En la esquina de la calle Setenta y dos con Madison Avenue paró un taxi. Mientras el coche traqueteaba por el parque hacia el West Side, Quinn miró por la ventanilla y se preguntó si aquéllos eran los mismos árboles que Peter Stillman veía cuando salía al aire y la luz. Se preguntó si Peter veía las mismas cosas que él o si el mundo era un lugar diferente para él. Y si un árbol no era un árbol, se preguntó, qué era en realidad.
Después de que el taxi le dejara delante de su casa, Quinn se dio cuenta de que tenía hambre. No había comido desde que desayunó por la mañana temprano. Era extraño, pensó, lo rápidamente que había pasado el tiempo en casa de los Stillman. Si sus cálculos eran correctos, había estado allí más de catorce horas. Interiormente, sin embargo, parecía que su estancia había durado tres o cuatro horas como máximo. Se encogió de hombros ante la incongruencia y se dijo: «Tengo que aprender a mirar el reloj más a menudo.»
Volvió atrás por la Ciento siete, torció a la izquierda al llegar a Broadway y echó a andar hacia el centro, buscando un sitio adecuado para comer. Aquella noche no le apetecía un bar —comer en la oscuridad, el agobio de la charla alcohólica—, aunque normalmente se habría alegrado de encontrar uno. Al cruzar la calle Ciento doce vio que la Heights Luncheonette estaba aún abierta y decidió entrar. Era un local muy iluminado pero triste, con un gran expositor de revistas de chicas en una pared, una zona de artículos de papelería, otra zona de periódicos, varias mesas para los clientes y un largo mostrador de formica con taburetes giratorios. Un puertorriqueño alto con un gorro de cartón blanco de cocinero estaba detrás del mostrador. Su trabajo era hacer la comida, que consistía principalmente en hamburguesas tachonadas de cartílago, sandwiches con tomate blando y lechuga mustia, batidos, pasteles de crema y bollos. A su derecha, acomodado detrás de la caja registradora, estaba el jefe, un hombrecito medio calvo con el pelo rizado y un número de campo de concentración tatuado en el antebrazo, mangoneando su dominio de cigarrillos, pipas y puros. Permanecía allí impasible, leyendo la edición nocturna del Daily News de la mañana siguiente.
El lugar estaba casi desierto a aquella hora. En la mesa del fondo estaban dos viejos vestidos con ropa raída, uno muy gordo y el otro muy delgado, estudiando atentamente los formularios de las carreras. Sobre la mesa, entre ambos, había dos tazas de café vacías. En la parte de delante, frente al expositor de revistas, estaba un joven estudiante con una revista abierta entre las manos, mirando fijamente la fotografía de una mujer desnuda. Quinn se sentó ante el mostrador y pidió una hamburguesa y un café. Mientras se ponía en marcha, el cocinero le habló por encima del hombro.
—¿Ha visto usted el partido esta noche?
—Me lo he perdido. ¿Ha ocurrido algo bueno?
—¿Usted qué cree?
Quinn llevaba varios años manteniendo la misma conversación con aquel hombre, cuyo nombre no conocía. Una vez, estando él en la cafetería, habían hablado de béisbol y ahora cada vez que Quinn entraba continuaban la conversación. En invierno trataba de traspasos, predicciones y recuerdos. Durante la temporada, siempre hablaban del último partido. Ambos eran seguidores de los Mets y la desesperanza de esa pasión había creado un vínculo entre ellos. El cocinero meneó la cabeza.
—En las dos primeras entradas Kingman es el único que consigue golpear —dijo—. Bum, bum. Dos buenos pelotazos, que van camino de la luna. Jones está lanzando bien por una vez y las cosas no van demasiado mal. Están dos a uno al final de la novena. Pittsburgh pone dos hombres en la segunda y la tercera, uno eliminado, así que los Mets van al banquillo a buscar a Allen. Él pasa a la primera base al siguiente bateador para llenarlas. Los Mets acercan a sus jugadores de perímetro para reforzar las bases, o quizá puedan conseguir el doble juego si mandan el tiro por el medio. Peña viene y golpea corto contra el suelo hacia la primera y la jodida bola pasa por entre las piernas de Kingman. Dos hombres marcan, y se acabó, adiós a Nueva York.
—Dave Kingman es un mierda —dijo Quinn, mordiendo su hamburguesa.
—Pero no hay que perder de vista a Foster —dijo el cocinero.
—Foster está acabado. Un individuo con cara de amargado. —Quinn masticó su comida con cuidado, buscando con la lengua trocitos de hueso—. Deberían devolverlo a Cincinnati por correo urgente.
—Sí —dijo el cocinero—. Pero serán duros de pelar. Mejor que el año pasado, por lo menos.
—No sé —dijo Quinn, tomando otro bocado—. Sobre el papel parecen buenos, pero ¿qué tienen realmente? Stearns está siempre lesionado. Tienen a jugadores de la liga menor en la segunda base y en campo corto y Brooks no puede concentrarse en el juego. Mookie es bueno, pero está verde y ni siquiera pueden decidir a quién poner de exterior derecha. Aún tienen a Rusty, claro, pero ya está demasiado gordo para correr. En cuanto a lanzadores, olvídelo. Usted y yo podríamos ir a ver a Shea mañana y nos contrataría como las dos máximas figuras.
—Puede que yo le contratara a usted como entrenador —dijo el cocinero—. Usted podría darles la patada a esos gilipollas.
—Puede apostar su último dólar a que sí —dijo Quinn.
Cuando terminó de comer, Quinn se acercó a los estantes de papelería. Acababa de llegar una remesa de cuadernos nuevos y la pila era impresionante, un hermoso despliegue de azules, verdes, rojos y amarillos. Cogió uno y vio que las páginas tenían el rayado estrecho que él prefería. Quinn escribía siempre con pluma, sólo utilizaba la máquina de escribir para la versión definitiva, y siempre estaba buscando buenos cuadernos de espiral. Ahora que se había embarcado en el caso Stillman, le parecía que se imponía un nuevo cuaderno. Sería útil tener un sitio distinto donde anotar sus pensamientos, observaciones y preguntas. De esa manera, quizá las cosas no se le irían de las manos.
Examinó la pila tratando de decidir cuál coger. Por razones que nunca estuvieron claras para él, de repente sintió un irresistible deseo por un determinado cuaderno rojo que estaba al fondo de la pila. Lo sacó y lo examinó, pasando cuidadosamente las hojas con el pulgar. Era incapaz de explicarse por qué lo encontraba tan atractivo. Era un cuaderno normal de veinte por veintiocho con cien hojas. Pero algo en él parecía llamarle, como si su único destino en el mundo fuera contener las palabras que salieran de su pluma. Casi azorado por la intensidad de sus sentimientos, Quinn se metió el cuaderno rojo bajo el brazo, se acercó a la caja y lo compró.
De vuelta en su apartamento un cuarto de hora más tarde, Quinn sacó la fotografía de Stillman y el cheque del bolsillo de su chaqueta y los puso cuidadosamente sobre la mesa. Retiró los desechos de la superficie —cerillas quemadas, colillas, remolinos de ceniza, cartuchos de tinta gastados, unas cuantas monedas, billetes rotos, garabatos, un pañuelo sucio— y puso el cuaderno rojo en el centro. Luego corrió las cortinas, se quitó toda la ropa y se sentó a la mesa. Nunca había hecho aquello, pero por alguna razón le parecía apropiado estar desnudo en aquel momento. Se quedó allí sentado durante veinte o treinta segundos, tratando de no moverse, tratando de no hacer nada más que respirar. Luego abrió el cuaderno rojo. Cogió la pluma y escribió sus iniciales, DQ (Daniel Quinn), en la primera página. Era la primera vez desde hacía más de cinco años que escribía su propio nombre en uno de sus cuadernos. Se detuvo a considerar esto durante un momento pero luego lo desechó por irrelevante. Volvió la página. Durante unos momentos estudió su blancura, preguntándose si no era un idiota. Luego posó la pluma en la primera línea e hizo la primera anotación en el cuaderno rojo.
La cara de Stillman. O la cara de Stillman hace veinte años. Imposible saber si la cara de mañana recordará a ésta. Es seguro, sin embargo, que ésta no es la cara de un loco. ¿No es ésta una afirmación legítima? A mis ojos, por lo menos, parece bondadosa, cuando no francamente agradable. Hay incluso una insinuación de ternura en torno a la boca. Más que probable que los ojos sean azules, con tendencia a lagrimear. El pelo escaso ya entonces, por lo tanto quizá desaparecido ya, y lo que quede será gris o incluso blanco. Resulta extrañamente familiar: el tipo meditativo, sin duda muy nervioso, alguien que quizá tartamudee, que luche consigo mismo para contener el torrente de palabras que salen de su boca.
El pequeño Peter. ¿Es necesario que lo imagine o puedo aceptarlo por un acto de fe? La oscuridad. Pensar en mi mismo en esa habitación, chillando. Me resisto. Creo que ni siquiera deseo entenderlo. ¿Con qué fin? Esto no es una historia, al fin y al cabo. Es un hecho, algo que ha ocurrido en este mundo, y se supone que yo tengo que hacer un trabajo, una cosita de nada, y he dicho que sí. Si todo va bien, debería ser bastante sencillo. No me han contratado para comprender, simplemente para actuar. Esto es algo nuevo. Debo tenerlo en cuenta a toda costa.
Y, sin embargo, ¿qué es lo que dice Dupin en Poe? «Una identificación del intelecto del razonador con el de su oponente.» Pero aquí se aplicaría a Stillman padre. Lo cual probablemente es aún peor.
En cuanto a Virginia, estoy en un mar de dudas. No sólo por el beso, que podría explicarse por diversas razones; no por lo que Peter dijo de ella, que no tiene importancia. ¿Su matrimonio? Quizá. La completa incongruencia del mismo. ¿Podría ser que estuviera metida en esto por dinero? ¿Que de alguna manera estuviera trabajando en colaboración con Stillman? Eso lo cambiaría todo. Pero, al mismo tiempo, no tiene sentido. ¿Por qué me habría contratado? ¿Para tener un testigo de sus aparentemente buenas intenciones? Quizá. Pero eso parece demasiado complicado. Y, sin embargo, ¿por qué siento que ella no es de fiar?
Otra vez la cara de Stillman. He pensado durante estos últimos minutos que la he visto antes. Quizá hace años en el barrio, antes de que le detuvieran.
Recordar la sensación que produce llevar la ropa de otra persona. Empezar por ahí, creo. Suponiendo que tenga que hacerlo. En los viejos tiempos, hace dieciocho o veinte años, cuando yo no tenía dinero y los amigos me daban cosas. Por ejemplo, el viejo abrigo de J en la universidad. Y la extraña sensación que tenía de meterme en su piel. Ese es probablemente un buen comienzo.
Y luego, lo más importante de todo: recordar quién soy. Recordar quién se supone que soy. No creo que esto sea un juego. Por otra parte, nada está claro. Por ejemplo: ¿Quién eres tú? Y si crees que lo sabes, ¿por qué insistes en mentir al respecto? No tengo ninguna respuesta. Lo único que puedo decir es esto: Escúchame. Mi nombre es Paul Auster. Ese no es mi verdadero nombre.