18
Aquel mismo día se fracturó la espalda Morris Heisel.
Morris no tenía la menor intención de partirse la espalda; sólo pretendía arreglar el canalón de la parte oeste de su casa. Nada más ajeno a su pensamiento que la idea de romperse la espalda, ya había sufrido bastante en la vida sin necesidad de eso. Su primera esposa había muerto a los veinticinco años y también habían muerto sus dos hijas. Y también había muerto su hermano, en 1971, en un trágico accidente de automóvil, cerca de Disneylandia. El propio Morris, que ya casi tenía sesenta años, veía agravarse su artritis por momentos. Y también tenía verrugas en las dos manos, verrugas que parecían reproducirse al mismo ritmo que el médico las iba quemando. Y también era muy propenso a las jaquecas, y en los dos últimos años su vecino Rogan había empezado a llamarle «El Gato Morris». ¿Qué tal le sentaría a Rogan, le había dicho Morris a Lydia, su segunda esposa, que él empezara a llamarle «La Hemorroide Rogan»?
—¡Basta, Morris! —le decía Lydia en tales ocasiones—. No sabes aguantar una broma, eres incapaz de aceptarla. A veces me pregunto cómo pude casarme con un hombre que carece por completo de sentido del humor. Vamos a Las Vegas —había dicho Lydia, dirigiéndose a una cocina vacía como si la escuchara una horda invisible de espectadores que sólo pudiera ver ella—, vemos a Buddy Hackett y Morris no se ríe ni una sola vez.
Además de la artritis, las verrugas y las jaquecas, Morris también tenía a Lydia, que, Dios la bendiga, se había vuelto pesadísima en los últimos cinco años o así… desde que se hizo la histerectomía. Así que bastantes preocupaciones y problemas tenía sin tener que añadir la espalda rota.
—¡Morris! —gritó Lydia, saliendo por la puerta de atrás y secándose las manos con un paño de cocina—. Morris, bájate inmediatamente de esa escalera.
—¿Qué? —Torció la cabeza para poder verla. Estaba en los peldaños más altos de la escalera de aluminio. En el peldaño en que estaba él, había una etiqueta amarillo chillón que decía: ¡PELIGRO! ¡PUEDE PERDERSE EL EQUILIBRIO DE PRONTO PASANDO DE ESTE PELDAÑO! Morris llevaba puesto el delantal de carpintero de los grandes bolsillos, uno lleno de clavos, y el otro, de grapas grandes. El suelo era levemente irregular bajo la escalera y ésta tembló un poco al moverse él. Le dolía un poco el cuello, preludio desagradable de una de sus jaquecas. Estaba fuera de sus casillas—. ¿Qué?
—He dicho que te bajes inmediatamente de ahí, antes de que te rompas la espalda.
—Casi he terminado ya.
—Te balanceas ahí arriba como si estuvieras en una barca, Morris. Bájate ahora mismo.
—Bajaré cuando haya acabado —dijo, irritado—. ¡Déjame en paz!
—Vas a romperte la espalda —repitió con tristeza ella, y volvió a entrar en casa.
Diez minutos después, cuando clavaba el último clavo en el canalón, inclinado hacia atrás bastante peligrosamente, oyó un bufido felino, seguido de un fiero ladrido.
—¡Válgame Dios, pero qué…!
Miró alrededor y la escalera se balanceó peligrosamente. En aquel mismo instante, su gato (que se llamaba Lover Boy, no Morris) dobló la esquina del garaje con los pelos de punta y los ojos llameantes. El cachorro de pastor escocés de Rogan lo perseguía furioso, con la lengua fuera, arrastrando la correa tras él.
Lover Boy, que al parecer no era supersticioso, pasó corriendo bajo la escalera de Morris. El pastor le siguió.
—¡Cuidado, cuidado, perro estúpido! —gritaba Morris.
La escalera se tambaleó. El cachorro le dio un golpe y la escalera cayó y Morris cayó con ella, lanzando un grito. Grapas y clavos saltaron por los aires. Aterrizó mitad en el camino pavimentado de coches y mitad fuera y sintió un dolor fortísimo en la espalda. Más que oír que se le rompía la columna, lo sintió. Luego, el mundo se sumió en la oscuridad.
Cuando volvió en sí, seguía allí tirado, mitad sobre el camino de coches, mitad fuera del mismo sobre un lecho de clavos y grapas. Lydia estaba a su lado, inclinada sobre él, llorando. Y estaba allí también Rogan, el vecino de al lado, la cara tan blanca como un sudario.
—¡Ya te lo dije! —babucía Lydia—. ¡Te dije que te bajaras de esa escalera! Y ahora mira. ¡Mira ahora lo que te ha pasado!
Morris descubrió que no tenía ningunas ganas de mirar. Tenía una franja angustiosa de dolor ceñida a la cintura como un cinturón y eso era grave; pero había algo mucho peor: por debajo de aquel cinturón de dolor no sentía nada; absolutamente nada.
—Ya te lamentarás luego —le dijo secamente—. Ahora ve a llamar al médico.
—Llamaré yo —dijo Rogan; y corrió hacia su casa.
—Lydia —dijo Morris. Se humedeció los labios.
—¿Qué? ¿Qué, Morris? —se inclinó hacia él y le cayó una lágrima en la mejilla. Sería conmovedor, supuso él, pero le había hecho encogerse, con lo que el dolor se había agudizado.
—Lydia, tengo además una de mis jaquecas.
—¡Oh, cariño! ¡Pobrecito mío, Morris! ¡Pero ya te dije yo…!
—Tengo la jaqueca porque ese perro potzer de Rogan se pasó toda la noche ladrando y no pude dormir. Y hoy ese perro se pone a perseguir a mi gato, tropieza con la escalera y ahora creo que me he fracturado la espalda.
Lydia dio un chillido que vibró estruendoso en la cabeza dolorida de Morris.
—Lydia —le dijo, y volvió a humedecerse los labios.
—¿Qué, cariño?
—Durante muchos años, he sospechado algo. Ahora ya estoy seguro.
—¡Pobrecito mío, Morris! ¿Qué?
—Dios no existe, Lydia, Dios no existe —dijo Morris, y se desmayó.
Le llevaron a Santo Donato y su médico le dijo, más o menos a la misma hora en que habría estado normalmente degustando una de las horrorosas cenas de Lydia, que no podría volver a caminar. Le habían colocado ya una especie de escayola en el cuerpo, y tomado muestras de sangre y orina. El doctor Kemmelman le había examinado los ojos y pegado en las rodillas con un martillito de goma (sin que a los golpecitos respondiera ningún movimiento reflejo). Y allí estuvo Lydia en todo momento, llorando a mares y empapando pañuelo tras pañuelo. Lydia, una mujer que habría sido esposa ideal para Job, iba a todas partes bien provista de moqueritos de encaje, por si se producía un ataque de llanto. Había llamado a su madre, que llegaría pronto («Está bien, Lydia», aunque no había nadie en el mundo a quien Morris detestara más que a la madre de Lydia). Había llamado al rabino, también llegaría en seguida («Está bien, Lydia», aunque hacía cuatro años que él no pisaba la sinagoga y ni siquiera estaba seguro de cómo se llamaba el rabino). Había llamado al jefe de Morris, y, aunque éste no se reintegraría a su trabajo, enviaba saludos y sus más sinceras condolencias («Está bien, Lydia», aunque, si había alguien a quien Morris detestara tanto como a la madre de Lydia, ése era precisamente aquel putz mascapuros de Frank Haskell). Al fin le dieron un valium a Morris y sacaron a Lydia de allí. Al poco rato, Morris sencillamente despegó: ni preocupaciones, ni jaqueca, ni nada. Si seguían dándole pastillitas azules como aquélla, fue su último pensamiento, volvería a subirse a aquella escalera y a romperse otra vez la espalda.
Cuando despertó (o recuperó la conciencia, sería más exacto), apuntaba ya el alba y el hospital estaba tan silencioso como Morris suponía que debía de estar siempre. Sentía una gran calma… serenidad casi. No le dolía nada. Sentía el cuerpo vendado e ingrávido. La cama estaba rodeada de una especie de cachivache parecido a una jaula de ardilla: barras de acero inoxidable, alambres y poleas. Las piernas las tenía sujetas arriba, a este artilugio con cables. Parecía que tuviera curvada la espalda por algo colocado debajo, aunque resultaba difícil determinarlo: sólo tenía su propio ángulo de visión para poder juzgar.
Los hay que están peor, pensaba. En todo el mundo hay personas que están peor aún. En Israel, los palestinos matan campesinos por cometer el crimen político de ir en autobús a ver una película. Los israelíes solucionan esta injusticia bombardeando a los palestinos y matando niños junto con los terroristas que pudiera haber. Hay quien está peor que yo… que no es decir que esto sea bueno, ni mucho menos, pero los hay que están peor.
Alzó con cierta dificultad una mano (le dolía en algún punto del cuerpo, aunque muy levemente) y cerró el débil puño delante de los ojos. Bien. Tenía las manos bien. Y tenía los brazos bien también. Pero no podía sentir absolutamente nada de la cintura para abajo. ¿Y eso qué? Había gente por todo el mundo paralizada del cuello para abajo. Había leprosos. Había personas que se morían de sífilis. Y en aquel preciso instante, en algún lugar del mundo, había personas subiendo a un avión que se iba a estrellar. Sí, aquello suyo no era bueno, pero había cosas peores en el mundo.
Y, en otros tiempos, había habido cosas mucho peores en el mundo.
Alzó el brazo izquierdo. Parecía flotar, descarnado, ante sus ojos: el brazo de un viejo huesudo de músculos decrépitos. Le habían puesto una chaqueta de hospital de manga corta y podía ver el número en el antebrazo, tatuado con una tinta azul desvaída. P499965214. Cosas peores, sí, cosas peores que caer de una escalera y romperse la espalda y que te lleven a un hospital metropolitano limpio y aséptico y te den un valium que borra todos los problemas.
Las duchas, sí, las duchas eran peores. Ruth, su primera esposa, había muerto en una de aquellas duchas malditas. Y las fosas que se convertían en tumbas. Podía cerrar los ojos y seguía viendo a los hombres alineados a lo largo de las fauces abiertas de las zanjas, podía oír aún las descargas, los recordaba aún cayendo hacia atrás como muñecos de trapo. Y los crematorios; sí. También los crematorios eran peores; los hornos crematorios, que impregnaban el aire del constante olor dulzón de los judíos ardiendo como antorchas invisibles. Los rostros sobrecogidos por el terror de viejos amigos y parientes, caras que se fundían igual que velas goteantes, rostros que parecían desaparecer delante de tus propios ojos: delgados, más delgados, delgadísimos. Y luego, un día no estaban ya, ya se habían ido. ¿Adónde? ¿Adónde se va la llama de la antorcha cuando la apaga el viento frío? ¿Al cielo? ¿Al infierno? Luces en la oscuridad. Candelas al viento. Cuando Job desfalleció al fin y cuestionó, Dios le preguntó a él: ¿Dónde estabas tú cuando hice el mundo? Si Morris Heisel hubiera sido Job, le habría respondido: ¿Dónde estabas tú cuando mi Ruth se moría, tú, potzer, tú? ¿Viendo jugar a los Yankees y a los Senators? Si no sabes atender mejor tus asuntos, quítate de mi vista.
Sí, había cosas peores que romperse la espalda, no le cabía la menor duda. ¿Pero qué clase de Dios habría permitido que se rompiera la espalda y quedara paralizado para toda la vida, después de haber visto morir a su esposa y a sus hijas y a sus amigos?
Ningún Dios, desde luego. Ninguno.
Le bajó rodando una lágrima despacio desde el ojo al oído. Fuera de la sala del hospital, sonaba suave un timbre. Pasó una enfermera con suelas de crepe. La puerta de la habitación estaba entreabierta y pudo leer en la pared del pasillo las letras DADOS INT y supuso que el letrero entero diría CUIDADOS INTENSIVOS.
Había movimiento en la habitación… crujir de ropa de cama.
Moviéndose con mucho cuidado, volvió la cabeza hacia la derecha, al otro lado de la puerta. Vio a su lado una mesita de noche con una jarrita encima. En la mesa había dos timbres para llamar. Y más allá había otra cama y, en la cama, un hombre que parecía aún más viejo y enfermo de lo que se sentía Morris. No estaba encerrado en una gran rueda de ejercicios para ratones como Morris, pero había una unidad de alimentación junto a la cama y una pantalla de control a los pies. Estaba flaco, amarillento. Las arrugas que le bordeaban la boca y los ojos eran muy profundas. El cabello lo tenía blanco; amarillento, mustio y seco. Los finos párpados indicaban agotamiento y Morris percibió en la gran nariz las venillas reventadas del bebedor consuetudinario.
Morris miró a otro lado… y volvió a mirar luego a aquel hombre. A medida que aumentaba la claridad y se despertaba el hospital, empezó a tener la extraña impresión de que conocía a su compañero de cuarto. ¿Sería posible? El hombre aparentaba de setenta y cinco a ochenta años y Morris pensó que no conocía a nadie tan viejo (a no ser la madre de Lydia, un espanto que a Morris le parecía a veces más vieja que la Esfinge, a la que, por otro lado, se parecía muchísimo).
Tal vez fuera alguien a quien había conocido en el pasado, tal vez incluso antes de que él, Morris, viniera a Norteamérica. Tal vez sí. Tal vez no. ¿Y por qué parecía de pronto que aquello pudiera tener importancia? En cuanto a eso, ¿por qué le habrían abrumado aquella noche todos los recuerdos del campo de concentración de Patin, cuando siempre procuraba (y lo conseguía casi siempre) que todo aquello permaneciera enterrado?
Sintió que se le ponía de pronto carne de gallina por todo el cuerpo, como si hubiera entrado en una casa embrujada e imaginaria en que se agitasen antiguos cadáveres y por la que se paseasen los fantasmas. ¿Podría ocurrir, incluso aquí y ahora en este pulcro hospital, treinta años después de que los tiempos sombríos hubieran terminado?
Apartó la vista del anciano de la cama de al lado y, al poco rato, volvió a dormirse.
Es una trampa de tu mente el que ese individuo te parezca conocido. Se debe sólo a tu mente, que procura distraerte lo mejor que puede, distraerte tal como solía intentarlo…
Pero no pensaría en aquello. No se permitiría pensar en aquello.
Cuando se quedaba ya dormido, recordó cómo había presumido él con Ruth (nunca con Lydia; no merecía la pena ufanarse con Lydia; no era como Ruth, que sonreía siempre con dulzura ante sus exageraciones inofensivas y sus alardes): Nunca olvido una cara. Era su oportunidad de averiguar si seguía siendo así. Si había conocido alguna vez al hombre que dormía ahora en la cama de al lado, tal vez pudiera recordar cuándo… y dónde.
Cuando estaba ya casi dormido, cruzando y descruzando el umbral del sueño, Morris pensó: Tal vez le conocí en el campo.
Sería irónico, sí… lo que llamaban una «burla de Dios». ¿De qué Dios?, volvió a preguntarse Morris Heisel, y se quedó dormido de inmediato.
19
Todd no pronunció el discurso en representación de su clase el día de la entrega de diplomas, tal vez por la nota baja que sacó en el examen final para el que había estado estudiando la noche que Dussander enfermó. Esto le bajó el promedio del curso a 89, un punto por debajo del A-menos.
Una semana después de la entrega de diplomas, los Bowden fueron a visitar al señor Denker al Hospital General de Santo Donato. Todd se revolvió inquieto durante los quince minutos de comentarios y cumplidos tontos y agradeció la interrupción cuando el hombre de la otra cama le preguntó si podía acercarse un momento.
—Perdona —le dijo, como excusándose. Tenía el cuerpo escayolado y estaba atado a un sistema de cables y poleas—. Me llamo Morris Heisel. Me he roto la columna.
—Eso es bastante malo —dijo Todd con seriedad.
—¡Huy, bastante malo, dice! Este chico tiene el don de quitar importancia a las cosas.
Todd empezó a disculparse, pero Heisel alzó una mano, sonriendo levemente. Tenía la cara pálida y ajada, la cara de cualquier viejo que afronta en el hospital una vida llena de cambios drásticos: y muy pocos seguramente para mejor. En ese sentido, pensó Todd, él y Dussander eran iguales.
—No es necesario —dijo Morris—. No hay por qué contestar un comentario descortés. No me conoces de nada. No tiene ningún sentido que te agobie con mis problemas.
—«Ningún hombre es una isla completa en sí» —empezó a decir Todd, y Morris se echó a reír.
—Vamos, me contestas con una cita. ¡Un chico listo! Ese amigo tuyo, ¿está muy grave?
—Bueno, los médicos dicen que reacciona bien, para la edad que tiene; son ochenta años.
—¿Tantos? —exclamó Morris—. No me cuenta gran cosa, sabes, pero, por lo que dice, supongo que es nacionalizado. Como yo. Yo soy polaco, sabes. De origen, quiero decir. De Radom.
—¡Ah! —dijo Todd cortésmente.
—Sí. ¿Sabes cómo le llaman a la «boca» de un buzón en Radom?
—No —dijo Todd, sonriendo.
—Pues Howard Johnson, la famosa cadena de restaurantes —dijo Morris, y se echó a reír. Todd también se echó a reír. Dussander se volvió hacia ellos, sorprendido por el ruido y un poco ceñudo. Luego, Monica dijo algo y se volvió de nuevo hacia ella.
—¿Tu amigo se ha nacionalizado?
—Ah, sí —dijo Todd—. Es de Alemania. De Essen, ¿conoce usted Essen?
—No —dijo Morris—. Claro que yo sólo estuve una vez en Alemania. Me pregunto si él estuvo en la guerra.
—Pues en realidad no podría decírselo —dijo Todd, con una expresión remota.
—¿No? Bueno, no importa. Eso fue hace mucho tiempo; la guerra. Dentro de otros tres años, habrá individuos en este país constitucionalmente elegibles para la presidencia (¡presidentes!) que ni siquiera habían nacido cuando acabó la guerra. No habrá para ellos una gran diferencia entre el Milagro de Dunkerque y Aníbal cruzando los Alpes con sus elefantes.
—¿Usted estuvo en la guerra? —preguntó Todd.
—Supongo que sí estuve, en cierto modo. Eres un buen chico viniendo a visitar a un hombre tan viejo… a dos viejos, contándome a mí.
Todd sonrió con modestia.
—Ahora estoy cansado —dijo Morris—. Creo que voy a dormir un poco.
—Espero que mejore muy pronto —dijo Todd.
Morris asintió, sonrió y cerró los ojos. Todd volvió junto a la cama de Dussander; sus padres se disponían ya a marcharse: su padre miraba el reloj y decía con una cordialidad exagerada que se estaba haciendo tardísimo.
Dos días después, Todd volvió solo al hospital. En esta ocasión, Morris Heisel, aprisionado en su escayola, estaba profundamente dormido en la cama de al lado.
—Te portaste muy bien —dijo Dussander con calma—. ¿Volviste después a la casa?
—Sí. Quemé aquella carta maldita. No creo que le interesara mucho a nadie, y tenía miedo… no sé.
Se encogió de hombros; se sentía incapaz de explicarle a Dussander que le había dado un miedo casi supersticioso aquella carta… miedo a que quizás entrara en la casa alguien que pudiera leer alemán, alguien que descubriera en la carta referencias a diez, o quizá veinte años atrás…
—La próxima vez que vengas, procura traerme camuflado algo de beber —le dijo Dussander—. No echo de menos los cigarrillos, pero…
—No volveré —dijo Todd escuetamente—. No volveré nunca. Se acabó ya. Estamos a la par.
—A la par. —Dussander cruzó las manos sobre el pecho y sonrió. No era una sonrisa dulce, pero tal vez fuera a lo más que podía llegar Dussander—. Creía que eso era en las cartas. Creo que me dejarán salir de este cementerio la semana que viene… al menos es lo que me han prometido. El médico dice que aún puedo aguantar algunos años. Le pregunto cuántos, y se limita a sonreírme. Supongo que eso significa como mucho tres, o seguramente no más de dos. Pero, en fin, a lo mejor le doy una sorpresa.
Todd no dijo nada.
—Pero, entre tú y yo, chico, ya casi he renunciado a mis esperanzas de ver el cambio de siglo.
—Quería preguntarle una cosa —dijo Todd, mirando fijamente a Dussander—. Es por lo que he venido hoy. Quiero preguntarle sobre algo que dijo una vez.
Todd miró por encima del hombro hacia el hombre de la cama de al lado y acercó más la silla a la cama de Dussander. Le llegó el hedor de Dussander, tan seco como el de la sala egipcia del museo.
—Pregunta.
—Aquel borracho. Dijo usted algo de que yo tenía experiencia. Experiencia de primera mano, dijo. ¿Qué es lo que quería decir con eso?
A Dussander le creció un poco la sonrisa.
—Yo leo los periódicos, chico. Los viejos siempre leen los periódicos, aunque no los leen igual que la gente joven. Se sabe que en determinadas terminales de las pistas de aterrizaje de algunos aeropuertos de América del Sur se concentran los buitres cuando soplan ciertos vientos de costado que son muy traidores, ¿lo sabías? Así es como lee el periódico un viejo. Hace un mes, leí una historia en el dominical. No una historia de primera página… a nadie le interesan los mendigos y los alcohólicos tanto como para sacarlos en primera página, pero era la principal historia de la sección especial. ¿HAY ALGUIEN ACECHANDO A LOS DESHARRAPADOS?, ése era el título. Directo. Periodismo sensacionalista. Los norteamericanos sois famosos en eso.
Todd apretó los puños, ocultando las uñas destrozadas. Nunca leía los dominicales, tenía mejores cosas en que emplear el tiempo. Claro que había repasado los periódicos todos los días, al menos durante una semana después de cada una de sus aventurillas, y ninguno de sus mendigos había pasado de la página tres. La mera idea de que alguien hubiera estado estableciendo conexiones a sus espaldas le enfurecía.
—El artículo mencionaba varios asesinatos, asesinatos extraordinariamente brutales. Acuchillamientos, apaleamientos. «Brutalidad infrahumana», eran las palabras del articulista, aunque ya sabes cómo son los periodistas. El escritor de este artículo lamentable a que me refiero admitía la existencia de un elevado índice de mortalidad entre esos desdichados. Y que en Santo Donato ha habido un número excesivo de indigentes a lo largo de los años. No todos los muertos de este grupo mueren de muerte natural ni a causa de sus malos hábitos. Son frecuentes los asesinatos, pero en la mayoría de los casos el asesino suele ser uno de los colegas del difunto, y el motivo una simple discusión por un juego de cartas sin importancia o por una botella de moscatel. El asesino suele confesar de buena gana. Porque el remordimiento le destroza.
»Pero esos últimos asesinatos no se han resuelto. Y lo que es aún más siniestro para esta mentalidad de periodista sensacionalista es el alto índice de desapariciones de los últimos años. Claro que, vuelve a admitir, estos hombres no son más que vagabundos modernos. Gente de paso. Vienen y van. Pero algunos de éstos no han recogido siquiera sus talones de la asistencia social… ¿Podrían, tal vez, haber sido algunos de ellos víctimas del Asesino de Borrachos? Esto se pregunta el periodista sensacionalista. ¿Víctimas que aún no han aparecido? ¡Puah!
Dussander movió la mano en el aire, como desechando una irresponsabilidad tan notoria.
—Simple aguijoneo, claro. Alarmar un poquito a la gente el domingo por la mañana. Evoca viejos fantasmas, muy trillados ya, pero todavía útiles: el Asesino del Torso de Cleveland, Zodíaco, el Misterioso Mr. X que mató a la Dalia Negra, Springheel Jack. Estupideces por el estilo. Pero me hace pensar. ¿Qué puede hacer un viejo más que pensar, cuando los viejos amigos no van ya a visitarle?
Todd se encogió de hombros.
—Pensé: «Si deseara ayudar a este periodista odioso, cosa que evidentemente no deseo, le explicaría algo de los desaparecidos. Nada le diría de los cadáveres hallados acuchillados o apaleados, nada le diría de ellos, que Dios acoja sus almas embrutecidas, pero sí algo de los desaparecidos. Porque al menos algunos de esos mendigos están en mi sótano».
—¿Cuántos hay allí abajo? —preguntó Todd en voz baja.
—Seis —dijo Dussander con calma—. Seis, contando el último del que tú me ayudaste a desembarazarme.
—Está usted loco del todo —dijo Todd. Bajó los ojos; la piel era blanca y brillante—. Creo que se ha pasado usted de rosca, sí.
—¡Pasarse de rosca! ¡Una expresión encantadora! Tal vez tengas razón. Pero entonces me dije: «A este chacal periodístico le encantaría imputar los asesinatos y las desapariciones a una misma persona, a su hipotético asesino». Pero creo que es muy probable que no sea en absoluto lo que ocurrió… Y entonces me dije: «¿Conoces a alguien que pudiera ser autor de todo esto? ¿Alguien que haya estado sometido a una tensión parecida a la que he soportado yo los últimos años? ¿Alguien que también haya estado oyendo viejos fantasmas arrastrando sus cadenas?». Y la respuesta es sí. Te conozco a ti, chico.
—Yo nunca he matado a nadie.
La imagen evocada no era la de los borrachos: ellos no eran personas, no eran personas realmente, no lo eran, no. La imagen evocada era la de él mismo agazapado tras el árbol muerto, atisbando por la mira telescópica de su 30.30, centrada en la sien del hombre de barba canosa que conducía la camioneta Brat.
—Tal vez no —convino Dussander, bastante amablemente—. Pero la otra noche actuaste con absoluta serenidad y con aplomo. Creo que tu sorpresa fue más que nada de cólera por verte en situación tan peligrosa por culpa de la debilidad de un viejo. ¿Me equivoco?
—No, no se equivoca —dijo Todd—. Estaba furioso con usted. Y sigo estándolo. Lo hice todo porque tiene usted una cosa guardada que podría destrozar mi vida.
—No. No la tengo.
—¿Qué? ¿Qué está diciendo?
—Eso era un farol como el de «la carta de un amigo». Tú nunca escribiste esa carta, nunca existió el amigo. Y yo nunca he escrito una sola palabra sobre nuestra… asociación, digamos. Ahora estoy poniendo mis cartas boca arriba. Me salvaste la vida. No importa que sólo lo hicieras por protegerte tú, eso no altera la eficacia y rapidez con que actuaste. No puedo hacerte daño, chico. Lo digo francamente. He visto la muerte cara a cara y me asusta, pero no tanto como creí que me asustaría. No existe ningún documento. Como tú dijiste, estamos a la par.
Todd sonrió: un misterioso retorcer los labios hacia arriba. Bailaba y revoloteaba en sus ojos un brillo extraño y sardónico.
—Herr Dussander —dijo—, si por lo menos pudiera creerlo…
Por la noche, Todd bajó caminando hacia la loma que daba a la autopista, bajó hasta el árbol muerto y se sentó en él. Acababa de oscurecer. Era una noche cálida. Los faros de los coches cortaban el crepúsculo en largas guirnaldas de margaritas.
No hay ningún documento.
No había comprendido lo absolutamente irreparable que era toda la situación hasta la discusión que había seguido a aquellas palabras de Dussander. Éste propuso a Todd que buscara en la casa la llave de la caja de seguridad y que, como no la encontraría, eso demostraría que no existía ninguna caja de seguridad y, por tanto, ningún documento. Claro que una llave podía esconderse en cualquier sitio: podías meterla en una lata y enterrarla luego; podía meterse en un bote y ponerlo debajo de una tabla desclavada y vuelta a clavar; incluso podía haberse ido a San Diego en autobús a meterla detrás de una piedra del decorativo muro de piedra que rodeaba la zona ambiental de los osos. E incluso, prosiguió diciendo Todd, podría sencillamente haberla tirado. ¿Por qué no? Sólo la había necesitado una vez: para colocar el documento dentro de la caja. Si se moría, ya se encargaría alguien de sacarlo.
Dussander asentía de mala gana a toda esta argumentación, pero después de pensarlo un momento, hizo otra sugerencia: cuando se recuperara lo suficiente para regresar a casa, haría que el chico llamara a todos los bancos de Santo Donato. Diría en todos que llamaba por su pobre abuelo. El pobre abuelo, diría, estaba ya chocho y senil últimamente, y ahora había extraviado la llave de su caja de seguridad. Y, peor aún: ni siquiera recordaba en qué banco tenía la caja. ¿Serían tan amables de comprobar sus archivos, y ver si figuraba en ellos un tal Arthur Denker, sin inicial intermedia? Y cuando obtuviera resultados negativos en todos los bancos de la ciudad…
Todd volvía a mover la cabeza. Primero: una historia como aquélla era casi seguro que levantaría sospechas. Demasiado evidente. Seguro que sospecharían alguna estafa y avisarían a la policía. Y, aun en el caso de que todos se tragaran la historia, no serviría de nada tampoco. Si en ninguno de los casi cien bancos de Santo Donato había una caja de seguridad a nombre de Arthur Denker, eso no demostraba ni quería decir que Dussander no hubiera alquilado una en San Diego, en Los Ángeles, o en cualquier otra ciudad que quedase entre ambas.
Al fin Dussander se dio por vencido.
—Tienes respuestas para todo, chico. Para todo menos para esto: ¿Qué iba a sacar yo ahora mintiéndote? Inventé esta historia para protegerme de ti: ése es un motivo. Ahora intento desinventarla. ¿Qué posible beneficio ves en ello?
Dussander se irguió laboriosamente apoyándose en un codo.
—En cuanto a eso, ¿por qué iba a necesitar un documento a estas alturas? Podría destrozar tu vida desde esta cama de hospital, si fuera eso precisamente lo que deseara. Podría abrir la boca y contárselo todo al primer médico que pase. Todos son judíos. Todos deben de saber quién soy, o al menos quién fui. Pero ¿por qué iba a hacerlo? Eres un buen estudiante. Te aguarda una gran carrera… a menos que te descuides con esos borrachos…
—Le dije ya… —respondió Todd, con una expresión gélida.
—Lo sé. Nunca tuviste relación con ellos, jamás les tocaste un pelo de sus cabezas mugrientas y miserables. Perfecto, de acuerdo, bueno. No hablemos más del asunto. Pero dime una cosa, chico: ¿por qué te iba a mentir yo ahora? Estamos a la par, tú mismo lo has dicho. Pero sólo podremos estar en paz si podemos confiar el uno en el otro.
Y ahora, tras el árbol caído de la colina que bajaba hacia la autopista, contemplando todos aquellos faros anónimos que desaparecían como balas trazadoras sin fin, supo claramente qué era lo que le había asustado.
La cháchara de Dussander sobre la confianza. Eso le asustaba.
La idea de que Dussander pudiera estar alumbrando una llama de odio pequeña pero perfecta en lo profundo de su corazón, también aquello le asustaba.
Aversión a Todd Bowden, que era joven, bien parecido, sin defectos; Todd Bowden, que era un alumno aventajado con toda una vida esplendorosa por delante.
Pero lo que más le asustaba de todo era la negativa de Dussander a usar su nombre.
Todd. ¿Qué tenía eso de difícil, ni siquiera para un viejo alemán con casi todos los dientes postizos? Todd. Una sola sílaba. Fácil de pronunciar. Colocas la lengua en el paladar, bajas un poquito los dientes, vuelves a colocar la lengua, y ya está. No obstante, Dussander le había llamado siempre «chico». Sólo eso. Despectivo. Anónimo. Sí, eso es lo que era: Anónimo. Tan anónimo como el número de serie de un campo de concentración.
Tal vez Dussander estuviera diciendo la verdad. No, no sólo tal vez, seguramente la decía. Pero todos aquellos temores existían… y el peor de todos ellos era la negativa de Dussander a usar su nombre.
Y en el fondo de todo estaba su propia incapacidad para tomar una última y difícil decisión. En el fondo de todo, estaba una triste verdad: después de cuatro años de visitar a Dussander, aún seguía sin saber nada de lo que el viejo pensaba. Tal vez no fuera un alumno tan aventajado, después de todo.
Coches y coches y coches. Le hormigueaban los dedos de ganas de agarrar el rifle. ¿A cuántos podría acertar? ¿Tres? ¿Seis? ¿Tal vez una docena? ¿Y cuántos kilómetros hasta el fin?
Se agitó inquieto, incómodo.
Sólo la muerte de Dussander, pensó, diría la última palabra. En cualquier momento de los próximos cinco años, tal vez antes incluso. De tres a cinco… parecía una sentencia. Todd Bowden, este tribunal le condena a una pena de tres a cinco años por asociarse con un famoso criminal de guerra. De tres a cinco años de pesadillas y sudores fríos.
Antes o después, Dussander tendría que morirse. Y cuando lo hiciera empezaría la espera. El nudo en la garganta cada vez que sonara el teléfono o llamaran a la puerta.
No estaba seguro de poder soportarlo.
Le hormigueaban los dedos de ganas de agarrar el rifle y los fue encogiendo hasta cerrar los puños. Los apretó y los descargó en su propia entrepierna. Recorrió su vientre un dolor intenso; se quedó un rato en el suelo hecho un ovillo, los labios abiertos y tensos en un grito silencioso.
El dolor era espantoso, pero borró al fin el incesante desfile de sus pensamientos.
Por el momento, al menos.
20
Para Morris Heisel, aquel domingo fue un día de milagros. Su equipo de béisbol favorito, los Atlanta Braves, venció al grande y poderoso Cincinnati Reds por el resultado de 7-1 y 8-0. Lydia, que se ufanaba siempre presuntuosamente de saber cuidarse de sí misma, y cuyo dicho preferido era «Más vale prevenir que lamentar», resbaló en el suelo mojado de la cocina de su amiga Janet y se dislocó la cadera. Estaba en casa en la cama. No era nada grave, por lo que daba gracias a Dios (¿a qué Dios?), pero significaba que no podría visitarle en dos días por lo menos, o puede que en cuatro.
¡Cuatro días sin Lydia! Cuatro días en los que no tendría que oírla explicar cómo le había avisado de que la escalera se bamboleaba y que además había subido demasiado arriba. Cuatro días en los que no tendría que oírla contar que ella siempre le había dicho que aquel dichoso perro de los Rogan les traería problemas, pues andaba siempre persiguiendo como un loco a Lover Boy. Cuatro días sin que Lydia le preguntara si no estaba contento ahora de que ella hubiese insistido tanto en suscribir aquella póliza de seguro, pues de no haberlo hecho estarían ahora en la indigencia. Cuatro días sin que Lydia le dijera que son muchísimos los que viven vidas absolutamente normales (o casi) paralizados de cintura para abajo; bueno, todos los museos y galerías de la ciudad tenían rampas para las sillas de ruedas y había autobuses especiales incluso. Tras este comentario, Lydia sonreía valerosa e, inevitablemente, rompía a llorar como una Magdalena.
Morris durmió una siesta agradable.
Cuando despertó, eran las cinco y media de la tarde. Su compañero de habitación estaba dormido. Aún no había localizado a Denker, pero estaba absolutamente seguro de que había conocido a aquel hombre en algún momento de su vida. Le había hecho preguntas a Denker una o dos veces, pero en tales ocasiones había algo que le impedía seguir más allá de mantener una conversación intrascendente con aquel individuo: hablar del tiempo, del último terremoto, del próximo, y de que, según la Guía, Myron Floren volvería para aparecer como invitada especial esta semana en el programa de Welk.
Morris se decía que su actitud se debía a que así tenía algo en qué entretenerse, una especie de juego mental, y cuando uno está escayolado del cuello a la cadera, los juegos mentales de este tipo pueden ser muy útiles; entre otras cosas, porque así no dedicas tanto tiempo a preguntarte cómo será lo de tener que mear con sonda el resto de tu vida.
Si se daba por vencido y le preguntaba claramente a Denker, aquel juego mental seguramente alcanzaría una conclusión rápida e insatisfactoria. Limitaría sus pasados a una experiencia común: un viaje en tren, una travesía en barco, puede que hasta el campo de concentración. Tal vez Denker hubiera estado en Patin; había muchísimos judíos alemanes en Patin.
Por otro lado, una de las enfermeras le había dicho que el señor Denker volvería a casa al cabo de una o dos semanas. Si para entonces no había conseguido determinar dónde y cuándo se habían conocido, declararía mentalmente el juego perdido y le preguntaría sin más: Dígame, todos estos días he tenido la impresión de que le conozco de algo…
Pero había algo más en todo aquel asunto, se decía Morris. Había algo en su sensación… una especie de desagradable resaca que le llevaba a recordar la historia aquella de «La pata del mono», en que está garantizado que se cumplirán todos los deseos a causa de algún cambio funesto de fortuna. La pareja de ancianos que entraron en posesión de la pata quisieron cien dólares y los recibieron como regalo de pésame por la muerte de su único hijo en un horrible accidente laboral. La madre quiso después que su hijo volviera con ellos. Oyeron, al poco, arrastrar de pisadas; luego una llamada a la puerta. La madre, loca de alegría, bajó las escaleras corriendo a abrir la puerta a su único hijo. El padre, loco de miedo, busca la pata en la oscuridad; al fin la encuentra y desea que su hijo vuelva a morir. Un instante después la madre abre la puerta: nadie; sólo el viento de la noche.
De alguna forma, Morris creía que tal vez supiera dónde se habían conocido Denker y él y que tal conocimiento era como el hijo de la pareja del cuento: volvía de la tumba, pero no tal como la madre lo guardaba en la memoria; volvía, por el contrario, horriblemente destrozado y mutilado, tal como había quedado después de caer en aquella máquina rechinante. Creía que su conocimiento de Denker podía ser algo subconsciente, que llamaba a la puerta que había entre aquella zona de su mente y la de la comprensión y el reconocimiento racional, pidiendo que le dejaran pasar… y que otra parte de él estaba buscando frenéticamente la pata de mono o su equivalente psicológico; el talismán que haría desaparecer para siempre el deseo de saberlo.
Contempló a Denker, ceñudo.
Denker, Denker, ¿dónde te he conocido, Denker? ¿En Patin? ¿Por eso quizá no quiero saberlo? Pero dos supervivientes de un espanto común no tienen por qué tenerse miedo. A menos, claro, que…
Frunció más el ceño. Estaba muy cerca de la pista, lo percibió de pronto, pero le hormigueaban los pies, impidiéndole concentrarse, distrayéndole. Le hormigueaban precisamente como lo hace un miembro sobre el que te has dormido cuando vuelve a la circulación normal. Si se debía al maldito vendaje, se incorporaría y se frotaría los pies hasta que desapareciera el hormigueo. Podría…
Morris abrió mucho los ojos.
Estuvo un buen rato quieto del todo, Lydia olvidada, olvidado Denker, olvidado Patin, absolutamente todo olvidado menos aquella sensación hormigueante en los pies. Sí, en ambos pies, aunque era más intensa en el derecho. Cuando sientes ese hormigueo sueles decir: Se me ha dormido un pie.
Aunque naturalmente, lo que de veras quieres decir es: Se me está despertando el pie.
Morris tanteó torpemente buscando el timbre de llamada. Lo pulsó insistente hasta que apareció la enfermera.
La enfermera intentó desechar la posibilidad; ya le había pasado antes con otros pacientes que se negaban a perder la esperanza. Su médico no estaba en el edificio y la enfermera no quería saber nada de llamarle a casa. El doctor Kemmelman era conocido por su mal genio… en especial cuando le llamaban a casa. Morris no se dejó convencer. Era un hombre apacible, pero ahora estaba dispuesto a algo más que una simple protesta; estaba dispuesto a armar un buen follón si era necesario. Los Braves habían ganado. Lydia se había dislocado la cadera; pero las cosas buenas llegaban siempre en tríos, todo el mundo sabía eso.
La enfermera volvió por fin con un interno, un médico joven llamado Timpnell, con un corte de pelo que parecía hecho con una segadora que tuviese las cuchillas sin afilar. El doctor Timpnell sacó un cuchillo del ejército suizo del bolsillo de los pantalones blancos, desplegó el destornillador Phillips y lo pasó por la planta del pie derecho de Morris, desde la punta de los dedos al talón. El pie no se curvó, pero los dedos del mismo se movieron. Era un movimiento claro, imposible de ignorar. Morris se echó a llorar.
Timpnell, que parecía bastante aturdido, se sentó en la cama junto a él y le dio una palmada en la mano.
—Estas cosas pasan de vez en cuando —dijo, algo posiblemente del caudal de su experiencia práctica, que no debía ser muy superior a los seis meses—. Ningún médico lo predice, pero ocurre. Y, al parecer, le ha ocurrido a usted.
Morris asintió entre lágrimas.
—Es evidente que no está completamente paralítico. —Timpnell seguía dándole palmaditas en la mano—. Pero no puedo saber si la recuperación será leve, parcial o total. Dudo que el doctor Kemmelman pueda saberlo. Supongo que habremos de pasar por muchas sesiones de terapia física, y que no todo va a ser agradable. Pero siempre será más agradable que… bueno, usted ya me entiende.
—Sí —dijo Morris, entre lágrimas—. ¡Lo sé, gracias a Dios! —Recordó haberle dicho a Lydia que no había Dios, y sintió que la sangre se le agolpaba en la cara.
—Me ocuparé de que se informe al doctor Kemmelman —dijo Timpnell, dándole una última palmada en la mano a Morris y levantándose.
—¿Podrían avisar a mi esposa? —preguntó Morris.
Porque, gimoteos fatalistas y retorcimiento de manos aparte, sentía algo por ella. Puede que hasta fuera amor, una emoción que parecía tener poco que ver con pensar a veces que podrías retorcerle el cuello a una persona.
—Sí. Me ocuparé de que se haga. Enfermera, ¿podría usted…?
—En seguida, doctor —dijo la enfermera, y Timpnell apenas pudo reprimir una sonrisa.
—Gracias —dijo Morris, secándose los ojos con un Kleenex de la caja de la mesita—. Muchísimas gracias.
Timpnell se fue. En determinado momento de la conversación, había despertado el señor Denker. Morris pensó disculparse por todo el alboroto o quizá por las lágrimas, pero luego decidió que no era necesaria ninguna disculpa.
—Supongo que hay que felicitarle —dijo el señor Denker.
—Veremos —respondió Morris, aunque, al igual que Timpnell, apenas podía reprimir la sonrisa—. Veremos.
—Los problemas siempre tienen solución —replicó vagamente Denker, y puso a continuación la televisión con el mando de control remoto.
Eran ya las seis menos cuarto y vieron el final de una película. Seguían las noticias de la noche. El paro había aumentado. La inflación no era tan grave. Billy Carter estaba considerando la posibilidad de entrar en el negocio de la cerveza. Una nueva encuesta Gallup demostraba que si las elecciones iban a seguir la misma tónica, habría cuatro candidatos republicanos que ganarían al demócrata Jimmy. Y había habido disturbios raciales tras el asesinato de un niño negro en Miami. «Una noche de violencia», según palabras del informador. Más cerca de allí, un individuo no identificado había aparecido en un huerto, cerca de la autopista, acuchillado y apaleado.
Lydia llamó un momento antes de las seis y media. La había llamado el doctor Kemmelman y, basándose en el informe del joven interno, se había mostrado cautamente optimista. Lydia estaba cautamente gozosa. Proclamó solemnemente su intención de ir al día siguiente aunque le costase la vida. Morris le dijo que la quería. Aquella noche amaba a todo el mundo: a Lydia, al doctor Timpnell con su corte de pelo de segadora, al señor Denker, incluso a la joven que entró en la habitación con las bandejas de la cena en el momento en que Morris colgaba el teléfono.
La cena consistía en hamburguesas, puré de patatas, una mezcla de guisantes y zanahorias, y unos platillos de helado de postre. La jovencita que servía las cenas era Felice, una rubita tímida de unos veinte años. Ella también tenía buenas noticias: su novio había conseguido trabajo como programador de una computadora IBM y le había pedido formalmente que se casara con él.
El señor Denker, que rezumaba un cierto encanto al que todas las jovencitas reaccionaban, expresó gran satisfacción por tales nuevas.
—¿De veras? ¡Es estupendo! Siéntese aquí ahora mismo y cuéntenoslo. Cuéntenoslo todo, venga. Sin omitir nada. Felice se sonrojó y sonrió, y dijo que no podía hacerlo. —Todavía nos falta servir el ala B y a continuación el ala C. Y, mire, ¡son ya las seis y media!
—Entonces mañana por la noche sin falta. Insistimos en que nos lo cuente todo… ¿verdad, señor Heisel?
—Sí, claro —murmuró Morris, pero su mente estaba a miles de kilómetros de allí.
(Siéntese aquí ahora mismo y cuéntenoslo todo.)
Palabras pronunciadas exactamente en aquel tono burlón. Las había oído antes, de eso estaba absolutamente seguro. Pero ¿habría sido Denker el que las había pronunciado? ¿Habría sido él?
(Cuéntenoslo todo.)
La voz de un hombre educado. Un hombre culto. Pero había amenaza en la voz. Una mano de acero en un guante de terciopelo. Sí.
¿Dónde?
(Cuéntenoslo todo. Sin omitir nada.)
(¿Patin?)
Morris Heisel miraba la cena fijamente. El señor Denker ya había empezado a cenar. El encuentro con Felice le había puesto de muy buen humor: igual que después de que hubo venido a verle aquel muchacho rubio.
—Una chica agradable —dijo Denker, las palabras apagadas por el bocado de zanahorias y guisantes.
—¡Oh, sí!…
(Siéntese aquí ahora mismo…)
—Quiero decir Felice. Es…
(… y cuéntenoslo todo.)
—… muy dulce.
(Cuéntenoslo todo. Sin omitir nada.)
Miró su propia cena, recordando de pronto lo que solía pasar en el campo de concentración al cabo de un tiempo. Al principio, podías matar por un trozo de carne, sin importar lo agusanada o podrida que estuviera. Pero, después de un tiempo, el hambre feroz desaparecía y sentías el estómago como si fuese una piedrecita gris. Tenías la sensación de que jamás volverías a tener hambre.
Hasta que alguien te enseñaba comida.
(Cuéntenoslo todo, amigo mío, sin omitir nada. Siéntese aquí ahora mismo y cuéntenoslo todo, TOODOO.)
La pista principal de la bandeja de plástico de Morris del hospital fue la hamburguesa. ¿Por qué le habría recordado de pronto el cordero? No carnero ni chuletas: el carnero era a veces correoso, las chuletas a veces duras, y una persona a la que se le han podrido los dientes como tocones viejos, quizá no se sintiera muy tentada por el carnero o por las chuletas. No, en lo que ahora pensaba era en un sabroso estofado de cordero, con salsa y verduras. Verduras tiernas y sabrosas. ¿Por qué pensar en un estofado de cordero? Por qué, a menos que…
De pronto se abrió la puerta. Era Lydia, la cara ruborosa de sonrisas. Se apoyaba en una muleta de aluminio y caminaba como un personaje de la tele.
—¡Morris! —trinó.
Junto con ella, y con el mismo aspecto de trémula felicidad apareció Emma Rogan, la vecina de al lado. El señor Denker, sorprendido, tiró el tenedor. Maldijo suavemente en voz baja y lo cogió del suelo con un respingo.
—¡Es tan MARAVILLOSO! —Lydia aullaba casi de la emoción—. Llamé a Emma y le pregunté si podríamos venir esta noche en vez de esperar a mañana, ya tenía la muleta, y dije: «Emma, si no puedo soportar esta tortura por Morris, ¿qué clase de esposa soy para él?». Ésas fueron exactamente mis palabras, ¿verdad que sí, Emma?
Emma Rogan, recordando quizá que su perrito había sido el causante de parte del problema, por lo menos, asintió afanosa.
—Así que llamé al hospital —dijo Lydia, quitándose el abrigo y colocándolo para una visita de un buen rato—, y me dijeron que ya pasaba de la hora de visita, pero que en mi caso harían una excepción, aunque no nos podríamos quedar mucho rato porque podríamos molestar al señor Denker. No le molestamos, ¿verdad que no, señor Denker?
—No, señora, no —dijo resignado el señor Denker.
—Siéntate, Emma. Toma la silla del señor Denker, él no la usa. Oye, Morris, para ya con el helado, te lo estás tirando todo por encima, pareces una criatura. No hay que preocuparse, pronto estarás otra vez levantado y andando por ahí como si nada. Ven, yo te lo daré. Vamos, vamos, abre más la boca… los dientes… las encías… vamos, estómago, ¡ahí va…! No, no digas nada, mamaíta ya lo sabe. Mírale, Emma, casi no le queda ni un pelo, y no me extraña, pensando que nunca podría volver a caminar. Gracias a Dios. Ya le dije yo que la escalera se movía. Le dije: «Morris, bájate inmediatamente de ahí antes de que…».
Le dio el helado y parloteó durante la hora siguiente, y para cuando se fue, cojeando ostensiblemente, apoyada en la muleta, mientras Emma la sujetaba por el otro brazo, aquel estofado de cordero y aquel eco de voces resonando a través de los años se habían alejado bastante de la mente de Morris. Estaba agotado. Decir que había sido un día laborioso sería decir muy poco.
Morris se quedó profundamente dormido.
Despertó entre las tres y las cuatro de la madrugada, con un grito contenido en los labios.
Ya lo sabía. Sabía dónde exactamente, y exactamente cuándo había tratado al hombre que dormía en la cama de al lado. Sólo que entonces no se llamaba Denker. Oh no, ni mucho menos.
Había despertado de la pesadilla más horrible de toda su vida. Alguien les había regalado a Lydia y a él una pata de mono y habían pedido dinero. Y luego, de pronto, estaba con ellos en la habitación un chico de la Western Union con uniforme de las Juventudes Hitlerianas. Y le entregaba un telegrama a Morris. El telegrama decía: LAMENTO INFORMARLE AMBAS HIJAS MUERTAS STOP CAMPO CONCENTRACIÓN PATIN STOP SINCERO PÉSAME POR ESTA SOLUCIÓN FINAL STOP SIGUE CARTA COMANDANTE STOP DIRÁ USTED TODO SIN OMITIR NADA STOP POR FAVOR ACEPTE NUESTRO TALÓN CIEN MARCOS ALEMANES DEPOSITO SU BANCO MAÑANA STOP FIRMADO ADOLFO HITLER CANCILLER.
Un gran gemido de Lydia y, aunque ella nunca había visto a las hijas de Morris, alzó la pata del mono y deseó que volvieran a la vida. La habitación se quedó a oscuras. Y, de pronto, les llegó de fuera un rumor de pasos lentos y tambaleantes.
Morris estaba a cuatro patas en una oscuridad súbitamente saturada de humo, gas y muerte. Estaba buscando la pata. Le quedaba todavía un deseo. Si encontrara la pata pediría que cesara aquella espantosa pesadilla. Se ahorraría ver a sus hijas flacas como espantajos, las cuencas llagadas de los ojos, los números grabados a fuego en los brazos escuálidos.
Repiqueteo en la puerta.
En la pesadilla, su búsqueda de la pata se hacía más frenética, pero sin ningún resultado. Parecía prolongarse durante años. Y luego, a su espalda, se abría de golpe la puerta. No, pensaba. No miraré. Cerraré los ojos. Si fuera necesario arrancármelos, me los arrancaría, pero no miraré.
Pero miró. Tenía que mirar. En el sueño fue como si unas manos inmensas le hubieran atenazado la cabeza y se la hubieran hecho volver.
No eran sus hijas las que estaban en la puerta; era Denker. Un Denker mucho más joven. Un Denker con el uniforme nazi de las SS, con la insignia, con el gorro gallardamente ladeado. Los botones le brillaban despiadados, las botas habían sido cepilladas para que brillaran de manera apabullante.
Llevaba en los brazos una cazuela gigantesca, con un estofado de cordero que hervía muy lentamente.
Y el Denker del sueño dijo, con una sonrisa leve y turbia: Siéntese y cuéntenoslo todo… como un amigo a otro, «hein»? Nos han dicho que han escondido el oro. Que han ocultado el tabaco. Que no era en absoluto envenenamiento por la comida lo de Schneibel, sino cristal pulverizado en la cena de anteayer. No puede burlarse de nosotros simulando que no sabe nada. Lo sabe todo, TODO. Así que cuéntenoslo todo. Sin omitir nada.
Y en la oscuridad, oliendo el aroma enloquecedor de aquel estofado, se lo contó todo. Su estómago, que había sido una piedrecilla gris, era ahora un tigre voraz. Las palabras fluían solas de sus labios. Emanaban de él como el sermón absurdo de un lunático, verdad y falsedad, todo mezclado.
¡Brodin tiene el anillo de boda de su madre pegado debajo del escroto!
(«Siéntese.»)
¡Laslo y Herman Dorksy han hablado de tomar la torre de guardia número tres!
(«¡Y cuéntenoslo todo!»)
¡El marido de Rachel Tannembaum tiene tabaco, le dio al guardia que viene después de Zeicker, ese al que llaman Comemocos porque anda siempre hurgándose la nariz y metiéndose luego los dedos en la boca; Tannembaum, le dio un poco a Comemocos, para que no arrebatase los pendientes de perlas de su mujer!
(¡Oh, eso no tiene ningún sentido, ningún sentido en absoluto, está mezclando dos historias distintas, creo, pero bueno, es perfecto, muy bien, preferimos que mezcle dos historias distintas que no que omita una, no tiene que omitir NADA!)
¡Hay un hombre que ha estado utilizando el nombre de su hijo muerto para conseguir raciones dobles!
(«Díganos cómo se llama.»)
No lo sé pero puedo señalarle cuando quiera usted sí claro cómo no puedo enseñárselo lo haré lo haré lo…
(«Díganos todo lo que sepa.»)
Haré, lo haré, lo haré, lo haré, lo haré, lo…
Hasta que saltó a la conciencia con un grito en la garganta como fuego.
Temblando sin control, miró el cuerpo dormido de la cama de al lado. Se quedó mirando en concreto aquella boca hundida y arrugada. Un viejo tigre desdentado. Un elefante viejo y malvado al que le faltaba un colmillo y el otro se le tambaleaba podrido en el alvéolo. Monstruo senil.
«¡Oh, Dios mío!», murmuraba Heisel. Su voz era débil y aguda, audible sólo para él. Le rodaban las lágrimas por las mejillas hasta las orejas. «Oh Dios querido, Dios mío, el hombre que asesinó a mi esposa y a mis hijas está durmiendo en la misma habitación que yo, Dios mío, Dios querido, está aquí mismo en esta habitación conmigo.»
Las lágrimas empezaron a fluir ahora más abundantes… lágrimas de cólera y espanto, lágrimas cálidas, abrasadoras. Tembló y esperó ansiosamente que llegara la mañana; y la mañana tardó siglos en llegar.
21
A las seis en punto de la mañana del día siguiente, lunes, Todd estaba levantado y picoteando indiferente un huevo revuelto que se había preparado él mismo, cuando bajó su padre a la cocina, aún en bata y zapatillas.
—Hola —le dijo a Todd, pasando hacia la nevera a buscar zumo de naranja.
Todd gruñó algo sin levantar la vista del libro, uno de misterio de la Patrulla 87. Había tenido bastante suerte consiguiendo un trabajo de verano en una empresa de jardinería ornamental más allá de Pasadena. Lo cual habría sido demasiado lejos aun en el caso de que su padre o su madre hubieran estado dispuestos a prestarle un coche para el verano (ninguno lo estaba), pero su padre trabajaba en una obra no muy lejos de allí, y podía dejar a Todd de camino en una parada de autobús y recogerle en el mismo sitio al volver para casa. A Todd no le emocionaba este arreglo, claro; no le gustaba nada volver a casa del trabajo con su padre y le enfermaba tener que ir con él por las mañanas. Por las mañanas era cuando se sentía más desvalido, cuando la barrera entre lo que era y lo que podía parecer era más endeble. Era aún peor tras una noche de pesadillas, pero, aunque no hubiera pesadillas durante la noche, era bastante horrible. Una mañana, comprobó, con un sobresalto repentino, casi con terror, que había estado considerando seriamente echarse sobre el portafolios de su padre, agarrar el volante del Porsche y lanzarse serpenteando entre los dos carriles marcando una franja de destrucción entre los conductores de la mañana.
—¿Quieres otro huevo, Toddito?
—No, gracias, papá. —Dick Bowden los tomaba fritos.
¿Cómo podría alguien comer un huevo frito? En el grill de la cocina durante dos minutos y luego darle vuelta. Lo que acaba al fin en el plato es una especie de ojo muerto gigantesco, cubierto todo por una catarata, un ojo que suelta sangre anaranjada cuando lo pinchas con el tenedor.
Con asco, apartó el huevo revuelto. Casi no lo había tocado.
En la calle, el periódico de la mañana cayó en la escalera de la entrada.
Su padre acabó de cocinar, apagó el gas y se acercó a la mesa.
—Poco apetito hoy, ¿eh, Toddito?
Vuelve a llamarme así otra vez y te clavo el cuchillo en medio de esa maldita cara… «papito».
—No mucho, desde luego.
Dick sonrió tiernamente a su hijo; en la oreja derecha del chico aún se veía una pizca de crema de afeitar.
—Betty Trask te quita el apetito. Eso es lo que yo creo.
—Bueno, tal vez sea eso.
Dedicó a su padre una sonrisa lánguida que se le borró de la cara en cuanto su padre bajó las escaleras en busca del periódico.
¿Espabilarías de una vez si te contara lo puta que es, «papito»? ¿Qué tal si te dijera: Ah, por cierto, sabías que la hija de tu buen amigo Ray Trask es una de las zorras más grandes de Santo Donato? Sería capaz de besarse el coño ella misma si tuviera articulaciones dobles, «papito». Sencillamente es así. Una puta indecente. Dos líneas de coca y es tuya para toda la noche. Y si da la casualidad de que no tienes coca, igualmente será tuya por toda la noche. Se tiraría a un perro si no pudiera conseguirse un hombre. Creo que eso te espabilaría, ¿eh, «papito»? Te haría empezar el día con muchos bríos, ¿verdad?
Desechó con firmeza tales pensamientos, sabiendo que volverían.
Su padre regresó con el periódico. Todd vislumbró el titular: EL TREN DE LANZAMIENTO ESPACIAL NO FUNCIONARÁ, DICE UN EXPERTO.
Dick se sentó.
—Betty es una chica muy agradable —dijo—. Me recuerda a tu madre cuando la conocí.
—¿De veras?
—Tan… joven… rozagante… —Los ojos de Dick Bowden se habían desviado en una mirada remota. Al poco, volvió a centrar su mirada en su hijo—. No es que ya no sea una mujer guapa, claro, pero a esa edad una chica tiene un cierto… no sé, un brillo especial, por decirlo de algún modo. Lo conservan un tiempo, y luego desaparece. —Se encogió de hombros y abrió el periódico—. C’est la vie, supongo.
Es una perra en celo, eso es lo que le da ese brillo.
—Supongo que te portarás bien con ella, ¿eh, Toddito? —Su padre estaba haciendo el rápido recorrido habitual del periódico hacia las páginas deportivas—. No te propasarás con ella, ¿eh?
—Claro que no, papá.
(Como no se calle inmediatamente, creo, creo que haré, haré cualquier cosa. Ponerme a dar gritos. Tirarle el café a la cara. Algo.)
—Ray te considera un buen chico —dijo Dick, distraídamente.
Al fin había llegado a las hojas de deportes. Quedó ya completamente abstraído. Reinó en la mesa del desayuno un silencio beatífico.
Betty Trask se le había echado encima desde el primer día que salieron juntos. La había llevado a la calleja adonde iban las parejas después del cine porque sabía qué era lo que se esperaba de él; podrían besuquearse una media hora o así y luego podrían contar todo lo que hubiera que contar a sus respectivos amigos al día siguiente. Ella podría poner los ojos en blanco y explicar cómo había tenido que pararle los pies continuamente: los chicos eran pesados, desde luego, y ella nunca lo hacía el primer día, no era una chica de esa clase. Sus amigas asentirían y luego se lanzarían todas en tropel a los servicios de chicas y harían lo que hacen allí: maquillarse, fumar, lo que sea.
En cuanto a un chico… bueno, digamos que tienes que quedar bien. Tenías que llegar al menos a la segunda base e intentar alcanzar la tercera. Porque, claro, había reputaciones y reputaciones. Todd no se moría por tener una gran reputación de conquistador; lo único que quería era tener una reputación de ser normal. Y, claro, si ni siquiera lo intentas, se sabe en seguida. Y la gente empezaría a preguntarse si eres como se debe ser.
Así que las solía llevar a Jane’s Hill, las besaba, les palpaba las tetillas, iba un poco más lejos si se lo permitían… Y ésa era la cuestión. La chica solía pararle, él se disculpaba breve y dócilmente y la acompañaba a casa. No había que preocuparse por lo que pudiese decirse al día siguiente en los servicios de las chicas. Ni tampoco porque alguien pudiese pensar que Todd Bowden no era normal. Sólo que…
Sólo que Betty Trask era el tipo de chica que lo hacía la primera vez que salía con un chico. Siempre que salía con un chico. Y también entre salida y salida.
La primera vez había sido un mes o así antes del ataque al corazón del maldito nazi y Todd creía que lo había hecho bastante bien para ser virgen… tal vez por la misma razón que un pitcher juvenil lo hará bien si le designan para lanzar en el mayor partido de béisbol del año sin previo aviso. No había tenido tiempo de preocuparse ni de plantearse problemas al respecto.
Anteriormente, Todd había podido siempre percibir cuándo una chica resolvía que la vez siguiente que salieran se dejaría llevar hasta el final. Todd sabía perfectamente que era atractivo y que tanto su físico como sus perspectivas eran buenos. El tipo de chico al que las madres consideran «un buen partido». Y cuando percibía que estaba a punto de producirse la capitulación física, empezaba a salir con otra chica. Y ya podía esto indicar lo que fuera respecto a su personalidad, pues, consigo mismo, Todd estaba dispuesto a admitir que si empezaba a salir alguna vez con una chica que fuera frígida de verdad, seguramente se sentiría feliz saliendo con ella durante muchos años. Tal vez incluso casándose con ella.
Pero la primera vez con Betty Trask había salido todo bastante bien: Betty no era virgen, aunque lo fuese él. Ella misma había tenido que ayudarle a entrar, pero parecía hacerlo como algo muy natural. Y, cuando estaba toda la operación a medias, ella había gorjeado: «¡Me encanta, me encanta!», en el mismo tono que habría empleado cualquier otra chica para decir cuánto le gustaba el helado de fresa.
Las salidas posteriores (que habían sido cinco y media, suponía Todd, si se quería contar también la última noche), ya no habían sido tan buenas. En realidad, habían ido empeorando progresivamente…, aunque Todd no creía que Betty se hubiera dado cuenta (al menos hasta la noche anterior). En realidad, todo lo contrario. Betty parecía creer que había encontrado el ariete de sus sueños.
Todd no había sentido nada de lo que se decía que había que sentir en un momento como aquél. Besarla en los labios era como besar hígado tibio, pero crudo. Sentir la lengua de ella en su boca le hacía pensar sólo en qué tipo de gérmenes le estaría transmitiendo, y hubo momentos en que creyó que podía oler sus empastes: un olor desagradable como a cromo. Y sus pechos eran bolsas de carne. Nada más.
Todd había vuelto a hacerlo con ella otras dos veces antes del ataque al corazón de Dussander. Cada vez le resultaba más difícil llegar a la erección. En ambas ocasiones lo había conseguido al fin mediante una fantasía. Ella estaba en cueros frente a todos sus amigos. Gritando. Y Todd la obligaba a desfilar ante ellos arriba y abajo, gritándole: ¡Enséñales las tetas! ¡Déjales que te vean bien el bocadito, putoncita! ¡Ábrete bien! ¡Así, así, agáchate y ábrete bien!
La valoración de Betty no era sorprendente en absoluto. Todd era un buen amante, no aparte de sus problemas, sino precisamente por ellos. La erección sólo era el primer paso. Una vez conseguida, tenías que llegar al orgasmo. La cuarta vez que lo habían hecho (tres días después del ataque de corazón de Dussander) le había estado dando y dando sin parar más de diez minutos. Betty Trask llegó a creerse que había muerto y estaba en el cielo; tuvo tres orgasmos, y estaba a punto de llegar al cuarto cuando Todd recordó una vieja fantasía… que era, en realidad, la Primera Fantasía: la chica desvalida atada a la mesa. El gran consolador. El bulbo de goma. Sólo que ahora, desesperado, sudoroso y casi enloquecido por el deseo de llegar y acabar de una vez con aquel horror, el rostro de la chica de la mesa se convirtió en el rostro de Betty. Lo cual produjo un lúgubre espasmo que supuso que era, técnicamente al menos, un orgasmo. Un instante después, Betty le susurraba al oído, con un aliento cálido perfumado de chicle de fruta: «Cariño, estoy a tu disposición. No tienes más que llamarme».
Todd había estado a punto de soltar un sonoro gruñido.
El dilema básico era éste: ¿sufriría su reputación si rompía con una chica que deseaba tan claramente estar con él? ¿Se empezaría a preguntar la gente por qué? Parte de él contestaba que no. Recordaba haber caminado en cierta ocasión detrás de dos chicos de último curso durante su primer año y oír que uno de ellos le decía al otro que había roto con su novia. El otro quiso saber por qué. «Lo hemos hecho ya demasiadas veces», contestó el primero, y ambos soltaron carcajadas soeces.
Si me pregunta alguien por qué la dejé, me limitaré a decir que ya estaba harto de hacerlo con ella. Pero ¿y si ella va y cuenta que sólo lo hicimos cinco veces? ¿Será eso suficiente? ¿Qué?… ¿Cuánto?… ¿Cuántas?… ¿Quién hablará?… ¿Qué dirán?…
Su mente divagaba, agotada como rata hambrienta en un laberinto sin salida. Era vagamente consciente de que estaba convirtiendo un grano de arena en una montaña, y su incapacidad para resolver la situación tenía bastante que ver con lo vacilante que se había vuelto. Pero el saberlo no le daba la fuerza necesaria para cambiar de conducta, y se hundía en una grave depresión.
La universidad. La universidad era la solución. Era la excusa para romper con Betty, una excusa que nadie discutiría. Pero septiembre parecía demasiado lejos.
La quinta vez le había llevado casi veinte minutos conseguir la erección, pero Betty proclamaría después que la experiencia bien merecía la espera. Y luego, la noche anterior, no había sido capaz de ninguna de las maneras.
—Pero, bueno, ¿qué es lo que eres tú, si puede saberse? —preguntó Betty en tono petulante. Después de veinte minutos de manipular su pene mustio, estaba desmadejada y había perdido la paciencia—. ¿No serás marica o impotente?
Estuvo a punto de estrangularla allí mismo. Y la verdad es que si hubiera tenido el 30.30…
—Vaya, ¡menuda sorpresa! ¡Felicidades, hijo!
—¿Eh? —levantó la vista, dejando sus lúgubres pensamientos.
—¡Te han nombrado estrella de béisbol! —estaba diciéndole su padre, que sonreía orgulloso y complacido.
—¿Sí? —No supo, por unos instantes, de qué hablaba su padre. Casi tuvo que adivinar el sentido de las palabras—. Bueno, sí, algo me dijo de eso el instructor Haines a fin de curso. Sí, dijo que iba a proponernos a mí y a Billy DeLyons. Pero no esperaba que resultara nada de eso.
—¡Vaya, no pareces muy emocionado!
—Estoy intentando…
(¿A quién coño le importará eso?)
—… hacerme a la idea. —Con un gigantesco esfuerzo, consiguió sonreír—. ¿Me dejas ver el artículo?
Su padre le pasó el periódico por encima de la mesa y se levantó.
—Voy a despertar a Monica. Quiero que lo vea antes de que nos vayamos.
Por favor, no, no les soportaré a los dos juntos a estas horas de la mañana.
—Oh, no lo hagas. Ya sabes que, si la despiertas, no puede volver a dormirse. Se lo dejaremos en la mesa para que lo vea.
—Sí, muy bien, haremos eso. Eres un chico tan considerado, Todd. —Le dio una palmada en la espalda y Todd apretó los ojos cerrados. Encogió al mismo tiempo los hombros en un gesto de sorpresa que hizo reír a su padre. Luego abrió otra vez los ojos y miró el periódico.
CUATRO CHICOS NOMBRADOS ESTRELLAS DE BÉISBOL, decía el titular. Debajo había fotos de los cuatro con el uniforme: el catcher y el defensa izquierdo del instituto de Fairview, el jugador zurdo de Mounford, y Todd a la derecha de todo, sonriendo abiertamente al mundo desde debajo de la visera de su gorra de béisbol. Leyó el artículo y vio que Billy DeLyons había conseguido el segundo equipo. Al menos aquello era un motivo de alegría. DeLyons podía decir que era metodista, proclamarlo a los cuatro vientos hasta quedar afónico, si eso le complacía, pero desde luego a Todd no le engañaba. Todd sabía muy bien lo que era Billy DeLyons. Tal vez no fuera mala idea presentarle a Betty Trask, ya que eran de la misma calaña. Había estado mucho tiempo preguntándoselo, y por fin la noche anterior tuvo la respuesta. Los Trask se hacían pasar por blancos. Pero bastaba echar una mirada a su nariz y a aquella tez aceitunada (la del viejo aún era peor). Debía de ser por eso por lo que no se le había levantado la noche anterior. Así de fácil: su miembro se había dado cuenta de la diferencia antes que su cerebro. ¿Y a quién coño creerían que estaban engañando con aquel apellido Trask?
—Felicidades de nuevo, hijo.
Alzó la vista. Vio primero alzarse la mano de su padre; y luego vio la cara de su padre sonriendo bobaliconamente.
¡Tu colega Trask es judío!, se oyó gritarle a su padre a la cara. ¡Por eso anoche fui impotente con ese putón de hija que tiene! ¡Por eso precisamente!
Pero al instante oyó alzarse en su interior la voz fría que oía siempre en momentos como éste y que brotaba de lo más profundo de su ser, cerrando la incipiente irracionalidad tras
(CONTRÓLATE DE INMEDIATO)
puertas de acero.
Tomó la mano de su padre y la estrechó. Sonrió cándidamente mientras su padre le contemplaba con orgullo y dijo:
—Sí, gracias, papá.
Dejaron aquella hoja de periódico doblada con una nota para Monica, que Dick insistió en que Todd escribiera y firmara Tu hijo Todd, estrella de béisbol.
22
Ed French, alias Arruga, alias Pete Zapatilla, y el Hombre Ked, también alias Ed Chanclos, se encontraba en la pequeña y hermosa ciudad de San Remo para asistir a una convención de técnicos de asesoramiento. Era una absoluta pérdida de tiempo (todos los asesores estaban siempre de acuerdo en no estar de acuerdo en nada) y le aburrieron las disertaciones y los seminarios y debates después del primer día. A mitad del segundo descubrió que también le aburría San Remo, con los adjetivos de costera, hermosa y pequeña; el adjetivo clave era seguramente «pequeña». Secoyas y vistas hermosísimas aparte, San Remo no tenía cine ni bolera, y a Ed no le apetecía ir al único bar de la localidad (junto al que había una zona de aparcamiento llena de camionetas, con pegatinas de Reagan, casi todas en las defensas herrumbrosas y en las puertas traseras). No temía que le molestaran, pero no tenía ningunas ganas de pasarse la tarde contemplando a tipos con sombrero vaquero y escuchando a Loretta Lynch en el tocadiscos.
Así que allí estaba, al tercer día de la convención que duraría cuatro jornadas increíbles; estaba allí, en la habitación 217 del hotel Holiday, su esposa y su hija en casa, la televisión estropeada, un desagradable olor emanando del cuarto de baño. Había una piscina, pero tenía tan mal el eccema aquel verano que ni muerto le habrían pillado en traje de baño. De espinillas para abajo, parecía un leproso. Tenía una hora libre antes de la siguiente ponencia, «Cómo ayudar al niño con dificultad de dicción», en la que se diría que había que hacer algo por los chicos que tartamudeaban o tenían fisuras palatinas; claro que por nada del mundo llamarían a las cosas por su nombre, santo cielo, no, alguien podría bajarnos el sueldo. Había almorzado en el único restaurante de San Remo, no le apetecía nada echarse la siesta y el único canal de televisión estaba dando una reposición de Embrujada.
Así que abrió el listín de teléfonos y empezó a hojearlo sin propósito definido, casi sin darse cuenta de lo que hacía, preguntándose vagamente si conocería a alguien lo suficientemente aficionado a lo pequeño, lo hermoso y lo costero como para vivir en San Remo. Suponía que aquello era lo que acaba haciendo siempre la gente que se aburre en todos los hoteles de la cadena Holiday de todo el mundo: buscar a algún amigo o pariente olvidado para llamarle por teléfono. Era eso, Embrujada o la Biblia. Y, si daba la casualidad de que encontrabas a alguien, ¿qué le dirías? «Frank, ¿cómo estás, hombre?» Y, de paso, ¿qué era… «pequeño, hermoso o costero»? Seguro, claro. Darle un cigarro y animarle.
No obstante, mientras seguía allí echado en la cama, recorriendo las páginas blancas sin fijarse apenas en las columnas, tuvo la sensación de que realmente conocía a alguien en San Remo. ¿A un vendedor de libros, quizás? ¿A algunos de los muchísimos sobrinos o sobrinas de Sondra? ¿A algún compañero de póquer de la facultad? ¿Al pariente de algún alumno? Eso pareció hacer sonar una campanita, pero no pudo llegar más allá.
Siguió hojeando la guía y descubrió que, en realidad, tenía sueño. Estaba ya quedándose dormido cuando lo recordó y dio un salto, despierto del todo.
¡Lord Peter!
Estaban reponiendo últimamente aquellas historias de Wimsey[5]. Él y Sondra estaban «enganchados». Interpretaba a Wimsey un tipo llamado Ian Carmichael que a Sondra le encantaba. Tanto le gustaba, en realidad, que Ed, que creía que Carmichael no se parecía en absoluto a lord Peter, se irritó de veras.
—Sandy, la cara no corresponde en absoluto, es horrible. Y tiene dentadura postiza, ¡por amor de Dios!
—¡Bah! —replicó frívolamente Sondra desde el sofá en que estaba acurrucada—. Lo que ocurre es que estás celoso. Es guapísimo.
—Papi está celoso, papi está celoso —canturreó la pequeña Norma, correteando por la sala en pijama.
—Tú debías estar en la cama hace una hora —le dijo Ed, mirándola fijamente—. Si sigo advirtiendo que estás aquí, seguramente me daré cuenta de que no estás allí.
La niñita pareció confusa un momento. Ed volvió a dirigirse a Sondra:
—Recuerdo que hace unos tres o cuatro años… vino a hablar conmigo el abuelo de un chico que se llamaba Todd Bowden. Bueno, pues aquel tipo sí que se parecía a Wimsey. Un Wimsey viejísimo, desde luego; el perfil de la cara era exacto y…
—Wimsee, Bimsee, Dimsee, Jimsee —canturreó la pequeña Norma—. Wimsee, Bimsee, tralará, lará, laaa…
—Silencio los dos —dijo Sondra—. ¡Me parece el hombre más guapo del mundo!
¡Qué mujer desquiciante!
¿No se había retirado el abuelo de Todd Bowden a San Remo? Claro. Figuraba en los impresos. Todd había sido uno de los alumnos más destacados de aquel curso. Y luego, de repente, había tenido un gran bajón. El viejo fue a verle, le contó una historia familiar de problemas maritales y acabó convenciendo a Ed para que dejara pasar un tiempo a ver si todo volvía a la normalidad. Ed creía que el viejo laissez faire no funcionaba: si le decías a un adolescente que se cuidara él de sí mismo o se muriera, lo normal era que se muriese. Pero el anciano había sido casi pavorosamente persuasivo (tal vez fuera el parecido con Wimsey) y Ed había aceptado conceder a Todd un plazo. Y, en fin, Todd había conseguido salir a flote. El anciano debía de haberse ocupado personalmente del asunto y lo había hecho a conciencia, sí, pensaba Ed. Tal vez hubiera tenido que dar algún puntapié, pero no sólo parecía capaz de hacerlo, sino hasta de sentir con ello cierta austera satisfacción. Y luego, hacía precisamente dos días, había visto la foto de Todd en el periódico. Era una gran figura del béisbol en California del Sur. No es que fuera una proeza enorme, pues elegían todas las primaveras a unos quinientos chicos. Ed pensó que no habría conseguido dar con el nombre del abuelo si no hubiera visto la foto de Todd.
Siguió mirando las páginas de la guía, ahora con más decisión, recorriendo con el dedo la columna… y allí estaba. BOWDEN, VICTOR S. 403, Ridge Lane. Marcó el número; dio varias veces la señal. Estaba ya a punto de colgar cuando alguien, un anciano, contestó:
—¿Quién es?
—¿Oiga?, señor Bowden, aquí Ed French, del instituto de Santo Donato.
—¿Sí? —Cortés, pero sólo eso. Seguramente no le reconocía. Bueno, habían pasado tres años y debían de olvidársele algunas cosas de vez en cuando.
—¿Me recuerda usted?
—¿Tendría que recordarle? —La voz de Bowden tenía un tono cauto y Ed sonrió. Era evidente que se le olvidaban las cosas, pero no quería que se diera cuenta nadie, si podía evitarlo. A su padre le había pasado lo mismo cuando empezó a fallarle el oído.
—Fui asesor de Todd en el instituto de Santo Donato y llamaba para felicitarle. Superó bien el bache de noveno, ¿verdad? Y ahora, como remate, es estrella de béisbol. ¡No está mal!
—¡Todd! —dijo el anciano animándose en seguida—. Sí, realmente se ha portado muy bien, ¿verdad? ¡El segundo de su promoción! Y la chica que iba delante de él hizo cursos de comercio. —Hubo un carraspeo desdeñoso en la voz del anciano—. Mi hijo me llamó y me dijo que me llevaba si quería a la ceremonia de fin de curso de Todd, pero, sabe, estoy ya en una silla de ruedas. Me rompí la cadera en enero. No quería ir en una silla de ruedas. Pero tengo su foto recibiendo el diploma en el vestíbulo, claro. Los padres de Todd están muy orgullosos de él. Y yo también, claro.
—Sí, creo que conseguimos que superara la fase crítica —dijo Ed; sonreía al decirlo, aunque era una sonrisa un tanto perpleja; había algo en el abuelo de Todd que le parecía distinto. Claro que había pasado mucho tiempo…
—¿Fase crítica? ¿Qué fase crítica?
—La breve charla que tuvimos… cuando Todd tuvo aquellos problemas con las tareas escolares. En noveno…
—Perdone, pero no le entiendo —dijo el anciano, despacio—. Yo nunca osaría hablar por el hijo de Richard. Eso crearía problemas… jo, jo. Usted no sabe cuántos problemas crearía. Creo que se equivoca usted, joven.
—Pero…
—Sin duda hay un error. Nos confunde usted con otro estudiante y otro abuelo, me parece.
Ed estaba perplejo. Era una de las pocas veces de su vida en que no se le ocurría nada que decir. Si había algún error, no era evidentemente él quien lo cometía.
—Bueno —dijo vacilante el señor Bowden—. Muy amable por su llamada, señor…
Ed recuperó la palabra.
—Oiga, señor Bowden, mire, estoy aquí, en San Remo. En una convención. De asesores escolares. Mañana por la mañana se clausura la convención y a partir de las diez estaré libre. ¿Podría pasarme por… —consultó de nuevo el listín telefónico—… por Ridge Lane y verle un momento?
—Pero ¿para qué?
—Simple curiosidad, supongo. Ahora todo ha vuelto a su cauce, pero, hace tres años, Todd tuvo un bajón muy serio en los estudios. De hecho, sus calificaciones bajaron tanto que enviamos a su casa una carta con el boletín de notas pidiendo una entrevista con el padre o la madre o, mejor aún, con ambos. Y, como respuesta, me visitó su abuelo, un hombre muy agradable llamado Victor Bowden.
—Pero yo ya le he dicho que…
—Ya, ya. Pero de todas formas yo hablé con alguien que dijo ser el abuelo de Todd. Supongo que importa poco ya, pero ver es creer. Sólo le robaré unos minutos, porque me esperan en casa para la cena.
—Tiempo es precisamente lo que más tengo —dijo Bowden con cierta tristeza—. Estaré en casa todo el día. Le recibiré con mucho gusto.
Ed le dio las gracias, se despidió y colgó. Se sentó a los pies de la cama, contemplando pensativo el teléfono. Al poco rato, se levantó y sacó los cigarrillos de la cazadora que estaba colgada en el respaldo de la silla. Tenía que irse. Había un debate y si no aparecía le echarían de menos. Encendió el cigarrillo con una cerilla del hotel Holiday, que apagó después y echó en un cenicero del hotel Holiday. Se acercó luego a la ventana del hotel Holiday y contempló abstraído el patio del hotel Holiday.
Poco importa ya, le había dicho a Bowden, pero a él sí que le importaba. No era corriente que uno de sus muchachos le engañara y una noticia tan inesperada le disgustaba. Supuso que podría resultar todavía un simple caso de senilidad, aunque el viejo no le había dado la impresión de estar chocho. Y, maldita sea, no parecía el mismo.
¿Le habría engañado Todd Bowden?
Llegó a la conclusión de que podía ser. Al menos teóricamente. Y más siendo Todd un chico inteligente como era. Podía haber engañado a cualquiera, no sólo a Ed French. Hasta podía haber falsificado el nombre de su padre o el de su madre en las tarjetas de aviso de suspenso durante aquel mal período. Eran muchísimos los chicos que descubrían una habilidad latente increíble para falsificar cuando recibían esas tarjetas. Hasta podía haber utilizado borrador de tinta en los boletines de notas del segundo y del tercer trimestre, cambiar las calificaciones antes de presentar el boletín a sus padres y volver a cambiarlas luego antes de devolvérselo al tutor, de forma que éste no notara nada raro si miraba la tarjeta. La aplicación de borrador de tinta la advertía cualquiera que se fijara bien, pero los tutores tenían a su cargo un promedio de setenta alumnos cada uno. Tenían suerte si conseguían pasar lista antes de que sonara el primer timbre, así que no iban a ponerse a examinar las tarjetas que les devolvían en busca de posibles falsificaciones.
Y, en cuanto a las notas finales de Todd, quizás hubieran bajado tres puntos en conjunto: dos evaluaciones malas en un total de doce. Las otras notas eran lo bastante buenas para suplir la diferencia. ¿Y a qué padres se les ocurría pasar por el colegio para mirar los libros escolares de sus hijos? ¿Cuántos que tuvieran además un hijo que fuese tan buen estudiante como lo era Todd Bowden?
La frente de Ed French, lisa normalmente, se crispó y se llenó de arrugas.
Poco importa ya. Eso era verdad realmente. El trabajo de Todd en los últimos cursos de bachiller había sido excelente. Es imposible falsificar una media de sobresaliente. Según el artículo del periódico, el muchacho iría a Berkeley y Ed suponía que sus padres estarían orgullosísimos, con toda la razón del mundo. Ed estaba cada día más convencido del deterioro de la vida americana, en la que abundaban el oportunismo, los ancianos, las drogas fáciles, el sexo fácil, una moralidad más turbia cada año. Así que cuando un hijo sale como es debido y destaca, los padres tienen derecho a sentirse orgullosos de él.
Poco importa ya… Pero ¿quién diablos sería su abuelo?
No conseguía quitarse el asunto de la cabeza. ¿Quién podría ser? ¿Habría ido Todd a la delegación del gremio de actores y habría colocado una nota en el tablero de anuncios? JOVEN EN APUROS POR PROBLEMAS DE NOTAS NECESITA ANCIANO, PREF. 70-80 AÑOS, PARA ACTUAR COMO ABUELO, ACTUACIÓN IMPECABLE, PAGARÉ TARIFAS SINDICATO. Ohhh, ni hablar, hombre. Y, además, ¿qué adulto habría podido prestarse a semejante conspiración? ¿Y por qué?
Ed French no tenía ni idea. Y, como daba igual, en realidad apagó el cigarrillo y se encaminó a la conferencia. Pero no podía concentrarse.
Al día siguiente, se fue hasta Ridge Lane y tuvo una larga conversación con Victor Bowden. Hablaron de uvas, hablaron del negocio de los comestibles, de cómo las grandes cadenas de tiendas estaban hundiendo a los pequeños comerciantes; hablaron del ambiente político que había en el sur de California. El señor Bowden le ofreció a Ed un vaso de vino. Ed lo aceptó muy complacido. Le parecía que lo necesitaba verdaderamente, aunque sólo fueran las once menos veinte de la mañana. Victor Bowden se parecía tanto a Peter Wimsey como una ametralladora a una cachiporra. Victor Bowden no tenía ni rastro del leve acento que Ed recordaba, y era bastante gordo. El individuo que le había visitado en el colegio como abuelo de Todd era delgado como un palillo.
Antes de despedirse, le dijo:
—Le agradecería que no comentara nada de todo esto a su hijo ni a su nuera. Tal vez todo tenga una explicación absolutamente lógica… y, de cualquier modo, es algo que queda en el pasado.
—A veces —dijo Bowden, alzando el vaso de vino hacia el sol y admirando su hermoso tono oscuro— el pasado no se queda tranquilo. ¿Por qué, si no, estudia historia la gente?
Ed sonrió, inquieto, y no comentó nada.
—Pero no se preocupe. Nunca intervengo en los asuntos de Richard. Todd es un buen chico. El segundo de su promoción… tiene que ser un buen chico. ¿No le parece?
—Desde luego —dijo Ed French, sinceramente, y le pidió otro vaso de vino.
23
Dussander dormía un sueño inquieto; yacía en una fosa de pesadillas.
Caían sobre la valla. Miles, millones quizá. Salían de la selva y se arrojaban sobre el alambre de púas electrificado que estaba empezando a combarse peligrosamente. Algunos de los cables habían cedido y se enroscaban en la tierra atestada donde se amontonaban, soltando chispas azules. Y todavía no se acercaba el fin de ellos, no llegaba. El Führer estaba tan loco como había proclamado Rommel si creía ahora (si alguna vez lo había creído) que podía existir una solución definitiva para aquel problema. Eran miles de millones; llenaban el universo; y todos ellos le perseguían.
—Eh, viejo, despierte, viejo. Dussander. Despierte, viejo, despierte.
Al principio pensó que era la voz del sueño.
Le hablaba en alemán; tenía que pertenecer al sueño. Ése era el motivo de que la voz fuera tan aterradora, claro. Si se despertaba, la eludiría, así que emergió del sueño…
El hombre estaba sentado junto a la cama en una silla colocada al revés: un hombre real.
—Despierte, Dussander —decía el visitante. Era joven, no tendría más de treinta años. Ojos oscuros y atentos tras unas gafas sencillas de montura de acero. Llevaba el cabello castaño un poco largo, hasta el cuello, y, durante un confuso instante, Dussander pensó que era el chico disfrazado. Pero no era el chico, con aquel traje azul tan pasado de moda demasiado grueso para el clima de California. Y en la solapa de la chaqueta llevaba un alfiler de plata. Plata, el metal utilizado para matar vampiros y hombres-lobo. Era una estrella de David.
—¿Habla usted conmigo? —preguntó Dussander en alemán.
—¿Con quién, si no? Su compañero de habitación se ha ido.
—¿Heisel? Sí, se fue ayer a su casa.
—¿Está ya despierto?
—Claro. Pero creo que me confunde usted con otra persona. Yo me llamo Arthur Denker. Tal vez se haya equivocado de habitación.
—Me llamo Weiskopf. Y usted, Kurt Dussander.
Dussander deseaba humedecerse los labios, pero no lo hizo. Muy probablemente todo aquello formara parte del sueño… era simplemente una nueva fase del sueño. Tráigame un borracho y un cuchillo de cocina, Señor-Estrella-de-David-en-la-Solapa y le haré desaparecer como si fuera humo.
—No conozco a ningún Dussander —le dijo al joven—. ¿Debo llamar a la enfermera?
—Me entiende usted perfectamente —dijo Weiskopf. Cambió ligeramente de postura y se retiró un mechón de pelo de la frente. Lo prosaico del gesto hizo que se desvanecieran las últimas esperanzas de Dussander.
—Heisel —dijo Weiskopf, y señaló la cama vacía.
—Heisel, Dussander, Weiskopf… ninguno de esos nombres me dice nada.
—Heisel se cayó de una escalera cuando arreglaba un canalón de su casa —dijo Weiskopf—. Se rompió la columna. Puede que no vuelva a andar. Desdichado. Pero no fue ésa la única tragedia de su vida. Estuvo internado en Patin, perdió a su mujer y a sus hijas. En Patin, que usted dirigía.
—Creo que está usted loco —dijo Dussander—. Yo me llamo Arthur Denker. Vine a este país cuando murió mi esposa. Antes de eso estaba…
—Ahórreme esa historia —dijo Weiskopf, alzando una mano—. Él no olvidó su cara. Esta cara.
Weiskopf esgrimió ante la cara de Dussander una fotografía como un mago que hiciese un truco. Era una de las que el chico le había enseñado hacía años. Un Dussander joven con la gorra de las SS gallardamente alzada, sentado a un escritorio.
Dussander habló despacio, en inglés ya, con mucho cuidado.
—Durante la guerra fui mecánico en una fábrica. Mi trabajo consistía en supervisar la fabricación de transmisiones y direcciones para camiones y carros blindados. Luego trabajé en la fabricación de carros de combate Tiger. Luego, durante la batalla de Berlín, llamaron a mi unidad, que estaba en la reserva, y combatí honrosa pero brevemente. Después de la guerra, trabajé en Essen, en la fábrica de coches Menschler, has…
—… hasta que se vio obligado a escapar a Sudamérica. Con el oro fundido sacado de los dientes de los judíos y con la plata fundida sacada de las joyas de los judíos y con su cuenta numerada en un banco suizo. El señor Heisel se fue a su casa feliz, ¿sabe? Bueno, pasó un mal rato cuando se despertó de noche y comprendió con quién compartía la habitación. Pero ya está mejor. Cree que Dios le ha concedido el gran privilegio de romperse la columna para poder ser un instrumento en la captura de uno de los hombres más sanguinarios de la historia.
Dussander habló lentamente, pronunciando con mucho cuidado:
—Durante la guerra, fui mecánico en una fábrica. Mi trabajo…
—Oh, vamos, ¿por qué no lo deja ya? Sus documentos no pasarían un examen detenido. Yo lo sé y usted también lo sabe. Está descubierto.
—Mi trabajo consistía en supervisar la fabricación de…
—¡De cadáveres! De cualquier modo, estará usted en Tel Aviv antes de Año Nuevo. Ahora las autoridades están colaborando con nosotros, Dussander. Los norteamericanos quieren tenernos contentos y usted es una de las cosas que nos pone contentos.
—… la fabricación de transmisiones y direcciones para camiones y carros blindados. Luego trabajé en la fabricación de carros de combate Tiger.
—¿Por qué ponerse tan pesado? ¿Por qué demorarlo?
—Luego, durante la batalla de Berlín…
—De acuerdo; si así lo quiere usted. Volverá a verme. Y pronto.
Weiskopf se levantó. Salió de la habitación. Su sombra aleteó un instante en la pared y luego desapareció también. Dussander cerró los ojos. Se preguntó si Weiskopf diría la verdad en lo de la cooperación de los norteamericanos. Tres años antes, cuando escaseaba el petróleo en Estados Unidos, no le habría creído. Pero el lío del Irán podría muy bien reforzar el apoyo norteamericano a Israel. Era muy posible. ¿Qué importaba de todos modos? De un modo u otro, legal o ilegalmente, Weiskopf y sus compinches le atraparían. En el tema de los nazis eran intransigentes. Y en el tema de los campos de concentración eran lunáticos.
Temblaba de pies a cabeza. Pero sabía ya perfectamente lo que tenía que hacer.