11

Mayo, 1975

Para Todd, aquél sería el viernes más largo de su vida. Permanecía sentado clase tras clase, sin oír absolutamente nada, aguardando los últimos cinco minutos que los profesores dedicaban a repartir las tarjetas de suspenso. Cada vez que un profesor se acercaba a su pupitre, con las tarjetas, Todd se quedaba frío. Y cada vez que uno de los profesores pasaba a su lado sin detenerse, sentía oleadas de vértigo y confusión.

Álgebra fue lo peor. Storrman se acercaba… vacilaba… y en el preciso momento en que Todd empezaba a convencerse de que pasaría de largo, plantó una de las tarjetas delante de Todd en la mesa. Todd la miró con indiferencia sin sentir absolutamente nada. Ahora que al fin había ocurrido sólo sentía frialdad. Bueno, ya está, pensó. Punto final. A no ser que a Dussander se le ocurra alguna otra cosa. Y tengo mis dudas.

Volvió la tarjeta sin demasiado interés, sólo para ver por cuántos puntos había suspendido. Debía faltarle muy poco, pero el responsable, Storrman el Inflexible, no daba una oportunidad a nadie. Vio que el espacio de las calificaciones estaba en blanco, los dos, el de la calificación numérica y el de la calificación literal. Y en la sección de OBSERVACIONES había escrito lo siguiente: ¡Me complace no haber tenido que darte una de éstas de VERDAD! Ánimo. Storrman.

El vértigo volvió, más intenso, ahora, recorriendo su cabeza y haciendo que la sintiera como un globo lleno de helio. Agarró los bordes de la mesa con todas sus fuerzas, sin dejar de pensar con tensión absolutamente obsesiva: No te desmayarás, no te desmayarás, no te desmayarás. Las oleadas de vértigo fueron pasando poco a poco y tuvo entonces que dominar el urgente impulso de correr por el pasillo detrás de Storrman, hacerle volverse y sacarle los ojos con el lápiz recién afilado que tenía en la mano. Y mientras experimentaba todo esto, su rostro permanecía absolutamente inexpresivo. El único signo de que algo ocurría en su interior era un leve tic que se advertía en uno de sus párpados.

Las clases semanales concluyeron quince minutos después. Todd rodeó caminando despacio el edificio hasta el aparcamiento de las bicis, con la cabeza baja, las manos en los bolsillos, los libros metidos bajo el brazo derecho, ajeno a los otros estudiantes que corrían y gritaban. Echó los libros en el cesto de la bici, soltó la cadena y se alejó pedaleando. Rumbo a la casa de Dussander.

Hoy, pensó. Hoy es tu día, viejo.

—Así que el acusado vuelve del banquillo —dijo Dussander, sirviéndose bourbon, cuando Todd entró en la cocina—. ¿Cuál fue el veredicto, prisionero?

Llevaba puesta la bata y un par de velludos calcetines de lana que le llegaban hasta media canilla. Con calcetines como ésos, pensó Todd, es facilísimo resbalar. Se fijó en la botella con que se afanaba Dussander. Quedaban sólo unos tres dedos de bourbon.

—Ninguna mala nota: ni D ni F ni tarjetas de aviso de suspensos —dijo Todd—. Aún podré cambiar algunas de las notas en junio, aunque quizá sólo los promedios. Creo que este trimestre podré sacar todo A y B si sigo trabajando igual.

—Oh, lo seguirás haciendo, por supuesto —dijo Dussander—. Nos ocuparemos de que así sea —bebió y se sirvió luego más—. Esto hay que celebrarlo —hablaba con una cierta dificultad, justo la suficiente para advertirlo, pero Todd sabía que estaba tan borracho como siempre.

Sí, hoy. Habrá que hacerlo hoy.

Pero estaba tranquilo.

—Qué celebrar ni qué mierda.

—Me temo que aún no ha llegado el chico del reparto con el esturión y las trufas —dijo Dussander, ignorándole—. No puede uno fiarse del servicio en estos días. ¿Qué te parecen unas galletitas Titz y un poquito de queso mientras esperamos?

—Muy bien —dijo Todd—. Qué más da.

Dussander se levantó y al hacerlo golpeó la mesa con una rodilla y se sobresaltó; se dirigió al refrigerador. Sacó el queso. Sacó un cuchillo de la gaveta y una bandeja del armario y una cajita de galletas de la panera.

—Todo bien impregnado de ácido prúsico —le dijo a Todd al colocar el queso y las galletas sobre la mesa. Sonrió y Todd advirtió que había vuelto a quitarse la dentadura postiza. No obstante, le devolvió la sonrisa.

—¡Así que hoy tranquilidad! —exclamó Dussander—. Yo suponía que entrarías dando volteretas por todo el pasillo. —Vació el resto de bourbon en el vaso, tomó un sorbo, chasqueó los labios.

—Supongo que estoy aturdido todavía —dijo Todd.

Mordió una galleta. Hacía mucho que había dejado de rechazar la comida de Dussander. Dussander creía que uno de los amigos de Todd guardaba una carta (que no existía, por supuesto; tenía amigos, por supuesto, pero ninguno en quien confiara hasta tal punto). Aunque suponía que Dussander había adivinado la verdad hacía mucho, sabía que no se atrevería a comprobarlo asesinándole.

—¿De qué hablaremos hoy? —inquirió Dussander, tomándose de golpe el último trago—. Hoy te daré el día libre de estudio, ¿qué tal? ¿Eh? ¿Eh?

Cuando bebía, su acento se hacía más marcado. Todd había llegado a odiar aquel acento. Pero hoy no le molestaba; la verdad es que aquel día no le molestaba nada. Se sentía absolutamente tranquilo. Se miró las manos, las manos que darían el empujón, y le parecieron exactamente iguales que siempre. No temblaban en absoluto. Estaban tranquilas.

—Me da igual —dijo Todd—. Lo que usted quiera.

—¿Quieres que te hable del jabón especial que hacíamos? ¿De nuestros experimentos de homosexualidad inducida? ¿O te gustaría tal vez que te contara cómo escapé de Berlín después de haber sido tan idiota como para regresar? Te aseguro que esa historia te gustaría. —Hizo como si se afeitara la mejilla y se echó a reír.

—Me da lo mismo —dijo Todd—. De veras.

Advirtió que Dussander examinaba la botella vacía y se levantaba luego con ella en la mano. Se acercó al cubo de basura y tiró la botella.

—No, creo que hoy no te contaré ninguna de esas historias —dijo Dussander—. Parece que no estás de humor.

Se quedó un momento pensativo junto al cubo de basura y luego cruzó la cocina hacia el sótano. Sus calcetines de lana susurraban sobre el irregular linóleo.

—Creo que hoy te contaré la historia de un viejo que tenía miedo.

Dussander abrió la puerta del sótano. Estaba de espaldas a la mesa. Todd se levantó en silencio.

—Tenía miedo —prosiguió Dussander— de cierto jovencito que de una forma extraña era su amigo. Era un chico listo. Su madre le llamaba «alumno aventajado», y el viejo había descubierto que era realmente un alumno aventajado… aunque tal vez no en el sentido en que su madre creía.

Dussander manipuló torpemente el anticuado interruptor de la pared, intentando encender la luz con sus dedos deformes e hinchados. Todd caminó (se deslizó casi) sobre el linóleo, procurando no pisar en ninguno de los lugares en los que el linóleo chirriaba o crujía. Ahora conocía aquella cocina tan bien como la de su propia casa. Quizá mejor.

—Al principio, el chico no era amigo del viejo —dijo Dussander. Al fin consiguió encender la luz. Bajó el primer peldaño con cautela de borracho veterano—. Y al principio al viejo le caía muy mal el chico. Pero luego llegó… llegó a disfrutar de su compañía, aunque seguía existiendo un fuerte elemento desagradable.

Miraba ahora el estante, pero seguía agarrado a la barandilla. Todd seguía frío (no, ahora estaba congelado); avanzó hacia él y calculó las posibilidades de que un empujón fuerte obligara a Dussander a soltar la barandilla. Decidió esperar a que se inclinara hacia delante.

—Parte del gozo del viejo procedía de la sensación de igualdad —prosiguió Dussander pensativo—. Mira, el chico y el viejo se tenían mutuamente atrapados. Cada uno de ellos sabía algo que el otro deseaba guardar en secreto. Y luego… bueno, llegó el momento en que el viejo se dio cuenta de que las cosas estaban cambiando. Sí. Estaba perdiendo su poder sobre el chico, todo o una parte del mismo, según lo desesperado que pudiera estar el chico, o según lo hábil que fuera. Y en una larga noche insomne, al viejo se le ocurrió que no estaría de más conseguir un nuevo poder sobre el chico. Por su propia seguridad.

Dussander soltó en este punto la barandilla y se inclinó sobre las escaleras del sótano. Pero Todd no hizo el menor movimiento. Su absoluta frialdad estaba dejando paso a un ruboroso acceso de furia y confusión. Cuando el anciano asió la botella llena, Todd pensó malignamente que Dussander tenía el sótano más hediondo de la ciudad, lo limpiara o no. Olía como si hubiera algo muerto allá abajo.

—Así que el viejo se levantó inmediatamente de la cama. ¿Qué significa el sueño para un viejo? Muy poco. Y se sentó ante su mesita pensando en lo ingeniosamente que había conseguido atrapar al chico igual que el chico le había atrapado a él. Se sentó allí pensando lo mucho, lo muchísimo que había trabajado el chico para conseguir mejorar sus notas. Y también que una vez que lo hubiera conseguido, ya no necesitaría para nada al viejo vivo. Y que si el viejo muriera, el chico podría al fin ser libre.

Se giró ahora, con la botella llena en la mano.

—¿Sabes? Te oí —dijo, casi con gentileza—. Desde el mismo instante en que echaste hacia atrás la silla y te levantaste. No eres tan silencioso como te imaginas, chico. Al menos no todavía.

Todd no dijo nada.

—Y en consecuencia —dijo Dussander, volviendo a la cocina y cerrando firmemente la puerta del sótano tras de sí—, el viejo escribió todo detalladamente, nicht wahr? Lo escribió todo, de la primera a la última palabra. Y cuando al fin concluyó, amanecía casi y su artritis canturreaba en su mano (la verdammt artritis), pero él se sentía bien por primera vez desde hacía semanas. Se sentía a salvo. Volvió a la cama y durmió hasta media tarde. En realidad, si hubiera dormido más se habría perdido su serie preferida: Hospital general.

Había llegado de nuevo a su mecedora. Se sentó. Sacó una astrosa navaja de amarillento mango de marfil y empezó a cortar laboriosamente la cubierta del tapón de la botella.

—Y al día siguiente, el anciano se puso su mejor traje y se acercó al banco en el que tiene sus ahorros. Habló con uno de los empleados del banco, que respondió de forma plenamente satisfactoria todas las preguntas que el anciano le hizo. Alquiló una caja de seguridad. El empleado explicó al anciano que él mismo guardaría una llave y el banco otra. Para abrir la caja hacían falta las dos llaves. Y nadie más que el anciano podría utilizar su llave sin un poder notarial suyo firmado. Con una única excepción.

Dussander esbozó una sonrisa desdentada contemplando el rostro rígido y pálido de Todd.

—Tal excepción se daría sólo en el caso de muerte del arrendatario de la caja —dijo.

Mirando aún a Todd, aún sonriendo, volvió a guardarse la navaja en el bolsillo de la bata, desenroscó el tapón de la botella, y se sirvió un buen trago.

—¿Y qué pasa entonces? —preguntó Todd con aspereza.

—En tal caso, se abre la caja en presencia de un empleado del banco y de un representante del Servicio de Rentas Públicas. Se hace inventario del contenido de la caja. En el caso que nos ocupa, sólo encontrarán un documento de doce páginas. Exento de impuestos… pero interesantísimo.

Todd cruzó las manos y las apretó con firmeza.

—Pero… no puede… no puede hacerlo.

—Querido chico —dijo Dussander benévolamente—. Ya lo he hecho.

—Pero… yo… usted… —Alzó súbitamente la voz hasta un grito desesperado—: ¡Es usted viejo! ¿Es que no se da cuenta de que es viejo? ¡Puede morirse! ¡Podría morirse en cualquier momento!

Dussander se levantó. Se acercó a uno de los armarios de la cocina y sacó un vaso pequeño; un vaso que había contenido en tiempos mermelada. Alrededor del borde danzaban personajes de dibujos animados. Los reconoció a todos: Pedro y Wilma Picapiedra, Pablo y Betty Mármol… Había crecido con ellos. Observó a Dussander mientras limpiaba el vaso casi ceremonialmente con un paño de cocina. Le observó ponerle el vaso delante. Y le observó mientras servía en aquel mismo vaso un dedo de bourbon.

—¿Para qué es eso? —susurró Todd—. Yo no bebo. La bebida es para borrachines infectos como usted.

—Alza tu vaso, chico. Se trata de una ocasión especial. Hoy beberás.

Todd le contempló un largo instante. Luego, alzó el vaso.

—Haré un brindis, chico: ¡larga vida! ¡Larga vida para los dos! Prosit!

Se bebió su bourbon de un trago y empezó a reírse. Empezó a mecerse, atrás, adelante, tocando el suelo con los pies enfundados en calcetines, riéndose, y Todd pensó que nunca se le había parecido tanto a un buitre, un buitre con bata, un apestoso animal carroñero.

—Le odio —murmuró, y entonces Dussander empezó a ahogarse con su propia risa.

Se puso rojo. Daba la impresión de que estuviera tosiendo, riéndose y asfixiándose, todo al mismo tiempo. Asustado, Todd se levantó y le dio unos golpecitos en la espalda hasta que se le calmó la tos.

Danke schön —dijo—. Toma tu bebida. Te sentará bien.

Todd bebió. Sabía a pésimo jarabe para el catarro y le ardió en la garganta.

—No puedo creer que beba esta mierda continuamente —dijo volviendo a colocar el vaso sobre la mesa y estremeciéndose—. Tendría que dejarlo. Tendría que dejar de beber y de fumar.

—Me conmueve tu interés por mi salud —dijo Dussander. Sacó un paquete de cigarrillos del mismo bolsillo en el que había desaparecido la navaja—. Y a mí me preocupa igualmente tu salud, chico. Casi cada día leo en el periódico la noticia de algún ciclista que muere en un cruce muy concurrido. Debieras dejarlo. Debieras caminar. O tomar el autobús, como yo.

—¿Por qué no se va a la mierda de una vez? —estalló Todd.

—Querido chico —dijo Dussander, sirviéndose más bourbon y empezando otra vez a reírse—. Estamos los dos hasta el cuello de mierda, ¿o es que acaso no te das cuenta?

Un día, aproximadamente una semana después, Todd estaba sentado en la vieja plataforma correo de la vieja estación de ferrocarril. Tiraba, una a una, piedrecitas a los herrumbrosos raíles infectados de yerbajos.

De todos modos, ¿por qué no le mataría?

Como chico lógico, la respuesta lógica fue la que primero se le ocurrió. No había ningún motivo en absoluto. Antes o después, Dussander moriría y, dados sus hábitos, lo más seguro es que fuera antes. Tanto si él asesinaba al viejo como si se moría de un ataque al corazón en la bañera, todo saldría a la luz. Claro que, si le hubiera matado, habría tenido el placer de retorcerle el cuello al viejo buitre.

Antes o después… esa frase desafiaba toda lógica.

Tal vez sea después, pensó Todd. Con o sin cigarrillos, con o sin alcohol, el muy cabrón tiene aguante. Ha durado todo este tiempo, así que… así que tal vez sea después.

Oyó un confuso resoplido que parecía venir de debajo de donde él estaba.

Se puso en pie de un salto dejando caer el puñado de piedrecitas que tenía en la mano. Volvió a oírse aquella especie de bufido.

Casi a punto de echar a correr, se detuvo. Pero el bufido no se repitió. Una autopista de ocho carriles cruzaba el horizonte a unos novecientos metros sobre aquel callejón sin salida lleno de maleza y basura, con sus edificios abandonados, guías anticuadas y plataformas combadas y astilladas. Allá en la autopista, los coches brillaban al sol como exóticos escarabajos de sólido caparazón. Ocho carriles de tráfico allá arriba, y aquí abajo sólo Todd, algunos pájaros… y lo que hubiera bufado.

Con cautela, se inclinó hacia delante con las manos en las rodillas y atisbó bajo la plataforma. Tumbado entre las yerbas amarillentas y latas vacías y viejas botellas polvorientas, había un borracho. Era imposible calcular su edad; Todd la situó en cualquier punto entre los treinta y los cuatrocientos años. Llevaba una camiseta de manga corta correosa, llena de vómito seco, unos pantalones verdes demasiado grandes para él y zapatos grises de piel agrietados en unos cien sitios. Las grietas se abrían como bocas angustiadas. Todd pensó que olía igual que el sótano del viejo Dussander.

El borracho abrió lentamente los ojos enrojecidos y miró a Todd con una turbia falta de curiosidad. Todd recordó entonces el cuchillo del Ejército suizo que llevaba en el bolsillo, el modelo Pescador. Lo había comprado en una tienda de artículos de deporte de Redondo Beach hacía casi un año. Podía oír mentalmente al dependiente que le había atendido: No podrías encontrar un cuchillo mejor que éste, hijo. Un cuchillo como éste podría salvarte algún día la vida. Vendemos unos mil quinientos cuchillos suizos cada año.

Mil quinientos cada año.

Se metió la mano en el bolsillo y agarró el cuchillo. Podía ver con los ojos de la mente la navaja de Dussander actuando lentamente alrededor del cuello de la botella de bourbon, cortando el precinto. Y al instante siguiente se dio cuenta de que tenía una erección.

Un terror frío se apoderó de él.

El borracho se pasó una mano por los labios agrietados y se los lamió luego con una lengua teñida por la nicotina de un permanente amarillo desvaído.

—¿Tienes diez centavos, chaval?

Todd le miró imperturbable.

—Tengo quir a Los Ángeles. Me faltan diez centavos para el tobús. Tengo quir na cita, yo. Por un trabajo. Un buen chaval como tú seguro que tien diez centavos. A lo mejor tienes un cuarto de dólar.

Sí, señor, podrías vaciar un condenado pez plateado con un cuchillo como éste… diablos, podrías vaciar un condenado merlín con él si tuvieras que hacerlo. Vendemos mil quinientos cuchillos de éstos cada año. Todas las tiendas de artículos de deporte y de excedentes del Ejército y de la Armada de Estados Unidos los venden; y si decidieras utilizar concretamente éste para vaciar algún viejo vagabundo astroso, «nadie» podría averiguar que fuiste tú, absolutamente NADIE.

El borrachín bajó la voz, que se convirtió en un susurro tenebroso y confidencial:

—Por un dólar te la meneo como no te lo han hecho nunca. Te morirás de gusto, chaval, si me…

Todd sacó la mano del bolsillo. No supo a ciencia cierta qué tenía en ella hasta que la abrió. Dos monedas de veinticinco. Dos de cinco. Una de diez. Algunos centavos. Se las tiró todas al borracho y echó a correr.

12

Junio, 1975

Todd Bowden, catorce años ya, subía pedaleando por el caminito de la casa de Dussander, aparcó la bici. El Times de Los Ángeles estaba al pie de las escaleras. Lo recogió. Miró el timbre, bajo el que seguían los mismos letreros claros: ARTHUR DENKER y NO SE ATIENDE A PETICIONARIOS NI ENCUESTADORES NI VENDEDORES DE NINGÚN TIPO. Ahora ya no se molestaba en tocar el timbre, claro; tenía llave.

Se oía el ruido sordo y detonante de una segadora no muy lejos. Miró el césped de Dussander y advirtió que no le sobraría un repaso; tendría que decirle al viejo que buscara a un chico que se lo segara; ahora Dussander olvida más a menudo cosas insignificantes como ésta. Tal vez fuera la senilidad; tal vez se debiera exclusivamente a la influencia corrosiva del alcohol en su cerebro. Ésa era una idea de adulto para que se le ocurriera a un chico de catorce años, aunque tales ideas ya no sorprendían a Todd por su singularidad. Últimamente se le ocurrían muchas ideas de adulto. Y en general no eran gran cosa.

Entró en la casa.

Por un instante, sintió el helado terror habitual al entrar en la cocina y ver a Dussander caído a un lado en la mecedora, el vaso sobre la mesa, una botella de bourbon medio vacía al lado. Un cigarrillo se había consumido completamente y reposaba convertido en filigranesca ceniza en la tapadera de un tarro de mayonesa junto a otras colillas de cigarrillos que habían sido apagados aplastándolos. Dussander tenía la boca abierta. Tenía la cara amarillenta. Sus grandes manos colgaban fláccidas sobre los brazos de la mecedora. Parecía muerto.

Sintió una oleada de alivio cuando el viejo se estremeció, parpadeó y, por último, se irguió.

—¿Eres ya tú? ¿Tan pronto?

—Nos dejan salir pronto el último día de clase —dijo Todd. Señaló los restos del cigarrillo—. Si sigue haciendo eso, algún día prenderá fuego a toda la casa.

—Puede —dijo Dussander con indiferencia.

Sacó con torpeza sus cigarrillos, tiró uno del paquete (que estuvo a punto de caer de la mesa antes de que Dussander lo atrapara) y lo tomó. Siguió un largo acceso de tos, y Todd retrocedió disgustado. Cuando el viejo empezó a toser, Todd esperó casi que empezara a escupir pedazos oscuros de tejido pulmonar sobre la mesa… y él seguramente sonreiría mientras lo hacía. Dussander se calmó al fin lo suficiente para poder decir:

—¿Qué es lo que traes ahí?

—El boletín de calificaciones.

Dussander lo tomó, lo abrió y lo mantuvo delante a la distancia de un brazo para poder leerlo.

—Inglés… A. Historia… A. Ciencias naturales… B-más. Ciencias sociales… A. Francés elemental… B-menos. Principios de álgebra… B. —Lo posó sobre la mesa—. Muy bien. ¿Cómo es el dicho? Hemos ganado la partida, chico. ¿Tendrás que cambiar algunos de los promedios en la última columna?

—El francés y el álgebra, pero no más de ocho o nueve puntos en total. No creo que se descubra nunca nada. Y creo que se lo debo a usted. No es que me sienta orgulloso de ello, pero es la pura verdad. Así que gracias.

—Qué discurso tan conmovedor —dijo Dussander y empezó otra vez a toser.

—Creo que no vendré mucho a verle a partir de ahora —dijo Todd, y Dussander dejó de toser bruscamente.

—¿No? —dijo, en tono bastante amable.

—No —respondió Todd—. El veinticinco de junio nos vamos a pasar un mes a Hawai. Y en septiembre iré a un instituto al otro extremo de la ciudad. Ese lío del autobús.

—Oh sí, los Schwarzen, los negros —dijo Dussander, contemplando indolente una mosca que rodaba por el hule de cuadros blancos y rojos—. Este país lleva veinte años preocupándose y lloriqueando por los Schwarzen. Pero nosotros conocemos la solución… ¿no es verdad, muchacho?

Esbozó una sonrisa desdentada mirando a Todd, y éste bajó la vista sintiendo agitarse en su estómago la vieja sensación de repugnancia. Terror, odio, y el deseo de hacer algo tan atroz que sólo en sus sueños podía ser plenamente contemplado.

—Mire, tengo el proyecto de ir a la universidad, por si no lo sabía —dijo Todd—. Sé que falta aún mucho para eso, pero pienso en ello. Sé incluso en qué quiero especializarme. En historia.

—Admirable. El que no aprende del pasado es…

—Vamos, cállese —dijo Todd.

Dussander lo hizo, de bastante buen grado. Sabía que el chico no estaba acabado… no todavía. Se sentó con las manos cruzadas, mirándole.

—Podría hacer que mi amigo me devolviera la carta —dijo Todd súbitamente—. Lo sabe, ¿no? Podría dejarle leerla y luego la quemaría delante de usted. Si…

—Si yo sacara determinado documento de mi caja de seguridad.

—Bueno… sí.

Dussander lanzó un largo, ampuloso y triste suspiro.

—Mi querido muchacho —dijo—. No acabas de entender la situación. Creo que nunca la has entendido. En parte porque eres sólo un chico, pero no sólo por eso… porque desde el principio eras un chico muy viejo. No, el auténtico culpable era y es esa absurda seguridad americana en ti mismo que jamás te permitió considerar las posibles consecuencias de lo que estabas haciendo… que ni siquiera te permite hacerlo ahora.

Todd iba a decir algo, pero Dussander alzó una mano inflexible, convirtiéndose súbitamente en el guardia de tráfico más viejo del mundo.

—No, no me contradigas. Es cierto. Vete si quieres. Sal de esta casa, vete y no vuelvas. ¿Acaso puedo impedírtelo? No. Claro que no. Diviértete en Hawai mientras yo me quedo aquí sentado en esta calurosa cocina con olor a grasa y espero a ver si los Schwarzen del distrito de Watts deciden empezar a matar policías e incendiar sus hediondas viviendas otra vez este año. No puedo impedirte que te vayas, como no puedo impedir el ser un poco más viejo cada día. Miró a Todd con tanta fijeza que le hizo desviar la mirada.

—En el fondo no me agradas. Y nada en el mundo podría hacer que te tuviera simpatía. Impusiste tu presencia. Eres un invitado de piedra en mi casa. Me has hecho abrir criptas que mejor hubieran quedado cerradas porque he descubierto que algunos de los cadáveres estaban enterrados vivos, y que algunos de ellos aún respiran.

»Bien es verdad que tú mismo te has visto atrapado en la red, pero ¿acaso tengo que compadecerte por ello? No… Gott im Himmel! Tú mismo te has hecho la cama; ¿acaso he de compadecerte porque no duermas a gusto en ella? No… no te compadezco, y me desagradas, pero he llegado a sentir cierto respeto por ti. Así que no pongas mi paciencia a prueba pidiéndome que te lo explique dos veces. Podríamos recuperar nuestros documentos y destruirlos aquí mismo. Y eso no cambiaría absolutamente nada. De hecho, no estaríamos en absoluto mejor de lo que estamos ahora.

—No lo entiendo.

—No, porque jamás has considerado las consecuencias de lo que pusiste en movimiento. Pero escúchame bien, chico. Si quemáramos aquí en esta misma tapadera nuestras cartas, ¿cómo podría yo saber que tú no habías sacado una copia? ¿O dos? ¿O tres? Cualquiera puede sacar una fotocopia en la biblioteca por cinco centavos. Por un dólar, podrías colocar una copia de mi sentencia de muerte en todas las esquinas de veinte manzanas. ¡Tres kilómetros de sentencias de muerte, chico! ¡Piénsalo! ¿Podrías acaso explicarme cómo voy a saber yo que no has hecho algo así?

—Yo… Bueno… Yo… Yo…

Todd comprendió que estaba perdiendo pie y se obligó a guardar silencio. Empezó a sentir demasiado calor en todo el cuerpo, y, sin razón alguna, se sorprendió recordando algo que le había ocurrido cuando tenía siete u ocho años. Él y un amigo suyo habían estado arrastrándose por una alcantarilla que pasaba por debajo de la antigua carretera de Desvío de Fletes, justo a las afueras de la ciudad. Su amigo, más flaco que él, no había tenido ningún problema, pero Todd se había quedado atascado. Y había pensado de repente en la cantidad de metros de piedra y tierra que había sobre su cabeza, todo aquel peso tenebroso, y cuando pasó un camión en dirección a Los Ángeles por encima, sacudiendo la tierra y haciendo vibrar la alcantarilla con una nota sorda y un tanto siniestra, se puso a gritar y a debatirse estúpidamente, impulsándose hacia delante, ayudándose con los pies, pidiendo auxilio a voces. Al final consiguió avanzar de nuevo, y cuando al fin consiguió salir de la alcantarilla, se desmayó.

Dussander había esbozado un mecanismo de engaño tan elemental que jamás se le había pasado por la cabeza. Podía sentir la piel cada vez más caliente. Pensó: No lloraré.

—¿Y cómo sabrías tú que yo no había sacado dos copias para mi caja de seguridad… y que había quemado una y dejado en la caja la otra?

Atrapado. Estoy atrapado exactamente igual que en la alcantarilla aquella vez, ¿y a quién voy a pedir ayuda ahora?

El corazón le latía cada vez más de prisa. Sentía el sudor en el dorso de las manos y en la nuca. Recordaba cómo era la alcantarilla aquella, el olor del agua estancada, la sensación del metal frío y acanalado, la forma en que vibró todo cuando el camión pasó por arriba. Recordaba el ardor y la desesperación de las lágrimas.

—Aun en el caso de que hubiera una tercera parte imparcial a la que pudiéramos acudir, siempre habría dudas. El problema es insoluble, chico. Créelo.

Atrapado. Atrapado en la alcantarilla. No hay duda.

Tuvo la impresión de que el mundo se oscurecía. No gritaré. No me desmayaré. Se obligó a recobrarse.

Dussander tomó un largo sorbo de bourbon mientras observaba a Todd por encima del borde del vaso.

—Y ahora voy a decirte otras dos cosas. Primera: que si tu participación en este asunto se descubriera, el castigo sería bastante pequeño. E incluso es posible (no, más que eso, es muy probable) que ni siquiera apareciera ninguna noticia del asunto en los periódicos. Una vez te asusté con lo del reformatorio porque me aterraba la idea de que te derrumbaras y lo contaras todo. Pero ¿lo creía? No… lo utilicé tal como utiliza un padre al coco para asustar al niño y conseguir que vuelva a casa antes de que oscurezca. No creo que te mandaran a un reformatorio, no en un país como éste en el que dan sentencias ridículas a los asesinos, a los que, después de que se pasan un par de años viendo la tele en color en una penitenciaría, les mandan a las calles para que continúen matando tranquilamente.

»Pero arruinaría tu vida. Hay archivos… y la gente habla. Oh, sí, la gente siempre habla. Un escándalo tan jugoso no se dejaría marchitar; se le embotella, como el vino. Y, con los años, tu culpabilidad crecería contigo. Y tu silencio se iría haciendo cada vez más grave. Si la verdad se descubriera hoy mismo, la gente diría: “Pero ¡si no es más que un niño!”, sin saber, como sé yo, lo viejísimo que eres aunque seas un niño. Pero ¿qué crees que dirían, chico, si la verdad respecto a mí junto con el hecho de que tú ya lo sabías todo sobre mí allá por 1974, pero guardaste silencio, se descubriera todo cuando ya estuvieras en la universidad…? Entonces sería un desastre. Y si se descubriera cuando seas un joven que empieza a abrirse paso en el mundo de los negocios… El Armagedón. El fin. ¿Lo entiendes bien?

Todd guardaba silencio, pero Dussander parecía satisfecho. Asintió.

—Segunda: no creo que tengas ninguna carta —dijo aún asintiendo.

Todd se esforzó por permanecer inmutable, aunque temía que sus ojos desorbitados por la sorpresa le hubieran traicionado. Dussander le estudiaba con avidez, y Todd comprendió súbita y cruelmente que el viejo que tenía delante había interrogado a cientos, a miles de personas quizás. Era un experto. Todd sintió que su cerebro era de cristal transparente y que todas las cosas brillaban en su interior con grandes letras.

—Me pregunté en quién podrías confiar hasta tal punto. ¿Quiénes son sus amigos? ¿Con quién sale? ¿A quién confiará su secreto este chico, este muchachito autosuficiente y frío? La respuesta es: a nadie.

Los ojos de Dussander brillaron recelosos.

—Te he observado muchas veces y he calculado las posibilidades. Te conozco y conozco bastante bien tu carácter (no, no del todo, porque un ser humano nunca puede saber todo lo que hay en el corazón de otro ser humano), pero sé muy poco de lo que haces y a quién ves fuera de esta casa. Así que me digo: Dussander, existe una posibilidad de que estés equivocado. ¿Quieres que después de todos estos años te atrapen y te maten por no hacer caso a un chico? Tal vez cuando era más joven hubiera corrido ese riesgo… las posibilidades son bastantes y el riesgo es pequeño. Me resulta muy extraño, ¿sabes?… cuanto más viejo se hace uno, menos tiene que perder en cuestiones de vida y muerte… y, sin embargo, uno se vuelve más moderado con la edad. —Miró con intensidad a Todd—. Y he de decirte algo más. Luego podrás irte cuando quieras. Lo que tengo que decirte es esto: aunque dudo de la existencia de tu carta, no dudo en absoluto de la existencia de la mía. El documento que te he descrito existe. Si yo muriera hoy… o mañana… todo saldría a la luz. Todo.

—Entonces, todo está en contra mía —dijo Todd. Soltó una sonrisilla aturdida—. ¿Es que no se da cuenta?

—No seas tan pesimista, muchacho. Los años pasarán. Y a medida que pasen, tu poder sobre mí será menor cada vez, porque, pese a lo importante que mi vida y mi libertad sigan siendo para mí, los norteamericanos, e incluso también los israelíes, tendrán cada vez menos interés en quitármelas.

—¿De veras? Entonces, ¿por qué no dejaron en paz a Hess?

—Si hubiera dependido exclusivamente de los norteamericanos (los norteamericanos, que ponen penas ridículas por un asesinato), le habrían dejado tranquilo —dijo Dussander—. ¿Concederían los norteamericanos a los israelíes la extradición de un hombre de ochenta años para que le cuelguen como colgaron a Eichmann? No lo creo. No en un país en el que aparecen en primera página de los periódicos fotografías de bomberos rescatando a gatitos de los árboles.

»No, tu poder sobre mí se irá debilitando a medida que aumente el mío sobre ti. Ninguna situación es estable. Y llegará el tiempo, si es que vivo lo suficiente, en que decidiré que lo que sabes ya no importa. Entonces destruiré el documento.

—Pero, entretanto, ¡podrían ocurrirle muchísimas cosas! Accidentes, enfermedades, dolencias…

Dussander se encogió de hombros.

—Habrá agua, si ésa es la voluntad de Dios, y la encontraremos, si ésa es la voluntad de Dios, y la beberemos, si ésa es la voluntad de Dios. No está en nuestras manos cambiar los acontecimientos.

Todd se quedó mirando al viejo largo rato. Había fallos en la argumentación de Dussander, tenía que haberlos. Alguna salida, alguna vía de escape para ambos, o al menos sólo para Todd. Alguna forma de retirarse (un momento, chicos, me he hecho daño en el pie, tengo que dejarlo). La lúgubre idea de los años futuros temblaba en algún lugar tras sus ojos; podía sentirla esperando nacer como pensamiento consciente. Fuera donde fuera, hiciera lo que hiciera…

Pensó en un personaje de dibujos animados con un yunque suspendido sobre la cabeza. Para cuando terminara el bachillerato, Dussander tendría ochenta y un años, pero no acabaría ahí la cosa. Cuando se graduara, Dussander tendría ochenta y cinco y podría seguir creyendo que aún no era lo bastante viejo. Acabaría su tesis y su doctorado para cuando Dussander tuviera ya ochenta y siete años… y tal vez aún no se sintiera seguro.

—No —dijo Todd, con voz apagada—. Pero ¿qué dice? No… no puedo soportarlo.

—Mi querido muchacho —dijo suavemente Dussander, y Todd oyó por primera vez con creciente horror el acento sutil que el anciano había puesto en la primera palabra—. Mi querido muchacho… tienes que afrontarlo.

Le miró fijamente, la lengua hinchándosele y engrosándosele en la boca hasta que sintió que realmente podría asfixiarle. Se dio entonces la vuelta y se fue.

Dussander observó todo esto impasible, y cuando oyó el ruido de la puerta al cerrarse y cesaron los pasos apresurados del chico, prueba de que había montado en bicicleta, encendió un cigarrillo. Evidentemente, no existía ninguna caja de seguridad ni documento de ningún tipo. Pero el chico creía que ambas cosas existían, se lo había creído absolutamente todo. Estaba a salvo. Se acabó.

Pero no se había acabado.

Ambos soñaron aquella noche con asesinatos y ambos despertaron aterrados y alborozados al mismo tiempo.

Todd despertó con la ahora familiar pegajosidad en el bajo vientre. Dussander, demasiado viejo para tales cosas, se puso el uniforme de las SS y volvió a acostarse, esperando que su agitado corazón se calmara. El uniforme era de pésima confección y baja calidad y ya había empezado a deshilacharse.

En el sueño, Dussander llegaba finalmente al campo que había en la cima de la colina. La inmensa puerta se deslizaba para dejarle entrar, retumbando al cerrarse de nuevo tras él sobre su riel de acero. Tanto la puerta como la valla que rodeaba el campo estaban electrificadas. Sus decrépitos perseguidores, desnudos, se lanzaban en sucesivas oleadas sobre la valla; Dussander les miraba riéndose de ellos y se pavoneaba delante de ellos arriba y abajo, con el pecho hinchado y la gorra colocada exactamente en el ángulo correcto. El intenso y desagradable olor a carne quemada llenaba el aire oscuro y él había despertado en el sur de California pensando en fuegos fatuos y en la noche en que los vampiros buscan la llama azul.

Dos días antes del que los Bowden tenían previsto tomar el avión hacia Hawai, Todd volvió a la vieja estación; en otros tiempos, la gente había tomado allí trenes para San Francisco, Seattle y Las Vegas; y la gente aún más mayor, el tranvía para Los Ángeles.

Casi había oscurecido cuando llegó. En la curva de la autopista que quedaba a unos novecientos metros, casi todos los coches llevaban encendidas las luces de situación. Aunque hacía calor, Todd llevaba puesta una chaqueta ligera. Y metido en el pantalón bajo la misma llevaba un cuchillo de cocina cuidadosamente envuelto en una toallita. Lo había comprado en uno de esos supermercados que están rodeados por grandes zonas de aparcamiento.

Miró bajo el vagón, donde había visto al borracho hacía un mes. Su mente giraba sin parar, sin centrarse en nada; en aquel momento, no había en ella más que sombras oscuras sobre un fondo negro.

Y encontró al mismo borracho, o quizás a otro; todos se parecían muchísimo.

—¡Eh! —le dijo—. ¿Quiere dinero?

El borracho se dio la vuelta, parpadeando. Vio la amplia y deslumbrante sonrisa de Todd y le sonrió a su vez. Al instante siguiente el cuchillo de cocina descendía implacable y penetraba en su mejilla derecha. Saltó la sangre. Todd podía ver la hoja en la boca abierta del borracho y, por un momento, la punta al hundírsele en la comisura izquierda de los labios, forzándole a una sonrisa torcida y demencial. Luego, era el cuchillo el que hacía la sonrisa. Estaba agujereando al borracho como si fuera una calabaza.

Le dio treinta y siete cuchilladas. Las contó. Treinta y siete contando la primera, que le atravesó la mejilla y convirtió su incipiente sonrisa en una mueca espantosa. El pobre borracho renunció a gritar después de la cuarta cuchillada. Dejó de forcejear e intentar zafarse de Todd después de la sexta. Luego, Todd se arrastró hasta él bajo el vagón y concluyó la tarea.

En el camino de vuelta a casa, tiró el cuchillo al río. Tenía los pantalones manchados de sangre. Los metió en la lavadora y los puso a lavar en frío. Todavía se notaban algo las manchas cuando salieron pero no importaba. Se irían con el tiempo.

Al día siguiente, descubrió que casi no podía levantar la mano derecha hasta la altura del hombro. Le dijo a su padre que debía habérsela torcido jugando con los chicos en el parque.

—Ya se te curará en Hawai —le dijo Dick Bowden, revolviéndole el cabello; y así fue; cuando regresaron a casa, estaba como nuevo.

13

Y otra vez había llegado julio.

Dussander, bien arreglado, con uno de sus tres trajes (no el mejor), estaba en la parada de autobús, esperando que llegara el último del día para volver a casa. Eran las once menos cuarto de la noche. Había ido al cine; había visto una comedia ligera y frívola que le había gustado mucho. Estaba de buen humor desde por la mañana. Había recibido una tarjeta postal del chico, una fotografía satinada en color de la playa de Waikiki, con edificios color crudo de muchas plantas, al fondo. Al dorso, había un breve mensaje:

Querido señor Denker:

Esto es fenomenal. He estado nadando todo el día. Mi padre enganchó un pez enorme y mi madre está enganchada en su lectura (broma). Mañana iremos a ver un volcán. Procuraré no caerme dentro. Espero que esté bien.

Cuídese.

TODD

Sonreía aún levemente pensando en la última palabra de la misiva, cuando le tocaron en el brazo.

—¿Señor?

—¿Sí?

Se volvió, poniéndose en guardia (ni siquiera en Santo Donato eran extraños los asaltantes), y retrocedió ante el hedor. Parecía ser una mezcla de cerveza, halitosis y sudor rancio… Era un borracho, con pantalones abolsados. Vestía el individuo (aquello) una camisa de franela y astrosísimos mocasines, sujetos aquí y allá con sucias tiras de cinta adhesiva. Y la cara que coronaba tan variopinta indumentaria parecía la muerte de Dios.

—¿No le sobrarán cinco centavos, señor? Tengo que ir a Los Ángeles. Por un trabajo. Me faltan cinco centavos para el billete de autobús. No lo pediría si no fuera tan importante para mí.

Dussander había empezado a fruncir el ceño, pero lo trocó en una franca sonrisa.

—¿De verdad es un viaje en autobús lo que quiere?

El borracho sonrió lánguidamente, sin comprender.

—¿Qué le parece si se viene en autobús a mi casa conmigo? —le propuso Dussander—. Puedo ofrecerle bebida, comida, un baño y una cama. Y todo lo que pido es un poco de conversación. Soy un viejo. Vivo solo. Es agradable a veces tener compañía.

Al aclararse la situación, la sonrisa del vagabundo se hizo más firme. Se trataba de un homosexual acomodado al que le gustaban los barrios bajos.

—¡Usted solo! Terrible, ¿no?

Dussander respondió a su mueca insinuante con una sonrisa cortés.

—Sólo le pido que se siente lejos de mí en el autobús. La verdad es que el olor es bastante fuerte.

—Entonces, tal vez no quiera que apeste su casa —dijo el borracho, con súbita y vacilante dignidad.

—Vamos, el autobús llegará en seguida. Bájese una parada después que yo y retroceda caminando dos manzanas. Le esperaré en la esquina. Ya veré lo que pueda reunir por la mañana. Tal vez dos dólares.

—Tal vez hasta cinco —dijo animado el borracho.

Su dignidad, vacilante o no, había desaparecido.

—Tal vez, tal vez —dijo Dussander con impaciencia. Ya podía oír el zumbido del autobús aproximándose. Metió veinticinco centavos, el precio exacto del billete, en la mugrienta mano del borracho y dio unos pasos, alejándose de él, sin volverse a mirar.

El tipo se quedó vacilando mientras las luces delanteras del autobús remontaban la cuesta. Aún seguía quieto y mirando sorprendido el dinero cuando el viejo homosexual subió al autobús sin volverse. Empezó entonces a alejarse y luego, en el último instante, cambió de dirección y subió al autobús cuando ya las puertas empezaban a cerrarse. Introdujo la moneda en la máquina con la expresión de quien hace una apuesta arriesgada de cien dólares. Pasó junto a Dussander, dirigiéndole sólo una rápida mirada, y siguió hasta el fondo del autobús. Dormitó un poco y, cuando despertó, el viejo homosexual rico se había ido. Se bajó en la siguiente parada, sin saber si era o no en la que tenía que bajarse, y en realidad sin preocuparse mucho por ello.

Retrocedió caminando las dos manzanas y vio una forma oscura bajo la farola de la calle. Era el viejo homosexual, claro. Le contemplaba mientras se acercaba y estaba en posición de firme.

El borracho sintió, aunque sólo un instante, un helado presentimiento, el impulso de dar la vuelta y olvidar todo aquel asunto.

El viejo le tomó del brazo… le agarraba con sorprendente firmeza.

—Perfecto —dijo el viejo—. Me alegra que haya venido. Mi casa está ahí mismo. En seguida llegamos.

—Tal vez hasta diez —dijo el borracho, dejándose guiar.

—Tal vez hasta diez —convino el viejo maricón, y se echó a reír—. ¿Quién sabe?

14

Había llegado el año del Bicentenario de Estados Unidos.

Todd había ido a ver a Dussander media docena de veces entre su regreso de Hawai en el verano de 1975 y el viaje que él y sus padres hicieron a Roma justo cuando los tambores, el clamor y el ondear de banderas alcanzaban su punto culminante.

Estas visitas a Dussander eran tranquilas y en absoluto desagradables; ambos podían pasar el tiempo juntos bastante tranquilamente. Se decían más con los silencios que con palabras, y sus actuales conversaciones habrían resultado absolutamente soporíferas para un agente del FBI. Todd contó al viejo que salía de vez en cuando con una chica llamada Angela Farrow. No es que le entusiasmara, pero era hija de una amiga de su madre. El viejo contó a Todd, a su vez, que había empezado a anudar alfombras porque había leído que tal actividad era beneficiosa para la artritis. Le enseñó algunas muestras de su trabajo, y Todd las admiró cumplidamente.

El chico había crecido bastante, ¿no? (Bueno, unos cinco centímetros.) ¿Había dejado Dussander el tabaco? (No, pero se había visto obligado a fumar menos; últimamente le hacía toser mucho.) ¿Y qué tal sus estudios? (Bueno, el curso era difícil, pero fascinante; había sacado A y B en todo, había quedado entre los finalistas del concurso de ensayo científico con su trabajo sobre energía solar y estaba pensando en estudiar antropología en vez de historia.) ¿Quién segaba este año el césped de Dussander? (Randy Chambers, que vivía en la misma calle, un poco más abajo… Buen chico, aunque algo torpe y lento.)

En el transcurso de aquel año, Dussander había liquidado a tres borrachos en su cocina. Le habían abordado en la parada de autobús del centro de la ciudad unas veinte veces; él había hecho su oferta de bebida-comida-baño-y-cama unas siete veces. Dos veces habían rechazado su oferta, y en otras dos ocasiones, sencillamente, los mendigos se habían largado con el dinero que les había dado para el autobús. Pensando en esto último, dio con la forma de evitarlo: compró una tarjeta de pases. Costaba dos dólares cincuenta centavos, valía para quince viajes y no era negociable en las licorerías locales.

Dussander había advertido en los últimos días, realmente calurosos, un olor desagradable procedente del sótano. Durante estos días, mantenía puertas y ventanas bien cerradas.

Una vez, Todd Bowden había visto a un borracho durmiéndola en una alcantarilla abandonada junto a un solar vacío en Cienaga Way (esto fue en diciembre durante las vacaciones de Navidad). Se había quedado un buen rato, con las manos metidas en los bolsillos mirando al borracho y temblando. Y luego había vuelto al mismo lugar unas seis veces en un período de cinco semanas, siempre con su cazadora ligera, con la cremallera subida hasta la mitad para ocultar el martillo que llevaba metido en el cinto. Y al fin había encontrado al borracho (el mismo o cualquier otro, qué más daba) el primer día de marzo. Había empezado con uno de los extremos de la herramienta y luego, en determinado momento (en realidad, no podía recordar cuándo, todo flotaba en una neblina rojiza), había cambiado al otro, destrozando por completo la cara del tipo.

Los mendigos habían sido para Kurt Dussander un sacrificio propiciatorio casi cínico a los dioses que al fin había reconocido… o vuelto a reconocer. Y además estaba bien. Le hacían sentirse vivo. Estaba empezando a creer que había vivido los años anteriores en Santo Donato (anteriores a la aparición del chico, con sus grandes ojos azules y su gran sonrisa americana) como un viejo, sin serlo. Cuando el muchacho apareció, acababa de remontar los setenta y cinco. Y ahora se sentía mucho más joven que entonces. La idea de hacer sacrificios a los dioses habría desconcertado a Todd en principio, pero tal vez hubiera llegado a aceptarla. Después de acuchillar al borracho bajo el vagón de tren, había supuesto que sus pesadillas se intensificarían… que enloquecería incluso. Había esperado el remordimiento, que muy bien podría llevarle a la confesión impulsiva o al suicidio.

Ni lo uno ni lo otro había ocurrido; se había ido a Hawai con sus padres y había pasado las mejores vacaciones de su vida.

Y luego empezó el nuevo curso en el instituto el pasado mes de septiembre, sintiéndose extrañamente nuevo y fresco, como si una persona completamente distinta se hubiera metido en la piel de Todd Bowden. Desde su más temprana infancia, había ciertas cosas que no le impresionaban particularmente: la luz del sol después del alba, la vista del océano desde el malecón, el espectáculo de la gente apresurada en una calle céntrica justo a la hora en que empiezan a encenderse las farolas… pero todas estas cosas volvían ahora a grabarse en su mente en una serie de brillantes camafeos, en imágenes tan claras que parecían galvanizadas. Saboreaba la vida como un trago de vino tomado directamente de la botella.

Después de haber visto al vagabundo en la alcantarilla y antes de haberle matado, las pesadillas se habían reanudado. La más frecuente era una en la que aparecía el vagabundo al que había acuchillado. Él llegaba del instituto a casa, irrumpía en la cocina con un alegre «¡Hola, Niña-Monica!» en los labios y acto seguido enmudecía al ver al borracho muerto en el ángulo saliente de la mesa del desayuno. Allí estaba, con su camisa llena de vómito y sus pantalones malolientes, derrumbado sobre la mesa. La sangre había salpicado el suelo de baldosas; se estaba secando sobre los mostradores de acero inoxidable. Había huellas ensangrentadas sobre las alacenas de pino natural.

En el tablero de notas junto a la nevera había una nota de su madre: Todd, voy a la tienda. Volveré a las tres y media. Las agujas del elegante y resplandeciente reloj que había sobre la cocina marcaban las tres y veinte, y el borracho seguía allí derrumbado sobre la mesa como una supurante y horrible reliquia del subsótano de una chatarrería, y la sangre estaba en todas partes, y Todd empezaba a intentar limpiarla, enjugando y frotando todas las superficies sucias y sin dejar de gritarle al borracho que tenía que irse, que se fuera, que le dejara solo, y el borracho seguía colgando allí y seguía muerto, sonriendo bobaliconamente al techo, y la sangre seguía fluyendo de las heridas de cuchillo abiertas en su sucia piel. Todd sacaba entonces la fregona del armario y empezaba a pasarla febrilmente por el suelo a un lado y a otro, sabiendo que no conseguiría limpiar la sangre, que sólo conseguiría diluirla y extenderla por toda la cocina, pero incapaz de detenerse. Y en el preciso instante en que oía el coche de su madre tomando el camino de la casa, se daba cuenta de que el muerto era Dussander. Despertaba de estos sueños sudando y jadeando, apretando en ambos puños las ropas revueltas de la cama.

Pero, cuando al fin volvió a encontrar al borracho (al mismo o a cualquier otro) y utilizó con él el martillo, desaparecieron estos sueños. Suponía que tendría que volver a matar, y tal vez más de una vez. Era horrible, aunque evidentemente su tiempo de utilidad como criaturas humanas había concluido. A excepción de su utilidad para Todd, claro. Y Todd, como todas las personas que él conocía, se limitaba a conformar su estilo de vida para adaptarlo a sus propias necesidades personales cuando fuera mayor. En realidad, no era distinto a los demás. Uno tenía que abrirse paso en el mundo; y para salir adelante, para triunfar, tenías que conseguirlo por tus propios medios.

15

En el otoño de su primer curso de bachillerato superior, Todd jugó en el equipo titular de béisbol de los Pumas de Santo Donato. Y en el segundo trimestre del mismo curso, el trimestre que terminaba a finales de enero de 1977, ganó el certamen de ensayo patriótico. Podían concurrir al mismo todos los alumnos de institutos de enseñanza media que estudiaran historia de Estados Unidos. El trabajo de Todd se titulaba «Una responsabilidad de los norteamericanos». Durante la temporada de béisbol del mismo curso fue el lanzador estrella del instituto, ganando cuatro y no perdiendo ninguno. Su media de bateo fue 361. En la junta de trofeos de junio le nombraron Atleta del Año, y el entrenador Haines (quien en cierta ocasión le había llevado aparte y le había dicho que siguiera practicando la curva «porque ninguno de esos negros podrá darle a una pelota lanzada con esa curva, Bowden, ninguno») le había entregado una placa. Monica Bowden se echó a llorar cuando Todd la llamó desde el instituto para comunicarle que le iban a dar el premio. Dick Bowden se pasó las dos semanas que siguieron a la ceremonia pavoneándose por la oficina, procurando no presumir demasiado. Aquel verano, alquilaron una casita en Big Sur y pasaron allí dos semanas, y Todd disfrutó como un loco. En el transcurso de aquel mismo año, Todd mató a cuatro mendigos. Acuchilló a dos y asesinó a golpes a otros dos. Había adoptado la costumbre de ponerse dos pares de pantalones siempre que salía a una de aquellas expediciones que ahora reconocía que eran expediciones de caza. A veces, se paseaba por la ciudad en autobús, buscando los lugares más idóneos. Los dos mejores que encontró fueron la Misión de Santo Donato, de la calle Douglas, y a la vuelta de la esquina del Ejército de Salvación, de la calle Euclid. Se dedicó a pasear por ambas zonas, esperando que alguien se le acercara a pedir limosna. Cuando al fin se le acercaba algún mendigo, le decía que quería una botella de whisky y que, si él la compraba, Todd la compartiría. Conocía un sitio, les decía, adonde podían ir. Cada vez era un sitio distinto, claro. Se resistía al intenso impulso de volver a la estación abandonada o a la alcantarilla de detrás del solar de Cienaga Way. Volver al escenario de los crímenes anteriores no habría sido muy prudente.

Durante el mismo año, Dussander fumó muy poco, bebió bourbon Ancient Age y vio la televisión. Todd le visitaba de tarde en tarde, pero sus conversaciones eran más áridas cada vez. Se estaban distanciando. Dussander celebró su setenta y nueve aniversario aquel año, que era precisamente el año en que Todd cumplía dieciséis. Dussander comentó que esa edad representaba el mejor año de la vida de un joven, el de los cuarenta y uno, el mejor año de la vida de un hombre maduro, y el de los setenta y nueve, el mejor de la vida de un anciano. Todd asintió cortésmente. Dussander había bebido bastante y chachareaba de una forma que inquietaba a Todd.

Durante el curso escolar 1976-1977, Dussander había despachado a dos vagabundos, el segundo de los cuales había resultado más duro de pelar de lo que había parecido a simple vista; pese a que Dussander se había asegurado bien de que se emborrachara como una cuba, había correteado tambaleante por la cocina con el puño de un cuchillo de cortar carne asomándole de la base del cuello, llenando todo el suelo de la cocina de la sangre que chorreaba de la pechera empapada de su camisa. Y, tras dos vueltas en solitario a la cocina, había dado al fin con el pasillo y había estado a punto de escaparse.

Dussander se había quedado quieto en la cocina contemplándole incrédulo y con los ojos desorbitados mientras el borracho gruñía y bufaba buscando la salida, rebotando de un lado a otro del pasillo y tirando al suelo las reproducciones baratas… No reaccionó hasta que el borracho empezó a buscar a tientas el pomo de la puerta de entrada. Entonces, Dussander cruzó a toda prisa la cocina, abrió de un tirón el cajón de utensilios y sacó su trinchante. Corrió hacia la puerta, trinchante en ristre y se lo hundió al mendigo en la espalda.

Se quedó luego vigilándole, jadeando, mientras su viejo corazón corría desbocado de una forma alarmante… latía como el de la víctima de un ataque cardíaco del programa de televisión del sábado que tanto le había gustado. Pero al fin se calmó, volvió a su ritmo normal y él supo que no iba a pasarle nada.

Tuvo que limpiar mucha sangre.

Hacía de aquello cuatro meses y no había vuelto a hacer su ofrecimiento a nadie en la parada de autobús del centro de la ciudad. El haber estado a punto de echarlo todo a perder la última vez le había asustado… aunque, al recordar cómo había arreglado las cosas en el último momento, se sentía orgulloso. En definitiva, el borracho no había conseguido abrir la puerta, y eso era lo importante.

16

En el otoño de 1977, durante el primer trimestre de su último curso de instituto, Todd se apuntó al Club de Tiro. Y en junio de 1978 ya se había clasificado como tirador. En fútbol americano había vuelto a participar en el torneo regional, en la temporada de béisbol ganó cinco y perdió uno (que fue resultado de dos fallos de un punto injusto), y en sus estudios obtuvo una beca con la puntuación más alta de la historia del instituto. Hizo la solicitud para la universidad de Berkeley y la aceptaron de inmediato. En el mes de abril ya sabía que pronunciaría el discurso de despedida o la salutación la noche de la entrega de premios.

Durante la última mitad de este último curso, empezó a dominarle un impulso extraño: un impulso tan aterrador para Todd como irracional en sí mismo. Al parecer, lo controlaba plenamente, y eso al menos era consolador, pero simplemente el hecho de que tal idea se le hubiera ocurrido resultaba alarmante. Había llegado a un acuerdo con la vida. Había arreglado las cosas. Su vida se parecía muchísimo a la resplandeciente y pulcra cocina de su madre, en la que todas las superficies estaban recubiertas de cromo, formica y acero inoxidable… un lugar en el que todo funcionaba cuando se apretaban los botones. En aquella cocina también había oscuras y profundas alacenas, por supuesto, pero en las mismas podían colocarse muchas cosas sin que hubiera problema para cerrar las puertas.

Este nuevo impulso le recordaba el sueño en el que llegaba a casa y se encontraba al vagabundo muerto sangrando en la limpia y bien iluminada cocina de su madre. Era como si, en el pacto que él había hecho, en aquella cocina deambulara ahora un intruso, arrastrándose, sangrando, buscando un lugar para morir bien a la vista…

La autopista de ocho carriles de ancho quedaba a menos de un kilómetro de la casa de los Bowden. Bajaba hasta ella una pendiente cubierta de matas y arbustos. La pendiente estaba llena de buenos escondites. Su padre le había regalado por Navidad un 30.30 con mira telescópica. En la hora punta, cuando los ocho carriles de la autopista estaban atestados, podría elegir un lugar en aquella pendiente y… bueno… fácilmente podría…

¿Qué?

¿Suicidarse?

¿Destruir todo aquello por lo que había trabajado durante los últimos cuatro años?

Vamos, ¿qué?

No, señor; no, señora; de eso, nada.

Digamos que era una broma.

Claro que lo era… pero el impulso persistía.

Un sábado, pocas semanas antes de que terminara su último curso en el instituto, Todd metió el 30.30 en el estuche después de haber vaciado con cuidado el cargador. Colocó luego el rifle en el asiento trasero del último juguetito de su padre: un Porsche de segunda mano. Y enfiló hacia el lugar en que la herbosa loma caía en picado hacia la autopista. Sus padres pasarían el fin de semana en Los Ángeles y se habían llevado el coche grande. Dick, que ya era socio de pleno derecho, tenía que tratar con los de Hyatt la construcción de un nuevo hotel.

Se abrió paso laboriosamente pendiente abajo cargado con el rifle, jadeante y con la boca llena de una saliva densa y amarga. Llegó hasta un árbol caído y se sentó tras él con las piernas cruzadas. Sacó el rifle del estuche y lo posó sobre el liso tronco del árbol muerto. Una de las ramas del árbol constituía un perfecto apoyo para el cañón. Ajustó la base del mismo en el hueco del hombro y atisbó por la mira telescópica.

¡Estúpido!, se gritó mentalmente. Chaval, esto es una estupidez. Si alguien te viera, importaría poco que el arma estuviera cargada o no. Puedes tener muchos problemas, chico. Puede que hasta acabe disparando contra ti cualquier drogadicto.

Era media mañana y el tráfico no era muy denso. Centró la mira en una mujer que iba al volante de un Toyota azul. Llevaba medio abierta la ventanilla, y el cuello redondo de su blusa sin mangas aleteaba con el viento. Todd centró el punto de mira en la sien de la mujer y disparó en seco. Hacerlo perjudicaba el percutor, pero qué diablos. ¡Pum!, susurró Todd, mientras el Toyota se perdía en el paso inferior a unos ochocientos metros. Tragó saliva y le supo a una masa compacta de monedas.

Aquí llegaba un hombre al volante de una camioneta Subaru Brat. Aquel hombre tenía una barba canosa y llevaba una gorra de béisbol de los Padres de San Diego.

—Tú eres… tú eres la sucia rata… la sucia rata que se cargó a mi hermano —murmuraba Todd soltando una risilla nerviosa, y volvió a apretar el gatillo del 30.30.

Disparó a otros cinco; el potente chasquido del gatillo estropeaba la ilusión al final de cada «asesinato». Luego volvió a meter el rifle en su estuche. Volvió a cargarlo pendiente arriba, procurando avanzar agachado para que no le vieran. Lo guardó en la parte trasera del Porsche. Le palpitaban con fuerza las sienes. Se dirigió de nuevo a casa. Subió a su dormitorio. Se masturbó.

17

Vestía el mendigo un andrajoso jersey deshilachado de reno tan sorprendente que casi resultaba irreal allí, en el sur de California. Vestía también pantalones de marinero, rotos en las rodillas, donde dejaban al descubierto su piel blanca y velluda y una serie de cicatrices. Alzó el vaso —envase de mermelada (alrededor de cuyo borde los conocidos Pedro y Wilma, Pablo y Betty bailaban en lo que podría ser algún grotesco rito de la fertilidad) y se bebió de un trago el bourbon. Chasqueó los labios por última vez en este mundo.

—Señor, esto le deja a uno como nuevo. No me importa decirlo.

—Yo siempre tomo una copa por la noche —convino Dussander desde detrás del tipo, hundiéndole a continuación el cuchillo de cocina en la nuca.

Se oyó el sonido de los cartílagos que se desgarraban, muy parecido al producido al arrancar con firmeza el muslo de un pollo recién asado. El vaso se le cayó de la mano y rodó por la mesa, produciendo en su carrera la impresión de que los personajes dibujados en el mismo estaban realmente bailando.

El borracho echó la cabeza hacia atrás e intentó gritar. Pero de su garganta brotó sólo un angustioso sonido silbante. Abrió mucho los ojos, los desorbitó y al fin su cabeza cayó pesadamente con un golpe sordo sobre el hule de cuadros blancos y rojos que cubría la mesa de la cocina de Dussander. La base de los dientes postizos superiores se le deslizó de la boca a modo de sonrisa medio desmontable.

Dussander sacó el cuchillo del cuello del mendigo (para conseguirlo tuvo que usar ambas manos) y cruzó la cocina hasta el fregadero. Estaba lleno de agua caliente, jabón líquido al limón y los cacharros sucios de la cena. El cuchillo desapareció entre la espuma perfumada hundiéndose en ella como un caza que se hunde en una nube al hacer un picado.

Se acercó luego a la mesa y se detuvo junto a ésta, apoyando una mano en el hombro del cadáver mientras le abatía un ataque de tos. Sacó un pañuelo del bolsillo trasero y escupió en él una flema pardoamarillenta. Durante los últimos días había fumado demasiado. Siempre lo hacía cuando estaba tramando uno nuevo. Pero éste había resultado muy fácil, facilísimo en realidad. Después del desbarajuste que se había organizado con el último, había temido que pudiera estar tentando demasiado a la suerte al intentarlo una vez más.

Bueno, si se daba prisa, todavía podría acabar a tiempo para ver la segunda parte de Lawrence Welk.

Cruzó a prisa la cocina, abrió la puerta del sótano y dio la luz. Se acercó de nuevo al fregadero y sacó el paquete de bolsas verdes de basura que había en el armarito de debajo. Sacudió una bolsa mientras se acercaba de nuevo al muerto. La sangre se había corrido por el hule en todas direcciones. Se había encharcado en el regazo del borracho y por el suelo. También la silla debía de haberse manchado. Pero todo podía limpiarse.

Dussander agarró al muerto por el pelo y le alzó la cabeza. Cedió con gran facilidad y al instante siguiente el borracho estaba colgando hacia atrás, como si le fueran a lavar la cabeza antes de cortarle el pelo. Dussander colocó la bolsa de basura sobre la cabeza y se la fue bajando hasta la altura de los codos. No llegaba más abajo. Desabrochó el cinturón de su difunto invitado y lo soltó de las presillas. Rodeó con él la bolsa de basura unos seis o siete centímetros por encima de los codos y lo ató bien prieto. Crujió el plástico. Dussander empezó a jadear.

El mendigo calzaba sucios zapatos en chancleta, que formaron una uve sobre el suelo cuando Dussander agarró el cinturón y arrastró el cadáver hacia la puerta del sótano. Algo blanco cayó de la bolsa de basura y repiqueteó en el suelo. Dussander vio que era la dentadura postiza del mendigo. La tomó y la metió en uno de los bolsillos delanteros del muerto.

Dejó el cadáver a la puerta del sótano, con la cabeza colgando sobre el segundo rellano. Rodeó luego el cuerpo y le dio tres fuertes patadas. Las dos primeras apenas consiguieron moverlo, pero la tercera lo lanzó escaleras abajo. A mitad de la caída, los pies se alzaron sobre la cabeza y el cuerpo ejecutó una acrobática voltereta. Aterrizó boca abajo sobre la tierra prensada del suelo del sótano con un golpe seco. Uno de sus zapatos saltó por los aires y Dussander tomó nota mental de recogerlo luego.

Bajó las escaleras, rodeó el cadáver y se acercó a su banco de herramientas. A la izquierda del mismo, apoyadas contra la pared en una limpia hilera, había una pala, un rastrillo y una azada. Eligió la azada. Un poco de ejercicio le sentaba bien a un anciano. Un poco de ejercicio hacía que uno se sintiera joven.

Ahí abajo no olía nada bien, pero eso no le preocupaba mucho. Encalaba el sótano una vez al mes (una vez, tres días después de haberse «hecho» a uno de sus borrachos) y había comprado un ventilador que colocaba arriba para evitar que el olor llenara la casa los días de calor. A Josef Kramer, recordaba Dussander, le gustaba decir que los muertos hablan, pero que les oímos con las narices.

Eligió una zona en el rincón norte y se puso manos a la obra. Las dimensiones de la fosa eran de uno ochenta por setenta. Había llegado ya a una profundidad de sesenta centímetros, casi suficiente, cuando el primer dolor paralizante le golpeó el pecho como un disparo. Se irguió, desorbitando los ojos. Luego, el dolor le recorrió el brazo… un dolor sorprendente, como si una mano invisible hubiera atenazado todos los vasos sanguíneos y estuviera tirando de ellos. Vio la pala caída de lado y sintió que se le doblaban las rodillas. Por un angustioso instante, tuvo la certeza de que se iba a caer en la fosa.

Consiguió de alguna forma retroceder tambaleante tres pasos y se dejó caer en el banco. Una expresión de estúpida sorpresa se pintaba en su cara (podía sentirla) y pensó que debía de parecer uno de aquellos cómicos del cine mudo al que una puerta giratoria acaba de golpear o que acaba de pisar una bosta. Bajó la cabeza colocándola entre las rodillas y jadeó.

Los minutos se fueron arrastrando lentamente. Quince. Parecía que el dolor había empezado a ceder, pero no creía que pudiera tenerse en pie. Comprendió por vez primera todas las verdades de la vejez que le habían eludido hasta aquel momento. Estaba asustado casi hasta el punto de ponerse a gimotear. La muerte le había rozado con el borde de su manto. Todavía podría volver a buscarle. Pero no estaba dispuesto a morirse allí abajo. No si podía evitarlo. Se puso de pie, con las manos aún cruzadas sobre el pecho como para mantener unida la frágil maquinaria. Cruzó tambaleante el espacio despejado entre el banco de trabajo y las escaleras. Tropezó con una de las piernas del mendigo muerto y cayó de rodillas con un gritito. Sintió una nueva oleada de dolor en el pecho. Alzó la vista hacia las escaleras: aquellas empinadas, empinadísimas escaleras. Doce peldaños. El cuadrado de luz allá arriba resultaba burlonamente lejano.

Eins —dijo Kurt Dussander, consiguiendo arrastrarse hasta el primer rellano—, zwei, drei, vier.

Tardó veinte minutos en alcanzar el linóleo de la cocina. Dos veces, mientras subía, había amenazado con volver el dolor, y las dos veces había esperado Dussander con los ojos cerrados para ver lo que ocurría, plenamente consciente de que, si se repetía con la misma intensidad que en el sótano, seguramente moriría. Pero las dos veces el dolor se había calmado.

Se arrastró por el suelo hasta la mesa, evitando los charquitos y manchas de sangre que se estaban coagulando. Alcanzó la botella de bourbon, tomó un trago y cerró los ojos. Algo que había permanecido atado bien fuerte en su pecho pareció aflojarse un poco. El dolor disminuyó un poco más. Pasados otros cinco minutos, se encaminó muy lentamente hacia el teléfono, que estaba en el pasillo.

Eran las nueve y cuarto cuando sonó el teléfono en casa de los Bowden. Todd estaba sentado con las piernas cruzadas en el sofá, repasando sus apuntes para el examen final de trigonometría. Le resultaba un hueso, como las matemáticas en general, y tal vez fuera siempre igual. Su padre se sentaba al otro extremo de la habitación, repasando la matriz de un talonario con una calculadora portátil en el regazo y una mansa expresión de incredulidad en el rostro. Monica, que estaba más cerca del teléfono, veía la película de James Bond que Todd había grabado dos noches antes.

—¿Quién es? —Escuchó. Frunció levemente el ceño y pasó el auricular a Todd—. Es el señor Denker. Parece nervioso. O preocupado.

A Todd le dio un vuelco el corazón, pero apenas se advirtió el más leve cambio en su expresión.

—¿Sí? —Se acercó al teléfono y lo cogió—. Hola, señor Denker.

La voz de Dussander, al otro lado del hilo, era ronca y seca.

—Ven inmediatamente, chico. Me ha dado un ataque al corazón. Muy fuerte; creo que es grave.

—Vaya —dijo Todd, intentando ordenar sus dispersas ideas, controlar el miedo que sentía agigantarse en su interior—. Es interesante, de acuerdo, pero es un poco tarde y estaba estudiando…

—Entiendo que no puedas hablar —dijo Dussander, en tono áspero, cortante casi—. Pero puedes escuchar. No puedo llamar a una ambulancia ni marcar el número de urgencias, chico… al menos no todavía. Hay aquí un follón… Necesito ayuda… y eso significa que tú necesitas ayuda.

—Bueno, si lo plantea así… —dijo Todd. El pulso le latía a ciento veinte por minuto, pero su expresión era tranquila, serena casi. ¿Acaso no había sabido siempre que llegaría una noche como aquélla? Por supuesto, claro que lo había sabido.

—Dile a tus padres que he recibido una carta —dijo Dussander—. Una carta importante. ¿Entiendes?

—Bien, de acuerdo —dijo Todd.

—Ahora veremos, chico. Veremos de qué pasta estás hecho.

—De acuerdo —dijo Todd. Advirtió de pronto que su madre había dejado de mirar la pantalla y le miraba a él y forzó una tensa sonrisa—. Hasta ahora.

Dussander decía algo más, pero Todd colgó el teléfono.

—Voy a casa del señor Denker un rato —dijo, dirigiéndose a ambos, pero mirando sólo a su madre. Aquella leve expresión de inquietud no se había borrado de su cara—. ¿Necesitáis algo de la tienda?

—Limpiapipas para mí y un paquete pequeño de responsabilidad fiscal para tu madre —dijo Dick.

—Muy gracioso —dijo Monica—. Todd, ¿acaso el señor Denker…?

—Pero ¿qué diablos compraste en Fielding’s, si puede saberse? —interrumpió Dick.

—Ese estante para los trastos. Ya te lo dije. ¿No le pasa algo al señor Denker, Todd? Parecía un poco raro.

—Pero ¿existen realmente cosas como estantes para trastos? Yo creía que los habían inventado esas extravagantes mujeres británicas que escriben novelas policíacas para que hubiera siempre un sitio en el que el asesino pudiera encontrar un objeto contundente.

—¿Quieres dejarme hablar, Dick?

—Claro. Adelante. Pero ¿un estante para trastos?

—Creo que está bien —dijo Todd. Se puso la cazadora y se subió la cremallera. Pero estaba nervioso—. Ha recibido una carta de un sobrino suyo de Hamburgo o Dusseldorf o algún sitio parecido. Hacía años que no sabía nada de su familia y ahora ha recibido esta carta y, como ve tan mal, no puede leerla.

—¿No es espantoso? —dijo Dick—. Anda, Todd, vete y tranquiliza al pobre hombre.

—Creía que tenía alguien que le leyera —dijo Monica—. Otro chico.

—Lo tiene —dijo Todd, sintiendo un odio súbito por su madre, odiando aquella especie de media sospecha que veía flotando en sus ojos—. Tal vez no lo haya encontrado en casa o tal vez no pueda ir a estas horas.

—Oh, bueno… vete entonces. Ten cuidado.

—No te preocupes, lo tendré. ¿Necesitáis algo de la tienda?

—No. ¿Cómo van tus estudios para el examen final de cálculo?

—Es de trigonometría —dijo Todd—. Creo que bien. Precisamente me disponía a estudiar toda la noche. —Esto último era una gran mentira.

—¿Quieres llevarte el Porsche? —preguntó Dick.

—No. Iré en bicicleta. —Necesitaba otros cinco minutos para ordenar sus pensamientos y dominarse… al menos, para intentarlo. Y, en el estado en que se encontraba entonces, lo más seguro es que estrellara el Porsche contra un poste telefónico.

—Ponte el parche reflector en la rodilla —le dijo Monica—. Y saluda de nuestra parte al señor Denker.

—De acuerdo.

Todavía podía detectar, aunque ahora menos intensa, la preocupación en la mirada de su madre. Le lanzó un beso y se dirigió al garaje, donde estaba la bici (que ya no era la Schwinn, ahora tenía una italiana como las de carreras). Su corazón seguía desbocado y sintió un impulso rabioso de agarrar el 30.30, volver a la casa, descargarlo contra sus padres e irse luego a la loma que daba a la autopista. No tendría que volver a preocuparse de Dussander. Cesarían las pesadillas y no habría más mendigos. Dispararía una y otra y otra vez, seguiría disparando y disparando, dejando sólo una bala para el final.

Recobró la razón y enfiló hacia la casa de Dussander; el parche reflector de su rodilla subía y bajaba y su largo cabello rubio ondeaba hacia atrás, dejando su frente al descubierto.

—¡Dios santo! —exclamó Todd, casi en un grito.

Estaba en la puerta de la cocina. Dussander se apoyaba en los codos, con la taza de porcelana entre ambos. Grandes gotas de sudor le brillaban en la frente. Pero Todd no miraba a Dussander. Miraba la sangre. Había sangre por todas partes: en la mesa, en la silla vacía de la cocina, en el suelo.

—¿Dónde tiene la herida? —gritó Todd, consiguiendo poner de nuevo en movimiento sus paralizadas piernas… Tenía la sensación de llevar allí quieto lo menos mil años. Se acabó, estaba pensando. Éste es el fin de todo, de absolutamente todo. El globo está subiendo, baby, hasta el cielo, baby, y es un adiós, adiós, adiós definitivo. Sin embargo, procuró no pisar la sangre—. ¡Creí que me había dicho que le había dado un ataque al corazón!

—¡La sangre no es mía! —susurró Dussander.

—¿Qué? —Todd se detuvo—. ¿Qué ha dicho?

—Baja al sótano. Ya verás lo que tienes que hacer.

—Pero ¿qué diablos es esto? —preguntó Todd. Imaginó de pronto algo espantoso.

—No pierdas nuestro tiempo, chico. Creo que no te sorprenderá demasiado lo que encuentres abajo. Creo que tienes experiencia en asuntos parecidos. Experiencia de primera mano.

Todd le miró incrédulo otro instante y corrió luego hacia el sótano, bajando las escaleras de dos en dos. La primera ojeada al débil resplandor amarillento de la única luz del sótano le indujo a pensar que Dussander había tirado una bolsa de basura al sótano. Se fijó luego en las piernas que sobresalían de la bolsa y en las manos sucias sujetas a ambos lados con un cinturón apretado.

—¡Dios santo! —repitió, aunque esta vez las palabras salieron de su boca, sin fuerza, en un levísimo y débil susurro. Se apretó con el dorso de la mano derecha los labios, secos como lija. Cerró los ojos un instante… y cuando volvió a abrirlos era otra vez dueño de sí mismo.

Empezó a actuar.

Vio el mango de la pala sobresaliendo de un agujero poco profundo en el rincón del fondo y al instante comprendió lo que estaba haciendo Dussander cuando se le averió la maquinaria. Al instante siguiente, advirtió el intenso hedor, un olor a tomates podridos. Lo había olido otras veces, pero arriba no era tan fuerte y, además, en los últimos dos años no había visitado a Dussander muy a menudo. Comprendió perfectamente lo que significaba y durante un rato se debatió intentando dominar las náuseas. Le sacudió una serie de arcadas, amortiguadas por la mano con que se tapaba boca y nariz.

Poco a poco, consiguió dominarse de nuevo.

Agarró al mendigo por las piernas y le arrastró hasta el borde de la fosa. Soltó las piernas, limpiándose el sudor de la frente con la palma de la mano izquierda y, por un instante, permaneció absolutamente quieto, pensando más intensamente de lo que hubiera pensado en toda su vida.

Agarró luego la pala y empezó a hacer más hondo el agujero. Cuando tenía ya casi metro y medio de profundidad, salió y echó dentro con el pie el cadáver. Se quedó al borde de la fosa, contemplando su interior. Pantalones andrajosos. Manos asquerosas llenas de postillas. Era un vagabundo. Muy bien. Casi era cómico. Como para partirse de risa.

Subió las escaleras.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó a Dussander.

—Me pondré bien. ¿Te has ocupado de todo?

—Lo estoy haciendo.

—Date prisa. Está todo muy silencioso aquí.

—Me encantaría echarle a usted como comida a los cerdos —dijo Todd, y volvió al sótano sin dar tiempo a Dussander a replicarle.

Había cubierto casi totalmente el cadáver del borracho cuando empezó a pensar que se le olvidaba algo. Miró atentamente la fosa, sujetando la pala con una mano. Las piernas del borracho asomaban del montículo de tierra y también las puntas de los pies, un viejo zapato, probablemente un Hush Puppy, y un calcetín sucio que realmente podría haber sido blanco por la época en que Taft era presidente del país.

¿Un zapato sólo? ¿Uno?

Todd se volvió y miró por el suelo hasta el pie de las escaleras. Miró desolado alrededor. El dolor de cabeza estaba empezando otra vez a golpetearle en las sienes, débiles golpecitos intentando abrirse paso. Localizó el viejo zapato como a metro y medio, entre unos anaqueles abandonados. Lo recogió, volvió a la fosa y lo tiró dentro. Empezó a palear de nuevo. Cubrió zapato, piernas, todo.

Cuando toda la tierra estuvo de nuevo en el agujero, la aplastó bien con la pala. Agarró luego el rastrillo y lo pasó en ambas direcciones para disimular que la tierra había sido removida recientemente. Sin gran éxito; sin un buen camuflaje el lugar en el que se ha abierto y vuelto a llenar un agujero siempre parece el lugar en el que se ha hecho y vuelto a llenar un agujero. De cualquier forma, nadie tendría ocasión de bajar allí, al menos en ello tendrían que confiar desesperadamente él y Dussander.

Todd subió las escaleras corriendo. Jadeaba.

Dussander había separado más los codos y la cabeza le colgaba casi tocando la mesa. Tenía los ojos cerrados, los párpados amoratados… del color de los ásteres.

—¡Dussander! —gritó Todd. Sentía un intenso sabor picante en la boca: sabor de adrenalina, sangre ardiente latiendo y miedo—. ¡No se atreva a morírseme ahora, cabrón de mierda!

—Baja la voz —dijo Dussander sin abrir los ojos—. Conseguirás que venga todo el vecindario a ver qué pasa aquí.

—¿Dónde hay jabón o algo para limpiar todo esto? Detergente, o algo parecido. Y bayetas. Necesito bayetas.

—Lo encontrarás todo bajo el fregadero.

En muchos sitios, la sangre estaba ya seca. Dussander alzó la cabeza y vio a Todd arrastrándose por el suelo, restregando primero el charquito del linóleo y luego las gotas que habían caído por las patas de la silla en la que había estado sentado el vagabundo. El chico se mordía compulsivamente los labios, rascándolos casi como un caballo el freno. Al fin acabó. El olor a detergente llenaba la estancia.

—Hay una caja con trapos viejos bajo las escaleras —dijo Dussander—. Pon debajo de todo ésos manchados de sangre. No te olvides de lavarte las manos.

—No necesito que me dé su consejo. Usted me metió en este lío.

—¿De veras? He de decir que te las arreglaste muy bien. —Por un momento, el viejo tono de burla asomó a la voz de Dussander. Luego, se dibujó en su rostro una mueca de amargura—. De prisa.

Todd se ocupó de los trapos. Subió luego corriendo por última vez las escaleras. Se volvió a mirar abajo un momento, luego apagó la luz y cerró la puerta. Fue al fregadero, se remangó y fregó con el agua todo lo caliente que podía aguantar. Hundió las manos en la espuma y sacó el cuchillo de cocina que había utilizado Dussander.

—Me gustaría cortarle el cuello con este cuchillo —dijo lúgubremente.

—Sí; y echarme como comida a los puercos. No lo dudo en absoluto.

Todd enjuagó el cuchillo, lo secó y lo guardó. Secó los otros cacharros de prisa, soltó el agua, enjuagó el fregadero. Mientras se secaba las manos, miró el reloj y vio que eran las diez y veinte.

Fue hasta el teléfono del pasillo, descolgó y se quedó mirándolo pensativo. No dejaba de preocuparle la idea de que olvidaba algo (alguna prueba potencial como el zapato). ¿Qué? No lo sabía. Si no tuviera aquel dolor de cabeza, conseguiría precisar lo que era. Aquel dolor de cabeza maldito. A él no solían olvidársele las cosas, aquello era alarmante.

Marcó el 222, sonó una vez sólo la señal y ya contestaron.

—Aquí Centro Médico de Santo Donato. ¿Cuál es su problema?

—Me llamo Todd Bowden. Estoy en el 963 de la calle Claremont. Necesito una ambulancia.

—¿De qué se trata, hijo?

—Se trata de mi amigo el señor D… —Se mordió el labio inferior tan fuerte que se hizo sangre y, por un momento, se quedó en blanco, perdido en las pulsaciones de su cabeza. Dussander. Había estado a punto de dar a aquella voz anónima del Centro Médico el verdadero nombre de Dussander.

—Tranquilízate, hijo —dijo la voz—. Tómatelo con calma y todo saldrá bien.

—Mi amigo el señor Denker —dijo Todd—. Creo que ha sufrido un ataque al corazón.

—¿Qué síntomas tiene?

Todd empezó a describirlos, pero en cuanto explicó el dolor del pecho que se extendía luego por el brazo izquierdo, la voz no quiso escuchar más. Le dijo a Todd que la ambulancia tardaría de diez a veinte minutos, según estuviera el tráfico. Todd colgó y se apretó los ojos con las palmas de las manos.

—¿Hablaste ya? —clamó Dussander débilmente desde la cocina.

¡Sí! —chilló Todd—. ¡Sí, sí hablé ya, maldita sea! ¡Sí, sí! ¡Cállese de una vez!

Volvió a apretarse los ojos con más fuerza, produciendo primero leves destellos de luz y luego un campo de intenso color rojo. Contrólate, Niño-Todd. Cálmate, domínate, serénate. Tranquilo.

Abrió los ojos y descolgó de nuevo el teléfono. Ahora, la parte difícil. Era el momento de llamar a casa.

—¿Sí? —la voz suave y delicada de Monica en su oído. Por un momento (un instante sólo) se imaginó embutiéndole el cañón del 30.30 en la nariz y apretando el gatillo para el primer chorro de sangre.

—Soy Todd, mami. Ponme con papá, rápido.

Ya nunca la llamaba mami. Sabía que captaría esa señal antes que ninguna otra, y así fue.

—¿Qué ocurre? ¿Ha pasado algo, Todd?

—¡Que se ponga papá, por favor!

—Pero ¿qué…?

Todd oyó un matraqueo y un ruido metálico al teléfono. Oyó que su madre le decía algo a su padre. Se preparó.

—¿Todd? ¿Qué pasa?

—Es el señor Denker, papá. Él… le ha dado un ataque al corazón, creo. Bueno, estoy casi seguro.

—¡Jesús! —La voz de su padre se alejó un momento y Todd oyó que le repetía a su madre lo que acababa de decirle. Luego volvió a hablar con él—: ¿Está vivo todavía? ¿Qué te parece?

—Está vivo. Está consciente.

—Bien. Gracias a Dios. Pide una ambulancia.

—Acabo de hacerlo.

—¿A urgencias?

—Sí.

—Buen chico. ¿A ti te parece muy grave?

—No sé, papá. Los de la ambulancia dijeron que llegarían pronto, pero… bueno, estoy un poco asustado. ¿Podrías venir y esperarles conmigo?

—¡Por supuesto! Tardo cuatro minutos.

Todd oyó que su madre decía algo cuando su padre colgaba, interrumpiendo la comunicación. También él colgó.

Cuatro minutos.

Cuatro minutos para hacer lo que quedara por hacer. Cuatro minutos para recordar lo que había olvidado. ¿O no había olvidado nada? Tal vez fueran sólo los nervios. Santo Dios, ojalá no hubiera tenido que llamar a su padre. Pero lo normal era hacerlo, ¿no? Claro. ¿Había alguna otra cosa normal que no había hecho? Algo…

—¡Oh, bobo de mierda! —gritó de pronto, y volvió como un tiro a la cocina. Dussander estaba con la cabeza en la mesa, los ojos entornados, indolente.

—¡Dussander! —le gritó Todd. Le sacudió con fuerza y el viejo gruñó—. ¡Despierte! ¡Despierte, viejo cabrón, asqueroso!

—¿Qué? ¿Llegó la ambulancia?

—¡La carta! Mi padre viene para acá, llegará en cualquier momento. ¿Dónde está esa carta maldita?

—¿Qué… qué carta?

—Me dijo que les dijera que había recibido una carta importante. Se lo dije. —Le dio un vuelco el corazón—. Una carta de ultramar… de Alemania. ¡Santo cielo! —Todd se pasó las manos por el pelo.

—Una carta. —Dussander alzó la cabeza lentamente, con dificultad. Sus arrugadas mejillas tenían un color blanco; amarillento enfermizo, tenía los labios lívidos—. De Willi, creo. De Willi Frankel. Querido… querido Willi.

Todd miró el reloj y vio que hacía dos minutos que había colgado el teléfono. Su padre no llegaría, no podría llegar a casa de Dussander en cuatro minutos, aunque podía llegar con asombrosa rapidez en el Porsche. Rapidez, ésa era la cuestión. Todo se movía demasiado aprisa. Y seguía habiendo algo que no encajaba. Y aún tenía que hacer algo; algo estaba mal; lo sentía. Pero no había tiempo para pararse y buscar la salida.

—Sí, de acuerdo, yo se la estaba leyendo y entonces se puso nervioso y le dio el ataque al corazón. Bien. ¿Dónde está?

—¿Dónde está? —repitió Dussander con la mirada ausente.

—¡La carta! ¿Dónde está?

—¿Qué carta? —preguntó Dussander abstraído, y Todd sintió deseos de estrangular a aquel viejo monstruo borracho.

—¡La que le estaba leyendo! ¡La de ese tal Willi lo-que-sea! ¿Dónde está?

Los dos miraron la mesa como esperando ver allí una carta.

—Arriba —dijo al fin Dussander—. En mi cómoda, en el tercer cajón. Al fondo de ese cajón hay una cajita de madera. Tendrás que romperla para abrirla. Hace mucho que perdí la llave. Hay algunas viejas cartas de un amigo mío. Todas sin firma. Y sin fecha. Todas en alemán. Una o dos hojas serán suficientes. Si te dieras prisa…

—Pero ¿está usted loco? —bramó Todd—. ¡Yo no sé alemán! ¿Cómo iba a leerle una carta escrita en alemán, cretino de mierda?

—¿Y por qué iba a escribirme Willi en inglés? —le contestó Dussander con mucha fatiga—. Si tú me leyeras la carta en alemán, yo la entendería, aunque no la entendieras. Claro que tu pronunciación sería muy chapucera, pero de todos modos yo podría…

Dussander tenía razón, de nuevo tenía razón, y Todd no se quedó a oír más. Aun después de un ataque al corazón, el viejo le llevaba la delantera. Todd corrió pasillo adelante hacia las escaleras, deteniéndose junto a la puerta de entrada sólo lo suficiente para asegurarse de que no llegaba todavía el Porsche de su padre. No se veía aún el Porsche, pero su reloj le indicó el poco tiempo que tenía; ya habían pasado cinco minutos.

Subió de dos en dos las escaleras e irrumpió en el dormitorio de Dussander. No había estado nunca allí, ni siquiera había sentido curiosidad, y, por un instante se limitó a estudiar un territorio desconocido. Descubrió la cómoda, un modelo barato de lo que su padre llamaba Mobiliario Moderno de Ocasión de los Grandes Almacenes. Se arrodilló delante de la cómoda y tiró del tercer cajón. Se abrió hasta la mitad, luego se salió de la guía y se quedó atascado.

—Maldita sea —murmuró. Estaba pálido como un muerto, salvo por las manchas de rojo intenso de las mejillas y los ojos azules, que parecían tan oscuros ahora como nubes de tormenta del Atlántico—. ¡Maldito cachivache, ábrete de una vez!

Tiró con tal fuerza que se tambaleó todo el mueble y a punto estuvo de caérsele encima. El cajón salió disparado y aterrizó en el regazo de Todd. Se desparramaron a su alrededor calcetines, ropa interior y pañuelos de Dussander. Hurgó entre el contenido restante del cajón y sacó una cajita de madera de unos treinta centímetros por diez. Intentó abrirla. Imposible. Estaba cerrada tal como había dicho Dussander. Todo era difícil aquella noche.

Volvió a meter toda la ropa en el cajón y hubo de forzarlo para volver a colocarlo en la guía. Volvió a atascarse. Intentó desbloquearlo, moviéndolo hacia atrás y hacia delante, sudando a mares mientras lo hacía. Al fin consiguió cerrarlo. Se levantó con la cajita en la mano. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido?

La cama de Dussander era de esas que tienen pequeñas columnas a los pies y Todd golpeó con todas sus fuerzas la cerradura de la caja contra una de ellas. Hizo una mueca, el dolor del golpe vibró en sus manos y le recorrió los brazos hasta los codos. Miró la cerradura. Parecía un poco abollada, pero estaba intacta. Volvió a golpearla de nuevo contra la cama, más fuerte esta vez, pasando por alto el dolor. Saltó de la columna una astilla pero la cerradura de la cajita no cedió. Todd soltó una risotada y se acercó al otro lado de la cama. Esta vez alzó la cajita por encima de la cabeza y la lanzó al suelo con todas sus fuerzas. El cierre se astilló. Cuando alzaba la tapa, los faros atravesaron la ventana de Dussander. Revolvió y escarbó nervioso el contenido de la caja. Tarjetas postales. Un medallón. Un retrato muy doblado de una mujer con unas ligas negras muy escaroladas por único atuendo. Un viejo billetero. Varias tarjetas de identidad. Una carpeta de pasaporte vacía, de piel. Y, al fondo, cartas.

Las luces se hicieron más intensas y ya podía oír el rumor peculiar del motor del Porsche. Se hizo más fuerte… y luego cesó.

Todd separó tres hojas de papel de carta tipo correo aéreo densamente escritas en alemán por ambos lados y salió a toda prisa del dormitorio. Casi había llegado ya a las escaleras cuando se dio cuenta de que había dejado la cajita forzada sobre la cama. Volvió al dormitorio corriendo, la tomó y abrió el tercer cajón de la cómoda.

Volvió a atascarse, esta vez con un ruido fuerte de madera contra madera.

Oyó el frenazo del Porsche, oyó abrirse la puerta del conductor, y cerrarse luego.

Todd podía oír también, vagamente, sus propios lamentos. Metió la caja en el cajón torcido, se irguió y le dio una patada. El cajón quedó pulcramente cerrado. Se quedó parpadeando un momento y luego corrió al pasillo. Bajó corriendo las escaleras. A la mitad, oyó el rápido matraqueo de las pisadas de su padre en el camino de la casa de Dussander. Saltó la barandilla, aterrizó ágilmente y corrió a la cocina con las hojas de la carta aleteando en la mano.

Una llamada a la puerta.

—¡Todd! ¡Todd, soy yo!

Y en el mismo instante pudo oír también la sirena de la ambulancia a lo lejos. Dussander había vuelto a sumirse en una especie de semiinconsciencia.

—¡Voy, papá! —gritó Todd.

Dejó en la mesa las hojas de la carta, desplegándolas un poco, para dar la impresión de que se hubieran dejado caer precipitadamente; volvió luego al pasillo y dejó entrar a su padre.

—¿Dónde está? —preguntó Dick Bowden, empujando con el hombro a Todd al pasar.

—En la cocina.

—Lo has hecho muy bien todo, Todd —le dijo su padre, y le abrazó de un modo torpe y desconcertante.

—Espero no haberme olvidado de nada —dijo Todd modestamente, y siguió a su padre por el pasillo hacia la cocina.

Con las prisas de sacar a Dussander de la casa, se olvidó de la carta casi por completo. El padre de Todd la tomó un momento y en seguida tuvo que dejarla porque llegaron los de la ambulancia con la camilla. Todd y su padre siguieron a la ambulancia, y la explicación de lo ocurrido que dio Todd fue aceptada sin cuestionar nada por el médico que atendió a Dussander. Después de todo, el «señor Denker» tenía ochenta años y sus hábitos no eran precisamente perfectos. El médico felicitó a Todd con cierta rudeza, por haber pensado y obrado con rapidez. Todd le dio a su vez las gracias lánguidamente y preguntó a su padre si podían irse a casa.

En el camino de vuelta, Dick le repitió lo orgulloso que estaba de él. Todd casi no le oía. Estaba pensando otra vez en su 30.30.