9

Marzo, 1975

—Gatito, gatito —decía Dussander—. Ven aquí, minino. Miss, miss. Miss, miss.

Estaba sentado en la pequeña escalinata de la parte de atrás de la casa; junto a su pie derecho había un cuenco de plástico rosa lleno de leche. Era la una y media. El día era nublado y cálido. El fuego de arbustos que había a lo lejos, hacia el oeste, impregnaba el aire de un aroma otoñal que contradecía extrañamente el calendario. El chico, si es que llegaba, llegaría dentro de una hora. El chico ya no le visitaba todos los días. En lugar de siete días a la semana, ahora sólo iba a verle cuatro o cinco. Poco a poco había empezado a desarrollarse en su interior una sospecha: la de que el chico tenía problemas personales.

—Gatito, gatito —instaba Dussander.

El gatito estaba al fondo del patio, sentado en un montón de maleza junto al seto. Tenía el mismo aspecto harapiento que la maleza en la que se sentaba. Cada vez que Dussander hablaba, el gato atiesaba y adelantaba las orejas. No quitaba ojo al cuenco de plástico rosa lleno de leche. Tal vez, pensaba Dussander, el chico tenga problemas con sus estudios. O pesadillas por la noche. O las dos cosas.

Lo último le hizo sonreír.

—Gatito, gatito —repitió con dulzura. El gato volvió a estirar las orejas. No se movió, todavía no; pero seguía estudiando la leche.

En realidad, Dussander había estado agobiado con sus propios problemas. Hacía dos o tres semanas que se ponía el uniforme de SS a modo de grotesco pijama para acostarse y el uniforme había contenido el insomnio y las pesadillas. Al principio, su sueño había sido tan profundo y tranquilo como el de un leñador. Luego, las pesadillas habían vuelto, no poco a poco, sino de repente y peores que nunca. Los sueños en los que corría y también los sueños de los ojos. Corría por una selva empapada y las pesadas hojas y las ramas empapadas le golpeaban la cara, dejando gotas que parecían savia o… sangre. Correr y correr… los ojos luminosos rodeándole siempre, atisbándole impasibles hasta que llegaba a un claro. En la oscuridad, más que ver sentía la pendiente elevación que empezaba al otro extremo del claro. En la cima de aquella elevación estaba Patin, sus edificios bajos de cemento y los patios rodeados de alambre de púas y alambradas electrificadas, las torretas de vigilancia alzándose como acorazados marcianos sacados de La guerra de los mundos. Y en el centro, gigantescos almiares lanzando humo al cielo; y bajo aquellas columnas de ladrillo estaban los hornos alimentados y listos para funcionar, brillando en la noche como los ojos de enfurecidos diablos. Habían contado a los habitantes de la zona que los prisioneros de Patin hacían ropa y velas, y naturalmente los lugareños no lo habían creído más de lo que creyeran los lugareños de los alrededores de Auschwitz que el campo era una fábrica de salchichas. Poco importaba.

Mirando hacia atrás por encima del hombro en su sueño, al fin les había visto saliendo del escondite, los muertos inquietos, los Juden, arrastrando los pies hacia él con números azules brillando en la piel lívida de sus brazos extendidos, sus manos como garras, sus rostros no ya inexpresivos sino animados por el odio, avivados por la venganza, encendidos por el ansia de matar. Los niñitos corrían vacilantes junto a sus madres y los abuelos se apoyaban en sus hijos de mediana edad. Y la expresión que dominaba en todos los rostros era la desesperación.

¿Desesperación? Sí. Porque, en los sueños, él sabía (y ellos lo sabían también) que si conseguía alcanzar la cima estaría a salvo. Aquí abajo, en estos llanos pantanosos y húmedos, en esta jungla en que las plantas que florecían de noche exudaban sangre en vez de savia, era un animal atrapado… una presa. Pero allá arriba era él quien mandaba. Si esto era una jungla, el campo de la cima era un zoo, todas las fieras salvajes bien seguras en sus jaulas, y él era el guardián jefe cuya tarea consistía en decidir a quién se alimentaría, cuál sería entregado a los viviseccionistas, a cuáles se permitiría vivir, cuáles serían conducidos al matadero en el furgón de carga.

Y empezaba a subir por la colina, avanzando con la lentitud del sueño. Sentía las primeras manos esqueléticas alrededor del cuello, sentía su aliento frío y pestilente, el hedor de su putrefacción, oía sus salvajes alaridos de triunfo cuando caían sobre él cuando ya la salvación estaba no sólo a la vista sino casi al alcance de la mano…

—Gatito, gatito —llamaba Dussander—. Leche, mira, leche rica.

Al fin el gato se movió. Cruzó la mitad del patio y volvió a sentarse, pero como provisionalmente, moviendo el rabo inquieto. No se fiaba de él, no. Pero Dussander sabía que olería la leche; era optimista. Antes o después, se acercaría al cuenco.

En Patin jamás había existido problema de contrabando. Algunos prisioneros ingresaban con sus objetos de valor incrustados en el culo en bolsitas de gamuza (y a menudo aquellos objetos de valor no valían absolutamente nada: fotografías, rizos, bisutería); se los introducían y a menudo los empujaban con palos para conseguir que pasaran la zona de seguridad, para meterlos tan arriba que ni siquiera los dedos largos del encargado de tal tarea al que llamaban Dedos Hediondos pudiera descubrirlos. Recordaba a una mujer que tenía un pequeño diamante, defectuoso, según se descubriría, que en realidad no valía absolutamente nada, pero que llevaba en su familia pasando de madre a hija seis generaciones (o al menos eso era lo que ella decía, aunque era judía y, claro, todos los judíos mentían). Se lo tragó antes de entrar en Patin. Cuando salía con sus excrementos, volvía a tragárselo. Y así siguió haciéndolo, pese a que el diamante empezó a producirle cortes y sangraba.

Se practicaron también otros trucos, aunque en general para ocultar artículos insignificantes como tabaco o una o dos cintas del pelo. No importaba. En la habitación que Dussander utilizaba para interrogar a los prisioneros había un hornillo y una mesa de cocina cubierta con un mantel de cuadros rojos muy parecido al que había ahora en su propia cocina. Y siempre había sobre el hornillo un estofado de cordero hirviendo suavemente. Cuando se sospechaba la posibilidad de contrabando (¿y cuándo no?) se llevaba a aquella habitación a un miembro de la camarilla de la que se sospechaba. Dussander solía colocarles junto al hornillo, donde flotaba el apetitoso aroma del estofado. Y solía preguntarles con amabilidad: ¿Quién? ¿Quién está ocultando oro? ¿Quién está ocultando joyas? ¿Quién tiene tabaco? ¿Quién dio a la mujer Givenet la pastilla para su hijo? ¿Quién? Nunca se prometía específicamente el estofado. Pero su aroma siempre acababa soltándoles la lengua. Claro que una cachiporra habría producido los mismos resultados. O el cañón de un fusil bien hundido en su inmunda entrepierna. Pero el estofado era… era elegante. Sí.

—Gatito, gatito —gritaba Dussander. El gato adelantó las orejas. Se levantó a medias, pero luego recordó vagamente alguna lejanísima patada o tal vez una cerilla que le había chamuscado los bigotes y volvió a sentarse sobre los cuartos traseros. Pero pronto se decidiría.

Dussander había encontrado el medio de apaciguar su pesadilla. En cierta forma, consistía simplemente en ponerse el uniforme de SS… aunque adquiría una significación más poderosa. Estaba satisfecho de sí mismo, sólo lamentaba que no se le hubiera ocurrido antes. Suponía que debía agradecer al chico este nuevo método de tranquilizarse, por mostrarle que la clave de los terrores del pasado no estaba en el rechazo sino en la contemplación e incluso en algo parecido a un abrazo de amigo. Era cierto que antes de la inesperada llegada del chico el verano pasado hacía mucho tiempo que no tenía pesadillas, pero ahora creía que había llegado a un acuerdo de cobarde con su pasado. Se había obligado a renunciar a una parte de sí mismo. Ahora lo había recuperado.

—Gatito, gatito —llamaba Dussander, y una sonrisa invadió su rostro, una sonrisa agradable, una sonrisa tranquila, la sonrisa de todos los viejos que de una u otra forma han recorrido los crueles caminos de la vida y han llegado hasta un lugar seguro, relativamente ilesos y con cierta cordura al menos.

El gato alzó los cuartos traseros, dudó aún otro momento y cruzó corriendo con agilidad lo que quedaba del patio. Subió los peldaños, lanzó a Dussander una última mirada de desconfianza, echando hacia atrás las orejas mordidas y costrosas; luego empezó a beber la leche.

Rica leche —dijo Dussander, poniéndose unos guantes de goma que llevaba todo el rato en su regazo—. Buena leche para un gatito bueno.

Había comprado los guantes en el supermercado. Los estaba mirando y una mujer mayor le observó con aprobación, e incluso especulativamente. Los anunciaban por televisión. Tenían puños. Eran tan flexibles que teniéndolos puestos podías recoger una moneda de diez centavos. Frotó la espalda al gato con un dedo verde y le habló con dulzura. El animal empezó a arquear la espalda al ritmo de las caricias.

Justo antes de que el cuenco quedara completamente vacío, le atrapó.

El animal revivió eléctricamente en sus manos hinchadas, retorciéndose y dando tirones arañando la goma. Su cuerpo se estiraba y encogía elásticamente y Dussander no estaba seguro de que, si sus garras o dientes se enganchaban, el animal sería el ganador. Era un viejo luchador. Se necesita uno para reconocer a otro, pensó Dussander, sonriendo.

Manteniéndolo con prudencia separado del propio cuerpo, la mueca de dolor estampada en el rostro, Dussander empujó la puerta de atrás con el pie y entró en la cocina. El gato gritaba y se retorcía y procuraba rasgar los guantes de goma. Bajó de repente la cabeza felina y mordió un dedo verde.

—Gatito malo —dijo Dussander riñéndole.

La puerta del horno permanecía abierta. Dussander echó al gato dentro. Al soltarse de los guantes se produjo un sonido de desgarro. Dussander cerró la puerta del horno con una rodilla y sintió una dolorosa punzada de la artritis. Pero aun así siguió sonriendo. Respirando con dificultad, casi jadeando, se apoyó un momento en el horno con la cabeza baja. Era un horno de gas. Prácticamente sólo lo utilizaba para calentar alimentos preparados y para matar gatitos abandonados.

Subiendo los quemadores sólo se oían débilmente los arañazos y aullidos del gatito para que le dejaran salir.

Dussander puso el horno al máximo. Se produjo un ¡pop! audible cuando la chispa piloto del horno encendió dos hileras dobles de gas siseante. El gato dejó de aullar y empezó a gritar. Parecía… sí, parecían los gritos de un niñito. Un niñito que soportara dolores fortísimos. Esta idea hizo a Dussander sonreír aún más ampliamente. El corazón le atronaba en el pecho. El gato arañaba y se retorcía en el horno, gritando aún. Pronto empezaría a llenar la estancia un intenso olor a quemado.

A la media hora, sacó los restos del gato del horno sirviéndose de un trinchante que había comprado por dos dólares noventa centavos en el centro comercial que quedaba a menos de dos kilómetros.

Metió el cadáver achicharrado del gato en un saquito de harina vacío. Lo bajó al sótano. El sótano tenía el suelo de tierra. Poco después, Dussander volvió a la cocina. La perfumó con un pulverizador hasta que apestara a esencia artificial de pino. Abrió todas las ventanas. Lavó el trinchante y lo colgó en su sitio en el tablero de utensilios. Luego, se sentó a esperar y ver si llegaba el chico. La sonrisa no se borraba de su cara.

Todd llegó unos cinco minutos después de que Dussander hubiera renunciado a verle aquel día. Llevaba una chaqueta gruesa con los colores del colegio. Y también una gorra de béisbol de los Padres de San Diego. Y los libros bajo el brazo.

¡Puaf! —dijo, entrando en la cocina y arrugando la nariz—. ¿A qué huele aquí? Es horrible.

—Usé el horno —dijo Dussander, encendiendo un cigarrillo—. Me temo que quemé la cena. Tuve que tirarla.

Un día, a finales de aquel mismo mes, el chico llegó más pronto de lo normal, mucho antes de la salida del colegio. Dussander estaba sentado en la cocina, bebiendo bourbon añejo de una taza desconchada y descolorida. Tenía la mecedora en la cocina ahora y estaba bebiendo y meciéndose, meciéndose y bebiendo, golpeando con las pantuflas el desvaído suelo de linóleo. Estaba agradablemente animado. Justo hasta la noche anterior no había vuelto a tener malos sueños en absoluto. Ni desde el gato con las orejas mordidas. Sin embargo, la noche anterior había tenido un sueño especialmente horrible. No podía negarlo. Le habían agarrado cuando ya llegaba a la mitad de la colina y habían empezado a hacerle cosas abominables antes de que consiguiera despertarse. Pero tras su convulsiva vuelta inicial al mundo de lo real, se había sentido seguro. Podía terminar los sueños en cuanto quisiera. Quizás un gato no bastara esta vez. Persistía siempre el ruido sordo de los perros. Sí, siempre aquel sonido.

Todd apareció súbitamente en la cocina, pálido y tenso. Había adelgazado, desde luego, pensó Dussander. Y había en sus ojos un resplandor vacuno y extraño que a Dussander no le gustaba en absoluto.

—Tendrá que ayudarme —le dijo, con urgencia y desafío.

—¿De veras? —dijo Dussander con suavidad, pero en su interior se alzó el recelo.

Procuró mostrarse imperturbable cuando Todd tiró los libros sobre la mesa con un golpe súbito y malicioso. Uno de ellos resbaló por el hule y aterrizó en forma de tienda de campaña en el suelo a los pies de Dussander.

—Sí, no tendrá más remedio —dijo Todd chillando—. ¡Puede usted creerlo! Porque esto es culpa suya. ¡Culpa suya y de nadie más! —Manchitas rojas de excitación se agolparon en sus mejillas—. Pero tendrá que ayudarme a salir del atolladero, porque le tengo atrapado. ¡Le tengo justo donde quería!

—Te ayudaré como pueda —dijo Dussander con calma. Vio que había cruzado las manos delante sin pensar siquiera en ello. Tal como solía hacer en otros tiempos. Se inclinó hacia delante en la mecedora justo hasta que su mentón quedó sobre sus manos cruzadas… tal como solía hacer en otros tiempos. Su expresión era sosegada, amistosa e inquisitiva; no manifestaba ninguno de sus crecientes temores. Así sentado, casi podía imaginar un puchero de estofado de cordero haciéndose en la cocina detrás suyo.

—Dime cuál es el problema.

—Éste es el maldito problema —dijo Todd maliciosamente, y tiró un cuadernillo a Dussander.

Saltó en su pecho, aterrizó en su regazo. Dussander se sintió momentáneamente desconcertado por el ardor de la furia que se alzó en su interior: una imperiosa necesidad de levantarse y abofetear con fuerza al chico. Pero se contuvo y siguió mostrando la misma expresión afable. Se trataba del boletín de notas del colegio, según vio, aunque el colegio parecía ridículamente empeñado en ocultar tal hecho. En lugar de informe de notas o boletín de notas lo denominaban Informe Trimestral de Aprovechamiento. Dussander gruñó ante tal hecho y abrió el boletín.

Cayó del mismo una cuartilla mecanografiada. La dejó a un lado para análisis posterior y concentró primero su atención en las notas del chico.

—Parece que te has derrumbado, querido mío —dijo Dussander, no sin cierta satisfacción.

El chico había aprobado sólo inglés e historia. Lo demás eran suspensos.

—No es culpa mía —siseó venenosamente Todd—. Es culpa suya. Todas esas historias. Me producen pesadillas, ¿lo sabía, eh? Me siento y abro los libros y empiezo a pensar en todo lo que me ha contado ese día y no vuelvo a enterarme de nada hasta que oigo a mi madre diciéndome que es hora de acostarme. Bueno, pues eso no es culpa mía. ¡No lo es! ¡No lo es! ¿Me ha oído?

—¡Te oigo perfectamente! —dijo Dussander, y leyó la nota mecanografiada que había sido incluida en el boletín de notas.

Queridos señores Bowden:

Estas líneas son para sugerirles la conveniencia de reunirnos para hablar de las notas del segundo y tercer trimestre de Todd. En vista de la excelente labor previa de Todd, sus notas actuales parecen indicar que algún problema concreto esté influyendo negativamente en su rendimiento escolar. A menudo un problema así puede resolverse mediante su análisis franco y sincero.

Debo señalar que, aunque Todd haya aprobado el semestre, podría suspender a fin de curso algunas asignaturas, a menos que mejore radicalmente en su último trimestre. Los suspensos podrían significar escuela de verano para evitar repetir curso y problemas aún mayores después.

He de señalar también que Todd está en la sección universitaria y que su labor este curso hasta la fecha es muy inferior a los niveles de admisión. Y también es inferior al nivel de aptitud escolar establecido en las pruebas oficiales.

Quedo a su disposición para fijar la fecha de nuestra entrevista. Recuerden, por favor, que, en casos como éste, cuanto antes mejor.

Sinceramente suyo,

EDWARD FRENCH

—¿Quién es este Edward French? —preguntó Dussander, volviendo a colocar la nota en el boletín (maravillado aún, en parte, por el amor de los norteamericanos por la jerigonza; ¡semejante misiva para comunicar a los padres que su hijo iba mal en los estudios!), y luego volvió a cruzar las manos. Su presentimiento de desastre inminente era más intenso que nunca, pero se negó a ceder al mismo. Un año atrás, lo habría hecho; un año atrás estaba preparado para el desastre. Ahora no lo estaba, aunque parecía que el maldito chico se lo traería de todas formas—. ¿Es el director del colegio?

—¿Ed? No, por Dios. Él es el asesor escolar.

—¿Asesor escolar? ¿Qué es eso?

—Puede deducirlo —dijo Todd. Estaba casi histérico—. Ha leído la maldita nota, ¿verdad? —Paseó de prisa por la habitación, lanzando miradas ofuscadas y rápidas a Dussander—. Pero no permitiré que nada de eso suceda. No voy a ir a ninguna maldita escuela de verano. De eso, nada. Mi papi y mi mami van a ir a Hawai en el verano y yo iré con ellos. —Señaló el boletín que estaba en la mesa—. ¿Sabe qué hará mi padre si ve esto?

Dussander negó con la cabeza.

—Me lo sacará todo. Todo. Sabrá que es culpa suya. No podría ser ninguna otra cosa, porque es el único cambio. Insistirá e insistirá hasta que consiga sacármelo todo. Y entonces… entonces… ya puedo prepararme.

Miró a Dussander con resentimiento.

—Me vigilarán. Diablos, hasta puede que me lleven a que me vea un médico, no sé. ¿Cómo puedo saberlo? Pero de eso, nada; no pienso ir a ninguna maldita escuela de verano.

—O al reformatorio —dijo Dussander. Lo dijo con absoluta calma.

Todd dejó de dar vueltas por la habitación. Se quedó completamente quieto. Sus mejillas y su frente, pálidas ya, palidecieron aún más. Miró fijamente a Dussander y lo intentó dos veces, antes de conseguir hablar.

¿Qué? ¿Qué es lo que acaba de decir?

—Querido chico —dijo Dussander, adoptando un aire de paciencia infinita—. Llevo los últimos cinco minutos oyéndote lloriquear y gimotear, y todos tus gimoteos y lamentaciones llevan a la conclusión de que tienes problemas. Pueden descubrirte. Puedes verte en una situación realmente difícil. —Viendo que al fin el chico estaba pendiente de sus palabras, tomó pensativamente un sorbo de bourbon—. Querido mío —prosiguió—, es muy peligroso que adoptes esa actitud. El daño potencial es mucho mayor para mí. Te preocupa tu boletín de notas. ¡Puaf! ¡Mira lo que hago con tu boletín de notas!

Lo empujó con un dedo amarillento y lo tiró de la mesa al suelo.

—Yo me preocupo por mi vida.

Todd no contestó; seguía mirando a Dussander con aquella expresión vacía, levemente enajenada.

—Los israelíes no se amilanarán por el hecho de que tengo ya setenta y seis años. Allá son aún muy partidarios de la pena de muerte, ya sabes en especial cuando el individuo que está en el banquillo es un criminal de guerra nazi relacionado con los campos…

—Pero usted es ciudadano norteamericano —dijo Todd—. Estados Unidos no les permitiría llevárselo. He leído sobre eso. Yo…

—Tú lees mucho pero no escuchas nada. ¡No soy ciudadano norteamericano! Mis papeles me los proporcionó la Cosa Nostra. Me deportarían; y los agentes israelíes estarían esperándome donde desembarcara.

—Supongo que le colgarían —susurró Todd, apretando los puños y bajando la vista hacia ellos—. Fui un loco por mezclarme con usted, en primer lugar.

—Sin duda —dijo Dussander, y sonrió; una sonrisa casi imperceptible—. Pero ya lo has hecho. Tenemos que vivir en el presente, chico, no en el pasado… Tienes que entender que ahora tu destino y el mío están inextricablemente entrelazados. Si tú me echas los perros, como reza el dicho, ¿crees que yo dudaré lo más mínimo en echártelos a ti? Setecientos mil murieron en Patin. Para el mundo en general yo soy un asesino, un monstruo, incluso el carnicero en que me convertirían las publicaciones sensacionalistas. Y tú no eres más que un accesorio de todo eso, querido chico. Tu delito consiste en conocer a un extranjero en la ilegalidad y no haberle denunciado. Pero, si me atrapan, contaré a todo el mundo sobre ti. Cuando los reporteros me pongan los micrófonos delante repetiré tu nombre hasta desgañitarme. «Todd Bowden, sí… ése es su nombre. ¿Desde cuándo? Hace casi un año. Quería saberlo todo… todos los detalles sustanciosos. Ésa fue su expresión, sí: “Todos los detalles sustanciosos”.»

Todd había dejado de respirar. Su piel parecía transparente. Dussander le contemplaba sonriendo. Tomó un sorbo de bourbon.

—Creo que te meterán en la cárcel. Pueden llamarle reformatorio, o correccional (suelen tener nombres extravagantes para eso, como este «Informe Trimestral de Aprovechamiento») —torció el labio—, pero, le llamen como le llamen, tendrá rejas en las ventanas.

Todd se humedeció los labios.

—Diré que miente. Les diré que acabo de enterarme. Y me creerán a mí, no a usted. Será mejor que lo recuerde.

Dussander seguía sonriendo levísimamente.

—Creía que me habías dicho que tu padre te lo sacaría absolutamente todo.

Todd habló despacio, tal como habla una persona cuando comprensión y verbalización se producen simultáneamente.

—Tal vez no. Tal vez no en este caso. No se trata ahora simplemente de haber roto un cristal de una pedrada.

Dussander se sobresaltó interiormente. Sospechaba que el razonamiento del chico era correcto… Habiendo todo lo que había en juego, podría ser capaz de convencer a su padre. Después de todo, enfrentado a una verdad tan desagradable, ¿qué padre no desearía dejarse convencer?

—Tal vez sí. Tal vez no. Pero ¿cómo les explicarías lo de todos esos libros que tenías que leerme porque el pobre señor Denker está casi ciego? Mi vista ya no es lo que era, claro, pero aún puedo leer perfectamente con gafas. Y puedo demostrarlo.

—¡Diría que me engañó!

—¿Sí? ¿Y qué razón alegarías para tal engaño?

—Pues… pues, amistad. Porque usted se encontraba muy solo.

Dussander reflexionó que esto estaba lo bastante cerca de la verdad para resultar creíble. Al principio, el chico habría podido hacerse creer; pero ahora el chico estaba destrozado, estaba realmente hecho trizas como una chaqueta que ha llegado realmente al límite de su utilidad. Si un niño disparara su pistola de juguete al otro lado de la calle, este chico daría un salto y gritaría como una muchachita.

—Tu boletín de notas respaldaría mi versión, además —dijo Dussander—, Robinson Crusoe no fue precisamente la causa de la caída en picado de tus notas, querido chico, ¿o sí?

—Cállese, ¿quiere? ¡Deje ya el tema de una vez!

—No —dijo Dussander—. No me callaré —encendió un cigarrillo raspando la cerilla de madera en la puerta del horno—. No hasta que consiga hacerte entender la simple verdad. Para bien o para mal, estamos juntos en esto. —Miraba a Todd a través del humo; ya no sonreía; su rostro viejo y arrugado parecía de reptil—. Te arrastraré conmigo, chico. Te lo prometo. Si sale algo a la luz, saldrá todo. De eso puedes estar seguro.

Todd le miró fijamente con expresión sombría y no contestó.

—Ahora —dijo Dussander animoso, con el aire del individuo que ha tenido que zanjar un asunto desagradable— la cuestión es qué hacer al respecto. ¿Se te ha ocurrido algo?

—Esto arreglará el boletín de notas —dijo Todd y sacó un frasco nuevo de líquido para borrar tinta del bolsillo de la chaqueta—. En cuanto a esa maldita nota para mis padres, no tengo ni idea.

Dussander contempló el frasquito con aprobación. También él había falsificado algunos informes en sus tiempos. Cuando las cifras habían sobrepasado los límites de la fantasía… y muchísimo, muchísimo más. Y… más parecido al problema que afrontaban ahora había sido el asunto de aquellas listas en que se enumeraban los botines de guerra. Todas las semanas tenía que registrar las cajas de objetos de valor para enviarlas a Berlín en furgones especiales que parecían inmensas cajas de seguridad sobre ruedas. Acompañaba a cada caja un sobre de papel manila y en su interior una lista revisada del contenido de la caja. Muchos anillos, collares, colgantes, muchos gramos de oro. No obstante, Dussander tenía su propia caja de objetos valiosos, objetos valiosos no demasiado valiosos, pero tampoco despreciables. Jades. Turmalinas. Ópalos. Algunas perlas defectuosas. Diamantes industriales. Y cuando algún artículo de los registrados para enviar a Berlín llamaba su atención o le parecía una buena inversión, lo cambiaba por uno de su propia caja y utilizaba líquido para borrar tinta y cambiaba en la lista el uno por el otro. Se había convertido en un experto… falsificador, habilidad que le había resultado útil más de una vez después de la guerra.

—Bueno —le dijo a Todd—. En cuanto a este otro asunto…

Dussander empezó de nuevo a mecerse, sorbiendo bourbon. Todd acercó una silla a la mesa y empezó a trabajar en el boletín de notas que había recogido del suelo sin decir palabra. La serenidad externa de Dussander había producido su efecto en el chico; trabajaba en silencio, la cabeza inclinada sobre el boletín, concentrado en su tarea, como cualquier chico americano dispuesto a hacer su trabajo lo mejor posible, ya se trate de sembrar maíz, ganar las Series Mundiales de Juveniles de Béisbol o falsificar las notas del colegio.

Dussander contempló el cogote del chico, ligeramente bronceado y al descubierto entre el cabello y el cuello de la camisa. Su vista vagó de allí al cajón del armario en que guardaba los cuchillos de cocina. Una estocada rápida (sabía exactamente dónde colocarla), y la médula espinal del chico quedaría cortada. Y sus labios quedarían sellados para siempre. Dussander sonrió con tristeza. Si el chico desaparecía, empezarían a hacer preguntas. Demasiadas preguntas. Y algunas se las harían a él. Aun en el caso de que no existiera la carta que guardaba el amigo, no podría soportar una inspección minuciosa. Demasiado desagradable.

—Ese tal French —dijo, dando golpecitos en la nota del asesor escolar—. ¿Conoce a tus padres en la vida social?

—¿Él? —preguntó Todd en un tono claramente despectivo—. Creo que a él ni siquiera le dejarían entrar en los sitios a los que van mis papás.

—¿Ha tenido que verles alguna vez por cuestiones profesionales? ¿Ha tenido que hablar personalmente con ellos anteriormente?

—No. Porque siempre he estado entre los primeros de mi curso. Hasta ahora.

—Entonces, ¿qué sabe de ellos? —dijo Dussander mirando vagamente el interior de su vaso casi vacío—. Bueno, ya sé que sabe cosas de ti. Seguro que tiene todos los informes tuyos que pueda necesitar. Hasta sobre las peleas que tuviste en la guardería. Pero ¿qué es lo que sabe de ellos?

Todd retiró la pluma y el frasquito de borrador.

—Bueno, sabe sus nombres. Claro. Y la edad que tienen. Sabe que somos metodistas. No es obligatorio rellenar ese apartado, pero mis viejos lo hacen siempre. No vamos mucho, pero sabe que somos metodistas. Tiene que saber también cómo se gana mi padre la vida. Eso también figura en los formularios. Y toda esa mierda que tienen que cumplimentar todos los años. Y prácticamente creo que eso es todo.

—Si tus padres tuvieran problemas en casa, ¿se enteraría él?

—¿Qué diablos quiere decir?

Dussander se tomó de un trago el bourbon que quedaba en el vaso.

—Riñas. Discusiones. Tu padre durmiendo en el sofá. Tu madre bebiendo demasiado. La tramitación del divorcio. —Sus ojos resplandecían.

—En mi casa no pasa absolutamente nada de eso —dijo Todd indignado.

—Yo no he dicho que pase. Haz el favor de pensar, chico. Supongamos que en tu casa las cosas estuvieran «yéndose al infierno en tranvía», como suele decirse.

Todd se limitaba a mirarle con el ceño fruncido.

—Tú estarías preocupado —prosiguió Dussander—. Muy preocupado. Perderías el apetito. No podrías dormir bien. Y lo más lamentable de todo, tu trabajo escolar se resentiría, ¿no es cierto? Los niños lo pasan muy mal cuando las cosas no marchan en el hogar. —Todd comprendió por dónde iba Dussander. Asomó a sus ojos algo parecido a la gratitud. Dussander estaba satisfecho—. Sí, es una desdichada situación, cuando la familia se tambalea al borde de la destrucción —dijo con solemnidad, sirviéndose más bourbon. Estaba ya bastante borracho—. Los dramas televisivos lo plantean todos los días con absoluta claridad. Hay amargura. Calumnias y mentiras. Y lo peor de todo es el dolor. Dolor, querido chico. No tienes ni la menor idea del infierno por el que están pasando tus padres. Están tan enfrascados en sus propios problemas que casi no les queda tiempo para los problemas de su propio hijo. Los problemas del chico parecen insignificantes comparados con los de ellos, hein? Algún día, cuando las heridas hayan cicatrizado, sin duda volverán a interesarse más por él. Pero, ahora, la única concesión que pueden permitirse es enviar al bondadoso abuelo del chico a hablar con el señor French.

El brillo de los ojos de Todd había ido aumentando gradualmente hasta ser un resplandor casi fervoroso.

—Puede resultar —murmuraba—. Seguro, claro, puede resultar, puede… —Se detuvo de repente. Su mirada se tornó sombría otra vez—. ¡No! ¡No servirá! Usted no se parece a mí lo más mínimo. ¡Ed French no se lo tragaría!

Himmel! Gott im Himmel! —gritó Dussander; se levantó, cruzó la cocina (tambaleándose un poco), abrió la puerta del sótano y sacó otra botella de bourbon. Le quitó el tapón y se sirvió generosamente—. Para ser un chico listo, eres bastante dummkopf. ¿Cuándo has visto tú que los abuelos se parezcan a sus nietos? ¿Eh? Yo tengo el pelo blanco. ¿Tienes tú el pelo blanco?

Acercándose de nuevo a la mesa, estiró la mano con rapidez sorprendente, agarró un abundante puñado del cabello rubio de Todd y tiró de él con viveza.

—¡Estése quieto! —gritó irritado Todd, aunque sonreía un poco.

—Además —dijo Dussander, volviendo a sentarse en la mecedora—, tú tienes el pelo rubio y los ojos azules. Yo tengo los ojos azules, y antes de que se me pusiera blanco, mi pelo era rubio también. Puedes contarme la historia de toda tu familia. Hablarme de tus tías y de tus tíos. De la gente con la que trabaja tu padre. Las aficiones de tu madre. Lo recordaré. Estudiaré y aprenderé. A los dos días ya lo habré olvidado (estos días mi memoria parece un saquito lleno de agua), pero lo recordaré el tiempo suficiente —sonrió lúgubremente—. En mis tiempos estaba encargado de Wiesenthal y engañaba al mismísimo Himmler. Si no puedo engañar a un profesor americano de una escuela pública, me envolveré en mi sudario y me meteré en la tumba.

—Tal vez —dijo Todd despacio, y Dussander se dio cuenta de que ya lo había aceptado. El alivio iluminó sus ojos.

—Tal vez, ¡no! Seguro —gritó Dussander.

Empezó a soltar una risilla cloqueante; la mecedora chirriaba al balancearse. Todd le miró confuso y un poco asustado, pero al poco empezó a reír también. No paraban de reírse, allí en la cocina de Dussander; éste meciéndose junto a la ventana abierta por la que penetraba la cálida brisa californiana, y Todd echado hacia atrás, la silla inclinada sobre las dos patas traseras, apoyado en la puerta del horno, cuyo esmalte blanco estaba lleno de rayas y de marcas oscuras que no se debían al uso, sino a que Dussander encendía en su superficie las cerillas de madera.

Ed Chanclos French (cuyo apodo, según Todd le había explicado a Dussander, aludía a los chanclos de goma que llevaba sobre su calzado de lona cuando llovía) era un hombre delgado que se empeñaba en llevar siempre calzado deportivo al colegio. Era un toque de informalidad que él creía le congraciaría con los ciento seis niños de doce a catorce años que constituían su carga de asesoramiento. Tenía cinco pares de zapatos de este tipo de forma y colorido variables, e ignoraba por completo que se le conocía no sólo por Ed Chanclos, sino también por Pete Wamba y el Hombre Ked. En la universidad su apodo había sido Arruga y le hubiera resultado muy humillante saber que incluso tan vergonzoso hecho se había descubierto de algún modo.

Rara vez usaba corbata, prefiriendo los jerséis de cuello subido. Los utilizaba desde mediados de los sesenta, en que los popularizó David McCallum en la serie televisiva El hombre de Cipol. Se sabe que, en la universidad, sus compañeros le observaban cruzar el patio y comentaban: «Aquí viene Arruga con su suéter Cipol». Se especializó en psicología educativa, y él particularmente se consideraba el único buen asesor que había conocido. Existía una afinidad real entre él y sus chicos; él podía ponerse exactamente a su nivel; podía charlar con ellos y comprenderles en silencio si armaban jaleo y se desmandaban. Podía conectar con ellos, captar sus problemas, porque sabía lo desagradable que era tener trece años y que alguien tratara de darte lecciones todo el tiempo y tú no pudieras aclararte.

La verdad era que él lo pasaba bastante mal recordando sus trece años. Suponía que era el precio que había que pagar por haber crecido en los años cincuenta. Eso y haberse movido en el nuevo mundo de los sesenta con el apodo de Arruga.

Así pues, cuando el abuelo de Todd Bowden entró en su despacho, cerrando con firmeza tras de sí la puerta de cristal granulado, Ed se levantó respetuosamente, pero tuvo muy en cuenta que no debía rodear la mesa y acercarse a recibir al anciano. Era consciente de su calzado deportivo. Algunos ancianos no comprendían que se trataba de un instrumento psicológico con chicos que tenían dificultades con los profesores… Sabía que algunos de los viejos no respaldarían a su asesor con zapatillas Ked.

Un individuo de aspecto agradable, pensó Ed. Llevaba el pelo blanco cuidadosamente peinado hacia atrás. Vestía un impecable traje tres piezas. El nudo de la corbata gris paloma era perfecto. Llevaba en la mano izquierda un paraguas negro plegado (había estado cayendo una persistente llovizna desde el fin de semana) con un aire casi militar. Hacía años que Ed y su esposa habían cedido a una especie de fiebre de Dorothy Sayers[4], leyendo todo aquello de tan apreciable dama que cayó en sus manos. Y ahora se le ocurrió que aquel individuo era una encarnación de su personaje, lord Peter Wimsey. Era Wimsey a los sesenta y cinco años, después de que Bunter y Harriet Vane hubieran pasado a mejor vida. Lo apuntó mentalmente para contárselo a Sondra cuando llegara a casa.

—Señor Bowden —dijo respetuosamente, ofreciéndole la mano.

—Encantado —dijo Bowden, y la estrechó.

Ed procuró no aplicar la misma presión firme e inflexible que solía aplicar a las manos de los padres de sus muchachos; era evidente, por la forma cautelosa con que el anciano le había ofrecido la mano, que tenía artritis.

—Encantado, señor French —repitió, y tomó asiento, subiéndose con cuidado las perneras de los pantalones.

Colocó el paraguas entre ambos pies y se apoyó en él, adoptando la pose de un viejo buitre sumamente educado que había entrado a posarse en el despacho de Ed French. Tenía un levísimo acento, pensó, aunque no era la entonación apocopada de la clase alta británica, como habría sido la de Wimsey. Era más abierto, más europeo. De cualquier forma, el parecido con Todd era impresionante. Especialmente la nariz y los ojos.

—Me complace que haya podido venir —le dijo Ed French, sentándose también—, aunque, en estos casos, normalmente es la madre o el padre del chico…

Ésta era la maniobra inicial, por supuesto. Casi diez años de experiencia profesional le habían demostrado que el que acudiera a una entrevista una tía o un tío, o un abuelo, significaba casi indefectiblemente problemas familiares: el tipo de problemas que resultaban ser, invariablemente, la raíz del problema. En el caso concreto que le ocupaba, esto tranquilizó a Ed French. Los problemas domésticos eran malos, claro, pero para un muchacho de la inteligencia de Todd, un viaje de droga dura habría sido mucho, muchísimo peor.

—Sí, claro —dijo Bowden, consiguiendo mostrarse pesaroso e irritado al mismo tiempo—. Mi hijo y su esposa me pidieron que viniera y tratara este lamentable asunto con usted, señor French. Todd es un buen muchacho, créame. Este problema con sus estudios sólo es temporal, se lo aseguro.

—Bueno, eso es lo que todos esperamos, ¿no es cierto, señor Bowden? Fume si le apetece. No está permitido dentro del recinto escolar, pero da igual.

—Gracias.

El señor Bowden sacó un arrugado paquete de Camel de su bolsillo interior, se colocó uno de los retorcidos cigarrillos en la boca, sacó una cerilla y la encendió en el tacón de uno de sus zapatos negros. Tras la primera calada soltó una tos gangosa de viejo, apagó la cerilla y depositó sus restos ennegrecidos en el cenicero que Ed French había colocado en la mesa. Ed observó todo este ritual, que resultaba casi tan formal como el calzado negro del anciano, con sincera fascinación.

—¿Por dónde empezar…? —dijo Bowden, contemplando con aflicción a Ed a través de la remolineante nube de humo.

—Bueno —dijo Ed cordialmente—, precisamente el hecho de que esté usted aquí en lugar de los padres de Todd es ya bastante significativo.

—Claro, supongo que sí. Bien… —Cruzó las manos.

El Camel sobresalía entre el índice y el corazón de su mano derecha. Enderezó la espalda y alzó la barbilla. Había algo casi prusiano en su porte, pensó Ed, algo que le hizo recordar las películas de guerra que había visto de niño.

—Mi hijo y mi nuera están atravesando un mal momento —dijo Bowden, pronunciando cada una de las palabras con precisión—. Me temo que es un momento delicado en grado sumo.

Sus ojos, viejos pero sorprendentemente brillantes, observaban al asesor mientras éste abría la carpeta situada en el centro de la mesa frente a él. En su interior había algunas hojas de papel, no muchas.

—¿Y usted cree que esta situación está afectando a los estudios de Todd?

Bowden se inclinó hacia delante, quizás unos quince centímetros, sus ojos azules clavados en los ojos pardos de Ed. Hubo una pausa muy tensa; luego, Bowden dijo:

—¿Sabe? Mi nuera bebe.

Volvió a su postura erguida y rígida.

—¡Oh! —exclamó Ed.

—Sí —replicó Bowden, asintiendo tétricamente—. El chico me contó que en dos ocasiones se la encontró dormida en la mesa de la cocina al llegar a casa. Sabe cuánto le disgusta a mi hijo este problema de la madre, así que en tales ocasiones el chico mete la cena en el horno y procura hacerle tomar café suficiente para que al menos esté despierta cuando Richard llega a casa.

—Es horrible —dijo Ed, aunque había oído historias peores: madres heroinómanas, padres a los que de repente se les había metido en la cabeza violar a sus hijas… o a sus hijos—. ¿Ha pensado la señora Bowden en ponerse en manos de un profesional para solucionar el problema?

—El chico ha intentado convencerla de que sería lo mejor. Creo que ella se siente muy avergonzada. Si se le concediera un poco de tiempo… —Hizo un ademán con el cigarrillo y dejó disolviéndose en el aire un aro de humo—. ¿Comprende?

—Sí, claro. —Ed asintió, absolutamente admirado del aro de humo que el anciano había formado en el aire—. Su hijo… el padre de Todd…

—Él no está libre de culpa —dijo con severidad Bowden—. Las horas que trabaja, las veces que no va a casa a comer, las noches en las que ha de salir de improviso… Le diré, señor French: está más casado con su trabajo que con Monica. Yo crecí en la creencia de que lo primero para un hombre es su familia. ¿No le educaron a usted en la misma creencia?

—Oh, desde luego —contestó Ed French sinceramente. Su padre había sido vigilante nocturno en unos grandes almacenes de Los Ángeles, y en realidad él sólo le veía los fines de semana y en las vacaciones.

—Ése es otro aspecto del problema —dijo Bowden.

Ed French asintió y se quedó un momento pensativo.

—¿Y qué me dice de su otro hijo, señor Bowden? Bueno… —Bajó la vista hacia la carpeta abierta sobre la mesa—. Harold. El tío de Todd.

—Harry y Deborah viven ahora en Minnesota —dijo Bowden, ajustándose a la verdad—. Él tiene un puesto en la Facultad de Medicina allí. Le resultaría bastante difícil venir, y sería injusto pedírselo —adoptó un aire virtuoso—. Harry y su esposa son un matrimonio muy feliz.

—Entiendo. —Ed French volvió a mirar de nuevo la carpeta un momento y luego la cerró—. Señor Bowden, le agradezco su franqueza. Le hablaré con idéntica sinceridad.

—Gracias —dijo Bowden, muy tieso.

—No podemos hacer todo lo que quisiéramos por nuestros estudiantes en el terreno del asesoramiento. En este centro trabajamos seis asesores, y cada uno ha de ocuparse de unos cien estudiantes… Uno de mis colegas, Hepburn, que hace poco que trabaja con nosotros, tiene a su cargo a ciento quince estudiantes. A esta edad, en nuestra sociedad, todos los niños necesitan ayuda.

—Claro. —Bowden aplastó con brutalidad el cigarrillo en el cenicero y una vez más cruzó las manos.

—A veces nos encontramos con problemas gravísimos. El medio familiar y las drogas son los más corrientes. Al menos, a Todd no le ha dado por la mescalina o las anfetaminas o algo peor.

—No lo quiera Dios.

—A veces —prosiguió Ed French—, sencillamente no podemos hacer absolutamente nada. Es deprimente pero es así. Normalmente, los que son expulsados de la máquina que nosotros hacemos funcionar aquí son los alborotadores, los chicos huraños e insociables que se niegan incluso a participar, a colaborar. No son más que una especie de zombies que esperan que el sistema les vaya arrastrando curso tras curso, o a ser lo bastante mayores para poder dejar los estudios sin permiso de sus padres e ingresar en el Ejército o coger un trabajo como limpiacoches, o casarse con sus novias. ¿Entiende? Ésta es la cruda realidad. Nuestro sistema no es tan bueno como lo pintan.

—Agradezco su sinceridad.

—Pero duele ver que la máquina empieza a destrozar a un muchacho como Todd. En el último curso sacó un promedio de noventa y dos, lo que le sitúa en primera fila. En lengua tiene notas excelentes. Parece tener una especial disposición para la escritura, y eso es algo especialísimo en una generación que considera que la cultura empieza frente al televisor y termina en el cine del barrio. Estuve hablando con su profesora de lengua del curso pasado y me dijo que Todd había hecho el mejor trabajo que había visto en veinte años de enseñanza. Era un trabajo sobre los campos nazis de exterminio durante la segunda guerra mundial. Le puso la calificación más alta que ha puesto a un estudiante por una composición.

—Leí ese trabajo —dijo Bowden—. Es muy bueno.

—Y ha demostrado también una habilidad fuera de lo común en ciencias naturales y en ciencias sociales y, aunque seguramente no será uno de los grandes genios matemáticos del siglo, todas las notas de que dispongo indican que ha hecho en matemáticas el esfuerzo necesario… hasta este curso. Hasta este curso. Y ésa es toda la historia, en pocas palabras.

—Sí.

—No me gusta ver que Todd se echa a perder de ese modo, señor Bowden. Y la escuela de verano… bueno, le dije que sería franco. La escuela de verano suele hacer más mal que bien a un chico como Todd. Esos cursos de recuperación de segunda etapa de primaria suelen ser un zoo. Allí están todos los monos y todas las hienas, más el muestrario completo de abubillas. Mala compañía para un muchacho como Todd.

—Ciertamente.

—Así que vayamos al fondo, ¿no le parece? Yo sugeriría una serie de reuniones para el señor y la señora Bowden en el centro de asesoramiento. Todo confidencialmente, por supuesto. El asesor del centro, Harry Ackerman, es buen amigo mío. Y pienso que quizá no debiera ser Todd quien les expusiera la idea; creo que debiera hacerlo usted. —Ed esbozó una amplia sonrisa—. Tal vez consigamos que en junio todos estén de nuevo encarrilados. No es imposible.

Pero Bowden parecía claramente alarmado.

—Creo que si ahora les voy con esta papeleta, se disgustarán con el chico —dijo—. Bueno, la situación es extraordinariamente delicada, tal vez se arregle o tal vez no. El chico me ha prometido que se esforzará al máximo en los estudios. Está muy preocupado por el bajón de sus notas —sonrió levemente, una sonrisa que Ed French no pudo interpretar en absoluto—. Muchísimo más preocupado de lo que usted cree.

—Sí, pero…

—Y, además, se ofenderían conmigo —se apresuró a decir Bowden—. Bien sabe Dios que lo harían. Monica me considera ya un entrometido. Procuro no serlo, pero ya ve usted cuál es la situación. A mí me parece que lo mejor sería dejar las cosas como están… de momento.

—Yo tengo una larga experiencia en estos asuntos —dijo el asesor; cruzó las manos sobre la carpeta de Todd y miró al anciano con gran seriedad—. Creo que en este caso es absolutamente necesario el asesoramiento. Comprenderá que mi interés en los problemas conyugales de su hijo y su nuera empieza y termina en el efecto que tales problemas produzcan en Todd. Y por lo que parece le están afectando bastante.

—Permítame hacerle una contrapropuesta —dijo Bowden—. Creo que tienen ustedes un sistema para avisar a los padres cuando sus hijos van mal en los estudios, ¿no?

—¡Oh, sí! —dijo Ed French con cautela—. Tarjetas de control. Claro que los chicos las llaman tarjetas de suspenso. Se les dan cuando su nota en una asignatura concreta es inferior a setenta y ocho. En otras palabras, damos tarjetas IDA a los chicos que van a suspender una asignatura concreta.

—Muy bien —dijo Bowden—. Pues lo que yo propongo es esto: si el chico recibe una de esas tarjetas… sólo una —alzó un dedo deforme—, plantearé a mi hijo y a mi nuera su plan de asesoramiento. E iré aún más lejos: si el chico recibe una sola de esas tarjetas en abril…

—Bueno, en realidad, las entregamos en mayo.

—¿Sí? Bueno, pues si recibe una sola de esas tarjetas en mayo, le garantizo que sus padres aceptarán la propuesta de asesoramiento. Ellos se preocupan por su hijo, señor French; pero ahora están tan ensimismados en sus propios problemas que… —Se encogió de hombros.

—Entiendo.

—Así que concedámosles este plazo para ver si solucionan sus propios problemas, si consiguen salir a flote por sus propios medios… al estilo americano, ¿qué le parece?

—Bueno, no sé —repuso Ed French, tras considerarlo un momento… y tras echar una rápida ojeada al reloj, que le indicó que tenía otra visita dentro de cinco minutos—. De acuerdo, aceptaré su propuesta.

Se levantó. También lo hizo Bowden. Volvieron a estrecharse las manos, Ed French sin olvidar la artritis del anciano.

—Pero he de advertirle, en justicia, que poquísimos estudiantes pueden recuperar en sólo cuatro semanas el trabajo de dieciocho. Significa un gran esfuerzo. Un esfuerzo grandioso. Supongo que conseguirá usted que se cumpla lo que acaba de garantizarme, señor Bowden.

Bowden volvió a esbozar aquella leve y desconcertante sonrisa suya.

—¿De veras? —fue todo lo que dijo.

Algo había inquietado a Ed French durante toda la entrevista, y cayó en la cuenta de qué era mientras almorzaba en la cafetería hora y pico después de que «lord Peter» se fuera, con el paraguas de nuevo elegantemente metido bajo el brazo.

Había hablado al menos durante unos quince minutos, probablemente durante casi veinte minutos, con el abuelo de Todd, y creía que el viejo no había aludido ni una sola vez a su nieto por su nombre.

Todd pedaleaba jadeante por el camino que conducía a casa de Dussander; puso el seguro a la bici. Hacía sólo cinco minutos que habían terminado las clases. Subió las escaleras de un salto, usó su propia llave para abrir la puerta y corrió hacia la cocina iluminada. Su rostro era un mezcla de cálida esperanza y lúgubres presagios. Se detuvo un instante en la puerta de la cocina, con un nudo en la garganta, contemplando a Dussander que se mecía con la copa de bourbon en el regazo. Llevaba puestas aún sus mejores galas, aunque se había aflojado la corbata y se había soltado el primer botón de la camisa. Miró impávido a Todd, con sus ojos lagartijescos entornados.

—¿Y bien? —consiguió preguntar al fin Todd.

Dussander le dejó un poco más en suspenso, instantes que a Todd le parecieron como mínimo diez años. Luego, pausadamente, Dussander posó la copa en la mesa junto a la botella de bourbon y dijo:

—El muy imbécil se lo tragó todo.

Todd respiró, al fin, una convulsa bocanada de alivio.

Y, sin darle tiempo a inspirar, Dussander prosiguió:

—Quería que tus pobres y preocupados padres asistieran a unas sesiones de asesoramiento que dirige un amigo suyo. Realmente insistió muchísimo.

—¡Jesús! ¿Y usted… qué fue lo que… cómo consiguió arreglarlo?

—Pensé de prisa… —repuso Dussander—. Improvisar es uno de mis puntos fuertes. Le prometí que tus padres irían a esas sesiones de asesoramiento si recibías una sola tarjeta de suspenso en mayo.

Todd palideció; parecía a punto de desmayarse.

—¿Que prometió qué? —dijo, casi gritando—. Ya me han suspendido en dos evaluaciones de álgebra y en un examen de historia en lo que va de trimestre, y esas notas cuentan. —Entró en la cocina, la cara, palidísima, le brillaba ahora con abundante sudor—. Y esta tarde nos hicieron un control de francés y creo que también lo he suspendido… sé que me suspenderán. No podía pensar en otra cosa que no fuera ese maldito Ed, y en si se ocuparía usted o no de él… oh sí, se ha ocupado usted de él, ¡lo ha hecho de maravilla! —concluyó con amargura—. ¿No recibir ni una sola tarjeta de suspenso? Seguramente me darán cinco o seis.

—Era lo más que podía hacer sin despertar sospechas —dijo Dussander—. Ese French, por muy tonto que sea, se limita a hacer su trabajo. Ahora te toca a ti hacer el tuyo.

—¿Qué quiere decir ahora? —El gesto de Todd era amenazador y terrible; su voz, agresiva.

—Que trabajarás. En las próximas cuatro semanas tendrás que trabajar más de lo que has trabajado en toda tu vida. Y, además, el lunes hablarás con todos tus profesores y les pedirás disculpas por tu pésimo rendimiento hasta el momento. Les…

—Es imposible —dijo Todd—. Usted no tiene ni idea, oiga. Es imposible. Por lo menos llevo cinco semanas de retraso en ciencias y en historia. Y en álgebra… en álgebra más de diez.

—Es igual —dijo Dussander. Se sirvió más bourbon.

—Se cree muy listo, ¿eh? —le gritó Todd—. Muy bien, pues escuche: a mí no me da usted órdenes. Los tiempos en los que daba usted órdenes ya pasaron, ¿se entera? —Bajó bruscamente la voz—. Lo más mortífero que tiene por la casa en estos días es ese horrible ambientador para eliminar malos olores. No es más que un viejo decrépito cuyos pedos huelen a huevos podridos si come un taco. Apuesto a que hasta se mea en la cama.

—Escúchame, mocoso —dijo Dussander con calma.

Todd volvió bruscamente la cabeza ante estas palabras.

—Hasta hoy —dijo cautamente Dussander— existía la posibilidad, sólo una mínima posibilidad, de que me denunciaras y quedaras al margen de todo el embrollo. No creo que lo hubieras conseguido en tu actual estado de nervios, pero eso no tiene ya importancia. Digamos que era técnicamente posible. Pero ahora las cosas han cambiado. Hoy me he hecho pasar por tu abuelo, un tal Victor Bowden. Y a nadie puede caberle la más mínima duda de que lo hice con… ¿cómo se dice? Con… con tu connivencia. Si se descubre ahora, chico, lo tendrás peor que nunca. No tienes salida, de eso ya me ocupé yo hoy.

¡Ojalá…!

¡Ojalá! ¡Ojalá! —gruñó Dussander—. Poco importa ya lo que tú quieras. Me pones enfermo con tus ojalá. Sólo son montoncitos de mierda de perro en la cuneta. Lo único que quiero saber es si comprendes cuál es nuestra situación.

—Sí, lo comprendo —murmuró Todd.

Había apretado los puños mientras Dussander le gritaba… no estaba acostumbrado a que le gritaran. Abrió las manos y observó vagamente que se había clavado las uñas en las palmas. Pensó que los cortes podrían haber sido peores si no llevara las uñas mordidas, costumbre que había adquirido en los últimos meses.

—Bien, así que quedamos en que te disculparás como un buen chico y te dedicarás a estudiar. Estudiarás en tu tiempo libre en el colegio. Y a las horas libres del mediodía, estudiarás. Y después de clase, vendrás aquí y estudiarás; y los fines de semana vendrás aquí, y estudiarás.

—Aquí no —se apresuró a decir Todd—. En casa.

—No. En casa te dedicarías a fantasear y a perder el tiempo como has hecho hasta ahora. Si vienes aquí, yo estaré encima y te vigilaré. He de proteger mis propios intereses en este asunto. Puedo hacerte preguntas. Puedes darme lecciones una vez aprendidas.

—Si no quiero venir, no podrá obligarme.

Dussander tomó un sorbo de bourbon.

—Es muy cierto —dijo—. En cuyo caso, las cosas seguirán como hasta ahora. Suspenderás. El asesor ese, French, esperará que yo cumpla mi promesa. Al ver que no es así, llamará a tus padres. Y descubrirán que el bondadoso señor Denker se hizo pasar por tu abuelo a petición tuya. Descubrirán lo de la falsificación de las notas. Descubrirán…

—Vamos, cállese ya. Vendré.

—Ya estás aquí. Empecemos con el álgebra.

—De eso nada. ¡Hoy es viernes por la tarde!

—¡A partir de este momento, estudiarás todas las tardes! —dijo Dussander con dulzura—. Empieza con el álgebra.

Cuando Todd le miró (sólo un instante antes de bajar la vista y sacar el texto de álgebra de la cartera) Dussander vio el asesinato pintado en los ojos del chico. No asesinato imaginario; asesinato literal. Hacía muchos años que no veía aquella mirada turbia y ardiente, pero era algo que no se olvida nunca. Supuso que la habría visto en sus propios ojos si hubiera habido cerca un espejo el día que miró el cuello indefenso y desnudo del chico mientras éste falsificaba las notas inclinado sobre la mesa de la cocina.

Tengo que protegerme, pensó, un tanto desconcertado. Uno subestima el propio riesgo.

Bebía su bourbon y se balanceaba en la mecedora, y miraba al chico mientras éste estudiaba.

Eran casi las cinco cuando Todd volvió en bicicleta a casa. Se sentía frustrado, vacío, le ardían los ojos; sentía una furia impotente. Cada vez que apartaba los ojos de la página impresa (del demencial, incomprensible y absolutamente estúpido mundo de conjuntos, subconjuntos, pares ordenados y coordenadas cartesianas), la voz chillona del viejo se dejaba oír. De otra forma, habría permanecido en el más absoluto silencio, aparte del desquiciante golpeteo de sus zapatillas y el chirriar de la mecedora. Se quedaba allí sentado a su lado como un buitre que espera que su presa expire. ¿Por qué se habría metido en semejante lío? ¿Cómo había llegado a semejante situación? Aquello era un embrollo, un lío terrible. Había conseguido avanzar un poco aquella tarde (parte de la teoría de conjuntos que de tal modo le había desquiciado justo antes de las vacaciones de Navidad, parecía haber cobrado sentido con un clic casi audible), pero era imposible pensar que pudiera adelantar lo necesario para sacar aunque sólo fuera un aprobadillo ramplón en el examen de álgebra de la semana siguiente.

Faltaban cuatro semanas para el fin del mundo.

En la esquina, vio en la acera una urraca que abría y cerraba lentamente el pico. Estaba intentando en vano ponerse en pie y saltar. Tenía un ala aplastada, y Todd supuso que algún coche al pasar le había dado y le había lanzado a la acera. Uno de sus diminutos ojos perlados le miraba.

Todd se quedó un buen rato mirándola, asiendo levemente el manillar de la bici. El día había sido bastante cálido, pero había refrescado y ahora el aire era casi frío. Suponía que sus amigos habrían pasado la tarde haraganeando en el campo de la calle Walnut, tal vez hubieran jugado un partido con algún suplente, aunque lo más seguro es que hubieran estado lanzando y practicando. Era la época del año en que empezaban a prepararse para el béisbol. Se hablaba de formar su propio equipo de aficionados este año, para competir en la liga de la ciudad. Había bastantes padres dispuestos a organizarlo todo. Todd, por supuesto, sería el pitcher. Hasta el curso anterior había sido estrella de la liga infantil. Habría sido el pitcher.

¿Y qué? Que, sencillamente, tendría que decirles que no. Sencillamente, tendría que decirles: Chicos, me he comprometido con este criminal de guerra. Le tenía bien agarrado por las bolas y luego (ja, ja, esto os va a encantar, chicos), luego descubrí que él me tenía agarrado por las bolas tan fuerte como yo a él. Y empecé a tener sueños extraños y escalofríos. Y mis notas cayeron en picado y para que mis viejos no lo descubrieran las falsifiqué y ahora, por primera vez en mi vida, tengo que darle realmente fuerte a los libros. Pero no me asusta que me tumben en realidad; lo que de verdad me aterra es que me manden al reformatorio. Y por eso no puedo jugar ningún partido con vosotros este año. Ya veis lo que pasa, chicos.

Una levísima sonrisa, más parecida a la de Dussander que a su amplia y animosa sonrisa de antes, rozó sus labios. No era una sonrisa luminosa; era una sonrisa sombría. No era una sonrisa alegre, ni confiada. Era una sonrisa que decía sencillamente: Ya veis lo que pasa, chicos.

Guió la bici hacia el pájaro y pasó por encima de él con exquisita lentitud, escuchando el frágil chasqueo de sus plumas y el crujido de sus huesecillos al quebrarse. Dio marcha atrás volviendo a pasarle por encima. Aún se retorcía. Volvió hacia delante, pasándole de nuevo por encima, una sola pluma sanguinolenta pegada a la rueda delantera, girando arriba y abajo, arriba y abajo. El pájaro había dejado ya de moverse para entonces, había dado ya su última bocanada, había estirado la pata; el pájaro había marcado la salida; el pájaro se había ido ya al gran aviario celestial, pero Todd siguió pasando una y otra vez por encima, adelante, atrás, sobre su machacado cuerpecillo, como si nada. Lo siguió haciendo durante casi cinco minutos, y aquella levísima sonrisa no desapareció de su rostro en ningún momento. «Ya veis lo que pasa, chicos.»

10

Abril, 1975

El anciano estaba a medio camino de la nave del recinto y sonreía ampliamente, cuando Dave Klingerman salió a su encuentro. Los frenéticos ladridos que llenaban el recinto no parecían molestarle en absoluto, ni el olor a pelo y orines, ni los cientos de perros vagabundos que ladraban y aullaban en sus jaulas, saltando sin parar y lanzándose contra la tela metálica. Klingerman clasificó al anciano como amante de los perros nada más verle. Su sonrisa era dulce y agradable. Ofreció a Dave cautelosamente una mano deformada y abotargada por la artritis, y Klingerman se la estrechó con cuidado también.

—Muy buenas, caballero —dijo, hablando bastante alto—. Demasiado ruido, ¿no le parece?

—No me molesta —dijo el anciano—. En absoluto. Me llamo Arthur Denker.

—Klingerman. Dave Klingerman.

—Encantado de conocerle, caballero. Leí en el periódico… no podía creerlo… que aquí regalan perros. Tal vez no entendí bien. Bueno, creo que tiene que ser un error.

—No, no es un error; los regalamos realmente —dijo Dave—. Si no podemos regalarlos, hemos de matarlos. En sesenta días. Es todo lo que el Estado nos concede. Vergonzoso. Pasemos al despacho; por aquí. Más tranquilo. Y además huele mejor.

Ya en su despacho, Dave escuchó una historia conocida (aunque no por ello menos conmovedora): Arthur Denker tenía setenta y tantos. Se había ido a vivir a California cuando murió su esposa. No era rico, pero atendía lo que poseía con gran cuidado. Estaba solo. Su único amigo era un chico que iba a veces a su casa y le leía. En Alemania había tenido un hermoso San Bernardo. Ahora, en Santo Donato, tenía una casita con un patio trasero bastante amplio. El patio estaba cercado. Y había leído en el periódico que… ¿sería posible que pudiera él…?

—Bueno, no tenemos ningún San Bernardo —dijo Dave—. Como son tan buenos con los niños, nos los quitan de las manos…

—Oh, entiendo; yo no quería decir…

—… pero tenemos un cachorro de pastor crecido. ¿Qué le parecería?

Los ojos del señor Denker se animaron, como si estuviera a punto de echarse a llorar.

—Perfecto —dijo—. Sería perfecto.

—El perro propiamente dicho es gratis, pero hay algunos cargos aparte, las vacunas contra el moquillo y la rabia. La licencia municipal. En total sube unos veinticinco dólares para la mayoría de la gente, pero el Estado paga la mitad en caso de personas de más de sesenta y cinco años… forma parte del programa «Edad Dorada» de California.

—«Edad Dorada»… ¿es ésa mi edad? —dijo el señor Denker, y se echó a reír. Sólo por un instante (qué tontería), Dave sintió como un escalofrío.

—Oh, supongo que sí, señor.

—Es muy razonable.

—Sin duda. Eso es lo que creemos. El mismo perro le costaría ciento veinticinco dólares en una tienda de animalitos. Pero la gente prefiere ir a esos sitios en vez de venir aquí. Pagan por una serie de credenciales, por supuesto, pero no por el perro. —Dave movió la cabeza—. Si comprendieran al menos la cantidad de preciosos animales que son abandonados cada año…

—Y si no les encuentran ustedes un hogar adecuado en esos sesenta días, ¿los matan?

—Los ponemos a dormir, sí.

—Los ponen a… Perdone usted, mi inglés…

—Es una ordenanza municipal —dijo Dave—. No podemos dejar que haya jaurías de perros corriendo por las calles.

—Les pegan un tiro.

—No, les damos gas. Es muy humano. No sienten nada.

—Claro —dijo el señor Denker—. Estoy seguro de que no sienten nada.

En clase de álgebra, Todd se sentaba en la cuarta mesa de la segunda fila. Allí estaba, intentando adoptar una expresión de indiferencia, mientras el señor Storrman les devolvía los exámenes. Pero estaba clavándose otra vez las mordisqueadas e irregulares uñas en las palmas y todo su cuerpo parecía estar bañado de un sudor cáustico y lento.

No te permitas abrigar esperanzas. No seas imbécil. Es absolutamente imposible que hayas aprobado. «Sabes» que no has aprobado.

Pese a todo, no podía sepultar la estúpida esperanza. Había sido el primer examen de álgebra desde hacía semanas que no le había parecido griego. Estaba seguro de que en su nerviosismo (¿nerviosismo?, no, llámalo por su verdadero nombre: verdadero terror) no podía haberlo hecho bien, pero quizás… en fin, si no se tratara de Storrman, que tenía un candado por corazón…

¡BASTA YA!, se ordenó; y, por un instante, un paralizante y terrible instante, creyó haber pronunciado tales palabras en voz alta en clase. Has suspendido, de eso estás completamente seguro, y no hay nada en el mundo que pueda cambiarlo.

Storrman le entregó su examen con cara inexpresiva y siguió de largo. Todd bajó la vista hacia la mesa con sus iniciales marcadas. Pensó que ni siquiera tendría fuerza de voluntad suficiente para dar la vuelta a la hoja. Al final, la golpeó con tan convulsiva precipitación que la rompió. Apretaba la lengua contra el paladar mientras la miraba. Por un instante, creyó que se le había parado el corazón.

Arriba de todo había escrito un 83. Al final estaba la calificación: C-más. Y debajo de la letra de la calificación había una breve nota: ¡Has mejorado mucho! Creo que siento doble alivio del que debes sentir tú. Fíjate bien en las faltas. Por lo menos tres son errores más aritméticos que conceptuales.

Su corazón empezó de nuevo a latir, a compás ternario. Le embargó un gran alivio, pero no un alivio sereno; era ardiente, complejo y extraño. Cerró los ojos, no oía los susurros y comentarios de la clase sobre el examen ni la predecretada lucha por un punto más aquí o allá. Con los ojos cerrados, le parecía que el interior de sus párpados era rojo. Un rojo que palpitaba como sangre fluyendo al ritmo de su corazón. En aquel instante, odió a Dussander más que nunca. Apretó los puños con firmeza y lo único que deseaba, deseaba, deseaba, era que el huesudo cuello de pollo de Dussander hubiera estado entre sus manos.

Dick y Monica Bowden dormían en camas gemelas, separadas por una mesita de noche sobre la que había una bonita lámpara Tiffany de imitación. El dormitorio era de secoya auténtica y las paredes estaban acogedoramente cubiertas de libros. Frente a las camas, encajado entre dos sujetalibros de marfil (elefantes machos sobre sus patas traseras), había un televisor redondo Sony. Dick estaba viendo a Johnny Carson, con los auriculares puestos, y Monica leía el nuevo libro de Michael Crichton que había llegado aquel mismo día del club de libros.

—¿Dick? —Colocó una señal en el libro (en la que decía AQUÍ ME DORMÍ) y lo cerró.

En la televisión, Buddy Hackett había acabado en aquel momento con todos. Dick sonrió.

—¿Dick? —repitió Monica, más fuerte.

Dick se quitó los auriculares.

—¿Qué?

—¿No crees que a Todd le pasa algo?

La miró un instante con el ceño fruncido y luego movió levemente la cabeza.

Je ne comprends pas, chérie.

Su deficiente francés era siempre motivo de bromas entre ellos. Su padre le había tenido que mandar doscientos dólares extra para pagar un profesor particular cuando estaba a punto de suspender francés. Su profesora de francés había sido Monica Darrow, cuyo nombre eligió al azar de las tarjetas clavadas en el tablero de anuncios. Por las Navidades ella llevaba ya su alfiler… y él consiguió aprobado en francés.

—Es que… está adelgazando.

—Sí, desde luego, está bastante delgado —dijo Dick. Posó los auriculares de la tele en la cama—. Yo creo que es sólo que está creciendo, Monica.

—¿Tan pronto? —preguntó ella, preocupada.

Él se echó a reír.

—Tan pronto. Yo en la adolescencia di un estirón de dieciocho centímetros. A los doce años era un renacuajo de uno sesenta y ocho y luego me transformé en el bello ser musculoso de uno ochenta y seis que tienes ahora delante. Mi madre decía que a los catorce años se me podía oír crecer por las noches.

—Menos mal que no todas tus partes crecieron igual.

—Todo depende de cómo lo uses.

—¿Quieres usarlo esta noche?

—La mozuela se vuelve descarada —dijo Dick, y lanzó los auriculares a la otra punta del cuarto.

Más tarde, cuando ya se estaba quedando dormido:

—Dick, además, tiene pesadillas.

—¿Pesadillas? —murmuró él.

—Sí, le he oído gemir en sueños dos o tres veces cuando bajo al cuarto de baño por la noche. No quise despertarle. Es una tontería, pero mi abuela solía decir que si despiertas a una persona cuando tiene una pesadilla, puede volverse loca.

—Tu abuela la polaca, ¿no?

—Sí, la polaca, la polaca. ¡Vaya un modo de hablar!

—Sabes perfectamente lo que quiero decirte. ¿Por qué no usas el cuarto de baño de arriba? —Él mismo lo había instalado hacía dos años.

—Sabes perfectamente que el agua te despierta —contestó ella.

—Pues no la uses.

—Dick, eso no tiene gracia.

Él suspiró.

—A veces, entro en su cuarto y está bañado en sudor. Y las sábanas están empapadas.

Él rió en la oscuridad.

—Apuesto a que sí.

—¿Qué quieres decir…? ¡Oh! —Le dio una suave palmada—. Eso tampoco tiene gracia. Además, sólo tiene trece años.

—Hace catorce el mes que viene. No es demasiado pequeño. Tal vez, un poco precoz, pero no demasiado pequeño.

—¿Cuántos años tenías tú?

—Catorce o quince. No recuerdo exactamente. Pero sí recuerdo que me despertaba pensando que me había muerto y estaba en el cielo.

—Pero eras mayor que Todd ahora.

—Ahora todo eso pasa antes. Debe de ser la leche. O el flúor. ¿Sabes que en las escuelas que construimos el año pasado en Jackson Park en todos los aseos de las chicas había máquinas automáticas de compresas? Y date cuenta de que era una escuela elemental. La media de los alumnos de sexto curso es de once años. ¿A qué edad empezaste tú?

—No lo recuerdo —dijo ella—. Todo lo que sé es que los sueños de Todd no dan la impresión de… de que se hubiera muerto y estuviera en el cielo.

—¿Le has preguntado por los sueños?

—Una vez. Hace unas seis semanas. Tú te habías ido a jugar al golf con ese espantoso Ernie Jacobs.

—Ese espantoso Ernie Jacobs me hará su socio titular en 1977, si no acaba antes con él esa fogosa secretaria rubia que tiene. Además, siempre paga él las cuotas. ¿Qué te dijo Todd?

—Que no recordaba nada. Pero una especie de… de sombra cruzó su cara. Creo que sí lo recordaba.

—Monica, yo no recuerdo todo lo de mi querida juventud, pero lo que sí recuerdo es que mis sueños no siempre eran agradables. De hecho, podían ser sumamente desagradables.

—¿Cómo puede ser?

—Culpabilidad. Todo tipo de culpabilidad. Parte puede deberse a la infancia, en que se le dejó muy claro que mojar la cama estaba mal. Luego, está el asunto del sexo. ¿Quién sabe lo que produce un orgasmo en sueños? ¿Un roce en el autobús? ¿Las piernas de una chica que ves en la sala de estudios? No lo sé. Lo único que puedo recordar realmente era que me tiraba a la piscina de la Asociación de Jóvenes Cristianos y al tocar el agua se me caía el bañador.

—¿Te ibas así? —preguntó ella soltando una risilla.

—Sí. Así que si el chico no quiere hablarte de sus problemas nocturnos… no le obligues a hacerlo.

—Creo que hicimos muy bien educándole sin todas esas absurdas culpabilidades.

—No pueden eludirse. Las trae a casa del colegio igual que los catarros que solía pescar en primero. Las transmiten los amigos, o la forma en que los profesores tratan y eluden determinados temas. Y, en su caso concreto, seguramente también de mi padre. «No te toques de noche, Todd, o te saldrá pelo en las manos y te quedarás ciego y perderás la memoria y si insistes se te secará y se te caerá. Ten cuidado, Todd…»

—¡Dick Bowden! Tu padre jamás…

—¿Que no? Diablos, por supuesto que sí. Lo mismo que tu abuela polaca te dijo que si despertabas a alguien mientras tenía una pesadilla se volvería loco. Mi padre me decía también que limpiara siempre la tapa de los retretes públicos antes de sentarme para que no se me pegaran «los gérmenes de otras personas». Supongo que era su forma de referirse a la sífilis. Apuesto a que tu abuela también te soltó esa historia.

—No, mi madre —dijo ella, abstraída—. Y también me decía que tirara siempre de la cadena. Que es por lo que voy abajo.

—Me despierto igual —masculló Dick.

—¿Qué?

—Nada.

Esta vez ya casi había traspasado el umbral del sueño cuando ella volvió a llamarle.

¿Qué? —preguntó, un poco irritado.

—¿No crees que…?, oh, bueno, es igual. Duérmete.

—No, venga. Acaba. Me he despertado otra vez. ¿Si no creo qué?

—Ese anciano. El señor Denker. ¿No te parece que Todd le está dedicando demasiado tiempo? Tal vez él… oh, no sé… tal vez se dedique a contarle a Todd demasiadas historias.

—Los auténticos y terribles horrores —dijo Dick—. El día en que la fábrica de automóviles de Essen quebró —soltó una risilla.

—Era sólo una idea —dijo ella, un poco tensa. Se oyó un murmullo de ropa de cama cuando se dio la vuelta—. Siento haberte molestado.

Dick posó una mano en el hombro desnudo de su mujer.

—Te diré algo, cariño —dijo; hizo una breve pausa, meditando, eligiendo las palabras—. También yo he estado preocupado por Todd a veces. No por las mismas cosas que te preocupan a ti, pero de todas formas preocupado.

Monica se volvió de nuevo hacia él.

—¿Por qué?

—Bueno, yo crecí en un ambiente completamente distinto al ambiente y la forma en que él está creciendo. Mi padre tenía la tienda. Vic el Tendero, le llamaba todo el mundo. Tenía un cuaderno en el que anotaba los nombres de la gente que le debía y la cantidad que le debían. ¿Sabes cómo le llamaba?

—No.

Raras veces hablaba Dick de su infancia; ella había creído siempre que se debía a que no había sido un niño feliz. Le escuchó con atención.

—Le llamaba Cuaderno de la Mano Izquierda. Decía que la mano derecha era el negocio, pero que la mano derecha jamás debía saber lo que hacía la mano izquierda. Decía que si la mano derecha se enterara, agarraría inmediatamente una cuchilla de carne y cortaría a la izquierda.

—Nunca me habías contado eso.

—Bueno, la verdad es que no me gustaba mucho el viejo cuando nos casamos, y tampoco es que ahora me guste mucho. No podía entender por qué tenía que usar yo pantalones viejos mientras la señora Mazursky se llevaba fiado un jamón de la tienda con el viejo cuento de que su marido iba a empezar a trabajar a la semana siguiente. El único trabajo que el maldito borracho Bill Mazursky tuvo en toda su vida fue el de agarrar bien agarrada una botella de whisky barato y no dejarla escapar…

»Lo único que yo deseaba por entonces era marcharme de aquel barrio y alejarme de la vida del viejo. Así que procuré sacar buenas notas y practiqué deportes que en realidad no me gustaban y conseguí una beca para la universidad. Y procuré por todos los malditos medios mantenerme entre el diez por ciento a la cabeza de la clase, porque el único Cuaderno de la Mano Izquierda que llevaban las universidades por entonces era sólo para los soldados que lucharon en la guerra. Mi padre me mandaba dinero para los libros de texto; pero, aparte de eso, la única vez que conseguí que me mandara dinero fue cuando escribí a casa aterrado porque iba a suspender el ridículo francés. Y entonces te conocí. Y posteriormente supe, por el señor Halleck, un vecino, que mi padre tuvo que poner el coche como garantía para conseguir reunir los doscientos dólares.

»Y ahora te tengo a ti, y ambos tenemos a Todd. Siempre he creído que es un muchacho extraordinario y siempre he intentado que tuviera todo cuanto necesitaba… todo aquello que pudiera ayudarle a convertirse en un hombre como es debido. Yo solía reírme del cuento ese del padre que quiere que su hijo sea mejor que él, pero a medida que me hago mayor me parece menos risible y más cierto. Por nada del mundo querría que Todd tuviera que llevar pantalones raídos porque la mujer de un borrachín se llevaba un jamón fiado. ¿Entiendes?

—Sí, claro —dijo ella sosegadamente.

—Luego, hace aproximadamente unos diez años, justo antes de que el viejo se cansara al fin de rechazar a los individuos de la reordenación urbana y se retirara, le dio un ataque sin importancia. Se pasó diez días en el hospital, y los negros y los alemanes, e incluso algunos de los morenos que empezaron a llegar hacia 1955 más o menos… todos ellos pagaron su factura. Hasta el último céntimo. Yo no podía creerlo. Y atendieron la tienda, también, la abrieron cada día. Fiona Castellano consiguió que cuatro o cinco amigos suyos que no tenían trabajo atendieran la tienda a horas. Y, cuando mi viejo regresó, los libros casaban perfectamente.

—Caramba —dijo ella, muy despacio.

—¿Sabes lo que me dijo? ¿Mi viejo? Que siempre había tenido miedo de envejecer: de asustarse, sufrir y estar solo. De tener que ir al hospital y no ser capaz de valerse por sí mismo. De morir. Me dijo que después del ataque no había vuelto a estar asustado. Dijo que creía que podía morir bien. «¿Quieres decir morir feliz, papá?», le pregunté. «No —me dijo—, no creo que nadie muera feliz, Dickie.» Siempre me llamaba Dickie, aún me llama Dickie, y ésa es otra de las cosas que creo que nunca me gustará. Me dijo que no creía que nadie pueda morir feliz, pero que uno puede morir bien. Y eso me impresionó.

Dick, caviloso, guardó un largo silencio.

—En los últimos cinco o seis años, creo que he podido considerarle en su justa dimensión, al viejo. Tal vez porque está allá en San Remo y no me molesta en absoluto. Empecé a pensar que tal vez el Cuaderno de la Mano Izquierda no fuera tan mala idea. Eso fue cuando empecé a preocuparme por Todd. Quería decirle que quizás haya cosas más importantes en la vida que el que podamos ir a pasar un mes a Hawai o que pueda comprarle a Todd pantalones cuando le hacen falta. No pude decidir nunca cómo decirle tales cosas. Pero creo que tal vez lo sepa. Y eso me quita un gran peso de encima.

—¿Te refieres a lo de leerle al señor Denker?

—Sí. Date cuenta de que no obtiene nada por ello. Denker no puede pagarle. Por un lado está ese pobre viejo, a miles de kilómetros de cualquier amigo o pariente que pueda aún tener vivo; un tipo que es todo aquello que mi padre temía. Y, por otro lado, Todd.

—Nunca me lo había planteado desde ese punto de vista. —¿Te has fijado cómo se pone Todd cuando le hablas del viejo?

—Se queda calladísimo.

—Claro. Se queda mudo y turbado como si estuviera haciendo algo malo. Igual que hacía mi padre cuando alguien intentaba agradecerle que le fiara. Nosotros somos la mano derecha de Todd, eso es todo. Tú y yo y todo lo demás: la casa, los viajes a esquiar a Tahoe, el Thunderbird en el garaje, su tele en color. Todo eso es su mano derecha. Y no quiere que sepamos lo que trama su mano izquierda.

—Pero ¿no te parece que pasa demasiado tiempo con el señor Denker?

—Cariño, ¡fíjate en sus notas! Si fueran malas, si estuviera cojeando en los estudios, yo sería el primero en decir: «Eh, ya está bien, basta, no exageremos». Sus notas son los indicadores más claros de algún posible problema. ¿Y cómo son?

—Tan buenas como siempre, después de aquel bajón.

—Entonces, ¿de qué estamos hablando? Mira, tengo una reunión a las nueve, cariño, y si no consigo dormir un poco no daré pie con bola.

—Claro. Duerme —dijo ella en tono indulgente, y le besó levemente en la espalda al volverse—. Te quiero.

—Yo también te quiero —le dijo él, con sosiego, y cerró los ojos—. No te preocupes, Monica. Te preocupas demasiado.

—Ya lo sé, cariño. Buenas noches.

Se durmieron.

—Deja ya de mirar por la ventana —dijo Dussander—. Ahí fuera no hay nada que te interese.

Todd le miró sombrío. En la mesa, estaba abierto su libro de historia por una página en la que aparecía una lámina en color de Teddy Roosevelt coronando la colina de San Juan. Los desvalidos cubanos caían a los lados de los cascos del caballo de Teddy. Iluminaba el rostro de Teddy una amplia sonrisa norteamericana, la sonrisa del hombre que sabe que Dios está en su cielo y que todo es perfecto. Todd Bowden no sonreía.

—Le encanta ser un negrero, ¿eh? —preguntó.

—Me encanta ser un hombre libre —contestó Dussander—. Estudia.

—Tóqueme los huevos.

—Si yo hubiera dicho eso de muchacho, me hubiera ganado un buen fregado de boca con lejía —dijo Dussander.

—Los tiempos cambian.

—¿De veras? —Dussander tomó un largo sorbo de bourbon—. Estudia.

Todd le miró fijamente.

—Usted no es más que un maldito borracho. ¿Lo sabía?

—Estudia.

¡Cállese! —Todd cerró de golpe el libro, con un chasquido que resonó en la cocina silenciosa—. No puedo aprender nada, de todos modos. No a tiempo para el examen. Me faltan aún cincuenta páginas de esta mierda para ponerme al día, para llegar hasta la primera guerra mundial. Mañana, en la hora de estudio, prepararé una chuleta.

—¡Que no se te ocurra hacer semejante cosa! —dijo Dussander muy serio.

—¿Cómo que no? ¿Quién me lo va a impedir? ¿Usted?

—Chico, me parece que aún no te has enterado bien de cuál es nuestra meta. ¿Acaso crees que disfruto obligándote a no levantar tu moqueante nariz de los libros? —Alzó la voz, cortante, imperiosa, exigente—. ¿Crees acaso que disfruto escuchando tus pataletas y tus exabruptos de párvulo? «Tóqueme los huevos» —remedó Dussander cruelmente en un tono agudo de falsetto que hizo a Todd sonrojarse intensamente—. «Tóqueme los huevos, y eso qué, qué más da, lo haré mañana, tóqueme los huevos.»

—Bueno, pues claro que le gusta —repuso Todd gritando—. Sí, le encanta. Sólo deja de parecer un zombie cuando está encima mío. ¡Así que déjeme respirar en paz!

—¿Qué ocurriría si te pillaran con una de esas chuletas? ¿A quién se lo comunicarían primero?

Todd se miró las uñas irregulares y mordidas y guardó silencio.

—¿A quién?

—¡Jesús! Ya lo sabe. A Ed French. Luego a mis padres, supongo.

Dussander asintió.

—Y supongo que también a mí. Estudia. Métete la chuleta en la cabeza, que es donde tiene que estar.

—Le odio —dijo Todd sombríamente—. De verdad que le odio.

Pero abrió de nuevo el libro y Teddy Roosevelt le miró sonriente, galopando hacia el siglo veinte con el sable en la mano, los cubanos cayendo de espaldas en desorden a su paso, seguramente por la fuerza de su impetuosa sonrisa norteamericana.

Dussander empezó a mecerse de nuevo. Sujetaba en las manos la taza de té llena de bourbon.

—Eso es ser un buen chico —dijo, casi con ternura.

Todd había eyaculado en sueños por primera vez la última noche de abril, y despertó con el rumor de la lluvia filtrándose secretamente entre las hojas y las ramas del árbol que había junto a su ventana.

Había soñado que estaba en uno de los laboratorios de Patin. Estaba de pie al extremo de una gran mesa baja. Una muchacha joven y sensual, de extraordinaria belleza, había sido amarrada a la mesa con abrazaderas. Dussander le estaba ayudando. Dussander llevaba por único atuendo una bata de carnicero. Cuando se volvió para conectar el monitor, Todd pudo ver sus flacas nalgas rozándose como deformes piedras blancas.

Entregó algo a Todd, algo que él reconoció de inmediato aunque era la primera vez que veía uno. Era un consolador. La punta era de metal pulimentado y centelleaba a la luz de los fluorescentes de arriba como implacable cromo. El consolador estaba hueco. Colgaba del mismo un cable negro que terminaba en un bulbo de goma rojo.

—Adelante —decía Dussander—. El Führer dice que todo va bien. Dice que es tu premio por estudiar.

Todd bajaba la vista para contemplarse y veía que estaba desnudo. Su diminuto pene estaba erecto, proyectándose hacia arriba en ángulo desde el delicado vello color melocotón de su pubis. Se colocó rápidamente el consolador. Le quedaba un poco justo, pero había una especie de lubricante en su interior. El roce era agradable. No; era más que agradable. Era delicioso.

Bajaba luego la vista hacia la muchacha y sentía un extraño cambio en sus pensamientos… como si hubieran iniciado la situación perfecta. De pronto todo parecía perfecto. Las puertas se habían abierto. Él las traspasaría. Tomó el bulbo de goma rojo con la mano izquierda, apoyó las rodillas en la mesa y se detuvo un instante, calculando el ángulo mientras su miembro ario adoptaba su propio ángulo con relación a su airoso cuerpo de muchacho.

Podía oír confusamente, de lejos, a Dussander recitando: «Curso de la prueba ochenta y cuatro. Electricidad, estímulo sexual, metabolismo. Basada en las teorías psicológicas de refuerzo negativo de Thyssen. El sujeto es una joven judía de unos dieciséis años, sin cicatrices ni marcas de identificación, sin defectos conocidos…».

Cuando la punta del consolador la tocó, dio un grito. A Todd su grito le resultó agradable; intentaba neutralizar los intentos de ella de liberarse o, al menos, de mantener las piernas juntas.

Esto es lo que no podían mostrar aquellas revistas sobre la guerra, pensaba Todd, pero aquí está, sin embargo.

Se echó hacia delante de pronto, abriéndola sin contemplaciones. Ella lloraba como una sirena de bomberos.

La muchacha tras sus esfuerzos y sacudidas para conseguir que él desistiera, se quedó completamente quieta, aguantando. El interior lubricado del consolador rozaba y resbalaba sobre el miembro de Todd. Delicioso. Sublime. Los dedos de su mano izquierda jugueteaban con el bulbo de goma.

Muy a lo lejos, Dussander recitaba pulso, tensión, respiración, ondas alfa, ondas beta, cómputo de latidos.

Cuando el clímax empezó a surgir dentro de él, Todd se quedó completamente quieto y apretó el bulbo. Ella abrió los ojos que había tenido cerrados. Los tenía hinchados. Su lengua aleteaba en la rosada cavidad de su boca. Su respiración era entrecortada. Sus brazos y sus piernas cairelaban. Pero la auténtica acción se centraba en su torso, subiendo y bajando, todos sus músculos vibrando

(oh, todos los músculos, todos los músculos se mueven, se tensan, se cierran todos)

todos los músculos y la sensación en el momento del clímax era

(éxtasis)

oh, lo era, lo era

(fuera retumbaba atronador el fin del mundo)

Le despertó aquel ruido y el sonido de la lluvia. Estaba acurrucado de lado en la oscuridad, y el corazón le latía enloquecido. Tenía el bajo vientre cubierto de un líquido cálido y pegajoso. El pánico le paralizó un instante cuando se le ocurrió que podría estar desangrándose… hasta que comprendió de qué se trataba en realidad; sintió entonces una debilitante repugnancia. Semen. Leche. Palabras desde las vallas y los vestuarios y las paredes de los servicios de la gasolinera. No había nada allí que él deseara.

Apretó los puños impotente. Volvió a él el clímax del sueño, desvaído ya, absurdo, inquietante. Pero las terminaciones nerviosas se estremecían aún, volviendo lentamente al punto de reposo. La escena final, borrosa ahora, era desagradable, y aun así de algún modo compulsiva, como el mordisco que das a un fruto tropical y que comprendes un segundo demasiado tarde que es tan dulce porque está podrido.

Entonces se le ocurrió. Lo que debía hacer.

Sólo había una forma de volver de nuevo atrás. Tenía que matar a Dussander. Era la única forma. Había pasado el tiempo de jugar. Había pasado el tiempo de contar historias. Era cuestión de supervivencia.

«Le mataré y todo terminará», susurró en la oscuridad; la lluvia canturreaba en el árbol de su ventana y el semen se iba secando sobre su vientre. El susurro hizo que todo cobrara realidad.

Dussander guardaba siempre tres o cuatro botellitas de bourbon en una estantería que había a la entrada del sótano. Solía acercarse a la puerta, abrirla (normalmente ya con media cogorza a cuestas) y bajar dos peldaños. Se asomaba entonces, apoyaba una mano en el estante y con la otra mano agarraba por el cuello la botella llena. El suelo del sótano no estaba pavimentado, pero la tierra era sólida y compacta y Dussander, con una eficacia maquinal que ahora Todd consideraba más prusiana que alemana, lo limpiaba cada dos meses para evitar que salieran bichos. Hubiera o no cemento, los huesos de los viejos se rompen con facilidad, y los viejos tienen accidentes. Y el post mortem indicaría que el «señor Denker» estaba bien cargado cuando se «cayó».

¿Qué pasó, Todd?

No contestó cuando llamé, así que utilicé la llave que me había dado. A veces, se quedaba dormido. Entré en la cocina y vi que la puerta del sótano estaba abierta. Bajé las escaleras y él… él…

Y entonces, claro, lágrimas.

Resultaría.

Todo volvería a ser como antes.

Todd permaneció despierto largo rato en la oscuridad, oyendo alejarse la tormenta hacia el oeste, sobre el Pacífico, oyendo el secreto rumor de la lluvia. Creía que seguiría despierto toda la noche, dándole vueltas y vueltas a todo aquello. Pero se quedó dormido a los pocos minutos y durmió con un puño cerrado bajo la barbilla. El uno de mayo despertó absolutamente descansado por primera vez desde hacía meses.