Pasó mucho tiempo. Cuánto exactamente es imposible saberlo. Semanas ciertamente, pero quizá incluso meses. El relato de este periodo es menos completo de lo que el autor habría deseado. Pero la información es escasa y ha preferido pasar por alto lo que no podía confirmar de un modo definitivo. Dado que esta historia se basa enteramente en hechos, el autor cree que es su deber no sobrepasar los límites de lo verificable, resistirse a toda costa a los peligros de la invención. Incluso el cuaderno rojo, que hasta ahora ha proporcionado una detallada relación de las experiencias de Quinn, es sospechoso. No podemos saber con certeza lo que le sucedió a Quinn durante este periodo, ya que en este punto de la historia es donde él empieza a perder el control.
Permaneció la mayor parte del tiempo en el callejón. No resultaba incómodo una vez que se acostumbró y tenía la ventaja de quedar bien oculto a la vista. Desde allí podía observar todas las idas y venidas al edificio de los Stillman. Nadie podía entrar o salir sin ser visto por él. Al principio le sorprendió no ver a Virginia ni a Peter. Pero había muchos chicos de recados entrando y saliendo constantemente y al fin se dio cuenta de que no tenían necesidad de salir del edificio. Podían encargarlo todo. Fue entonces cuando Quinn comprendió que también ellos estaban escondidos, esperando dentro de su piso a que el caso terminara.
Poco a poco, Quinn se adaptó a su nueva vida. Tuvo que enfrentarse a algunos problemas, pero consiguió resolverlos uno por uno. Antes que nada, estaba la cuestión de la comida. Dado que se le exigía la máxima vigilancia, se resistía a dejar su puesto por mucho rato. Le atormentaba pensar que pudiera suceder algo en su ausencia y se esforzó por minimizar los riesgos. Había leído en alguna parte que entre las 3.30 y las 4.30 de la noche era cuando más personas se hallaban dormidas en sus camas. Estadísticamente hablando, las probabilidades de que no ocurriera nada durante esa hora eran mayores, por lo tanto Quinn eligió ese momento para hacer sus compras. En Lexington Avenue, no lejos de allí, había una tienda de comestibles abierta toda la noche, y a las 3.30 Quinn entraba a paso rápido (para hacer ejercicio y también para ahorrar tiempo) y compraba lo que necesitaba para las siguientes veinticuatro horas. Resultó no ser mucho y a medida que pasaba el tiempo necesitaba cada vez menos. Porque Quinn aprendió que comer no era necesariamente la solución al problema de la alimentación. Una comida no era más que una frágil defensa contra la inevitabilidad de la siguiente comida. El alimento en sí mismo nunca podía ser la respuesta a la cuestión del alimento: solamente retrasaba el momento en que habría que plantear la cuestión en serio. El mayor peligro, por lo tanto, era comer demasiado. Si tomaba más de lo que debía, aumentaba su apetito para la siguiente comida y en consecuencia necesitaba más alimento para satisfacerse. Manteniendo una estrecha y constante vigilancia sobre sí mismo, Quinn pudo invertir el proceso gradualmente. Su ambición era comer lo menos posible, y de esta manera retrasar su hambre. En el mejor de todos los mundos, tal vez habría podido aproximarse al cero absoluto, pero no quería ser excesivamente ambicioso en sus actuales circunstancias. Prefirió conservar el ayuno absoluto en su mente como un ideal, un estado de perfección al que podía aspirar pero nunca conseguir. Se recordaba a sí mismo todos los días que no quería morirse de hambre, simplemente quería darse a sí mismo la libertad de pensar en las cosas que verdaderamente le preocupaban. Por ahora eso significaba mantener el caso en el primer plano de sus pensamientos. Afortunadamente, esto coincidía con su otra ambición principal: hacer que los trescientos dólares le duraran lo más posible. No es preciso decir que Quinn perdió mucho peso durante este periodo.
Su segundo problema era el sueño. No podía permanecer despierto todo el tiempo, pero eso era lo que la situación requería realmente. También en esto se vio obligado a hacer ciertas concesiones. Como ocurría con la comida, Quinn consideró que podía bastarle con menos de lo que tenía por costumbre. En lugar de las seis u ocho horas de sueño a que estaba acostumbrado, decidió limitarse a tres o cuatro. Adaptarse a eso fue difícil, pero mucho más difícil fue el problema de cómo distribuir esas horas para mantener la máxima vigilancia. Estaba claro que no podía dormir tres o cuatro horas seguidas. Los riesgos eran demasiado grandes. Teóricamente, la utilización más eficaz del tiempo sería dormir treinta segundos cada cinco o seis minutos. Eso reduciría casi a cero las probabilidades de perderse algo. Pero se daba cuenta de que aquello era físicamente imposible. Por otra parte, utilizando esta imposibilidad como una especie de modelo, trató de entrenarse para echar una serie de cortos sueñecitos, alternando entre el sueño y la vigilia lo más a menudo que podía. Fue una larga lucha que exigía disciplina y concentración, porque cuanto más duraba el experimento, más agotado se encontraba. Al principio intentó secuencias de cuarenta y cinco minutos cada una, luego gradualmente las redujo a treinta. Hacia el final, había empezado a conseguir la siestecita de quince minutos con bastante éxito. Una iglesia cercana le ayudaba en sus esfuerzos, ya que sus campanas tocaban cada quince minutos: una campanada en el cuarto, dos campanadas en la media, tres campanadas en los tres cuartos y cuatro campanadas en la hora, seguidas del número de campanadas de la hora exacta. Quinn vivía al ritmo de aquel reloj y acabó teniendo dificultad para distinguirlo de sus propias pulsaciones. Empezaba su rutina a medianoche, cerraba los ojos y se dormía antes de que dieran las doce. Quince minutos más tarde se despertaba, con la doble campanada de la media hora se dormía nuevamente y con la triple campanada de los tres cuartos se despertaba otra vez. A las 3.30 iba a comprar su comida, volvía a las 4 y se dormía otra vez. Tuvo pocos sueños durante este periodo. Cuando los tenía, eran extraños: breves visiones de lo inmediato: las manos, los zapatos, la pared de ladrillo que había a su lado. Tampoco hubo nunca un momento en el que no estuviera mortalmente cansado.
Su tercer problema era encontrar cobijo, pero éste lo resolvió más fácilmente que los otros dos. Afortunadamente, el tiempo siguió siendo bueno, y a medida que la primavera se iba convirtiendo en verano, hubo pocas lluvias. De vez en cuando lloviznaba y una o dos veces cayó un aguacero con truenos y relámpagos. Pero en conjunto no estuvo mal, y Quinn no dejaba de dar gracias por su suerte. En el fondo del callejón había un gran contenedor metálico de basura, y cada vez que llovía por la noche, Quinn se metía dentro para protegerse. En el interior el hedor era insoportable e impregnaba su ropa durante días, pero Quinn prefería eso a mojarse, ya que no quería correr el riesgo de coger un resfriado o caer enfermo. Felizmente, la tapa estaba deformada y no ajustaba bien sobre el contenedor. En una esquina quedaba un hueco de unos quince o veinte centímetros que formaba una especie de respiradero por el que Quinn podía asomar la nariz para aspirar el aire de la noche. Descubrió que poniéndose de rodillas encima de la basura y apoyando el cuerpo contra una pared del contenedor, no estaba totalmente incómodo.
Las noches claras dormía debajo del contenedor, poniendo la cabeza de tal modo que en el momento en que abría los ojos veía el portal del edificio de los Stillman. En cuanto a vaciar la vejiga, generalmente lo hacia al fondo del callejón, detrás del contenedor y de espaldas a la calle. Su intestino era otra historia, y para eso se metía en el contenedor con objeto de asegurarse la intimidad. Al lado del contenedor había también varios cubos de basura de plástico y generalmente Quinn podía encontrar en uno de ellos suficiente papel de periódico limpio como para limpiarse, aunque una vez, en una emergencia, se vio obligado a usar una página del cuaderno rojo. Lavarse y afeitarse eran dos de las cosas de las que Quinn había aprendido a prescindir.
Cómo consiguió mantenerse oculto durante este período es un misterio. Pero parece que nadie le descubrió ni advirtió de su presencia a las autoridades. Sin duda aprendió pronto el horario de los basureros y se aseguraba de estar fuera del callejón cuando aparecían. Lo mismo hacia con el portero del edificio, que depositaba la basura todas las noches en el contenedor y los cubos. Por raro que parezca, nadie se fijó nunca en Quinn. Era como sí se hubiera fundido con las paredes de la ciudad.
Los problemas de intendencia y vida material ocupaban cierta porción de cada día. Sin embargo, en general Quinn disponía de mucho tiempo. Como no quería que nadie le viera, tenía que evitar a los demás del modo más sistemático posible. No podía mirarles, no podía hablarles, no podía pensar en ellos. Quinn siempre se había considerado un hombre a quien le gustaba estar solo; durante los últimos cinco años, de hecho, había buscado activamente la soledad. Pero solamente ahora, mientras su vida continuaba en el callejón, empezó a comprender la verdadera naturaleza de la soledad. No tenía nada de que echar mano excepto él mismo. Y de todas las cosas que descubrió durante los días que estuvo allí, ésta era la única de la que no le cabía duda: estaba cayendo. Lo que no entendía, sin embargo, era esto: si estaba cayendo, ¿cómo podía sujetarse a la vez? ¿Era posible estar arriba y abajo al mismo tiempo? No parecía tener sentido.
Pasó muchas horas mirando al cielo. Desde su posición en el fondo del callejón, encajado entre el contenedor de basura y la pared, había pocas otras cosas que ver, y a medida que pasaban los días empezó a encontrar placer en el mundo de las alturas. Sobre todo, vio que el cielo nunca estaba quieto. Incluso en días sin nubes, cuando el azul parecía estar por todas partes, había pequeños cambios constantes, graduales perturbaciones cuando el cielo clareaba y se espesaba, repentinas blancuras de aviones, pájaros y papeles voladores. Las nubes complicaban el cuadro, y Quinn pasó muchas tardes estudiándolas, tratando de aprender su comportamiento, viendo si podía predecir lo que les sucedería. Se familiarizó con los cirros, los cúmulos, los estratos, los nimbos y todas sus diversas combinaciones, observando cada una de ellas por turno y viendo cómo cambiaba el cielo bajo su influencia. Las nubes introducían también el aspecto del color y había una amplia gama a la que enfrentarse, que abarcaba del negro al blanco, con una infinidad de grises en medio. Había que investigarlos todos, medirlos y descifrarlos. Además, estaban los tonos pastel que se formaban siempre que el sol y las nubes se mezclaban a ciertas horas del día. El espectro de variables era inmenso, el resultado dependía de la temperatura de los diferentes niveles de la atmósfera, de los tipos de nubes presentes en el cielo y de dónde se encontraba el sol en ese preciso momento. De todo esto salían los rojos y rosas que tanto le gustaban a Quinn, los púrpuras y bermellones, los naranjas y lavandas, los oros y los malvas evanescentes. Nada duraba mucho rato. Los colores se dispersaban pronto, mezclándose con otros y alejándose o desvaneciéndose cuando se acercaba la noche. Casi siempre había un viento que aceleraba estos acontecimientos. Desde donde estaba sentado en el callejón, Quinn raras veces lo notaba, pero observando su efecto en las nubes podía calcular su intensidad y la naturaleza del aire que transportaba. Una por una, todas las condiciones atmosféricas pasaron sobre su cabeza, del sol a la tormenta, de un cielo encapotado a un cielo radiante. Había amaneceres y crepúsculos que observar, las transformaciones del mediodía, de la tarde, de la noche. Ni siquiera en su negrura el cielo descansaba. Las nubes se desplazaban en la oscuridad, la luna tenía siempre una forma diferente, el viento continuaba soplando. A veces una estrella se instalaba en el trozo de cielo de Quinn y mientras la contemplaba se preguntaba si seguiría estando allí o si se había apagado mucho tiempo atrás.
Así pasaron los días. Stillman no aparecía. Al final Quinn se quedó sin dinero. Al principio intentó prevenirse para ese momento y en los últimos días reservaba sus fondos con maniática precisión. No gastaba ni un céntimo sin valorar primero la necesidad de lo que creía necesitar, sin sopesar primero todas las consecuencias, los pros y los contras. Pero ni siquiera las más severas economías pudieron detener la llegada de lo inevitable.
Hacia mediados de agosto Quinn descubrió que ya no podía resistir más. El autor ha confirmado esta fecha por medio de diligentes investigaciones. Es posible, sin embargo, que este momento se produjera a finales de julio o a principios de septiembre, ya que toda investigación de esta clase debe contemplar cierto margen de error. Pero, según su leal entender, habiendo considerado las pruebas cuidadosamente y examinado todas las aparentes contradicciones, el autor sitúa los siguientes sucesos en agosto, en algún momento entre el doce y el veinticinco de ese mes.
Quinn no tenía ya casi nada, unas cuantas monedas que no llegaban a un dólar. Estaba seguro de que habría recibido dinero durante su ausencia. Era simplemente cuestión de retirar los cheques de su apartado de correos, llevarlos al banco y cobrarlos. Si todo iba bien, podría estar de vuelta en la Sesenta y nueve Este al cabo de pocas horas. Nunca sabremos los tormentos que sufrió por tener que dejar su puesto.
No tenía suficiente dinero para coger el autobús. Por primera vez en muchas semanas, echó a andar. Era extraño estar de nuevo en marcha, moviéndose constantemente de un sitio a otro, balanceando los brazos hacia detrás y hacia adelante, notando el pavimento bajo las suelas de sus zapatos. Y sin embargo allí estaba, caminando hacia el oeste por la calle Sesenta, torciendo a la derecha al llegar a Madison Avenue y comenzando su andadura hacia el norte. Notaba las piernas débiles y le parecía que tenía la cabeza llena de aire. Debía detenerse de vez en cuando para coger aliento y una vez, a punto de caerse, tuvo que agarrarse a una farola. Descubrió que las cosas iban mejor si levantaba los pies lo menos posible, avanzando despacio y arrastrando los pies. De esta manera podía reservar sus fuerzas para las esquinas, donde tenía que equilibrarse cuidadosamente antes de bajar y subir el bordillo.
En la calle Ochenta y cuatro se detuvo momentáneamente delante de una tienda. Había un espejo en la fachada y, por primera vez desde que había comenzado su vigilia, Quinn se vio. No era que hubiese temido enfrentarse a su imagen. Sencillamente, no se le había ocurrido. Había estado demasiado ocupado con su trabajo para pensar en sí mismo y era como si la cuestión de su aspecto hubiera dejado de existir. Ahora, mientras se miraba en el espejo de la tienda, no se sintió espantado ni decepcionado. No sintió nada al respecto, porque lo cierto es que no se reconoció en la persona que veía allí. Pensó que había visto a un desconocido en el espejo y en ese primer momento dio media vuelta rápidamente para ver quién era. Pero no había nadie cerca de él. Entonces se volvió otra vez para examinar el espejo más atentamente. Rasgo por rasgo, estudió la cara que tenía delante y lentamente empezó a advertir que aquella persona tenía cierto parecido con el hombre que siempre había sido él. Sí, parecía más que probable que aquél fuese Quinn. Sin embargo, ni siquiera entonces se disgustó. La transformación en su aspecto había sido tan drástica que no pudo evitar sentirse fascinado por ella. Se había convertido en un vagabundo. Su ropa estaba descolorida, desmadejada, corrompida por la suciedad. Tenía la cara cubierta de una espesa barba negra con diminutas manchas blancas. Llevaba el pelo largo y enmarañado, en mechones enredados detrás de las orejas y cayendo en rizos casi hasta los hombros. Más que nada, se recordó a Robinson Crusoe, y se maravilló de lo rápidamente que se habían producido aquellos cambios. Había sido únicamente cuestión de meses, y en ese tiempo se había convertido en otra persona. Trató de acordarse de cómo era antes, pero le resultó difícil. Miró a aquel nuevo Quinn y se encogió de hombros. En realidad, no importaba. Antes era una cosa y ahora era otra. Ni mejor ni peor. Era diferente, nada mas.
Continuó andando varias manzanas más, luego torció a la izquierda, cruzó la Quinta Avenida y siguió a lo largo de la tapia de Central Park. En la calle Noventa y seis entró en el parque y se alegró de encontrarse entre la hierba y los árboles. Lo avanzado del verano había secado buena parte del verdor y el suelo estaba salpicado de parches marrones y polvorientos. Pero los árboles seguían llenos de hojas y por todas partes había un centelleo de luz y sombra que a Quinn le pareció milagroso y bellísimo. Era por la mañana y faltaban varias horas para el intenso calor de la tarde.
En medio del parque le venció una urgente necesidad de descansar. Allí no había calles, no había manzanas que marcaran las etapas de su camino y de pronto le pareció que llevaba horas andando. Tuvo la sensación de que llegar al otro lado del parque le costaría un día o dos de obstinado caminar. Siguió unos minutos más, pero al fin sus piernas cedieron. Había un roble no lejos de donde estaba y Quinn se dirigió a él, tambaleándose como un borracho camino de su cama después de toda una noche de juerga. Utilizando el cuaderno rojo como almohada, se tumbó en un montículo herboso en el lado norte del árbol y se quedó dormido. Era el primer sueño ininterrumpido que se permitía en meses, y no se despertó hasta la mañana del día siguiente.
Su reloj marcaba las nueve y media y se encogió al pensar en el tiempo que había perdido. Se levantó y echó a correr a medio galope en dirección Oeste, asombrado de haber recuperado sus fuerzas, pero maldiciéndose por las horas que había desperdiciado en ello. No tenía consuelo. Hiciera lo que hiciera ahora, le parecía que siempre llegaría demasiado tarde. Podría correr cien años y seguiría llegando justo cuando las puertas se cerraban.
Salió del parque en la calle Noventa y seis y siguió hacia el oeste. En la esquina de la Columbus Avenue vio una cabina telefónica, lo cual le recordó repentinamente a Auster y el cheque de quinientos dólares. Tal vez podría ahorrar tiempo recogiendo el dinero ahora. Podría ir directamente a casa de Auster, meterse el dinero en el bolsillo y evitarse el viaje a la oficina de correos y el banco. Pero ¿tendría Auster el dinero a mano? Si no, quizá podrían quedar en el banco de Auster.
Quinn entró en la cabina, rebuscó en su bolsillo y sacó el dinero que le quedaba: dos monedas de diez centavos, una de veinticinco y ocho peniques. Llamó a información para pedir el número, recuperó su moneda de diez en la cajita de devolución, volvió a depositarla y marcó. Auster cogió el teléfono al tercer timbrazo.
—Soy Quinn —dijo.
Oyó un gruñido al otro lado.
—¿Dónde diablos se ha metido? —Había irritación en la voz de Auster—. Le he llamado mil veces.
—He estado ocupado. Trabajando en el caso.
—¿El caso?
—El caso. El caso Stillman. ¿Recuerda?
—Claro que recuerdo.
—Por eso le llamo. Quiero ir a buscar el dinero ahora. Los quinientos dólares.
—¿Qué dinero?
—El cheque, ¿se acuerda? El cheque que le di. El que estaba a nombre de Paul Auster.
—Por supuesto que me acuerdo. Pero no hay dinero. Por eso he estado intentando hablar con usted.
—No tenía ningún derecho a gastárselo —gritó Quinn, repentinamente fuera de sí—. Ese dinero me pertenecía.
—No me lo he gastado. Me devolvieron el cheque.
—No le creo.
—Puede usted venir aquí y ver la carta del banco, si quiere. La tengo encima de la mesa. Era un cheque sin fondos.
—Eso es absurdo.
—Sí, lo es. Pero ya no importa, ¿verdad?
—Claro que importa. Necesito el dinero para continuar con el caso.
—Pero si ya no hay caso. Todo ha terminado.
—¿De qué está usted hablando?
—De lo mismo que usted. Del caso Stillman.
—Pero ¿qué quiere usted decir con lo de que ha terminado? Yo sigo trabajando en él.
—No puedo creerlo.
—No sea tan condenadamente misterioso. No tengo ni la menor idea de qué me está usted hablando.
—No puedo creer que no lo sepa. ¿Dónde diablos ha estado usted? ¿No lee los periódicos?
—¿Los periódicos? Maldita sea, diga lo que tenga que decir. Yo no tengo tiempo de leer los periódicos.
Hubo un silencio al otro lado de la línea y por un momento Quinn pensó que la conversación había terminado, que de alguna manera se había quedado dormido y acababa de despertarse con el teléfono en la mano.
—Stillman se tiró del puente de Brooklyn —dijo Auster—. Se suicidó hace dos meses y medio.
—Está usted mintiendo.
—Apareció en todos los periódicos. Puede usted comprobarlo.
Quinn no dijo nada.
—Era su Stillman —continuó Auster—. El que había sido catedrático de la Columbia. Dicen que murió en el aire antes de llegar al agua.
—¿Y Peter? ¿Qué hay de Peter?
—No tengo ni idea.
—¿Lo sabe alguien?
—Imposible saberlo. Tendrá que averiguarlo usted mismo.
—Sí, supongo que si —dijo Quinn.
Luego, sin despedirse de Auster, colgó. Cogió la otra moneda de diez centavos y la utilizó para llamar a Virginia Stillman. Todavía se sabía el número de memoria.
Una voz mecánica le repitió el número y le comunicó que había sido desconectado. La voz repitió el mensaje y luego la línea se cortó.
Quinn no estaba seguro de lo que sentía. En aquellos primeros momentos fue como si no sintiera nada, como si todo aquello no tuviera el menor sentido. Decidió posponer el pensar en ello. Ya habría tiempo para eso más tarde. Por ahora, lo único que parecía importar era irse a casa. Regresar a su apartamento, quitarse la ropa y darse un baño caliente. Luego hojearía las revistas nuevas, pondría algún disco, limpiaría un poco la casa. Entonces, quizá, empezaría a pensar en ello.
Volvió a la calle Ciento siete. Las llaves de su casa seguían en su bolsillo y mientras abría la puerta del portal y subía los tres tramos de escalera hasta su piso, se sintió casi feliz. Pero entonces entró en el apartamento y se acabó toda su alegría.
Todo había cambiado. Parecía un lugar totalmente distinto y Quinn pensó que tal vez había entrado en otro apartamento por equivocación. Volvió al vestíbulo y comprobó el número de la puerta. No, no se había equivocado. Era su apartamento; era su llave la que había abierto la puerta. Volvió a entrar y evaluó la situación. Habían cambiado de sitio los muebles. Donde antes había una mesa ahora había una silla. Donde antes se hallaba el sofá ahora había una mesa. Había cuadros nuevos en las paredes, una alfombra nueva en el suelo. ¿Y su mesa? La buscó pero no pudo encontrarla. Estudió los muebles más atentamente y vio que no eran los suyos. Se habían llevado los muebles que tenía la última vez que estuvo en el apartamento. Su mesa había desaparecido, sus libros habían desaparecido, los dibujos de su hijo muerto habían desaparecido. Pasó del cuarto de estar al dormitorio. Su cama había desaparecido, su cómoda había desaparecido. Abrió el cajón superior de la cómoda que estaba allí. Había ropa interior de mujer entremezclada en montones: panties, sujetadores, braguitas. El cajón siguiente contenía jerséis de mujer. Quinn no siguió investigando. En una mesa cerca de la cama había una fotografía enmarcada de un hombre joven, rubio y con la cara carnosa. Otra fotografía mostraba al mismo joven sonriente, de pie en la nieve, rodeando con el brazo a una chica de aspecto corriente. Ella también sonreía. Detrás de ellos había una pendiente, un hombre con dos esquís al hombro y el cielo azul invernal.
Quinn volvió al cuarto de estar y se sentó en un sillón. Vio en un cenicero un cigarrillo a medio fumar manchado de barra de labios. Lo encendió y se lo fumó. Luego entró en la cocina, abrió la nevera y encontró un poco de zumo de naranja y una barra de pan. Se bebió el zumo, se comió tres rebanadas de pan y luego regresó al cuarto de estar, donde volvió a sentarse en el sillón. Quince minutos más tarde, oyó pasos que subían la escalera, un repiqueteo de llaves fuera de la puerta y la chica de la fotografía que entraba. Llevaba un uniforme de enfermera blanco y sostenía entre los brazos una bolsa marrón de comestibles. Cuando vio a Quinn dejó caer la bolsa y chilló. O bien primero chilló y luego dejó caer la bolsa. Quinn nunca pudo estar seguro. La bolsa se rompió al dar contra el suelo y la leche resbaló formando un camino blanco hacia el borde de la alfombra.
Quinn se puso de pie, alzó la mano en un gesto de paz y le dijo que no se preocupara. No iba a hacerle daño. Lo único que quería era saber por qué estaba viviendo en su apartamento. Sacó la llave de su bolsillo y la sostuvo en alto como para demostrar sus buenas intenciones. Tardó un rato en convencerla pero al fin el pánico de ella disminuyó.
Eso no quería decir que hubiera empezado a confiar en él o que estuviera menos asustada. Se quedó junto a la puerta abierta, dispuesta a echar a correr a la primera señal de peligro. Quinn mantuvo la distancia, dispuesto a no empeorar las cosas. Su boca no cesaba de hablar, explicando una y otra vez que ella estaba viviendo en su casa. Estaba claro que ella no creía una palabra de lo que le decía, pero le escuchaba para seguirle la corriente, sin duda confiando en que él terminase de hablar y finalmente se marchara.
—Llevo un mes viviendo aquí —dijo ella—. Es mi apartamento. He firmado un contrato de un año.
—Pero ¿por qué tengo yo la llave? —preguntó Quinn por séptima u octava vez—. ¿No la convence eso?
—Hay cientos de maneras por las que puede usted tener esa llave.
—¿No le dijeron que había alguien viviendo aquí cuando alquiló usted el apartamento?
—Me dijeron que era un escritor. Pero había desaparecido. Llevaba meses sin pagar el alquiler.
—¡Ése soy yo! —exclamó Quinn—. ¡Yo soy el escritor!
La chica le miró friamente y se echó a reír.
—¿Escritor? Eso es lo más divertido que he oído nunca. Mírese. En mi vida he visto mayor desastre.
—He tenido algunos problemas últimamente —murmuró Quinn a modo de explicación—. Pero son sólo temporales.
—El casero me dijo que se alegraba de librarse de usted. No le gustan los inquilinos que no tienen un puesto de trabajo. Utilizan demasiada calefacción y estropean las instalaciones.
—¿Sabe usted qué ha sido de mis cosas?
—¿Qué cosas?
—Mis libros. Mis muebles. Mis papeles.
—No tengo ni idea. Probablemente vendió lo que pudo y tiró el resto. El apartamento estaba vacío cuando yo me mudé.
Quinn dio un profundo suspiro. Había llegado al final de sí mismo. Lo sentía ahora, como si al fin se le hubiera revelado una gran verdad. No quedaba nada.
—¿Se da cuenta de lo que esto significa? —preguntó.
—Francamente, me tiene sin cuidado —dijo la chica—. Es su problema, no el mío. Yo sólo quiero que salga de aquí. Ahora mismo. Ésta es mi casa y quiero que se vaya. Si no se marcha, llamaré a la policía para que le arresten.
Ya daba igual. Podría quedarse allí discutiendo con la chica todo el día y seguiría sin recuperar su apartamento. Lo había perdido, él se había perdido, todo estaba perdido. Tartamudeó algo inaudible, se disculpó por robarle su tiempo, pasó por su lado y salió por la puerta.