ALUMNO AVENTAJADO

1

Parecía el perfecto chico norteamericano, pedaleando en su bicicleta Schwinn de sesenta y cinco centímetros calle residencial arriba. Y lo era: Todd Bowden, trece años, uno setenta y dos y setenta y cinco saludables kilos, cabello color maíz maduro, ojos azules, dientes blancos y parejos, piel suavemente bronceada, no hollada siquiera por la más leve sombra del primer acné adolescente.

Exhibía una sonrisa de vacaciones de verano mientras pedaleaba entre sol y sombra, no muy lejos de su propia casa. Parecía el tipo de chico que podría repartir periódicos por una ruta determinada y, en realidad, lo hacía: repartía el Clarion de Santo Donato. Parecía también el tipo de chico capaz de vender tarjetas de felicitaciones por premios, y eso también lo había hecho. El tipo de tarjetas en el que figura tu nombre: JACK Y MARY BURKE, o DON Y SALLY, o SRES. MURCHISON. Y parecía también el tipo de muchacho capaz de silbar mientras trabajaba, y a menudo lo hacía. En realidad, silbaba muy bien. Su papá era ingeniero arquitecto y ganaba cuarenta mil dólares al año. Su madre, que se había especializado en francés en la facultad, había conocido al padre de Todd cuando éste necesitaba desesperadamente un profesor de francés. En su tiempo libre copiaba manuscritos a máquina. Conservaba todos los boletines de notas del anterior colegio de Todd en una carpeta. Su favorito era el de las notas finales de cuarto grado, en el que la señorita Upshaw había garrapateado: «Todd es un alumno extraordinariamente aventajado». Y sin duda lo era. Todo notas de primera: A y B; ninguna C. Si superara esas calificaciones (por ejemplo, sacando A en todo), sus amigos empezarían a pensar que era sobrehumano.

Paró la bicicleta en el 963 de la calle Claremont y se apeó. El número correspondía a una casita discretamente situada al fondo del seto. Era blanca, con contraventanas verdes y chambrana verde. Bordeaba toda la fachada un seto, perfectamente podado y bien regado.

Todd se echó hacia atrás el cabello rubio para quitárselo de los ojos y arrastró caminando la bici por el camino de cemento hacia las escaleras. Aún sonreía: una sonrisa franca y expectante y bellísima. Bajó el seguro de la bici con la puntera de un zapato deportivo Nike y recogió luego el periódico doblado que estaba al pie de la escalera. No era el Clarion. Era el Times de Los Ángeles. Se lo puso bajo el brazo y subió las escaleras. Al final, había una pesada puerta de madera sin ventanilla en el interior de una contrapuerta que se cerraba con pestillo. El timbre estaba a la derecha del marco de la puerta, y bajo el mismo había dos pequeños letreros, ambos limpiamente atornillados en la madera y cubiertos con plástico protector. Eficacia alemana, pensó Todd, y su sonrisa se amplió levemente. Era ésta una idea de adulto y siempre que se le ocurría una de aquellas ideas de adulto se felicitaba mentalmente.

El letrero de arriba decía: ARTHUR DENKER.

Y el de abajo: NO SE ATIENDE A PETICIONARIOS, ENCUESTADORES NI VENDEDORES DE NINGÚN TIPO.

Aún con la sonrisa en los labios, Todd pulsó el timbre. Apenas pudo oír su zumbido en algún alejado lugar de la casita. Soltó el timbre e irguió un poco la cabeza prestando atención a las posibles pisadas. No se oyó nada. Miró su reloj Timex (uno de los premios que había conseguido vendiendo las tarjetas): eran las diez y doce. El tipo tendría que estar ya levantado a aquella hora. El propio Todd se levantaba como muy tarde a las siete y media, incluso durante las vacaciones de verano. A quien madruga Dios le ayuda.

Esperó otros veinte segundos y como la casa seguía en silencio, volvió a pulsar el timbre mirando el segundero de su Timex mientras lo hacía. Llevaba exactamente setenta y un segundos pulsando el timbre de la puerta cuando al fin oyó arrastrar de pasos. Pantuflas, dedujo, por el suave suis suis de su sonido. Todd era muy dado a las deducciones. Quería ser detective privado de mayor.

—¡Bueno! ¡Bueno! —gritó quejumbroso el hombre que se hacía pasar por Arthur Denker—. ¡Ya voy! ¡Pare ya! ¡Ya voy!

Todd soltó el timbre.

Se oyó el ruido de la cadena y del cerrojo al correrse del otro lado de la puerta interior, que se abrió a continuación.

A través de la contrapuerta le contemplaba un anciano, encogido dentro de su bata. Entre sus dedos humeaba un cigarrillo. Todd pensó que el viejo parecía exactamente un cruce entre Albert Einstein y Boris Karloff. Tenía el cabello largo y blanco, aunque por las puntas estaba empezando a adquirir un tono amarillento bastante desagradable, más nicotínico que marfileño. Tenía la cara arrugada, abolsada y abotargada por el sueño y Todd advirtió con cierto disgusto que hacía un par de días que no se afeitaba. Al padre de Todd le gustaba decir: «Un buen afeitado ilumina la mañana». El padre de Todd se afeitaba todos los días, tanto si tenía que ir a trabajar como si no.

Los ojos que contemplaban a Todd eran atentos, pese a estar enrojecidos y bastante hundidos en las cuencas. Todd se sintió momentáneamente decepcionado. El tipo se parecía un poquito a Albert Einstein y un poquito a Boris Karloff, pero más que nada se parecía a aquellos miserables mendigos borrachos que haraganeaban por la estación abandonada del ferrocarril.

Claro que, recordó Todd, el tipo acababa de despertarse. Todd había visto a Denker muchas veces antes (aunque había procurado por todos los medios que Denker no le viera a él, de eso nada) y en tales ocasiones, en la calle, Denker tenía un aspecto muy pulcro, de perfecto oficial retirado, podría decirse, pese a que ya tenía setenta y seis años, si era correcta la fecha que figuraba como la de su nacimiento en los artículos que había leído Todd en la biblioteca. Los días que Todd le había seguido hasta el súper donde Denker hacía la compra o hasta una de las tres salas de cine que quedaban en la ruta del autobús (Denker no tenía coche) siempre vestía un pulcro traje, hiciera frío o calor. Si el tiempo estaba revuelto y amenazaba lluvia, llevaba bajo el brazo un paraguas plegado a modo de bastón ligero. Y a veces llevaba un sombrero de paño. Y, desde luego, salía siempre perfectamente afeitado y llevaba el blanco bigote (que se dejaba para disimular, sin conseguirlo del todo, el labio leporino) perfectamente recortado.

—Un chico —dijo Denker.

Su voz era apagada y soñolienta. Todd se fijó, de nuevo decepcionado, en su bata bastante raída y descolorida. Una de las puntas del cuello redondo se alzaba en un ángulo precario y rozaba su barbudo cuello. En la solapa izquierda tenía un gran manchón que bien podría ser de chili o de salsa de carne, y olía a tabaco y a alcohol rancio.

—Un chico —repitió—. No necesito nada, muchacho. Lee el letrero. Puedes leer, ¿no? Claro que puedes leer. Todos los chicos norteamericanos pueden leer. No seas pesado, muchacho. Buenos días.

Empezó a cerrar la puerta.

Todo podría haber acabado así, pensaría Todd mucho después, una de las noches en que le costaba bastante conciliar el sueño. Su decepción al ver al hombre por primera vez de cerca, al verle sin la cara de salir a la calle (que tal vez colgara en el armario junto al sombrero y el paraguas) podría haberle impulsado a irse. Todo podría haber concluido en aquel momento, el minúsculo golpeteo sin importancia alguna del pestillo cortando todo lo que ocurriría después tan limpiamente como un par de tijeras. Pero, tal como había observado aquel individuo, Todd era un chico norteamericano y como a tal le habían enseñado que la perseverancia es una virtud.

—No olvide su periódico, señor Dussander —dijo Todd, entregándole cortésmente el Times.

La puerta se inmovilizó cuando faltaban unos centímetros para cerrarse del todo. Una expresión tensa y alerta aleteó un instante en el rostro de Kurt Dussander. Tal vez fuera miedo. Estaba bien la forma en que había conseguido borrar aquella expresión de su rostro, pero Todd se sintió decepcionado por tercera vez. Porque no esperaba que Dussander fuera bueno; esperaba que fuera grandioso.

Chico, pensó Todd con auténtico disgusto. Ay, chico, chico. Volvió a abrir la puerta. Luego, corrió con una mano artrítica el pestillo de la contrapuerta. Empujó con la mano la contrapuerta justo lo suficiente para serpear por el hueco como una araña y asir el borde del periódico que Todd le ofrecía. El chico advirtió con disgusto que las uñas del viejo eran largas, amarillentas y córneas. Por su aspecto, aquella mano había pasado casi todas sus horas de vigilia sujetando un cigarrillo tras otro… Todd pensó que fumar era un hábito pernicioso y asqueroso y que él jamás lo adquiriría. En realidad era un prodigio que Dussander hubiera vivido tanto tiempo.

El viejo tiró con fuerza:

—Dame el periódico.

—Claro, señor Dussander. —Todd soltó el periódico. La mano-araña tiró del mismo hacia dentro. La contrapuerta se cerró.

—Me llamo Denker —dijo el viejo—. No Du-Zander o eso que dices tú. Parece que no puedes leer. Qué lástima. Buenos días.

La puerta empezó de nuevo a cerrarse. Todd habló con presteza en el hueco, menor cada vez:

—Bergen-Belsen, de enero de 1943 a junio de 1943. Auschwitz, junio de 1943 a junio de 1944, Unterkommandant. Patin…

La puerta volvió a inmovilizarse. El rostro pálido y abotargado del anciano colgaba en el hueco como un globo medio deshinchado. Todd sonrió.

—Se marchó de Patin justo delante de los rusos. Se fue a Buenos Aires. Hay quien dice que allá se hizo rico, invirtiendo el oro que había sacado de Alemania, en el tráfico de drogas. Fuera como fuera, estuvo usted en Ciudad de México de 1950 a 1952. Después…

—Pero, chaval, estás completamente loco. —Uno de los dedos artríticos giró una y otra vez sobre una oreja deformada. Pero su boca desdentada temblaba vacilante y asustada.

—Desde 1952 hasta 1958, no sé —dijo Todd, sonriendo aún más ampliamente—. Nadie lo sabe, supongo, o si lo saben no lo dicen. Pero un agente israelí le localizó en Cuba trabajando como conserje en un gran hotel poco antes de que Castro tomara el poder. Le perdieron el rastro cuando los rebeldes llegaron a La Habana. Y, en 1965, apareció usted inesperadamente en Berlín occidental. Casi le agarran entonces.

Al pronunciar estas últimas palabras unió sus largos dedos formando un puño grande y serpenteante. Dussander bajó los ojos hacia aquellas manos norteamericanas bien formadas y bien alimentadas, manos que estaban hechas para construir coches de cajas de jabón y modelos Aurora. Ambas cosas había hecho Todd. En realidad, él y su papá habían hecho el año anterior un modelo del Titanic. Habían tardado casi cuatro meses; el padre de Todd lo tenía en su despacho.

—No sé de qué estás hablando —dijo Dussander. Sin la dentadura postiza, sus palabras tenían un sonido pastoso que a Todd le desagradaba bastante… No resultaba… auténtico. El coronel Klink de Los héroes de Hogan parecía más nazi que Dussander. Claro que en su tiempo debía de haber sido un auténtico as. En un artículo sobre los campos de muerte publicado en Men’s Action, le llamaban «La fiera sanguinaria» de Patin—. Vete de aquí, chico, antes de que llame a la policía.

—Vamos, supongo que será mejor que llame a la policía, señor Dussander. O Herr Dussander, si le gusta más. —Seguía sonriendo, exhibiendo su perfecta dentadura que había sido fluorizada desde el principio mismo de su existencia y cepillada tres veces al día con dentífrico Crest desde hacía casi el mismo tiempo—. A partir de 1965, nadie volvió a verle… hasta que le vi yo, hace dos meses, en el autobús del centro.

—Estás completamente loco.

—Así que si quiere llamar a la policía —dijo Todd, sonriendo—, hágalo ahora mismo. Esperaré en la escalera. Pero, si no quiere llamar ahora mismo, ¿por qué no me deja pasar? Podríamos charlar.

Durante un largo instante, el anciano contempló al sonriente muchacho. Los pájaros gorjeaban en los árboles. En la manzana contigua ronroneaba una segadora eléctrica y más lejos, en las calles más concurridas, las bocinas marcaban su ritmo propio de vida y comercio.

A pesar de todo, Todd sintió un chispazo de duda. ¿No estaría equivocado? ¿Habría cometido algún error? Creía que no, pero aquello no era un deber escolar. Aquello era la vida real. Así que sintió una oleada de alivio (alivio suave, se diría después) al oír a Dussander decirle:

—Puedes pasar un momento si quieres. Pero sólo porque no deseo causarte problemas, ¿está entendido?

—Claro, señor Dussander —dijo Todd. Abrió la contrapuerta y pasó al vestíbulo. Dussander cerró la puerta tras ambos, borrando la mañana.

La casa olía a rancio y a cerveza. Era el mismo olor que había en casa de Todd algunas mañanas si sus padres habían dado una fiesta la noche anterior y su madre aún no la había ventilado. Pero aquel olor era peor. Era una mezcla de licor, fritos, sudor, ropa vieja y algún hediondo aroma medicinal que podría ser de Vick’s o Mentholatum. El vestíbulo estaba a oscuras y Dussander estaba demasiado cerca de él; su cabeza surgía del cuello de la bata como la cabeza de un buitre a la espera de que algún animal herido agonizara. En aquel instante, pese a la barba de tres días y a la carne fofa, Todd pudo ver al hombre que había vestido el uniforme negro de SS mejor y más claramente de lo que le había visto en la calle. Y sintió una súbita punzada de temor hundiéndosele en el vientre. Suave temor, precisaría después.

—Debo decirle que si me ocurriera algo… —empezó a decir Todd, y entonces Dussander pasó a su lado arrastrando los pies y entró en la sala haciendo resonar, suis suis, sus pantuflas. Hizo un gesto despectivo con la mano y Todd sintió que la sangre se le agolpaba en la garganta y en las mejillas.

Todd le siguió, su sonrisa empezó a desvanecerse por primera vez. No lo había imaginado así. Pero todo saldría bien. Las cosas se centrarían. Claro que lo harían. Siempre lo hacían. Empezó a sonreír de nuevo mientras seguía a Dussander a la sala.

Allí le aguardaba una nueva decepción (¡y qué decepción!), aunque supuso que debería haber estado preparado para aquella decepción concreta. No había ningún retrato al óleo de Hitler con el flequillo sobre la frente y siguiéndote a todos lados con los ojos. Ni estuches con medallas ni espada ceremonial en la pared, ni una pistola Lugger ni una Walther sobre la repisa de la chimenea (en realidad, ni siquiera había repisa de chimenea). Claro que, se dijo Todd, el tipo tendría que estar loco de remate para colocar todas aquellas cosas donde la gente pudiera verlas. Pero, de todas formas, resultaba difícil olvidar lo que veías en la tele y en el cine. Aquélla parecía la sala de estar de cualquier anciano que viviera sólo de una pensión escuálida. El falso hogar estaba recubierto de falsos ladrillos. Sobre una mesita había una televisión Motorola en blanco y negro; las puntas de las orejas del conejo estaban envueltas en papel de aluminio para mejorar la recepción. El suelo estaba cubierto con una alfombra gris, que se estaba pelando. En el revistero junto al sofá había números de National Geographic, Reader’s Digest y el Times de Los Ángeles. En lugar de un retrato de Hitler o de una espada ceremonial, colgaba de la pared un certificado de ciudadanía enmarcado y la fotografía de una mujer con un extraño sombrero. Dussander contaría a Todd después que aquel tipo de sombrero se llamaba cloche y que había estado muy en boga en los años veinte y en los treinta.

—Mi esposa —dijo Dussander emotivamente—. Murió en 1955 de una enfermedad pulmonar. Por entonces, yo trabajaba en Essen, en la fábrica Menschler de automóviles. Quedé desconsolado.

Todd seguía sonriendo. Cruzó la estancia como para ver mejor a la mujer de la fotografía. Pero, en lugar de mirar la foto, palpó la pantalla de una lamparita de mesa.

¡No hagas eso! —gritó Dussander con acritud. Todd se echó hacia atrás.

—Eso estuvo bien —dijo Todd con sinceridad—. Verdaderamente imperativo. Era Ilse Koch quien tenía pantallas hechas de piel humana, ¿verdad? Y era ella la de los tubos de ensayo.

—No sé de qué hablas —dijo Dussander. Sobre la televisión había un paquete de Kool sin filtro—. ¿Un cigarrillo? —preguntó, y sonrió. Su sonrisa era horrorosa.

—No. Los cigarrillos producen cáncer. Mi padre fumaba y lo dejó. Hizo una cura de desintoxicación.

—Claro. —Dussander sacó una cerilla de madera del bolsillo de la bata y la encendió con indiferencia en la caja de plástico del aparato de televisión. Echando una bocanada de humo dijo—: ¿Puedes darme una sola razón por la cual no deba llamar a la policía y explicarles las monstruosas acusaciones que acabas de hacerme? ¿Alguna razón? Habla de prisa, chico. El teléfono está en el vestíbulo. Imagino que tu padre te daría una buena zurra. Durante una semana por lo menos tendrás que sentarte a la mesa en un cojín, ¿eh?

—Mis padres no creen en las zurras. El castigo corporal causa más problemas de los que soluciona. —Los ojos de Todd centellearon súbitamente—. ¿Les pegaba usted? ¿A las mujeres? ¿Les quitaba la ropa y…?

Dussander se encaminó hacia el teléfono, con una débil exclamación.

—Será mejor que no lo haga —dijo Todd con frialdad. Dussander se volvió. En tonos mesurados, alterados únicamente por el hecho de no tener puesta la dentadura postiza, dijo:

—Te lo diré una vez más, chico, y solamente una: me llamo Arthur Denker. Ése ha sido siempre mi nombre. Ni siquiera ha sido americanizado. Arthur es exactamente el nombre que me puso mi padre, que era un gran admirador de Arthur Conan Doyle. Nunca me he llamado Du-Zander ni Himmler ni Papá Noel. Fui teniente de la reserva durante la guerra. Nunca pertenecí al partido nazi. Luché durante tres semanas en la batalla de Berlín. Admitiré que a finales de los treinta, cuando me casé por vez primera, apoyaba a Hitler. Él acabó con la depresión y nos devolvió el orgullo que habíamos perdido en las desastrosas secuelas del lamentable e injusto tratado de Versalles. Supongo que le apoyaba más que nada porque tenía trabajo y porque había otra vez tabaco y no tenía que buscarlo como un desesperado por los barrios bajos cuando quería fumar. A finales de los treinta, yo creía que se trataba de un gran hombre. Y, a su modo, quizá lo fuera. Pero al final estaba loco, dirigiendo ejércitos fantasmas al capricho de un astrólogo. Incluso mató a Blondi, su perro, con una cápsula de veneno. Eso es propio de un loco. Al final, todos estaban locos, cantando Horst Wessel mientras envenenaban a sus hijos. El dos de mayo de 1945, mi regimiento se rindió a los norteamericanos. Recuerdo que un soldado llamado Hackermeyer me dio una chocolatina. Me eché a llorar. No había razón para seguir luchando; la guerra había terminado, en realidad había terminado en febrero. Me internaron en Essen y me trataron muy bien. Seguimos los juicios de Nuremberg por la radio y, cuando Goering se suicidó, cambié catorce cigarrillos norteamericanos por media botella de aguardiente y me emborraché. Cuando me liberaron, coloqué volantes en los coches de la fábrica de Essen, hasta 1963, en que me retiré. Y entonces emigré a Estados Unidos. Venir a este país era un anhelo de toda la vida. En 1967 me concedieron la nacionalidad. Ahora soy norteamericano. Voto. Nada de Buenos Aires. Nada de tráfico de drogas. Nada de Berlín. Ni de Cuba —lo pronunció Kuu-ba—. Y ahora, si no te marchas de inmediato, haré esa llamada.

Vio que Todd no se movía. Luego, siguió hacia el vestíbulo y descolgó el teléfono. Todd seguía quieto en la sala de estar, junto a la mesa sobre la que estaba la lamparita.

Dussander empezó a marcar. Todd le contemplaba; su corazón aceleró el ritmo hasta resonarle como un tambor en el pecho. Cuando marcó el cuarto número, Dussander se volvió y le miró. Inclinó los hombros. Colgó el teléfono.

—Un chico —suspiró—. Un chico.

Todd sonrió abiertamente, aunque con modestia.

—¿Cómo lo averiguaste?

—Un poquito de suerte y mucho tesón —dijo Todd—. Tengo un amigo, Harold Pegler se llama, sólo que todos le llamamos Foxy. Es el segunda base de nuestro equipo. Su padre sacó del garaje un montón de revistas. Muchísimas. Revistas de guerra. Eran antiguas. Yo busqué algunas nuevas, pero el tipo que lleva el quiosco de enfrente del colegio dice que casi todas carecían de interés. En la mayoría había fotos de soldados alemanes y japoneses torturando a aquellas mujeres y artículos sobre campos de concentración. En realidad, me apasiona todo eso de los campos de concentración.

—Te… apasiona…

Dussander le miraba fijamente, rascándose la barbilla y produciendo un levísimo sonido de lija.

—Apasiona. Ya sabe. Me fascina. Me interesa.

Recordaba aquel día en el garaje de Foxy con tanta claridad como cualquier cosa de su vida (sospechaba que con más claridad que ninguna otra cosa). Recordaba que en quinto curso, antes del Día de las Profesiones, la señorita Anderson (a la que los chicos llamaban Bugs, por sus enormes dientes delanteros) les había hablado de lo que ella llamaba encontrar TU GRAN INTERÉS.

«Llega de repente —había canturreado Bugs Anderson—. Ves algo por vez primera y sabes de inmediato que has encontrado TU GRAN INTERÉS. Es como una llave girando en una cerradura. O como enamorarse por vez primera. Por eso el Día de las Profesiones es tan importante, niños… porque puede ser el día en que encontréis VUESTRO GRAN INTERÉS.» Y había seguido hablando de su propio GRAN INTERÉS que, al parecer, no era dar clase a niños de quinto curso sino coleccionar tarjetas postales del siglo diecinueve.

Todd había pensado entonces que la señorita Anderson no decía más que tonterías, pero aquel día en el garaje de Foxy recordó sus palabras y se preguntó si, después de todo, no tendría razón.

El viento había estado soplando aquel día y hacia el este había incendios de matorrales. Recordaba el olor cálido y pegajoso del incendio. Recordaba el corte de pelo a cepillo de Foxy… Lo recordaba todo.

—Sé que hay historietas en algún sitio por aquí —había dicho Foxy; su madre tenía resaca y les había echado de casa porque hacían mucho ruido—. De las limpias. Del oeste casi todas, aunque también hay otras cosas…

—¿Y aquéllas? —preguntó Todd, señalando las abultadas cajas de cartón que había bajo las escaleras.

—Ah, ésas no merecen la pena —dijo Foxy—. Casi todas son historias verídicas de la guerra. Muy aburridas.

—¿Puedo mirar algunas?

—Claro. Yo buscaré las historietas.

Pero para cuando Foxy Pegler las encontró, a Todd ya no le interesaban. Estaba perdido. Absolutamente absorto.

Es como una llave girando en una cerradura. O como enamorarse por vez primera.

Había sido así. Él ya sabía cosas de la guerra, por supuesto no de la estúpida guerra de ahora en la que los norteamericanos dejaban que un grupo de monos amarillos en pijama les zurraran la badana, sino de la segunda guerra mundial. Sabía que los norteamericanos llevaban cascos redondos con una red sobre los mismos y que los de los alemanes eran cuadrados. Sabía que los norteamericanos habían ganado casi todas las batallas y que los alemanes habían inventado los cohetes casi al final y los habían lanzado contra Londres desde Alemania. Incluso sabía algo sobre los campos de concentración.

La diferencia entre todo aquello y lo que había descubierto en las revistas que había bajo las escaleras del garaje de Foxy era como la diferencia existente entre que te hablen de los gérmenes y verlos realmente por el microscopio vivos y coleando.

En las revistas vio a Ilse Koch. Y los hornos crematorios con las puertas de par en par y sus goznes cuajados de hollín. Y oficiales con uniforme de SS y prisioneros con uniformes rayados. El olor de las viejas revistas era como el olor de los incendios de matorrales que no podían controlarse al este de San Donato, y podía sentir el viejo papel desmenuzándose sobre las yemas de los dedos; volvía las páginas y ya no estaba en el garaje de Foxy sino en algún lugar en el tiempo, intentando asimilar la idea de que realmente habían hecho aquellas cosas, de que realmente alguien había hecho aquellas cosas y de que alguien les había permitido hacer aquellas cosas y le empezó a doler la cabeza, con una mezcla de revulsión y emoción y sentía los ojos ardientes y fatigados, pero siguió leyendo y bajo una fotografía de una maraña de cuerpos en un lugar llamado Dachau le saltó a la vista la cifra:

6.000.000

Y pensó: Alguien metió la pata, alguien añadió uno o dos ceros; ¡eso es el doble de la población de Los Ángeles! Pero luego, en otra revista (en cuya portada aparecía una mujer encadenada a un muro y un individuo con uniforme nazi acercándosele con un atizador en la mano y una sonrisa en el rostro), volvió a ver la misma cifra:

6.000.000

Su dolor de cabeza se intensificó. Tenía la boca seca. Oyó confusamente a Foxy diciéndole de lejos que tenía que irse a cenar. Le preguntó si podía quedarse en el garaje y seguir leyendo. Foxy le miró con cierta extrañeza, se encogió de hombros y le dijo que claro. Y Todd leyó, encorvado sobre las cajas de las viejas revistas de relatos verídicos de la guerra, hasta que su madre le llamó preguntando si pensaba volver a casa.

Como una llave girando en una cerradura.

Todo cuanto contaban aquellas revistas, lo que había ocurrido, era malo. Pero todas las historias terminaban en las últimas páginas y cuando buscabas aquellas páginas, el texto que explicaba lo malo que había sido estaba rodeado de anuncios, y estos anuncios ofrecían cuchillos alemanes, y cinturones y cascos alemanes, junto con un restaurador capilar y bragueros mágicos. Aquellos anuncios ofrecían banderas alemanas adornadas con cruces gamadas y Lugger nazis y un juego llamado «ataque con tanques» junto con cursos por correspondencia y cómo hacerte rico vendiendo zapatos especiales para hombres bajos. Explicaban que fue horrible, pero daba la sensación de que a la mayoría de la gente no le había importado.

Como enamorarse.

Ah sí, recordaba aquel día muy bien. Recordaba absolutamente todo: un calendario amarillento de un año difunto colgado en la pared de atrás, la mancha de aceite en el suelo de cemento, el cordel naranja con que habían atado las pilas de revistas. Recordaba que su dolor de cabeza aumentaba un poco cada vez que pensaba en aquella cifra increíble:

6.000.000

Recordaba haber pensado: Quiero saber absolutamente todo lo que ocurrió en esos lugares. Todo. Y quiero saber qué es más cierto: el texto o los anuncios que colocan al lado.

Al guardar de nuevo las revistas bajo las escaleras, recordó a la profesora de quinto y pensó: Tenía razón. He encontrado mi GRAN INTERÉS.

Dussander se quedó largo rato mirando a Todd. Luego, cruzó la sala y se dejó caer pesadamente en una mecedora. Volvió a mirar a Todd, incapaz de catalogar aquella expresión levemente nostálgica y soñadora del rostro del muchacho.

—Bueno, lo que despertó mi interés fueron las revistas, aunque supuse que casi todo lo que contaban era, bueno, una exageración. Así que fui a la biblioteca. Encontré mucha más información. Parte de ella incluso más clara. Al principio, la miserable bibliotecaria no quería dejarme consultar nada sobre el tema, porque todo estaba en la sección de adultos, pero le dije que era para un trabajo del colegio. Si es para el colegio, tienen que dejarme consultar los libros que sean. De todas formas, llamó a mi padre. —Todd alzó los ojos despectivamente—. Por si le interesa, le diré que la bibliotecaria estaba en lo cierto, mi padre no tenía idea de lo que yo estaba haciendo.

—¿Se enteró?

—Claro. Mi papá piensa que los niños deben conocer la vida lo antes posible… lo malo igual que lo bueno. Así estarán preparados para ella. Dice que la vida es un tigre que has de coger por el rabo y que si ignoras la clase de animal que es, te devorará.

—Mmmmm —dijo Dussander.

—Mi mamá piensa lo mismo.

—Mmmmm. —Dussander parecía aturdido, como si no supiera muy bien dónde estaba.

—De todos modos, el material de la biblioteca era realmente bueno —dijo Todd—. Deben de haber unos cien libros en los que se habla de los campos de concentración nazis, aquí mismo en la biblioteca de San Donato. A muchísima gente le gusta leer ese tipo de cosas. No había tantas fotografías como en las revistas del padre de Foxy, pero todo lo demás era perfecto. Sillas con clavos saliendo de los asientos hacia arriba. Arrancar los dientes de oro con alicates. Gas venenoso en las duchas. —Todd movió la cabeza—. La verdad es que se pasaron ustedes muchísimo, ¿eh? De veras que sí.

—Increíble —dijo Dussander lentamente.

—De veras hice una monografía para la escuela, y ¿sabe lo que saqué? Sobresaliente. Claro que tuve que ser cauto. Es un tema que hay que tratar de un modo concreto. Hay que tener cuidado.

—¿Ah sí? —preguntó Dussander. Cogió otro cigarro; le temblaba la mano.

—Claro que sí. Todos esos libros de la biblioteca, todos, lo plantean de un modo concreto. Como si a los tipos que los escribieron les diera náuseas el tema sobre el que estaban escribiendo. —Todd estaba ceñudo, luchando con la idea, intentando exponerla. El hecho de que la palabra tono, en el sentido en que tal término se aplica a escribir, no formara aún parte de su vocabulario lo hacía más difícil—. Todos escriben como si les preocupara muchísimo. Como indicando que hemos de ser extraordinariamente cuidadosos para que nada parecido vuelva a ocurrir. Y yo hice mi trabajo igual y supongo que saqué la máxima calificación, una A, precisamente porque leí el material en que me basé para el trabajo sin dejar de almorzar —acabó diciendo. Volvió a sonreír triunfalmente.

Dussander prolongaba tediosamente su Kool sin filtro. La punta del mismo temblaba levemente. Al echar el humo por la nariz tosió, una tos de viejo, hueca y gangosa.

—Casi no puedo creer que esta conversación sea real —dijo. Se inclinó hacia delante y miró fijamente a Todd—. Oye, chico, ¿conoces la palabra «existencialismo»?

Todd ignoró la pregunta.

—¿Conoció usted a Ilse Koch?

—¿Ilse Koch? —preguntó a su vez Dussander, y añadió, en voz casi inaudible—: Sí. La conocí.

—¿Era hermosa? —preguntó Todd anhelante—. Quiero decir… —Sus manos describieron el perfil de un reloj de arena en el aire.

—Pero ¿no has visto la fotografía? —preguntó Dussander—. Un aficionado como tú tiene que haberla visto.

—¿Qué es un af… af…?

—Aficionado —dijo Dussander— es el que se apasiona por algo. El que… conecta con alguna cosa.

—¿De verdad? Estupendo. —El rostro de Todd, que por un instante expresó duda y confusión, resplandeció triunfalmente de nuevo—. Sí, he visto su fotografía. Pero ya sabe usted cómo son esos libros. —Hablaba como si Dussander los tuviera todos—. Blanco y negro, simples instantáneas… borrosas. Ninguno de aquellos tipos sabía que estaban haciendo fotografías para, ya sabe, para la Historia. ¿Era realmente escultural?

—Era gorda y rechoncha y tenía un cutis horrible —dijo Dussander secamente. Apagó el cigarrillo a medio fumar en un platillo lleno de colillas…

—Oh, Dios mío. —El rostro de Todd se apenó.

—Pura casualidad —dijo Dussander en tono meditativo, mirando a Todd—. Viste mi fotografía en una revista de aventuras bélicas y dio la casualidad de que te colocaste a mi lado en el autobús… —Golpeó con el puño el brazo de la mecedora, no muy fuerte.

—No, señor Dussander. No fue tan simple. Ni mucho menos —dijo Todd con seriedad, inclinándose hacia delante.

—¿Ah, no? ¿De veras? —Alzó las tupidas cejas, indicando un cortés escepticismo.

—Claro que no. Quiero decir… todas sus fotografías de mi álbum de recortes eran por lo menos de hace treinta años. Quiero decir… estamos en 1974.

—¿Tienes un… álbum de recortes?

—¡Oh, sí, señor! Y es un álbum excelente. Con cientos de fotos. Algún día se lo enseñaré. Le chiflará.

Dussander hizo un gesto de disgusto, pero no dijo nada.

—Las dos primeras veces que le vi, no estaba en absoluto seguro. Y luego un día que estaba lloviendo subió usted al autobús y llevaba puesto ese impermeable negro brillante…

—Eso… —Dussander suspiró.

—Claro. Yo había visto una fotografía suya con un abrigo muy parecido en una de las revistas del garaje de Foxy. Y también una fotografía con el abrigo de las SS en uno de los libros de la biblioteca. Y nada más verle aquel día de lluvia, me dije: «No hay duda. Es Kurt Dussander». Así que me dediqué a espiarle…

—¿Te dedicaste a qué?

—A seguirle los pasos. A acecharle. Quiero llegar a ser detective privado como Sam Spade en los libros o como Mannix en televisión. Claro que fui supercuidadoso. No quería que usted se diera cuenta. ¿Quiere ver unas fotos?

Sacó un sobre doblado de papel manila del bolsillo de atrás. El sudor había pegado la solapa del sobre. Lo abrió con cuidado. Sus ojos tintineaban como los de un chiquillo que piensa en su fiesta de cumpleaños, o en Navidad, o en los petardos que tirará el Cuatro de Julio.

¿Me hiciste fotos a mí?

—Oh, claro. Tengo esta máquina pequeñita. Una Kodak. Es muy pequeña y muy plana y se adapta perfectamente a la mano. En cuanto le coges el tranquillo, puedes hacer fotos colocándotela en la mano y abriendo los dedos lo suficiente para dejar las lentes libres. Enfocas disimuladamente el sujeto, aprietas el botón con el pulgar, y ya está. —Todd rió con modestia—. Yo aprendí a manejarla sin problema, claro que al principio saqué un montón de fotos de mis dedos. Ahora la manejo de maravilla. Creo que una persona puede hacer cualquier cosa, si se empeña. Parece una tontería, pero es verdad.

Encogido en su bata, Kurt Dussander había empezado a palidecer; parecía enfermo.

—¿Y mandaste las fotos a revelar a una casa de revelado, chico?

—¿Qué? —Todd parecía sorprendido y disgustado; y luego despectivo—. ¡No! ¿Qué es lo que cree que soy, idiota? Mi papá tiene un cuarto oscuro. Yo mismo revelo mis fotografías desde que tenía nueve años.

Dussander no dijo nada, pero pareció tranquilizarse un poco y recobrar un tanto el color.

Todd le pasó unas fotografías brillantes, cuyos bordes irregulares confirmaban el revelado casero. Dussander las miró una tras otra, ceñudo y en silencio. En una se le veía sentado muy erguido en un asiento de ventanilla en el autobús del centro, con un ejemplar de Centennial, de James Michener, en la mano. En otra, estaba en la parada de autobús de Devon Avenue, con el paraguas bajo el brazo y la cabeza vuelta en un ángulo que recordaba a De Gaulle en una de sus poses más altivas. Aquí aparecía haciendo cola bajo la marquesina del cine Majestic, erguido y silencioso, destacando por su altura y su porte entre adolescentes y amas de casa de rostro vacío. Y, en la última, se le veía inspeccionando su propio buzón.

—Fue difícil sacar ésta sin que me viera —dijo—. Era un riesgo calculado. Estaba justo enfrente. Ay, ojalá pudiera permitirme una Minolta con telémetro. Algún día… —Todd adoptó una expresión nostálgica.

—Habrías preparado una historia, por si acaso.

—Sí; le hubiera preguntado si había visto a mi perro. Bueno, y cuando revelé el carrete, las comparé con ésas.

Entregó a Dussander tres fotografías xerografiadas. Las había visto muchas veces antes. En la primera aparecía en su despacho del campo de refugiados de Patin; había sido recortada para que no se viera nada más que a él mismo y la bandera nazi que había junto a su mesa. La segunda era la fotografía que le hicieron el día que se alistó. Y en la tercera aparecía dándole la mano a Heinrich Gluecks, el segundo del propio Himmler.

—Por entonces estaba ya bastante seguro, pero no podía comprobar si tenía el labio leporino por culpa de su maldito bigote. Tenía que asegurarme, así que hice esto.

Y pasó a Dussander la última hoja del sobre. Había sido doblada muchas veces. Los pliegues se habían ensuciado. Las esquinas estaban gastadas por el roce, como los papeles que pasan mucho tiempo en los bolsillos de muchachos con muchas cosas que hacer y lugares adonde ir. Era una copia de la hoja de búsqueda israelí de Kurt Dussander. Con ella en la mano, Dussander pensó en los muertos que no descansan en paz y que se niegan a permanecer enterrados.

—Tomé sus huellas dactilares —dijo Todd, sonriendo—. Y luego las cotejé con las de esta hoja.

Dussander le contempló asombrado y luego, en un susurro, dijo «mierda» en alemán.

—¡No puede ser!

—Claro que sí. Mi mami y mi papi me regalaron un equipo para huellas dactilares las Navidades pasadas. Uno de verdad, no un simple juguete. Tenía polvos, y tres pinceles para tres superficies diferentes y papel especial para recogerlas. Mis padres saben que quiero ser detective de mayor. Claro que piensan que ya se me pasará. —Descartó tal idea alzando y bajando los hombros—. El libro lo explicaba todo sobre verticilos y superficies y puntos de semejanza. Lo llamaban comparaciones. Son necesarias ocho comparaciones para que un tribunal acepte una huella dactilar.

»Así que un día que usted había ido al cine me vine hasta aquí y eché polvos en su buzón y en el pomo de la puerta y recogí todas las huellas que pude. Muy listo, ¿eh?

Dussander no contestó. Agarró con fuerza los brazos de la mecedora y le temblaban los labios. A Todd no le gustaba eso. Parecía a punto de echarse a llorar. Lo cual, sin duda, era completamente absurdo. ¿La Fiera Sanguinaria de Patin llorando? Eso sería como esperar que Chevrolet quebrara o que McDonald’s dejara de hacer hamburguesas y se dedicara al caviar y las trufas.

—Saqué dos tipos distintos de huellas dactilares —dijo Todd—. Unas no se parecían en nada a las de la hoja de búsqueda. Supuse que serían las del cartero. Todas las demás eran suyas. Y localicé más de ocho comparaciones. Encontré por lo menos catorce perfectas. —Sonrió—. Y así fue como lo logré.

—Eres un pequeño hijo de perra —dijo Dussander, y, por un instante, le brillaron los ojos peligrosamente. Todd sintió un chispazo leve de angustia, igual que poco antes en el vestíbulo. Pero Dussander se replegó en seguida.

—¿A quién se lo has contado?

—A nadie.

—¿Ni siquiera a ese amigo tuyo, a ese Cony Pegler?

—Foxy. Foxy Pegler. Qué va, Foxy es un bocazas. No se lo he dicho a nadie. No confío en nadie lo bastante como para eso.

—¿Y qué es lo que quieres, chico? ¿Dinero? Lo siento, pero creo que no hay nada. En Sudamérica sí lo había, aunque mucho me temo que no era nada tan romántico y peligroso como el tráfico de drogas. Hay (había) una especie de «red de amigos» en Brasil, Paraguay y Santo Domingo. Fugitivos de la guerra. Yo ingresé en su círculo y me fue discretamente bien en minerales y en metales (estaño, cobre, bauxita). Luego, llegaron los cambios. Nacionalismo. Antiamericanismo. Podía haber soportado los cambios, pero los hombres de Wiesenthal me seguían la pista. La mala suerte atrae a la mala suerte, chico, y la una sigue a la otra como perros a una perra en celo. Por dos veces, casi me agarran. Una vez oí a aquellos cabrones judíos en la habitación de al lado.

»Colgaron a Eichmann —susurró. Se llevó una mano al cuello al tiempo que empezaba a girar los ojos como los del niño que escucha un pasaje pavoroso de un cuento de terror… quizás “Hansel y Gretel” o “Barba Azul”—. Era un viejo que no podía hacer daño a nadie. Y apolítico. Y, aun así, le colgaron.

Todd asintió.

—Al final, recurrí a las únicas personas que podían ayudarme. Habían ayudado a otros y yo no podía seguir huyendo.

—¿Recurrió a Odessa? —preguntó Todd anhelante.

—A los sicilianos —dijo Dussander escuetamente, y el rostro de Todd se ensombreció de nuevo—. Se arregló todo. Documentos falsos, falso pasado. ¿Te apetece beber algo, chico?

—Claro. ¿Tiene Coca?

—Nada de Coca. —Lo pronunció Kok.

—¿Leche?

—Leche.

Dussander cruzó la arcada y pasó a la cocina. Un fluorescente zumbó al encenderse.

—Vivo de dividendos de acciones —siguió Dussander desde la cocina—. Acciones que compré después de la guerra, aunque con otro nombre, claro. Por mediación de un banco del estado de Maine, si es que te interesa saberlo. El banquero que se ocupó de la operación fue encarcelado por asesinar a su mujer un año después… la vida es un tanto extraña, chico, hein?

La puerta del refrigerador se abrió y se cerró.

—Los chacales sicilianos ignoraban la existencia de las acciones —dijo—. Hoy los sicilianos están en todas partes, pero en aquellos días Boston era lo más al norte que llegaban. Si hubieran sabido lo de las acciones, se las hubieran quedado también. Me hubieran dejado bien limpio y me hubieran enviado a Norteamérica a vivir de la beneficencia y morirme de hambre.

Todd oyó que abría la puerta de una alacena; oyó el líquido cayendo en el vaso.

—Algunas de General Motors, algunas Telefónicas, ciento cincuenta acciones de Revlon. Todo elección del banquero aquel. Dufresne, se llamaba… lo recuerdo porque se parece a mi propio nombre. Pero no debía de ser tan listo planeando asesinatos como eligiendo valores en alza. El crime passionel, chico. Lo único que demuestra es que los hombres son asnos que saben leer.

Volvió a la sala de estar, arrastrando las zapatillas. Traía dos vasos de plástico verde que parecían de los que dan a veces en las inauguraciones de las gasolineras. Cuando llenas el depósito te dan un vaso gratis. Dussander ofreció un vaso a Todd.

—Viví decentemente de la carpeta de valores que ese Dufresne me compró durante mis primeros cinco años aquí. Pero luego vendí las acciones de Diamond Match para comprarme esta casa y una pequeña cabaña no lejos de Big Sur. Luego, la inflación. Recesión. Vendí la cabaña de Big Sur y poco a poco fui vendiendo los valores, muchos de ellos con beneficios extraordinarios. Ojalá hubiera comprado más. Pero creía estar bien protegido en otras direcciones; los valores eran, como decís vosotros los norteamericanos, un «riesgo»… —Emitió un silbido y chasqueó los dedos.

Todd se aburría. No había ido allí para escuchar a Dussander gimotear por su dinero y rezongar por sus valores. La idea de chantajearle no se le había pasado siquiera por la cabeza. ¿Dinero? ¿Para qué quería él dinero? Ya tenía su asignación. Y lo que le daban por el reparto de periódicos. Si sus necesidades monetarias superaban lo que pudiera cubrir esto durante alguna semana determinada, siempre había alguien que necesitaba que le segaran el césped.

Todd se acercó el vaso de leche a los labios y luego vaciló. Su sonrisa se desplegó de nuevo… una sonrisa admirativa. Tendió el vaso-regalo-de-gasolinera a Dussander.

—Tome usted un poco —dijo astutamente.

Dussander le miró con fiereza un instante, sin alcanzar a comprender, y luego giró los ojos inyectados en sangre.

Grüss Gott! —Asió el vaso, tomó dos sorbos y se lo devolvió al chico—. Nada de jadeos, ni de ahogos. Ni olor a almendras amargas. Es leche, chico. Leche. De las Dairylea Farms. En el envase hay una vaca sonriendo.

Todd le contempló un instante, cauteloso. Luego, probó la leche, claro que lo hizo; pero, por alguna razón, ya no tenía demasiada sed. Posó el vaso. Dussander se encogió de hombros, alzó su propio vaso y tomó un trago. Chasqueó los labios.

—¿Aguardiente? —preguntó Todd.

—Bourbon. Añejo. Muy bueno. Y barato.

Todd recorrió con los dedos las costuras de los pantalones.

—Así que si has decidido correr un «riesgo» por tu propia cuenta, será mejor que sepas que has elegido acciones sin valor.

—¿Hmmm?

—Chantaje —dijo Dussander—. ¿No es así como le llaman en Mannix y en Hawai 5-0 y en Barnaby Jones? Extorsión. Si era eso lo que…

Pero Todd estaba riéndose… una risa alegre e infantil. Movió la cabeza, intentó hablar, no pudo conseguirlo y siguió riéndose.

—No —dijo Dussander, y su expresión se tornó de pronto más lúgubre y aterrada de lo que había sido desde que Todd empezara a hablar. Tomó otro largo sorbo de su bebida, hizo una mueca y se encogió de hombros—. Entiendo que no es eso… al menos no es la extorsión del dinero. Pero, aunque te rías, huelo extorsión en todo esto. ¿De qué se trata? ¿Por qué vienes aquí a molestar a un pobre viejo? Puede que, como dices tú, yo fuera nazi en otros tiempos. Hasta puede que incluso fuera SS. Pero ahora soy sólo viejo, y para conseguir hacer de vientre tengo que ponerme un supositorio… Así que dime lo que quieres.

Todd se había calmado. Miró fijamente a Dussander, con suplicante franqueza.

—Bueno… quiero que me cuente, que me hable de cómo fue. Eso es todo. No quiero más que eso. De veras.

—Que te cuente… —repitió Dussander. Parecía absolutamente perplejo.

Todd se inclinó hacia delante apoyando los codos curtidos en las rodillas.

—Claro. Todo. Pelotones de fusilamiento. Cámaras de gas. Hornos crematorios. Lo de los tipos que cavaban sus propias tumbas y luego se quedaban de pie al borde hasta caer dentro. Los… —sacó la lengua y se humedeció los labios—, los experimentos. Todo. Absolutamente todo.

Dussander le miraba con una especie de asombrada indiferencia, tal como podría observar un veterinario a la gata que da a luz una serie de gatitos de dos cabezas.

—Eres un monstruo —dijo al fin, suavemente.

Todd inspiró profundamente con la boca cerrada.

—Según todos los libros que leí para mi monografía, el monstruo es usted, señor Dussander. No yo. Usted les mandaba a los hornos, no yo. Dos mil al día en Patin antes de que llegara usted. Tres mil después. Tres mil quinientos antes de que llegaran los rusos y le obligaran a parar. Himmler le calificó de experto eficaz y le concedió una medalla. ¿Y usted me llama a mí monstruo? Por Dios

—Todo eso no son más que inmundas mentiras norteamericanas —dijo Dussander, dolido. Posó el vaso dando un golpe, derramando el bourbon en la mano y en la mesa—. Ni el problema ni su solución dependían de lo que yo hiciera. Yo recibía órdenes e instrucciones que tenía que obedecer.

La sonrisa de Todd se amplió. Ahora era casi presuntuosa.

—Oh, ya sé cómo lo han distorsionado los norteamericanos —susurró Dussander—. Pero vuestros propios políticos dejan en pañales a nuestro Goebbels. Hablan de moralidad mientras ahogan en napalm ardiente a niñitos y ancianas. Llaman cobardes y pacifistas de mierda a los que se oponen al reclutamiento. Encarcelan y acosan a los que se niegan a obedecer órdenes. Aporrean en las calles a los que se manifiestan en contra de la desdichada aventura asiática de este país. Vuestros presidentes condecoran a los reclutas que matan a inocentes y se les recibe con alborozo y honores cuando vuelven de matar a niños a bayonetazos y de incendiar hospitales. Se les dan banquetes, se les entregan las llaves de la ciudad, entradas gratis para los partidos de béisbol —alzó el vaso hacia Todd—. Sólo a los que perdieron se les trata como a criminales de guerra por haber obedecido órdenes e instrucciones.

Bebió y le dio un acceso de tos que puso un tenue color en sus mejillas.

Durante toda esta parrafada, Todd se inquietó como solía hacerlo cuando sus padres discutían por algo de las noticias de la noche en la televisión. Las ideas políticas de Dussander no le interesaban mucho más que sus valores y acciones. Él pensaba que la gente recurría a la política para poder hacer otras cosas. Como cuando él quería tantear bajo el vestido de Sharon Ackerman el año anterior. Sharon dijo que estaba mal que quisiera hacer aquello, aun cuando, por el tono de su voz, él dedujo que la idea la excitaba. Así que le dijo que quería ser médico de mayor y entonces le dejó. Aquello era política. Quería que le hablara de los médicos alemanes que hicieron experimentos apareando mujeres con perros, colocando gemelos idénticos en refrigeradores para comprobar si morían al mismo tiempo o si uno de los dos duraba más, y que le hablara de la terapia con electrochoque y de las operaciones sin anestesia y de los soldados alemanes que violaban a cuantas mujeres querían. Todo lo demás eran paparruchas aburridas para ocultar lo que realmente le interesaba y no contárselo.

—Si no hubiera obedecido me habrían matado. —Dussander respiraba con dificultad, balanceándose en la mecedora, haciéndola chirriar. Le envolvía una nube de vaho alcohólico.

»Siempre existió el frente ruso, nicht wahr? Nuestros dirigentes estaban locos, de acuerdo, pero quién va a discutir con locos, máxime cuando el más loco de todos ellos tiene la suerte de Satán. Escapó por milímetros de un brillante atentado. Los conspiradores fueron estrangulados con cuerdas de piano, estrangulados lentamente. Sus largas agonías fueron filmadas para que sirvieran de ejemplo edificante a la elite…

—¡Vaya! ¡Fantástico! —gritó impulsivo Todd—. ¿Lo vio usted, vio la película?

—Sí. La vi. Todos vimos lo que les ocurría a los reacios, a los que no remaban a favor de la corriente y esperaban que pasara la tormenta. Lo que hicimos entonces era lo que había que hacer. Era lo que había que hacer en aquel momento y en aquel lugar. Yo volvería a hacerlo. Pero…

Bajó los ojos hacia el vaso. Estaba vacío.

—… pero no quiero hablar de ello, ni siquiera pensar en ello. Lo que hicimos estaba motivado por el instinto de supervivencia, y nada relacionado con la supervivencia es agradable… Tuve pesadillas… —Cogió lentamente un cigarrillo de la caja que había sobre la televisión—. Sí. Soñé durante años. Oscuridad y sonidos en la oscuridad. Máquinas de arrastre. Excavadoras. Culatas de armas golpeando lo que podría ser tierra helada o cráneos humanos. Silbidos, sirenas, disparos, gritos. Las puertas de carros ganaderos abriéndose en heladas tardes invernales.

»Luego, en mis sueños cesaban todos los sonidos… y los ojos se abrían en la oscuridad, brillando como los ojos de los animales de una selva tropical de lluvias perennes. Viví durante años a orillas de la selva, y supongo que por esa razón, en aquellos sueños, siempre olía y sentía la selva. Despertaba bañado en sudor, el corazón atronando en mi pecho y los puños en la boca para apagar los gritos. Y solía pensar: El sueño es la realidad. Brasil, Paraguay, Cuba… esos lugares son el sueño. En la realidad sigo en Patin. Los soviéticos están hoy más cerca que ayer. Algunos están recordando ahora que en 1943 tuvieron que comer cadáveres congelados de alemanes para seguir vivos. Ahora anhelan beber sangre alemana caliente. Se rumoreaba, chico, que fue eso precisamente lo que hicieron algunos de ellos cuando entraron en Alemania. Cortarle la garganta a algunos prisioneros y beberse su sangre. Yo solía despertarme y pensar: El trabajo ha de continuar. Sólo así no habrá pruebas de lo que hicimos aquí, o tan pocas, que el mundo, que no desea creerlo, no tenga que hacerlo. Solía pensar: Si vamos a sobrevivir, el trabajo ha de continuar.

Todd escuchaba con gran interés y atención. Aquello era bastante bueno, pero estaba seguro de que habría mejor material en los días siguientes. Todo lo que Dussander necesitaba era un poco de estímulo. Muchísimos hombres de su edad estaban seniles.

Dussander dio un chupada larga e intensa al cigarrillo.

—Luego, cuando los sueños cesaron, llegaron los días en que creía haber visto a alguien de Patin. Nunca eran carceleros o compañeros oficiales, siempre prisioneros. Recuerdo una tarde en Alemania occidental, hace diez años. Había habido un accidente en la autovía. El tráfico se paralizó en todos los carriles. Yo estaba sentado en mi Morris, oyendo la radio, esperando que se reanudara el tráfico. Miré a mi derecha. Había un Simca muy viejo en el carril de al lado y el hombre que iba al volante me estaba mirando. Tal vez tuviera unos cincuenta años y parecía enfermo. Tenía una cicatriz en la mejilla. El cabello era blanco, corto, un corte pésimo. Miré hacia otro lado. Los minutos pasaban y el tráfico seguía paralizado. Empecé a mirar furtivamente de vez en cuando al individuo del Simca. Siempre que le miraba, él me estaba mirando, su cara inmóvil como muerta, los ojos hundidos en las cuencas. Me convencí de que había estado en Patin. Había estado allí y me había reconocido.

Dussander se pasó una mano por los ojos. Prosiguió:

—Era invierno. El hombre llevaba chaqueta. Pero yo estaba seguro de que si me bajaba del coche y me acercaba a él, le hacía quitarse la chaqueta y subirse las mangas de la camisa, vería el número en su brazo.

»Al fin se reanudó el tráfico. Me alejé del Simca. Si el embotellamiento hubiera durado otros diez minutos, creo que me habría bajado del coche y sacado a aquel viejo del suyo. Y le habría golpeado, con o sin número. Le habría golpeado por mirar de aquel modo.

»Poco después de este incidente, me fui para siempre de Alemania.

—Suerte que lo hizo —dijo Todd.

Dussander se encogió de hombros.

—Era igual en todas partes. La Habana, Ciudad de México, Roma. Pasé tres años en Roma, ¿sabes? Y siempre veía a un hombre mirándome por encima de su cappuccino… a una mujer en el vestíbulo de un hotel que parecía interesarse más por mí que por su revista… a un camarero de un restaurante que no me quitaba ojo de encima mientras servía a quien fuera. Acababa convencido de que toda aquella gente me estaba examinando y que aquella noche el sueño volvería: los sonidos, la selva, los ojos.

»Pero cuando me vine a Estados Unidos lo borré todo de mi mente. Voy al cine. Como fuera de casa una vez por semana, siempre en uno de esos lugares de platos preparados tan limpios y tan bien iluminados con fluorescentes. Y, en casa, hago rompecabezas y leo novelas (malas casi todas) y veo la televisión. Por la noche, leo hasta que me duermo. Y no he vuelto a soñar. Cuando me fijo en alguien que me mira en el supermercado o en la biblioteca o en la tabaquería, creo que debe de ser porque me parezco a su abuelo… o a un antiguo profesor o al vecino de un pueblo del que se fueron hace mucho tiempo. —Movió la cabeza hacia Todd—. Pasara lo que pasara en Patin, le sucedió a otro hombre. No a mí.

—¡Grandioso! —exclamó Todd—. Quiero saberlo todo.

Dussander entornó aún más los ojos y luego los abrió lentamente.

—No entiendes nada. Yo no deseo hablar en absoluto de ello.

—Pero lo hará. Porque, si no lo hace, le diré a todo el mundo quién es usted.

Dussander le miró fijamente, sombrío.

—Lo sabía —dijo—. Sabía que tarde o temprano tropezaría con la extorsión.

—Hoy quiero que me hable de los hornos —dijo Todd—. Quiero que me explique cómo los asaban una vez muertos. —Brilló su sonrisa, espléndida y radiante—. Pero, antes de empezar, póngase los dientes. Está mejor con los dientes puestos.

Dussander hizo lo que le mandaba. Habló a Todd de los hornos de gas hasta la hora en que Todd tenía que irse a casa a comer. Cada vez que intentaba desviarse generalizando, Todd fruncía el ceño disgustado y le hacía preguntas concretas para obligarle a coger de nuevo el hilo. Dussander bebía muchísimo mientras hablaba. Y no sonreía. Pero Todd sí. Todd sonreía lo suficiente por los dos.

2

Agosto, 1974

Se sentaron en la galería posterior de Dussander bajo un cielo alegre y despejado. Todd llevaba vaqueros, zapatillas deportivas Keds y su camiseta de la liga infantil de béisbol. Dussander vestía una camisa gris holgada e informes pantalones caqui con tirantes. Pantalones de borracho vagabundo, pensó Todd con desdén, parecían recién sacados de una caja de la parte de atrás del almacén del Ejército de Salvación del centro de la ciudad. No iba a tener más remedio que hacer algo con la indumentaria casera de Dussander. Le fastidiaba la diversión.

Los dos estaban comiendo hamburguesas Big Macs que había traído Todd en el cesto de la bici, pedaleando de firme para que no se enfriaran. Todd bebía Coca con una pajilla de plástico. Dussander tenía un vaso de bourbon.

Su voz de viejo subía y bajaba, pastosa, vacilante, casi inaudible a veces. Sus ojos azul claro, enrojecidos como siempre, nunca estaban quietos. Cualquiera les habría tomado por abuelo y nieto, el último de los cuales quizás asistía a algún rito de iniciación, a una transmisión.

—Y eso es todo lo que recuerdo —concluyó Dussander, y dio un gran bocado a su bocadillo. La salsa especial McDonald’s le chorreaba barbilla abajo.

—Puede usted hacerlo mejor —dijo Todd con suavidad.

Dussander tomó un largo sorbo de su vaso.

—Los uniformes eran de papel —dijo al fin, casi irritado—. Cuando un prisionero moría, el uniforme se recogía si aún podía servir. A veces, un uniforme de papel podía servir para cuarenta prisioneros. Recibí grandes alabanzas por mi frugalidad.

—¿De Gluecks?

—De Himmler.

—Pero en Patin había una fábrica de ropa. Me lo contó la semana pasada. ¿Por qué no les hacían allí los uniformes? Los propios prisioneros podrían haberlos hecho.

—En la fábrica de Patin se hacían uniformes para los soldados alemanes. Y en cuanto a nosotros… —Por un instante, pareció quebrársele la voz; y luego se obligó a seguir—: Nosotros no nos dedicábamos a la rehabilitación —concluyó.

Todd desplegó su amplia sonrisa.

—¿Basta por hoy? Por favor, me duele la garganta.

—No debiera fumar tanto, entonces —dijo Todd, sin dejar de sonreír—. Cuénteme algo más de los uniformes.

—¿Cuáles? ¿Los de los prisioneros, o los de los soldados? —El tono de Dussander era resignado.

3

Septiembre, 1974

Todd estaba en la cocina de su casa, preparándose un bocadillo de manteca de cacahuete y jalea. Se accedía a la cocina subiendo media docena de escalones de madera de secoya hasta una zona elevada, resplandeciente de cromo y acero inoxidable. La máquina de escribir eléctrica de su madre funcionaba sin parar desde que Todd había llegado del colegio. Estaba copiando la tesina de un estudiante graduado. Dicho estudiante tenía el cabello corto, usaba gafas gruesas y, en la humilde opinión de Todd, parecía un extraterrestre. La tesis versaba sobre el efecto de las moscas de la fruta en el valle de Salinas después de la segunda guerra mundial, o sobre cualquier estupidez por el estilo. Ahora la máquina de escribir se detuvo y ella salió de su despacho.

—Niño-Todd —le saludó su madre.

—Niña-Monica —saludó él a su vez, bastante amistosamente.

Todd pensó que su madre era una muchachita bastante agraciada para sus treinta y seis años; cabello rubio con vetas cenicientas en un par de sitios, alta, buena figura; hoy llevaba pantalones cortos rojo oscuro y una blusa transparente color whisky (llevaba la blusa atada al desgaire bajo el pecho, dejando al descubierto el estómago, terso y liso). Llevaba en el pelo, recogido cuidadosamente hacia atrás con un prendedor turquesa, un borrador de máquina.

—¿Qué tal el colegio? —le preguntó, subiendo los peldaños hasta la cocina.

Le rozó los labios con los suyos en un gesto casual y se deslizó en uno de los bancos que había ante el mostrador del desayuno.

—El colegio, estupendo.

—¿Estarás en la lista de honor otra vez?

—Seguro. —En realidad, creía que sus notas bajarían aquel primer trimestre. Había pasado muchísimo tiempo con Dussander, y cuando no estaba con el viejo, estaba pensando en lo que le había contado. Una o dos veces había soñado con las cosas que Dussander le había contado. Claro que podía arreglarlo todo.

—Alumno aventajado —dijo ella, revolviéndole el pelo despeinado—. ¿Cómo está ese bocadillo?

—Bueno.

—¿Podrías prepararme uno y llevármelo al despacho?

—No —dijo él, levantándose—. Prometí al señor Denker que iría y le leería una hora o así.

—¿Todavía seguís con Robinson Crusoe?

—Qué va. —Le enseñó el lomo de un libro grueso que había comprado en una librería de viejo por veinte centavos: Tom Jones.

—Niño-Todd, te llevará todo el curso acabarlo. ¿No podía buscar al menos una edición abreviada, como la de Crusoe?

—Seguramente. Pero él quiere que lea ésta. Eso dijo.

—Ah —le contempló un momento. Luego le abrazó. Era raro en ella mostrarse tan afectiva e inquietó un poco a Todd—. Eres muy bondadoso dedicando tanto tiempo libre a leer para él. A tu padre y a mí nos parece sencillamente… sencillamente excepcional.

Todd bajó los ojos humildemente.

—Y no querer que lo sepa nadie —dijo ella—. Ocultar una buena acción como ésa.

—Oh, los amigos… seguramente pensarían que soy un bicho raro —dijo Todd, sonriendo con la cabeza baja—. Empezarían a fastidiarme con toda esa mierda.

—No digas eso —le respondió ella, distraída. Y añadió—: ¿Crees que al señor Denker le gustaría venir a casa a cenar una noche?

—Quizá —dijo Todd vagamente—. Mira, si estás de acuerdo se lo insinuaré a ver qué le parece.

—Muy bien. La cena será a las seis y media. No lo olvides.

—No lo olvidaré.

—Tu padre trabajará hasta tarde, así que cenaremos tú y yo solos otra vez, ¿de acuerdo?

—Fantástico, nena.

Le contempló con tierna sonrisa, mientras se alejaba, esperando que no hubiera nada en Tom Jones que no debiera leer; sólo tenía trece años. No creía que lo hubiera. Estaba creciendo en una sociedad en la que revistas como Penthouse estaban al alcance de cualquiera que tuviera un dólar veinticinco en el bolsillo o de cualquier chico que pudiera llegar al estante de arriba y echarle una ojeada rápida antes de que el quiosquero le gritara que la dejara en su sitio y se largara. En una sociedad cuyo credo principal parecía ser jorobar al vecino, no creía que hubiera mucho en un libro de hacía doscientos años que pudiese perjudicar a Todd, y quizás el viejo pudiese disfrutar un poco con él.

Y, tal como le gustaba decir a Richard, para un niño el mundo era un gran laboratorio. Hay que dejarles investigar y curiosear. Y si el niño en cuestión lleva una vida familiar sana y tiene padres cariñosos, estará bien pertrechado para encajar los golpes y las sorpresas.

Y allá iba el niño más sano que ella conocía, pedaleando en su bicicleta calle arriba. Nos salió perfecto el chico, pensó, volviéndose para hacerse el bocadillo. Ya lo creo que lo hicimos bien.

4

Octubre, 1974

Dussander había adelgazado. Estaban sentados en la cocina, el viejo ejemplar de Tom Jones entre ambos sobre el hule de la mesa (Todd, que procuraba no dejar cabos sueltos, se había comprado un resumen del libro con parte de su asignación y se lo había leído a conciencia, por si a sus padres se les ocurría hacerle preguntas sobre la trama). Estaba comiéndose un pastelillo Ding Ring que había comprado él mismo en el mercado. Había comprado otro para Dussander, pero Dussander no lo había tocado. Se limitaba a mirarlo amorosamente de vez en cuando mientras bebía su bourbon. A Todd le disgustaba que algo tan exquisito se desperdiciara. Si no se lo comía pronto, le preguntaría si podía tomárselo él.

—¿Y cómo enviaban el material a Patin? —preguntó Todd.

—En vagones de ferrocarril —dijo Dussander—. En vagones de ferrocarril etiquetados MEDICAMENTOS. Llegaban en grandes embalajes que parecían ataúdes. Muy apropiado, supongo. Los prisioneros los descargaban y los apilaban en la enfermería. Luego nuestros hombres los colocaban en los estantes del almacén. Lo hacían durante la noche. El almacén quedaba detrás de las duchas.

—¿Y siempre era Zyklon-B?

—No, alguna que otra vez mandaban algo distinto. Gases experimentales. El Alto Mando estaba siempre interesado en perfeccionar la eficacia. Una vez nos mandaron un gas cuyo nombre clave era PEGASUS. Un gas nervioso. Gracias a Dios no volvieron a mandarlo. No… —Dussander vio que Todd se inclinaba hacia delante, le vio aguzar los ojos y se interrumpió, haciendo un gesto de indiferencia con su vaso de plástico—. No funcionó muy bien —dijo—. Era… bastante aburrido.

Pero no engañó a Todd, no le engañó en absoluto.

—¿Cuáles eran sus efectos? ¿Qué les hacía?

—Les mataba… ¿qué querías que les hiciera? ¿Caminar sobre el agua? Les mataba, eso es todo.

—Cuéntemelo.

—No —dijo Dussander, incapaz ya de disimular el espanto que sentía. No había pensado en PEGASUS… ¿durante cuánto tiempo? ¿Diez años? ¿Veinte años?—. No te lo contaré. Me niego.

—Cuéntemelo —repitió Todd, lamiéndose el chocolate de los dedos—. Cuéntemelo o ya verá.

, pensó Dussander. Ya veo. Claro que veo, monstruo pestilente.

—Les hacía bailar —dijo, a regañadientes.

—¿Bailar?

—Como el Zyklon-B, salía por las duchas. Y ellos… ellos empezaban a saltar. Y algunos gritaban. Casi todos se reían. Empezaban a vomitar y a… a defecar, sin poder evitarlo…

—¡Guau! —dijo Todd—. Se cagaban encima, ¿eh? —Señaló el pastelillo del plato de Dussander. Había terminado ya el suyo—. ¿Se lo va a comer?

Dussander no contestó. Tenía los ojos nublados por el recuerdo. Su rostro era frío y lejano, como la parte oscura de un planeta sin movimiento de rotación. En el interior de su mente sentía una extrañísima mezcla de revulsión y (¿podría ser?) nostalgia.

—Empezaban a contorsionarse y a pegar unos extraños y fuertes gritos. Mis hombres… llamaban al PEGASUS «gas tirolés» por aquellos gritos largos, prolongados y musicales. Y luego sencillamente se caían al suelo y se quedaban allí tirados sobre sus vómitos y sus excrementos, se quedaban allí, sí, sobre el cemento, gritando y canturreando, sangrando por la nariz. Pero te mentí, chico, el gas no les mataba, no sé si porque no era bastante fuerte o porque no nos permitimos esperar el tiempo suficiente. Supongo que fue eso. Hombres y mujeres como aquéllos no podían haber durado mucho. Al fin mandé a cinco hombres armados a poner fin a su agonía. Hubiera sido una mancha en mi historial si se hubiera sabido, no lo dudo, se habría considerado un derroche de munición en una época en la que el Führer había declarado que cada bala era un recurso nacional. Pero confiaba en aquellos cinco hombres. Hubo veces, chico, en que pensé que no olvidaría jamás aquel sonido. Aquellos gritos. Aquellas risas.

—Ya lo supongo —dijo Todd. Liquidó el pastelillo de Dussander en dos bocados. Si hoy derrochas, mañana te faltará, decía la madre de Todd en las raras ocasiones en que éste se quejaba por las sobras—. Fue una historia estupenda, señor Dussander. Claro que siempre lo son. En cuanto consigo que empiece.

Todd le sonrió. Y, sorprendentemente (y, desde luego, no porque deseara hacerlo), Dussander se sorprendió devolviéndole la sonrisa.

5

Noviembre, 1974

Dick Bowden, el padre de Todd, se parecía extraordinariamente a un actor de cine y televisión llamado Lloyd Bochner. Tenía (Bowden, no Bochner) treinta y ocho años. Era un hombre delgado y enjuto, al que le gustaba vestir camisas estilo universitario selecto y trajes de colores sólidos, generalmente oscuros. Si iba a las obras en construcción, llevaba caquis y un casco, recuerdo de sus días en el Cuerpo de la Paz, cuando había colaborado en el proyecto y construcción de dos presas en África. Cuando trabajaba en su estudio en casa, usaba gafas de trabajo de media lente que se le caían hasta la punta de la nariz y le daban un aire de decano de universidad. Hoy llevaba puestas las gafas, mientras golpeteaba el boletín de notas del primer trimestre de su hijo contra el resplandeciente cristal de la mesa.

—Una B. Cuatro C. Una D. Una D, ¡válgame Dios, Todd! Tu madre procurará disimularlo, pero está muy disgustada.

Todd bajó los ojos. No sonreía. La actitud de su padre no presagiaba nada bueno.

—Santo cielo, Todd, nunca habías traído unas notas como éstas. Una D en álgebra… Pero ¿qué diablos es esto?

—No lo sé, papá —se miraba humildemente las rodillas.

—Tu madre y yo pensamos que quizás estés dedicando más tiempo de la cuenta al señor Denker. No le das bastante a los libros, Todd. Creemos que deberías dedicarle sólo los fines de semana, campeón. Al menos hasta que veamos que las notas…

Todd alzó la vista y, por un instante, Bowden creyó ver un tenue destello de furia en los ojos de su hijo. Él mismo abrió más los ojos, apretó con fuerza el boletín color crema… y al instante siguiente era de nuevo el mismo Todd de siempre quien le miraba francamente, aunque con expresión de desdicha. ¿Habría existido realmente aquella furia que había creído ver? Seguro que no. Pero aquel instante le había confundido, le impedía ver con claridad qué hacer. Todd no se había enfurecido, y Dick Bowden no quería enfurecerle. Él y su hijo eran amigos, siempre habían sido amigos, y Dick quería que las cosas siguieran igual. No tenían secretos el uno para el otro, ninguno en absoluto (aparte del hecho de que Dick Bowden era algunas veces infiel con su secretaria, pero aquello no era precisamente el tipo de cosa que le cuentas a tu hijo de trece años, ¿no?… y, además, no tenía peso en su vida familiar). Así se suponía que era, era como tenía que ser en un mundo desquiciado en el que los asesinos andaban sueltos, los adolescentes se inyectaban heroína y los más pequeños (de la edad de Todd) aparecían con enfermedades venéreas.

—No, papá, por favor. Quiero decir que no castigues al señor Denker por algo que es culpa mía. Quiero decir, él estaría perdido sin mí. Mejoraré. De veras. Es que el álgebra… es que me costó mucho al principio. Pero repasaré con Ben Tremaine y, después de estudiar juntos unos días, empezaré a entender. Es que… no sé, me atasqué al principio.

—Creo que estás perdiendo mucho tiempo con él —dijo Bowden, pero empezaba ya a perder terreno. Era difícil contrariar a Todd, resultaba difícil disgustarle, y lo que había dicho de castigar al viejo por culpa suya… maldita sea, tenía sentido. El viejo parecía esperar con gran impaciencia sus visitas.

—Ese señor Storrman, el profesor de álgebra, exige muchísimo, de veras —dijo Todd—. Muchos chicos han sacado D. Y tres o cuatro han suspendido.

Bowden asintió pensativo.

—No volveré a ir los miércoles. No hasta que mejore las notas. —Había leído los ojos de su padre—. Y, en lugar de salir por cualquier cosa del colegio, me quedaré después de clase y estudiaré. Lo prometo.

—¿Tanto te agrada ese anciano?

—Es estupendo, de verdad —dijo Todd con sinceridad.

—Bueno… de acuerdo. Probaremos a hacer como dices, campeón. Pero quiero que las notas sean mucho mejores en enero, ¿me has entendido? Estoy pensando en tu futuro. Tal vez creas que a tu edad es demasiado pronto para empezar a pensar en el futuro, pero no es así. No lo es en absoluto.

Igual que a su madre le gustaba decir Si hoy derrochas, mañana te faltará, a Dick Bowden le encantaba decir En absoluto.

—Entiendo, papá —dijo Todd muy serio. De hombre a hombre.

—Pues ya puedes irte; a darle de firme a esos libros entonces. —Se subió las gafas sobre la nariz y palmeó a Todd en el hombro.

La luminosa y gran sonrisa de Todd le llenó el rostro.

—¡Ahora mismo, papá!

Bowden vio marcharse a Todd, con su personal sonrisa de orgullo. Era único entre un millón. Y no era furia lo que había visto en el rostro de Todd. Seguro que no. Disgusto, quizá… pero no aquella emoción de alto voltaje que creyó por un instante identificar en su expresión. Si Todd estuviera tan furioso, tendría que saberlo él; podía leer en su hijo como en un libro abierto. Siempre había sido así.

Cumplido ya el deber paterno, Dick Bowden extendió un plano y se inclinó sobre él silbando.

6

Diciembre, 1974

La cara que contestó la llamada insistente de Todd al timbre de la puerta era cetrina y macilenta. El cabello, que en julio era abundante y lozano, había empezado ahora a clarear en la huesuda frente y parecía frágil y sin brillo. El cuerpo de Dussander, delgado de por sí, parecía ahora descarnado… aunque, pensaba Todd, no era ni con mucho tan descarnado como los prisioneros que en otros tiempos tuviera a su cargo.

Mientras Dussander abría la puerta, Todd mantuvo la mano izquierda a la espalda. Ahora la sacó y ofreció un paquete a Dussander.

—¡Feliz Navidad! —gritó.

Dussander retrocedió; luego, aceptó el paquete sin expresar interés ni sorpresa. Lo manejaba con cautela, como si pudiera contener explosivos. Estaba lloviendo. Llevaba lloviendo a breves intervalos casi una semana, y Todd había llevado el paquete dentro de la chaqueta. Estaba envuelto con papel de regalo y cinta.

—¿Qué es? —preguntó Dussander sin entusiasmo, mientras iban a la cocina.

—Ábralo y lo verá.

Todd sacó una lata de Coca del bolsillo de su chaqueta y la posó sobre el hule de cuadros rojos y blancos de la mesa de la cocina.

—Será mejor que baje las persianas —dijo confidencialmente.

El recelo se pintó de inmediato en el rostro de Dussander.

—¿Eh? ¿Por qué?

—Bueno… nunca se sabe quién puede estar mirando —dijo Todd, sonriendo—. ¿No es así como se las arregló usted todos estos años? ¿Viendo a quienes podían verle antes de que ellos le vieran a usted?

Dussander bajó las persianas de la cocina. Luego, se sirvió un vaso de bourbon. Después, quitó el lazo al paquete. Todd lo había envuelto tal como suelen envolver los paquetes de los regalos de Navidad los chicos (chicos que tienen cosas más importantes en la cabeza, cosas como juegos y el programa de la tele del viernes que se ve con un amigo que se queda a dormir, ambos envueltos en una manta y apretujados en un extremo del sofá, riéndose). Las esquinas estaban rotas, los dobleces torcidos, un montón de cinta adhesiva. Indicaba impaciencia con algo tan propio de mujeres.

Pese a sí mismo, Dussander se sintió un poco conmovido. Y después, cuando el terror cedió un poco, pensó: Debía haberlo supuesto.

Era un uniforme. Un uniforme de las SS. Con botas altas y todo.

Contempló aturdido desde el contenido de la caja a la tapa de cartón: CONFECCIÓN DE CALIDAD PETER - AL SERVICIO DEL PÚBLICO DESDE 1951.

—No —dijo, con calma—. No me lo pondré. Hasta aquí hemos llegado, chico. Me moriré antes que ponérmelo.

—Recuerde lo que le hicieron a Eichmann —dijo Todd con solemnidad—. Era viejo y no tenía ideas políticas. ¿No es eso lo que decía usted? Además, estuve ahorrando todo el otoño para comprarlo. Me costó más de ochenta pavos, con botas incluidas. Además, no le importó ni mucho menos ponérselo en 1944.

—¡Asqueroso hijo de perra! —Dussander alzó un puño sobre la cabeza. Todd permaneció imperturbable, sin asustarse lo más mínimo, con los ojos brillantes.

—Bueno —dijo con suavidad—. Adelante, atrévase a tocarme. Tóqueme sólo una vez.

Dussander bajó la mano. Le temblaban los labios.

—Eres una criatura perversa —murmuró.

—Póngaselo —le pidió Todd.

Dussander se llevó las manos al cordón de la bata y se detuvo. Sus ojos, suplicantes y mansos, buscaron los de Todd.

—Por favor —dijo—. Soy sólo un viejo. Basta ya.

Todd movió la cabeza lentamente, pero con firmeza. Aún le brillaban los ojos. Le gustaba que Dussander le suplicara. Así debían de suplicarle a él en aquellos tiempos. Los prisioneros de Patin.

Dussander dejó caer la bata al suelo y se quedó sólo con las zapatillas y los calzoncillos. Tenía el pecho hundido y el vientre ligeramente abultado. Sus brazos eran brazos huesudos de viejo. El uniforme, pensó Todd. Con el uniforme sería distinto. Dussander sacó lentamente la chaqueta de la caja y empezó a ponérsela.

Diez minutos después, tenía puesto el uniforme completo de las SS. La gorra estaba levemente ladeada, los hombros hundidos, pero, de todas formas, la insignia de la calavera destacaba con claridad. Con el uniforme, Dussander poseía una oscura dignidad (al menos a los ojos de Todd) que no tenía antes. Pese a sus hombros caídos, pese al ángulo torcido de sus pies, Todd se sintió complacido. Por primera vez, Dussander tenía el aspecto que Todd creía que debía tener. Más viejo, sí. Derrotado, sin duda. Pero otra vez con uniforme. No era ya el viejo que desperdicia sus últimos años contemplando a Lawrence Welk en un mugriento televisor en blanco y negro con papel de aluminio en la antena, sino Kurt Dussander, la Fiera Sanguinaria de Patin.

En cuanto al propio Dussander, se sentía incómodo, disgustado… Y sentía al mismo tiempo una suave y solapada sensación de alivio. Despreció parcialmente esta última sensación, reconociéndola como el más auténtico indicador del dominio psicológico que el chico había llegado a ejercer sobre él. Era prisionero del chico, y cada vez que descubría que podría soportar una nueva indignidad, cada vez que volvía a sentir aquel alivio suave, el poder del chico aumentaba. De todas formas, se sentía aliviado. No era más que tela y botones y broches… y era todo falso. Una cremallera en la bragueta, en vez de botones. Los distintivos del rango tampoco eran correctos, el corte era una chapuza, las botas, de imitación de piel. Sólo era un uniforme de pacotilla, y la cosa no era para tanto, ¿verdad? No. Estaba…

—¡La gorra bien puesta! —gritó Todd.

Dussander parpadeó, mirándole sorprendido.

¡La gorra bien puesta, soldado!

Dussander obedeció, dándole casi inconscientemente aquella leve inclinación que había sido característica de sus Oberleutnants… y, desgraciadamente, era el uniforme de un Oberleutnant.

—¡Pies juntos!

Se puso firme, uniendo los talones con un golpe vigoroso, haciendo lo que debía prácticamente sin pensarlo, obedeciendo como si se hubiera desprendido de los años pasados al tiempo que de la bata.

«Achtung!»

Replicó bruscamente y, por un momento, Todd se sintió asustado, asustado de veras. Se sintió como el aprendiz de brujo que había dado vida a las escobas pero que no poseía ingenio suficiente para detenerlas una vez en movimiento. El anciano que vivía en decorosa pobreza había desaparecido. Aquél era Dussander.

Pero en seguida el temor dejó paso a una hormigueante sensación de poder.

¡Media vuelta!

Dussander se giró ágilmente, olvidando el bourbon, el tormento de los últimos cuatro meses olvidado. Oyó el chasquido de sus talones al chocar de nuevo al situarse frente al horno salpicado de grasa. Podía ver más allá el polvoriento patio de entrenamiento de la academia militar en que había recibido su instrucción.

¡Media vuelta!

Volvió a girarse, sin ejecutar tan a la perfección esta vez la orden, perdiendo un poco el equilibrio. En otros tiempos, aquello habría significado diez faltas y la punta de un bastón ligero en su vientre, expulsando el aliento con una bocanada angustiada y violenta. Sonrió para sí. El chico no sabía todos los trucos. Ciertamente no.

¡Mar-chen! —gritó Todd. Sus ojos brillaban, ardientes. La firmeza desapareció de los hombros de Dussander; volvió a inclinarse hacia delante.

—No, por favor —dijo—. ¡Por favor…!

¡Marchen! ¡Marchen! ¡Marchen! ¡Marchen, he dicho!

Con un sonido estrangulado, Dussander empezó a hacer el paso de la oca por el desvaído linóleo del suelo de su cocina. Giró a la derecha para eludir la mesa; volvió a girar a la derecha cuando se aproximaba a la pared. Tenía levemente alzada la cara, inexpresiva. Sus piernas se le adelantaban, aterrizaban luego con estrépito, haciendo resonar la vajilla barata del armario que había sobre el fregadero. Movía los brazos en arcos cortos.

La imagen de las escobas caminando volvió a Todd, y con ella el espanto. Se le ocurrió de pronto que no deseaba que Dussander disfrutara en absoluto de aquello y que quizá (sólo quizás) hubiera deseado que Dussander pareciera ridículo más que auténtico. Pero de alguna forma, a pesar de su edad y de los muebles baratos de la cocina, no resultaba en absoluto ridículo. Resultaba aterrador. Por primera vez, los cadáveres en las zanjas y los crematorios parecieron cobrar realidad para Todd. Las fotografías de la maraña de brazos y piernas y torsos macilentos, en las frías lluvias primaverales de Alemania, ya no eran algo representado como una escena de una película de horror (un montón de cuerpos de maniquíes que los tramoyistas y los encargados de accesorios se encargarían de recoger cuando la escena terminara) sino sencillamente un hecho real asombroso, inexplicable y maligno. Creyó por un momento poder oler el suave y leve olor humoso de la putrefacción.

El terror le atenazó.

—¡Basta! —gritó.

Dussander siguió marcando el paso, los ojos perdidos en el vacío. Había erguido un poquito más la cabeza, tensando los flacos tendones de su garganta, alzada la barbilla en un ángulo arrogante. Su afilada nariz se proyectaba obscenamente.

Todd sintió el sudor en sus axilas.

¡Alto! —gritó.

Dussander se detuvo, con el pie derecho adelantado; alzó el izquierdo y lo posó luego junto al derecho con un único golpe seco. Por un momento, la fría inexpresividad siguió en su rostro (robótica, fatua), dando luego paso a la confusión. Y a la confusión siguió la frustración. Se desplomó.

Todd suspiró en silencio con alivio y, por un instante, se sintió furioso consigo mismo. ¿Quién es el que manda aquí, vamos a ver? Luego, recobró la confianza en sí mismo. Yo, por supuesto. Y será mejor que él no lo olvide.

Empezó a sonreír otra vez.

—Bastante bien. Con un poco de práctica creo que lo hará mucho mejor.

Dussander guardó silencio, jadeante, con la cabeza inclinada.

—Ya puede quitárselo —añadió Todd con generosidad; y no pudo evitar preguntarse si realmente quería que Dussander volviera a ponérselo. Durante unos segundos…

7

Enero, 1975

Después del último timbre, Todd salió solo del colegio, cogió la bicicleta y bajó pedaleando hasta el parque. Encontró un banco vacío, aparcó la bici y sacó el boletín de notas del bolsillo. Echó un vistazo alrededor para ver si había por la zona algún conocido, pero sólo vio a otros dos estudiantes besuqueándose junto al estanque y a un par de mugrientos vagabundos que se pasaban una bolsa de papel. Malditos vagabundos, pensó; pero no eran los vagabundos lo que le preocupaba. Abrió el boletín.

Inglés: C. Historia: C. Ciencias Naturales: D. Ciencias Sociales: B. Francés elemental: F. Principios de álgebra: F.

Se quedó mirando las notas fijamente, incrédulo. Él ya sabía que serían malas, pero la verdad es que eran desastrosas.

Tal vez sea lo mejor, le dijo súbitamente una voz interna. Hasta puede que lo hicieras a propósito porque una parte de ti desea que todo termine. Necesita que termine. Antes de que ocurra algo malo.

Rechazó este pensamiento con firmeza. No iba a suceder nada malo. Tenía a Dussander en un puño. Completamente bajo control. El viejo creía que uno de los amigos de Todd tenía una carta pero no sabía qué amigo. Si a Todd le ocurría algo… lo que fuera, aquella carta iría a la policía. Llegó a pensar que Dussander lo intentaría de todas formas. Pero estaba demasiado viejo para correr, incluso con ventaja inicial.

—Está bajo control, maldita sea —murmuró Todd, y luego tensó el muslo lo suficiente para formar un nudo muscular. No estaba bien lo de hablar solo… los locos hablaban solos. Había cogido la costumbre de hacerlo en las últimas seis semanas o así y parecía incapaz de evitarlo. Se había dado cuenta de que algunas personas le miraban de forma extraña por ello. Dos de ellas, profesores. Y el imbécil de Bernie Everson se le había plantado delante y le había preguntado si se estaba volviendo tarumba. Había estado muy, pero que muy a punto de atizarle un puñetazo en la boca al muy maricón; y ese tipo de cosas (altercados, peleas, puñetazos) tampoco benefician a nadie. Servían sólo para hacerte notorio de forma errónea. Hablar solo estaba mal, sí, de acuerdo, pero…

—Los sueños tampoco están bien —susurró. Esta vez ni siquiera se oyó.

Últimamente, sus sueños eran horribles. En los sueños, siempre llevaba uniforme, aunque variaba de tanto en tanto. A veces, era un uniforme de papel y estaba en fila con cientos de hombres macilentos; el olor a quemado impregnaba el aire y podía oír el incoherente rumor de las excavadoras. Luego aparecía Dussander e iba señalando a éste o a aquél de la fila. Los señalados se quedaban. Los otros se alejaban hacia los crematorios. Algunos pataleaban y se debatían, pero la mayoría estaban demasiado débiles y agotados. Luego Dussander estaba firme frente a él. Sus ojos se encontraban por un largo y paralizante instante y luego Dussander apuntaba con un desvaído paraguas a Todd.

—Lleven a éste a los laboratorios —decía Dussander en el sueño. Alzaba el labio superior dejando al descubierto la dentadura postiza—. Llévense a este chico americano.

En otro sueño, llevaba un uniforme de las SS. Sus botas altas, limpias y pulidas como un espejo. La insignia de la calavera y los broches resplandecían. Pero estaba en el centro del bulevar San Donato y todo el mundo le miraba. Y lo señalaban. Algunos empezaban a reírse. Otros le miraban sorprendidos, irritados o asqueados. En su sueño aparecía un viejo coche que se detenía con un chirrido ensordecedor, y desde su interior le miraba escrutador Dussander, un Dussander que parecía tener casi doscientos años y estar casi momificado, su piel pergamino amarillento.

—¡Yo te conozco! —chillaba el Dussander del sueño. Miraba a su alrededor, a los espectadores, y se volvía de nuevo a Todd—. ¡Eras el encargado de Patin! ¡Miradle todos! ¡Ésta es la Fiera Sanguinaria de Patin! ¡El Experto en Eficacia de Himmler! ¡Yo te denuncio, asesino! ¡Yo te denuncio, carnicero! ¡Yo te denuncio, asesino de niños! ¡Yo te denuncio!

Y en otro sueño vestía uniforme de rayas de convicto y dos guardianes le llevaban por un corredor de paredes de piedra; los guardianes parecían sus padres. Ambos llevaban llamativos brazaletes amarillos con la estrella de David. Tras ellos caminaba un sacerdote que leía el Deuteronomio. Todd miraba hacia atrás por encima del hombro y veía que el clérigo era Dussander y que llevaba la chaqueta negra de oficial de las SS.

Al final del corredor de piedra, unas dobles puertas se abrían a una sala octogonal con paredes de cristal en cuyo centro había un patíbulo. Tras las paredes de cristal había hileras de hombres y mujeres enflaquecidos, desnudos todos, todos con la misma expresión sombría y abatida. Todos llevaban en el brazo un número azul.

—Está bien —susurraba Todd para sí mismo—. Todo está bien realmente, todo está bajo control.

La pareja que se estaba besuqueando en el parque le lanzaba miradas. Todd se les quedó mirando furioso, retándoles a decir algo. Al final se volvieron hacia otro lado. ¿Se estaría riendo el chico?

Todd se levantó, se encasquetó el boletín de notas en el bolsillo y montó en la bici. Fue pedaleando hasta una droguería que quedaba a dos manzanas del parque. Compró allí un frasquito de borrador especial de tinta y una pluma de punta fina con tinta azul. Volvió luego al parque (la pareja de antes se había ido, pero allí seguían los vagabundos, infectando el lugar) y se puso B en inglés, A en historia, B en ciencias naturales, C en francés y B en álgebra. En el caso de las ciencias sociales simplemente borró la nota y volvió a poner la misma, para que el boletín tuviera un aspecto uniforme.

Uniformes, correcto.

—Está bien —murmuró Todd para sí mismo—. Esto les contendrá. Está bien. Esto les calmará.

Una noche, a finales de mes, algo pasadas ya las dos, Kurt Dussander se despertó debatiéndose con la ropa de la cama, jadeando y gimiendo, en una oscuridad hermética y aterradora. Se sentía medio asfixiado, paralizado por el miedo. Era como si tuviera sobre el pecho una pesada piedra y se preguntó si no sería un ataque al corazón. Buscó a tientas en la oscuridad la lámpara de la mesita y casi la tiró al encenderla.

Estoy en mi propio cuarto, pensó, mi propio dormitorio, aquí, en Santo Donato, aquí, en California, aquí, en Estados Unidos. Veamos, las mismas cortinas cubriendo la misma ventana, las mismas estanterías con los mismos libros baratos de la tienda de la calle Soren, la misma alfombra gris, el mismo papel azul en la pared. Nada de ataque al corazón. Ni selva. Ni ojos.

Pero el terror seguía envolviéndole como una piel hedionda y su corazón seguía galopando alocado. El sueño había vuelto. Sí. Sabía que tarde o temprano, si el chico seguía yendo, sucedería. El maldito chico. Suponía que aquella carta de protección del chico no era más que un farol y no muy bueno; algo sacado de algún programa de detectives de televisión. ¿En qué amigo iba a confiar el chico que no abriera tan importante carta? Sencillamente en ninguno. Al menos eso era lo que creía Dussander. Si pudiera estar seguro

Cerró las manos con un doloroso crujido artrítico; las abrió lentamente.

Cogió el paquete de cigarrillos de la mesa y encendió uno raspando la cerilla de madera en el pilar de la cama. Las manecillas del reloj marcaban las 2.41. Ya no podría dormir más aquella noche. Tragó el humo y luego lo fue expulsando, tosiendo, en una serie de espasmos agobiantes. Ya no podría dormir a menos que bajara a tomar uno o dos tragos. O tres. Y había estado bebiendo realmente demasiado durante las últimas seis semanas. Ya no era un jovencito que pudiera tomar una copa tras otra, tal como hacía cuando era un joven oficial de permiso en Berlín allá por 1939, cuando el aire estaba impregnado de victoria y en todas partes se oía la voz del Führer y se veían sus ojos deslumbrantes y autoritarios…

¡El chico… el maldito chico!

—Sé honrado —se dijo en voz alta, y el sonido de su propia voz en la estancia silenciosa le sobresaltó un poco. No tenía la costumbre de hablar solo, aunque tampoco era aquélla la primera vez que lo hacía. Recordaba haberlo hecho alguna que otra vez durante las últimas semanas en Patin, cuando todo se había hundido en torno suyo y hacia el este el sonido de la amenaza rusa se intensificaba, primero día a día y luego hora a hora. Era bastante lógico que hablara solo entonces. Estaba sometido a una gran tensión y la gente que está bajo tensión suele hacer cosas raras. Se palpan los testículos a través de los bolsillos de los pantalones, castañetean los dientes… Wolff había sido un gran rechinadientes. Se reía mientras lo hacía. Huffman había sido un gran chasqueadedos y un gran palmeamuslos, creando ritmos rápidos y complicados, a los que parecía absolutamente ajeno. Y él, Kurt Dussander, a veces hablaba solo. Pero ahora…

—Ahora estás otra vez bajo tensión —dijo en voz alta. Se dio cuenta de que había hablado en alemán. Hacía muchos años que no hablaba alemán y el idioma le pareció ahora cálido y reconfortante. Le arrullaba, le calmaba. Era dulce y misterioso.

—Sí. Estás bajo tensión. Por culpa del chico. Pero sé sincero contigo mismo. Es demasiado pronto esta mañana para decir mentiras. No has lamentado del todo hablar. Al principio, te aterraba la posibilidad de que el chico no pudiera o no quisiera guardar el secreto. Tendría que decírselo a algún amigo, que se lo diría a su vez a otro amigo, que a su vez se lo contaría a dos. Pero, si ha mantenido el secreto hasta ahora, seguirá manteniéndolo. Si me llevaran a mí… él perdería su… su libro parlante. ¿Es eso lo que soy para él? Creo que sí lo soy…

Siguió pensando, en silencio. Había estado tan solo… nadie sabría nunca hasta qué punto había estado solo. Algunas veces, había llegado a considerar seriamente el suicidio. Él no servía para ermitaño. Las voces que oía procedían de la radio. La gente que veía estaba al otro lado de un cuadrado de cristal sucio. Era viejo y, aunque temía a la muerte, temía muchísimo más el ser un viejo que está solo.

A veces, su vejiga le engañaba. Estaba a medio camino del cuarto de baño cuando una mancha oscura se extendía por sus pantalones. En el tiempo húmedo, sus articulaciones empezaban primero a palpitar y a clamar luego y algunos días había llegado a tomarse un bote entero de calmante para la artritis entre el amanecer y el atardecer… y, aun así, la aspirina sólo calmaba el dolor. Incluso actos como sacar un libro de la estantería o cambiar de canal la televisión le resultaban una prueba dolorosa. Y no veía bien, le fallaba la vista. A veces tropezaba con las cosas, se despellejaba las espinillas, se daba golpes en la cabeza. Vivía con el constante temor de romperse un hueso y no poder llegar hasta el teléfono, y con el constante temor de que, si llegaba, algún médico descubriera luego su auténtico pasado, al sospechar del inexistente historial médico del señor Denker.

El chico había aliviado en parte todo aquello. Cuando estaba con él, podía recordar los viejos tiempos; sus recuerdos de aquella época eran perversamente claros. Soltaba un catálogo aparentemente interminable de nombres y sucesos, incluso del tiempo de tal y cual día. Recordaba al detective Henreid, que manejaba una ametralladora en la torre noreste, y el bulto que el detective Henreid tenía entre los ojos. Algunos hombres le llamaban Tres Ojos y Viejo Cíclope. Y recordaba a Kessel, que tenía una foto de su novia desnuda, echada en un sofá con las manos tras la cabeza. Kessel mandaba a los hombres que miraran la foto. Y recordaba los nombres de los médicos y sus experimentos: umbrales de dolor, ondas cerebrales de hombres y mujeres muertos, efectos de diferentes tipos de radiación, y muchos más. Cientos más.

Suponía que hablaba al chico tal como suelen hablar todos los viejos, pero imaginaba que era más afortunado que la mayoría de los viejos cuyo público mostraba impaciencia, desinterés o manifiesta descortesía. Su público se mostraba absolutamente fascinado.

¿Era un precio demasiado alto el tener unas pesadillas? Apagó el cigarrillo aplastándolo y se quedó un momento mirando el techo; luego columpió sus pies hacia el suelo. Suponía que él y el chico eran repugnantes, alimentándose el uno del otro de aquella forma, devorándose mutuamente. Si a su propio estómago le resultaba penoso a veces digerir la siniestra aunque rica comida que compartían por la tarde en la cocina… ¿cómo la digeriría el chico? ¿Dormiría bien? Tal vez no. Últimamente, le parecía que el chico estaba pálido y más delgado que cuando había irrumpido por vez primera en su vida.

Cruzó la habitación y abrió la puerta del armario. Tanteó las perchas a su derecha, buscando a oscuras y sacó el falso uniforme. Colgaba de su mano como una piel de buitre. Lo tocó con la otra mano… lo palpó… y luego lo acarició.

Después de largo rato, lo descolgó y se lo puso, vistiéndose lentamente, sin mirarse al espejo hasta terminar de abotonarlo y abrocharlo (el falso cierre de cremallera también).

Luego se contempló en el espejo y movió la cabeza. Volvió a la cama, se echó y fumó otro cigarrillo. Cuando lo terminó tenía sueño. Apagó la lamparilla, sin creer que pudiera ser tan fácil. Pero a los cinco minutos estaba dormido y esta vez su sueño fue reposado y sin pesadillas.

8

Febrero, 1975

Después de la cena, Dick Bowden sacó un coñac, que a Dussander le pareció realmente detestable. Aunque, por supuesto, sonrió ampliamente y lo alabó en exceso. La esposa de Bowden sirvió al chico un batido de chocolate. El chico había permanecido insólitamente callado durante toda la cena. ¿Preocupado? Sí. Por alguna razón, el chico parecía muy preocupado.

Dussander había cautivado a Dick y a Monica Bowden desde el momento en que él y el chico llegaron. El chico había explicado a sus padres que la vista del señor Dussander era bastante peor de lo que en realidad era (por lo cual el pobre señor Dussander necesitaba lazarillo, pensó Dussander fríamente) porque eso explicaba toda aquella lectura que se suponía que Todd hacía para el señor Dussander. Dussander había sido sumamente cauto al respecto y creía no haber cometido ningún error.

Se había puesto su mejor traje y, pese a que la noche era húmeda, su artritis se había portado extraordinariamente bien (nada más que una punzada ocasional). Por alguna absurda razón, el chico había querido que dejara el paraguas en casa, pero él había insistido. En conjunto, la velada había resultado agradable y bastante estimulante. Con o sin coñac detestable, hacía nueve años que no salía a cenar fuera de casa.

Durante la cena habló de Essen, de la reconstrucción de la Alemania posbélica (Bowden le había planteado varias preguntas inteligentes sobre el tema y parecía impresionado por las respuestas de Dussander) y de los escritores alemanes. Monica Bowden le había preguntado cómo es que había ido a Estados Unidos siendo ya tan mayor, y Dussander, adoptando una expresión de pesadumbre miope, le había hablado de la muerte de su imaginaria esposa. Monica Bowden era empalagosamente amable y comprensiva.

Y ahora, sobre la copa de aquel infecto coñac, Dick Bowden dijo:

—Por favor, señor Denker, no me responda si lo considera demasiado personal… pero no dejo de preguntarme qué hizo usted en la guerra.

El chico se puso rígido, aunque apenas perceptiblemente. Dussander sonrió y buscó a tientas sus cigarrillos. Podía verlos perfectamente, pero era importante no cometer el más nimio error. Monica se los puso en la mano.

—Gracias, querida señora. La cena estuvo soberbia. Es usted una excelente cocinera. Mi propia esposa nunca lo hizo mejor.

Monica le dio las gracias y pareció turbada. Todd dirigió a su madre una mirada furiosa.

—Nada personal en absoluto —dijo Dussander, encendiendo el cigarrillo y volviéndose hacia Bowden—. Estuve en la reserva a partir de 1943, igual que todos los hombres hábiles demasiado mayores ya para estar en el servicio activo. Entonces las cosas estaban mal para el Tercer Reich y para los dementes que lo crearon. Para uno en particular, claro.

Apagó la cerilla con aire solemne.

—Fue un gran alivio cuando la opinión se volvió contra Hitler. Un gran alivio. Por supuesto. —Y en este punto, miró cautivadoramente a Bowden, de hombre a hombre—. Pero, claro, había que ser muy cauto y no expresar ese sentimiento… No en voz alta.

—Ya lo supongo —dijo con respeto Dick Bowden.

—No —dijo Dussander con gravedad—. No en voz alta. Recuerdo una noche en que cuatro o cinco, amigos todos, paramos en un Ratskeller, una bodega, a tomar un trago después del trabajo (por entonces no siempre había aguardiente, ni siquiera cerveza, pero precisamente aquella noche había ambas cosas). Hacía más de veinte años que nos conocíamos todos. Y uno del grupo, Hans Hassler, mencionó de pasada que tal vez el Führer no hubiera sido bien aconsejado en lo de abrir un segundo frente contra los rusos. Yo le dije: «¡Hans, por amor de Dios, ten cuidado con lo que dices!». El pobre Hans palideció y cambió de tema. Pero tres días después desapareció. No volví a verle, y, por lo que sé, ninguno de los que estábamos sentados a la misma mesa aquella noche volvió a verle.

—¡Qué horrible! —dijo Monica sin aliento—. ¿Más coñac, señor Dussander?

—No, gracias —le sonrió—. Mi esposa tenía un dicho aprendido de su madre: «Jamás te excedas en lo sublime».

El gesto hosco de Todd se agudizó levemente.

—¿Cree que le enviarían a uno de los campos? —preguntó Dick—. ¿A su amigo Hessler?

—Hassler —corrigió amablemente Dussander. Adoptó una expresión grave—. A muchos los mandaban a los campos. Los campos… serán la vergüenza del pueblo alemán durante mil años. Son el verdadero legado de Hitler.

—Bueno, yo creo que eso es demasiado duro —dijo Bowden, encendiendo la pipa y expulsando una asfixiante nube de humo—. Según he leído, la mayor parte del pueblo alemán ignoraba por completo lo que estaba sucediendo. Por ejemplo, los que vivían en los alrededores de Auschwitz creían que era una fábrica de salchichas.

—¡Oh, qué espanto! —dijo Monica, e hizo a su marido un gesto para que dejaran el tema. Luego se volvió a Dussander y sonrió—. Me encanta el olor de la pipa, ¿y a usted, señor Denker?

—Pues realmente sí, señora —dijo Dussander. A él le producía unas ganas incontrolables de estornudar.

Súbitamente, Bowden tendió la mano por encima de la mesa y palmeó a su hijo en el hombro. Todd se sobresaltó.

—Estás muy callado esta noche, hijo. ¿Te encuentras bien?

Todd les dedicó su peculiar sonrisa que parecía dividida entre su padre y Dussander.

—Perfectamente. Pero recuerda que ya he oído muchas de esas historias antes.

—¡Todd! —dijo Monica—. ¡Eso no es…!

—El chico sólo dice la verdad —dijo Dussander—. Un privilegio de los chicos al que los adultos a menudo han de renunciar. ¿Eh, señor Bowden?

Dick asintió y sonrió.

—Quizá pueda acompañarme Todd caminando hasta casa —dijo Dussander—. Supongo que tendrá que estudiar.

—Todd es un alumno muy aventajado —dijo Monica, aunque hablaba casi maquinalmente, mirando a Todd de forma un tanto enigmática—: Suele sacar sobresaliente en todo. El último trimestre sacó una C. Pero ha prometido sacar mejor nota en francés también en marzo, ¿verdad, cariño?

Todd dedicó a su madre de nuevo su peculiar sonrisa, y asintió.

—No hace falta que camine —dijo Dick—. Con mucho gusto le llevaré en coche.

—Paseo para tomar el aire y para hacer ejercicio —dijo Dussander—. Realmente he de hacerlo, a no ser que Todd prefiera no pasear…

—Oh, no, me gusta pasear —dijo Todd, y su padre y su madre le contemplaron radiantes.

Habían llegado casi a la esquina de la casa de Dussander cuando Dussander rompió el silencio. Lloviznaba y él mantenía el paraguas sobre ambos. Y aun así, su artritis seguía tranquila, dormitando. Era asombroso.

—Eres como mi artritis —dijo.

—¿Qué? —dijo Todd, alzando la cabeza.

—Ni tú ni ella tenéis mucho que decir esta noche. ¿Qué le pasa a tu lengua, chico? ¿Ha sido el gato o el corvejón?

—Nada —dijo Todd. Doblaron hacia la calle de Dussander.

—Tal vez pueda adivinarlo —dijo Dussander, no sin un toque de malicia—. Cuando viniste a buscarme, temías que pudiera meter la pata… «dejar escapar al gato del saco», como decís vosotros. No obstante, estabas decidido a seguir adelante con la cena porque habías agotado las excusas. Y ahora te sientes desconcertado por el simple hecho de que todo haya ido bien. ¿No es cierto?

—¿Qué más da? —dijo Todd, encogiéndose de hombros, malhumorado.

—¿Por qué no iba a ir bien todo? —exigió saber Dussander—. Antes de que tú nacieras, yo ya sabía fingir. Tú sabes guardar un secreto bastante bien, te lo concedo. Te lo concedo encantado. Pero ¿te has fijado en mí esta noche? Sencillamente les cautivé. ¡Les cautivé!

Todd explotó:

—¡No tenía por qué hacerlo!

Dussander se paró en seco y se volvió a mirar fijamente a Todd.

—¿No tenía que hacerlo? ¿No? Creí que era precisamente lo que tú querías, chico. Ahora seguro que no se opondrán en absoluto a que sigas viniendo a «leerme».

—Se siente muy seguro y da demasiadas cosas por supuesto —dijo Todd irritado—. Tal vez haya conseguido ya todo lo que quería de usted. ¿Acaso cree que alguien me obliga a venir a su pocilga a ver cómo se atiborra de alcohol como esos viejos sacos de pulgas vagabundos que merodean por la estación vieja? ¿Acaso es eso lo que cree? —Su voz había adquirido un tono agudo, vacilante, histérico—. Pues nadie me obliga a ir. Iré si me da la gana. Y si no, no iré.

—Baja la voz. Van a oírte.

—¿Y qué más da? —dijo Todd, pero empezó a caminar de nuevo. Deliberadamente, caminaba fuera del paraguas.

—Desde luego, nadie te obliga a venir —dijo Dussander. Y luego dejó caer, con toda intención—: En realidad, me parecería muy bien que no volvieras. Créeme, chico. No me molesta en absoluto beber solo. En absoluto.

Todd le miró despectivamente.

—Le encantaría, ¿eh?

Dussander se limitó a sonreír evasivamente.

—Muy bien, pues no cuente con ello.

Habían llegado al camino de cemento que llevaba a las escaleras de la puerta de casa de Dussander. Dussander hurgó en el bolsillo buscando la llave. La artritis chispeó un instante en las articulaciones de sus dedos y se calmó en seguida, esperando. Dussander pensó que ahora sabía lo que estaba esperando su artritis: estaba esperando que volviera a estar solo. Entonces aparecería de nuevo.

—Le diré algo —dijo Todd. Parecía extrañamente sofocado—. Si mis padres supieran lo que fue usted, si alguna vez se lo dijera, le escupirían y luego le echarían a patadas.

Dussander miró fijamente a Todd en la lluviosa oscuridad. El muchacho le miraba a su vez desafiante, pero estaba pálido, estaba bastante ojeroso y todo en su rostro parecía indicar que cavilaba y pensaba muchas horas mientras los demás dormían.

—Estoy absolutamente seguro de que no les produciría más que repugnancia —dijo Dussander, aunque, para sus adentros, creía que Bowden padre contendría su repugnancia lo suficiente para hacerle algunas de las preguntas que su hijo ya le había hecho—. Sólo repugnancia. Pero ¿qué crees tú que sentirían por ti, chico, si les contara que lo sabes todo de mí desde hace ocho meses y que no les habías dicho nada?

Todd le miró silencioso en la oscuridad.

—Ven a visitarme si te apetece —concluyó Dussander con indiferencia—. Y quédate en casa si no te apetece venir. Buenas noches, chico.

Se encaminó hacia la puerta principal de su casa, dejando a Todd allí quieto en la lluvia y mirándole con la boca ligeramente entreabierta.

A la mañana siguiente durante el desayuno, Monica dijo:

—A tu padre le cayó muy bien el señor Denker, Todd. Dice que le recuerda a tu abuelo.

Todd murmuró algo ininteligible en torno a su tostada. Monica miró a su hijo y se preguntó si habría dormido bien. Estaba pálido. Y aquel inexplicable bajón de sus notas… Todd nunca había sacado notas tan bajas.

—¿Te encuentras bien, Todd?

Él la contempló con expresión vacía un instante; luego, aquella sonrisa radiante cubrió su cara, cautivándola, tranquilizándola… Tenía una pizca de confitura de fresa en la barbilla.

—Claro —le contestó—. Perfectamente.

—Niño-Todd —dijo ella.

—Niña-Monica —respondió él, y ambos se echaron a reír.