Aunque la pregunta que suelen hacerme con mayor frecuencia (el número uno indiscutible, podría decirse) es: «¿De dónde saca las ideas?», le sigue de cerca la de si todo lo que escribo pertenece al género de terror. Y no sabría decir si mi respuesta negativa produce desilusión o alivio en mi interlocutor.
Poco antes de la publicación de Carrie, mi primera novela, recibí una carta de Bill Thompson, mi editor, en la que me indicaba que ya era hora de empezar a pensar qué haríamos a continuación (esto de pensar en el libro siguiente antes de que hubiera salido el primero tal vez resulte un poco extraño, pero, debido al programa previo a la publicación de una novela, casi tan largo como el de la preproducción de una película, en aquel momento llevábamos con Carrie cerca de un año). Así que envié en seguida a Bill los manuscritos de dos novelas: Blaze y Second Coming. Escribí la primera nada más terminar Carrie, en los seis meses que el primer borrador de ésta se pasó madurando en el cajón de un escritorio, y la segunda durante el año, más o menos, en que Carrie estuvo avanzando como una tortuga hacia su publicación.
Blaze era un melodrama sobre un delincuente medio retardado que rapta a un bebé con la intención de pedir a los padres un rescate y que acaba encariñándose con la criatura. Second Coming era un melodrama de vampiros que se apoderan de un pueblecito de Maine. Ambas obras eran malas imitaciones literarias: Second Coming, de Drácula; y Blaze, de Of Mice and Men (La fuerza bruta), de Steinbeck.
Imagino el asombro de Bill cuando recibió el gran paquete con los dos manuscritos (parte de Blaze se había copiado al dorso de facturas del lechero, y el manuscrito de Second Coming apestaba a cerveza porque a alguien se le había caído encima una jarra de Black Label durante la fiesta de fin de año de hacía tres meses), parecido al de la mujer que espera un ramo de flores y se encuentra con que el marido le regala un invernadero. Entre los dos manuscritos sumaban un total de quinientas cincuenta hojas a un solo espacio.
Bill se los leyó en las dos semanas siguientes (en el fondo de todo editor, a poco que escarbes, encontrarás un santo). Bajé de Maine a Nueva York para celebrar la publicación de Carrie (esto era en abril de 1974, amigos y vecinos: Lennon estaba vivo, Nixon seguía aferrado a la presidencia, y este chaval que os habla aún no había visto la primera cana en su barba) y para hablar de cuál de los dos libros cuyos manuscritos le había enviado a Bill sería el siguiente… si es que iba a serlo alguno.
Pasé en la ciudad un par de días y hablamos del tema tres o cuatro veces. La decisión definitiva se tomó en la esquina de Park Avenue y la calle Cuarenta y cuatro. Bill y yo esperábamos que cambiara la luz del semáforo, viendo desaparecer los taxis en ese fétido túnel, o lo que sea, que parece hundirse en el edificio de la Pan Am. Bill me dijo:
—Creo que tendrá que ser Second Coming.
Bueno, también a mí me gustaba más que Blaze. Pero advertí en su tono cierta reticencia que me obligó a mirarle fijamente y preguntarle qué pasaba.
—Oh, nada. Pero creo que si escribes un libro sobre vampiros después de otro sobre una muchacha que puede mover las cosas gracias a su poder mental, te van a encasillar —dijo Bill.
—¿Encasillar? —pregunté, sinceramente sorprendido. No podía ver qué tenían que ver los vampiros con la telequinesia—. ¿Como qué?
—Como escritor de novelas de terror —dijo, aún más reticente.
—Vamos —dije, con gran alivio—. ¡Es sólo eso!
—Espera unos años —dijo Bill—. Y ya veremos si sigues pensando que es «sólo eso».
—Escucha, Bill —le dije, divertido—. En Estados Unidos nadie puede ganarse la vida escribiendo sólo historias de terror. Lovecraft se murió de hambre en Providence, Bloch se pasó a las novelas de suspense y otras cosas por el estilo. El exorcista fue una excepción.
Cambió el semáforo. Bill me dio una palmada en el hombro.
—Creo que tendrás éxito —me dijo—. Aunque en mi opinión no sabes de la misa la mitad…
Bill estaba más en lo cierto que yo. Resultó que era posible ganarse la vida en Estados Unidos escribiendo historias de terror. Second Coming, que al fin apareció con el título de Salem’s Lot, se vendió muy bien. Cuando se publicó, vivía yo en Colorado con mi familia y estaba escribiendo una novela sobre un hotel encantado. En un viaje a Nueva York, charlé con Bill hasta las tantas en un bar llamado Jasper’s (en el que el dueño del tocadiscos parecía ser un inmenso gato gris, al que prácticamente tenías que alzar para poder ver los discos) y le expliqué el argumento. Cuando terminé, Bill estaba con los codos en la mesa, la copa de bourbon en medio y la cabeza entre las manos como si le aquejara una monstruosa jaqueca.
—No te gusta —dije.
—Me gusta mucho —dijo con firmeza.
—Entonces, ¿qué pasa?
—Primero, la chica telequinésica; después, los vampiros; ahora, el hotel encantado y el niño telepático. Te encasillarán.
Esta vez consideré más seriamente el asunto, pensé en todas las personas a quienes se había encasillado como escritores «de terror» y que tanto placer me habían proporcionado a lo largo de los años: Lovecraft, Clark Ashton Smith, Frank Belknap Long, Fritz Leiber, Robert Bloch, Richard Matheson y Shirley Jackson (sí, también a ella la habían catalogado como autora de obras de misterio). Y precisamente en aquel bar, con aquel gato dormido sobre el tocadiscos y mi editor sentado junto a mí con la cabeza apoyada en las manos, decidí que no era tan mala compañía. Podría ser, por ejemplo, un escritor importante como Joseph Heiler y John Gardner y escribir libros oscuros para eruditos brillantes que toman alimentos macrobióticos y conducen viejos automóviles Saab con desvaídas pegatinas aún legibles («McCarthy para presidente») en los parachoques traseros.
—De acuerdo, Bill —dije—. Seré escritor de obras de terror, si es eso lo que la gente quiere. De acuerdo.
No volvimos a hablar de este tema. Bill sigue editando y yo sigo escribiendo historias de terror y ninguno de los dos vamos al psicoanalista. No está mal.
Así que me han encasillado, y no me importa mucho, después de todo, escribo como cabría esperar de un autor de ese tipo… al menos casi siempre. Pero ¿pertenece al género de terror todo lo que escribo? Si habéis leído los relatos de este libro sabéis que no… aunque en los cuatro[6] podáis hallar elementos de terror, no sólo en «El método de respiración»; lo de las sanguijuelas en «El cuerpo» es bastante espeluznante, ¿verdad?, y también lo es el conjunto de imágenes y símbolos de «Alumno aventajado». Dios sabrá por qué, pero parece haber algo dentro de mí que me lleva siempre en esa dirección.
Escribí cada uno de estos relatos al terminar una novela (es como si acabara siempre las novelas con gas suficiente en el depósito para soltar un relato de extensión considerable). Escribí «El cuerpo», que es el más antiguo de los cuatro, inmediatamente después de Salem’s Lot; y «Alumno aventajado», al terminar The Shining (El resplandor), en dos semanas (después de «Alumno aventajado» no escribí nada en tres meses, me había quedado sin resuello); y al acabar The Dead Zone escribí «Rita Hayworth y la redención de Shawshank»; y escribí el más reciente de los cuatro, «El método de respiración», al terminar Firestarter[7].
Todos son inéditos y nunca los había presentado antes para su posible publicación. ¿Por qué? Pues porque, en conjunto, su extensión varía de las veinticinco mil a las treinta y cinco mil palabras (y os diré que ésta es precisamente la extensión justa para que el escritor más animoso se ponga a temblar de pies a cabeza). En realidad, no existe, ni tiene por qué existir, una definición precisa de novela y de relato, al menos no en términos de su extensión. Pero cuando un escritor se acerca a las veinte mil palabras sabe que está saliendo del país del relato y que cuando supera las cuarenta mil se está adentrando en el país de la novela. Las fronteras entre ambas regiones son imprecisas, pero, hasta cierto punto, el escritor despierta sobresaltado y comprende que ha llegado, o está llegando, a un lugar realmente espantoso, a una república bananero-literaria, en la que impera la anarquía, denominada «novela corta» (o, en inglés, novelette, aunque este término es demasiado refinado para mi gusto).
Artísticamente hablando, la novela corta no tiene nada de malo. Claro que tampoco lo tienen los monstruos del circo, y en general no se les ve fuera de éste. La clave está en que existen grandes novelas cortas que, tradicionalmente, sólo tienen salida en los «mercados de género» (término muy suave; no lo es tanto, aunque sí más preciso, «mercados de gueto»). Puedes vender una buena novela corta de misterio a Ellery Queen’s Mystery Magazine o a Mike Shayne’s Mystery Magazine, una buena novela corta de ciencia-ficción a Amazing o a Analog, quizás hasta puede que a Omni o a The Magazine of Fantasy and Science Fiction. Resulta irónico, pero también existen mercados para las buenas novelas cortas de terror: uno de ellos es el antes mencionado F & SF; Twilight Zone es otro; y existen varias antologías de obras de terror originales, tales como la serie Shadows publicada por Doubleday y editada por Charles L. Grant.
Pero para las novelas cortas que podríamos encuadrar dentro de la «corriente principal»… (término, por otro lado, tan decepcionante como «género»), muchacho, en lo tocante al potencial de ventas estás en un buen lío. Miras con desaliento tu manuscrito de veinticinco mil a treinta y cinco mil palabras, abres una cerveza y te parece oír mentalmente una voz de acento fuerte y un tanto zalamero que te dice: «Buenos días, señor, ¿qué tal su vuelo en Líneas Aéreas Revolución? Le gusta comer muy requetebién, creo. ¿Sí? Bienvenido a Novelita, señor. Le gustará triunfar aquí, creo. ¡Fúmese un cigarro! ¡Mire esas fotos! Póngase cómodo, señor, creo que su historia pasará aquí mucho tiempo… ¿Qué pasa? ¡Ah-ja-ja-ja-ja!».
Desalentador.
En tiempos (se lamentaba), existía realmente un mercado para tales cuentos, había revistas importantes como The Saturday Evening Post y The American Mercury. Y la narrativa, larga o corta, tenía buena acogida en tales publicaciones y era parte importante de las mismas. Y si el cuento resultaba demasiado largo para publicarlo en un solo número, se dividía en tres partes o en cuatro… o en nueve. La ponzoñosa idea de «condensar» o «extractar» las novelas aún era desconocida (Playboy y Cosmopolitan han perfeccionado esa obscenidad hasta convertirla en una ciencia perniciosa: ¡ahora puedes leer una novela completa en veinte minutos!), se daba al relato el espacio que necesitaba, y mucho dudo que yo sea el único lector que se recuerda esperando anhelante la llegada del Post para poder leer un nuevo cuento de Ray Bradbury o el final del último relato de Clarence Buddington Kelland.
(La verdad es que mi ansiedad se notaba demasiado. Cuando al fin aparecía el cartero, caminando a buen paso, con su bolsa de cuero, sus pantalones cortos de verano y su gorra veraniega para el sol, yo le salía al encuentro saltando como quien tiene urgencia de ir al baño; y con el corazón en un puño. Me sonreía con bastante crueldad y me entregaba una factura de la luz. Y nada más. Mi gozo en un pozo. Al fin se enternecía y me entregaba el Post: Eisenhower sonriendo en la portada, pintada por Norman Rockwell; un artículo de Pete Martin sobre Sofía Loren; «Es un tipo maravilloso», por Pat Nixon refiriéndose (oh, sí, lo adivinaste) a su marido Richard; y, por supuesto, cuentos. Largos unos, cortos otros, y el último capítulo del de Kelland. ¡Loado sea Dios!)
Y eso no ocurría muy de tarde en tarde, no: ocurría todas las malditas semanas. Creo que el día que llegaba el Post yo era el chaval más feliz de toda la Costa Este.
Todavía hay revistas que publican relatos largos. Atlantic Monthly y New Yorker son dos de las que han tenido mayor sensibilidad hacia los problemas de publicación del autor que ha conseguido una novela corta de treinta mil palabras. Pero ninguna de estas revistas se ha mostrado especialmente receptiva con mi material, que es muy sencillo, no demasiado literario y, a veces (por mucho que duela reconocerlo), claramente desmañado.
Yo diría que, en mayor o menor grado, tales cualidades (pese a lo poco loables que quizá sean) han sido precisamente la causa del éxito de mis novelas. Todas corresponden a un tipo de narrativa sencilla para personas sencillas, el equivalente literario de una hamburguesa gigante o una fritanga de la cadena McDonald’s. Puedo identificar la prosa elegante, y soy sensible a ella, pero me resulta difícil o imposible crearla (casi todos mis ídolos como escritor en formación fueron novelistas directos cuyo estilo iba de lo horrendo a lo inexistente: tipos como Theodore Dreiser y Frank Norris). Dejando de lado la elegancia artística del novelista, está la base sólida en que apoyarse, que es muy importante. Así que yo siempre he procurado que esa base sea consistente, y no engañar a nadie. Dicho de otra manera: si descubres que no puedes correr como purasangre, siempre puedes exprimirte el cerebro. (Oigo una voz en la galería: «¿Qué cerebro, King?». Ja, ja, muy divertido, amigo, ya puedes irte.)
Todo lo anterior venía a cuento de que con las novelas cortas que os presento en este libro me vi en una situación incomprensible. Había llegado a un punto en que la gente andaba diciendo que King podría publicar, si se lo propusiera, la lista de la lavandería (que, según algunos críticos, eso es lo que llevo haciendo los últimos ocho años aproximadamente), pero no podía publicar estos relatos porque eran demasiado largos como cuentos y demasiado cortos para ser realmente largos, si es que entiendes lo que quiero decir.
—¡Sí, señor, entiendo! Quítate los zapatos. Toma un poco de ron barato, pronto llegará la banda de percusión Revolución Medicore y tocará algún mal calipso. ¡Supongo que te gusta comer requetebién! Tienes tiempo, señor. Tienes tiempo porque creo que tu relato va a…
—… estar aquí mucho tiempo, sí, sí, grandioso. ¿Por qué no va a algún sitio y derriba una democracia imperialista títere?
Así que, al final, decidí averiguar si Viking (que edita mis libros en pasta dura) y New American Library (que se encarga de la edición de bolsillo) querían hacer un libro con cuatro relatos: uno sobre una fuga insólita, otro sobre la tétrica relación de parasitismo mutuo entre un niño y un anciano, otro sobre la extraña excursión de cuatro niños campesinos en busca de un cadáver, y un último relato de terror fuera de lo común sobre una joven que está decidida a dar a luz a su hijo a toda costa (aunque tal vez este último trate realmente de ese extraño club que no es un club). A los editores les pareció bien la idea. Y así es como conseguí sacar estos cuatro cuentos de la república bananera de la Novelita. Espero que os gusten requetemuchísimo, muchachos y muchachas.
Ah, otra cosa sobre el contenido, antes de poner punto final.
Conversación con mi editor (Bill Thompson no, éste es mi nuevo editor; un tipo estupendo llamado Alan Williams, inteligente, ingenioso, competente, aunque casi siempre anda cumpliendo con su deber como jurado en algún lugar perdido en las entrañas de Nueva Jersey…) hace aproximadamente un año:
—Me encantó Cujo —dice Alan (el trabajo de edición de esta novela acababa de concluir)—. ¿Has pensado ya qué vas a hacer a continuación?
Sensación de déjà vu. Ya he mantenido esta conversación antes.
—Bueno, sí —digo—. He dedicado algún que otro rato a pensar en ello.
—Cuéntamelo…
—¿Qué me dices de un libro de cuatro novelas cortas, todas o casi todas historias normales? Eh, ¿qué me dices?
—Novelas cortas —dice Alan. Encaja bien, pero su voz indica que no acabo de, digamos, alegrarle el día; su tono indica que cree que acaba de ganar dos billetes para alguna dudosa y pequeña república bananera en Líneas Aéreas Revolución—. Te refieres a cuentos largos, claro.
—Bueno, sí —digo—. Podríamos titular el libro algo así como Different Seasons (Las cuatro estaciones), para que el lector capte que no trata de vampiros ni hoteles encantados ni nada por el estilo.
—¿Y el siguiente libro tratará de vampiros? —pregunta Alan, esperanzado.
—No, no lo creo. Bueno, ¿qué me contestas, Alan?
—¿Tal vez sobre un hotel encantado?
—No, eso ya lo hice. Te estoy hablando de Different Seasons, Alan. Suena bastante bien, ¿no te parece?
—Oh, sí, suena de maravilla, Steve —dice Alan, y suspira. Es el suspiro de un buen tipo que acaba de ocupar su asiento de tercera clase en el avión más nuevo de Líneas Aéreas Revolución y ve la primera cucaracha rodando por el asiento de delante del suyo.
—Me parece que te gustará —digo.
—No lo creo —dice Alan—. ¿No podríamos incluir una historia de terror? ¿Sólo una? ¿Una especie de estación similar a las anteriores?
Sonrío un poco (sólo un poco) pensando en Sandra Stansfield y en el método de respiración del doctor McCarron.
—Tal vez pueda arreglarlo.
—Estupendo. Y en cuanto a la nueva novela…
—¿Qué te parece un coche encantado? —digo.
—¡Oh muchacho! —grita Alan. Tengo la impresión de haberle devuelto la alegría. Me parece otra vez un hombre feliz. Yo también lo soy… Me encanta mi coche encantado… creo que a muchas personas les inquietará cruzar las calles transitadas después de que oscurezca.
Estas historias me agradan de verdad, y creo que a una parte de mí mismo siempre le gustarán. Espero que te gusten, lector, y que te proporcionen lo que todo buen relato te debiera proporcionar: hacerte olvidar por un rato lo que te agobia y transportarte a algún lugar en que nunca hayas estado. Es la magia más amable que conozco.
Bueno. Me largo. Hasta la próxima. Ten calma y no pierdas la cabeza. Lee algunos libros buenos. Que seas útil. Que seas feliz.
Recibe mi cariño y mis mejores deseos,
STEPHEN KING
4 de enero de 1982
Bangor, Maine