Todo eso ocurrió a primeros de febrero de 1963; cuando Tommy Williams volvió a su celda preguntó a otros seis o siete presos con condenas largas y todos le contaron más o menos la misma historia. Lo sé porque yo fui uno de ellos. Pero, cuando le pregunté por qué quería saberlo, se negó a decírmelo.

Luego, un día fue a la biblioteca y proporcionó a Andy buen surtido de información. Y, por primera y última vez, al menos desde que se había acercado a pedirme el cartel de Rita Hayworth como el chaval que compra su primer paquete de cigarrillos, Andy perdió el control… pero esta vez lo perdió por completo.

Le vi aquel mismo día, más tarde. Parecía el individuo que ha llegado al final de una pista y que se da un gran golpe entre los ojos. Le temblaban las manos y cuando le dirigí la palabra no me contestó. Antes de que la tarde terminara se había puesto en contacto con Billy Hanlon, que era el carcelero jefe, y concertado una cita con el director Norton para el día siguiente. Después me contaría que no había pegado ojo en toda la noche, oía aullar fuera el frío viento de invierno, veía cómo los focos daban vueltas y vueltas, proyectando móviles sombras alargadas en los muros de cemento de la jaula que llamaba hogar desde que Harry Truman era presidente, e intentaba meditar sobre todo aquello. Me dijo que era como si Tommy hubiera hecho aparecer de pronto la llave que abriese una jaula que era como su propia celda. Sólo que, en lugar de albergar a un hombre, aquella jaula albergaba a un tigre, un tigre llamado Esperanza. Williams había dado con la llave que abría la jaula y, lo quisiera o no, el tigre tenía libertad ahora para vagar por su cerebro.

A Tommy Williams le habían detenido cuatro años atrás en Rhode Island conduciendo un coche robado lleno de mercancías robadas. Tommy delató a su cómplice, el fiscal del distrito hizo un poco la vista gorda y le rebajaron la sentencia que se quedó, con el tiempo que había cumplido ya, en dos años. Cuando llevaba cumplidos once meses su compañero de celda salió libre y le asignaron a Tommy un nuevo compañero, un tipo llamado Elwood Blatch. A Blatch le habían detenido por robo a mano armada y allanamiento. Y en su día le habían sentenciado a una pena de seis a doce años.

—En mi vida he visto a un tipo más neurótico —me dijo Tommy—. Un hombre así nunca debería querer robar, y menos armado… Por el más leve ruido pegaba un bote hasta el techo y lo más seguro es que aterrizara disparando. Una noche estuvo a punto de estrangularme porque al fondo de la galería un tipo se puso a pegar en los barrotes de su celda con una lata.

»Pasé siete meses con él, hasta que me dejaron en libertad. Pasaba un tiempo en la cárcel y un tiempo fuera, ya sabes. No puede decirse que habláramos porque yo no llamaría exactamente conversación a aquello, ¿entiendes? Blatch no conversaba con nadie. Lo que hacía era hablar sin parar. No cerraba la boca. Y si intentabas meter baza, te amenazaba con el puño y revolvía los ojos. Cuando lo hacía, se me ponía la carne de gallina. Era un tipo enorme, casi completamente calvo, con unos ojos verdes muy hundidos en las cuencas. Ufff, espero no volver a verle nunca.

»Por las noches era como si hablar le emborrachase. Me contaba dónde se había criado, los orfelinatos de los que se había escapado, los trabajos que había hecho, las mujeres que se había tirado, las partidas de dados que había ganado. Yo me limitaba a dejarle hablar. Aunque mi cara no sea gran cosa, no me gustaría que me la hicieran nueva, la verdad.

»Había robado, según él, en unos doscientos garitos. Me costaba trabajo creerlo de un tipo como él que estallaba como un petardo con sólo oír un pedo; pero él juraba que era cierto. En fin, escucha Red… conozco a tipos que se enteran de algo y luego inventan cosas, pero recuerdo que antes incluso de haber oído el nombre de ese profesor de golf, de Quentin, pensaba que si Blatch entraba a robar en mi casa y yo le descubría, tendría que considerarme el mamón más afortunado del mundo por seguir aún con vida. ¿Puedes imaginártelo en el dormitorio de una señora, examinando su joyero y ella que tose dormida o que se da la vuelta? Sólo de pensarlo se me pone la carne de gallina, de veras, te lo juro por mi madre.

»Dijo también que había matado. A personas que le fastidiaban. Y yo le creí. Tenía todo el aspecto de un individuo capaz de asesinar. ¡Era un tipo tan endiabladamente neurótico y crispado! Era como una pistola con el percutor acortado. Conocí a un tipo que tenía una Smith & Wesson Police Special con el percutor acortado. No servía para nada, excepto como motivo de conversación. El tirador de aquella arma era tan ligero que podía dispararse si el tipo aquel, que se llamaba John Callahan, ponía el tocadiscos a todo volumen y la colocaba sobre uno de los altavoces. Pues Blatch era igual. No puedo explicarlo mejor. Pero el caso es que no dudé ni por un momento que hubiera despachado a unos cuantos.

»Así que una noche, sólo por decir algo, voy y le pregunto: “¿Y a quién mataste?”, en plan de broma, ¿sabes? Y él se echa a reír y me dice: “Hay un tipo allá en Maine cumpliendo condena por dos que me cargué yo. Un tipejo y la mujer de ese cretino que está en la cárcel. Yo andaba rastreando la casa y aquel tipo empezó a fastidiarme”.

»No recuerdo si llegó a decirme cómo se llamaba la mujer —siguió explicando Tom—. Tal vez lo hiciera. Pero, en Nueva Inglaterra, Dufresne es como Smith o Jones en el resto del país, hay muchos apellidos franchutes por allí. Dufresne, Lavesque, Oulette, Poulin, quién puede recordar los nombres de los franchutes. Pero sí me dijo el nombre del tipo. Me dijo que el tipo se llamaba Glenn Quentin y que era un mierda, un tipo insoportable y rico, profesor de golf. Dijo que creía que el tipo aquel tenía dinero en casa, tal vez unos cinco mil dólares. Eso por entonces era muchísimo dinero, me dije. Así que le pregunto: “¿Cuándo fue eso?”. Y él me contesta: “Después de la guerra. Nada más terminar”.

»Así que se fue allá, dio un “repaso” y se despertaron y el tipo aquel se puso pesado. Eso me dijo él. Tal vez el tipo se pusiera a roncar, yo qué sé. Bueno, fuera como fuera él dijo que Quentin estaba en la piltra con la esposa de cierto abogado muy acreditado y que mandaron a ese abogado a la prisión estatal de Shawshank. Luego soltó una risotada. Dios santo, en mi vida me alegré tanto como cuando me entregaron los papeles para salir de allí.

Supongo que comprenderás ahora por qué se emocionó tanto Andy cuando Tommy le contó esta historia y por qué quiso ver en seguida al jefe. Elwood Blatch estaba cumpliendo una pena de seis a nueve años cuando Tommy le había conocido cuatro años atrás. Pero cuando Tommy le contó todo esto a Andy, en 1963, estaría a punto de salir… o quizás hubiera salido ya. Así que ésas eran las dos puntas del espetón en que se asaba Andy: la idea de que Blatch siguiera aún en la cárcel por un lado, y la posibilidad, muy real, de que hubiera volado como el viento, por otro.

La historia de Tommy tenía algunas lagunas, pero ¿acaso no hay también fallos en la vida real? Blatch le dijo a Tommy que el tipo que había ido a chirona era un brillante abogado y Andy era banquero, pero son éstas dos profesiones que la gente sin mucha cultura confunde fácilmente. Y no hay que olvidar que habían pasado doce años entre que Blatch leyó los recortes sobre el juicio hasta que le contó la historia de Tom Williams. También le contó a Tommy que había cogido más de mil dólares de un baulito que Quentin tenía en su casa, pero en el juicio de Andy la policía dijo que no había indicios de robo. Yo tengo algunas ideas al respecto. Primero: si coges el dinero y el tipo al que pertenecía ese dinero está muerto, ¿cómo puede saberse que se robó algo a no ser que alguna otra persona pueda decir, en primer lugar, que existía lo robado? Segundo: ¿quién podría decir que Blatch no mintió concretamente en lo del dinero? Tal vez no quisiera admitir que había matado a dos personas por nada. Tercero: tal vez hubiera indicios de robo y la policía los pasara por alto (los polis pueden ser muy tontos) o que los ocultaran deliberadamente para no estropearle el caso al fiscal del distrito. El tipo iba a presentarse a las elecciones para un cargo público, como recordarás, y necesitaba una buena condena que le diese prestigio. Un caso sin resolver de homicidio y de robo con allanamiento no le habría beneficiado gran cosa, desde luego.

Pero, de las tres posibilidades, me quedo con la segunda. He conocido a algunos Elwood Blatch en el tiempo que llevo en Shawshank, salvajes impulsivos con ojos de loco. A estos tipos les gusta hacerte creer que consiguieron algo equivalente al Hope Diamond en cada golpe, aunque no lograran llevarse más que un Timex de dos dólares y nueve pavos en el único que dieron y por el que están cumpliendo condena.

Y había algo en la historia de Tommy que hizo que Andy se convenciese del todo. Blatch no había elegido a Quentin por casualidad. Había dicho que era un «tipejo rico» y estaba enterado de que era entrenador de golf. Y Andy y su esposa habían estado yendo a aquel club de campo a tomar una copa y a cenar una o dos veces por semana durante un par de años y Andy había consumido bastante alcohol allí desde que descubrió lo de su mujer con Quentin. Había también en el mismo club una dársena para embarcaciones pequeñas en la que estuvo trabajando a horas una temporada un individuo que encajaba perfectamente con la descripción que había hecho Tommy de Elwood Blatch. Un hombre alto y corpulento, casi calvo del todo, ojos verdes muy hundidos en las cuencas. Un individuo que te miraba de una forma desagradable como si te estuviera catalogando. No había estado mucho tiempo, según Andy. O se largó por su cuenta o le despediría Briggs, el encargado de la dársena. Pero no era un tipo al que olvidaras fácilmente. Llamaba demasiado la atención.

Aquel día que Andy fue a ver a Norton cruzaban el cielo sobre los muros grises de la cárcel grandes nubarrones grises. Hacía viento y llovía. La última nieve empezaría a derretirse aquel día dejando en los campos, fuera de la prisión, yertas manchas de yerba del año anterior.

El director tenía un despacho bastante amplio en el ala de Dirección, y ese despacho tenía detrás del escritorio una puerta que daba directamente al despacho del ayudante del director. El ayudante había salido aquel día, pero estaba allí un preso, un tipo medio cojo cuyo verdadero nombre se me ha olvidado ya; todos los internos, incluido yo, le llamábamos Chester, por el ayudante del Marshall Dillon. Chester estaba allí, en teoría, para regar las plantas y encerar el suelo. Yo creo que las plantas pasaron bastante sed aquel día, y que la única cera que se aplicó fue la de la oreja sucia de Chester contra la placa de la cerradura de la puerta que comunicaba ambos despachos.

Chester oyó abrirse y cerrarse la puerta principal del despacho de Norton y luego oyó decir a éste:

—Buenos días, Dufresne, ¿en qué puedo servirte?

—Director —empezó a decir Andy, y el bueno de Chester nos contó que casi no reconocía la voz de Andy—. Director… hay algo… me ha ocurrido algo que… que… en fin… casi no sé por dónde empezar.

—Bueno, ¿por qué no empiezas por el principio? —dijo el director, seguramente con su voz más dulce, la de «Volvamos al salmo veintitrés y leámoslo juntos»—. Suele ser lo mejor.

Así que eso fue lo que hizo Andy. Empezó recordándole a Norton los datos del crimen por el que le habían condenado y encarcelado. Y luego le contó exactamente lo que Tommy Williams le había contado a él. Le dijo también el nombre de Tommy, lo cual, la verdad, no fue un detalle inteligente, tal como demostraron los acontecimientos posteriores, aunque, bien pensado, ¿qué otra cosa podría haber hecho para que toda la historia resultara verosímil?

Cuando terminó, Norton se quedó un buen rato en silencio. Me lo imagino muy bien, inclinado hacia atrás en su sillón bajo la foto del gobernador Reed de la pared, los dedos como agujas, los labios lívidos fruncidos, la frente arrugada formando peldaños hasta medio camino de la coronilla, el distintivo de su fe emitiendo un suave destello.

—Sí —dijo, al fin—, es la historia más increíble que he oído. Pero te diré lo que más me sorprende de ella, Dufresne.

—¿Qué, señor?

—Que te la hayas tragado.

—¿Cómo, señor? No entiendo qué quiere decir.

Y Chester nos contó que Andy Dufresne, que había plantado cara a Byron Hadley en el terrado del taller de placas de matrícula trece años antes, casi no supo qué decir.

—Bueno, bueno —dijo Norton—. Está clarísimo que has impresionado al joven Williams. En realidad creo que está prendado de ti. Oyó tu desdichada historia y es… muy natural que quiera, bueno, digamos animarte. Muy lógico. Es joven, no muy inteligente… Nada tiene de extraño que no comprendiera lo mucho que podría afectarte esto. En fin, lo que sugiero yo es…

—¿No comprende que ya me he planteado eso también? —dijo Andy—. Pero yo nunca le hablé a Tommy del tipo que trabajaba en la dársena del club, nunca le conté eso a nadie… en realidad, ¡ni siquiera se me pasó por la cabeza! Pero la descripción que hizo Tommy de su compañero de celda es exactamente la de aquel tipo.

—Bueno, bueno, creo que incurres en una leve percepción selectiva en este caso —dijo Norton con una sonrisilla. Frases como ésa son las que les obligan a aprender a los que se dedican a la penología y a la rehabilitación y las utilizan siempre que pueden.

—No es eso en absoluto, señor.

—Ése es tu parecer —dijo Norton—, pero no el mío. Y permíteme recordarte que sólo tengo tu testimonio de que semejante individuo estuviese trabajando en el club de campo de Falmouth Hills por entonces.

—No, señor —intervino de nuevo Andy—. Eso no es cierto. Porque…

—Es igual, es igual —le cortó Norton, alzando la voz—. Mirémoslo desde el otro extremo del telescopio, ¿quieres? Supongamos… supongamos sólo, eh… que realmente había un individuo llamado Elwood Blotch.

—Blatch —dijo Andy secamente.

—Blatch, sí, claro. Y digamos que fue compañero de celda de Thomas Williams en Rhode Island. Es casi seguro que a estas alturas ya esté en libertad. Casi seguro. Y ni siquiera sabemos el tiempo de condena que había cumplido ya antes de acabar en la misma celda que Williams, ¿no? Sólo sabemos que tenía que cumplir una condena de seis a doce años.

—No, no sabemos el tiempo de condena que había cumplido ya. Pero según Tommy era un mal actor, un fanfarrón. Creo que es posible que esté aún allí. Y, aun en el caso de que hubiese salido, en la prisión habrá constancia de su última dirección conocida, de los nombres de sus parientes…

—Y casi con toda seguridad ambas pistas nos llevarían a callejones sin salida.

Andy guardó silencio un momento. Luego explotó:

—Bueno, es una posibilidad, ¿no?

—Sí, claro que lo es. Ahora supongamos, sólo por un momento, Dufresne, que Blatch existe y que sigue aún sano y salvo en la penitenciaría de Rhode Island. ¿Qué crees que diría si nos presentáramos ante él con esa papeleta? ¿Crees que caería de rodillas, alzaría los ojos y nos diría: «¡Sí, sí, lo hice yo! ¡Fui yo! ¡Añadan una cadena perpetua a mi condena!»?

—Pero ¿cómo puede ser usted tan obtuso? —dijo Andy, en voz tan baja que Chester casi no le oyó.

Pero oyó con toda claridad al director:

—¿Cómo? ¿Qué es lo que me ha llamado?

¡Obtuso! —gritó Andy—. ¿O es premeditado?

—Dufresne, me has robado ya seis minutos… no, siete… de mi tiempo, y hoy tengo precisamente muchísimas cosas que hacer. Así que creo que daremos por concluida esta breve entrevista y…

—El club de campo tendrá todas las antiguas fichas de horarios, ¿es que no se da cuenta? —gritó Andy—. Tendrán archivados los certificados de los impuestos, los de indemnización por paro… todos, y figurará su nombre en todos. Y tiene que haber allí todavía empleados que estuvieran entonces, quizás aún esté el propio Briggs. Han pasado quince años, no una eternidad. ¡Le recordarán! ¡Recordarán a Blatch! Si contamos con Tommy para declarar lo que le contó Blatch y con Briggs para declarar que Blatch estaba entonces allí, trabajando realmente en el club de campo, ¡conseguiré un nuevo juicio! Puedo…

—¡Guardia! ¡Guardia! ¡Llévese de aquí a este hombre!

—Pero ¿qué es lo que le pasa? —dijo Andy, según me contó Chester, ya casi gritando—. ¡Es mi vida, mi oportunidad de salir de aquí! ¿Es que no lo entiende? ¿Y ni siquiera llamará usted por teléfono para verificar al menos el testimonio de Tommy? ¡Escuche, le pagaré la conferencia! ¡Le pagaré la…!

Se oyó entonces ruido de golpes al tiempo que los guardias le agarraban y empezaban a sacarle a rastras.

—Incomunicado —dijo Norton fríamente. Seguro que estaba acariciando la insignia religiosa mientras hablaba—. A pan y agua.

Así que se llevaron del despacho a Andy, que había perdido ya el control por completo, y seguía gritando al director; Chester dijo que cuando se cerró la puerta aún podía oírsele gritar:

¡Es mi vida! ¡Es mi vida! ¿Es que no lo comprende? ¡Es mi vida!

Veinte días incomunicado a pan y agua allá abajo tuvo que pasar Andy. Sólo había estado otra vez incomunicado, y su discusión con Norton era su primer tropezón auténtico desde su ingreso en nuestra feliz familia. Explicaré un poco cómo es el sistema de confinamiento solitario de Shawshank, ya que ha salido a colación. Es como un retroceso a los duros tiempos de los pioneros de mediados de 1700 en Maine. En aquellos tiempos nadie perdía el tiempo con cosas como «penología», «rehabilitación» y «percepción selectiva». Entonces se juzgaban las cosas en términos tajantes de blanco o negro. Si eras culpable te colgaban o te encerraban. Y si te condenaban a estar encerrado no te mandaban a ninguna institución. No; tenías que cavarte tú mismo la propia celda con una pala que te proporcionaban. La cavabas todo lo ancha y lo profunda que podías; te daban de plazo desde el amanecer al crepúsculo. Luego te daban un par de pieles y un cubo y tenías que meterte allí. Una vez abajo, el carcelero te cerraba el agujero, te echaba algo de grano o tal vez un pedazo de carne agusanada una o dos veces por semana y puede que un cacillo de sopa de cebada el domingo por la noche. Meabas en el cubo y alzabas este mismo cubo para pedir agua cuando llegaba el carcelero a las seis de la mañana. Y, si llovía, utilizabas el mismo cubo para achicar la celdacárcel… a no ser, claro, que quisieras ahogarte como una rata en un barril de esos que se dejan para recoger agua de lluvia.

Nadie duraba mucho en «el agujero», que era como le llamaban; treinta meses era un período extraordinariamente largo y, que yo sepa, el más largo que sobrevivió realmente un preso fue el que soportó el llamado Chico de Durham, un psicópata de catorce años que castró a un compañero de escuela con un trozo de metal oxidado. Aguantó siete años; pero hay que tener en cuenta que era joven y fuerte cuando le metieron en el agujero.

Hay que pensar que te colgaban ya por cualquier delito que pudiese considerarse más grave que un hurto insignificante o una blasfemia, u olvidar meterte el moquero en el bolso al salir a la calle el sábado. Por delitos menores como los mencionados y otros más o menos parecidos tenías que pasarte de tres a seis o nueve meses en el agujero, de donde salías blanco como la tiza, con terror a los espacios muy amplios, medio ciego, con los dientes moviéndose y saltando en los alvéolos, muy probablemente a causa del escorbuto, y los pies hormigueantes de hongos. La vieja y encantadora provincia —después Estado de Maine—. Jo-jo-jo, suene la canción y corra la botella de ron, sí.

El ala de Incomunicados de Shawshank no llegaba a ser tan terrible como eso… imagino. Creo que en la experiencia humana se presentan las cosas en tres grados: bueno, malo y espantoso. Y, a medida que avanzas hacia lo espantoso en una progresiva oscuridad, resulta más y más difícil hacer subdivisiones.

Para llegar al ala de confinamiento solitario tenías que bajar veintitrés peldaños hasta un sótano donde sólo se oía el goteo del agua. Estaba iluminado exclusivamente por una serie de bombillas colgantes de sesenta vatios. Las celdas tenían la misma forma que esas cajas fuertes que tienen a veces los ricos detrás de un cuadro. Y los vanos curvados eran sólidos y con goznes en lugar de enrejados, igual que una caja fuerte. La ventilación llegaba de arriba, y no había más luz que la bombilla de sesenta vatios que se apagaba puntualmente a las ocho, una hora antes que en las otras zonas de la prisión, desde un interruptor principal. La bombilla no estaba metida en una jaula de tela metálica ni nada parecido. Daba la impresión de que, si querías vivir allá abajo, la oscuridad estaba a tu disposición. No lo hicieron muchos… aunque después de las ocho, claro, no tenías alternativa. Había un catre pegado a la pared y un retrete sin tapa. Tenías tres modos de pasar el rato: sentado, cagando o durmiendo. Fabuloso. Veinte días podían llegar a parecerte un año. A veces oías ratas por los conductos de ventilación. En semejante situación, no caben subdivisiones de lo espantoso.

Si pudiera decirse algo positivo del confinamiento en solitario, sería que te permite tener tiempo para pensar. Andy dispuso de veinte días para pensar mientras disfrutaba de su dieta especial, y cuando volvió arriba solicitó otra entrevista con Norton. Petición denegada. Semejante entrevista, le comunicó el director, sería «contraproducente». Ése es otro de los términos que debes dominar para poder trabajar en el área de los centros penitenciarios.

Andy renovó pacientemente su petición. Y volvió a renovarla. Había cambiado; sí, Andy Dufresne había cambiado. De pronto, cuando brotó en torno nuestro aquella primavera de 1963, había arrugas en su rostro y canas en sus cabellos. Había perdido aquel vestigio leve de sonrisa que parecía remolonear siempre en torno a su boca. Se quedaba más a menudo con la mirada perdida en el vacío, y en la cárcel acabas aprendiendo que cuando un individuo se queda así es que está calculando los años que lleva encerrado, y los meses, las semanas y los días.

Volvió una y otra vez a renovar su petición. Era paciente. Tiempo era lo único que tenía. Era verano ya. En Washington, el presidente Kennedy prometía luchar de nuevo contra la pobreza y en pro de la igualdad de derechos civiles, sin saber que sólo le quedaba medio año de vida. En Liverpool, un grupo musical llamado Beatles surgía como una fuerza a tener en cuenta dentro de la música británica, aunque no creo que por aquí se hubiera oído hablar aún de ellos. Los Red Sox de Boston, aún a cuatro años de lo que en Nueva Inglaterra llaman el Milagro del 67, languidecían en la cola de la Liga Americana de béisbol. Pero todo eso ocurría en un mundo más amplio, en el que la gente caminaba libremente.

Norton recibió a Andy casi a finales de junio. El propio Andy me contó, unos siete años después, la conversación que tuvieron.

—Si es porque tiene miedo a que hable del dinero no debe preocuparse usted —le dijo Andy en voz baja—. ¿Cree que iba a contarlo? Si lo hiciera me condenaría yo mismo. Soy tan culpable como…

—Basta ya —le cortó Norton, con una cara tan larga y fría como una lápida sepulcral. Se retrepó en el sillón hasta tocar casi con la nuca aquel pañito que decía: EL JUICIO LLEGARÁ Y SIN TARDANZA.

—Pero…

—No vuelvas a mencionarme el dinero jamás —dijo Norton—. Ni en esta oficina, ni en ningún sitio. No vuelvas a hacerlo, a menos que quieras ver esa biblioteca convertida otra vez en trastero y almacén de pinturas. ¿Está claro?

—Yo sólo intentaba tranquilizarle, nada más.

—Óyeme bien, cuando llegue a necesitar que me tranquilice un desgraciado hijoputa como tú, me retiraré. Te concedí esta entrevista porque ya estoy harto de que me fastidies, Dufresne. Quiero que esto termine. Si quieres tragarte ese cuento, allá tú. Pero conmigo no cuentes. Si no adoptase una actitud firme, tendría que oír historias disparatadas como la tuya dos veces por semana. Todos los pecadores de este lugar me utilizarían como paño de lágrimas. Te tenía en más. Pero éste es el fin. Se acabó. ¿Está claro?

—Sí —dijo Andy—. Pero contrataré a un abogado.

—¡Santo Dios! ¿Para qué?

—Creo que podremos aclararlo todo —dijo Andy—. Con el testimonio de Tommy Williams y con el mío, y con el testimonio confirmatorio de los empleados y los archivos del club de campo, creo que podremos aclararlo todo.

—Tommy Williams ya no está en este centro.

¿Qué?

—Ha sido trasladado.

—¿Trasladado, adónde?

—Cashman.

Ante esto no dijo nada más Andy. Era un hombre inteligente; aunque habría tenido que ser tonto del todo para no olerse el «amaño» que había en todo aquel asunto. Cashman era un centro penitenciario de seguridad mínima, que quedaba muy al norte, en el condado de Aroostook. Los presos recogen allí gran cantidad de patatas; es un trabajo duro, pero reciben un salario decente por él y pueden asistir a clase, si quieren, en el Instituto Técnico de Cashman, un centro de enseñanza bastante decente. Y lo que era aún más importante para un individuo casado y con un hijo, como Tommy: Cashman tenía un programa de permisos… lo cual significaba la oportunidad de vivir como un hombre normal los fines de semana por lo menos. La oportunidad de jugar con su hijo, tener relaciones sexuales con su esposa, tal vez hacer alguna excursión…

Era casi seguro que Norton le había puesto todo aquello a Tommy al alcance de la mano, con una sola condición: ni una palabra más sobre Elwood Blatch, ni entonces ni nunca. O de lo contrario acabarás pasándolo mal de veras en Thomaston, allá por la pintoresca Ruta 1, con tipos duros de verdad, y en lugar de tener relaciones sexuales con tu esposa acabarás teniéndolas con algún viejo maricón.

—Pero, ¿por qué? —preguntó Andy—. ¿Por qué tenía…?

—Para hacerle un favor —dijo Norton con sosiego—. Llamé a Rhode Island. Tuvieron un preso llamado Elwood Blatch. Le concedieron lo que ellos llaman LP, libertad provisional, uno de esos absurdos programas liberales que permiten a los delincuentes andar libremente por las calles. No han vuelto a verle.

Andy dijo:

—El director de allí… ¿es amigo suyo?

Sam Norton dedicó a Andy una sonrisa tan fría como la cadena del reloj de un diácono.

—Bueno, somos conocidos —dijo.

¿Por qué? —repitió Andy—. ¿No puede decirme por qué lo hizo? Sabe perfectamente que no contaré nada de… nada de nada de lo que pueda haber hecho usted. Lo sabe muy bien. Entonces, ¿por qué?

—Porque las personas como tú me ponen malo —dijo Norton con mucha parsimonia—. Te quiero exactamente donde estás, Dufresne. Y mientras yo sea el director de esta penitenciaría, mientras yo esté en Shawshank, será ahí exactamente donde estarás. Pareces creerte mejor que los demás, ¿sabes? Es algo que percibo en seguida en la cara de un hombre. Y lo vi en tu cara la primera vez que entré en la biblioteca. Se veía con tanta claridad como si lo llevaras escrito en la frente con letras mayúsculas. Esa expresión ha desaparecido ahora y está muy bien. No es sólo que seas un instrumento útil, no creas. Es simplemente que los hombres como tú necesitan aprender a ser humildes. En fin, te paseabas por el patio como si estuvieras en un salón en una de esas fiestas en que los invitados se dedican a codiciar a las mujeres y a los maridos ajenos y a emborracharse como puercos. Pero ahora ya no caminas con esos aires. Y te estaré vigilando para ver si vuelves a las andadas. Te estaré vigilando con gran satisfacción durante muchos años. Y, ahora, ¡lárgate de una vez!

—Muy bien. Pero a partir de este momento cesarán todas las actividades especiales, Norton. El asesoramiento de inversiones, el asesoramiento fiscal, los fraudes. Se acabó todo eso. Búsquese otro que le diga cómo debe declarar sus ingresos.

Norton se puso primero rojo como un tomate… y luego se quedó completamente pálido.

—Volverás a estar incomunicado por eso. Treinta días. A pan y agua. Y tendrás otra mancha en la ficha. Y mientras sigas aquí, piensa en esto: si algo de lo que se ha estado haciendo aquí tuviera que dejarse de hacer, desaparecería también la biblioteca. Y me ocuparé personalmente de que vuelva a ser lo que era antes de que tú llegaras aquí. Y te haré la vida… muy difícil. Realmente difícil. Lo pasarás todo lo mal que sea posible. En primer lugar, te quedarás sin tu preciosa suite individual del bloque 5 y sin las piedras que tienes en la ventana, y los carceleros te retirarán todo el apoyo que te hayan prestado para protegerte de los sodomitas. Lo perderás… todo. ¿Está claro?

Creo que sí, que estaba muy claro.

Siguió pasando el tiempo… el truco más viejo del mundo y tal vez el único mágico de veras. Pero Andy Dufresne había cambiado. Se había endurecido. No veo otra forma de explicarlo. Siguió haciendo el trabajo sucio del director Norton y conservó la biblioteca, así que en apariencia las cosas seguían exactamente igual. Siguió tomando sus copas el día de su cumpleaños y las copas de la noche de año viejo; y siguió repartiendo el resto de ambas botellas. Yo le proporcionaba paños nuevos para pulir piedras de vez en cuando, y en 1967 le conseguí un martillete nuevo para trabajar la piedra; el que le había proporcionado diecinueve años antes, lo recordarás, estaba completamente gastado. ¡Diecinueve años! Dicho así, esas dos palabras suenan como el golpe y doble cierre de la puerta de un sepulcro. El martillete, un artículo de diez dólares cuando le procuré el primero, costaba veintidós en 1967. Ambos sonreímos con tristeza al constatar el hecho.

Andy seguía modelando y puliendo las piedras que encontraba en el patio, aunque por entonces el patio era ya pequeño; la mitad de la extensión que tenía en 1950 se asfaltó hacia 1962. De todas formas, creo que aún encontraba piedras suficientes para estar ocupado. Cuando terminaba con una piedra, la colocaba con cuidado en el saliente de la ventana de su celda, que daba al este. Me explicó que le gustaba mirarlas cuando les daba el sol, aquellos fragmentos de planeta que había recogido del suelo y a los que había dado forma. Esquisto, cuarzo, granito. Graciosas esculturitas de mica pegadas con cola. Ciertos conglomerados sedimentarios los pulimentó y cortó de forma tal que comprendías por qué les llamaba «bocadillos milenarios»: por las capas de materiales diversos que se habían ido acumulando durante décadas y siglos.

Andy solía regalar sus piedras y sus esculturas de piedra de vez en cuando para dejar sitio a las nuevas. Creo que fue a mí a quien más regaló; contando las piedras que parecían dos gemelos a juego, tenía cinco. Había una de las esculturas de mica de que he hablado, hábilmente trabajada, que parecía un hombre lanzando la jabalina y dos de los conglomerados sedimentarios en que se advertían todas las capas en un corte transversal muy bien pulimentado. Todavía las conservo y suelo bajarlas todas y pienso, mirándolas, en cuánto puede hacer un hombre si tiene tiempo suficiente y voluntad de usarlo, poquito a poco.

Así pues, al menos aparentemente, las cosas siguieron más o menos igual. Si Norton hubiera querido domesticar a Andy tal como había dicho, habría tenido que atisbar bajo la superficie para advertir el cambio. Pero si hubiera visto lo diferente que era Andy, creo que Norton se habría sentido muy satisfecho los cuatro años que siguieron a su enfrentamiento con él.

Le había dicho que se paseaba por el patio como si estuviera en una fiesta. Yo no lo habría expresado así, pero entiendo lo que quería decir. Tiene relación con lo que dije de que Andy llevaba su libertad como un abrigo invisible y con lo que dije de que nunca llegó a tener en realidad una mentalidad carcelaria. Nunca llegó a tener esa mirada obtusa. Nunca llegó a caminar como caminan los hombres cuando termina la jornada y han de volver a sus celdas para otra noche interminable… encorvados, aturdidos. Andy caminaba erguido y con paso vivo siempre, como quien se dirige a casa, donde le aguardan una buena cena hogareña y una buena mujer, y no la bazofia insípida de verduras pastosas, puré de patatas grumoso y una o dos tajadas de ese material cartilaginoso y grasiento que casi todos los presos llaman «carne de enigma»… eso y una foto de Raquel Welch en la pared.

Pero, aunque Andy nunca llegó a ser en realidad exactamente como los demás, durante aquellos cuatro años se volvió más callado, más introspectivo y caviloso. ¿Y quién podría reprochárselo? Quizás el director Norton, quien, por el momento al menos, estaba satisfecho.

Ese humor sombrío se aplacó cuando las Series Mundiales de Béisbol de 1967, más o menos. Aquél fue el año del gran sueño, el año que los Red Sox ganaron el trofeo en vez de quedar los novenos como habían predicho los corredores de apuestas de Las Vegas. Cuando ocurrió esto (cuando ganaron el banderín de la Liga Americana) invadió la prisión toda una especie de exaltación generalizada. Fue algo así como la creencia estúpida de que, si podían resucitar los Sox, tal vez pudiera hacerlo cualquiera. No puedo explicar ahora esa sensación, como supongo que tal vez tampoco podría un ex beatlemaníaco explicar su locura. Pero era algo real. Todos los transistores de la cárcel estaban conectados cuando los Red Sox enfilaban la recta final. Hubo desaliento cuando los Sox perdían por dos tantos en Cleveland cerca del final y una alegría casi tumultuosa cuando Rico Petrocelli consiguió remontar el resultado en una jugada emocionante. Y luego también el abatimiento de cuando Longborg fue batido en el séptimo partido de las Series poniéndose fin así al sueño cuando estaba ya a punto de hacerse realidad. A Norton debió de complacerle mucho esto, el muy hijo de perra. Le gustaba que su prisión se vistiera de saco y de ceniza.

Pero para Andy no hubo retorno a la tristeza. No era muy aficionado al béisbol, de todas formas, y tal vez ése fuera el motivo. No obstante, pareció haberse contagiado de la corriente de animación general, que, en lo que a él respecta, no concluyó con el último partido de las Series. Había vuelto a sacar del armario aquel abrigo invisible y de nuevo lo llevaba puesto.

Recuerdo un día claro de otoño, muy soleado, de finales de octubre, unas dos semanas después de que hubieran terminado las Series Mundiales. Creo que debía de ser domingo, porque el patio de ejercicios estaba lleno de hombres «que dejaban atrás la semana» (lanzando un disco frisbee o dos, pasando un balón, trapicheando lo que tuvieran que trapichear). Otros estaban en la gran mesa de la sala de visitas, charlando con sus parientes, fumando cigarrillos, contando mentiras sinceras, cogiendo los paquetes que les llevaban y hurgando para ver qué era, todo bajo la atenta mirada de los guardias.

Andy estaba sentado al estilo indio contra la pared con dos piedrecitas en las manos y la cara alzada hacia el sol. Era sorprendentemente cálido el sol para aquellas alturas del año.

—Eh, Red —me llamó—. Ven y siéntate un rato.

Lo hice.

—¿Te gusta? —preguntó, pasándome uno de los dos «bocadillos milenarios» de que os hablé, meticulosamente pulidos.

—Desde luego —dije—. Es precioso. Gracias.

Se encogió de hombros y cambió de tema.

—Un cumpleaños importante para ti el del año que viene, ¿eh?

Asentí. Cumpliría treinta años de prisión al año siguiente. Y había pasado el sesenta por ciento de mi vida en la prisión estatal de Shawshank.

—¿Crees que saldrás alguna vez?

—Seguro. Cuando tenga una larga barba blanca y apenas me quede materia gris en la azotea.

Sonrió levemente y volvió a alzar de nuevo la cara hacia el sol con los ojos cerrados.

—Es agradable.

—Creo que siempre lo es cuando el maldito invierno está ya a punto de echársenos encima.

Asintió. Guardamos silencio un rato.

—Cuando salga de aquí —dijo Andy al fin—, iré a donde siempre haga calor. —Hablaba con tanta seguridad y calma que cualquiera hubiera creído que sólo le quedaba un mes o así para salir de Shawshank—. ¿Sabes adónde iré, Red?

—Ni idea.

—Zihuatanejo —lo dijo pronunciando la palabra con una lentitud musical—. Allá abajo, en México. Es un pequeño lugar que queda a unos treinta kilómetros de Playa Azul. Unos ciento sesenta kilómetros al noroeste de Acapulco, en la costa del Pacífico. ¿Sabes lo que dicen los mexicanos del Pacífico?

Le dije que no lo sabía.

—Dicen que no tiene memoria. Y precisamente por eso, Red, quiero acabar allí mis días. En un lugar cálido y sin memoria.

Mientras hablaba, había cogido del suelo un puñado de piedrecitas, y las fue tirando una a una, contemplándolas mientras rebotaban y rodaban por el cuadrado del campo de béisbol, que pronto estaría cubierto de una fina capa de nieve.

—Zihuatanejo. Tendré allí un hotelito. Seis cabañas a lo largo de la playa y otras seis más al interior, para los clientes de la autopista. Y tendré un empleado que acompañará a mis huéspedes a pescar. Y habrá un trofeo para el que pesque el merlín más grande de la temporada y colgaré su fotografía en el vestíbulo. No será un lugar para familias. Será un lugar para pasar la luna de miel en sus dos versiones, la primera y la segunda.

—¿Y de dónde piensas sacar el dinero para comprar ese fabuloso negocio? —le pregunté—. ¿De tu cuenta de valores?

Me miró y sonrió.

—No vas muy descarriado, no —dijo—. A veces me sorprendes, Red.

—¿A qué te refieres?

—Cuando llega la hora de la verdad, en realidad sólo existen dos tipos de hombres en el mundo —dijo Andy, protegiendo una cerilla con ambas manos ahuecadas y encendiendo un cigarrillo—. Supongamos, Red, que hubiera una casa llena de pinturas y esculturas extrañas y de bellos objetos antiguos. Y supongamos que el propietario de la casa se enterara de que un huracán espantoso avanzaba precisamente en aquella dirección. Uno de los dos tipos de hombres a que me refiero, sencillamente espera que suceda lo mejor. El huracán puede cambiar de curso, se dice a sí mismo. Ningún huracán bien pensante se atrevería jamás a destruir todos esos Rembrandt, mis dos caballos de Degas, mis Grant Wood y mis Benton. Además, Dios no lo permitiría. Y si de todos modos ocurriera lo peor, están asegurados. Ése es un tipo de hombre. El otro sencillamente supone que el huracán arrasará la casa sin más. Si el centro meteorológico anuncia que el huracán ha cambiado de curso, este individuo cree que volverá a cambiar para arrasar su casa. Este segundo tipo de individuo sabe que no existe mal alguno en esperar lo mejor, siempre que estés preparado para lo peor.

Yo también encendí un cigarrillo.

—¿Me estás diciendo que estás preparado para la eventualidad?

—Sí. Estoy preparado para el huracán. Comprendí lo mal que estaba la cosa. No tuve mucho tiempo, pero en el poco que tuve actué. Tenía un amigo, prácticamente la única persona que me ayudó, que trabajaba para una empresa de inversiones de Portland. Murió hace seis años.

—Lo siento.

—Sí. —Andy tiró la colilla—. Linda y yo teníamos unos catorce mil dólares. No es que fuera mucho, claro, pero, diablos, éramos jóvenes. Teníamos toda la vida por delante. —Hizo unas muecas y luego se echó a reír—. Cuando la cosa empezó a ponerse fea empecé a retirar los Rembrandt de la trayectoria del huracán. Vendí mis valores y pagué los impuestos de los beneficios del capital como un buen chico. Lo declaré todo, nada de apaños.

—¿No te congelaron los bienes?

—Estaba acusado de asesinato, Red, no muerto. Gracias a Dios, no pueden congelarse los bienes de un hombre inocente. Y mi amigo Jim y yo dispusimos de un poco de tiempo antes de que tuvieran el valor de acusarme a mí del crimen. No salió tan mal como podía haber salido. Me despellejé la nariz. Pero en aquel momento tenía cosas más graves de las que preocuparme que de una leve desolladura en el mercado de valores.

—Ya imagino.

—Pero cuando ingresé en Shawshank estaba a salvo. Y sigue estándolo. Fuera de estos muros, Red, hay un hombre al que ningún ser vivo ha visto jamás cara a cara. Tiene una tarjeta de la seguridad social y un permiso de conducir de Maine. Y tiene un certificado de nacimiento. Se llama Peter Stevens. Bonito nombre, ¿eh?, perfectamente anónimo.

—¿Y quién es? —le pregunté. Creía saber ya la respuesta, pero no podía creerlo.

—Yo.

—No irás a decirme ahora que tuviste tiempo de planearlo todo y conseguir una identidad falsa mientras los maricas te estuvieron torturando —dije—. O que terminaste el trabajo durante el juicio…

—No, no te voy a decir nada de eso. Mi amigo Jim fue quien se ocupó de arreglar todo lo de la falsa identidad. Empezó a hacerlo cuando se denegó mi apelación y los principales documentos de identidad estaban en su poder hacia la primavera de 1950.

—Debía de ser un excelente amigo —dije. No estaba muy seguro de que creyera un poco, mucho o nada de todo lo que me estaba contando. Pero hacía calor y hacía sol, y la historia era condenadamente buena—. Todo eso es ilegal al ciento por ciento, todos los documentos de la falsa identidad.

—Era un gran amigo —dijo Andy—. Estuvimos juntos en la guerra; Francia, Alemania, la ocupación. Era un excelente amigo. Sabía que todo el asunto era ilegal, pero también sabía que conseguir una identidad falsa en este país es algo seguro y fácil. Tomó mi dinero, mi dinero con los comprobantes de haber pagado todos los impuestos para que Hacienda no se dedicara a husmear, y lo invirtió a nombre de Peter Stevens. Lo hizo en 1950 y en 1951. Hoy asciende a la respetable suma de más de trescientos setenta mil dólares.

Supongo que la barbilla debió de resonar al golpearme contra el pecho, porque Andy sonrió.

—Piensa en todo aquello en lo que a la gente le hubiera gustado haber invertido desde 1950 o así, y en dos o tres nombres de la lista serán cosas en las que Peter Stevens estuvo metido. Si no me hubiera parado allí, a estas alturas seguramente tendría unos siete u ocho millones. Tendría un Rolls… y a buen seguro que una úlcera tan grande como una radio portátil.

Estiró las manos hasta el suelo y empezó a cerner chinas. Se movían sin parar, con gracia.

—Era esperar lo mejor, pero sin descartar la posibilidad de lo peor… sólo eso. La identidad falsa sólo era para conservar intacto el pequeño capital que tenía. Simple precaución: retirar los cuadros del camino del huracán. Pero yo no tenía idea de que el huracán… pudiera durar tanto como ha durado.

Guardé silencio un rato. Supongo que estaba intentando asimilar la idea de que aquel hombre pequeño y mesurado que encanecía a mi lado en la cárcel podría poseer más dinero del que Norton podría hacer en el resto de su miserable vida con fraudes y todo.

—Seguro que no bromeabas cuando dijiste que podías conseguir un abogado —dije al fin—. Con esa guita podrías haber contratado a Clarence Darrow o a cualquier otro que pueda equipararse con él en estos días. ¿Por qué no lo hiciste, Andy? ¡Cristo! Habrías salido de aquí como un cohete.

Sonrió. Era la misma sonrisa que había asomado a su cara al decirme que él y su mujer tenían toda la vida por delante.

—No —dijo.

—Un buen abogado habría sacado a Williams de Cashman tanto si quería él como si no —dije. Estaba empezando a entusiasmarme ahora—. Y habrías conseguido un nuevo juicio, contratando detectives privados para que buscaran a ese Blatch y para fastidiar a Norton de paso. ¿Por qué no, Andy?

—Porque me pasé de listo. Si intentara ponerle las manos encima al dinero de Peter Stevens desde aquí dentro, perdería hasta el último céntimo. Mi amigo Jim lo habría arreglado, pero Jim ha muerto. ¿Comprendes ahora?

Lo comprendí. Era como si perteneciera a otra persona, y no podía beneficiar a Andy. Y, realmente, pertenecía a otra persona. Si de repente el negocio en el que estaba invertido resultaba mal, todo lo que Andy podría hacer sería vigilar la especulación, seguirla día a día en las páginas financieras del Press-Herald. Es una vida muy penosa si no te rindes.

—Voy a contártelo, Red. Hay un gran henar en la ciudad de Buxton. Sabes dónde queda Buxton, ¿no?

Le dije que efectivamente, sabía dónde estaba.

—Queda pegado a Scarborough.

—Perfecto. Y en el extremo norte de ese henar concreto hay un muro de piedra, igual que en un poema de Robert Frost. Y en un sitio determinado de la base de ese muro hay una piedra que no pinta absolutamente nada en un henar de Maine. Es un trozo de obsidiana y fue pisapapeles en mi despacho hasta 1947. Mi amigo Jim la colocó allí. Debajo de ella hay una llave. La llave abre la caja de seguridad de la sucursal del Banco Casco en Portland.

—Supongo que la muerte de tu amigo Jim habrá significado un montón de problemas —dije—. Los de Hacienda habrán abierto todas sus cajas de seguridad. Junto con su albacea, desde luego.

Andy sonrió y me dio una palmadita en la cabeza.

—No está mal. Veo que usas los sesos. Pero ya tuvimos en cuenta la posibilidad de que Jim muriera mientras yo estaba en chirona. La caja está a nombre de Peter Stevens. Y, una vez al año, los abogados que actúan como albaceas de Jim, envían al Banco Casco un talón para cubrir el alquiler de la caja de Stevens.

»Peter Stevens está dentro de esa caja, esperando que le saquen. Su certificado de nacimiento, su tarjeta de la seguridad social y su permiso de conducir. El permiso de conducir está caducado porque Jim murió hace seis años, cierto, pero no hay ningún problema para renovarlo con una cuota de cinco dólares. Allí están también los certificados de sus valores, los bonos municipales libres de impuestos y unas dieciocho obligaciones al portador por un valor de diez mil dólares cada una.

Solté un silbido.

—Peter Stevens está encerrado en una caja de seguridad del Banco Casco de Portland y Andy Dufresne está encerrado en una caja de seguridad en Shawshank —dijo—. El uno por el otro. Y la llave que abre la caja y la puerta hacia el dinero y la nueva vida está bajo un buen trozo de obsidiana en un henar de Buxton. Ya que te he contado todo esto, Red, te contaré algo más: durante los últimos veinte años, más o menos, he seguido los periódicos con mayor interés del normal, buscando noticias de algún proyecto de construcción en Buxton. Sigo creyendo que algún día leeré que están haciendo allí una carretera o levantando un nuevo hospital o construyendo un centro comercial. Enterrando mi nueva vida bajo tres metros de cemento o arrojándola a lo más profundo de un pantano con una gran carga de relleno.

Exploté:

—Santo Dios, Andy, si todo lo que me has contado es cierto, ¿cómo haces para no volverte loco?

Sonrió:

—Hasta el momento, sin novedad en el frente.

—Pero podrían ser años…

—Serán. Pero quizá no tantos como el Estado y el director Norton creen. Sencillamente, no puedo darme el lujo de esperar demasiado. Sigo pensando en Zihuatanejo y en aquel hotelito. Es todo cuanto deseo ahora, Red, y no creo que sea desear demasiado. Yo no maté a Glenn Quentin ni a mi mujer, y ese hotel… no, no es demasiado. Nadar y tomar el sol y dormir en una habitación con las ventanas abiertas y espacio… eso no es desear demasiado.

Lanzó las piedras que tenía en la mano.

—¿Sabes, Red? —dijo con naturalidad—. Un lugar como ése… En un sitio así, tendré que contar con un hombre que sepa conseguir cosas.

Pensé largo rato en ello. Y el mayor obstáculo que veía no era que estuviéramos hablando de ilusiones en el sucio patio de una cárcel pequeña con guardias armados vigilándonos desde las torretas.

—No podría hacerlo —dije—. Fuera no sabría arreglármelas. Ahora soy lo que llaman un hombre institucional. Aquí dentro, soy el tipo que puede conseguir cosas. Pero fuera, si quieres carteles o martillos o un disco determinado o un juego para montar un barquito en una botella, puedes utilizar las malditas páginas amarillas. Yo no sabría cómo empezar. Ni por dónde.

—Creo que te subestimas, Red —me dijo—. Eres un autodidacta, un hombre que se ha hecho a sí mismo. Y creo que un hombre bastante notable.

—Diablos, ni siquiera tengo un título de bachiller.

—Ya lo sé —dijo—. Pero no es una hoja de papel lo que hace a un hombre. Ni la cárcel lo que le deshace.

—Fuera no podría conseguirlo, Andy. Eso lo sé.

Se levantó.

—Piénsalo —dijo, con toda naturalidad.

Justo en aquel momento sonó el silbato. Y Andy se alejó caminando exactamente igual que un hombre libre que acabara de hacer una proposición a otro hombre libre. Y, durante un rato, eso bastó para hacer que me sintiera libre. Era algo que Andy podía conseguir. Podía hacerme olvidar por un rato que ambos estábamos condenados a cadena perpetua a merced de un comité de libertad condicional intransigente y de un director cantante de salmos a quien complacía ver a Andy exactamente donde estaba. Después de todo, Andy Dufresne era un perrillo faldero que sabía hacer declaraciones fiscales. ¡Qué maravilloso animal!

Pero aquella noche en mi celda volví a sentirme presidiario. Toda la idea parecía absurda, y la imagen mental de agua azul y blancas playas me resultaba más cruel que disparatada; se clavaba en mi cerebro como un garfio. Yo no podía ponerme aquel abrigo invisible, como hacía Andy. Al fin me dormí y soñé con una gran piedra negra que brillaba en el centro de un henar; tenía la forma de un gigantesco yunque de herrero. Y yo intentaba alzarla para sacar la llave que había debajo. Pero la piedra no se movía. Era demasiado grande.

Y podía oír los ladridos de los sabuesos al fondo en la oscuridad, acercándose.

Y supongo que todo esto nos lleva al tema de las fugas.

Como es lógico, de vez en cuando hay fugas en nuestra pequeña y feliz familia. Sin embargo, no saltes el muro, no en Shawshank, si eres listo. Los focos están toda la noche encendidos, tanteando y rastreando con sus largos dedos blancos los campos rasos y la ciénaga hedionda con que limita la prisión. De vez en cuando, algún preso se escapa saltando el muro, y casi siempre los proyectores le detectan. De no ser así, suelen atraparles en la autopista seis o en la noventa y nueve. Si tratan de escapar a campo traviesa, acaba viéndoles algún campesino que avisa por teléfono a la cárcel. Los presos que saltan por el muro son presos estúpidos. Shawshank no es Canon City, pero, en una zona rural, un tipo que corre por el campo vestido con un pijama gris llama tanto la atención como una cucaracha en una tarta nupcial.

A lo largo de los años, los individuos a quienes les ha salido mejor han sido aquellos (tal vez estrambóticamente, tal vez no tanto) que se fugaron siguiendo un impulso momentáneo. Algunos se largaron entre un cargamento de sábanas, bocadillo de convicto en blanco, podríamos decir. Al principio de llegar yo a Shawshank, muchos se fugaron así, pero en el transcurso de los años esa vía de escape quedó prácticamente anulada.

El famoso programa de trabajo «Dentro-Fuera» del director Norton produjo también su cuota de fugas. Algunos tipos decidían que preferían lo que quedaba a la derecha del guión a lo que quedaba a la izquierda. Y en la mayoría de los casos fueron fugas muy casuales. Dejabas caer el rastrillo de arándanos y te escabullías tranquilamente entre los matorrales mientras uno de los carceleros tomaba un vaso de agua en la camioneta o cuando dos de los guardias discutían las jugadas de los Boston Patriots.

En 1969, un equipo de presos de este programa de trabajo estaba recogiendo patatas en Sabbatus. Era el tres de noviembre y el trabajo casi había terminado. Había un guardia llamado Henry Pugh (que ya no pertenece a nuestra pequeña familia feliz, créeme) sentado en la defensa trasera de uno de los camiones de patatas, almorzando, con la carabina cruzada sobre las rodillas, cuando un hermoso gamo moteado (al menos eso me contaron, aunque a veces estas cosas se exageran) surgió de entre la fría neblina de primera hora de la tarde. Pugh se fue tras él arrastrado por visiones de un majestuoso trofeo en el vestíbulo de su casa y mientras él hacía eso, tres de los presos a su cargo se largaron. Volvieron a capturar a dos en una sala de billar de Lisbon Falls. El tercero aún no ha aparecido.

Supongo que la fuga más famosa fue la de Sid Nedeau. Ocurrió allá por 1958 y yo diría que nadie ha conseguido superarla. Sid estaba marcando las líneas del campo de juego para el partido de béisbol del sábado cuando sonó el silbato interior de las tres en punto, indicando el cambio de turno de la guardia. La zona de aparcamiento queda justo detrás del patio, al otro lado de la puerta principal, que se activa eléctricamente. La puerta se abre a las tres, y los guardias que entran de servicio y los que acaban su turno se encuentran y suelen charlar un rato entre palmaditas y bromas sobre los partidos de la liga de béisbol y los consabidos y manidos chistes étnicos.

Sid salió sencillamente muy tranquilo con la máquina por la puerta dejando una línea de base de ocho centímetros tras de sí todo el trayecto desde la base meta del patio hasta la cuneta del otro lado de la Ruta 6, donde encontraron la máquina volcada en un montón de cal. No me preguntes cómo lo hizo. Llevaba puesto el uniforme de la cárcel, claro, medía más de uno ochenta y salió dejando tras de sí polvorientas nubes de cal. Lo único que se me ocurre es que, como era viernes por la tarde y todo eso, los guardias que terminaban su turno estaban tan contentos, y los que entraban de servicio tan alicaídos, que los del primer grupo no podían bajar la cabeza de las nubes y los del segundo no levantaron la vista de la punta de sus zapatos… y así el bueno de Sid Nedeau sencillamente pasó entre unos y otros sin que le vieran.

Por lo que sé, Sid aún está libre. Andy Dufresne y yo nos reímos muchas veces, a lo largo de los años, recordando la gran fuga de Sid Nedeau, y cuando oímos lo de aquel secuestro de avión exigiendo rescate, aquel en el que el tipo se lanzó en paracaídas por la puerta posterior del avión, Andy juró y perjuró que el verdadero nombre de D. B. Cooper era Sid Nedeau.

—Y seguro que llevaba un puñado de cal en el bolsillo para que le diera buena suerte —dijo Andy—. El muy afortunado hijo de perra.

Pero comprenderás que casos como el de Sid Nedeau, o el del tipo que se largó por las buenas de la cuadrilla del patatal de Sabbatus, son excepcionales. Han de concurrir seis tipos diferentes de suerte en el mismo instante. Un tipo como Andy podría esperar noventa años y no conseguir semejante fuga.

Tal vez recuerdes que mencioné anteriormente a un tipo llamado Henley Backus, el encargado de la lavandería. Llegó a Shawshank en 1922 y murió en la enfermería de la prisión treinta y dos años después. Su hobby eran las fugas y los intentos de fuga, quizá porque jamás se atrevió a intentar una él mismo. Podía explicarte unos cien métodos diferentes, disparatados todos y todos llevados a la práctica en Shawshank alguna vez. Mi favorita era la historia de Beaver Morrison, un convicto que intentó construir un planeador en el sótano del taller de placas de automóvil. Utilizó los planos de un libro de hacia 1900 titulado Manual de diversiones y aventuras del muchacho moderno. Cuentan que Beaver consiguió terminarlo sin que le descubrieran, y entonces se encontró con que en el sótano no había puerta lo bastante grande para poder sacar el maldito trasto. Cuando Henley contaba esta historia te partías de risa, y sabía una docena (no, dos docenas) parecidas.

Si se trataba de explicar los detalles de las fugas de Shawshank, Henley lo hacía con pelos y señales. Me dijo una vez que, en el tiempo que llevaba él aquí, había habido más de cuatrocientos intentos de fuga, que él supiera. Piensa un momento en esto antes de asentir y seguir leyendo. ¡Cuatrocientos intentos de fuga! Eso significa más o menos una media de casi trece intentos de fuga al año en los años en que Henley Backus estuvo en Shawshank y los contabilizó. El Club-de-Intentos-de-Fuga del Mes. Claro que la mayoría eran chapuzas, el tipo de cosa que suele acabar con un guardia arrastrando al pobre desgraciado por el brazo y gritando: «Pero, ¿dónde te crees que estás, cretino de mierda?».

Henley decía que consideraba como los intentos de fuga más serios quizás unos sesenta, incluyendo la «huida» de 1937, el año antes de que él ingresara en Shawshank. Estaban construyendo entonces la nueva zona de administración, y salían catorce presos de la cárcel para trabajar en un cobertizo escasamente cerrado. Todo el sur de Maine estaba aterrado por aquellos «catorce malvados criminales»; «criminales» que, en su mayoría, estaban muertos de miedo y no tenían más idea de adónde podrían ir que una liebre despistada en una autovía con los focos de un camión avanzando hacia ella. Ninguno de aquellos catorce presos se fugó. A dos de ellos los mataron a tiros (civiles, no oficiales de policía ni personal de la prisión), pero ninguno se escapó.

¿Cuántos han conseguido escaparse desde 1938, en que yo ingresé en Shawshank, hasta aquel día de octubre en que Andy me mencionó Zihuatanejo por vez primera? Contando mis propios datos y los de Henley, yo diría que en total unos diez. Diez que consiguieron escapar realmente. Y, aunque no puede saberse con absoluta certeza, yo diría que al menos la mitad de esos diez están ahora cumpliendo condena en instituciones de bajo nivel de instrucción, como el Shank. Porque acabas institucionalizado. Si quitas a un hombre la libertad y le enseñas a vivir en una celda, parece perder su capacidad de pensar en otras dimensiones. Es como la liebre que mencioné, paralizada por las luces cercanas del camión que avanza para matarla. Más de la mitad de los presos que salen libres realizan algún trabajo estúpido que no tiene maldita posibilidad de salir bien… ¿por qué? Porque eso les llevará de vuelta a la cárcel, al lugar donde entienden cómo funcionan las cosas. Andy no era así, pero yo sí. La idea de ver el Pacífico parecía buena; pero yo temía que, si realmente iba allí, me moriría de miedo; su inmensidad me aterraba.

De cualquier forma, el día de la conversación sobre México y sobre el señor Peter Stevens… empecé a creer que Andy tenía intención de hacer algún disparate. Rogué a Dios que fuera prudente y cuidadoso si lo llegaba a hacer y, sin embargo, no habría apostado un céntimo por sus posibilidades de éxito. Compréndelo, Norton no le quitaba ojo de encima. Para Norton, Andy no era simplemente un zoquete más con un número; digamos que tenían una relación laboral. Además, Andy poseía inteligencia y sensibilidad, y Norton estaba decidido a utilizar la una y aplastar la otra.

Al igual que hay políticos honrados (los que se venden) en el mundo exterior, también hay carceleros honestos, y si sabes juzgar bien a la gente y tienes algo de dinero que repartir, supongo que consigues que hagan la vista gorda lo justo para fugarte. No seré yo quien diga que nunca se ha hecho algo semejante, pero sí que Andy Dufresne no era precisamente el hombre que podía hacerlo. Porque, tal como he dicho, Norton le vigilaba de cerca. Y Andy lo sabía. Y los carceleros también lo sabían.

Así que nadie incluiría a Andy en el programa de trabajo «Dentro-Fuera», al menos mientras Norton controlara las listas de los grupos que salían a trabajar. Y Andy tampoco era la clase de individuo que prueba un tipo de fuga casual, estilo Sid Nedeau.

Yo en su lugar habría vivido torturado por la idea desquiciante de aquella llave. Con mucha suerte, habría podido dormir un par de horas por la noche. Buxton quedaba a menos de cincuenta kilómetros de Shawshank. Tan cerca, pero tan lejos.

Yo seguía pensando que lo mejor que podía hacer era contratar a un abogado e intentar conseguir un nuevo juicio. Cualquier cosa para librarse del yugo de Norton. Tal vez Tommy Williams enmudeciera sólo por un agradable programa de salidas, pero yo no estaba totalmente seguro de ello. Tal vez un buen abogado de los duros de pelar de Mississippi le convenciera… y puede que ni siquiera tuviera que insistir demasiado. Williams le tenía verdadera simpatía. De vez en cuando, le decía todo esto a Andy, que se limitaba a sonreír con la mirada perdida en el vacío, y a decirme que ya se lo pensaría.

Al parecer, estaba pensándose muchas otras cosas también.

Andy Dufresne se fugó de Shawshank en 1975. No le han capturado, ni creo que lo hagan nunca. En realidad, creo que Andy Dufresne ni siquiera existe ya. Pero creo que sí existe un hombre allá en Zihuatanejo, México, llamado Peter Stevens. Y es muy probable que dirija un hotelito recién inaugurado en este año de Nuestro Señor de 1976.

Te contaré lo que sé y lo que pienso; prácticamente es todo lo que puedo hacer, ¿no crees?

El doce de marzo de 1975, a las seis y media de la mañana, se abrieron las puertas de las celdas del pabellón cinco, igual que todas las mañanas, excepto los domingos. Y, exactamente igual que todos los días excepto los domingos, los reclusos de las celdas salieron al corredor y formaron dos filas mientras la puerta del pabellón se cerraba tras ellos. Se dirigieron luego a la puerta principal del pabellón, donde dos carceleros les contaron antes de enviarles al comedor para tomar su desayuno de gachas de avena, huevos revueltos y tocino.

Todo este proceso se atuvo absolutamente a la rutina, hasta el momento del recuento de los presos a la puerta del pabellón. Tenía que haber veintisiete. Y había veintiséis. Tras una llamada al capitán de guardias se permitió a los presos del pabellón cinco bajar a desayunar.

El capitán de guardias, un tipo no muy desagradable llamado Richard Gonyar, y su ayudante, un jovial simplón llamado Dave Burkes, recorrieron de inmediato el pabellón cinco. Gonyar volvió a abrir las puertas de las celdas y él y Burkes recorrieron juntos el pasillo, pasando las porras por los barrotes y con las armas en la mano. Cuando pasa algo así, lo normal es que algún recluso haya enfermado durante la noche y esté tan mal que no pueda salir de la celda por la mañana. Son menos los casos en los que alguno ha muerto o se ha suicidado.

Pero en esta ocasión, en vez de un hombre enfermo o de un cadáver, se toparon con un misterio. No encontraron a nadie. En el pabellón cinco había catorce celdas, siete a cada lado, todas bien limpias (el castigo por una celda desordenada y sucia en Shawshank es restricción de los privilegios de visita) y todas absolutamente vacías.

La primera suposición de Gonyar fue que se habían equivocado al contar, o que se trataba de una broma pesada. Así que, en lugar de mandarles a trabajar después del desayuno, los presos del pabellón cinco tuvieron que volver a las celdas, contentos y felices. Cualquier cambio en la rutina era siempre bienvenido.

Las puertas de las celdas se abrieron; los prisioneros entraron; las puertas de las celdas se cerraron. Algún payaso gritó: «Quiero un abogado, quiero un abogado, que venga mi abogado, lleváis este lugar como si fuera una apestosa cárcel».

Burkes: «Silencio, os voy a joder vivos».

El payaso: «Yo sí que me jodí a tu mujer, Burkie».

Gonyar: «Silencio todos, o pasaréis el día encerrados». Él y Burkes volvieron a la fila y empezaron a contarnos. No tuvieron que contar mucho.

—¿A quién pertenece esta celda? —preguntó Gonyar al carcelero de noche de la derecha.

—A Andrew Dufresne —contestó el de la derecha, y eso fue todo. En ese mismo instante, se acabó la rutina, hermanos.

En todas las películas de cárceles que he visto suena esa corneta gemebunda cuando hay una fuga. Eso jamás sucedió en Shawshank. Lo primero que hizo Gonyar fue comunicárselo al director. Lo segundo, cerciorarse de que la prisión seguía funcionando. Lo tercero, alertar a la policía estatal de Scarborough de la posibilidad de una fuga.

Tal era la rutina en un caso así. Esta rutina no les exigía registrar la celda del sospechoso de fuga y por consiguiente no lo hicieron en aquel momento. ¿Por qué iban a hacerlo? Era cuestión de aceptar lo que veían. Era una pequeña habitación cuadrada, barrotes en la ventana, barrotes en la puerta corredera. Había un inodoro y un catre vacío. Y algunas piedrecitas en el poyo de la ventana.

Y, por supuesto, el cartel. Se trataba de Linda Ronstadt por entonces. El cartel estaba colocado justo sobre la litera. Había habido allí un cartel, en el mismo lugar exactamente, durante veintiséis años. Y cuando alguien (el propio Norton en persona, justicia poética, si es que existió tal cosa alguna vez) miró detrás del mismo, se llevaron la gran sorpresa.

Pero eso no ocurriría hasta las seis y media de la tarde, casi unas doce horas después de haberse descubierto la falta de Andy, seguramente unas veinte horas después de que se hubiera fugado.

Norton puso el grito en el cielo.

Lo sé de buena tinta: el bueno de Chester estaba encerando el suelo del vestíbulo de la zona administrativa aquel día. Esta vez no tuvo que sacar brillo con la oreja a la placa de la cerradura; según contaba luego, podía oírse a Norton con toda claridad hasta en los archivos y ficheros mientras ponía verde al pobre Rich Gonyar.

—¿Qué es lo que quiere decir? ¿Está seguro de que no se encuentra en el recinto de la cárcel? ¿Qué significa eso? ¿Significa que no le ha encontrado? ¡Pues será mejor que le encuentre! ¡Mucho mejor! ¡Porque quiero verle en seguida! ¿Me ha oído bien? ¡Quiero verle!

Gonyar dijo algo.

—¿Que no ocurrió en su turno? Eso es lo que dice usted. Yo diría que nadie sabe cuándo ocurrió. Ni cómo. Ni si ha ocurrido realmente. Vamos, le quiero en mi despacho a las tres de esta tarde o de lo contrario rodarán algunas cabezas. Se lo prometo. Y le aseguro que siempre cumplo todas mis promesas.

Gonyar replicó algo, algo que pareció irritar aún más a Norton.

—¿No? Pues fíjese bien en esto. ¡Mírelo! ¿Lo reconoce? La tarjeta de la noche pasada del pabellón cinco. ¡Figuran todos los prisioneros! Dufresne quedó encerrado en su celda anoche y es absolutamente imposible que ahora haya desaparecido. ¡Es imposible! ¡Encuéntrele!

Pero, a las tres de aquella tarde, Andy Dufresne figuraba todavía entre los desaparecidos. El propio Norton bajó hecho una furia al pabellón cinco unas horas más tarde; los prisioneros de aquel pabellón llevábamos todo el día encerrados. ¿Nos habían interrogado? Pasamos todo aquel largo día contestando las preguntas de los acosados carceleros que sentían el aliento del dragón pisándoles los talones. Todos dijimos exactamente lo mismo: no habíamos visto nada, no habíamos oído nada. Y, que yo sepa, todos decíamos la verdad. Sé que yo la decía. Todo lo que podíamos decir es que realmente Andy estaba en la celda cuando cerraron éstas y cuando se apagaron las luces una hora después.

Un gracioso sugirió que Andy se habría escurrido por el agujero de la cerradura. Tal sugerencia le costó cuatro días de confinamiento solitario. Estaban desquiciados.

Así que bajó Norton (acechante y furtivo) mirándonos con ojos tan furiosos que parecían a punto de arrancar chispas de los barrotes de acero templado de nuestras jaulas. Nos miraba como si creyera que todos estábamos implicados en el asunto. Y tal vez sí lo creyera.

Entró en la celda de Andy y miró a su alrededor. Estaba tal como Andy la había dejado, las sábanas de la litera vueltas pero sin que pareciera que alguien hubiese dormido allí. Las piedras en la ventana… aunque no todas. Se había llevado las que más le gustaban.

—Piedras —silbó Norton, y las barrió de un manotazo del poyo de la ventana. Gonyar, que estaba haciendo ya horas extras, dio un respingo, aunque no dijo nada.

Norton posó la mirada en el cartel de Linda Ronstadt. Linda miraba hacia atrás por encima del hombro, con las manos metidas en los bolsillos traseros de unos ceñidos pantalones pardos. Llevaba corpiño y lucía un intenso tostado californiano. Aquella fotografía por fuerza tenía que agraviar inmediatamente la sensibilidad baptista de Norton. Viéndole mirarla furioso, recordé lo que había dicho una vez Andy de sentir que casi podía atravesar el cartel y encontrarse junto a la chica.

Y eso fue lo que hizo, en un sentido absolutamente real, tal como Norton descubriría a los pocos segundos.

—¡Qué porquería! —gruñó, y rompió el cartel de un manotazo.

Y dejó al descubierto un abismal agujero en la pared de hormigón.

Gonyar no se metió en el agujero.

Norton se lo ordenó (toda la prisión tuvo que oír a Norton ordenando a Rich Gonyar meterse allí) y Gonyar se negó rotundamente.

—¡Esto le costará el puesto! —gritó Norton. Estaba tan histérico como una mujer en plena calentura menopáusica. Había perdido absolutamente el control. Tenía el cuello rojísimo y dos venas hinchadas y palpitantes en la frente—. ¡Ya puede contar con ello, francés de mierda! ¡Esto le costará el puesto y me encargaré personalmente de que no consiga ningún otro en ninguna institución penitenciaria de Nueva Inglaterra!

Gonyar sacó en silencio su pistola reglamentaria y se la ofreció a Norton sujetándola por el cañón. Ya había tenido suficiente. Llevaba ya dos horas de más de trabajo… casi tres, y no aguantaba más. Era como si la deserción de Andy de nuestra pequeña y feliz familia hubiera catapultado a Norton por el borde de algún tipo de irracionalidad personal existente ya desde hacía mucho tiempo… era evidente que estaba loco.

No sé cuál podía ser aquella irracionalidad, desde luego. Pero sí sé que aquella tarde había veintiséis presos escuchando la pelotera de Norton con Rich Gonyar mientras la claridad del día se desvanecía del cielo nuboso de finales de invierno, todos tipos endurecidos y veteranos que habíamos visto llegar y marcharse a los directores, igual a los inflexibles que a los blandos, y los veintiséis supimos que Samuel Norton acababa de superar lo que a los ingenieros les gusta denominar «punto de ruptura».

Y por Dios que tuve casi la sensación de oír a Andy Dufresne riéndose desde algún sitio.

Al final, Norton consiguió a un tipo pequeño y seco del turno de noche para que se metiera en el agujero que había hecho Andy detrás del cartel de Linda Ronstadt. Aquel guardia enjuto se llamaba Rory Tremont y no era precisamente un águila en lo que a ideas se refiere. Tal vez creyera el pobre que iba a ganarse la Estrella de Bronce o algo por el estilo. Tal como resultaría la cosa, fue una suerte que Norton encontrara a alguien de constitución parecida a la de Andy para meterse allí. Si se le ocurre mandar a un tipo corpulento (que son los más entre los guardias de prisión) se habría quedado atascado dentro, tan seguro como que Dios creó la yerba verde… y que todavía estaría allí.

Tremont se metió en el agujero con un cordel de nailon que alguien había encontrado en el maletero de su coche atado a la cintura y con una gran linterna de seis pilas en la mano. Por entonces, Gonyar, que había cambiado de idea respecto a marcharse y que parecía el único de los presentes que aún conservaba la capacidad de pensar con claridad, había desenterrado una serie de planos. Yo sabía perfectamente lo que le mostrarían aquellos planos: la sección transversal de una pared, que parecía un bocadillo. La pared completa tenía un grosor de poco más de tres metros. Las secciones interior y exterior tenían cada una un grosor aproximado de metro veinte. Y en el centro había un espacio de sesenta centímetros de tubería. Y tienes que creer que eso era precisamente el meollo del asunto… en más de un sentido.

Llegó del agujero la voz de Tremont, con un tono hueco y apagado.

—Hay un olor espantoso aquí dentro, director.

—¡Eso no importa! ¡Siga avanzando!

Las piernas de Tremont desaparecieron en el agujero. Un instante después habían desaparecido también sus pies. La linterna destelleaba débilmente de un lado a otro.

—Director, huele fatal.

—¡He dicho que no importa! —gritó Norton.

Volvió a oírse, en tono gemebundo, la voz de Tremont.

—Huele a mierda. Oh, Dios santo, eso es lo que es, es mierda; oh, Dios mío, sácame de aquí o voy a echar las tripas; oh, mierda, es mierda; oh, Dios, mmgaaoouum

Y entonces nos llegó el sonido inconfundible de Rory Tremont devolviendo sus dos últimas comidas.

Y, en este punto, no pude más. No pude controlarme. Todo aquel día (diablos, no, los últimos treinta años) se me vinieron de repente a la cabeza y empecé a reírme con toda el alma, me reía de un modo que siempre había creído imposible dentro de estos muros grises. ¡Y, oh, Dios santo, no me sentó bien!

—¡Saquen de aquí a ese hombre! —estaba gritando Norton, y yo me estaba riendo tan fuerte que no sabía si se refería a mí o a Tremont. Seguía riéndome y pateando y doblándome por la cintura. No podría haber dejado de reírme ni aunque Norton me hubiera amenazado con pegarme un tiro allí mismo—. ¡Sáquenle de aquí!

En fin, vecinos y amigos míos, el que se fue fui yo. Directamente a confinamiento solitario, donde pasé quince días. Una apuesta arriesgada. Pero a cada poco me acordaba del pobre infeliz de Rory Tremont vociferando Oh, mierda, es mierda y luego pensaba en Andy Dufresne avanzando en su propio coche rumbo al sur, vestido con un buen traje, y no podía evitar reírme. Pasé aquellos quince días incomunicado prácticamente tranquilo. Quizá porque una parte de mí estaba con Andy Dufresne; Andy Dufresne, que había vadeado la mierda y había salido limpio al otro lado; Andy Dufresne, rumbo al Pacífico.

Me enteré del resto de lo ocurrido aquella noche por una media docena de fuentes distintas. No demasiado, de cualquier forma. Supongo que Rory Tremont decidió que no le quedaba mucho que perder después de haber perdido la comida y la cena, porque siguió adelante. No corría peligro de caerse por el hueco porque era tan estrecho que tenía que impulsarse hacia abajo para avanzar. Más tarde diría que respiraba sólo a medias y que ya sabía qué era lo de que le enterraran a uno vivo.

Lo que descubrió al final fue el conducto general del albañal que servía para los catorce inodoros del pabellón cinco, una cañería de porcelana que había sido instalada hacía treinta años. Estaba reventada. Junto al mellado agujero de la cañería, Tremont encontró el martillo de trabajar piedra de Andy.

Andy había conseguido evadirse, pero no le había resultado nada fácil.

La cañería era aún más estrecha que el hueco por el que había bajado Tremont. Rory Tremont no siguió por ella y, por lo que yo sé, nadie lo hizo. Debió de ser algo inenarrable. Cuando Tremont estaba examinando el agujero y el martillo, saltó de la cañería una rata que luego juraría que era casi tan grande como un cachorro cocker. Volvió a recorrer en dirección contraria el angosto espacio hasta la celda de Andy como un mono aterrado.

Andy se había metido en aquel conducto de albañal. Tal vez supiera que desembocaba en un arroyo a quinientos metros de la cárcel en la pantanosa zona oeste. Creo que lo sabía. Los planos de la prisión estaban por ahí y debió de hallar el modo de echarles una ojeada. Era un tipo metódico. Tenía que saber o haber averiguado que el conducto de albañal que salía del pabellón cinco era el único de toda la prisión que no se había desviado hacia la nueva planta de tratamiento de basuras y tenía que saber que o lo intentaba hacia mediados de 1975 o nunca, porque en agosto también a nosotros nos conectarían a la nueva planta de tratamiento de basuras.

Quinientos metros. La longitud de cinco campos de fútbol. Y se arrastró durante medio kilómetro, quizá con una pequeña linterna en la mano o tal vez sólo con un par de cajas de cerillas. Atravesó a rastras toda aquella porquería que no puedo o no quiero imaginar. Puede que las ratas corrieran al verle o puede que le atacaran, como suelen hacer esos animales cuando se enardecen en la oscuridad. Debía de tener el espacio justo de los hombros para seguir avanzando, y en las juntas seguramente tendría que darse impulso para pasar. Si yo hubiera estado en su lugar, hubiese enloquecido de claustrofobia. Pero él lo consiguió.

Encontraron huellas fangosas que salían del arroyo estancado y hediondo en el que desembocaba el albañal. Y, a unos tres kilómetros de allí, la patrulla de rastreo encontró su uniforme de presidiario… pero eso sería dos días después.

Como supondrás, la historia de la fuga de Andy apareció en los periódicos, pero nadie en un radio de veinticinco kilómetros de la prisión denunció el robo de un coche o de ropa, o a un hombre desnudo a la luz de la luna. Ni siquiera un perro ladrando en el corral de una granja. Salió del albañal y sencillamente se esfumó.

Pero apuesto a que se esfumó en dirección a Buxton.

Tres meses después de aquel memorable día, Norton dimitió. Y me complace inmensamente informar que era un hombre deshecho. Había perdido todo su vigor. Su último día aquí, andaba con la cabeza baja como un viejo presidiario que se arrastra hacia la enfermería a buscar sus pastillas de codeína. Le sucedió en el puesto Gonyar, y tal vez eso fuera lo más cruel de todo para Norton. Por lo que sé, Sam Norton está ahora en Eliot, donde asiste los domingos a los servicios religiosos de la iglesia baptista y se pregunta cómo diablos lo conseguiría Andy Dufresne.

Yo se lo diría; la respuesta a la pregunta es la simplicidad misma. Algunos lo consiguen, Sam. Y otros, no; ni lo conseguirán nunca.

Y eso es todo lo que sé; explicaré ahora lo que pienso. Puede que me equivoque en algunos detalles, pero apostaría mi reloj, con cadena y todo, a que en líneas generales acierto. Porque, siendo Andy el tipo de individuo que era, hay sólo una o dos formas en las que pudo desarrollarse todo. Y, una y otra vez, siempre que pienso en ello, recuerdo las palabras de aquel indio medio loco: Normanden. «Buen tipo —comentó Normanden después de vivir en la misma celda que Andy ocho meses—. Me alegró marcharme, sí, mucha corriente en aquella celda. Siempre hacía frío. No dejaba que nadie tocara sus cosas. Está bien. Buen tipo; nunca hacía bromas. Pero mucha corriente.» Pobre demente Normanden. Sabía más que todos nosotros y lo supo antes. Y tuvieron que pasar ocho largos meses antes de que Andy pudiera librarse de él y quedarse otra vez solo en la celda. De no haber sido por esos ocho meses que Normanden pasó con él después de que Norton llegara a la cárcel, creo que Andy habría estado libre antes de la dimisión de Nixon.

Ahora creo que todo empezó en 1949… por entonces, y no con el martillete de trabajar piedra, sino con el cartel de Rita Hayworth. Ya expliqué lo nervioso que me pareció cuando me pidió el cartel, nervioso y dominado por una especie de exaltación contenida. Pensé entonces que se trataba de simple turbación, que Andy era el tipo de individuo al que disgusta que los demás se enteren de que tiene los pies de barro y desea una mujer… y más tratándose de una mujer imaginaria. Pero ahora creo que estaba equivocado. Ahora creo que la turbación de Andy procedía de algo completamente distinto.

¿A qué se debía el agujero que el director Norton acabó descubriendo tras el cartel de una chica que ni siquiera había nacido cuando le hicieron aquella fotografía a Rita Hayworth? A la perseverancia y al arduo trabajo de Andy Dufresne, sin duda… no voy a negarle nada de eso a Andy. Pero en la ecuación intervienen también otros dos factores: muchísima suerte y hormigón de la WPA[3].

Supongo que no hace falta explicar lo de la suerte. En cuanto a lo del hormigón, me encargué de averiguarlo. Invertí cierto tiempo y un par de sellos y escribí primero al Departamento de Historia de la Universidad de Maine y luego a un individuo cuya dirección me facilitó la universidad. Individuo que había sido encargado del proyecto de construcción del Ala de Máxima Seguridad de Shawshank, que llevó a cabo la WPA.

Forman parte de este ala los pabellones tres, cuatro y cinco, y fue construida en los años 1934-1937. Hoy en día, prácticamente nadie considera el cemento y el hormigón como «adelantos tecnológicos», como los coches y las calderas de petróleo o los aviones de propulsión; pero lo son. El cemento moderno no se utilizó hasta 1870 más o menos, y el hormigón moderno no existió hasta finales-principios de siglo. La mezcla del hormigón es una tarea tan delicada como la de hacer pan. Hay que echar la cantidad exacta de agua. La mezcla de arena puede resultar demasiado compacta o demasiado líquida, y otro tanto es válido para la mezcla de grava. Y allá por 1934 la ciencia de mezclar los materiales estaba muy lejos de la perfección de hoy en día.

Los muros del pabellón cinco eran bastante sólidos, pero no eran precisamente secos y cálidos. En realidad, eran, y son, extraordinariamente húmedos. Tras una larga temporada de humedad, rezuman e incluso a veces gotean. Y solían aparecer grietas, algunas de una pulgada de profundidad, que se enlucían de forma rutinaria.

Bien, y he aquí que llega Andy Dufresne al pabellón cinco. Se había licenciado en la Escuela de Comercio de la Universidad de Maine, pero también había hecho dos o tres cursos de geología. En realidad, la geología se había convertido en su principal afición. Supongo que le interesaba por su carácter paciente y meticuloso. Un diamante de diez mil años de antigüedad aquí. Una capa montañosa de un millón de años allá. Capas de sedimentos comprimiéndose unas sobre otras en lo profundo de la tierra durante milenios. Presión. Andy me contó una vez que la geología consiste en un estudio de la presión.

Y tiempo, por supuesto.

Él tuvo tiempo para estudiar aquellos muros. Muchísimo tiempo. Cuando la puerta de la celda se cierra y las luces se apagan, no hay otra cosa que mirar.

Los prisioneros novatos suelen pasarlo mal adaptándose al confinamiento de la vida del recluso. Les da fiebre carcelaria. A veces, tienen que arrastrarles hasta la enfermería y darles sedantes una o dos veces antes de que empiecen a funcionar. No es nada raro oír a alguno de los nuevos miembros de nuestra feliz familia golpeando los barrotes de su celda y gritando que le dejen salir… En tales ocasiones, no pasa mucho rato sin que empiece a oírse por toda la galería el canto: «¡Pescado fresco, pescadito, eh, pescado fresco, pescado fresco, hoy tenemos pescado fresco!».

A Andy no le pasó esto cuando llegó en 1948, lo cual no quiere decir que no tuviera los problemas que la mayoría para adaptarse. Quizás estuviera a punto de enloquecer; a algunos les pasa y los hay que saltan la barrera. La vida anterior se desvanece en un abrir y cerrar de ojos, extendiéndose ante ellos, imprecisa pesadilla, una larga temporada en el infierno.

Así pues, ¿qué hizo Andy?, te pregunto. Buscó casi desesperadamente algo que distrajera y tranquilizara su mente. Oh, hay muchísimas formas distintas de distraerse, incluso en la cárcel; parece que tratándose de distracción, la mente humana fuera capaz de un infinito número de posibilidades. Ya expliqué lo del escultor y sus Tres edades de Jesús. Había coleccionistas de monedas que estaban siempre perdiendo sus colecciones en beneficio de los ladrones, de coleccionistas de sellos, un tipo que tenía postales de treinta y cinco países distintos… y, te diré, le habría arrancado los ojos a cualquiera que hubiera pillado entreteniéndose con sus postales.

Andy se dedicó a las piedras. Y a las paredes de su celda.

Yo creo que su intención original tal vez no fuera más que grabar sus iniciales en la pared en la que pronto iba a colgar el cartel de Rita Hayworth. Sus iniciales o quizá los versos de algún poema. Y, mira por dónde, se encontró con aquel hormigón curiosamente blando. Tal vez empezara a grabar sus iniciales y se desprendiera un trozo de pared. Puedo verle echado en su litera contemplando aquel trozo de pared, dándole la vuelta en la mano. Nada importa el fracaso de toda tu vida, nada importa que todo un cargamento de mala suerte haya dado con tus huesos en esta cárcel. Olvídalo todo y contempla este trozo de hormigón.

Tal vez unos meses después decidiera que sería divertido comprobar la cantidad de pared que podía arrancar. Pero, claro, no puedes ponerte a excavar una pared en tu celda y luego, cuando aparezcan los de la inspección semanal (o una de las inspecciones sorpresa siempre a la busca de escondrijos de alcohol, drogas fotos porno y armas), decirle al guardia: «Ah, eso. Sólo estoy haciendo un agujerito en la pared de mi celda. No te preocupes, buen hombre».

Evidentemente no podía hacer eso. Así que acudió a mí y me preguntó si podría conseguirle un cartel de Rita Hayworth. Y no uno pequeño, sino uno grande.

Y, claro, además tenía el martillete. Recuerdo haber pensado cuando se lo proporcioné, allá por 1948, que un hombre tardaría unos seiscientos años en hacer con él un agujero que atravesara el muro. Cálculo bastante acertado. Pero Andy sólo tuvo que agujerear medio muro… y, aun teniendo en cuenta la blandura del hormigón, le llevó dos martillos de trabajar piedra y tardó veintiséis años.

Claro que la mayor parte de uno de esos años la perdió con Normanden y además sólo podía trabajar de noche, preferiblemente bien avanzada la noche, cuando casi todo el mundo duerme… incluso los guardias del turno nocturno. Pero supongo que lo que le retrasó más fue librarse de la pared a medida que la iba arrancando. Pudo amortiguar el sonido de su trabajo envolviendo la cabeza del martillo con paños de pulimentar, pero ¿qué hacer con el hormigón pulverizado y con los trozos enteros que caerían de vez en cuando?

Creo que tendría que reducirlos a chinitas y…

Recuerdo el domingo después de haberle proporcionado el martillo. Recuerdo que me quedé mirándole mientras cruzaba el patio con la cara hinchada por su último encuentro con las hermanas. Vi que se detenía, cogía una china… y que ésta desaparecía en su manga. Ese bolsillo-manga interior es un viejo truco de la prisión. Arriba de la manga o sencillamente en la vuelta de los pantalones. Y recuerdo otra cosa, un recuerdo muy intenso, aunque algo confuso, tal vez algo que vi más de una vez: es el recuerdo de Andy Dufresne cruzando el patio en un cálido día de verano en que el aire estaba absolutamente quieto. Quieto, sí… a no ser por una suave brisa que parecía levantar arena alrededor de los pies de Andy Dufresne.

Así que tal vez tuviera un par de bolsos falsos en los pantalones debajo de las rodillas. Los cargabas bien con el escombro triturado y luego sencillamente paseabas por ahí con las manos en los bolsillos y cuando estabas tranquilo y seguro de que nadie te observaba, dabas un leve tirón a los bolsillos. Los bolsillos, naturalmente, estaban unidos por cordel o hilo fuerte a los bolsos falsos. El relleno va cayendo en una especie de cascada de las perneras de los pantalones según vas caminando. Durante la segunda guerra mundial, los prisioneros que intentaban escapar abriendo túneles utilizaban este truco.

Los años fueron pasando y Andy transportó lo extraído de la pared de su celda, puñado a puñado, al patio de ejercicios. Siguió la corriente a un director tras otro, y todos creyeron que se debía a su deseo de que la biblioteca siguiera funcionando, pero lo que a Andy le interesaba más era seguir en su celda catorce del pabellón cinco y ser su único ocupante.

Dudo que, al menos al principio, tuviera planes reales de escapar ni esperanzas de conseguirlo. Seguramente suponía que la pared tenía tres metros de sólido hormigón. Pero, como digo, no creo que le preocupara mucho atravesarla o no. Debía de pensar así, más o menos: conseguiría simplemente avanzar unos centímetros cada siete años o así; por tanto, me llevaría setenta años atravesarla del todo; y, para entonces, tendría ciento un años.

Y he aquí una segunda conjetura que yo habría hecho si hubiera sido Andy: que acabarían descubriéndome y me pasaría una larga temporada incomunicado, por no mencionar una gran mancha en mi ficha. No hay que olvidar la inspección regular semanal y una visita sorpresa (normalmente por la noche) cada dos semanas o así. Tuvo que decidir que las cosas no podrían prolongarse mucho tiempo. Antes o después, algún carcelero se dedicaría a husmear detrás del cartel de Rita Hayworth sólo para asegurarse de que Andy no tenía pegado a la pared con cinta adhesiva un mango de cuchara afilado o algunos cigarrillos de marihuana.

Y la respuesta de Andy a esa segunda conjetura tuvo que ser: Al diablo con ello. Hasta puede que lo convirtiera en un juego. ¿Hasta dónde llegaré antes de que me descubran? La cárcel es un lugar extraordinariamente aburrido, y la posibilidad de ser sorprendido por una inspección no programada en plena noche, y mientras tenía el cartel despegado, probablemente añadiera un cierto aliciente a su vida durante los primeros años.

Y creo que le habría sido imposible salir adelante sólo a base de simple suerte. No durante veintisiete años. No obstante, tengo que creer que durante aquellos dos años (hasta mediados de mayo de 1950, cuando ayudó a Byron Hadley a eludir los impuestos del legado de su hermano) fue exactamente así como funcionó la cosa.

Claro que tal vez tuviera algo más que simple suerte a su favor, incluso por entonces. Tenía dinero y puede que untara un poco a alguien todas las semanas para que le facilitara las cosas. Casi todos los carceleros se avendrán a ello si el precio es razonable, es dinero en sus bolsillos y el prisionero consigue conservar las fotografías o los cigarrillos hechos de encargo. Además, Andy era un prisionero ejemplar (tranquilo, bien hablado, respetuoso, nada violento). Son los rebeldes y los alborotadores los que consiguen que les pongan la celda patas arriba al menos una vez cada seis meses, les abran las cremalleras de los colchones, les corten las almohadas y comprueben minuciosamente el desagüe del inodoro.

Y, a partir de 1950, Andy pasó a ser algo más que un prisionero ejemplar. En 1950 se convirtió en un artículo valioso, un asesino que hacía declaraciones de impuestos mejor que H & R Block. Daba asesoramiento económico gratuito y asesoramiento fiscal, y llenaba los impresos de solicitudes de créditos (a veces creativamente). Le recuerdo sentado tras su mesa de la biblioteca repasando pacientemente el contrato de préstamo párrafo por párrafo con un carcelero que quería comprar un automóvil DeSoto usado, explicándole al tipo con todo detalle los pros y los contras del contrato, explicándole que era posible comprar a crédito sin que te clavaran demasiado, sacándole de las sociedades financieras que, en aquellos tiempos, eran poco mejores que usureros. Cuando terminó, el carcelero hizo ademán de tenderle la mano… y en seguida la retiró. Por un momento, había olvidado que estaba tratando con una mascota y no con un hombre.

Andy seguía las leyes fiscales y el cambio en el mercado de valores, y así su utilidad no concluyó tras llevar un tiempo fuera de circulación. Empezó a recibir dinero para la biblioteca, concluyó al fin la guerra que había sostenido con las hermanas y nadie se preocupaba mucho por su celda. Era un buen negro.

Y un día, mucho después, quizás en octubre de 1967, su prolongada afición se convirtió súbitamente en algo más. Una noche, cuando estaba en el agujero metido hasta la cintura y Raquel Welch colgaba sobre su trasero, el extremo afilado de su martillo se hundió de repente en el hormigón hasta la empuñadura.

Debió de sacar algunos trozos de hormigón, pero tal vez oyera caer otros en aquel hueco, rebotando y tintineando en la cañería. ¿Sabía por entonces Andy que iba a aterrizar en aquel hueco, o fue una absoluta sorpresa? No lo sé. Tal vez para entonces hubiera visto ya los anteproyectos de la prisión, o tal vez no. Si no los había visto ya, apuesta lo que quieras a que encontró pronto la forma de echarles un vistazo.

Debió de caer en la cuenta de que ya no se trataba de un simple juego, sino que tenía una meta: en términos de su propia vida y de su propio futuro, la más importante. Tal vez no lo supiera con seguridad todavía, pero debía de tener una idea bastante clara porque fue justamente por entonces cuando me habló por primera vez de Zihuatanejo. Aquel estúpido agujero de la pared dejó súbitamente de ser un pasatiempo para ser su sueño si es que sabía lo del albañal del fondo y que pasaba bajo el muro exterior; lo fue, de todos modos.

Durante años, le había preocupado la llave que descansaba bajo la piedra de Buxton. Ahora tenía que preocuparse de que algún nuevo guardia celoso mirara tras el cartel de su celda y descubriera todo el pastel o de que le metieran un compañero en la misma celda, o de que, después de tantos años, le trasladaran de cárcel. Viviría con todo esto en la cabeza durante los ocho años siguientes. Lo único que puedo decir es que demostró ser uno de los individuos con más temple que hayan existido. Viviendo con semejante incertidumbre, yo me habría vuelto completamente loco al poco tiempo. Pero Andy se limitó a seguir actuando como si nada sucediera.

Tuvo que cargar con la posibilidad de que le descubrieran durante otros ocho años (diríamos más bien la probabilidad, pues no importa lo cuidadosamente que pusiese las circunstancias a su favor; como interno de una prisión estatal, no tenía mucha capacidad de maniobra… y los dioses ya habían sido bondadosos con él durante demasiado tiempo; unos diecinueve años).

La ironía más espantosa que se me ocurre es que le hubieran concedido la libertad condicional. ¿Te imaginas? Tres días antes de que el preso salga realmente, le trasladan al ala de Seguridad Menor para someterle a una serie completa de pruebas físicas y profesionales. Mientras permanece allí, su celda se limpia y vacía por completo. En lugar de conseguir la libertad condicional Andy habría conseguido una larga jornada abajo en la zona de incomunicados, seguido por más tiempo arriba… pero no en la misma celda de antes.

Si dio con el agujero en 1967, ¿cómo es que no escapó hasta 1975?

No lo sé con seguridad, pero podría exponer algunas conjeturas aceptables.

Primero, se habría vuelto más precavido que nunca. Era demasiado inteligente para lanzarse a la carga e intentar huir en ocho meses o incluso en dieciocho. Tenía que seguir ampliando la abertura del angosto espacio poco a poco. Un agujero del tamaño de una taza de té cuando tomó su copa de año viejo aquel año. Un agujero tan grande como un plato cuando celebró su cumpleaños en 1968. Y tan grande como una bandeja de servir para cuando empezó la temporada de béisbol en 1969.

Durante un tiempo, pensé que habría ido mucho más rápido de lo que aparentemente lo hizo (quiero decir, después de taladrar la pared). Me parecía que, en vez de tener que pulverizar los escombros y sacarlos de la celda tal como expliqué, sencillamente podría dejarlos caer al hueco. El tiempo que le llevó, me hace pensar que no se atrevió a hacerlo. Debió de decidir que el ruido podría levantar sospechas. O, si es que, tal como creo, sabía lo de la cañería, temería que un trozo de cemento la rompiera antes de que lo tuviera todo listo, atascando el sistema de desagüe y provocando una investigación. Y una investigación, no hace falta decirlo, sería la ruina.

De todas formas, supongo que para la fecha de la segunda investidura de Nixon el agujero debía de ser lo bastante amplio para permitirle pasar… y seguramente antes de esa fecha, ya que Andy era un tipo pequeño.

¿Por qué no se fue entonces?

Hasta aquí es hasta donde llegan mis comedidas conjeturas, amigos. A partir de este punto, se hacen progresivamente más desordenadas. Una posibilidad es que el espacio por el que debía pasar se obstruyera con los escombros y tuviera que limpiarlo. Pero eso no le llevaría tanto tiempo. Entonces, ¿qué?

Es posible que se asustara.

Ya he explicado, dentro de mis posibilidades, lo que es un hombre «institucional». Al principio, no puedes soportar estos muros; luego, llegas a resignarte a ellos y luego… llegas a aceptarlos… y entonces, cuando tu cuerpo y tu mente y tu espíritu se adaptan a la vida en esta escala, llegas incluso a amarlos. Te dicen cuándo tienes que comer, cuándo puedes escribir cartas, cuándo puedes fumar. Si estás trabajando en la lavandería o en el taller, te asignan cinco minutos de cada hora para ir al baño. Durante treinta y cinco años, mi momento era veinticinco minutos después de la hora y, después de treinta y cinco años, sólo entonces tengo ganas de orinar o de cagar: a las horas y veinticinco. Y si, por alguna razón, no pudiera ir, a los cinco minutos dejaría de sentir la necesidad y volvería a sentirla a las y veinticinco de la hora siguiente.

Tal vez Andy estuviera luchando con ese tigre (ese síndrome institucional) y también con el gran temor de que todo hubiera sido inútil.

¿Cuántas noches pasaría despierto tendido en la litera bajo el cartel, pensando en aquella alcantarilla, sabiendo que era su única posibilidad, que no tendría otra? Los planos podrían haberle indicado el diámetro de la tubería, pero nada podían decirle de cómo sería el interior de la misma: si podría respirar dentro sin asfixiarse, si las ratas serían tan grandes y valientes como para plantarle cara y atacarle en vez de escapar… y un plano tampoco podría indicarle lo que encontraría al final cuando, y si, llegaba hasta el final. He aquí una ironía aún más divertida que la de la libertad vigilada: Andy se mete en el conducto del albañal, repta a lo largo de sus quinientos metros de asfixiante y hedionda oscuridad y se topa al final con una gigantesca alambrada que lo sella. Ja, ja, muy divertido, sí. Andy tuvo que barajar todas esas posibilidades. Y, si la suerte estaba de su lado y conseguía realmente salir, ¿podría conseguir de alguna forma ropa de civil y alejarse de la prisión sin que le localizaran?

Y algo más: supongamos que al fin saliera, se alejara de Shawshank antes de que se diera la alarma, llegara a Buxton, alzara la piedra correspondiente… y no encontrara nada debajo de ella… No necesariamente algo tan dramático como llegar al henar que él sabía y descubrir que habían levantado un edificio de apartamentos en el lugar, o que lo habían convertido en el aparcamiento de un supermercado. Y podría haberse dado el caso de que un niñito al que le gustaran las piedras se fijara en aquel trozo de obsidiana, lo volviera, viera la llavecita debajo y cogiera llave y piedra y se las llevara a casa como recuerdos. O tal vez tropezara con la piedra un cazador de noviembre quedando la llave al descubierto, y una ardilla o un cuervo con afición por las cosas brillantes se la hubieran llevado. Podía haber pasado cualquier cosa.

Así que creo (conjetura infundada o no) que Andy permaneció inmovilizado por un tiempo. Después de todo, si no apuestas, nada pierdes. ¿Qué tenía que perder?, preguntaréis. Por un lado, su biblioteca. Y la ponzoñosa paz de la vida institucional, por otro. Cualquier futura oportunidad de acceder a su identidad segura.

Pero al final lo hizo, tal como he explicado. Lo intentó… y, ¡santo cielo!, ¿no fue espectacular? ¡Contestadme!

¿Preguntáis que si consiguió realmente escapar? ¿Qué ocurrió después? ¿Qué ocurrió cuando llegó a aquel prado y levantó la piedra… dando por descontado siempre que la piedra aún seguía allí?

No puedo describiros la escena, porque este hombre institucional sigue aún en esta institución y aquí espera seguir en los años venideros.

Pero os diré algo: muy a finales del verano de 1975, el quince de septiembre para ser exactos, recibí una tarjeta postal que habían echado al correo en el pueblecito de McNary, Texas. McNary queda en el lado norteamericano de la frontera, justo frente a El Porvenir. La tarjeta no traía ningún mensaje, estaba completamente en blanco. Pero yo entiendo. En mi interior lo sé con la misma certeza con que sé que algún día todos moriremos.

McNary es el lugar por donde cruzó la frontera. McNary, Texas.

Y ésa es mi historia, compadres. Nunca creí que me llevaría tanto tiempo escribirla hasta el final ni que ocuparía tantas hojas. Empecé a escribirla nada más recibir esa postal y estoy terminando ahora, catorce de enero de 1976. He gastado tres lápices enteritos y un cuaderno de papel. He procurado tener las hojas bien escondidas… pese a que no son muchos los que pueden leer mis garabatos.

El escribir agitó más recuerdos de los que yo creía tener. Escribir sobre uno mismo se parece muchísimo a hundir una vara en el agua clara de un río y remover el légamo del fondo.

Pero oye, no escribías sobre ti mismo, oigo decir a alguien por el gallinero. Estuviste escribiendo sobre Andy Dufresne. Tú no eres más que un personaje secundario de tu propia historia.

Pero sabéis muy bien que no es así en absoluto. Todo trata de mí, todas y cada una de las malditas palabras de la historia. Andy era la parte de mí que jamás pudieron encarcelar, una parte mía que se regocijará cuando al fin las puertas se abran ante mí y salga de la cárcel con mi traje barato y mis veinte dólares ahorrados en el bolsillo. Es parte mía que se regocijará sin importarle lo viejo y arruinado y aterrado que esté el resto de mi persona. Supongo que es sólo cuestión de que Andy tenía más de esa parte que yo y la empleó mejor.

Hay otros como yo, otros que recuerdan a Andy. Estamos contentísimos de que se escapara, aunque también un poco tristes. Algunos pájaros no están destinados a que los enjaulen, eso es todo. Tienen las plumas demasiado brillantes, su canto es demasiado dulce y libre. Así que, o les dejas irse, o, cuando abres la jaula para darles de comer, se las arreglan para escapar volando. Y la parte de ti que en el fondo creía que era un error tenerlos cautivos se alboroza, pese al hecho de que el lugar en que vives sea mucho más lóbrego y triste tras su partida.

Ésa es la historia, y me alegra haberla contado, aunque no sea muy concluyente, y pese a que algunos de los recuerdos que el hacerlo avivó (como la vara aquella removiendo el légamo del río) me produjeron cierta tristeza y la sensación de ser más viejo de lo que soy. Gracias por escucharme. Y, Andy, si de veras estás allá abajo, tal como creo, contempla por mí las estrellas cuando el sol se ponga, y toca por mí la arena, y vadea en el agua, y siéntete libre.

Jamás esperé reanudar esta narración, pero héteme aquí, con las páginas dobladas y arrugadas sobre la mesa ante mí. Aquí estoy, añadiendo otras tres o cuatro páginas, escribiendo en un cuaderno nuevo. Un cuaderno que compré en una tienda… Sencillamente entré en una tienda de la calle Congress de Portland y lo compré.

Creía haber puesto punto final a mi historia en una celda de la prisión de Shawshank, un sombrío día de enero de 1976. Estamos ahora en mayo de 1977; estoy sentado en un cuartito barato del hotel Brewster de Portland, escribiendo.

La ventana está abierta y me llega el sonido del tráfico, inmenso, excitante, aterrador. Tengo que mirar continuamente por la ventana y asegurarme de que no tiene barrotes. Duermo bastante mal por las noches porque la cama, pese a ser ésta una habitación barata, me resulta demasiado amplia y lujosa. Me despierto con presteza por la mañana a las seis y media, desorientado y aterrado. Mis sueños son desagradables. Tengo la desquiciante sensación de caer en el vacío. La sensación es aterradora y al mismo tiempo vivificante.

¿Qué ha sido de mi vida? ¿No lo adivináis? Me concedieron la libertad vigilada. Después de treinta y ocho años de audiencias rutinarias y de negativas rutinarias (en el transcurso de esos treinta y ocho años murieron tres de los abogados que se ocuparon de mi caso) al fin me concedieron la libertad condicional. Supongo que debieron de decidir al fin que a mis cincuenta y ocho años estaba ya bastante cascado para considerarme inofensivo.

Estuve a punto de quemar el documento que acabáis de leer. Suelen registrar a los que salen en libertad vigilada casi con el mismo celo con que registran a los que ingresan, a los «pescaditos frescos». Y, además de contener dinamita suficiente para asegurarme un rápido cambio de dirección y otros seis o siete años dentro, mis «memorias» contenían algo más: el nombre del pueblo en el que creo que está Andy Dufresne. La policía mexicana colabora con la norteamericana, y yo no quería que mi libertad (o mi deseo de no renunciar a la historia que tanto tiempo y esfuerzo me había costado escribir) le costara la suya a Andy.

Entonces, recordé cómo había metido en la cárcel Andy sus quinientos dólares allá por 1948 y utilicé el mismo sistema para sacar su historia de la cárcel. Y, para estar aún más seguro, reescribí todas las páginas en las que se mencionaba Zihuatanejo. Si en el transcurso de la «inspección de salida», como le llaman, encontraban los papeles, yo volvería dentro… pero los polis se cansarían buscando a Andy en un pueblo de la costa peruana…

El comité de libertad condicional me proporcionó un trabajo de «ayudante de almacén» en el gran mercado de Food Way en el Spruce Mall de South Portland, lo que significa simplemente que soy un mozo más. Hay dos tipos de mozos, ya sabes: los viejos y los jóvenes. Ni unos ni otros parecen mirarse entre sí con buenos ojos. Yo, claro, soy de los viejos. Si compras en el Food Way de Spruce Mall, tal vez te haya llevado las compras al coche… aunque tendrías que haber comprado allí entre marzo y abril de 1977, pues ése fue el tiempo que trabajé yo allí.

Al principio, creía que no podría arreglármelas fuera. Ya he descrito la sociedad de la cárcel como un modelo a pequeña escala de vuestro mundo exterior, pero no tenía ni idea de lo de prisa que iban las cosas fuera; la velocidad real a la que se mueve la gente ahora. Hasta hablan más de prisa. Y más alto.

Me costó muchísimo adaptarme, y aún no lo he conseguido del todo… tardaré aún bastante. Las mujeres, por ejemplo. Después de ignorar casi que eran la mitad de la humanidad durante cuarenta años, me encontré de pronto trabajando en un lugar lleno de mujeres. Mujeres viejas, mujeres embarazadas con camisetas de manga corta con flechas apuntando hacia abajo y un lema escrito que decía BEBE AQUÍ, mujeres flacas con los pezones erizados bajo las camisetas (cuando me metieron a mí en la cárcel habrían arrestado a una mujer por vestir así y luego la hubiesen sometido a una prueba para determinar su estado mental), mujeres de todas las formas y tamaños. Así que me pasaba el día en una semierección continua maldiciéndome por ser un viejo indecente.

Ir al baño, eso fue otro problema. Cuando tenía que ir (y sentía siempre la urgente necesidad de hacerlo a las y veinticinco de la hora), tenía que vencer la casi abrumadora necesidad de decírselo al jefe. El saber que sencillamente podía ir y hacerlo en el brillantísimo mundo exterior era una cosa; adaptar mi yo interno a ese conocimiento después de tantísimos años de consultarlo con el carcelero más próximo o afrontar dos días de confinamiento solitario por olvidarme… era otra muy distinta.

A mi jefe no le caía bien. Era un tipo joven, de unos veintiséis o veintisiete años y podía darme cuenta de que le molestaba, como desagrada el viejo perro servil y adulón que se acerca arrastrándose para que le acaricien. Santo Dios, también me desagradaba a mí mismo. Pero… no podía evitarlo. Deseaba decirle: Eso es todo lo que la vida en la cárcel hace por uno, joven. Convierte a todo el que ocupa un cargo con autoridad en amo y a ti en el perro de todos los amos. Puede que incluso en la prisión te des cuenta de que te has convertido en un perro, pero como todos los que llevan el mismo uniforme que tú son perros también, no parece tener tanta importancia. Fuera, sí la tiene. Pero no podía decirle eso a un joven como él. No lo entendería. Tampoco lo entendería el funcionario de libertad vigilada, un ex marinero grande y fanfarrón con una inmensa barba roja y un gran repertorio de chistes… polacos. Me veía durante unos cinco minutos todas las semanas.

—¿Te mantienes fuera de los barrotes, Red? —me preguntaba nada más agotar los chistes polacos. Le decía que claro, y eso ponía fin a la entrevista hasta la semana siguiente.

La música en la radio. Cuando entré en la cárcel las grandes bandas sólo levantaban un poquito la presión. Ahora todas las canciones suenan como si estuvieran a punto de explotar. Y tantos coches. Al principio, cada vez que cruzaba la calle me parecía que me estaba jugando la vida.

Y hubo más (todo era extraño y aterrador), aunque tal vez ya lo hayas imaginado, o puedas al menos comprenderlo en parte. Empecé a pensar en hacer algo para poder volver dentro. Estando en libertad condicional, casi cualquier cosa sirve. Me avergüenza decirlo, pero empecé a pensar en robar algo de dinero o llevarme algo del Food Way, lo que fuera, para volver a donde todo era tranquilo y sabías lo que iba a suceder en el curso del día.

Creo que, si no hubiera conocido a Andy, lo habría hecho. Pero seguía pensando en él, pasándose todos aquellos años cincelando pacientemente el cemento con su martillo para poder estar libre. Pensaba en esto, me avergonzaba de mí mismo y volvía a desechar la idea. Ah, dirás que Andy tenía más motivos que yo para estar libre (una nueva identidad y un montón de dinero). Pero sabes que eso no es absolutamente cierto. Porque él no sabía con seguridad que la nueva identidad estuviera todavía esperándole, y sin la nueva identidad, el dinero seguiría siempre fuera de su alcance. No, él lo único que necesitaba era ser libre, y si yo tiraba por la borda lo que tenía, sería como escupir en la cara a lo que él tanto se había esforzado por recuperar.

Así que lo que en realidad hice fue dedicar mi tiempo libre a ir a dedo hasta el pueblecito de Buxton. Esto era a principios de abril de 1977; la nieve empezaba a derretirse en los campos, el aire empezaba a templarse, los equipos de béisbol llegaban al norte para iniciar una nueva temporada jugando el único juego que estoy seguro que Dios aprueba. En estos viajes siempre me llevaba la brújula en el bolsillo.

Hay en Buxton un gran henar, había dicho Andy, y en el extremo norte de ese henar hay un muro de piedra que parece directamente sacado de un poema de Robert Frost. Y en un lugar de la base de ese muro hay una piedra que no pinta absolutamente nada en un henar de Maine.

Descabellada empresa, dices. ¿Cuántos henares habrá en un pueblecito como Buxton? ¿Cincuenta? ¿Cien? Hablando por mi experiencia personal, yo diría que más, si tenemos en cuenta los campos cultivados que podrían haber sido henares cuando Andy fue encarcelado. Y, además, podría encontrarlo y no saber que era precisamente el que buscaba, pues podría pasar por alto aquel trozo de obsidiana; y también era muy probable que Andy se lo hubiera guardado en el bolsillo y se lo hubiera llevado.

Así que estoy de acuerdo contigo. Descabellada empresa, sin lugar a dudas. Y aún más, peligrosa empresa para un individuo que, como yo, estaba en libertad vigilada, pues algunos de aquellos campos tenían carteles bien claros de SE PROHÍBE EL PASO. Y, como ya he dicho, estarían más que encantados si podían volver a encerrarte por traspasar los límites de la propiedad. Una empresa descabellada… pero también lo es picar una pared de hormigón durante veintisiete años. Y cuando has dejado de ser el hombre que puede conseguir lo que sea y eres sólo un mozo viejo, es agradable tener alguna afición que te distraiga y te haga olvidar tu nueva vida. Mi afición era buscar la piedra de Andy.

Así que me iba en autoestop hasta Buxton y me dedicaba a recorrer los caminos. Escuchaba los pájaros, el aflujo de la primavera en las cunetas de los caminos, examinaba las botellas que la nieve en retroceso dejaba al descubierto (todas inútiles envases no recuperables, lamento decirlo; el mundo parece haberse vuelto absolutamente pródigo durante mi encierro), y buscaba henares.

Casi todos los que encontraba quedaban eliminados de inmediato: o no tenían muros de piedra, o los tenían, pero la brújula me indicaba que tales muros no estaban orientados correctamente. De todas formas, paseaba por ellos. Era muy agradable hacerlo y en aquellas excursiones me sentía realmente libre, en paz. Un sábado, me siguió un perro viejo. Y un día vi un ciervo enflaquecido por el invierno.

Y llegó luego el veintitrés de abril, un día que no olvidaré aunque viva otros cincuenta y ocho años. Era una tarde tibia de sábado y caminaba yo por lo que un niñito que pescaba desde un puente me dijo se llamaba The Old Smith Road. Me había llevado la comida en una bolsa y la había tomado sentado en una piedra junto al camino. Cuando acabé, enterré con cuidado los desperdicios, tal como me había enseñado a hacer mi papá antes de morir, cuando yo era un arenquito no mayor que el que me había dicho el nombre del camino.

Hacia las dos en punto llegué a un gran campo, a mi izquierda. Al fondo del mismo había un muro de piedra que corría aproximadamente en dirección noroeste. Retrocedí hacia él, chapoteando en el terreno húmedo, y empecé a caminar a lo largo del muro. Una ardilla me increpó desde un roble.

A unos tres cuartos del camino hasta el final, la vi: la piedra. Cristal negro y tan suave como la seda. No había error. Una piedra que no pintaba absolutamente nada en un henar de Maine. Me quedé un buen rato mirándola con la sensación de que me pondría a gritar por menos de nada. La ardilla me había seguido y continuaba parloteando. El corazón me latía enloquecido.

Cuando al fin conseguí calmarme, me acerqué a la piedra y me agaché (las articulaciones de las rodillas me sonaban como una escopeta de dos cañones) y me permití tocarla con la mano. Era real. No la tomé porque pensara que habría algo debajo. Podría haberme ido tranquilamente al momento sin ver lo que había debajo. No tenía ninguna intención de llevármela conmigo, pues no creía que fuera mía (tenía la sensación de que llevarse del campo aquella piedra habría sido la peor ratería imaginable). No, sólo la tomé para sentirla mejor, para sentir su peso y, supongo, para probar su realidad sintiendo su satinada textura en mi piel.

Tuve que mirar fijamente lo que había debajo durante largo rato. Lo veía con los ojos, pero mi mente tardó un rato en captarlo. Era un sobre, cuidadosamente envuelto en una bolsa de plástico para protegerlo de la humedad. Y en el frente del sobre estaba escrito mi nombre con la clara caligrafía de Andy.

Tomé el sobre y volví a colocar la piedra donde la había dejado Andy, y el amigo de Andy antes que él.

Querido Red:

Si estás leyendo esto es que estás libre. Sea como sea, estás libre. Y, si has llegado hasta aquí, estarás dispuesto a llegar un poco más lejos. Creo que recuerdas el nombre del pueblo, ¿no? Podría emplear a un buen hombre que me ayude a poner mi proyecto en marcha.

Entretanto, tómate una copa a mi salud… y piénsatelo. Estaré pendiente de tu llegada. Recuerda que la esperanza es una buena cosa, Red, tal vez lo mejor del mundo, y lo bueno jamás muere. Espero que esta carta te encuentre, y que te encuentre bien.

Tu amigo,

PETER STEVENS

No leí esa carta en el campo. Se había apoderado de mí una especie de terror, como una urgencia desesperada de irme de allí antes de que me vieran. Por decirlo de alguna manera, me aterraba la posibilidad de que me arrestaran.

Volví a mi cuarto y leí allí la carta, con el aroma de la cena de los viejos que allí vivían deslizándose por el hueco de la escalera (Beefaroni, Rice-a-Roni, Noddle Roni; podrías apostar lo que quisieras a que todo lo que los viejos de Estados Unidos —los de ingresos fijos— están cenando esta noche, casi con absoluta certeza, termina en roni, como maccheroni).

Abrí el sobre y leí la carta y luego apoyé la cara en las manos y lloré. Acompañaban la carta veinte billetes nuevos de cincuenta dólares.

Y aquí estoy ahora, en el hotel Brewster, técnicamente vuelvo a ser un fugitivo de la justicia (violación de la libertad condicional es mi delito, aunque nadie levantará barricadas para atrapar a un delincuente por semejante delito, supongo), preguntándome qué hacer a continuación.

Tengo este manuscrito. Tengo una pequeña valija del tamaño aproximado del maletín de un médico que contiene cuanto poseo. Tengo diecinueve billetes de cincuenta, cuatro de diez, uno de cinco, tres de uno y algunas monedas. Cambié uno de los de cincuenta para comprar este cuaderno y un paquete de cigarrillos.

Me pregunto qué debería hacer.

Aunque en realidad no cabe duda alguna. Todo se reduce a dos posibilidades: o te consagras a vivir o te dedicas a morir.

Voy a guardar primero este manuscrito en mi bolsa de viaje, luego agarraré la bolsa, la chaqueta, bajaré las escaleras, pagaré y me largaré de este antro. Me iré luego caminando hacia la parte alta de la ciudad, entraré en un bar y pondré este billete de cinco dólares delante de las narices del camarero y le pediré que me sirva dos buenos trallazos de Jack Daniel’s: uno para mí y otro para Andy Dufresne. Aparte de una o dos cervezas, serán los primeros tragos que tomo como hombre libre desde 1938. Luego, daré al camarero un dólar de propina y mis más encarecidas gracias. Saldré luego del bar y subiré caminando por la calle Spring hasta la terminal de autobuses Greyhound; sacaré allí un billete de autobús hasta El Paso, vía Nueva York. Y, cuando llegue a El Paso, compraré un billete hasta McNary. Y, cuando llegue a McNary, supongo que tendré ocasión de averiguar si un viejo malhechor como yo puede encontrar el medio de cruzar la frontera y pasar a México.

Claro que recuerdo el nombre. Zihuatanejo. Un nombre así es demasiado bello para olvidarlo.

Estoy nerviosísimo; tan nervioso que casi no puedo sostener el lápiz en mi mano temblorosa. Creo que es el nerviosismo que sólo un hombre libre puede sentir, un hombre libre que inicia un largo viaje cuyo final es incierto.

Tengo la esperanza de que Andy esté allá.

Tengo la esperanza de poder cruzar la frontera.

Tengo la esperanza de encontrar a mi amigo y estrecharle la mano.

Tengo la esperanza de que el Pacífico sea tan azul como en mis sueños.

Tengo esperanza.