8

A la mañana siguiente, y durante muchas mañanas más, Quinn se apostó en un banco en el centro de la isleta que había en la esquina de Broadway con la Noventa y nueve. Llegaba temprano, nunca después de las siete, y se sentaba allí con un vaso de café, un panecillo con mantequilla y un periódico abierto en el regazo, mirando hacia la puerta de cristal del hotel. A las ocho salía Stillman, siempre con su largo abrigo marrón, llevando una bolsa de fieltro grande y anticuada. Durante dos semanas esta rutina no varió. El anciano deambulaba por las calles del barrio, avanzando despacio, poquito a poco, haciendo una pausa, poniéndose en marcha de nuevo, parándose otra vez, como si cada paso tuviera que sopesarse y medirse antes de que ocupara su lugar entre la suma total de pasos. A Quinn le resultaba difícil moverse de aquella manera. Estaba acostumbrado a andar deprisa y todas aquellas paradas y arrastrar de pies comenzaban a resultar un esfuerzo, como si el ritmo de su cuerpo se viera perturbado. Era la liebre a la caza de la tortuga, y tenía que recordarse una y otra vez que debía frenarse.

Lo que Stillman hacía en aquellos paseos continuaba siendo una especie de misterio para Quinn. Naturalmente, veía con sus propios ojos lo que sucedía, y lo anotaba todo cuidadosamente en su cuaderno rojo. Pero el sentido de aquellos actos continuaba escapándosele. Stillman nunca parecía ir a ningún sitio determinado y tampoco parecía saber dónde estaba. Y sin embargo, como obedeciendo a un propósito consciente, nunca salía de una zona estrechamente circunscrita, limitada al norte por la calle Ciento diez, al sur por la Setenta y dos, al oeste por Riverside Park y al este por Amsterdam Avenue. Por muy casuales que parecieran sus recorridos —y su itinerario era diferente cada día—, Stillman nunca cruzaba estas fronteras. Tal precisión desconcertaba a Quinn, porque en todos los demás aspectos Stillman parecía ir a la deriva.

Mientras caminaba, Stillman no levantaba la vista. Mantenía los ojos siempre fijos en la acera, como si estuviera buscando algo. De hecho, de vez en cuando se agachaba, recogía algún objeto del suelo y lo examinaba atentamente, dándole vueltas y vueltas en la mano. A Quinn le hacía pensar en un arqueólogo inspeccionando un fragmento de una ruina prehistórica. En ocasiones, después de estudiar así un objeto, Stillman lo tiraba a la acera. Pero generalmente abría su bolsa y guardaba en ella el objeto cuidadosamente. Luego, metiendo la mano en uno de los bolsillos de su abrigo, sacaba un cuaderno rojo —parecido al de Quinn pero más pequeño— y escribía en él con gran concentración durante un minuto o dos. Al terminar esta operación, volvía a meter el cuaderno en su bolsillo, recogía la bolsa y seguía su camino.

Según Quinn podía ver, los objetos que Stillman recogía carecían de valor. Parecían ser solamente cosas rotas, desechadas, trastos viejos. A lo largo de los días Quinn anotó un paraguas plegable despojado de la tela, la cabeza de una muñeca de goma, un guante negro, el casquillo de una bombilla rota, varios ejemplares de papel impreso (revistas empapadas, periódicos hechos pedazos), una fotografía rasgada, piezas de maquinaria y diversos desechos que no pudo identificar. El hecho de que Stillman se tomara tan en serio esta recogida de basura intrigaba a Quinn, pero no podía hacer otra cosa que observar, anotar en el cuaderno rojo lo que veía y quedarse estúpidamente en la superficie de las cosas. Al mismo tiempo le complacía saber que también Stillman tenía un cuaderno rojo, como si eso creara un vínculo secreto entre ellos. Quinn sospechaba que el cuaderno rojo de Stillman contenía respuestas a las preguntas que se habían ido acumulando en su cabeza, y empezó a planear diversas estratagemas para robárselo al viejo. Pero aún no había llegado el momento de dar ese paso.

Aparte de recoger objetos en la calle, Stillman no parecía hacer nada. De vez en cuando se detenía en alguna parte para comer. En alguna ocasión tropezaba con alguien y murmuraba una disculpa. Una vez un coche estuvo a punto de atropellarle cuando cruzaba la calle. Stillman no hablaba con nadie, no entraba en ninguna tienda, no sonreía. No parecía ni alegre ni triste. Dos veces, cuando su botín de desechos se había hecho desacostumbradamente grande, regresó al hotel en mitad del día y volvió a salir unos minutos más tarde con la bolsa vacía. La mayoría de los días pasaba por lo menos varias horas en Riverside Park, paseando metódicamente por los caminos asfaltados o abriéndose paso por entre los arbustos con un palo. Su búsqueda de objetos no cesaba entre el follaje. Piedras, hojas y ramitas acababan en su bolsa. Una vez, observó Quinn, incluso se agachó para coger un cagallón seco de perro, lo olfateó cuidadosamente y se lo guardó. También era el parque el lugar donde Stillman descansaba. Por la tarde, a menudo después de su almuerzo, se sentaba en un banco y miraba fijamente a la otra orilla del Hudson. En una ocasión, un día especialmente caluroso, Quinn le vio tumbado en la hierba, dormido. Cuando oscurecía, Stillman cenaba en la cafetería Apollo, en la esquina de la Noventa y siete con Broadway, y luego regresaba a su hotel. Ni una sola vez intentó contactar con su hijo. Esto se lo confirmó Virginia Stillman, a quien Quinn llamaba todas las noches cuando volvía a casa.

Lo esencial era seguir en el asunto. Poco a poco Quinn empezó a sentirse apartado de sus primitivas intenciones y se preguntó si no se había embarcado en un proyecto sin sentido. Por supuesto, era posible que Stillman estuviera simplemente esperando su oportunidad, arrullando al mundo hasta dormirlo antes de atacar. Pero eso significaba suponer que era consciente de que le vigilaban, y a Quinn le parecía improbable que así fuera. Había hecho bien su trabajo hasta entonces, manteniéndose a una discreta distancia del viejo, mezclándose con los transeúntes, evitando llamar la atención sobre sí mismo pero sin tomar medidas llamativas para ocultarse. Por otra parte, era posible que Stillman supiera desde el principio que le vigilaban —incluso que lo supiera de antemano— y por lo tanto no se hubiera tomado la molestia de descubrir quién era el vigilante concreto. Si tenía la certeza de que le seguían, ¿qué importaba? Un vigilante, una vez descubierto, siempre podía ser sustituido por otro.

Esta visión de la situación consoló a Quinn y decidió creer en ella, aunque esa creencia no tenía ningún fundamento. Sólo había dos posibilidades: Stillman sabía lo que él estaba haciendo o no lo sabía. Y si no lo sabía, Quinn no estaba consiguiendo nada, estaba perdiendo el tiempo. Cuánto mejor creer que todos sus pasos tenían realmente un propósito. Si esta interpretación exigía el conocimiento por parte de Stillman, entonces Quinn aceptaría este conocimiento como artículo de fe, al menos por el momento.

Quedaba el problema de en qué ocupar sus pensamientos mientras seguía al anciano. Quinn estaba acostumbrado a vagabundear. Sus excursiones por la ciudad le habían enseñado a entender que lo interior y lo exterior estaban conectados. Utilizando la locomoción sin rumbo como técnica de inversión, en sus mejores días podía llevar lo de fuera dentro y así usurpar la soberanía de la interioridad. Inundándose de cosas externas, ahogándose hasta salir de sí mismo, había conseguido ejercer un pequeño grado de control sobre sus ataques de desesperación. Vagar, por lo tanto, era una especie de anulación de la mente. Pero seguir a Stillman no era vagar. Stillman podía vagar, podía ir de un sitio a otro tambaleándose como un ciego, pero este privilegio se le negaba a Quinn. Porque estaba obligado a concentrarse en lo que hacía, aunque prácticamente no fuera nada. Una y otra vez sus pensamientos empezaban a ir a la deriva y pronto sus pies seguían su ejemplo. Esto significaba que corría constantemente el peligro de apretar el paso y chocar contra Stillman desde atrás. Para evitar este percance concibió varios métodos diferentes de desaceleración. El primero era decirse que ya no era Daniel Quinn. Ahora era Paul Auster, y con cada paso que daba trataba de encajar más cómodamente en las estrecheces de esa transformación. Auster no era más que un nombre para él, una cáscara sin contenido. Ser Auster significaba ser un hombre sin ningún interior, un hombre sin ningún pensamiento. Y si no había pensamientos disponibles, si su propia vida interior se había vuelto inaccesible, entonces no tenía ningún lugar donde retirarse. Siendo Auster no podía evocar recuerdos ni temores, sueños o alegrías, porque todas estas cosas, puesto que pertenecían a Auster, eran un vacío para él. En consecuencia tenía que permanecer únicamente en su propia superficie, mirando hacia afuera en busca de sustento. Mantener los ojos fijos en Stillman, por lo tanto, no era simplemente una distracción del curso de sus pensamientos, era el único pensamiento que se permitía tener.

Durante un día o dos esta táctica tuvo relativo éxito, pero finalmente incluso Auster empezó a languidecer a causa de la monotonía. Quinn se dio cuenta de que necesitaba algo más para mantenerse ocupado, alguna tarea que le acompañara mientras se dedicaba a su trabajo. Al final fue el cuaderno rojo el que le ofreció la salvación. En lugar de simplemente anotar algunos comentarios casuales, como había hecho los primeros días, decidió registrar cada detalle que pudiera observar acerca de Stillman. Utilizando el bolígrafo que le había comprado al sordomudo, se entregó a la tarea con diligencia. No sólo tomaba nota de los gestos de Stillman, describía cada objeto que seleccionaba o descartaba para su bolsa y llevaba un preciso horario de todos los sucesos, sino que además registraba con meticuloso cuidado un itinerario exacto de los vagubundeos de Stillman, apuntando cada calle que seguía, cada giro que daba y cada pausa que hacía. Además de mantenerle ocupado, el cuaderno rojo reducía el paso de Quinn. Ya no había peligro de que adelantara a Stillman. El problema, más bien, era no perderle, asegurarse de que no desapareciera. Porque andar y escribir no eran actividades fácilmente compatibles. Si durante los cinco últimos años Quinn había pasado sus días haciendo una cosa u otra, ahora intentaba hacer las dos al mismo tiempo. Al principio se equivocaba mucho. Era especialmente difícil escribir sin mirar a la página y a menudo descubría que había escrito dos y hasta tres líneas una encima de la otra, produciendo un confuso e ilegible palimpsesto. Mirar a la página, sin embargo, significaba pararse y eso aumentaría las posibilidades de perder a Stillman. Al cabo de algún tiempo llegó a la conclusión de que era básicamente una cuestión de posición. Experimentó con el cuaderno delante de él en un ángulo de cuarenta y cinco grados, pero se encontró con que su muñeca izquierda se cansaba pronto. Después trató de mantener el cuaderno directamente delante de su cara, los ojos mirando por encima de él como un Kilroy[3] que hubiese cobrado vida, pero eso resultaba poco práctico. Luego trató de apoyar el cuaderno en el brazo derecho varios centímetros por encima del codo y sostener la parte de atrás del mismo con la palma izquierda. Pero esto le provocaba calambres en la mano derecha y hacía imposible escribir en la mitad inferior de la página. Finalmente decidió apoyar el cuaderno en la cadera izquierda, más o menos como sostiene un pintor su paleta. Esto constituyó una mejora. El llevarlo ya no suponía un esfuerzo y la mano derecha podía sostener el bolígrafo sin que otras obligaciones la estorbaran. Aunque este método también tenía sus inconvenientes, parecía ser el sistema más cómodo a la larga. Porque Quinn podía ahora dividir su atención casi a partes iguales entre Stillman y su escritura, levantando la vista hacia uno o bajándola hacia la otra, viendo la cosa y escribiéndola con el mismo gesto rápido. Con el bolígrafo del sordomudo en la mano derecha y el cuaderno rojo descansando en la cadera izquierda, Quinn continuó siguiendo a Stillman durante nueve días más.

Sus conversaciones nocturnas con Virginia Stillman eran breves. Aunque el recuerdo del beso estaba aún vivo en la mente de Quinn, no hubo más sucesos románticos. Al principio Quinn imaginó que ocurriría algo. Después de tan prometedor comienzo le parecía seguro que acabaría encontrándose a la señora Stillman entre sus brazos. Pero su cliente se había retirado rápidamente detrás de la máscara de los negocios y ni una sola vez se había referido a aquel aislado momento de pasión. Quizá Quinn se había engañado en sus esperanzas, confundiéndose momentáneamente así mismo con Max Work, un hombre que nunca dejaba escapar tales oportunidades. O quizá era sencillamente que Quinn estaba empezando a sentir su soledad más intensamente. Hacía mucho tiempo que no tenía un cuerpo cálido a su lado. Porque la verdad era que había empezado a desear a Virginia Stillman en el mismo momento en que la vio, mucho antes de que el beso tuviera lugar. Que ella no le alentara actualmente no le impedía continuar imaginándola desnuda. Imágenes lascivas pasaban por su cabeza todas las noches, y aunque las posibilidades de que se convirtieran en realidad parecían remotas, continuaban siendo una agradable distracción. Tiempo después, mucho después de que fuese demasiado tarde, se dio cuenta de que en su fuero interno había estado alimentando la quijotesca esperanza de resolver el caso tan brillantemente, de salvar a Peter Stillman del peligro tan rápida e irrevocablemente, que se ganaría el deseo de la señora Stillman durante todo el tiempo que quisiera. Eso, por supuesto, fue una equivocación. Pero de todas las equivocaciones que Quinn cometió desde el principio hasta el final, no fue ni mucho menos la peor.

Habían pasado trece días desde que comenzó el caso. Quinn regresó a casa aquella noche de mal humor. Estaba desanimado, dispuesto a abandonar el barco. A pesar de los juegos que había estado jugando consigo mismo, a pesar de las historias que había inventado para seguir adelante, el caso no parecía tener solidez. Stillman era un viejo loco que se había olvidado de su hijo. Podría seguirle hasta el fin de los tiempos y no pasaría nada. Quinn cogió el teléfono y marcó el número de los Stillman.

—Estoy a punto de dejarlo —le dijo a Virginia Stillman—. Por todo lo que he visto, no hay ninguna amenaza para Peter.

—Eso es exactamente lo que él quiere que pensemos —contestó la mujer—. No tiene usted ni idea de lo listo que es. Y lo paciente.

—Puede que él sea paciente, pero yo no. Creo que está usted malgastando su dinero. Y yo estoy malgastando mi tiempo.

—¿Está usted seguro de que no le ha visto? Eso lo cambiaría todo.

—No apostaría mi vida, pero sí, estoy seguro.

—Entonces, ¿qué me está usted diciendo?

—Le estoy diciendo que no tiene usted por qué preocuparse. Al menos por ahora. Si sucede algo más adelante, llámeme. Iré corriendo a la primera señal de dificultades.

Después de una pausa, Virginia Stillman dijo:

Puede que tenga usted razón. —Luego, tras otra pausa—: Pero sólo para tranquilizarme un poco más, me pregunto si podríamos llegar a un arreglo.

—Eso depende de lo que tenga usted pensado.

—Sólo esto. Déme unos días más. Para estar absolutamente seguros.

—Con una condición —dijo Quinn—. Tiene usted que dejar que lo haga a mi manera. No más cortapisas. Tiene que darme libertad para hablar con él, para interrogarle, para llegar hasta el fondo del asunto de una vez por todas.

—¿No sería arriesgado?

—No se preocupe. No voy a descubrir nuestro juego. Él ni siquiera adivinará quién soy ni qué me propongo.

—¿Cómo se las arreglará?

—Ése es mi problema. Tengo muchas cartas en la manga. Usted confíe en mi.

—De acuerdo. Acepto. Supongo que no hay nada que perder.

—Está bien. Le daré unos días más y luego ya veremos qué pasa.

—¿Señor Auster?

—¿Sí?

—Le estoy muy agradecida. Peter ha estado muy bien estas últimas dos semanas, y sé que es gracias a usted. Habla de usted continuamente. Es usted como… no sé… un héroe para él.

—¿Y qué piensa la señora Stillman?

—Más o menos lo mismo.

—Me alegra oírlo. Puede que algún día ella me permita estarle agradecido.

—Cualquier cosa es posible, señor Auster. Recuérdelo.

—Lo haré. Sería un idiota si no lo hiciera.

Quinn se tomó una cena ligera de huevos revueltos con tostadas, se bebió una botella de cerveza y se instaló en su escritorio con el cuaderno rojo. Llevaba ya muchos días escribiendo en él, llenando página tras página con su errática y garabateada letra, pero todavía no había tenido valor para leer lo que había escrito. Ahora que el final parecía estar a la vista, pensó que podía atreverse a echar una ojeada.

La mayor parte era difícil de leer, especialmente las primeras hojas. Y cuando conseguía descifrar las palabras no le parecía que el esfuerzo valiese la pena. «Recoge lápiz en mitad de manzana. Examina, vacila, guarda en bolsa… Compra bocadillo… Se sienta en banco en parque y lee cuaderno rojo.» Estas frases le parecían absolutamente inútiles.

Todo era cuestión de método. Si el objetivo era comprender a Stillman, llegar a conocerle lo bastante bien como para poder prever lo que haría a continuación, Quinn había fracasado. Había comenzado con una serie limitada de datos: el origen familiar de Stillman y su profesión, la reclusión de su hijo, su propio arresto y hospitalización, un libro de extravagante erudición escrito cuando supuestamente aún estaba cuerdo, y sobre todo la certeza de Virginia Stillman de que ahora intentaría hacer daño a su hijo. Pero los hechos del pasado no parecían tener ninguna relación con los hechos del presente. Quinn estaba profundamente desilusionado. Siempre había imaginado que la clave para hacer un buen trabajo como detective era una atenta observación de los detalles. Cuanto más preciso fuera el escrutinio, mejores serían los resultados. La consecuencia era que el comportamiento humano podía comprenderse, que debajo de la infinita fachada de los gestos, los tics y los silencios, había una coherencia, un orden, una motivación. Pero después de esforzarse en asimilar todos aquellos efectos superficiales, Quinn no se sentía más próximo a Stillman que cuando empezó a seguirle. Había vivido la vida de Stillman, caminado a su paso, visto lo que él veía, y la única cosa que percibía ahora era la impenetrabilidad del hombre. En lugar de acortar la distancia que había entre él y Stillman, había visto cómo el viejo se alejaba paulatinamente de él, aunque continuara estando delante de sus ojos.

Sin ser consciente de tener una razón concreta para ello, Quinn buscó una página en blanco del cuaderno rojo y bosquejó un pequeño mapa de la zona por la que se movía Stillman.

Luego, repasando cuidadosamente sus notas, empezó a trazar con su bolígrafo los desplazamientos que Stillman había hecho en un solo día, el primer día en que él había llevado un registro completo de los vagabundeos del anciano. El resultado fue el siguiente:

A Quinn le chocó la forma en que Stillman había bordeado el territorio, sin aventurarse ni una sola vez hacia el centro. El diagrama se parecía un poco a un mapa de un estado imaginario del Medio Oeste. Exceptuando las once manzanas de Broadway al principio y la serie de volutas que representaban el tortuoso recorrido de Stillman en Riverside Park, el dibujo también recordaba un rectángulo. Por otra parte, dada la estructura en cuadrado de las calles de Nueva York, también podía haber sido un cero o la letra «O».

Quinn pasó al día siguiente y decidió ver qué sucedía. Los resultados no fueron en absoluto los mismos.

Este dibujo le hizo pensar en un pájaro, un ave de presa quizá, con las alas extendidas, cerniéndose en el aire. Un momento más tarde esta lectura le pareció demasiado rebuscada. El pájaro se desvaneció y en su fugar vio únicamente dos formas abstractas unidas por el diminuto puente que Stillman había formado al ir hacia el oeste por la calle Ochenta y tres. Quinn se detuvo un momento para reflexionar sobre lo que estaba haciendo. ¿Estaba garabateando bobadas? ¿Estaba desperdiciando la tarde estúpidamente o estaba intentando descubrir algo? Se dio cuenta de que cualquiera de las dos respuestas era inaceptable. Si estaba simplemente matando el tiempo, ¿por qué había elegido una forma tan trabajosa de hacerlo? ¿Estaba tan confuso que ya no tenía el valor de pensar? Por otra parte, si no estaba únicamente entreteniéndose, ¿qué pretendía realmente? Le pareció que estaba buscando una señal. Estaba escudriñando el caos de los movimientos de Stillman en busca de un destello de intencionalidad. Eso implicaba una sola cosa: que continuaba sin creer en la arbitrariedad de los actos de Stillman. Quería que tuvieran un sentido, por muy oscuro que fuese. Esto, en sí mismo, era inaceptable. Porque significaba que Quinn se estaba permitiendo negar los hechos, cosa que, como bien sabía, era lo peor que podía hacer un detective.

No obstante, decidió continuar. No era tarde, aún no eran las once, y la verdad era que no tenía nada que perder. Los resultados del tercer mapa no tenían ningún parecido con los otros dos.

Ya no parecía haber duda de lo que estaba ocurriendo. Si descontaba los rasgos ondulantes del parque, Quinn estaba seguro de que se trataba de la letra «E». Suponiendo que el primer diagrama representara realmente la letra «O», parecía legítimo deducir que las alas de pájaro del segundo formaban la letra «W». Por supuesto, las letras O-W-E formaban una palabra[4], pero Quinn no estaba dispuesto a sacar ninguna conclusión. No había empezado su inventario hasta el quinto día de los paseos de Stillman, y cualquiera sabía la identidad de las primeras cuatro letras. Lamentó no haber empezado antes, ahora que sabía que el misterio de esos cuatro días era irrecuperable. Pero podía compensar lo perdido lanzándose hacia adelante. Llegando hasta el final, tal vez podría intuir el principio.

El diagrama del día siguiente daba una forma que recordaba a la letra «R». Como ocurría con las otras, estaba complicada por numerosas irregularidades, aproximaciones y adornos en el parque. Aferrándose a una apariencia de objetividad, Quinn trató de mirarlo como si no hubiese esperado una letra del alfabeto. Tenía que reconocer que nada era seguro: muy bien podría carecer de significado. Quizá estaba buscando imágenes en las nubes, como hacía de niño. Y, sin embargo, la coincidencia era demasiado llamativa. Si un solo mapa hubiese recordado a una letra, quizá incluso dos, podría haberlo desechado como un capricho del azar. Pero cuatro seguidos era demasiada casualidad.

El día siguiente le dio una asimétrica «O», una rosquilla aplastada por un lado con tres o cuatro líneas serradas saliendo por el otro. Luego vino una limpia «F», con los acostumbrados remolinos rococó a un lado. Después apareció una «B» que tenía el aspecto de dos cajas descuidadamente puestas una sobre la otra con virutas de embalaje asomando por los bordes. Después vino una vacilante «A» que de alguna manera recordaba a una escalera de mano, con peldaños a cada lado. Y finalmente llegó una segunda «B», precariamente inclinada sobre un perverso punto, único, como una pirámide invertida.

Quinn copió las letras en orden: OWEROFBAB. Después de juguetear con ellas durante un cuarto de hora, cambiándolas de posición, separándolas, reordenando las secuencias, volvió al orden original y las escribió de la siguiente manera: OWER OF BAB. La solución parecía tan grotesca que casi se desanimó. Haciendo todas las debidas concesiones al hecho de que le faltaban los primeros cuatro días y de que Stillman no había terminado todavía, la respuesta parecía ineludible: THE TOWER OF BABEL[5].

Los pensamientos de Quinn volaron momentáneamente a las últimas páginas de Arthur Gordon Pym y al descubrimiento de los extraños jeroglíficos de la pared interior de la sima, letras inscritas en la propia tierra, como si trataran de decir algo que ya no podía ser comprendido. Pero, pensándolo mejor, aquello no parecía apropiado. Porque Stillman no había dejado su mensaje en ninguna parte. Cierto, había creado las letras con el movimiento de sus pasos, pero no las había escrito. Era como dibujar una imagen en el aire con el dedo. La imagen se desvanece mientras la estás trazando. No hay ningún resultado, ninguna huella de lo que has hecho.

Y, sin embargo, las imágenes existían; no en las calles donde él las había dibujado, sino en el cuaderno rojo de Quinn. Se preguntó si Stillman se sentaba cada noche en su habitación y trazaba su itinerario del día siguiente o si improvisaba sobre la marcha. Era imposible saberlo. Se preguntó también a qué propósito servia aquella escritura en la mente de Stillman. ¿Era simplemente una especie de nota para sí mismo o quería ser un mensaje para otros? Por lo menos, concluyó Quinn, significaba que Stillman no había olvidado a Henry Dark.

Quinn no quería dejarse dominar por el pánico. En un esfuerzo por contenerse, trató de imaginar las cosas bajo la peor luz posible. Si veía lo peor, quizá no fuese tan malo como pensaba. Lo analizó como sigue. Primero: Stillman estaba tramando realmente algo contra Peter. Respuesta: ésa había sido la premisa en cualquier caso. Segundo: Stillman sabía que le seguirían, sabía que sus movimientos serían registrados, sabía que su mensaje sería descifrado. Respuesta: eso no cambiaba el hecho esencial: que era preciso proteger a Peter. Tercero: Stillman era mucho más peligroso de lo que él había imaginado previamente. Respuesta: eso no significaba que lograra salirse con la suya.

Esto le ayudó algo. Pero las letras continuaban horrorizándole. Todo el asunto era tan solapado, tan diabólico por sus circunloquios, que no quería aceptarlo. Luego vinieron las dudas, como obedeciendo una orden, y llenaron su cabeza de rítmicas voces burlonas. Lo había imaginado todo. Las letras no eran letras en absoluto. Las había visto sólo porque quería verlas. Y aunque los diagramas formasen letras, era pura chiripa. Stillman no tenía nada que ver con ello. Todo era una casualidad, un fraude que había perpetrado contra sí mismo. Decidió irse a la cama. Durmió a intervalos, se despertó y escribió en el cuaderno rojo durante media hora, se volvió a la cama. Su último pensamiento antes de dormirse fue que probablemente tenía dos días más, ya que Stillman no había completado aún su mensaje. Faltaban las últimas dos letras, la «E» y la «L». La mente de Quinn se dispersó. Llegó a un país de fragmentos, un lugar de cosas sin palabras y palabras sin cosas. Luego, luchando con el sueño por última vez, se dijo que El era la antigua palabra hebrea para Dios.

En su sueño, que más tarde olvidó, se encontró en el vertedero de su infancia, rebuscando en una montaña de basura.