Stillman había desaparecido. El viejo era ahora parte de la ciudad. Era una mota, un signo de puntuación, un ladrillo en un interminable muro de ladrillos. Quinn podría pasear por las calles todos los días durante el resto de su vida y no encontrarle nunca. Todo había quedado reducido al azar, una pesadilla de números y probabilidades. No había ninguna pista, ningún indicio, ningún paso que dar.
Quinn retrocedió mentalmente al comienzo del caso. Su trabajo consistía en proteger a Peter, no en seguir a Stillman. Eso había sido simplemente un método, una forma de tratar de predecir lo que sucedería. La teoría era que observando a Stillman se enteraría de cuáles eran sus intenciones respecto a Peter. Había seguido al anciano durante dos semanas. ¿A qué conclusiones podía llegar? A no muchas. El comportamiento de Stillman había sido demasiado confuso para dar ninguna indicación.
Había, por supuesto, ciertas medidas extremas que podían tomarse. Podría sugerirle a Virginia Stillman que pidiera un número de teléfono que no apareciese en la guía. Eso eliminaría las perturbadoras llamadas, por lo menos temporalmente. Si eso fallaba, ella y Peter podrían mudarse. Podrían dejar el barrio, quizá incluso la ciudad. En el peor de los casos, podrían adoptar una nueva identidad, vivir bajo un nombre falso.
Este último pensamiento le recordó algo importante. Se dio cuenta de que hasta entonces nunca se había planteado seriamente las circunstancias de su contratación. Las cosas habían sucedido demasiado rápidamente, y él había dado por sentado que sustituiría a Paul Auster. Una vez dado el salto de adoptar ese nombre, había dejado de pensar en el propio Auster. Si ese hombre era tan buen detective como pensaban los Stillman, quizá podría ayudarle con el caso. Quinn se lo confesaría todo, Auster le perdonaría, y juntos trabajarían para salvar a Peter Stillman.
Buscó en las páginas amarillas la Agencia de Detectives Auster. No aparecía en la lista. En las páginas blancas, sin embargo, encontró el nombre. Había un Paul Auster en Manhattan, vivía en Riverside Drive, no lejos de la casa de Quinn. No había ninguna mención a una agencia de detectives, pero eso no necesariamente significaba algo. Podría ser que Auster tuviese tanto trabajo que no necesitara anunciarse. Quinn cogió el teléfono y estaba a punto de marcar cuando se lo pensó mejor. Era una conversación demasiado importante como para tenerla por teléfono. No debía correr el riesgo de que le colgase. Si Auster no tenía oficina, trabajaba en casa; iría allí y hablaría con él cara a cara.
La lluvia había cesado y aunque el cielo seguía estando gris, Quinn pudo ver a lo lejos, hacia el oeste, un diminuto rayo de luz atravesando las nubes. Mientras caminaba por Riverside Drive, tomó conciencia de que ya no estaba siguiendo a Stillman. Tuvo la sensación de que había perdido la mitad de si mismo. Durante dos semanas había estado atado al viejo por un hilo invisible. Todo lo que hacía Stillman, lo hacía él; a donde iba Stillman, iba él. Su cuerpo no estaba acostumbrado a aquella nueva libertad y durante las primeras manzanas anduvo arrastrando los pies. Aquel trabajo había terminado, pero su cuerpo no lo sabía aún.
El edificio de Auster estaba a la mitad de la larga manzana entre la Ciento dieciséis y la Ciento diecinueve, justo al sur de la iglesia de Riverside y la tumba de Grant. Era un lugar bien cuidado, con picaportes brillantes y cristales limpios, y tenía un aire de sobriedad burguesa que en ese momento atrajo a Quinn. El piso de Auster estaba en la undécima planta y Quinn llamó al timbre del portero automático, esperando oír una voz que le hablara por el interfono. Pero le contestó el zumbido de la puerta sin mediar conversación. Quinn empujó y abrió, cruzó el portal y subió en el ascensor a la undécima planta.
Fue un hombre quien le abrió la puerta del piso. Era un individuo alto y moreno, de treinta y tantos años, con la ropa arrugada y barba de dos días. En la mano derecha, sujeta entre el pulgar y los primeros dos dedos, sostenía una pluma estilográfica destapada, aún en la posición de escribir. El hombre pareció sorprenderse al encontrar a un desconocido frente a él.
—¿Sí? —preguntó dubitativo.
Quinn habló en el tono más cortés que pudo.
—¿Esperaba usted a otra persona?
—A mi mujer. Por eso he abierto la puerta sin preguntar quién era.
—Lamento molestarle —se disculpó Quínn—. Pero busco a Paul Auster.
—Yo soy Paul Auster —dijo el hombre.
—Me pregunto si podría hablar con usted. Es muy importante.
—Primero tendrá que decirme de qué se trata.
—Yo mismo apenas lo sé. —Quinn le dirigió a Auster una mirada sincera—. Es complicado, me temo. Muy complicado.
—¿Tiene usted nombre?
—Perdone, por supuesto. Quinn.
—Quinn ¿qué?
—Daniel Quinn.
El nombre pareció sugerirle algo a Auster y calló durante un momento, abstraído, como buscando en su memoria.
—Quinn —murmuró para sí—. Conozco ese nombre de algo. —Se quedó callado de nuevo, esforzándose por encontrar la respuesta—. No será usted poeta, ¿verdad?
—Lo fui —dijo Quinn—. Pero hace mucho tiempo que no escribo poemas.
—Publicó usted un libro hace varios años, ¿no? Creo que el título era Asunto inacabado. Un librito con tapas azules.
—Sí. Ese era yo.
—Me gustó mucho. Esperaba encontrar alguna otra obra suya. De hecho, incluso me pregunté qué le habría sucedido.
—Sigo aquí. Más o menos.
Auster abrió la puerta del todo y le hizo un gesto a Quinn para que entrase. El piso era bastante agradable, y tenía una forma extraña, varios pasillos largos, libros amontonados por todas partes, cuadros en las paredes de artistas que Quinn no conocía y algunos juguetes infantiles tirados por el suelo: un camión rojo, un oso marrón y un monstruo espacial verde. Auster le llevó al cuarto de estar, le ofreció una silla con la tapicería gastada y luego se fue a la cocina para traer unas cervezas. Regresó con dos botellas, las puso sobre un cajón de madera que hacía las veces de mesa baja y se sentó en el sofá enfrente de Quinn.
—¿Era de algún tema literario de lo que quería usted hablarme? —comenzó Auster.
—No —dijo Quinn—. Ojalá. Pero esto no tiene nada que ver con la literatura.
—¿Con qué, entonces?
Quinn hizo una pausa, miró a su alrededor sin ver nada y trató de comenzar.
—Tengo la sensación de que hay un terrible error. Yo he venido aquí buscando a Paul Auster, el detective privado.
—¿El qué?
Auster se rió y con aquella risa todo estalló en pedazos de repente. Quinn se dio cuenta de que estaba diciendo tonterías. Lo mismo podía haber preguntado por el jefe Toro Sentado, el efecto no habría sido diferente.
—El detective privado —repitió en voz baja.
—Me temo que ha encontrado usted al Paul Auster equivocado.
—Usted es el único que viene en la guía.
—Puede ser —dijo Auster—. Pero yo no soy detective.
—¿Quién es usted entonces? ¿A qué se dedica?
—Soy escritor.
—¿Escritor? —Quinn pronunció la palabra como si fuese un lamento.
—Lo siento —dijo Auster—. Pero eso es lo que soy.
—Si eso es cierto, entonces no hay esperanza. Todo el asunto es un mal sueño.
—No tengo ni idea de lo que está usted hablando.
Quinn se lo contó. Empezó por el principio y le contó la historia entera, paso a paso. La presión había ido acumulándose dentro de él desde la desaparición de Stillman aquella mañana y ahora salió como un torrente de palabras. Le habló de las llamadas telefónicas preguntando por Paul Auster, de su inexplicable aceptación del caso, de su entrevista con Peter Stillman, de su conversación con Virginia Stillman, de su lectura del libro de Stillman, de su seguimiento de Stillman desde la estación Grand Central, de los vagabundeos diarios de Stillman, de la bolsa y de los objetos rotos, de los inquietantes mapas que formaban letras del alfabeto, de sus conversaciones con Stillman, de la desaparición de Stillman del hotel. Cuando llegó al final, preguntó:
—¿Cree usted que estoy loco?
—No —dijo Auster, que había escuchado atentamente el monólogo de Quinn—. Yo en su lugar probablemente habría hecho lo mismo.
Estas palabras fueron un gran alivio para Quinn, como si, al fin, la carga ya no fuera únicamente suya. Sintió ganas de abrazar a Auster y declararle amistad eterna.
—No me lo estoy inventando —dijo Quinn—. Incluso tengo pruebas. —Sacó su cartera y de ella el cheque de quinientos dólares que Virginia Stillman le había extendido dos semanas antes. Se lo tendió a Auster—. Como ve, está a su nombre.
Auster examinó el cheque cuidadosamente y asintió.
—Parece un cheque perfectamente normal.
—Bien, es suyo —dijo Quinn—. Quiero que se lo quede.
—No me sería posible aceptarlo.
—A mí no me sirve de nada. —Quinn miró a su alrededor e hizo un gesto vago—. Cómprese más libros. O algunos juguetes para su hijo.
—Es dinero que se ha ganado usted. Merece quedárselo. —Auster hizo una pausa—. Hay algo que puedo hacer por usted. Puesto que el cheque está a mi nombre, lo cobraré para usted. Lo llevaré a mi banco mañana por la mañana, lo ingresaré en cuenta y le daré el dinero cuando lo cobre.
Quinn no dijo nada.
—¿De acuerdo? —preguntó Auster.
—De acuerdo —dijo Quinn al fin—. Veremos qué pasa.
Auster dejó el cheque sobre la mesita como diciendo que el asunto estaba resuelto. Luego se recostó en el sofá y miró a Quínn a los ojos.
—Hay una cuestión mucho más importante que el cheque —dijo—. El hecho de que mi nombre se haya visto envuelto en esto. No lo entiendo en absoluto.
—Me pregunto si ha tenido usted problemas con su teléfono últimamente. A veces las líneas se cruzan. Una persona trata de llamar a un número y, aunque marque correctamente, le contesta otra persona.
—Sí, eso me ha sucedido a veces. Pero aunque mi teléfono estuviera mal, eso no explica el verdadero problema. Eso nos diría por qué recibió usted la llamada, pero no por qué querían hablar conmigo.
—¿Es posible que conozca usted a las personas interesadas?
—Nunca he oído hablar de los Stillman.
—Puede que alguien quisiera gastarle una broma pesada.
—No me trato con gente de ese estilo.
—Nunca se sabe.
—Pero lo cierto es que no se trata de una broma. Es un caso real con personas reales.
—Sí —dijo Quinn tras un largo silencio—. Soy consciente de ello.
Habían llegado al final de lo que podían hablar. Más allá de ese punto no había nada: los pensamientos fortuitos de dos hombres que no sabían nada. Quinn se dio cuenta de que debía marcharse. Llevaba casi una hora allí y se acercaba el momento de llamar a Virginia Stillman. No obstante, no tenía ganas de moverse. El sillón era cómodo y la cerveza se le había subido ligeramente a la cabeza. Aquel Auster era la primera persona inteligente con la que hablaba en mucho tiempo. Había leído la antigua obra de Quinn, la había admirado, había deseado encontrar más. A pesar de todo, era imposible que Quinn no se alegrara de aquello.
Se quedaron allí sentados durante unos minutos sin decir nada. Al fin Auster se encogió de hombros, lo cual parecía un reconocimiento de que habían llegado a un punto muerto. Se levantó y dijo:
—Estaba a punto de prepararme el almuerzo. No me cuesta nada hacerlo para dos.
Quinn vaciló. Era como si Auster hubiera leído sus pensamientos y adivinado lo que más deseaba: comer, tener una excusa para quedarse un rato más.
—En realidad debería irme —dijo—. Pero si, gracias. Algo de comida me vendrá bien.
—¿Qué le parece una tortilla de jamón?
—Estupendo.
Auster se retiró a la cocina para preparar la comida. A Quinn le hubiera gustado ofrecerse para ayudarle, pero no podía moverse. El cuerpo le pesaba como una losa. A falta de otra idea mejor, cerró los ojos. En el pasado a veces le había consolado hacer desaparecer al mundo. Esta vez, sin embargo, Quinn no encontró nada interesante dentro de su cabeza. Parecía como si las cosas se hubieran detenido allí dentro. Luego, en la oscuridad, empezó a oír una voz, una voz idiota que canturreaba la misma frase una y otra vez: «No puedes hacer una tortilla sin romper los huevos.» Abrió los ojos para que cesaran las palabras.
Había pan y mantequilla, más cerveza, cuchillos y tenedores, sal y pimienta, servilletas y tortillas, dos, rezumando en unos platos blancos. Quinn comió con descarada voracidad, devorando la comida en lo que parecía cuestión de segundos. Después hizo un gran esfuerzo para calmarse. Las lágrimas acechaban misteriosamente detrás de sus ojos y su voz temblaba al hablar, pero de alguna manera consiguió dominarse. Para demostrar que no era un ingrato egocéntrico, empezó a preguntarle a Auster por su trabajo. Auster se mostró algo reticente, pero al fin reconoció que estaba trabajando en un libro de artículos. El que estaba escribiendo en aquel momento versaba sobre Don Quijote.
—Uno de mis libros favoritos —dijo Quinn.
—Sí, mío también. No hay nada comparable.
Quinn le preguntó por el ensayo.
—Supongo que podría considerarse especulativo, ya que en realidad no pretendo demostrar nada. De hecho, está escrito irónicamente. Una lectura imaginativa, supongo que podríamos llamarlo.
—¿Cuál es su tesis?
—Principalmente tiene que ver con la autoría del libro. Quién lo escribió y cómo lo escribió.
—¿Hay alguna duda?
—Por supuesto que no. Pero me refiero al libro dentro del libro que Cervantes escribió. El que imaginó que estaba escribiendo.
—Ah.
—Es muy sencillo. Cervantes, no sé si lo recuerda, se esfuerza mucho por convencer al lector de que él no es el autor. El libro, dice, lo escribió en árabe Cide Hamete Benengeli. Cervantes describe cómo descubrió por azar el manuscrito un día en el mercado de Toledo. Contrató a alguien para que se lo tradujera al castellano y después se presenta a sí mismo únicamente como el corrector de la traducción. De hecho, ni siquiera puede garantizar la exactitud de la traducción.
—Y sin embargo luego dice —añadió Quinn— que la de Cide Hamete Benengeli es la única versión auténtica de la historia de don Quijote. Todas las otras versiones son fraudes, escritas por impostores; insiste mucho en que todo lo que se cuenta en el libro sucedió realmente.
—Exactamente. Porque, después de todo, el libro es un ataque a los peligros de la simulación. No podía fácilmente presentar una obra de la imaginación para hacer eso, ¿verdad? Tenía que afirmar que era real.
—Sin embargo, siempre he sospechado que Cervantes devoraba aquellos viejos libros de caballería. No puedes odiar algo tan violentamente a menos que una parte de ti lo ame también. En cierto sentido, don Quijote no era más que un doble de Cervantes.
—Estoy de acuerdo. ¿Qué mejor retrato de un escritor que mostrar a un hombre que ha quedado embrujado por los libros?
—Precisamente.
—En cualquier caso, puesto que se supone que el libro es real, de ello se deduce que la historia tiene que estar escrita por un testigo ocular de los sucesos que en ella ocurren. Pero Cid Hamete, el autor reconocido, no aparece nunca. Ni una sola vez afirma estar presente cuando los sucesos tienen lugar. Por lo tanto, mi pregunta es ésta: ¿quién es Cide Hamete Benengeli?
—Sí, ya veo adónde quiere ir a parar.
—La teoría que planteo en el artículo es que en realidad es una combinación de cuatro personas diferentes. Sancho Panza es el testigo, naturalmente. No hay ningún otro candidato, ya que es el único que acompaña a don Quijote en todas sus aventuras. Pero Sancho no sabe leer ni escribir. Por lo tanto no puede ser el autor. Por otra parte, sabemos que Sancho tiene un gran don para el lenguaje. A pesar de sus necios despropósitos, les da cien vueltas hablando a todos los demás personajes del libro. Me parece perfectamente posible que le dictara la historia a otra persona, es decir, al barbero y al cura, los buenos amigos de don Quijote. Ellos pusieron la historia en correcta forma literaria, en castellano, y luego le entregaron el manuscrito a Simón Carrasco, el bachiller de Salamanca, el cual procedió a traducirlo al árabe. Cervantes encontró la traducción, mandó pasarla de nuevo al castellano y luego publicó el libro, Don Quijote de la Mancha.
—Pero ¿por qué se tomarían Sancho y los otros tantas molestias?
—Curar a don Quijote de su locura. Querían salvar a su amigo. Recuerde que al principio queman sus libros de caballería, pero eso no da resultado. El Caballero de la Triste Figura no renuncia a su obsesión. Entonces, en un momento u otro, todos salen a buscarle con distintos disfraces (de dama en apuros, de Caballero de los Espejos, de Caballero de la Pálida Luna) con el fin de atraer a don Quijote a casa. Al final lo consiguen. El libro no era más que uno de sus trucos. La idea era poner un espejo delante de la locura de don Quijote, registrar cada uno de sus absurdos y ridículos delirios, de tal modo que cuando finalmente leyese el libro viera lo erróneo de su conducta.
—Me gusta.
—Sí. Pero hay una última vuelta de tuerca. Don Quijote, en mi opinión, no estaba realmente loco. Sólo fingía estarlo. De hecho, él mismo orquestó todo el asunto. Recuerde que durante todo el libro don Quijote está preocupado por la cuestión de la posteridad. Una y otra vez se pregunta con cuánta precisión registrará su cronista sus aventuras. Esto implica conocimiento por su parte; sabe de antemano que ese cronista existe. ¿Y quién podría ser sino Sancho Panza, el fiel escudero a quien don Quijote ha elegido para ese propósito? De la misma manera, eligió a los otros tres para que desempeñaran los papeles que les había destinado. Fue don Quijote quien organizó el cuarteto Benengeli. Y no sólo seleccionó a los autores, probablemente fue él quien tradujo el manuscrito árabe de nuevo al castellano. No debemos considerarle incapaz de tal cosa. Para un hombre tan hábil en el arte del disfraz, oscurecerse la piel y vestirse con la ropa de un moro no debía ser muy difícil. Me gusta imaginar la escena en el mercado de Toledo. Cervantes contratando a don Quijote para descifrar la historia del propio don Quijote. Tiene una gran belleza.
—Pero aún no ha explicado por qué un hombre como don Quijote desorganizaría su vida tranquila para dedicarse a un engaño tan complicado.
—Ésa es la parte más interesante de todas. En mi opinión, don Quijote estaba realizando un experimento. Quería poner a prueba la credulidad de sus semejantes. ¿Sería posible, se preguntaba, plantarse ante el mundo y con la más absoluta convicción vomitar mentiras y tonterías? ¿Decirles que los molinos de viento eran caballeros, que la bacinilla de un barbero era un yelmo, que las marionetas eran personas de verdad? ¿Sería posible persuadir a otros para que asintieran a lo que él decía, aunque no le creyeran? En otras palabras, ¿hasta qué punto toleraría la gente las blasfemias si les proporcionaban diversión? La respuesta es evidente, ¿no? Hasta cualquier punto. La prueba es que todavía leemos el libro. Sigue pareciéndonos sumamente divertido. Y eso es en última instancia lo que cualquiera le pide a un libro, que le divierta.
Auster se recostó en el sofá, sonrió con cierto irónico placer y encendió un cigarrillo. Era evidente que estaba disfrutando, pero a Quinn se le escapaba la naturaleza precisa de aquel placer. Parecía una especie de risa muda, un chiste que no llegaba a su culminación, un regocijo sin objetivo. Quinn estaba a punto de decir algo en respuesta a la teoría de Auster, pero no tuvo ocasión. Justo cuando abrió la boca para hablar fue interrumpido por un entrechocar de llaves en la puerta principal, el sonido de la puerta al abrirse y luego cerrarse de golpe y una algarabía de voces. La cara de Auster se animó al oírlas. Se levantó de su asiento, se disculpó con Quinn y fue rápidamente hacia la puerta.
Quinn oyó risas en el vestíbulo, primero de una mujer y luego de un niño —aguda y más aguda, un staccato de metralla— y luego el bajo retumbante de la risotada de Auster. El niño habló:
—¡Papá, mira lo que he encontrado!
Y luego la mujer explicó que estaba tirado en la calle, y por qué no, parecía estar en perfecto estado. Un momento más tarde oyó que el niño venía corriendo hacia él por el pasillo. Irrumpió en el cuarto de estar, vio a Quinn y se paró en seco. Era un chiquillo rubio de cinco o seis años.
—Buenas tardes —le dijo Quinn.
El niño, replegándose rápidamente en su timidez, sólo respondió con un débil hola. En la mano izquierda tenía un objeto rojo que Quinn no pudo identificar. Le preguntó al niño qué era.
—Es un yoyó —contestó, abriendo la mano para enseñárselo—. Lo he encontrado en la calle.
—¿Funciona?
El niño se encogió de hombros exageradamente, como en una pantomima.
—No sé. Siri no sabe jugar. Y yo tampoco.
Quinn le preguntó si podía intentarlo y el niño se acercó a él y le puso el yoyó en la mano. Mientras lo examinaba, oyó que el niño respiraba a su lado, observando cada uno de sus movimientos. El yoyó era de plástico, parecido a aquellos con los que él había jugado de pequeño, pero algo más complicado, un artefacto de la era espacial. Quinn metió el dedo corazón en la presilla que había al extremo del cordel, se puso de pie y lo intentó. El yoyó emitió un sonido silbante al descender y en su interior saltaron chispas. El niño abrió la boca, luego el yoyó se detuvo, balanceándose al extremo del cordel.
—Un gran filósofo dijo una vez —murmuró Quinn— que el camino de subida y el camino de bajada son uno y el mismo.
—Pero tú no lo has hecho subir —dijo el niño—. Solamente ha bajado.
—Hay que continuar intentándolo.
Quinn estaba volviendo a enrollar el cordel para hacer un nuevo intento cuando Auster y su esposa entraron en la habitación. Levantó la vista y vio primero a la mujer. En ese único y breve momento supo que tenía problemas. Ella era alta, delgada, rubia, una belleza radiante, con una energía y una felicidad que parecían hacer invisible todo lo que la rodeaba. Fue demasiado para Quinn. Sintió como si Auster le estuviera atormentando con todo lo que había perdido, y reaccionó con envidia y rabia, con una lacerante autocompasión. Sí, a él también le gustaría tener aquella mujer y aquel niño, estar sentado todo el día pariendo bobadas sobre libros antiguos, estar rodeado de yoyós y tortillas de jamón y plumas estilográficas. Rezó para sus adentros pidiendo la salvación.
Auster vio el yoyó en su mano y dijo:
—Veo que ya os conocéis. Daniel —le dijo al niño—, éste es Daniel. —Y luego a Quinn, con la misma sonrisa irónica—: Daniel, éste es Daniel.
El niño se echó a reír y dijo:
—¡Todo el mundo es Daniel!
—Eso es —dijo Quinn—. Yo soy tú y tú eres yo.
—Y así una vez y otra vez —gritó el niño, extendiendo los brazos repentinamente y dando vueltas y vueltas alrededor de la habitación como un giroscopio.
—Y ésta —dijo Auster, volviéndose hacia la mujer— es mi esposa, Siri.
La mujer le dirigió una sonrisa, dijo que se alegraba de conocer a Quinn como si lo dijera sinceramente y luego le tendió la mano. Él se la estrechó, notando la extraña esbeltez de sus huesos, y le preguntó si su nombre era noruego.
—No hay mucha gente que sepa eso —dijo ella.
—¿Procede usted de Noruega?
—Indirectamente —dijo ella—. Pasando por Northfield, Minnesota.
Y entonces se rió y Quinn sintió que un poco más de sí mismo se derrumbaba.
—Sé que es una invitación de último minuto —dijo Auster—, pero si tiene usted tiempo libre, ¿por qué no se queda a cenar con nosotros?
—Ah —dijo Quinn, esforzándose por dominarse—. Es muy amable por su parte. Pero realmente tengo que irme. Ya se me ha hecho tarde.
Hizo un último esfuerzo, le sonrió a la esposa de Auster y le dijo adiós con la mano al niño.
—Hasta pronto, Daniel —dijo, yendo hacia la puerta.
El niño le miró desde el otro lado de la habitación y se rió de nuevo.
—¡Adiós, yo! —dijo.
Auster le acompañó hasta la puerta.
—Le llamaré en cuanto cobre el cheque. ¿Viene usted en la guía telefónica? —le dijo.
—Sí —contestó Quinn—. Soy el único.
—Si me necesita para algo —dijo Auster—, llámeme. Estaré encantado de ayudarle.
Auster alargó la mano para estrechar la suya y Quinn se dio cuenta de que todavía tenía el yoyó. Lo puso en la mano derecha de Auster, le dio unas palmaditas en el hombro y se fue.