El discurso había terminado. Quinn no sabía cuánto había durado. Porque sólo entonces, después de que las palabras cesaran, se dio cuenta de que estaban sentados en la oscuridad. Al parecer había transcurrido todo un día. En algún momento durante el monólogo de Stillman el sol se había puesto en la habitación, pero Quinn no había sido consciente de ello. Entonces notó la oscuridad y el silencio, y la cabeza le zumbaba a causa de ellos. Pasaron varios minutos. Quinn pensó que ahora era él quien tenía que decir algo, pero no estaba seguro. Oía a Peter Stillman respirar pesadamente en su sitio al otro lado de la habitación. Aparte de eso, no había ningún sonido. Quinn no lograba decidir qué debía hacer. Pensó en varias posibilidades, pero a continuación las desechó una por una. Se quedó allí sentado, esperando a que sucediera algo.
El sonido de unas piernas enfundadas en medias cruzando la habitación rompió finalmente el silencio. Se oyó el sonido metálico del interruptor de una lámpara y de pronto la habitación se llenó de luz. Los ojos de Quinn se volvieron automáticamente hacia su fuente, y allí, de pie al lado de una lámpara de mesa a la izquierda de la butaca de Peter, vio a Virginia Stillman. El joven seguía mirando fijamente al frente, como si estuviera dormido con los ojos abiertos. La señora Stillman se inclinó, rodeó los hombros de Peter con un brazo y le habló suavemente al oído.
—Ya es la hora, Peter —dijo—. La señora Saavedra te está esperando.
Peter la miró y le sonrió.
—Estoy lleno de esperanza —dijo.
Virginia Stillman le besó tiernamente en la mejilla.
—Despídete del señor Auster —dijo.
Peter se levantó. O más bien empezó la triste y lenta maniobra de alzar su cuerpo de la butaca y ponerse de pie. A cada movimiento se caía, se derrumbaba, todo ello acompañado de repentinos ataques de inmovilidad, gruñidos y palabras cuyo significado Quinn no podía descifrar.
Finalmente Peter logró erguirse. Permaneció delante de su butaca con expresión de triunfo y miró a Quinn a los ojos. Luego sonrió ampliamente y sin ninguna incomodidad.
—Adiós —dijo.
—Adiós, Peter —dijo Quinn.
Peter hizo un pequeño movimiento espástico con la mano como despedida y luego se volvió lentamente y cruzó la habitación. Se tambaleaba al andar, ladeándose primero a la derecha y luego a la izquierda, sus piernas se doblaban y bloqueaban alternativamente. Al otro extremo de la habitación, de pie en un umbral iluminado, había una mujer de mediana edad vestida con un uniforme blanco de enfermera. Quinn supuso que seria la señora Saavedra. Siguió a Peter Stillman con los ojos hasta que el joven desapareció por la puerta.
Virginia Stillman se sentó frente a Quinn, en la misma butaca que su marido ocupaba un momento antes.
—Podría haberle ahorrado todo eso —dijo—, pero pensé que sería mejor que lo viera con sus propios ojos.
—Entiendo —dijo Quinn.
—No, no creo que lo entienda —dijo la mujer amargamente—. No creo que nadie pueda entenderlo.
Quinn sonrió juiciosamente y se dijo que debía lanzarse.
—Lo que yo entienda o no entienda —dijo— probablemente no hace al caso. Usted me ha contratado para hacer un trabajo y cuanto antes empiece, mejor. Por lo que he podido deducir, el caso es urgente. No pretendo comprender a Peter ni lo que usted haya sufrido. Lo importante es que estoy dispuesto a ayudarles. Creo que debería aceptar eso en lo que vale.
Se estaba animando. Algo le decía que había dado con el tono adecuado, y le inundó una repentina sensación de placer, como si acabara de conseguir cruzar una frontera interior dentro de sí mismo.
—Tiene usted razón —dijo Virginia Stillman—. Por supuesto.
La mujer hizo una pausa, respiró hondo y se calló de nuevo, como si estuviera ensayando mentalmente lo que estaba a punto de decir. Quinn observó que sus manos aferraban con fuerza los brazos de la butaca.
—Me doy cuenta —continuó ella— de que la mayor parte de lo que Peter dice es muy confuso, especialmente la primera vez que uno lo oye. Yo estaba en la habitación contigua escuchando lo que le decía. No debe usted suponer que Peter siempre dice la verdad. Por otra parte, sería un error creer que miente.
—Quiere usted decir que debería creer algunas de las cosas que me ha dicho y no creer otras.
—Eso es exactamente lo que quiero decir.
—Sus costumbres sexuales, o ausencia de ellas, no me conciernen, señora Stillman —dijo Quinn—. Aunque lo que Peter ha dicho sea verdad, a mí no me importa. En mi trabajo se suele encontrar un poco de todo y si uno no aprende a dejar de juzgar, nunca llegaría a ninguna parte. Estoy acostumbrado a oír los secretos de la gente y también estoy acostumbrado a tener la boca cerrada. Si un hecho no tiene relación directa con el caso, no me sirve para nada.
La señora Stillman se ruborizó.
—Sólo quería que supiera usted que Peter no ha dicho la verdad.
Quinn se encogió de hombros, sacó un cigarrillo y lo encendió.
—Sea como sea —dijo—, no tiene importancia. Lo que me interesa son otras cosas que Peter ha dicho. Supongo que son verdad, y si lo son, me gustaría oír lo que usted tenga que decir.
—Sí, son verdad. —Virginia Stillman soltó los brazos de la butaca y se puso la mano derecha debajo de la barbilla. Pensativa. Como si estuviera buscando una actitud de inconmovible honestidad—. Peter tiene una forma infantil de contarlo. Pero lo que ha dicho es verdad.
—Cuénteme algo del padre. Cualquier cosa que usted crea relevante.
—El padre de Peter era un Stillman de Boston. Estoy segura de que habrá oído usted hablar de ésa familia. Varios de ellos fueron gobernadores en el siglo XIX. Algunos obispos episcopalianos, embajadores, un rector de Harvard. Al mismo tiempo la familia hizo muchísimo dinero con textiles, navieras y Dios sabe qué más. Los detalles no tienen importancia. Basta con que usted se haga una idea de los antecedentes.
»El padre de Peter fue a Harvard, como todos los miembros de su familia. Estudió filosofía y religión y según dicen era un alumno brillante. Escribió su tesis sobre las interpretaciones teológicas del Nuevo Mundo en los siglos XVI y XVII y luego aceptó un puesto en el departamento de religión de Columbia. Poco después de eso se casó con la madre de Peter. No sé mucho sobre ella. Por las fotografías que he visto era muy guapa. Pero delicada, un poco como Peter, con esos ojos azul claro y la piel muy blanca. Cuando Peter nació unos años más tarde, la familia vivía en un piso grande en Riverside Drive. La carrera académica de Stillman prosperaba. Reescribió su tesis y la convirtió en un libro que fue muy bien recibido y a los treinta y cuatro o treinta y cinco años era catedrático. Luego murió la madre de Peter. Todo lo relacionado con esa muerte no está claro. Stillman afirmó que había muerto mientras dormía, pero las pruebas parecían apuntar a un suicidio. Algo relacionado con una sobredosis de píldoras, pero por supuesto no se pudo probar nada. Se habló incluso de que él la había matado. Pero eran sólo rumores y no pasó nada. Todo el asunto se silenció.
»Peter tenía sólo dos años entonces y era un niño perfectamente normal. Después de la muerte de su esposa, Stillman, al parecer, tuvo poca relación con él. Contrató a una enfermera y durante los siguientes seis meses más o menos ella se encargó por completo del cuidado de Peter. Luego, de repente, Stillman la despidió. No recuerdo su nombre, creo que era una tal señorita Barber, pero ella testificó en el juicio. Parece que Stillman llegó un día a casa y le dijo que iba a ocuparse personalmente de la educación de Peter. Presentó su dimisión en Columbia y les dijo que dejaba la universidad para dedicarse en exclusiva a su hijo. El dinero, por supuesto, no era un obstáculo, y nadie pudo hacer nada al respecto.
»Después, más o menos desapareció. Se quedó en el mismo piso pero no salía casi nunca. Nadie sabe realmente lo que sucedió. Creo que probablemente empezó a creer en alguna de las rebuscadas ideas religiosas sobre las cuales había escrito. Eso le trastornó, se volvió absolutamente loco. No hay ninguna otra forma de describirlo. Encerró a Peter en una habitación del piso, tapó las ventanas y le mantuvo allí durante nueve años. Intente imaginarlo, señor Auster. Nueve años. Toda una infancia pasada en la oscuridad, aislado del mundo, sin ningún contacto humano excepto alguna que otra paliza. Vivo con los resultados de aquel experimento y puedo asegurarle que el daño fue monstruoso. Lo que ha visto usted hoy era a Peter en uno de sus mejores momentos. Han sido precisos trece años para que llegase a esto, y por nada del mundo consentiré que nadie vuelva a hacerle daño.
La señora Stillman se detuvo para coger aliento. Quinn intuyó que ella estaba al borde de un ataque de nervios y que una palabra más podría hacerle traspasar ese límite. Ahora tenía que hablar él, de lo contrario la conversación se le escaparía de las manos.
—¿Cómo descubrieron a Peter finalmente? —preguntó.
Parte de la tensión abandonó a la mujer. Exhaló audiblemente y miró a Quinn a los ojos.
—Hubo un incendio —contestó.
—¿Un incendio accidental o un incendio provocado?
—Nadie lo sabe.
—¿Qué opina usted?
—Yo creo que Stillman estaba en su despacho. Allí era donde guardaba los apuntes de su experimento y creo que finalmente se dio cuenta de que su trabajo había sido un fracaso. No digo que se arrepintiera de nada de lo que había hecho. Pero incluso considerado en sus propios términos, comprendió que había fracasado. Creo que esa noche llegó a un punto de máximo disgusto consigo mismo y decidió quemar sus papeles. Pero el fuego se extendió y quemó gran parte del piso. Afortunadamente, la habitación de Peter estaba al otro extremo de un largo pasillo y los bomberos llegaron hasta él a tiempo.
—¿Y luego?
—Tardaron varios meses en aclararlo todo. Los papeles de Stillman habían quedado destruidos, lo cual significaba que no había pruebas concretas. Por otra parte, estaba el estado de Peter, la habitación en la que había estado encerrado, aquellas horribles tablas que tapaban las ventanas, y finalmente la policía reconstruyó el caso. Stillman fue llevado a juicio.
—¿Qué sucedió en el juicio?
—Juzgaron que Stillman estaba loco y le recluyeron.
—¿Y Peter?
—Él también ingresó en un hospital. Permaneció allí hasta hace sólo dos años.
—¿Es allí donde le conoció usted?
—Sí. En el hospital.
—¿Cómo?
—Yo era su logopeda. Trabajé con Peter todos los días durante cinco años.
—No es mi intención cotillear. Pero ¿como llevó eso al matrimonio?
—Es complicado.
—¿Le importa hablarme de ello?
—En realidad no. Pero no creo que lo entienda.
—Sólo hay una manera de averiguarlo.
—Bueno, lo expresaré sencillamente. Era la mejor manera de sacar a Peter del hospital y darle una oportunidad de llevar una vida más normal.
—¿No podría haber conseguido su custodia legal?
—El procedimiento era muy complicado. Y, además, Peter ya no era menor de edad.
—¿No supuso un enorme sacrificio por su parte?
—En realidad no. Yo había estado casada antes… Desastrosamente. Ya no es algo que desee para mí. Con Peter, por lo menos mi vida tiene un propósito.
—¿Es verdad que van a soltar a Stillman?
—Mañana. Llegará a la estación Grand Central por la tarde.
—Y usted cree que tal vez venga a buscar a Peter. ¿Es sólo un presentimiento o tiene alguna prueba?
—Un poco de las dos cosas. Hace dos años iban a darle el alta. Pero le escribió una carta a Peter y yo se la enseñé a las autoridades. Decidieron que, después de todo, no estaba en condiciones de recibir el alta.
—¿Qué clase de carta era?
—La carta de un loco. Llamaba a Peter diablo y le decía que algún día le ajustaría las cuentas.
—¿Tiene usted esa carta?
—No. Se la di a la policía hace dos años.
—¿Una copia?
—Lo siento. ¿Cree usted que es importante?
—Podría serlo.
—Puedo intentar conseguirle una copia si lo desea.
—Deduzco que no hubo más cartas después de ésa.
—Ninguna. Y ahora piensan que Stillman está preparado para ser puesto en libertad. Ése es el punto de vista oficial, por lo menos, y yo no puedo hacer nada para impedirlo. Lo que creo, sin embargo, es que Stillman simplemente ha aprendido la lección. Se ha dado cuenta de que las cartas y las amenazas sólo servirían para mantenerle encerrado.
—Así que usted sigue preocupada.
—Así es.
—Pero no tiene ninguna idea precisa de cuáles podrían ser los planes de Stillman.
—Exactamente.
—¿Qué quiere usted que haga yo?
—Quiero que le vigile cuidadosamente. Quiero que averigüe qué se propone. Quiero que le mantenga alejado de Peter.
—En otras palabras, un trabajo de sabueso distinguido.
—Supongo que sí.
—Creo que debe usted entender que yo no puedo impedirle a Stillman que venga a este edificio. Lo que sí puedo hacer es advertírselo a usted. Y también asegurarme de venir con él.
—Entiendo. Con tal que tengamos alguna protección…
—Bien. ¿Con qué frecuencia quiere usted que le informe?
—Me gustaría que me informase todos los días. Digamos una llamada telefónica por la noche, alrededor de las diez o las once.
—Ningún problema.
—¿Algo más?
—Algunas preguntas más. Por ejemplo, tengo curiosidad por saber cómo averiguó usted que Stillman llegará a la estación Grand Central mañana por la tarde.
—Me he encargado de saberlo, señor Auster. Hay demasiado en juego como para que yo deje las cosas al azar. Y si alguien no sigue a Stillman desde el momento en que llegue, podría fácilmente desaparecer sin dejar rastro. No quiero que ocurra eso.
—¿En qué tren llega?
—El de las seis cuarenta y uno, procedente de Poughkeepsie.
—Supongo que tiene usted una fotografía de Stillman…
—Sí, por supuesto.
—También está la cuestión de Peter. Me gustaría saber por qué le contó usted todo esto. ¿No habría sido mejor callárselo?
—Eso quise hacer. Pero casualmente Peter estaba escuchando por el otro teléfono cuando recibí la noticia de que soltaban a su padre. No pude evitarlo. Peter puede ponerse muy terco y he aprendido que lo mejor es no mentirle.
—Una última pregunta. ¿Quién le habló de mí?
—El marido de la señora Saavedra, Michael. Ha sido policía e investigó un poco. Averiguó que usted era el mejor hombre de la ciudad para esta clase de trabajo.
—Me siento halagado.
—Por lo que he visto de usted hasta ahora, señor Auster, estoy segura de que hemos encontrado al hombre adecuado.
Quinn interpretó esto como una indicación de que debía levantarse. Fue un alivio estirar las piernas al fin. Las cosas habían ido bien, mucho mejor de lo que esperaba, pero ahora le dolía la cabeza y su cuerpo se resentía de un agotamiento que no había sentido desde hacía años. Si lo prolongaba más, estaba seguro de que acabaría delatándose.
—Mis honorarios son cien dólares al día más gastos —dijo—. Si pudiera usted darme algo por adelantado, eso constituiría una prueba de que estoy trabajando para usted, lo cual nos aseguraría una privilegiada relación investigador-cliente. Lo cual significa que todo lo que pase entre usted y yo será estrictamente confidencial.
Virginia Stillman sonrió, como por alguna broma secreta. O quizá simplemente respondía al posible doble sentido de su última frase. Como con tantas de las cosas que le sucederían a lo largo de los siguientes días y semanas, Quinn no podía estar seguro de nada.
—¿Qué cantidad desea? —le preguntó ella.
—Da igual. Eso lo dejo a su criterio.
—¿Quinientos?
—Eso será más que suficiente.
—Bien. Iré a buscar mi talonario. —Virginia Stillman se puso de pie y le sonrió de nuevo—. Le traeré también una fotografía del padre de Peter. Creo que sé exactamente dónde está.
Quinn le dio las gracias y dijo que esperaría. La miró cuando salía de la habitación y una vez más se encontró imaginando qué aspecto tendría sin nada de ropa. ¿Estaba ella insinuándosele, se preguntó, o era sólo su propia mente tratando de sabotearle una vez más? Decidió posponer sus meditaciones y retomar el tema más tarde.
Virginia Stillman volvió a entrar en la habitación y dijo:
—Aquí tiene el cheque. Espero haberlo hecho correctamente.
Sí, sí, pensó Quinn mientras examinaba el cheque, todo va de primera. Estaba complacido de su propia astucia. El cheque, naturalmente, estaba extendido a nombre de Paul Auster, lo cual significaba que a Quinn no podrían acusarle de fingir ser un detective privado sin tener licencia. Le tranquilizó saber que de alguna manera se había puesto a salvo. El hecho de no poder cobrar el cheque no le preocupaba. Comprendió entonces que nada de aquello lo estaba haciendo por dinero. Metió el cheque en el bolsillo interior de su chaqueta.
—Siento que no haya una fotografía más reciente —estaba diciendo Virginia Stillman—. Esta es de hace más de veinte años. Pero me temo que no puedo hacer más.
Quinn miró la foto de la cara de Stillman esperando una repentina inspiración, una súbita corriente subterránea de conocimiento que le ayudase a comprender al hombre. Pero la foto no le dijo nada. No era más que la foto de un hombre. La estudió un momento y llegó a la conclusión de que podría ser cualquiera.
—La examinaré más atentamente cuando llegue a casa —dijo, guardándosela en el mismo bolsillo que el cheque—. Contando con el paso del tiempo, estoy seguro de que podré reconocerle mañana en la estación.
—Eso espero —dijo Virginia Stillman—. Es sumamente importante, y cuento con usted.
—No se preocupe —dijo Quinn—. Hasta ahora nunca le he fallado a nadie.
Ella le acompañó a la puerta. Durante varios segundos permanecieron allí en silencio, no sabiendo si había algo más que añadir o había llegado el momento de despedirse. En ese mínimo intervalo, repentinamente Virginia Stillman le echó los brazos al cuello, buscó sus labios y le besó apasionadamente, metiéndole la lengua hasta el fondo en la boca. Le pilló tan desprevenido que Quinn casi no lo disfrutó.
Cuando al fin pudo respirar de nuevo, la señora Stillman le mantuvo cogido con los brazos extendidos.
—Eso ha sido para demostrarle que Peter no decía la verdad. Es muy importante que me crea.
—La creo —dijo Quinn—. Y aunque no la creyese, no importaría mucho.
—Sólo quería que supiera de lo que soy capaz.
—Creo que tengo una idea.
Ella le cogió la mano derecha entre las suyas y se la besó.
—Gracias, señor Auster. Realmente creo que usted es la respuesta.
Él le prometió que la llamaría la noche siguiente y luego se encontró cruzando la puerta, bajando en el ascensor y saliendo del edificio. Era más de medianoche cuando salió a la calle.