9

El primer encuentro con Stillman tuvo lugar en Riverside Park. Fue a primera hora de la tarde de un sábado de bicicletas, paseadores de perros, y niños. Stillman estaba sentado solo en un banco, mirando fijamente a nada en concreto, el pequeño cuaderno rojo en el regazo. Había luz por todas partes, una luz inmensa que parecía irradiar de cada cosa que el ojo percibía, y por encima, en las ramas de los árboles, continuaba soplando la brisa, que sacudía las hojas con un apasionado susurro, un subir y bajar tan constante como el oleaje.

Quinn había planeado sus movimientos cuidadosamente. Fingiendo no haberse fijado en Stillman, se sentó en el banco a su lado, cruzó los brazos sobre el pecho y miró fijamente en la misma dirección que el viejo. Ninguno de los dos habló. Según sus cálculos posteriores, Quinn estimó que aquello se prolongó durante quince o veinte minutos, luego, sin previo aviso, volvió la cabeza hacia el viejo y le miró directamente, fijando con obstinación los ojos en el arrugado perfil. Quinn concentró toda su fuerza en los ojos, como si pudiera hacer un agujero en el cráneo de Stillman por quemadura. Esta mirada duró cinco minutos.

Finalmente Stillman se volvió hacia él. Con una voz de tenor sorprendentemente suave, dijo:

—Lo siento, pero no me será posible hablar con usted.

—Yo no he dicho nada —dijo Quinn.

—Es verdad —contestó Stillman—. Pero debe usted comprender que no tengo costumbre de hablar con desconocidos.

—Repito —dijo Quinn— que no he dicho nada.

—Sí, ya le he oído la primera vez. Pero ¿no le interesa saber por qué?

—Me temo que no.

—Bien expresado. Veo que es usted un hombre con sentido común.

Quinn se encogió de hombros negándose a responder. Ahora todo su ser emanaba indiferencia.

Stillman sonrió alegremente, se inclinó hacia Quinn y dijo en tono conspiratorio:

—Creo que vamos a llevarnos bien.

—Eso está por ver —dijo Quinn tras una larga pausa.

Stillman se rió —un breve y estruendoso «ja»— y luego continnó:

—No es que me desagraden los desconocidos per se. Es sólo que prefiero no hablar con alguien que no se ha presentado. Para empezar necesito tener un nombre.

—Pero una vez que una persona da su nombre ya no es un desconocido.

—Exactamente. Por eso no hablo nunca con desconocidos. Quinn estaba preparado para aquello y sabía cómo responder. No iba a dejarse coger. Puesto que técnicamente era Paul Auster, ése era el nombre que tenía que proteger. Cualquier otro, incluso el verdadero, sería una invención, una máscara que le ocultaría y le mantendría a salvo.

—En ese caso —dijo—, encantado de complacerle. Mi nombre es Quinn.

—Ah —dijo Stillman reflexivamente, asintiendo—. Quinn.

—Si, Quinn. Q-U-I-N-N.

—Comprendo. Si, sí, comprendo. Quinn. Hmmm. Si. Muy interesante. Quinn. Una palabra muy sonora. Rima con cojín, ¿no?

—Eso es. Cojín.

—Y también con fin, si no me equivoco.

—No se equívoca.

—Y también con sin y con Pekín. ¿No es así?

—Exactamente.

—Hmmm. Muy interesante. Veo muchas posibilidades en esta palabra, este Quinn, esta… quintaesencia… del equívoco. Latín, por ejemplo. Y tilín. Y plin. Y maletín. Hmmm. Rima con sinfín. Por no hablar de confín. Hmmm. Muy interesante. Y festín. Y violín. Y patín. Y botín. Y sillín. Y parlanchín. Y espadachín. Hmmm. Sí, muy interesante. Me gusta su nombre enormemente, señor Quinn. Vuela en muchas direcciones a la vez.

—Sí, yo también lo he pensado muchas veces.

—La mayoría de la gente no presta atención a esas cosas. Creen que las palabras son como piedras, como grandes objetos inamovibles sin vida, como mónadas que nunca cambian.

—Las piedras cambian. El viento y el agua pueden desgastarlas. Pueden erosionarse. Pueden machacarse. Pueden convertirse en pedazos, en grava, en polvo.

—Exactamente. Enseguida he sabido que era usted un hombre con sentido común, señor Quinn. Si usted supiera cuántas personas me han interpretado mal. Mi trabajo ha sufrido a causa de ello. Ha sufrido terriblemente.

—¿Su trabajo?

—Sí, mi trabajo. Mis proyectos, mis investigaciones, mis experimentos.

—Ah.

—Sí. Pero, a pesar de todos los reveses, nunca me he dejado intimidar realmente. En la actualidad, por ejemplo, estoy ocupado en una de las cosas más importantes que he hecho nunca. Si todo sale bien, creo que tendré la llave de una serie de importantísimos descubrimientos.

—¿La llave?

—Sí, la llave. Una cosa que abre puertas cerradas.

—Ah.

—Por supuesto, por el momento sólo estoy recogiendo datos, reuniendo pruebas, por así decirlo. Luego tendré que coordinar mis hallazgos. Es un trabajo sumamente difícil. No podría usted creer lo duro que es, sobre todo para un hombre de mi edad.

—Me lo imagino.

—Eso es. Hay tanto que hacer y tan poco tiempo para hacerlo. Todas las mañanas me levanto de madrugada. Tengo que estar a la intemperie haga el tiempo que haga, constantemente en movimiento, siempre andando, yendo de un sitio a otro. Me agota, se lo aseguro.

—Pero vale la pena.

—Cualquier cosa a cambio de encontrar la verdad. Ningún sacrificio es excesivo.

—Ciertamente.

—Verá, nadie ha comprendido lo que he comprendido yo. Soy el primero. Soy el único. Esa responsabilidad supone una gran carga para mí.

—El mundo sobre sus hombros.

—Sí, por así decirlo. El mundo o lo que queda de él.

—No me había dado cuenta de que la situación fuese tan mala.

—Lo es. Puede que aún peor.

—Ah.

—Verá, el mundo está fragmentado, señor. Y mi tarea es volver a unir los pedazos.

—Menuda tarea se ha echado usted encima.

—Me doy cuenta de ello. Pero únicamente estoy buscando el principio. Eso está al alcance de un solo hombre. Si logro poner los cimientos, otras manos podrán hacer el trabajo de restauración. Lo importante es la premisa, el primer paso teórico. Desgraciadamente, no hay nadie más que pueda hacer eso.

—¿Ha hecho usted muchos progresos?

—He dado pasos enormes. De hecho, ahora siento que estoy al borde de un descubrimiento decisivo.

—Me tranquiliza oír eso.

—Es un pensamiento consolador, sí. Y todo gracias a mi inteligencia, a la deslumbrante claridad de mi mente.

—No lo dudo.

—Verá, he comprendido la necesidad de limitarme. De trabajar dentro de un terreno lo bastante pequeño como para garantizar que todos los resultados sean concluyentes.

—La premisa de la premisa, por así decirlo.

—Eso es, exactamente. El principio del principio, el método de la operación. Verá, el mundo está fragmentado, señor. No sólo hemos perdido nuestro sentido de finalidad, también hemos perdido el lenguaje con el que poder expresarlo. Éstas son cuestiones espirituales, sin duda, pero tienen su correlación en el mundo material. Mi brillante jugada ha sido limitarme a las cosas físicas, a lo inmediato y tangible. Mis motivos son elevados, pero mi trabajo se desarrolla ahora en el reino de lo cotidiano. Por eso me malinterpretan a menudo. Pero no importa. He aprendido a no dar importancia a esas cosas.

—Una respuesta admirable.

—La única respuesta. La única digna de un hombre de mi talla. Verá, estoy en el proceso de inventar un nuevo lenguaje. Teniendo que hacer un trabajo como ése, no puedo preocuparme por la estupidez de los demás. En cualquier caso, todo es parte de la enfermedad que estoy tratando de curar.

—¿Nuevo lenguaje?

—Sí. Un lenguaje que al fin dirá lo que tenemos que decir. Porque nuestras palabras ya no se corresponden con el mundo. Cuando las cosas estaban enteras nos sentíamos seguros de que nuestras palabras podían expresarlas. Pero poco a poco estas cosas se han partido, se han hecho pedazos, han caído en el caos. Y sin embargo nuestras palabras siguen siendo las mismas. No se han adaptado a la nueva realidad. De ahí que cada vez que intentamos hablar de lo que vemos, hablemos falsamente, distorsionando la cosa misma que tratamos de representar. Esto ha hecho que todo sea confusión y desorden. Pero las palabras, como usted comprende, son susceptibles de cambio. El problema es cómo demostrarlo. Por eso trabajo ahora con los medios más simples, tan simples que hasta un niño pueda comprender lo que digo. Considere una palabra que remite a una cosa: «paraguas», por ejemplo. Cuando digo la palabra «paraguas», usted ve el objeto en su mente. Ve una especie de bastón con radios metálicos plegables en la parte superior que forman una armadura para una tela impermeable, la cual, una vez abierta, le protegerá de la lluvia. Este último detalle es importante. Un paraguas no sólo es una cosa, es una cosa que cumple una función, en otras palabras, expresa la voluntad del hombre. Cuando uno se para a pensar en ello, todos los objetos son semejantes al paraguas, en el sentido de que cumplen una función. Ahora, mi pregunta es la siguiente: ¿qué sucede cuando una cosa ya no cumple su función? ¿Sigue siendo la misma cosa o se ha convertido en otra? Cuando arrancas la tela del paraguas, ¿el paraguas sigue siendo un paraguas? Abres los radios, te los pones sobre la cabeza, caminas bajo la lluvia, y te empapas. ¿Es posible continuar llamando a ese objeto un paraguas? En general, la gente lo hace. Como máximo, dirán que el paraguas está roto. Para mí eso es un serio error, la fuente de todos nuestros problemas. Puesto que ya no cumple su función, el paraguas ha dejado de ser un paraguas. Puede que se parezca a un paraguas, puede que haya sido un paraguas, pero ahora se ha convertido en otra cosa. La palabra, sin embargo, sigue siendo la misma. Por lo tanto, ya no puede expresar la cosa. Es imprecisa; es falsa; oculta aquello que debería revelar. Y si ni siquiera podemos nombrar un objeto corriente que tenemos entre las manos, ¿cómo podemos esperar hablar de las cosas que verdaderamente nos conciernen? A menos que podamos comenzar a incorporar la noción de cambio a las palabras que usamos, continuaremos estando perdidos.

—¿Y su trabajo?

—Mi trabajo es muy sencillo. He venido a Nueva York porque es el más desolado de los lugares, el más abyecto. La decrepitud está en todas partes, el desorden es universal. Basta con abrir los ojos para verlo. La gente rota, las cosas rotas, los pensamientos rotos. Toda la ciudad es un montón de basura. Se adapta admirablemente a mi propósito. Encuentro en las calles una fuente incesante de material, un almacén inagotable de cosas destrozadas. Salgo todos los días con mi bolsa y recojo objetos que me parecen dignos de investigación. Tengo ya cientos de muestras, desde lo desportillado a lo machacado, desde lo abollado a lo aplastado, desde lo pulverizado a lo putrefacto.

—¿Y qué hace usted con esas cosas?

—Les pongo nombre.

—¿Nombre?

—Invento palabras nuevas que correspondan a las cosas.

—Ah. Ya entiendo. Pero ¿cómo lo decide? ¿Cómo sabe si ha encontrado la palabra adecuada?

—Nunca me equivoco. Es una función de mi genio.

—¿Podría usted darme un ejemplo?

—¿De una de mis palabras?

—Sí.

—Lo siento, pero eso es imposible. Es mi secreto. Compréndalo. Una vez que se publique mi libro, usted y el resto del mundo lo sabrán. Pero por ahora tengo que callármelo.

—Información reservada.

—Eso es. Estrictamente confidencial.

—Lo siento.

—No se decepcione demasiado. Ya no tardaré mucho en ordenar mis hallazgos. Entonces empezarán a ocurrir grandes cosas. Será el acontecimiento más importante en la historia de la humanidad.

El segundo encuentro tuvo lugar poco después de las nueve de la mañana siguiente. Era domingo y Stillman había salido del hotel una hora más tarde que de costumbre. Recorrió dos manzanas para ir al sitio donde desayunaba habitualmente, el Mayflower Café, y se sentó en un compartimento de esquina al fondo del local. Quinn, cada vez más atrevido, entró en la cafetería detrás del anciano y se sentó en el mismo compartimento, directamente frente a él. Durante un minuto o dos Stillman no pareció advertir su presencia. Luego, levantando la vista de la carta, estudió la cara de Quinn de un modo abstracto. Al parecer no le reconoció del día anterior.

—¿Le conozco a usted? —preguntó.

—No creo —dijo Quinn—. Me llamo Henry Dark.

—Ah. —Stillman asintió—. Un hombre que empieza por lo esencial. Eso me agrada.

—No soy partidario de andarme por las ramas —dijo Quinn.

—¿Las ramas? ¿A qué ramas se refiere?

—A las zarzas ardientes, por supuesto.

—Ah, sí. Las zarzas ardientes. Por supuesto. —Stillman miró a Quinn a la cara, un poco más atentamente ahora, pero también con cierta confusión—. Lo siento —dijo—, pero no recuerdo su nombre. Sé que me lo ha dicho hace poco, pero se me ha ido.

—Henry Dark —dijo Quinn.

—Eso es. Sí, ahora lo recuerdo. Henry Dark. —Stillman hizo una larga pausa y luego meneó la cabeza—. Desgraciadamente, eso no es posible, señor.

—¿Por qué no?

—Porque no hay ningún Henry Dark.

—Bueno, quizá yo sea otro Henry Dark. Uno distinto del que no existe.

—Hmmm. Sí, entiendo lo que quiere decir. Es verdad que a veces dos personas tienen el mismo nombre. Es muy posible que su nombre sea Henry Dark. Pero no es usted el Henry Dark.

—¿Es un amigo suyo?

Stillman se rió, como si hubiera oído un buen chiste.

—No exactamente —dijo—. Verá, nunca ha existido una persona llamada Henry Dark. Me lo inventé yo. Es una invención.

—No —dijo Quinn, con fingida incredulidad.

—Sí. Es un personaje de un libro que yo escribí una vez. Un personaje de ficción.

—Me resulta dificil de creer.

—Eso le pasó a todo el mundo. Los engañé a todos.

—Asombroso. ¿Y por qué lo hizo?

—Le necesitaba, ¿comprende? En aquella época yo tenía ciertas ideas que eran demasiado peligrosas y polémicas. Así que fingí que venían de otro. Era una forma de protegerme.

—¿Y por qué eligió el nombre de Henry Dark?

—Es un buen nombre, ¿no cree? A mí me gusta mucho. Lleno de misterio y al mismo tiempo muy apropiado. Le iba bien a mi propósito. Y, además, tiene un significado secreto.

—¿La alusión a la oscuridad?[6]

—No, no. Nada tan evidente. Eran las iniciales, HD. Eso era muy importante.

—¿Por qué?

—¿No quiere adivinarlo?

—Creo que no.

—Oh, inténtelo. Haga tres intentos. Si no acierta, entonces se lo diré.

Quinn hizo una pausa, haciendo todo lo posible por adivinarlo.

—HD —dijo—. ¿Por Henry David? Como en Henry David Thoreau.

—Ni por aproximación.

—¿Qué me dice HD pura y simplemente? Por la poetisa Hilda Doolittle.

—Peor que el primero.

—De acuerdo, un intento más. HD. H… y D… Un momento… ¿Qué me dice de…? Un momento… Ah… Sí, ya lo tengo. H por el filósofo lloroso, Heráclito… y D por el filósofo riente, Demócrito. Heráclito y Demócrito… Los dos polos de la dialéctica.

—Una respuesta muy inteligente.

—¿He acertado?

—No, por supuesto que no. Pero de todas formas es una respuesta muy inteligente.

—No dirá que no lo he intentado.

—No. Por eso voy a recompensarle con la respuesta correcta. Porque lo ha intentado. ¿Está usted listo?

—Estoy listo.

—Las iniciales HD del nombre Henry Dark se refieren a Humpty Dumpty.

—¿Quién?

—Humpty Dumpty. Ya sabe a quién me refiero. El huevo.

—¿Cómo en «Humpty Dumpty estaba sentado en un muro»?

—Exactamente.

—No entiendo.

—Humpty Dumpty: la más pura representación de la condición humana. Escuche atentamente, señor. ¿Qué es un huevo? Es lo que todavía no ha nacido. Una paradoja, ¿no es cierto? Porque ¿cómo puede Humpty Dumpty estar vivo si no ha nacido? Y, sin embargo, está vivo, no se confunda. Lo sabemos porque puede hablar. Más aún, es un filósofo del lenguaje. «Cuando yo uso una palabra, dijo Humpty Dumpty en un tono bastante despectivo, significa exactamente lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos. La cuestión es, dijo Alicia, si puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes. La cuestión es, dijo Humpty Dumpty, quién es el amo, eso es todo.»

—Lewis Carroll.

A través del espejo, capítulo seis.

—Interesante.

—Es más que interesante, señor. Es crucial, escuche atentamente y quizá aprenda algo. En su pequeño discurso a Alicia, Humpty Dumpty bosqueja el futuro de las esperanzas humanas y da la pista para nuestra salvación: convertirnos en los amos de las palabras que decimos, hacer que el lenguaje responda a nuestras necesidades; Humpty Dumpty fue un profeta, un hombre que dijo verdades para las que el mundo no estaba preparado.

—¿Un hombre?

—Disculpe. Un desliz verbal. Quiero decir un huevo. Pero el desliz es instructivo y me ayuda a demostrar mi tesis. Porque todos los hombres son huevos, en cierto modo. Existimos, pero aún no hemos alcanzado la forma que es nuestro destino. Somos puro potencial, un ejemplo de lo por venir. Porque el hombre es un ser caído, lo sabemos por el Génesis. Humpty Dumpty también es un ser caído. Se cae del muro y nadie puede volver a juntar los pedazos; ni el rey, ni sus caballos, ni sus hombres. Pero eso es lo que todos debemos esforzarnos en conseguir. Es nuestro deber como seres humanos: volver a juntar los pedazos del huevo. Porque cada uno de nosotros, señor, es Humpty Dumpty. Y ayudarle a él es ayudarnos a nosotros mismos.

—Un argumento convincente.

—Es imposible encontrarle un fallo.

—Ninguna grieta en el huevo.

—Exactamente.

—Y, al mismo tiempo, el origen de Henry Dark.

—Sí. Pero hay algo más. Otro huevo, de hecho.

—¿Hay más de uno?

—Cielo santo, si. Hay millones. Pero en el que estoy pensando es especialmente famoso. Probablemente es el huevo más célebre de todos.

—Estoy empezando a perderme.

—Estoy hablando del huevo de Colón.

—Ah, sí. Por supuesto.

—¿Conoce la historia?

—Todo el mundo la conoce.

—Es encantadora, ¿no? Enfrentado al problema de cómo conseguir que un huevo se mantuviera derecho, sencillamente dio un ligero golpecito en su base, cascando la cáscara justo lo suficiente para crear un punto plano que sostuviera al huevo cuando él retirase la mano.

—Y dio resultado.

—Por supuesto. Colón era un genio. Buscaba el paraíso y descubrió el Nuevo Mundo. Todavía no es demasiado tarde para que se convierta en el paraíso.

—Efectivamente.

—Reconozco que las cosas no han salido demasiado bien hasta ahora. Pero aún hay esperanza. Los americanos nunca han perdido su deseo de descubrir nuevos mundos. ¿Recuerda usted lo que sucedió en 1969?

—Recuerdo muchas cosas. ¿A qué se refiere?

—Los hombres caminaron por la luna. Piense en eso, mi querido señor. ¡Los hombres caminaron por la luna!

—Sí, lo recuerdo. Según el presidente, fue el acontecimiento más importante desde la creación.

—Tenía razón. Es la única cosa inteligente que dijo ese hombre. ¿Y qué aspecto supone usted que tiene la luna?

—No tengo ni idea.

—Vamos, vamos, piense.

—Oh, sí. Ya veo lo que quiere decir.

—Concedido. La semejanza no es perfecta. Pero es verdad que en ciertas fases, especialmente en una noche clara, la luna se parece mucho a un huevo.

—Sí. Mucho.

En ese momento apareció una camarera con el desayuno de Stillman y lo puso en la mesa delante de él. El viejo miró la comida con voracidad. Levantando educadamente un cuchillo con la mano derecha, rompió la cáscara de su huevo pasado por agua y dijo:

—Como puede ver, señor, no dejo ninguna piedra por levantar.

El tercer encuentro tuvo lugar ese mismo día. La tarde estaba muy avanzada: la luz como una gasa sobre los ladrillos y las hojas, las sombras alargándose. Una vez más, Stillman se retiró al Riverside Park, esta vez a un extremo, deteniéndose a descansar en una roca llena de protuberancias a la altura de la calle Ochenta y cuatro conocida como Mount Tom. En ese mismo lugar, en los veranos de 1843 y 1844, Edgar Allan Poe había pasado muchas y largas horas mirando al Hudson. Quinn lo sabia porque se había encargado de saber esas cosas. Él también se había sentado allí a menudo.

Ya apenas temía hacer lo que tenía que hacer. Dio dos o tres vueltas a la roca, pero no consiguió atraer la atención de Stillman. Luego se sentó al lado del anciano y le saludó. Increíblemente, Stillman no le reconoció. Era la tercera vez que Quinn se presentaba y cada vez era como si fuese otra persona. No podía estar seguro de si aquello era una buena o una mala señal. Si Stillman estaba fingiendo, era un actor como no había otro en el mundo. Porque cada vez que Quinn aparecía, lo hacía por sorpresa. Y sin embargo Stillman ni siquiera parpadeaba. Por otra parte, si Stillman realmente no le reconocía, ¿qué significaba eso? ¿Era posible que alguien fuese tan insensible a lo que veía?

El viejo le preguntó quién era.

—Me llamo Peter Stillman —dijo Quinn.

—Ese es mi nombre —contestó Stillman—. Yo soy Peter Stillman.

—Yo soy el otro Peter Stillman —dijo Quinn.

—Oh. Quiere usted decir mi hijo. Sí, es posible. Se parece mucho a él. Por supuesto, Peter es rubio y usted es oscuro. No Henry Dark, sino oscuro de pelo. Pero la gente cambia, ¿no? Ahora somos una cosa y luego otra.

—Exactamente.

—He pensado en ti a menudo, Peter. Muchas veces me he dicho para mis adentros: ¿Cómo le irá a Peter?

—Estoy mucho mejor ya, gracias.

—Me alegra oírlo. Alguien me dijo una vez que habías muerto. Me puse muy triste.

—No, me he recuperado por completo.

—Ya lo veo. Estás como una rosa. Y además hablas muy bien.

—Ahora todas las palabras están disponibles para mí. Incluso aquellas que a la mayoría de la gente les resultan difíciles. Yo puedo decirlas todas.

—Estoy orgulloso de ti, Peter.

—Todo te lo debo a ti.

—Los niños son una bendición. Siempre lo he dicho. Una bendición incomparable.

—Estoy seguro.

—En cuanto a mí, tengo días buenos y días malos. Cuando vienen los días malos, pienso en los que fueron buenos. La memoria es una gran bendición, Peter. Lo mejor después de la muerte.

—Sin ninguna duda.

—Por supuesto, también tenemos que vivir en el presente. Por ejemplo, yo estoy actualmente en Nueva York. Mañana podría estar en cualquier otro sitio. Viajo mucho, ¿sabes? Hoy aquí, mañana quién sabe dónde. Es parte de mi trabajo.

—Debe ser estimulante.

—Sí, estoy muy estimulado. Mi mente nunca descansa.

—Me alegra saberlo.

—Los años pesan mucho, es verdad. Pero tenemos tanto que agradecer. El paso del tiempo nos envejece, pero también nos da el día y la noche. Y cuando morimos, siempre hay alguien que ocupa nuestro lugar.

—Todos envejecemos.

—Cuando seas viejo, quizá tengas un hijo que te consuele.

—Me gustaría.

—Entonces serías tan afortunado como yo. Recuerda, Peter, los niños son una gran bendición.

—No lo olvidaré.

—Y recuerda también que no debes poner todos tus huevos en la misma cesta. A la inversa, no debes contar los huevos antes de que estén puestos.

—No. Intento aceptar las cosas como vienen.

—Por último, no digas nunca algo que sepas en el fondo de tu corazón que no es verdad.

—No lo haré.

—Mentir es una mala cosa. Hace que lamentes haber nacido. Y no haber nacido es una maldición. Estás condenado a vivir fuera del tiempo. Y cuando vives fuera del tiempo no hay día y noche. Ni siquiera tienes la oportunidad de morirte.

—Comprendo.

—Una mentira nunca puede deshacerse. Ni siquiera la verdad es suficiente. Yo soy padre y sé estas cosas. Recuerda lo que le sucedió al padre de nuestro país. Taló el cerezo y luego le dijo a su padre: «No puedo decir una mentira.» Poco después tiró la moneda al otro lado del río. Estas dos historias son sucesos cruciales en la historia americana. George Washington taló el árbol y luego tiró el dinero. ¿Lo entiendes? Nos estaba diciendo una verdad esencial. Es decir, que el dinero no crece en los árboles. Esto es lo que hace grande a nuestro país, Peter. Ahora la imagen de George Washington está en todos los billetes de dólar. En todo esto hay una importante lección que aprender.

—Estoy de acuerdo.

—Por supuesto, es una lástima que el árbol fuese cortado. Ese árbol era el Árbol de la Vida y nos habría hecho inmunes a la muerte. Ahora le damos la bienvenida a la muerte con los brazos abiertos, especialmente cuando somos viejos. Pero el padre de nuestro país sabía cuál era su deber. No podía hacer otra cosa. Ese es el significado de la frase: «La vida es un cuenco de cerezas.» Si el árbol hubiera quedado en pie, habríamos tenido vida eterna.

—Sí, entiendo lo que quieres decir.

—Tengo muchas ideas como ésa en la cabeza. Mi mente no descansa nunca. Tú siempre fuiste un chico listo, Peter, y me alegro de que comprendas.

—Te sigo perfectamente.

—Un padre siempre debe enseñar a su hijo las lecciones que ha aprendido. De esa manera el conocimiento pasa de generación en generación y nos volvemos sabios.

—No olvidaré lo que me has dicho.

—Ahora podré morir feliz, Peter.

—Me alegro.

—Pero no debes olvidar nada.

—No lo olvidaré, padre. Te lo prometo.

A la mañana siguiente Quinn estaba delante del hotel a la hora de costumbre. Finalmente el tiempo había cambiado. Después de dos semanas de cielos resplandecientes, ese día lloviznaba sobre Nueva York y las calles se llenaban de los sonidos de los neumáticos mojados al pasar. Quinn estuvo sentado en el banco durante una hora, protegiéndose con un paraguas negro y pensando que Stillman aparecería en cualquier momento. Se tomó despacio su bollo y su café, leyó la crónica del partido que los Mets habían perdido el domingo, y el viejo seguía sin dar señales de vida. Paciencia, se dijo, y la emprendió con el resto del periódico. Pasaron cuarenta minutos. Llegó a la sección de economía y estaba a punto de leer un análisis sobre una fusión de empresas cuando la lluvia arreció repentinamente. De mala gana se levantó del banco y se refugió en un portal en la acera de enfrente del hotel. Permaneció allí de pie con los zapatos mojados durante hora y media. Se preguntó si Stillman estaría enfermo. Trató de imaginarle tumbado en su cama, sudando a causa de la fiebre. Quizá el viejo había muerto durante la noche y todavía no habían descubierto su cadáver. Esas cosas pasan, se dijo.

Aquél tenía que haber sido el día crucial y Quinn había hecho complicados y meticulosos planes. Ahora sus cálculos no servían para nada. Le perturbaba no haber tenido en cuenta esta contingencia.

Sin embargo, titubeaba. Se quedó allí bajo su paraguas, observando cómo la lluvia resbalaba por la tela y caía en pequeñas gotas. A las once había empezado a formular una decisión. Media hora más tarde cruzó la calle, caminó cuarenta pasos por la acera y entró en el hotel de Stillman. El lugar apestaba a repelente de cucarachas y a colillas. Algunos de los huéspedes, que no tenían adónde ir bajo la lluvia, estaban sentados en el vestíbulo, despatarrados en las sillas de plástico naranja. El lugar parecía un infierno de pensamientos rancios.

Detrás del mostrador de recepción había un negro grande sentado con las mangas arremangadas. Tenía un codo sobre el mostrador y la cabeza apoyada en la mano abierta. Con la otra mano pasaba las páginas de un tabloide, casi sin detenerse a leer las palabras. Parecía tan aburrido como si hubiera estado allí toda su vida.

—Quisiera dejar un mensaje para uno de sus huéspedes —dijo Quinn.

El hombre levantó la cabeza despacio, como si deseara que Quinn desapareciese.

—Quisiera dejar un mensaje para uno de sus huéspedes —repitió Quinn.

—Aquí no tenemos huéspedes —dijo el hombre—. Les llamamos residentes.

—Para uno de sus residentes, entonces. Me gustaría dejarle un mensaje.

—¿Y de quién se trata exactamente, hermano?

—Stillman. Peter Stillman.

El hombre fingió pensar por un momento y luego negó con la cabeza.

—No. No recuerdo a nadie con ese nombre.

—¿No tienen ustedes un registro?

—Sí, tenemos un libro. Pero está en la caja fuerte.

—¿La caja fuerte? ¿De qué está usted hablando?

—Estoy hablando del libro, hermano. Al jefe le gusta guardarlo en la caja fuerte.

—Supongo que no sabe usted la combinación.

—Lo siento. El jefe es el único que la sabe.

Quinn suspiró, metió la mano en el bolsillo y sacó un billete de cinco dólares. Lo puso sobre el mostrador de golpe y mantuvo la mano sobre él.

—Supongo que no tendrá usted una copia del libro, ¿verdad? —pregunto.

—Puede —dijo el hombre—, tendré que mirar en mi despacho.

El hombre levantó el periódico, abierto sobre el mostrador. Debajo estaba el registro.

—Qué suerte —dijo Quinn, levantando la mano del dinero.

—Sí, supongo que hoy es mi día —contestó el hombre, haciendo resbalar el billete sobre la superficie del mostrador, cogiéndolo rápidamente cuando llegó al borde y metiéndoselo en el bolsillo—. ¿Cómo ha dicho que se llamaba su amigo?

—Stillman. Un viejo con el pelo blanco.

—¿El caballero del abrigo?

—Eso es.

—Le llamamos el profesor.

—Ese es. ¿Tiene usted el número de la habitación? Se registró hará unas dos semanas.

El empleado abrió el registro, volvió las páginas y pasó el dedo a lo largo de una columna de nombres y números.

—Stillman —dijo—. Habitación trescientos tres. Ya no está aquí.

—¿Cómo?

—Se ha marchado.

—¿Qué está usted diciendo?

—Escuche, hermano, le estoy diciendo lo que pone aquí. Stillman se marchó anoche. Se fue.

—Eso es lo más absurdo que he oído nunca.

—Me da igual lo que sea. Está aquí escrito.

—¿Dejó alguna dirección?

—¿Está usted de coña?

—¿A qué hora se marchó?

—Tendrá usted que preguntárselo a Louie, el tío que está de noche. Entra a las ocho.

—¿Puedo ver la habitación?

—Lo siento. La he alquilado yo mismo esta mañana. El tipo está allí durmiendo.

—¿Qué aspecto tenía?

—Hace usted demasiadas preguntas por cinco pavos.

—Olvídelo —dijo Quinn, agitando la mano con desesperación—. No importa.

Volvió andando a su apartamento bajo un aguacero y llegó empapado a pesar del paraguas. Vaya con las funciones, se dijo. Vaya con el significado de las palabras. Tiró el paraguas al suelo del cuarto de estar, enojado. Luego se quitó la chaqueta y la arrojó contra la pared. El agua salpicó en todas direcciones.

Llamó a Virginia Stillman, demasiado avergonzado para pensar en hacer otra cosa. En el mismo momento en que ella contestó, él estuvo a punto de colgar el teléfono.

—Le he perdido —dijo.

—¿Está seguro?

—Dejó su habitación anoche. No sé dónde está.

—Estoy asustada, Paul.

—¿Les ha llamado?

—No lo sé. Creo que sí, pero no estoy segura.

—¿Qué quiere decir eso?

—Peter ha contestado el teléfono esta mañana mientras yo estaba bañándome. No quiere decirme quién era. Se ha metido en su habitación, ha cerrado las persianas y se niega a hablar.

—Pero ya ha hecho eso otras veces.

—Sí. Por eso no estoy segura. Pero hacía mucho tiempo que no ocurría.

—Da mala espina.

—Por eso estoy asustada.

—No se preocupe. Tengo unas cuantas ideas. Me pondré a trabajar ahora mismo.

—¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted?

—Yo la llamaré cada dos horas, esté donde esté.

—¿Me lo promete?

—Sí, se lo prometo.

—Tengo tanto miedo, no puedo soportarlo.

—Es culpa mía. He cometido un estúpido error, lo siento.

—No, yo no le culpo. Nadie puede vigilar a una persona venticuatro horas al día. Es imposible. Tendría usted que estar dentro de su pellejo.

—Ése es el problema. Creí que lo estaba.

—Todavía no es demasiado tarde, ¿verdad?

—No. Todavía tenemos mucho tiempo. No quiero que se preocupe.

—Intentaré no preocuparme.

—Bien. La llamaré.

—¿Cada dos horas?

—Cada dos horas.

Había llevado la conversación muy bien. A pesar de todo, había conseguido calmar a Virginia Stillman. Le resultaba difícil de creer, pero ella parecía seguir confiando en él. Aunque eso no le serviría de nada. Porque lo cierto era que le había mentido. No tenía varias ideas. No tenía ni siquiera una.