A la mañana siguiente Quinn se despertó más temprano de lo que lo había hecho en varias semanas. Mientras se bebía el café, untaba las tostadas con mantequilla y leía los resultados de los partidos de béisbol en el periódico (los Mets habían perdido otra vez, dos a uno, por un error en la novena entrada), no se le ocurrió que fuera a acudir a su cita. Incluso esa expresión, su cita, le parecía extraña. No era su cita, era la cita de Paul Auster. Y él no tenía ni idea de quién era esa persona.
No obstante, a medida que pasaba el tiempo se encontró haciendo una buena imitación de un hombre que se prepara para salir. Recogió las cosas del desayuno, tiró el periódico sobre el sofá, fue al cuarto de baño, se duchó, se afeitó, entró en el dormitorio envuelto en dos toallas, abrió el armario y eligió la ropa que iba a ponerse ese día. Se descubrió buscando una chaqueta y una corbata. Quinn no se había puesto una corbata desde el funeral de su esposa y su hijo y ni siquiera recordaba si todavía tenía alguna. Pero allí estaba, colgando entre los restos de su guardarropa. Descartó una camisa blanca por parecerle demasiado formal, sin embargo, y en su lugar escogió una de cuadros grises y rojos para que hiciera juego con la corbata gris. Se las puso en una especie de trance.
No empezó a sospechar qué iba a hacer hasta que tuvo la mano en el pomo de la puerta. «Parece que voy a salir», se dijo. «Pero si voy a salir, ¿adónde voy exactamente?» Una hora más tarde, cuando bajaba del autobús número cuatro en la calle Setenta esquina con la Quinta Avenida, aún no había respondido a la pregunta. A un lado tenía el parque, verde bajo el sol de la mañana, con sombras afiladas y fugaces; al otro lado estaba el edificio Frick, blanco y sobrio, como abandonado a los muertos. Pensó por un momento en el cuadro de Vermeer Muchacha sonriente con un soldado, tratando de recordar la expresión de la cara de la chica, la posición exacta de sus manos en torno a la taza, la espalda roja del hombre sin rostro. Vislumbró mentalmente el mapa azul de la pared y la luz del sol entrando por la ventana, tan parecida a la que le rodeaba ahora. Iba andando. Estaba cruzando la calle y avanzando hacia el este. En Madison Avenue torció a la derecha y caminó una manzana hacia el sur, luego torció a la izquierda y vio dónde estaba. «Parece que he llegado», se dijo. Se detuvo delante del edificio. De repente ya no parecía que tuviese importancia. Se sentía notablemente tranquilo, como si todo le hubiese ocurrido ya. Mientras abría la puerta del portal se dio el último consejo. «Si todo esto está sucediendo realmente, debo mantener los ojos abiertos», se dijo.
Fue una mujer quien abrió la puerta del piso. Por alguna razón, Quinn no había esperado esto y le dejó desconcertado. Las cosas iban demasiado deprisa. Aún no había tenido tiempo de asumir la presencia de la mujer, de describírsela a sí mismo y formar sus impresiones, y ella ya le estaba hablando, obligándole a responder. Por lo tanto, ya en aquellos primeros momentos había perdido terreno. Estaba empezando a dejarse atrás a sí mismo. Más tarde, cuando tuvo tiempo de reflexionar sobre estos sucesos, conseguiría reconstruir su encuentro con la mujer. Pero eso fue obra de la memoria, y él sabía que las cosas recordadas tenían tendencia a subvertir lo recordado. Como consecuencia, nunca pudo estar seguro de lo ocurrido.
La mujer tenía treinta años, quizá treinta y cinco; estatura media como mucho; las caderas un poco anchas, o bien voluptuosas, dependiendo del punto de vista; cabello oscuro, ojos oscuros, y una expresión en esos ojos que era a la vez reservada y vagamente seductora. Llevaba un vestido negro y un lápiz de labios muy rojo.
—¿El señor Auster?
Una sonrisa insegura; una inclinación de cabeza interrogadora.
—Exactamente —dijo Quinn—. Paul Auster.
—Yo soy Virginia Stillman —dijo la mujer—. La esposa de Peter. Le está esperando desde las ocho.
—La cita era a las diez —dijo Quinn, echando una mirada a su reloj. Eran las diez en punto.
—Está frenético —explicó la mujer—. Nunca le había visto así. No podía esperar.
Ella abrió más la puerta para que Quinn pasara. Mientras cruzaba el umbral y entraba en el piso sintió que se quedaba en blanco, como si su cerebro se hubiera cerrado repentinamente. Había deseado fijarse en los detalles de lo que estaba viendo, pero la tarea le resultaba imposible en aquel momento. Veía el piso como envuelto en una especie de neblina. Se dio cuenta de que era grande, quizá cinco o seis habitaciones, y estaba lujosamente amueblado, con numerosos objetos artísticos, ceniceros de plata y cuadros con marcos muy trabajados en las paredes. Pero eso era todo. Nada más que una impresión general, a pesar de que estaba allí, mirando aquellas cosas con sus propios ojos.
Se encontró sentado en un sofá, solo en el salón. Recordó ahora que la señora Stillman le había dicho que esperase allí mientras ella iba a buscar a su marido. No sabía cuánto tiempo hacía de eso. Seguramente no más de un minuto o dos. Pero por la forma en que la luz entraba por las ventanas parecía casi mediodía. No se le ocurrió, sin embargo, consultar el reloj. El olor del perfume de Virginia Stillman flotaba a su alrededor y comenzó a imaginar qué aspecto tendría sin ropa. Luego se preguntó qué pensaría Max Work si estuviera allí. Decidió encender un cigarrillo. Expulsó el humo y le complació observar cómo salía de su boca en ráfagas, se dispersaba y adquiría una nueva definición cuando la luz incidía sobre él.
Oyó que alguien entraba en la habitación a su espalda. Quinn se levantó del sofá y se volvió, esperando ver a la señora Stillman. En su lugar había un hombre joven, vestido enteramente de blanco, con el pelo rubio claro de un niño. Extrañamente, en aquel primer momento Quinn pensó en su propio hijo muerto. Luego, tan rápidamente como había aparecido, el pensamiento se desvaneció.
Peter Stillman entró en la habitación y se sentó en una butaca de terciopelo rojo enfrente de Quinn. No dijo una palabra mientras se dirigía a su asiento ni registró la presencia de Quinn. El acto de moverse de un sitio a otro parecía requerir toda su atención, como si no pensar en lo que estaba haciendo fuera a reducirle a la inmovilidad. Quinn nunca había visto a nadie moverse así y comprendió inmediatamente que aquélla era la persona con la que había hablado por teléfono. El cuerpo actuaba casi exactamente igual que la voz: de un modo maquinal, espasmódico, alternando gestos lentos y rápidos, rígido y a la vez expresivo, como si la operación escapara a su control, como si no correspondiera totalmente a la voluntad que había detrás. A Quinn le pareció que el cuerpo de Stillman no había sido usado durante mucho tiempo y había tenido que volver a aprender todas sus funciones, de forma que la locomoción se había convertido en un proceso consciente, cada movimiento dividido en los submovimientos que lo componían, con el resultado de que toda agilidad y espontaneidad se habían perdido. Era como ver a una marioneta tratando de andar sin hilos.
Todo en Peter Stillman era blanco. Camisa blanca, con el cuello abierto; pantalones blancos, zapatos blancos, calcetines blancos. Contra la palidez de su piel y su pelo pajizo y fino, el efecto era casi transparente, como si uno pudiera ver las venas azules detrás de la piel de su cara. Este azul era casi el mismo que el de sus ojos: un azul lechoso que parecía disolverse en una mezcla de cielo y nubes. Quinn no podía imaginarse dirigiéndole una palabra a aquella persona. Era como si la presencia de Stillman fuese una orden de silencio.
Stillman se acomodó lentamente en su asiento y al fin dirigió su atención hacia Quinn. Cuando sus ojos se encontraron, Quinn sintió repentinamente que Stillman se había vuelto invisible. Podía verle sentado en la butaca frente a él, pero al mismo tiempo tenía la sensación de que no estaba allí. Se le ocurrió que quizá Stillman fuese ciego. Pero no, eso no parecía posible. El hombre le estaba mirando, incluso estudiándole, y aunque a su cara no asomaba el reconocimiento, había en ella algo más que una mirada vacía. Quinn no sabía qué hacer. Se quedó allí sentado y mudo, devolviéndole la mirada a Stillman. Pasó mucho tiempo.
—Nada de preguntas, por favor —dijo el joven al fin—. Sí. No. Gracias. —Hizo una pausa—. Soy Peter Stillman. Digo esto libremente. Sí. Ese no es mi verdadero nombre. No. Por supuesto, mi mente no es todo lo que debiera ser. Pero nada se puede hacer respecto a eso. No. Respecto a eso. No, no. Ya no.
»Usted está ahí sentado y piensa: ¿Quién es esa persona que me habla? ¿Qué son esas palabras que salen de su boca? Yo se lo diré. O no se lo diré. Sí y no. Mi mente no es todo lo que debiera ser. Digo esto por mi propia voluntad. Pero lo intentaré. Sí y no. Intentaré decírselo, aunque mi mente hace que sea difícil. Gracias.
»Mi nombre es Peter Stillman. Quizá haya oído hablar de mí, pero es más probable que no. Da igual. Ése no es mi verdadero nombre. Mi verdadero nombre no lo recuerdo. Disculpe. No es que importe. Es decir, ya no.
»Esto es lo que se llama hablar. Creo que ése es el término. Cuando las palabras salen, vuelan por el aire, viven un momento y mueren. Extraño, ¿no? Yo no tengo opinión. No y otra vez no. Sin embargo, hay palabras que necesitará tener. Hay muchas. Muchos millones, creo. Quizá sólo tres o cuatro. Disculpe. Pero lo estoy haciendo bien hoy. Mucho mejor que de costumbre. Si puedo darle las palabras que necesita tener, será una gran victoria. Gracias. Gracias un millón de veces.
»Hace mucho tiempo estaban mamá y papá. No recuerdo nada de eso. Ellos dicen: Mamá murió. Quiénes son ellos no puedo decírselo. Disculpe. Pero eso es lo que dicen ellos.
»Así que no hay mamá. Ja, ja. Ésa es mi risa ahora, un guirigay que sale de mi tripa. Ja, ja, ja. Papá grande decía. Es igual. Para mí. Es decir, para él. El papá grande de los grandes músculos y el bum, bum, bum. Nada de preguntas ahora, por favor.
»Yo digo lo que dicen ellos porque yo no sé nada. Yo sólo soy el pobre Peter Stillman, el niño que no puede recordar. Llorón. Remolón. Bobalicón. Disculpe. Ellos dicen, ellos dicen. Pero ¿qué dice el pobrecito Peter? Nada, nada. Ya nada.
»Había esto. Oscuridad. Mucha oscuridad. Estaba tan oscuro como muy oscuro. Ellos dicen: Ésa era la habitación. Como si yo pudiera hablar de eso. De la oscuridad, quiero decir. Gracias.
»Oscuridad, oscuridad. Dicen que durante nueve años. Ni siquiera una ventana. Pobre Peter Stillman. Y el bum, bum, bum. Los montones de caca. Los lagos de pis. Los desmayos. Disculpe. Atontado y desnudo. Disculpe. Ya no.
»Así que hay oscuridad. Se lo digo a usted. Había comida en la oscuridad, sí, comida machacada en la oscura habitación silenciada. Él comía con las manos. Disculpe. Quiero decir que Peter comía con las manos. Y si yo soy Peter, tanto mejor. Es decir, tanto peor. Disculpe. Yo soy Peter Stillman. Ése no es mi verdadero nombre. Gracias.
»Pobre Peter Stillman. Era un niño pequeño. Apenas unas cuantas palabras propias. Y luego ni una palabra, y luego nadie, y luego no, no, no. Ya no.
»Perdóneme, señor Auster. Veo que se está poniendo triste. Nada de preguntas, por favor. Mi nombre es Peter Stillman. Ése no es mi verdadero nombre. Mi verdadero nombre es señor Triste. ¿Cuál es su nombre, señor Auster? Quizá usted es el verdadero señor Triste y yo no soy nadie.
»Bua bua. Disculpe. Ésa es mi manera de llorar y berrear. Bua bua, snif snif. ¿Qué hacía Peter en aquella habitación? Nadie lo sabe. Algunos dicen que nada. En cuanto a mí, creo que Peter no podía pensar. ¿Parpadeaba? ¿Bebía? ¿Apestaba? Ja, ja, ja. Disculpe. A veces soy muy divertido.
»Ris ns clic desmorocho baju. Chas chas camarrás. Ruido pasmado, traca traca, mastimana. Sí, si, sí. Disculpe. Soy el único que entiende estas palabras.
»Más tarde, más tarde, más tarde. Eso dicen. Duró demasiado tiempo para que Peter esté bien de la cabeza. Nunca más. No, no, no. Dicen que alguien me encontró. No, no recuerdo lo que sucedió cuando abrieron la puerta y entró la luz. No, no, no. Yo no puedo decir nada de eso. Ya no.
»Durante mucho tiempo llevé gafas oscuras. Tenía doce años. O eso dicen. Viví en un hospital. Poco a poco me enseñaron a ser Peter Stillman. Decían: Tú eres Peter Stillman. Gracias, decía yo. Ya, ya, ya. Gracias y gracias. Decía yo.
»Peter era un bebé. Tenían que enseñarle todo. A andar, ¿sabe? A comer. A hacer caca y pis en el retrete. Eso no fue malo. Incluso cuando les mordía, ellos no hacían el bum, bum, bum. Más tarde incluso dejé de rasgarme la ropa.
»Peter era un buen chico. Pero era difícil enseñarle palabras. Su boca no funcionaba bien. Y por supuesto no estaba bien de la cabeza. Ba ba ba, decía. Y da da da. Y va va va. Disculpe. Llevo años y años. Ahora le dicen a Peter: Ya puedes irte, no podemos hacer nada más por ti. Peter Stillman, eres un ser humano, decían. Es bueno creer lo que dicen los médicos. Gracias. Muchísimas gracias.
»Soy Peter Stillman. Ése no es mi verdadero nombre. Mi verdadero nombre es Peter Conejo. En invierno me llamo señor Blanco, en verano me llamo señor Verde. Piense lo que quiera de esto. Lo digo por mi propia voluntad. Ris ns clic des-morocho baju. Es bonito, ¿verdad? Invento palabras como éstas continuamente. No puedo remediarlo. Salen de mi boca por sí mismas. No se pueden traducir.
»Preguntar y preguntar. No es bueno. Pero se lo diré. No quiero que esté triste, señor Auster. Tiene usted una cara muy amable. Me recuerda a alguien. No sé a quién. Y sus ojos me miran. Sí, sí. Los veo. Eso está muy bien. Gracias.
»Por eso se lo cuento. Nada de preguntas, por favor. Usted se está preguntando por todo lo demás. Es decir, el padre. El terrible padre que le hizo todas esas cosas al pequeño Peter. Tranquilícese. Le llevaron a un sitio oscuro. Le encerraron y le dejaron allí. Ja, ja, ja. Disculpe. A veces soy muy gracioso.
»Trece años, dijeron. Quizá es mucho tiempo. Pero yo no sé nada del tiempo. Yo soy nuevo cada día. Nazco cuando me despierto por la mañana, envejezco durante el día y muero por la noche cuando me duermo. No es culpa mía. Hoy lo estoy haciendo muy bien. Lo estoy haciendo mucho mejor que nunca.
»Durante trece años el padre ha estado lejos. Él también se llama Peter Stillman. Extraño, ¿no? Que dos personas puedan tener el mismo nombre. Es su verdadero nombre. Pero no creo que él sea yo. Los dos somos Peter Stillman. Pero Peter Stillman no es mi verdadero nombre. Así que quizá no sea Peter Stillman, después de todo.
»Trece años, digo. O dicen. Da igual no saber nada del tiempo. Pero lo que me dicen es esto: Mañana es el fin de los trece años. Eso es malo. Aunque dicen que no, es malo. Se supone que no me acuerdo. Pero de vez en cuando me acuerdo, a pesar de lo que digo.
»Él vendrá. Es decir, el padre vendrá. Y tratará de matarme. Gracias. Pero yo no quiero eso. No, no. Ya no. Peter ahora vive. Sí. No todo está bien en su cabeza, pero vive. Y eso es algo, ¿no? Puede apostar su último dólar. Ja, ja, ja.
»Ahora soy principalmente poeta. Todos los días me siento en mi cuarto y escribo un poema. Invento todas las palabras yo, igual que cuando vivía en la oscuridad. Empiezo a recordar cosas de esa manera, a fingir que estoy otra vez en la oscuridad. Soy el único que sabe lo que significan las palabras. No pueden traducirse. Esos poemas me harán famoso. Son únicos. Si, sí, sí. Unos poemas preciosos. Tan preciosos que el mundo entero llorará.
»Más tarde quizá haga otra cosa. Cuando termine de ser poeta. Antes o después me quedaré sin palabras, ¿comprende? Todo el mundo tiene solamente cierto número de palabras dentro. Y, entonces, ¿dónde estaré? Creo que después me gustaría ser bombero. Y después médico. Da igual. Lo último que seré es funambulista. Cuando sea muy viejo y al fin haya aprendido a andar como las demás personas. Entonces bailaré en la cuerda floja y la gente se quedará asombrada. Incluso los niños pequeños. Eso es lo que me gustaría. Bailar en la cuerda floja hasta que me muera.
»Pero no importa. Es igual. Para mí. Como puede ver, soy un hombre rico. No tengo que preocuparme. No, no. De eso no. Puede apostar su último dólar. El padre era rico y el pequeño Peter recibió todo su dinero cuando le encerraron en la oscuridad. Ja, ja, ja. Disculpe que me ría. A veces soy muy gracioso.
»Soy el último Stillman. Era una familia importante, o eso dicen. Del viejo Boston, por si ha oído hablar de ellos. Yo soy el último. No hay otros. Soy el final de todos, el último hombre. Tanto mejor, creo. No es una pena que todo acabe ya. Es bueno que todos estén muertos.
»El padre quizá no era realmente malo. Por lo menos eso digo ahora. Tenía la cabeza grande. Tan grande como muy grande, lo cual quiere decir que había demasiado sitio en ella. Demasiados pensamientos en aquella gran cabeza. Pero pobre Peter, ¿verdad? En un terrible aprieto realmente. Peter que no podía ver ni decir, que no podía pensar ni hacer. Peter que no podía. No. Nada.
»No sé nada de esto. Tampoco lo entiendo. Mi esposa es quien me cuenta estas cosas. Ella dice que es importante para mí saber, aunque no entienda. Pero ni siquiera entiendo eso. Para saber, hay que entender. ¿No es así? Pero yo no sé nada. Quizá soy Peter Stillman. Quizá no. Mi verdadero nombre es Peter Nadie. Gracias. ¿Y qué piensa de eso?
»Así que le estoy contando lo del padre. Es una buena historia, aunque no la entiendo. Puedo contársela porque sé las palabras. Y eso es algo, ¿no? Saber las palabras, quiero decir. ¡A veces estoy tan orgulloso de mí mismo! Disculpe. Eso es lo que dice mi esposa. Dice que el padre hablaba de Dios. Esa palabra me hace gracia. Cuando la pones al revés, se lee perro[2]. Y un perro no se parece mucho a Dios, ¿verdad? Guf guf. Guau guau. Ésas son palabras de perro. A mí me parecen preciosas. Bonitas y auténticas. Como las palabras que yo invento.
»Bueno. Iba diciendo. El padre hablaba de Dios. Quería saber si Dios tenía lenguaje. No me pregunte qué significa esto. Sólo se lo cuento porque sé las palabras. El padre pensaba que un niño podría hablar si no veía a nadie. Pero ¿dónde había un niño? Ah. Ahora empieza usted a comprender. No tenía que comprarlo. Por supuesto, Peter sabía algunas palabras de persona. Eso no se podía remediar. Pero el padre pensó que quizá Peter las olvidaría. Al cabo de algún tiempo. Por eso había tanto bum, bum, bum. Cada vez que Peter decía una palabra, su padre lanzaba un bum. Al fin Peter aprendió a no decir nada. Sí sí sí. Gracias.
»Peter se guardaba las palabras dentro. Todos aquellos días, meses y años. Allí en la oscuridad, el pequeño Peter completamente solo, y las palabras hacían ruido en su cabeza y le hacían compañía. Por eso su boca no funciona bien. Pobre Peter. Bua bua. Ésas son sus lágrimas. El niño que no puede crecer.
»Ahora Peter puede hablar como las personas. Pero todavía tiene las otras palabras en su cabeza. Son el lenguaje de Dios, y nadie más puede decirlas. No se pueden traducir. Por eso Peter vive tan cerca de Dios. Por eso es un poeta famoso.
»Todo es muy bueno para mí ahora. Puedo hacer lo que me gusta. En cualquier momento, en cualquier lugar. Incluso tengo una esposa. Ya lo ve. La he mencionado antes. Quizá incluso la ha conocido usted. Es guapa, ¿no? Se llama Virginia. Ése no es su verdadero nombre. Pero es igual. Para mí.
»Siempre que se lo pido, mi esposa me trae una chica. Son putas. Meto mi gusano dentro de ellas y gimen. Ha habido muchas. Ja, ja. Suben aquí y me las follo. Es bueno follar. Virginia les da dinero y todo el mundo contento. Puede apostar su último dólar. Ja, ja.
»Pobre Virginia. A ella no le gusta follar. Es decir, conmigo. Quizá folla con otro. ¿Quién sabe? Yo no sé nada de esto. Es igual. Pero quizá si es usted amable con Virginia ella le dejará follarla. Eso me alegraría. Por usted. Gracias.
»Bueno. Hay muchísimas cosas. Estoy tratando de decírselas. Sé que no todo está bien en mi cabeza. Y es verdad, sí, y lo digo por mi propia voluntad, que a veces chillo y chillo. Sin ningún motivo. Como si tuviera que haber un motivo. Pero yo no veo ninguno. Ni nadie. No. Y luego hay veces que no digo nada. Durante días y días. Nada, nada, nada. Se me olvida cómo hacer que las palabras salgan de mi boca. Entonces me resulta difícil moverme. Sí sí. Incluso ver. Entonces es cuando me convierto en el señor Triste.
»Todavía me gusta estar en la oscuridad. Por lo menos a veces. Me hace bien, creo. En la oscuridad hablo el lenguaje de Dios y nadie me oye. No se enfade, por favor. No puedo remediarlo.
»Lo mejor de todo es el aire. Sí. Y poco a poco he aprendido a vivir dentro de él. El aire y la luz, sí, también la luz, la luz que ilumina todas las cosas y las pone ahí para que mis ojos las vean. Está el aire y la luz y eso es lo mejor de todo. Disculpe. El aire y la luz. Sí. Cuando hace buen tiempo me gusta sentarme al lado de la ventana abierta. A veces me asomo y miro las cosas que hay abajo. La calle y toda la gente, los perros y los coches, los ladrillos del edificio de enfrente. Y luego hay veces que cierro los ojos y me quedo allí sentado, con la brisa dándome en la cara, y la luz dentro del aire, todo delante de mis párpados, y el mundo es todo rojo, de un rojo muy bonito, dentro de mis ojos, con el sol brillando sobre mí y sobre mis ojos.
»Es verdad que raras veces salgo. Es difícil para mí, y no siempre soy de fiar. A veces chillo. No se enfade conmigo, por favor. No puedo remediarlo. Virginia dice que debo aprender a comportarme en público. Pero a veces no puedo contenerme y los gritos se me escapan.
»Pero me encanta ir al parque. Allí hay árboles, y el aire y la luz. Hay algo bueno en todo eso, ¿verdad? Sí. Poco a poco voy estando mejor dentro de mí. Lo noto. Incluso el doctor Wyshnegradsky lo dice. Sé que todavía soy el niño marioneta. Eso no tiene remedio. No, no. Ya no. Pero a veces creo que al fin creceré y me volveré real.
»Por ahora, sigo siendo Peter Stillman. Ése no es mi verdadero nombre. No puedo saber quién seré mañana. Cada día es nuevo y cada día vuelvo a nacer. Veo la esperanza por todas partes, incluso en la oscuridad, y cuando muera quizá me convierta en Dios.
»Hay muchas más palabras que decir. Pero creo que no las diré. No. Hoy no. Mi boca está cansada ahora y creo que ha llegado la hora de que me vaya. Por supuesto, yo no sé nada del tiempo. Pero es igual. Para mí. Muchas gracias. Sé que usted me salvará la vida, señor Auster. Cuento con usted. La vida sólo puede durar cierto tiempo, ¿comprende? Todo lo demás está en la habitación, con la oscuridad, con el lenguaje de Dios, con los gritos. Aquí soy del aire, una cosa hermosa para que la luz brille sobre ella. Quizá recordará usted eso. Soy Peter Stillman. Ése no es mi verdadero nombre. Muchas gracias.