quien veía cada vez que apartaba la vista de mi mismo.

Pero eso fue hace mucho tiempo. Crecimos, nos fuimos a distintos sitios, nos distanciamos. Nada de eso es muy extraño, creo yo. La vida nos arrastra de muchas maneras que no podemos controlar y casi nada permanece con nosotros. Muere cuando nosotros morimos, y la muerte es algo que nos sucede todos los días.

Este noviembre hará siete años, recibí una carta de una mujer que se llamaba Sophie Fanshawe. «Usted no me conoce», empezaba la carta, «y me disculpo por escribirle tan inesperadamente. Pero han ocurrido cosas y, dadas las circunstancias, no tengo mucha elección.» Resultó que era la mujer de Fanshawe. Sabía que yo había crecido con su marido y también sabia que vivía en Nueva York porque había leído muchos de los artículos que yo publicaba en revistas.

La explicación venía en el segundo párrafo, muy bruscamente, sin ningún preámbulo. Fanshawe había desaparecido, escribía ella, y habían pasado más de seis meses desde la última vez que le vio. Ni una palabra en todo ese tiempo, ni la más ligera pista de dónde podría estar. La policía no había encontrado rastro de él, y el detective privado al que contrato para buscarle se había presentado con las manos vacías. Nada era seguro, pero los hechos parecían hablar por si solos: probablemente Fanshawe había muerto; era inútil pensar que volvería. A la luz de todo esto, había algo importante que necesitaba hablar conmigo, y quería saber si yo aceptaría verla.

Esa carta me causó una serie de pequeños sobresaltos. Había demasiada información para absorberla toda a la vez; demasiadas fuerzas tiraban de mí en diferentes direcciones. Fanshawe había reaparecido súbitamente en mi vida. Pero no bien se mencionó su nombre, se desvaneció de nuevo. Estaba casado, había estado viviendo en Nueva York, y yo ya no sabía nada de él. Egoístamente, me sentí dolido porque no se hubiera molestado en ponerse en contacto conmigo. Una llamada telefónica, una postal, una copa para rememorar los viejos tiempos, no habría sido difícil. Pero la culpa era igualmente mía. Yo sabía dónde vivía la madre de Fanshawe, y si hubiera querido encontrarle, habría podido fácilmente preguntarle a ella. La verdad era que había dado por perdido a Fanshawe. Su vida se había detenido en el momento en que seguimos caminos separados, y para mi ahora pertenecía al pasado, no al presente. Era un fantasma que llevaba dentro de mí, una figura prehistórica, algo que ya no era real. Traté de recordar la última vez que le había visto, pero nada estaba claro. Mi mente vagó unos minutos y luego se detuvo, fijándose en el día en que murió su padre. Entonces estábamos en el instituto y por lo tanto no podíamos tener más de diecisiete años.

Llamé a Sophie Fanshawe y le dije que estaría encantado de verla cuando le conviniera. Quedamos para el día siguiente y ella parecía agradecida, a pesar de que le expliqué que no sabia nada de Fanshawe y no tenía ni idea de dónde estaba.

Ella vivía en una casa de alquiler de ladrillo rojo en Chelsea, un viejo edificio sin ascensor con una escalera sórdida y paredes con la pintura desconchada. Subí los cinco pisos, acompañado por los sonidos de las radios, las peleas y la cisterna de los retretes que llegaban de los apartamentos, me detuve para recuperar el aliento y luego llamé con los nudillos. Un ojo me miró por la mirilla de la puerta, se oyó un ruido de cerrojos y apareció Sophie Fanshawe delante de mí, sosteniendo un bebé con el brazo izquierdo. Mientras me sonreía y me invitaba a entrar, el bebé tiraba de su largo pelo castaño. Ella apartó la cabeza suavemente del ataque, cogió a su hijo con las dos manos y le dio la vuelta para ponerlo de cara a mí. Dijo que era Ben, el hijo de Fanshawe, y que había nacido hacía sólo tres meses y medio. Fingí admirar a la criatura, que movía los brazos y babeaba una saliva blanquecina, pero me interesaba más la madre. Fanshawe había tenido suerte. La mujer era muy guapa, con ojos oscuros e inteligentes, casi fieros por su fijeza. Delgada, de estatura media, y cierta lentitud en sus movimientos, algo que la hacía parecer a la vez sensual y alerta, como si mirase al mundo desde el corazón de una profunda vigilancia interna. Ningún hombre habría dejado a aquella mujer por su propia voluntad, y menos cuando estaba a punto de tener a su hijo. De eso estaba yo seguro. Incluso antes de entrar en el apartamento, supe que Fanshawe tenía que estar muerto.

Era un piso pequeño de cuatro estancias sin pasillo, escasamente amueblado, con una habitación dedicada a libros y una mesa, otra que servía de cuarto de estar y las dos últimas de dormitorio. Estaba bien ordenado, humilde en sus detalles, pero en conjunto nada incómodo. Si no otra cosa, demostraba que Fanshawe no había dedicado su tiempo a hacer dinero. Pero yo no era quién para mirar por encima del hombro a la pobreza. Mi propio piso era aún más pequeño y oscuro que aquél, y yo sabia lo que era la lucha para pagar el alquiler todos los meses.

Sophie Fanshawe me ofreció una silla, me hizo una taza de café y luego se sentó en el raído sofá azul. Con el bebé en el regazo, me contó la historia de la desaparición de Fanshawe.

Se habían conocido en Nueva York hacía tres años. Al cabo de un mes se fueron a vivir juntos y menos de un año después se casaron. Fanshawe no era un hombre fácil para convivir con él, dijo, pero ella le quería y nunca había habido nada en su comportamiento que sugiriera que él no la quisiera. Habían sido felices juntos; habían esperado con ilusión el nacimiento del bebé. No había tensión entre ellos. Un día de abril le dijo que se iba a pasar la tarde a Nueva Jersey para ver a su madre, y no volvió. Cuando Sophie llamó a su suegra esa noche, se enteró de que Fanshawe no había hecho la visita. Nunca había ocurrido nada semejante, pero Sophie decidió esperar. No quería ser una de esas esposas a las cuales les entra el pánico cada vez que su marido no se presenta a la hora acostumbrada, y además sabía que Fanshawe necesitaba más libertad que la mayoría de los hombres. Incluso decidió no preguntarle nada cuando regresara. Pero pasó una semana, y luego otra, y al fin fue a la policía. Como había esperado, no se mostraron excesivamente preocupados por su problema. A menos que hubiera pruebas de que se había cometido un delito, era poco lo que podían hacer. Los maridos, después de todo, abandonan a sus esposas todos los días, y la mayoría de ellos no desean que les encuentren. La policía hizo unas cuantas pesquisas rutinarias, no encontró nada, y luego le sugirieron que contratara a un detective privado. Con ayuda de sus suegra, que se ofreció a pagar los gastos, contrató los servicios de un tal Quinn. Quinn trabajó tenazmente en el caso durante cinco o seis semanas, pero acabó renunciando, ya que no quería sacarle más dinero. Le dijo a Sophie que lo más probable era que Fanshawe estuviera aún en el país, pero no podía saber si estaba vivo o muerto. Quinn no era ningún charlatán. Sophie le encontró comprensivo, un hombre verdaderamente deseoso de ayudar, y cuando fue a verla aquel último día ella se dio cuenta de que era imposible discutir su opinión. No se podía hacer nada. Si Fanshawe hubiera decidido dejarla, no se habría marchado sin una palabra. No era su estilo eludir la verdad, evitar un enfrentamiento desagradable. Su desaparición, por lo tanto, sólo podía significar una cosa: que le había ocurrido algo terrible.

Sin embargo, Sophie siguió esperando que sucediera algo. Había leído que había casos de amnesia, y durante algún tiempo esta idea se apoderó de ella como una posibilidad desesperada: imaginaba a Fanshawe deambulando por algún lugar sin saber quién era, privado de su vida pero vivo de todas formas, quizá a punto de volver a ser él en cualquier momento. Pasaron más semanas y luego el final de su embarazo comenzó a acercarse. Faltaba menos de un mes para que naciera su hijo —lo cual significaba que podía ocurrir en cualquier momento— y poco a poco el niño no nacido empezó a ocupar todos sus pensamientos, como si ya no hubiera sitio dentro de ella para Fanshawe. Estas fueron las palabras que utilizó para describir su sentimiento —no hubiera sitio dentro de ella—, y luego dijo que probablemente eso significaba que a pesar de todo estaba enfadada con Fanshawe, enfadada con él por haberla abandonado, aunque no fuese culpa suya. Esta afirmación me pareció brutalmente honesta. Nunca había oído a nadie hablar así de sus sentimientos personales —tan despiadadamente, con tanto desdén por las mojigaterías convencionales—, y al escribir esto ahora me doy cuenta de que incluso aquel primer día yo había caído en un hoyo en la tierra, que estaba resbalando hacia un lugar donde no había estado nunca antes.

Una mañana, continuó Sophie, se despertó después de una mala noche y comprendió que Fanshawe no volvería. Fue una verdad repentina y absoluta, que nunca volvería a cuestionarse. Lloró entonces y siguió llorando una semana, llorando a Fanshawe como si hubiera muerto. Cuando las lágrimas cesaron, sin embargo, descubrió que no lamentaba nada. Llegó a la conclusión de que le habían dado a Fanshawe durante unos años y eso era todo. Ahora había que pensar en el niño, eso era lo único que importaba realmente. Sabia que esto sonaba bastante pomposo, pero el hecho era que continuó viviendo con esa sensación y ello le hacía posible vivir.

Le hice una serie de preguntas y ella las contestó una a una tranquilamente, pausadamente, como haciendo un esfuerzo para que sus propios sentimientos no influyeran en las respuestas. Cómo habían vivido, por ejemplo, y qué trabajo hacía Fanshawe, y qué le había sucedido en los años transcurridos desde la última vez que le vi. El bebé empezó a lloriquear en el sofá y, sin una pausa en la conversación, Sophie se abrió la blusa y le amamantó, primero con un pecho y luego con el otro.

Ella no podía estar segura de nada anterior a su primer encuentro con Fanshawe, dijo. Sabía que él había dejado la universidad después de dos años, había conseguido una prórroga del servicio militar y había acabado trabajando en un barco durante algún tiempo. Un petrolero, creía, o quizá un carguero. Después había vivido en Francia durante varios años, primero en París y luego como guardés de una granja en el sur. Pero todo esto era bastante vago para ella, ya que Fanshawe nunca hablaba mucho del pasado. En la época en que se conocieron, no hacía más de ocho o diez meses que él había vuelto a Estados Unidos. Literalmente tropezaron el uno con el otro, los dos de pie junto a la puerta de una librería de Manhattan una lluviosa tarde de sábado, mirando el escaparate y esperando a que parase de llover. Ése fue el principio, y desde ese día hasta el día en que Fanshawe desapareció, habían estado juntos casi todo el tiempo.

Fanshawe nunca había hecho un trabajo regular, dijo ella, nada que pudiera llamarse un verdadero empleo. El dinero no le importaba mucho y procuraba pensar en él lo menos posible. Durante los años anteriores a conocer a Sophie, había hecho toda clase de cosas —la temporada que pasó en la marina mercante, trabajar en un almacén, dar clases particulares, hacer de negro para un escritor, servir mesas, pintar pisos, acarrear muebles para una empresa de mudanzas—, pero todos estos empleos eran temporales y una vez que había ganado lo suficiente para mantenerse unos meses, los dejaba. Cuando él y Sophie empezaron a vivir juntos, Fanshawe no trabajaba en absoluto. Ella tenía un empleo como profesora de música en una escuela privada y su sueldo bastaba para mantenerlos a los dos. Tenían que ser cuidadosos, claro está, pero siempre había comida en la mesa y ninguno de los dos tenía ninguna queja.

No la interrumpí. Me parecía claro que aquel catálogo era sólo un principio, detalles de los que era preciso desembarazarse antes de ocuparse del asunto que tenía entre manos. Lo que Fanshawe hubiera hecho con su vida tenía poco que ver con aquella lista de trabajos ocasionales. Supe esto inmediatamente, antes de que ella me dijese nada. No estábamos hablando de cualquiera, después de todo. Se trataba de Fanshawe, y el pasado no era tan remoto como para que yo no pudiera recordar cómo era él. Sophie sonrió cuando vio que yo iba por delante de ella, que sabía lo que venía a continuación. Pensé que ella suponía que yo lo entendería y aquello simplemente confirmaba esa expectativa, borrando cualquier duda que hubiera podido tener respecto a pedirme que acudiese. Lo supe sin que ella tuviera que decírmelo, y eso me daba derecho a estar allí, a escuchar lo que ella tuviera que decir.

—Siguió escribiendo —dije—. Se hizo escritor, ¿no es cierto?

Sophie asintió. Eso era exactamente. O parcialmente, al menos. Lo que me desconcertaba era por qué nunca había oído hablar de él. Si Fanshawe era escritor, seguramente yo habría tropezado con su nombre en algún sitio. Formaba parte de mi profesión estar al tanto de esas cosas, y parecía improbable que precisamente Fanshawe se me hubiera escapado. Me pregunté si sería que no había conseguido encontrar un editor para su obra. Era la única pregunta que parecía lógica.

No, contestó Sophie, era más complicado que eso. Nunca había intentado publicar. Al principio, cuando era muy joven, era demasiado tímido para mandar nada a las editoriales, pensando que su trabajo no era lo bastante bueno. Pero incluso más tarde, cuando aumentó su seguridad en si mismo, descubrió que prefería permanecer oculto. Le distraería empezar a buscar un editor, le dijo a su mujer, y en el fondo prefería con mucho dedicar su tiempo a la obra misma. A Sophie le disgustaba esta indiferencia, pero cada vez que le insistía, él respondía con un encogimiento de hombros: no hay prisa, antes o después lo haré.

Una o dos veces ella llegó a pensar en encargarse del asunto personalmente y llevarle un manuscrito a un editor a escondidas, pero nunca lo hizo. Había reglas en un matrimonio que no podían violarse, y por muy equivocada que fuera la actitud de su marido, ella no tenía más remedio que seguirle la corriente. Tenía mucha obra, y a ella le daba rabia pensar que estaba guardada en el armario, pero Fanshawe se merecía su lealtad, y lo mejor que ella podía hacer era no decir nada.

Un día, tres o cuatro meses antes de que desapareciera, Fanshawe hizo un gesto de buena voluntad. Le dio su palabra de que haría algo al respecto antes de un año, y para demostrar que hablaba en serio, le dijo que si por alguna razón él no cumplía su parte del trato, ella debería coger todos sus manuscritos y ponerlos en mis manos. Yo era el guardián de su trabajo, dijo, y sería yo quien decidiera lo que se debía hacer con él. Si yo pensaba que era digno de publicarse, él aceptaría mi criterio. Además, le dijo, si a él le ocurriera algo mientras tanto, ella debería entregarme los manuscritos inmediatamente y dejar que yo dispusiera de ellos, bien entendido que yo recibiría el veinticinco por ciento de cualquier dinero que su trabajo produjera. Pero si yo pensaba que sus escritos no eran dignos de ser publicados, debería devolverle los manuscritos a Sophie y ella los destruiría, desde la primera hasta la última página.

Estas advertencias la sobresaltaron, dijo Sophie, y estuvo a punto de reírse de Fanshawe por mostrarse tan solemne. Toda la escena era contraria a su carácter y ella se preguntó si no tendría algo que ver con el hecho de que ella acababa de quedarse embarazada. Quizá la idea de la paternidad le había dado a Fanshawe una nueva sensación de responsabilidad; quizá estaba tan resuelto a demostrar sus buenas intenciones que había exagerado en el planteamiento. Fuera cual fuere la razón, ella se alegró de que hubiera cambiado de idea. A medida que avanzaba su embarazo, incluso empezó a soñar secretamente con el éxito de Fanshawe, con la esperanza de poder dejar su trabajo y criar al niño sin ninguna preocupación económica. Todo había salido mal, por supuesto, y el trabajo de Fanshawe quedó pronto olvidado, perdido en el torbellino que siguió a su desaparición. Más tarde, cuando el polvo empezó a posarse, ella se había resistido a llevar a cabo sus instrucciones, por miedo a que le trajese mala suerte y estropeara cualquier posibilidad que tuviera de volver a verle. Pero finalmente cedió, comprendiendo que debía respetar la voluntad de Fanshawe. Por eso me había escrito. Por eso estaba yo sentado ahora con ella.

Por mi parte, no sabia cómo reaccionar. La proposición me había cogido desprevenido y durante un minuto o dos permanecí allí sentado, debatiéndome con la enormidad que acababan de arrojarme. Que yo supiera, no había ninguna razón en el mundo para que Fanshawe me hubiese elegido para aquella tarea. Hacia más de diez años que no le veía y casi me sorprendía enterarme de que aún se acordaba de mí. ¿Cómo podía esperar que yo asumiera semejante responsabilidad, juzgar a un hombre y decidir si su vida había valido la pena o no? Sophie trató de explicármelo. Fanshawe no había estado en contacto conmigo, me dijo, pero le hablaba a menudo de mí y cada vez que mencionaba mi nombre, me describía como el mejor amigo del mundo, el único amigo verdadero que él había tenido. También se las arreglaba para estar al tanto de mi trabajo, compraba siempre las revistas en las que aparecían mis artículos y a veces incluso se los leía a ella en voz alta. Admiraba lo que yo hacia, aseguró Sophie; estaba orgulloso de mi y pensaba que había nacido para hacer algo grande.

Todas aquellas alabanzas me azoraron. Había tanta intensidad en la voz de Sophie que tuve la sensación de que Fanshawe me hablaba a través de ella, de que me decía aquellas cosas con sus propios labios. Reconozco que me sentí halagado, y sin duda era un sentimiento natural dadas las circunstancias. Yo estaba pasando una época difícil por entonces, y lo cierto era que no compartía aquella elevada opinión de mi mismo. Había escrito muchísimos artículos, era verdad, pero no creía que eso fuera motivo de celebración, ni estaba especialmente orgulloso de ellos. En mi opinión, era poco más que un trabajo puramente alimenticio. Había empezado con grandes esperanzas, pensando que llegaría a ser novelista, pensando que sería capaz de escribir algo que conmoviera a la gente y cambiara en algo sus vidas. Pero pasó el tiempo y poco a poco me di cuenta de que eso no iba a ocurrir. No llevaba dentro de mi ese libro, y en un momento dado me dije que debía renunciar a mis sueños. En cualquier caso, era más sencillo continuar escribiendo artículos. Trabajando mucho, pasando continuamente de un texto al siguiente, podía más o menos ganarme la vida, y aunque no fuese gran cosa, tenía el placer de ver mi nombre en letra impresa casi constantemente. Comprendí que las cosas podían haber sido mucho más deprimentes de lo que eran. Aún no había cumplido los treinta y ya tenía cierta reputación. Había empezado con reseñas de poesía y novelas y ahora podía escribir casi sobre cualquier cosa y hacer un trabajo decente. Cine, teatro, artes plásticas, conciertos, libros, incluso partidos de béisbol, bastaba con que me lo pidieran y yo lo hacía. El mundo me veía como un joven brillante, un nuevo crítico en ascenso, pero dentro de mi yo me sentía viejo, ya agotado. Lo que había hecho hasta entonces era una simple fracción de nada. Era sólo polvo, y el más ligero viento se lo llevaría.

Los elogios de Fanshawe, por tanto, me provocaron sentimientos encontrados. Por una parte, sabía que se equivocaba. Por otra (y aquí es donde la cosa se vuelve turbia), quería creer que estaba en lo cierto. Pensé: ¿Es posible que haya sido demasiado duro conmigo mismo? Y una vez que comencé a pensar eso, estaba perdido. Pero ¿quién no aprovecharía la oportunidad de redimirse? ¿Qué hombre es lo bastante fuerte como para rechazar la posibilidad de la esperanza? Por mi mente pasó la idea de que algún día podría resucitar a mis propios ojos, y sentí una repentina oleada de amistad hacia Fanshawe por encima de los años, por encima de todo el silencio de aquellos años que nos habían separado.

Así fue como sucedió. Sucumbí a los halagos de un hombre que no estaba presente, y en aquel momento de debilidad dije que sí. Estaré encantado de leer la obra, dije, y haré lo que pueda por ayudar. Sophie sonrió al oír esto —nunca supe si fue una sonrisa de felicidad o de decepción— y luego se levantó del sofá y pasó a la habitación contigua con el bebé en brazos. Se detuvo delante de un armario alto de roble, abrió la puerta y dejó que se balanceara sobre sus goznes. Ahí tienes, dijo. Los estantes estaban abarrotados de cajas, carpetas y cuadernos, mucho más de lo que yo habría creído posible. Recuerdo que me reí azorado e hice alguna pequeña broma. Luego, en plan práctico, discutimos cuál seria la mejor manera de llevarme los manuscritos del apartamento y finalmente decidimos que lo haría en dos grandes maletas. Tardamos casi una hora, pero al final conseguimos meterlo todo. Estaba claro, dije, que tardaría algún tiempo en revisar todo el material. Sophie me dijo que no me preocupase y luego se disculpó por cargarme con semejante tarea. Le dije que lo comprendía, que ella no podía negarse a cumplir lo que Fanshawe le había pedido. Fue todo muy dramático, y al mismo tiempo horrible, casi cómico. La bella Sophie dejó al bebé en el suelo con delicadeza, me dio un gran abrazo de agradecimiento y me besó en la mejilla. Por un momento pensé que iba a echarse a llorar, pero el momento pasó y no hubo lágrimas. Luego bajé las dos maletas despacio por la escalera y salí a la calle. Juntas pesaban tanto como un hombre.