24

Las actas escolares de los alumnos que habían aprobado los cursos inferiores de secundaria se guardaban en el almacén de la zona norte. No lejos de la estación de tren abandonada. Era un sitio oscuro y destartalado y olía a cera y a pulimento, y servía también como almacén de reliquias del departamento escolar.

Ed French llegó hacia las cuatro de la tarde seguido por Norma. El conserje que les dejó pasar le dijo a Ed que lo que buscaba estaba en la cuarta planta y les guió hasta un lento y ruidoso ascensor que asustó a Norma hasta el punto de sumirla en un silencio impropio de ella.

Volvió a ser la misma en la cuarta planta, correteando y saltando por los oscuros pasadizos de cajas y archivos mientras Ed buscaba los archivos con los boletines de 1975, que encontró al fin. Abrió la segunda caja y repasó la B. BORK. BOSTWICK. BOSWELL. BOWDEN, TODD. Sacó la tarjeta. Movió impaciente la cabeza y se acercó a una de las ventanas altas y polvorientas.

—Norma, no corras por ahí, cariño —le dijo a la niña, por encima del hombro.

—¿Por qué, papi?

—Porque te atraparán los duendes —dijo, alzando la tarjeta de Todd hacia la luz.

Lo vio en seguida. El boletín, que llevaba en aquellos archivos ya tres años, había sido falsificado con una habilidad casi profesional.

—¡Válgame Dios! —murmuró Ed French.

—¡Duendes, duendes, duendes! —cantaba Norma alegremente, mientras seguía bailoteando por los pasillos.

25

Dussander caminaba cauteloso por el pasillo del hospital. Se notaba algo débil aún para caminar. Llevaba puesta la bata azul sobre el pijama del hospital. Era de noche, poco más de las ocho, y las enfermeras cambiaban de turno. La media hora siguiente sería un poco confusa: había observado que en los cambios de turno siempre había descontrol. Era el momento de intercambiar notas, comentarios, de tomar café en el bar de las enfermeras, que quedaba justo al volver la esquina del surtidor.

Lo que a él le interesaba quedaba justo enfrente del surtidor.

Cruzó el amplio vestíbulo sin que nadie se fijara en él; a aquella hora, el vestíbulo le recordaba una gran estación de ferrocarril resonante minutos antes de que parta el tren de pasajeros. Los heridos paseaban por allí, en bata algunos, como él, otros sujetándose el pijama. Se oía música incoherente de media docena de transistores distintos que llegaba de media docena de habitaciones distintas. Los visitantes entraban y se iban. En una habitación reía un hombre y otro parecía estar llorando frente a él en el vestíbulo. Pasó a su lado un médico con la nariz metida en una novela en edición de bolsillo.

Dussander se acercó al surtidor, bebió un trago, se secó la boca con la mano deforme y miró la puerta cerrada de enfrente.

Aquella puerta estaba siempre cerrada, en teoría al menos. Se había fijado que, en la práctica, a veces no la vigilaba nadie y además no estaba cerrada con llave. Esto especialmente durante la caótica media hora de cambio de turnos en que las enfermeras se reunían a la vuelta de la esquina. Había observado todo esto con el ojo cauteloso y experto del individuo que lleva mucho, muchísimo tiempo, alerta y vigilante. Preferiría haber podido vigilar aquella puerta sin letrero durante otra semana más o menos, buscando posibles momentos de peligro: ojalá hubiese podido, se decía. Pero no disponía ya de otra semana. Su condición de Hombre Lobo tal vez no se descubriera en dos o tres días, pero igual podía saberse al día siguiente. No se arriesgaría a esperar. En cuanto se descubriera, le vigilarían constantemente.

Bebió otro trago de agua, volvió a secarse la boca y miró en ambas direcciones. Luego, con toda naturalidad, sin tener que esforzarse en disimular, cruzó el vestíbulo, giró el pomo y entró en el cuartito de medicamentos. Si estuviera por casualidad la encargada sentada ya detrás de su mesa, él sería sólo el miope señor Denker. Oh, perdone usted, señora, creí que era el excusado. Qué tonto soy, perdón.

Pero el cuartito estaba vacío.

Recorrió el estante más alto, a la izquierda. Sólo gotas para los ojos y para los oídos. Segundo estante: laxantes, supositorios. En el tercer estante había Seconal y Veronal. Se metió un frasco de Seconal en el bolsillo de la bata. Luego volvió a la puerta y salió sin mirar a los lados, con una sonrisa de perplejidad en la cara: aquello no era el excusado, ¿verdad? Estaba al lado justo del surtidor, ¡qué tonto soy!

Cruzó la puerta en que decía HOMBRES, se acercó a un lavabo y se lavó las manos. Volvió luego al vestíbulo y se encaminó a su habitación semiprivada, privada totalmente ahora, después de marcharse el muy ilustre señor Heisel. En la mesita de noche de entre las camas había un vaso y una jarra de plástico llena de agua. Lástima que no hubiera bourbon; era una vergüenza realmente. Pero las pastillas le harían despegar con la misma precisión y delicadeza independientemente del acompañamiento con que las tomara.

—Morris Heisel, salud —dijo, con una débil sonrisa, y se sirvió un vaso de agua. Después de tantos años de tanto miedo a todo, de ver rostros que le resultaban familiares en los bancos de los parques y en los restaurantes y en las paradas de los autobuses, había acabado reconociéndole y delatándole un hombre al que no recordaba en absoluto. Casi era cómico. No había dedicado a Heisel ni dos miradas, Heisel y su columna vertebral rota por obra de Dios. Pensándolo bien, no era casi cómico, era terriblemente cómico.

Se metió tres pastillas en la boca, se las tragó con agua. Tomó luego otras tres, después tres más. Podía ver en la habitación de enfrente del pasillo a dos viejos inclinados sobre la mesita de noche jugando a las cartas. Uno de ellos tenía una hernia, según sabía Dussander. ¿Qué tenía el otro? ¿Cálculos en la vejiga? ¿Cálculos en el riñón? ¿Tumor? ¿Próstata? Los horrores de la vejez. Eran legión.

Volvió a llenar el vaso de agua, pero no tomó más pastillas de momento. Si tomaba demasiadas podía dar al traste con su objetivo. Podría devolverlas y le sacarían los residuos del estómago y le salvarían para las indignidades a las que americanos e israelíes planearan someterle. No era su intención quitarse la vida tontamente como una Hausfrau en un arrebato histérico. Cuando empezara a sentirse soñoliento, tomaría unas cuantas más. Así sería perfecto.

Le llegó la voz trémula de uno de los jugadores de cartas, débil pero triunfal:

—As, tres, sota, caballo y rey… ¿Qué, qué te parece esto?

—Calma, calma —decía ahora el de la hernia confiado—. Vamos a contar. Al freír será el reír.

Qué forma de hablar, pensó Dussander, ya soñoliento. Los americanos tenían una habilidad especial para el lenguaje: hacían juegos maravillosos con el idioma.

Creían que le tenían en sus manos, pero se esfumaría ante sus mismísimas narices.

Se dio cuenta, con cierta sorpresa, que de entre todas las cosas absurdas que podían ocurrírsele, pensaba en concreto que ojalá pudiese dejar una nota para el chico. Pensaba que ojalá pudiese decirle que tuviera cuidado. Que escuchara a un viejo que al fin se había excedido. Ojalá pudiera decirle al chico que al final él, Dussander, había llegado a respetarle, aunque no había conseguido que le cayera bien, y que hablar con él había sido mejor que oír sólo el fluir de sus propios pensamientos. Pero una nota, por muy inocente que fuera, podría hacer recaer sospechas sobre el chico, y Dussander no quería eso. En fin, pasaría uno o dos meses malos, esperando que apareciera algún agente del gobierno a preguntarle por cierto documento que habían encontrado en una caja de seguridad a nombre de Kurt Dussander, alias Arthur Denker… pero, pasado un tiempo, el chico se convencería de que le había dicho la verdad. Todo aquello no tenía que tocar para nada al chico, a no ser que él mismo perdiera la cabeza.

Dussander estiró una mano que pareció alejarse kilómetros. Cogió el vaso de agua y se tomó otras tres pastillas. Volvió a colocar el vaso en la mesita, cerró los ojos y se hundió más en aquella almohada blanda, blandísima. Nunca le había gustado demasiado dormir, y aquel sueño sería largo. Y tranquilo.

A menos que tuviera pesadillas.

La idea le sobrecogió. ¿Pesadillas? Oh, no, Dios mío, por favor. Esos sueños no, por favor. Por toda la eternidad, no. No después de que no haya ya posibilidad de despertar. No

Súbitamente aterrado, se agitó intentando despertar. Parecía que surgieran de la cama manos que intentaban asirle, manos de ávidos dedos.

(¡NO!)

Sus pensamientos se dispersaron en una espiral de oscuridad en pendiente; rodó por la espiral como si resbalara por una suave superficie, cayendo y cayendo hacia los sueños que fueran.

Se descubrió la sobredosis a la una y treinta y cinco minutos de la madrugada, y quince minutos después le declararon muerto. La enfermera de guardia era joven y le había agradado aquella cortesía un poco irónica del anciano. Se echó a llorar. Era católica y no podía entender por qué un anciano tan gentil, que estaba mejorando, pudiese querer hacer una cosa así y condenar su alma inmortal al infierno.

26

El sábado por la mañana no se levantaba nadie en casa de los Bowden hasta las nueve por lo menos. Aquella mañana eran las nueve y media, y Todd y su padre estaban sentados a la mesa leyendo, y Monica, a la que le costaba más despertarse, les estaba sirviendo huevos revueltos, zumo y café, sin hablar, como en sueños aún.

Todd estaba leyendo una novela de ciencia-ficción y Dick estaba abstraído en su Architectural Digest cuando el periódico dio contra la puerta.

—¿Quieres que lo traiga, papá?

—Ya lo hago yo.

Dick recogió el periódico y volvió a la mesa. Empezó a tomar el café y se atragantó con él en cuanto echó una ojeada a la primera página.

—¿Qué pasa, Dick? —preguntó Monica, acercándose presurosa a él.

Dick tosió y carraspeó para sacar el café que se le había ido por el otro lado y, mientras Todd le miraba por encima del libro que estaba leyendo, con escaso interés, Monica empezó a darle golpecitos en la espalda. Pero al tercer golpe se taparon sus ojos con el titular del periódico y se quedó paralizada a medio camino como una estatua. Abrió tanto los ojos que parecía que iban a caérsele encima de la mesa.

—¡Santo Dios del cielo! —consiguió articular al fin Dick Bowden, con una voz ahogada.

—No puede ser… no puedo creerlo… —empezó Monica. Paró. Miró a Todd—. Oh, cariño…

También su padre le estaba mirando.

Alarmado ya, Todd rodeó la mesa.

—¿Qué es lo que pasa?

—El señor Denker —dijo Dick… y fue todo lo que logró decir.

Todd leyó el titular del periódico y lo entendió todo en seguida. El titular decía, en letras oscuras: Fugitivo nazi se suicida en el Hospital de Santo Donato. Y debajo dos fotos, una junto a otra. Todd ya las había visto antes las dos. En una se veía a Arthur Denker, seis años más joven y más fuerte. Todd sabía que se la había sacado un fotógrafo hippie de la calle, y que el viejo la había comprado sólo para que no cayera en malas manos. La otra foto era de un oficial de las SS llamado Kurt Dussander tras su escritorio en Patin, con el gorro ladeado.

Si tenían aquella foto del hippie, es que habían estado en casa de Dussander.

Todd repasó el artículo con el pensamiento dando vueltas en frenéticos torbellinos. No decía nada de los vagabundos. Pero encontrarían sin duda los cadáveres y cuando lo hicieran reconstruirían toda la historia. EL COMANDANTE DE PATIN SEGUÍA TRABAJANDO. HORROR EN UN SÓTANO NAZI. NUNCA DEJÓ DE MATAR.

Todd sintió que le fallaban las piernas.

Y de muy lejos le llegó el eco del grito agudo de su madre:

—¡Sujétale, Dick, sujétale! ¡Que se desmaya!

La palabra (desmaya) repetida una y otra vez. Notó vagamente los brazos de su padre que le agarraban y luego, durante un rato, no sintió nada ni oyó absolutamente nada.

27

Ed French estaba tomando un pastelillo de frutas cuando desplegó el periódico. Tosió, emitió un ruido extraño como de náusea y escupió migas de pastelillo por toda la mesa.

—¡Eddie! —dijo Sondra French un poco alarmada—. ¿Estás bien?

—Papi sahoga, papi sahoga —proclamó la pequeña Norma con una alegría un poco crispada, y luego colaboró, contenta, con su madre en la tarea de darle golpecitos a Ed en la espalda. Ed apenas se daba cuenta. Seguía mirando el periódico absolutamente atónito.

—¿Qué es lo que pasa, Eddie? —volvió a preguntar Sondra.

—¡Es él, es él! —gritó Ed, golpeando el periódico con tal fuerza que acabó rasgando con la uña la sección A—. ¡Aquel hombre! ¡Lord Peter!

—Ed, por amor de Dios, explícame de qué estás habl…

¡Es el abuelo de Todd Bowden!

—¿Qué? ¿Ese criminal de guerra? ¡Eddie, eso es un disparate!

—¡Pero es él! —dijo Ed, casi gimiendo—. ¡Dios Santo Todopoderoso, es él!

Sondra French contempló la fotografía detenidamente un buen rato.

—No se parece a Peter Wimsey en nada —dijo al fin.

28

Todd, pálido como un muerto, estaba sentado en el sofá entre su padre y su madre.

Sentado enfrente estaba un cortés detective canoso de la policía llamado Richler. El padre de Todd se había ofrecido para llamar a la policía, pero lo había hecho el propio Todd; se le quebraba la voz y le fallaba como cuando tenía catorce años.

Terminó su relato, que no duró mucho. Hablaba con un tono monocorde, mecánico, que angustiaba a Monica. Aunque tenía ya diecisiete años, en muchos aspectos era todavía un niño. Aquel asunto iba a marcarle para siempre.

—Le leí… bueno, no sé dónde… Tom Jones, El molino junto al Floss, de Eliot, que era bastante aburrido y creo que ni siquiera llegamos a terminarlo. Algunos relatos de Hawthorne… También empezamos Los papeles del club Pickwick, pero no le gustaba. Decía que Dickens sólo podía ser divertido cuando se ponía serio y que Pickwick era sólo un juego. Eso fue exactamente lo que dijo, sólo un juego. Lo pasamos mejor con Tom Jones. Nos gustó a los dos.

—Y eso fue hace tres años, ¿no? —preguntó Richler.

—Sí. Solía parar cuando pasaba y hacerle una visita siempre que podía. Pero luego, cuando empecé el bachillerato superior, tenía que ir en autobús al otro extremo de la ciudad… Unos cuantos chicos organizaron un equipo de béisbol… y tenía mucho más trabajo… ya sabe… cosas que surgen.

—Total, que tenías menos tiempo.

—Eso es, menos tiempo. Tenía que estudiar mucho más… para conseguir entrar en la universidad.

—Pero Todd es un magnífico estudiante —dijo Monica, casi de forma maquinal—. Sacó un promedio de sobresaliente en la enseñanza media. Nos sentimos muy orgullosos de él.

—Es lógico —dijo Richler con una cálida sonrisa—. Yo tengo dos chicos en Fairview, abajo en el valle, y sólo parecen valer para los deportes. —Se volvió a Todd y siguió—: ¿No volviste a leerle más libros cuando empezaste el bachillerato superior?

—No. Alguna que otra vez le leía el periódico. Pasaba por allí y él me pedía que le leyera los titulares. Se interesaba por lo de Watergate cuando todo aquel lío. Y siempre quería saber cómo iba la Bolsa y lo que decía el periódico solía dejarle bastante jodido… perdóname, mamá.

Ella le dio una palmadita en la mano.

—No sé por qué le interesarían los valores, pero le interesaban.

—Tenía algunos valores —dijo Richler—. Con eso iba tirando. Tenía también unos cinco carnets de identidad distintos por la casa. Era un tipo astuto, desde luego.

—Supongo que tendría los valores en alguna caja de seguridad en algún sitio —comentó Todd.

—¿Cómo? —Richler enarcó las cejas.

—Sus valores —dijo Todd.

Su padre, que pareció sorprenderse también, miró luego a Richler e hizo un gesto de asentimiento.

—Sus certificados de valores, los pocos que le quedaban, estaban en un baulito debajo de la cama —dijo Richler—, junto con esa foto suya como Denker. ¿Acaso crees que tenía una caja de seguridad, hijo? ¿Te dijo alguna vez que la tenía?

Todd se quedó pensativo y movió luego la cabeza.

—Yo creía que era en una caja de seguridad donde se guardaban esas cosas. No sé. Esto… todo este asunto… sabe… estoy completamente desquiciado.

Movió la cabeza en un gesto de aturdimiento que resultó perfectamente real. Estaba realmente aturdido. No obstante, sintió, poco a poco, que su instinto de conservación emergía. Sintió una creciente agudeza mental y los primeros aguijoneos de la seguridad. Si Dussander hubiera alquilado realmente una caja de seguridad para guardar su documento protector, ¿no habría metido también allí sus valores? Y aquella foto…

—Trabajamos en este caso junto con los israelíes —dijo Richler—. Extraoficialmente. Les agradecería que no lo mencionaran si deciden ver a alguien de la prensa. Son verdaderos profesionales. Hay un hombre llamado Weiskopf al que le gustaría hablar mañana contigo, Todd. Si te parece bien a ti; y a tus padres, claro está…

—Claro que sí —dijo Todd, pero sintió una punzada de miedo atávico ante la idea de que anduvieran husmeando a su alrededor los mismos sabuesos que habían acosado a Dussander a lo largo de toda la segunda mitad de su vida. Dussander había sentido hacia ellos un respeto considerable, y Todd sabía que sería mejor para él que no lo olvidara ni un momento.

—¿Y ustedes, señores Bowden? ¿Tienen algún inconveniente en que Todd vea al señor Weiskopf?

—Ninguno, si no lo tiene Todd —dijo Dick Bowden—. Pero me gustaría estar presente. He leído algo sobre esa cosa israelí del Mossad…

—Weiskopf no tiene nada que ver con eso. Es lo que los israelíes llaman un agente especial. En realidad, da clases de literatura y de yiddish y de gramática inglesa. Y, además, ha escrito dos novelas. —Richler sonrió.

Dick alzó una mano, como dando por terminado el asunto.

—Bueno, sea como sea, no le permitiré que ande fastidiando a Todd. Según lo que he leído, esos individuos pueden ser, digamos, excesivamente profesionales. Tal vez sea un individuo como es debido. Pero me gustaría que usted y ese señor Weiskopf recordaran que Todd sólo intentó ayudar al viejo. No era lo que parecía, de acuerdo, pero eso no lo sabía Todd.

—Es cierto, papá —dijo Todd con una lánguida sonrisa.

—Sólo quiero que nos ayuden todo lo que puedan —dijo Richler—. Agradezco su interés, señor Bowden. Creo que usted mismo averiguará que el señor Weiskopf es una persona muy agradable y muy tranquila. Yo no tengo más preguntas que hacer, pero no estará de más que les diga qué es lo que más les interesa a los israelíes. Todd estaba con Dussander cuando le dio el ataque de corazón por el que ingresó en el hospital…

—Me pidió que fuera para leerle una carta —dijo Todd.

—Lo sabemos. —Richler se inclinó hacia delante apoyando los codos en las rodillas, la corbata colgando como una plomada—. Pues a los israelíes les interesa esa carta. Dussander era un pez gordo, pero no era el último que quedaba en el lago… o, al menos, eso es lo que dice Weiskopf; y yo lo creo. Y creen que seguramente Dussander sabía de muchos de los otros peces. La mayoría de los que aún viven están seguramente en Sudamérica, pero debe de haber otros repartidos en una docena de países… incluido Estados Unidos. ¿Sabían ustedes que capturaron a un individuo que había sido Unterkommandant en Buchenwald en el vestíbulo de un hotel de Tel Aviv?

—¡No me diga! —exclamó Monica, espantada.

—De veras —prosiguió Richler—. Fue hace dos años. El caso es que los israelíes creen que la carta que Dussander quería que Todd le leyera podría ser de uno de esos peces. Puede que estén en lo cierto y puede que no. De cualquier modo, quieren cerciorarse.

Todd, que había vuelto a casa de Dussander y quemado la carta, dijo:

—Yo le ayudaría a usted… o a ese Weiskopf, si pudiera, teniente Richler, pero la carta estaba en alemán. Me resultó realmente muy difícil leerla. Me sentía un imbécil. El señor Denker… Dussander… estaba nerviosísimo y me pedía que le deletreara las palabras que no podía entender debido a mi, bueno, a mi pronunciación. Pero creo que lo entendía todo bien. Recuerdo que en determinado momento se echó a reír y luego dijo: «Sí, sí, eso es lo que deberías hacer, ¿no?», y añadió algo en alemán. Esto sería uno o dos minutos antes de que le diera el ataque al corazón. Algo sobre dummkopf. Que creo que significa estúpido en alemán.

Miraba a Richler indeciso, bastante complacido interiormente con esta mentira.

Richler cabeceaba.

—Sí, tenemos entendido que la carta estaba en alemán. El médico que atendió el ingreso de Dussander en el hospital te oyó contar la historia y lo corroboró. Pero qué me dices de la carta propiamente dicha, Todd… ¿recuerdas qué fue de ella?

Ya está aquí, pensó Todd. El crujido.

—Creo que había una carta en la mesa, sí —dijo Dick—. Yo recogí un papel del suelo y le eché un vistazo. Papel de correo aéreo, creo, pero no me fijé si estaba escrito en alemán.

—En tal caso, debería seguir todavía allí —dijo Richler—. Con las prisas de sacarle de la casa, nadie pensó en cerrar la puerta. Ni siquiera a Dussander se le ocurrió pedir a alguien que lo hiciera, al parecer. La llave de la puerta de la calle de la casa seguía en el bolsillo de sus pantalones cuando murió. La casa permaneció abierta desde que los enfermeros del centro médico le sacaron de casa hasta que nosotros la clausuramos y sellamos a las dos y media de esta madrugada.

—Bueno, pues está claro —dijo Dick.

—No —respondió Todd—. Ya entiendo lo que le intriga al teniente Richler. —Oh, sí, lo entendía perfectamente. Había que ser ciego para no verlo—. ¿Por qué iba a robar un ladrón sólo una carta? ¿Y precisamente una carta escrita en alemán? No tiene sentido. El señor Denker no tenía mucho que robar, pero alguien que allana una vivienda encontraría siempre algo mejor que eso para llevárselo.

—Lo has entendido perfectamente —dijo Richler—. No está nada mal.

—Todd quería ser detective de mayor —dijo Monica, y le revolvió el pelo. Al hacerse mayor, Todd detestaba que su madre le acariciara el cabello, pero ahora parecía no importarle—. Creo que últimamente ha decidido pasarse a la historia.

—La historia es un buen campo —dijo Richler—. Puedes hacer investigación histórica. ¿Has leído a Josephine Tey?

—No, señor.

—No importa. Me gustaría que mis chicos tuvieran alguna ambición mayor que la de que ganen Los Ángeles este año el campeonato.

Todd sonrió lánguidamente, y no dijo nada.

Richler volvió a ponerse serio.

—De todos modos, les explicaré la teoría en que estamos basándonos. Creemos que alguien, seguramente de aquí mismo, de Santo Donato, sabía perfectamente quién era y lo que era Dussander.

—¿De veras? —preguntó Dick.

—Desde luego. Alguien que sabía la verdad. Tal vez otro nazi fugitivo. Sé que suena a película, pero ¿quién habría dicho que aquí precisamente, en una zona residencial tranquila como ésta, había un nazi fugitivo? Y creemos que, cuando Dussander fue al hospital, nuestro Señor X registró la casa y dio con la carta acusadora. Y que a estas alturas flota hecha cenizas en el desagüe.

—De todas formas, eso no tiene mucho sentido —dijo Todd.

—¿Por qué no, Todd?

—Bueno, si el señor Denk… Dussander, tuviera un viejo camarada de los campos de concentración, o simplemente un viejo compañero nazi, ¿por qué iba a pedirme a mí que fuera a leerle aquella carta? Quiero decir, si le hubieran visto corregirme y… En fin, al menos ese viejo compañero nazi del que usted habla sabría leer perfectamente alemán.

—Buena objeción. Sólo que tal vez ese viejo compañero esté en una silla de ruedas, o ciego. Al parecer podría tratarse del mismísimo Bormann, que ni siquiera se atrevería a salir a la calle y enseñar la cara.

—Pero los paralíticos y los ciegos no suelen ser eficaces en la tarea de registrar casas para robar cartas —dijo Todd.

Richler hizo un gesto de admiración:

—Cierto, pero un ciego podría robar una carta, aunque no pudiera leerla. O pagar para que lo hicieran.

Todd consideró esto y asintió, pero al mismo tiempo se encogió de hombros para indicar también lo traída por los pelos que le parecía la idea. Richler había ido mucho más lejos que Robert Dudlum y había entrado en el terreno de Sax Rohmer. Pero el que la idea fuera o no descabellada importaba un pimiento, ¿no? Desde luego, lo realmente importante era que Richler seguía husmeando… y que el avispado Weiskopf también andaba husmeando. La carta, ¡la maldita carta! ¡Aquella maldita y estúpida ocurrencia de Dussander! Y de repente pensó en su 30.30, guardado en la funda y descansando en su estante en el garaje frío y oscuro. Se obligó a dejar de pensar en el rifle. Sintió húmedas las palmas de las manos.

—¿Sabes si Dussander tenía algunos amigos? —le preguntaba Richler.

—¿Amigos? No. Tenía una señora que le limpiaba, pero se mudó, y él no se molestó en buscar otra. Y en el verano pagaba a un chico para que le segara el césped, pero creo que este año no le pagó a ninguno. La yerba está muy alta, ¿no?

—Sí. Hemos llamado a muchas puertas y no parece que contratara a nadie. ¿Puedes decirme si recibía llamadas telefónicas?

—Claro —dijo Todd, sin pensarlo… Se le antojó que era una posibilidad, una vía de escape relativamente segura. El teléfono de Dussander habría sonado en total unas seis veces en todo el tiempo que Todd le había tratado: vendedores, una encuesta sobre alimentos de desayuno y el resto equivocaciones. Sólo tenía el teléfono por si se ponía malo… como ocurrió al final, ojalá se pudriera su alma en el infierno—. Solía recibir una o dos llamadas todas las semanas.

—¿Y hablaba alemán en esas ocasiones? —se apresuró a preguntar Richler. Parecía alterado.

—No —dijo Todd, cauteloso de pronto. No le gustaba aquel súbito interés nervioso de Richler… había en él algo raro, algo peligroso. Estaba seguro de ello, y le costaba contener la angustia—. No hablaba mucho en general. Recuerdo que un par de veces dijo cosas como «Está aquí ahora ese chico que viene a leerme. Ya llamaré yo».

—¡Estoy seguro de que es lo que pensamos! —exclamó Richler, dándose palmadas en los muslos—. ¡Apostaría la paga de dos semanas a que era él!

Cerró de golpe el cuaderno de notas (en el que, que Todd hubiese visto, no había más que garabatos) y se levantó.

—Quiero darles las gracias a los tres por su tiempo. Y en especial a ti, Todd. Sé lo desagradable que es para ti todo esto, pero pronto terminará. Esta tarde pondremos la casa patas arriba… desde el sótano al ático y del ático al sótano otra vez. Utilizaremos todos los equipos especiales. Tal vez encontremos alguna pista de ese interlocutor telefónico de Dussander.

—Así lo espero —dijo Todd.

Richler les estrechó la mano a los tres y se fue. Dick le preguntó a Todd si quería jugar un poco al volante hasta la hora de comer. Dijo que no le apetecía jugar ni comer tampoco, y subió a su cuarto con la cabeza baja y los hombros hundidos. Sus padres intercambiaron miradas comprensivas y preocupadas. Todd se echó en la cama y se quedó mirando el techo; pensaba en su 30.30. Podía verlo claramente con los ojos mentales. Pensaba en la posibilidad de hundir el cañón de azulado acero justamente en el viscoso coñito judío de Betty Trask: era justo lo que necesitaba ella, un pijo bien duro que nunca se ablandara. ¿Qué tal, Betty?, se oyó preguntándole. Cuando tengas bastante me avisas, ¿de acuerdo? ¿Vale? Se imaginaba los gritos de la chica. Y al fin asomó a su rostro una sonrisa horrible y neutra. Seguro, no dejes de decírmelo, so puta… ¿de acuerdo? ¿De acuerdo?…

—Bueno, entonces, ¿qué crees? —le preguntó Weiskopf a Richler cuando éste le recogió en un restaurante que quedaba a tres manzanas de la casa de los Bowden.

—Pues yo creo que, de alguna forma, el chico estaba en el ajo —dijo Richler—. De alguna forma, de algún modo, hasta cierto punto. Pero qué tipo increíble. Es un témpano. Creo que si le echaras agua hirviendo en la boca escupiría cubitos de hielo. Metió la pata un par de veces, pero no conseguí nada que pudiera utilizarse en un juicio. Y, de cualquier modo, aunque consiguiera más, un abogado listo lograría que no le condenaran a más de uno o dos años… lo que quiero decir es que, según los tribunales, el chico es aún menor… sólo tiene diecisiete años. Creo que en algunos aspectos dejó de ser menor hacia los ocho años. La verdad es espeluznante, amigo mío.

—¿Qué errores cometió en vuestra conversación?

—Las llamadas telefónicas. Ése fue el principal. Cuando dejé caer la idea, me di cuenta de que se le encendían los ojos como una maquinita electrónica.

Richler giró a la izquierda y enfiló la indescriptible Crevy Nova hacia el carril de acceso a la autopista. A doscientos metros a la derecha quedaba la pendiente y el árbol muerto desde donde Todd había disparado en seco el rifle apuntando al tráfico de la autopista una mañana de sábado no muy lejana.

—Él se decía: «Este poli anda bastante desencaminado si cree que Dussander tenía un amigo nazi aquí mismo, pero, si lo que cree es eso, yo quedo completamente al margen», así que va y me dice: «Sí, Dussander recibía una o dos llamadas todas las semanas. Muy misterioso. “No puedo hablar ahora, Z-cinco, llama más tarde”»…, esas cosas, ya sabes. Pero Dussander ha estado pagando la cuota mínima de teléfono los últimos siete años. No lo utilizaba prácticamente, y no ponía ninguna conferencia. Desde luego, no recibía una o dos llamadas todas las semanas.

—¿Y qué más?

—Bueno, sacó precipitadamente la conclusión de que la carta había desaparecido, y ya está. Sabía que era lo único que faltaba en la casa, porque había sido él quien había vuelto y la había hecho desaparecer.

Richler aplastó el cigarrillo en el cenicero.

—Nosotros creemos que la carta era un simple tapujo. Creemos que a Dussander le dio el ataque al corazón mientras intentaba enterrar aquel cadáver… el más reciente. Tenía tierra en los zapatos y en las vueltas de los pantalones, así que es una suposición bastante razonable. Lo cual significa que llamó al chico después de haber sufrido el ataque cardíaco, no antes. Se arrastra escaleras arriba y telefonea al chico. El muchacho sale disparado (tal como hace siempre, de todas formas) y amaña la historia de la carta precipitadamente. No es gran cosa, pero tampoco está mal…, teniendo en cuenta las circunstancias. Se presenta allí y le soluciona la papeleta a Dussander, limpia y ordena todo. Bien; pero ahora el muchacho está absolutamente abrumado. La ambulancia está en camino, su padre está a punto de llegar, y necesita aquella carta como tapadera. Sube corriendo las escaleras y rompe la caja para abrirla…

—¿Lo has comprobado ya? —preguntó Weiskopf, encendiendo uno de sus cigarrillos, uno sin filtro, que a Richler le olía a mierda de caballo. No era raro que se hundiera el Imperio británico, pensó, si se dedicaban a fumar aquellos cigarrillos.

—Sí, hemos comparado las huellas y no hay duda —dijo Richler—. Las huellas dactilares de la caja son las mismas que las de los boletines de notas del colegio. ¡Claro que sus huellas están prácticamente por todas partes en aquella maldita casa!

—Claro; pero, si le planteas todo eso, le espantarás —dijo Weiskopf.

—Oh, vamos, escucha, tú no sabes cómo es este muchacho. Cuando dije que era frío, quería decir eso exactamente. Él diría que Dussander le pidió una o dos veces que le bajara la caja para meter o para sacar algo en ella.

—Sus huellas dactilares están también en la pala.

—Alegaría que la utilizó para plantar un rosal en el patio de atrás. —Richler sacó los cigarrillos, pero la cajetilla estaba vacía. Weiskopf le ofreció uno de los suyos. Richler empezó a toser a la primera calada—. Saben igual de mal que huelen —dijo, atragantándose.

—Como aquellas hamburguesas que pedimos ayer para comer —dijo Weiskopf riéndose—. Aquellas MacBurgers.

—De las grandes —dijo Richler, riéndose también—. De acuerdo. Los híbridos culturales no siempre funcionan. —La sonrisa desapareció—. Pero ¿sabes?, tiene un aspecto muy sano.

—Sí.

—No se trata de un típico delincuente juvenil con el pelo por el culo y cadenas en sus botas de motorista.

—No. —Weiskopf miró detenidamente todo el tráfico que les rodeaba y se alegró de no ir conduciendo—. No es más que un muchacho. Un niño blanco de buena familia. Y la verdad es que me resulta difícil creerlo…

—Yo creía que vosotros los teníais ya listos a los dieciocho para manejar rifles y granadas. En Israel.

—Sí. Pero, cuando empezó todo este asunto, él tenía catorce años. ¿Por qué se asociaría un muchacho de catorce años con un individuo como Dussander? Me he esforzado por entenderlo, y no lo consigo, no puedo.

—Yo más bien me preguntaría cómo —dijo Richler, y tiró el cigarrillo por la ventanilla. Le estaba dando dolor de cabeza.

—Tal vez, si es que ocurrió, fuera la simple casualidad, la suerte, una coincidencia. Yo creo que existe eso de la mala estrella, igual que lo de la buena estrella.

—No entiendo nada de lo que me dices —dijo Richler lúgubremente—. Yo lo único que sé es que ese muchacho resulta espeluznante.

—Pues lo que quiero decir es muy sencillo. Cualquier otro muchacho se hubiese sentido feliz contándoselo a sus padres o a la policía. Le hubiese encantado decirles: «He reconocido a un individuo al que se busca. Su dirección es ésta. Sí. Estoy seguro». Y dejar que las autoridades se encargaran del asunto. ¿O es que crees que estoy equivocado?

—No, no lo creo. El chaval sería el centro de atención unos días. La mayoría de los chicos lo habrían hecho. Su foto en el periódico, una entrevista en las noticias de la noche, seguramente un premio del comité escolar como ciudadano ejemplar. —Richler se echó a reír. Luego, alzó un poco la voz porque estaban pasándoles por ambos lados vehículos de diez ruedas. Weiskopf miraba crispado a un lado y al otro—. No quieres entenderlo. Pero estás en lo cierto respecto a la mayoría de los chicos. Casi todos actuarían así.

—Pero no este chico en concreto —dijo Weiskopf—. Este chico, tal vez sólo por pura casualidad, descubrió a Dussander. Pero, en lugar de acudir a sus padres o a las autoridades… acudió al propio Dussander. ¿Por qué? Dices que no te importa, pero creo que sí. Creo que a ti te obsesiona tanto como a mí.

—Desde luego, no para chantajearle —dijo Richler—. Ese chico tiene todo lo que un chico podría desear. Había un vehículo todo terreno en el garaje, por no mencionar un inmenso rifle. Y, aun en el caso de que hubiera querido extorsionar a Dussander por el simple gusto de hacerlo, era prácticamente imposible que lo consiguiera. Aparte de esas pocas acciones, no tenía donde caerse muerto.

—¿Estás bien seguro de que el chico no sabe que has descubierto los cadáveres del sótano?

—Estoy seguro. A lo mejor vuelvo esta tarde y se lo suelto. Por el momento, parece nuestra mejor baza. —Richler golpeó levemente el volante—. Si todo esto se hubiera descubierto al menos un día antes, creo que habría solicitado una orden de registro.

—¿La ropa que llevaba el chico aquella noche?

—Sí. Si hubiéramos encontrado muestras de tierra en su ropa que correspondieran al suelo del sótano de Dussander, creo que habríamos conseguido que se desmoronara. Pero, a estas alturas, la ropa que llevaba puesta aquella noche seguramente ha pasado ya por seis lavados.

—¿Y qué me dices de los otros mendigos muertos? Los que vuestro departamento de policía ha encontrado en distintos puntos de la ciudad.

—Eso pertenece a Dan Bozeman. De todas formas, no creo que haya ninguna relación. Dussander no era tan fuerte como… Y, además, ya tenía un sistema. Les prometía comida y bebida y se los llevaba a casa en autobús (¡el maldito autobús del centro!) y se los cargaba en la cocina.

—No estaba pensando en Dussander —dijo Weiskopf, muy despacio.

—¿Qué quieres decir con…? —empezó a decir Richler, y se interrumpió bruscamente. Siguió un largo silencio de incredulidad, interrumpido sólo por el zumbido del tráfico que les rodeaba. Luego, Richler dijo, suavemente—: Oh, vamos, por favor. Dame un maldito…

—Como agente de mi gobierno, Bowden sólo me interesa, si es que es por algo, por lo que pueda saber de los restantes contactos de Dussander con la organización nazi. Pero, como ser humano, siento un creciente interés por el chico en sí mismo. Me gustaría saber qué es lo que le hace actuar. Quiero saber por qué. Y, cuando intento contestar esa pregunta para mi propia satisfacción, me encuentro con que me sigo preguntando: «Qué más».

—Pero…

—¿Crees, me pregunto, que las mismas atrocidades en las que Dussander participó constituirían la base de algún tipo de atracción entre ambos? Ésa es una idea espantosa, me digo. Las cosas que ocurrieron en aquellos campos conservan aún fuerza suficiente para producir náuseas. Eso es lo que yo siento, aunque el único pariente próximo que tuve en los campos era mi abuelo, y murió cuando yo tenía tres años. Pero tal vez haya algo en lo que hicieron los alemanes que ejerza en nosotros una fascinación devastadora: algo que abra las catacumbas de la imaginación. Tal vez, parte de nuestro temor, de nuestro espanto, proceda del secreto conocimiento de que, en determinadas circunstancias favorables (o adversas), nosotros mismos estaríamos dispuestos a construir tales lugares y a poblarlos. Mala estrella. Tal vez sepamos que, en determinadas circunstancias favorables, todo lo que vive en las catacumbas saldría con gusto a la superficie. ¿Y qué aspecto crees que tendrían todos esos habitantes de las catacumbas? ¿El de Führers dementes con flequillo y bigote, saludando (Heil) a diestro y siniestro? ¿El de diablos rojos, o demonios, o el de dragón flotando con repugnantes alas de reptil?

—No lo sé —dijo Richler.

—Creo que la mayoría de ellos tendrían aspecto de contables muy normales —dijo Weiskopf—. Sesudos hombrecillos con gráficos y diagramas y calculadoras electrónicas dispuestas a conceder la máxima importancia a la proporción de la matanza, para que la próxima vez pudieran matar veinte o treinta millones en vez de sólo seis. Y algunos podrían parecerse a Todd Bowden.

—Eres casi tan espeluznante como él —dijo Richler.

—Es un asunto espeluznante. ¿No lo fue acaso el encontrar esos cadáveres de hombres y de animales en el sótano de Dussander? ¿No se te ha ocurrido que tal vez el chico haya empezado sólo con un simple interés por los campos de concentración? ¿Un interés no muy distinto al de los chavales que coleccionan monedas o sellos o que disfrutan leyendo las historias de los malhechores del Salvaje Oeste? ¿Y que acudió a Dussander para obtener la información de primer brazo?

—De primera mano —dijo Richler—. En fin, amigo mío, en este momento podría creer ya cualquier cosa.

—Quizá —murmuró Weiskopf. Su voz quedó apagada por el ruido de otro vehículo de diez ruedas que les pasó. A un lado llevaba impreso BUDWEISER con letras de casi dos metros. Qué asombroso país, pensó Weiskopf, y encendió otro cigarrillo. No entienden que podamos vivir rodeados de árabes medio locos; pero, si yo viviera aquí dos años, me hundiría en una crisis nerviosa—. Quizás. Y quizá sea imposible el contacto cotidiano con tantos crímenes sin que lleguen a afectarte.

29

El hombrecillo entró en la comisaría dejando tras de sí una hedionda estela a plátanos podridos, mierda de cucaracha e interior de un camión de basura al final de la jornada de trabajo. Vestía unos viejísimos y astrosos pantalones de punto de espiga, una camisa gris presidio deshilachada y una cazadora de invierno azul desvaído, con la cremallera prácticamente descosida del todo colgando como una sarta de dientecitos de pigmeo. Llevaba los zapatos pegados con cola y un pestilente sombrero plantado en la cabeza.

—¡Dios santo, largo de aquí! —gritó el sargento de guardia—. ¡No estás arrestado, Hap! ¡Te lo juro por Dios! ¡Te lo juro por el nombre de mi madre! ¡Lárgate, Hap! ¡Quiero volver a respirar!

—Quiero hablar con el teniente Bozeman.

—Se ha muerto, Hap. Murió ayer precisamente. Todos estamos destrozados. Así que lárgate y déjanos llorarle en paz.

—¡Quiero hablar con el teniente Bozeman! —dijo Hap, más alto. Su aliento era una mezcla fermentada de pizza, tabletas de mentol y vino tinto dulce.

—Ha tenido que irse a Siam por un caso, Hap. Así que ¿por qué no te largas ya, eh? Vete a algún sitio y piérdete.

¡Quiero hablar con el teniente Bozeman, y no me iré hasta que haya hablado con él!

El sargento de guardia salió de la habitación. Volvió a los pocos minutos con el teniente Bozeman, un hombre enjuto, un poco encorvado, de unos cincuenta años.

—Llévale a tu oficina, ¿no te parece, Dan? —suplicó el sargento de guardia—. ¿No será mejor?

—Vamos, Hap —dijo Bozeman, y al cabo de un minuto ambos estaban en el compartimiento que constituía la oficina de Bozeman. Éste abrió prudentemente la única ventana y puso el ventilador en marcha, antes de sentarse—. ¿Qué puedo hacer por ti, Hap?

—¿Sigue con esos asesinatos, teniente Bozeman?

—¿Los mendigos? Sí, creo que eso aún me pertenece.

—Bueno, pues yo sé quién les dio el pase.

—¿De veras, Hap? —preguntó Bozeman.

Estaba ocupado encendiendo la pipa. No acostumbraba a fumar en pipa, pero ni el ventilador ni la ventana abierta bastaban para borrar el olor de Hap. Dentro de nada, pensó Bozeman, la pintura de las paredes empezaría a combarse y a desprenderse. Suspiró.

—¿Recuerda que le dije que Poley había estado hablando con un tipo justo el día antes de encontrarle todo acuchillado en aquella alcantarilla? ¿Recuerda que se lo dije, teniente Bozeman?

—Lo recuerdo.

Varios mendigos de los que pululan por el Ejército de Salvación y el comedor de beneficencia, a pocas manzanas de distancia, habían contado una historia parecida sobre dos de los mendigos asesinados, Charles Sonny Brackett y Peter Poley Smith. Habían visto husmeando por allí a un tipo joven, que estuvo hablando con Sonny y con Poley. Nadie sabía a ciencia cierta si Sonny se había ido con él, pero Hap y otros dos aseguraban haber visto a Poley Smith marcharse con el tipo. Tenían la idea de que el tipo era menor y quería que le consiguieran una botella de whisky a cambio de una parte. Algunos otros vagabundos decían haber visto a un tipo como aquél por allí. La descripción del tipo era soberbia, perfecta para exponerla ante el tribunal, y más viniendo como venía de tan intachables fuentes. Joven, rubio y blanco. ¿Qué más necesitabas para hacer un arresto?

—Verá, teniente, anoche estaba yo en el parque —dijo Hap— y tenía allí aquel montón de periódicos viejos…

—Esta ciudad tiene una ley contra la vagancia, Hap.

—Pero yo estaba recogiendo los periódicos, teniente —dijo honradamente Hap—. Es horrible ver cómo lo tira todo por ahí la gente. Era un servicio público lo que yo hacía, teniente. Un jodido servicio público. Algunos de aquellos periódicos eran de hace una semana.

—Sí, Hap —dijo Bozeman. Recordaba vagamente que tenía bastante hambre y esperaba anhelante el almuerzo. Esa hora le parecía lejanísima.

—Bueno, pues cuando desperté, uno de los periódicos se me había puesto en la cara y me encontré mirando cara a cara al tipo. Le diré que me dio un gran susto. Mire, es éste. Éste es precisamente el tipo.

Hap sacó una hoja de periódico amarillenta y arrugada y manchada de su cazadora y la extendió. Bozeman se inclinó hacia delante, con cierto interés ahora. Hap colocó el periódico en la mesa para que pudiera leer el titular: CUATRO CHICOS NOMBRADOS ESTRELLAS DE BÉISBOL DE CALIFORNIA SUR. Bajo el titular había cuatro fotografías.

—¿Cuál de ellos, Hap?

Hap posó un dedo mugriento en la foto de la derecha.

—Él. Y aquí pone su nombre. Se llama Todd Bowden.

Bozeman miró la fotografía y luego a Hap, preguntándose cuántas células grises en buen uso le quedarían todavía a Hap después de veinte años de adobarlas en la burbujeante salsa de vino barato sazonada con gelatina de alcohol metílico de vez en cuando.

—¿Cómo puedes estar seguro, Hap? En la foto lleva gorra de jugador de béisbol. Yo no podría decir si tiene el pelo rubio o no.

—Es por la sonrisa —dijo Hap—. Por la forma de sonreír. Era exactamente esa misma sonrisa de qué-grande-es-la-vida con la que miraba a Poley cuando se fueron juntos. No confundiría esa sonrisa ni en un millón de años. Es él, ése es el tipo.

Bozeman casi no oyó las últimas palabras de Hap; estaba pensando, intentando recordar. Todd Bowden. Aquel nombre le sonaba mucho, y no sabía por qué. Había algo que le inquietaba aún más que la idea de que un héroe del equipo de béisbol del instituto de la ciudad anduviera por ahí cargándose mendigos. Tenía la sensación de que había oído aquel nombre aquella misma mañana en alguna conversación. Frunció el ceño, intentando recordar dónde.

Hap se marchó, y Dan Bozeman seguía intentando recordar cuando llegaron Richler y Weiskopf… y fueron sus voces mientras tomaban café las que encendieron la luz en su memoria.

—Santo cielo —dijo el teniente Bozeman, y se levantó de un salto.

30

Sus padres se habían ofrecido a cancelar sus respectivos planes de la tarde (ir al mercado, Monica, y a practicar el golf con alguien del trabajo, Dick) y quedarse en casa con él, pero Todd les había dicho que prefería estar solo. Creía que limpiaría el rifle y pensaría en todo aquel asunto. Intentaría ordenar sus ideas.

—Todd —dijo Dick, y descubrió de pronto que no tenía absolutamente nada que decir. Pensó que, si hubiera sido su propio padre, en aquella situación le habría aconsejado rezar. Pero las generaciones habían cambiado, y en estos tiempos los Bowden no eran muy rezadores—. Estas cosas pasan a veces —concluyó, no muy convincente, porque Todd seguía mirándole—. Procura no amargarte por ello.

—No te preocupes —dijo Todd.

Cuando al fin se quedó solo, sacó unos trapos y el frasco de aceite para engrasar el rifle en el banco que había junto a los rosales. Volvió luego al garaje a buscar el 30.30. Lo sacó también al banco de fuera y lo desmontó. Lo limpió a fondo; el aroma dulzón de las flores resultaba agradable. Concentrado en su tarea, tarareaba y a ratos silbaba entre dientes. Cuando terminó, volvió a montar el 30.30. Podría haberlo hecho perfectamente con los ojos cerrados. Su mente vagaba libremente. Cuando volvió a la realidad, unos cinco minutos después, advirtió que había cargado el arma. Se dijo que no sabía por qué.

Claro que lo sabes, Niño-Todd. La hora, por así decirlo, ha llegado.

Y entonces un radiante Saab amarillo entró en el camino de coches. El individuo que se bajó del mismo le resultaba vagamente familiar, pero, hasta que no cerró de golpe la portezuela y empezó a avanzar en su dirección, Todd no se fijó en los zapatos de lona azul claro. Hablando de las maldiciones del pasado, el camino de coches de los Bowden, Ed French, el hombre de los zapatos deportivos, avanzaba hacia Todd.

—¿Qué hay, Todd? Mucho tiempo sin verte.

Todd apoyó el rifle en el respaldo del banco y dedicó a Ed su amplia y agradable sonrisa.

—¿Qué tal, señor French? ¿Qué anda usted haciendo por la parte salvaje de la ciudad?

—¿Están en casa tus padres?

—Oh, no, ¿les quería para algo?

Ed French se quedó pensándolo. Al fin dijo:

—No, no. Creo que no. Tal vez sea mejor que hablemos tú y yo. En realidad, tal vez puedas darme una explicación perfectamente razonable de todo esto. Aunque bien sabe Dios que lo dudo.

Metió la mano en el bolsillo de la cadera y sacó un recorte de periódico. Todd supo lo que era incluso antes de que Ed French se lo entregara y, por segunda vez aquel día, se encontró mirando las dos fotografías de Dussander. La del fotógrafo callejero había sido encuadrada en tinta negra. Todd comprendía perfectamente. Ed French había reconocido al «abuelo» de Todd. Y ahora quería contarle a todo el mundo su descubrimiento. Quería divulgar la buena nueva. El bueno de Ed con su jerigonza y sus malditos zapatos deportivos.

La policía mostraría gran interés, aunque, claro, ya lo mostraba. Ahora lo sabía Todd. La sensación de amilanamiento había empezado unos treinta minutos después de irse Richler. Era como si hubiera estado subiendo en un globo lleno de gas hilarante. Luego, una flecha de acero había atravesado el tejido del globo y ahora descendía y descendía y se hundía rápidamente.

Las llamadas telefónicas, eso había sido lo peor. Richler lo había dejado caer como si nada. Oh sí, había dicho él precipitándose como un imbécil en la trampa. Recibe una o dos llamadas todas las semanas. Mandarles a recorrer todo el sur de California a la busca de ex nazis geriátricos. Muy bien. Sólo que tal vez Mamaíta Telefónica les hubiera contado otro cuento. Todd no sabía si la Compañía Telefónica podía saber las veces que hablabas por teléfono… pero creyó advertir un brillo en los ojos de Richler…

Y estaba también lo de la carta. Sin darse cuenta, le había dicho a Richler que la casa no había sido allanada, y, sin duda alguna, Richler había salido de allí pensando que la única forma de que Todd lo supiera era porque había vuelto… tal como lo había hecho, no una sino tres veces; la primera para recoger la carta, y las otras dos para asegurarse de que no había nada que pudiera incriminarle. No lo había. Hasta el uniforme de las SS había desaparecido, seguramente el propio Dussander se habría deshecho de él en algún momento de los últimos cuatro años.

Y estaban también los cadáveres. Richler no los había mencionado.

Al principio, esto a Todd le pareció muy bien. Que prosiguieran la caza mientras él conseguía ordenar sus ideas (y su historia, claro). Nada que temer del polvo que hubiera quedado en su ropa mientras enterraba el cadáver; la había lavado aquella misma noche. Él mismo la metió en la lavadora, pues comprendía que Dussander podría morirse y descubrirse después todo. Nunca se es demasiado cuidadoso, chico, como diría el propio Dussander.

Y luego, poco a poco, había comprendido que no era buena señal. Había hecho bastante calor, y el calor hacía siempre que el sótano de Dussander oliera aún peor; la última vez que había estado en la casa, lo había advertido como una presencia constante. La policía sin duda se habría interesado por aquel olor y habría buscado su origen. Entonces, ¿por qué le había ocultado Richler la información? ¿La reservaba para después? ¿Tal vez para darle una desagradable sorpresa? Y el que Richler estuviera preparando una sorpresa desagradable sólo podía significar una cosa: que sospechaba.

Todd alzó la vista del recorte de periódico y vio que Ed le daba casi la espalda. Estaba mirando hacia la calle, aunque en la calle no pasaba prácticamente nada. Richler podía sospechar, pero eso era todo lo que podía hacer.

A menos que existiera algún tipo de prueba concreta que relacionara a Todd con el viejo.

Exactamente el tipo de prueba que podía aportar Ed French.

Un hombre ridículo con un calzado ridículo. Hombre tan ridículo apenas merecía vivir. Todd acarició el cañón del rifle.

Sí. Ed era el eslabón que les faltaba. Jamás podrían probar que Todd había ayudado a Dussander en uno de sus crímenes. Pero con el testimonio de Ed demostrarían la conspiración. ¿Y terminaría todo ahí? Oh, no, echarían mano de su fotografía del último curso y empezarían a enseñársela a todos los mendigos del distrito de la Misión. Una probabilidad remota, claro, pero Richler no la desdeñaría. Si no podían atribuirle uno de los montones de mendigos, tal vez pudieran cargarle con el otro montón.

Y a continuación, ¿qué? A continuación el juzgado.

Su padre le proporcionaría un maravilloso montón de abogados, claro. Y los abogados le sacarían libre, por supuesto. Causaría una excelente impresión al jurado. Pero, para entonces, tal como Dussander le había dicho que pasaría, su vida estaría arruinada. Habría salido todo en los periódicos, que lo habrían desenterrado y aireado como los cadáveres medio descompuestos del sótano de Dussander.

—El hombre de esa fotografía es el hombre que vino a mi despacho cuando hacías noveno —dijo Ed de pronto, volviéndose de nuevo hacia él—. Se hizo pasar por tu abuelo. Ahora resulta que era un criminal de guerra perseguido.

—Sí —dijo Todd.

Su cara era ahora absolutamente inexpresiva. Era la cara de un maniquí. Toda animación, vivacidad y vida habían desaparecido de ella. Lo que quedaba era aterrador por su vacua vaciedad.

—¿Cómo ocurrió? —preguntó Ed; tal vez se propuso que su pregunta resultara una atronadora acusación, pero resultó quejumbrosa y vaga y de alguna forma engañosa—. ¿Cómo ocurrió, Todd?

—Bueno, una cosa siguió a la otra, ya sabe —dijo Todd, y agarró el 30.30—. Así es como ocurrió en realidad. Sencillamente una cosa… siguió a la otra. —Quitó el seguro con el pulgar y apuntó con el rifle a Ed Chanclos—. Tan estúpido como suena, eso fue justamente lo que pasó. Así de fácil.

—Todd —dijo Ed, abriendo mucho los ojos. Dio un paso hacia atrás—. Todd, no querrás… por favor, Todd. Podremos hablar de todo esto… podemos disc…

—Usted y el maldito alemán podrán discutirlo juntos en el infierno —dijo Todd, y apretó el gatillo.

El disparo resonó en la tarde cálida y quieta. Ed French cayó de espaldas contra su coche. Tanteó tras de sí con una mano y arrancó un limpiaparabrisas. Se quedó mirándolo tontamente mientras la sangre le empapaba el jersey de cuello alto y luego lo tiró y miró a Todd.

—Norma —susurró.

—De acuerdo —dijo Todd—. Lo que digas, campeón.

Disparó de nuevo contra Ed, y más o menos la mitad de su cabeza desapareció brutalmente en una lluvia de sangre y hueso.

Ed se volvió tambaleante y empezó a tantear la puerta del lado del conductor, llamando a su hija una y otra vez con voz débil y estrangulada. Todd volvió a disparar, apuntando a la base de la columna vertebral, y Ed cayó al suelo. Sus pies repicaron un instante en la grava y enmudecieron luego.

Una muerte bastante dura para un asesor escolar, pensó Todd, y se le escapó una risilla. Sintió al mismo tiempo que un dolor tan agudo como un punzón de hielo recorría su cerebro; cerró los ojos.

Cuando volvió a abrirlos se sentía perfectamente; hacía meses, años quizá, que no se había sentido tan bien. Todo era perfecto. Todo estaba en orden. La inexpresiva vacuidad se borró de su rostro, que adquirió una gran belleza.

Volvió al garaje y recogió todas las municiones que tenía, más de cuatrocientos proyectiles. Los metió en su vieja mochila y se la echó al hombro. Al salir de nuevo a la luz del día, sonreía nervioso, le brillaban los ojos. Su sonrisa era una sonrisa infantil de cumpleaños, una sonrisa de Navidad; una sonrisa que hablaba de fuegos artificiales, casitas en los árboles, señales secretas y secretos lugares de reunión, del resultado del gran partido triunfal cuando los jubilosos aficionados sacan del estadio en hombros a los jugadores. Era la sonrisa exaltada de niños rubitos que van a la guerra con cubos de carbón a modo de cascos.

¡Soy el rey del mundo! —gritó con fuerza al cielo azul, y alzó con ambas manos el rifle por encima de la cabeza. Lo bajó en seguida, sujetándolo con la mano derecha y se encaminó a aquel lugar de la pendiente sobre la autopista, donde el árbol caído le serviría de parapeto.

Pasaron cinco horas, y ya casi era de noche cuando lograron, por fin, desarmarle.