RITA HAYWORTH Y LA REDENCIÓN DE SHAWSHANK

Supongo que en todas las prisiones federales y estatales de Estados Unidos hay gente como yo. Soy el tipo que lo consigue todo. Cigarrillos de encargo, una bolsita de yerba si es eso lo que te gusta, una botella de coñac para celebrar que tu hijo o hija han terminado el bachillerato, prácticamente cualquier cosa… bueno dentro de lo razonable. No siempre fue así.

Cuando llegué a Shawshank tenía sólo veinte años, y soy una de las pocas personas de nuestra pequeña y feliz familia que no duda en cantar de plano lo que hizo. Cometí un homicidio. Le hice un buen seguro de vida a mi mujer, que me llevaba tres años, y luego preparé los frenos del cupé Chevrolet que su padre nos había ofrecido como regalo de boda. Y todo salió a pedir de boca, sólo que yo no había previsto que se parara a recoger a la mujer del vecino y al niño pequeño de la mujer del vecino de paso hacia Castle Hill y el pueblo. Los frenos fallaron, claro, y el coche irrumpió con estruendo entre los arbustos del linde del terreno comunal a velocidad creciente. Los transeúntes declararon que debía ir a unos setenta y cinco o más cuando chocó con el pedestal del monumento de la guerra de Secesión y se incendió.

Tampoco figuraba en mis planes que me atraparan pero lo hicieron. Y me regalaron un abono de temporada para este lugar. En el estado de Maine no hay pena de muerte, pero ya se encargó el fiscal del distrito de que se me juzgara por las tres muertes y de que me condenaran a tres cadenas perpetuas a cumplir una después de otra. Lo cual dejaba fuera de mi alcance cualquier posibilidad de conseguir la libertad condicional durante mucho, muchísimo tiempo. El juez calificó lo que hice de «crimen espantoso y nefando»; y lo era, aunque también pertenece ya al pasado. Puedes buscarlo en los archivos amarillentos de Call en Castle Rock y verás que los grandes titulares que proclamaban mi condena resultan un tanto ridículos y anticuados comparados con las noticias sobre Hitler y Mussolini y las «ensaladas de siglas»[1] del presidente Roosevelt.

¿Qué dices, que si me he rehabilitado? Bueno, ni siquiera sé lo que significa esa palabra, al menos en lo tocante a cárceles y reformatorios. Creo que es una palabra de político. Tal vez tenga algún otro significado y puede que yo tenga ocasión de averiguarlo; pero eso queda en el futuro, que es algo en lo que los presidiarios aprendemos a no pensar. Yo era joven, bien parecido y del distrito pobre de la ciudad, y dejé embarazada a una linda chica testaruda y de mal genio que vivía en una de esas bellas casas antiguas de la calle Carbine. Su padre se avino a nuestro matrimonio con la condición de que yo aceptara un trabajo en la empresa de óptica de su propiedad y «me abriera camino». Descubrí que lo que realmente se proponía era tenerme en su casa bien amarradito como a un animalito doméstico que no acaba de aprender a comportarse y que puede morder. Así que se fue acumulando el odio hasta ser suficiente para impulsarme a hacer lo que hice. Si tuviera otra oportunidad no volvería a hacerlo, pero no estoy seguro de que eso signifique que estoy rehabilitado.

De cualquier forma, no es de mí de quien quiero hablar, sino de un individuo que se llama Andy Dufresne. Claro que para poder hablar de Andy tengo que explicar algunas cosas más de mí mismo. No me llevará mucho.

Como dije, yo soy el tipo que puede conseguir de todo aquí en Shawshank desde hace casi cuarenta malditos años. Y eso no significa sólo conseguir cosas como cigarrillos especiales o alcohol, aunque esos productos encabezan siempre la lista. He conseguido otras muchísimas cosas para los presidiarios de Shawshank, algunas completamente legales aunque difíciles de conseguir en un lugar al que se supone que te han traído para castigarte. Había un individuo que estaba aquí por haber violado a una niñita y haberse exhibido delante de otras muchas; pues le conseguí tres piezas de mármol rosado de Vermont, que convirtió en tres preciosas esculturas: un niño pequeño, un chico de unos doce años y un joven con barba. Las tituló Las tres edades de Jesús y las tres están ahora en el salón de un tipo que fue gobernador de este mismo Estado.

He aquí un nombre que tal vez recuerdes si te criaste al norte de Massachusetts: Robert Alan Cote. En 1951 intentó robar el First Mercantile Bank de Mecanic Falls y el asalto acabó en una matanza: seis muertos en total, dos de ellos miembros de la banda de atracadores, tres rehenes y un joven agente que alzó la cabeza cuando no debía y le pegaron un balazo en el ojo. Cote tenía una colección de monedas. Lógicamente no iban a permitirle que las trajera a la cárcel, pero con un poco de ayuda de su madre y del conductor de una furgoneta de la lavandería, pude conseguírselo. Le dije: «Bobby, tienes que estar loco para querer tener una colección de monedas en un hotel de piedra lleno de ladrones». Me miró, sonrió y dijo: «Estarán bien seguras, no te preocupes». Y tenía razón. Bobby Cote murió en 1967 de un tumor cerebral, pero la colección de monedas no apareció nunca.

Conseguí bombones para el día de San Valentín; y tres batidos de leche verde de esos de McDonald’s; conseguí incluso un pase de medianoche de Garganta profunda y El diablo burlado para un grupo de veinte hombres que habían reunido todos sus fondos para alquilar las películas… aunque aquella aventurilla me costó una semana de solitaria. Es a lo que te arriesgas por ser el tipo que puede conseguirlo todo, ya se sabe. He conseguido libros de consulta, libros porno, baratijas para gastar bromas, como petardos y polvos pica pica y en más de una ocasión he visto a presos con condenas largas recibir un par de bragas de su esposa o de su novia… ya te imaginarás lo que hace aquí dentro un tipo con esas prendas durante las noches interminables en que el tiempo te atenaza y te obsesiona. No proporciono todas esas cosas gratis y, en algunos casos, el precio es alto. Pero no lo hago sólo por dinero. ¿Para qué me sirve el dinero? Jamás tendré un Cadillac ni iré a Jamaica a pasar dos semanas en febrero. Lo hago por lo mismo que un buen carnicero te vende sólo carne fresca; tengo una reputación y quiero conservarla. Las dos únicas cosas que me niego a conseguirle a la gente son armas y drogas duras. No ayudaré a nadie que quiera suicidarse o matar a alguien. Ya tengo en la cabeza asesinato suficiente para toda la vida.

Así que soy una especie de gran tienda. Y por eso, cuando en 1949 Andy Dufresne vino y me preguntó si podía conseguirle a Rita Hayworth, le dije que no habría ningún problema. Y no lo hubo.

Cuando llegó a Shawshank en 1948, Andy tenía treinta años. Era un hombrecillo pulcro, bajito, de cabello pajizo y manos diestras. Usaba gafas de montura dorada. Llevaba siempre las uñas bien cortadas y limpias. Aunque resulte raro que eso sea lo que se recuerda de un hombre, a mí me parece que es lo que mejor resume a Andy. Tenía siempre aspecto de llevar corbata. En el mundo exterior, había sido vicepresidente del departamento de créditos de un importante banco de Portland. Excelente trabajo para un hombre tan joven como él, y más aún si consideramos lo conservadores que son la mayoría de los bancos… conservadurismo que habrá que multiplicar por diez en el caso de Nueva Inglaterra, donde la gente no confía a un individuo su dinero a menos que sea calvo, cojo y ande siempre tirándose de los pantalones para colocarse bien el braguero. Andy estaba en la cárcel por asesinar al amante de su esposa y a su esposa.

Creo haber dicho ya que en la cárcel todo el mundo es inocente. Oh, sí, te sueltan su cuento de la inocencia con grandes aspavientos. Los pobrecitos son víctimas de jueces de corazón de piedra y bolas haciendo juego, o de abogados incompetentes, o de conjuras policiales o de la mala suerte. Te sueltan esas monsergas de la inocencia, pero lo que ves claramente en sus caras es otro cantar. La mayoría de los presidiarios son gente de mala ralea, no son buenos, ni para ellos ni para nadie, y en realidad lo peor que pudo pasarles, ya para empezar, fue que su madre los trajera al mundo.

En todos los años que llevo en Shawshank, no llegan ni a diez los hombres a los que creí cuando me dijeron que eran inocentes. Andy Dufresne era uno de éstos, aunque no llegué a estar convencido de su inocencia hasta que pasaron unos diez años. Si yo hubiera formado parte del jurado que le juzgó en el Tribunal Superior de Portland en un juicio que duró tres borrascosas semanas en 1947 y 1948, también habría votado culpable.

Fue un caso endiablado, desde luego; uno de esos casos que cuentan con todos los elementos necesarios. Había una mujer hermosa con relaciones sociales (muerta), un personaje local del deporte (muerto también) y un destacado hombre de negocios (en el banquillo). Y a esto hay que añadir toda la leña que los periódicos pudieron echar al fuego. Para el fiscal, el caso era clarísimo. El juicio duró lo que duró sólo porque el fiscal del distrito quería presentarse a las elecciones al Congreso y que la plebe tuviera tiempo sobrado de fijarse en él. Fue un número excelente de circo legal, el público haciendo cola a las cuatro de la madrugada, pese a temperaturas bajo cero, para asegurarse asiento en la sala.

Los hechos que expuso el acusador y que Andy no desmintió fueron los siguientes: que él tenía una esposa, Linda Collins Dufresne; que en junio de 1947 ella había expresado su interés en aprender a jugar al golf en el club de campo Falmouth Hills; que tomó lecciones durante cuatro meses; que su instructor era el entrenador profesional de golf del Falmouth Hills, Glenn Quentin; que a finales de agosto de 1947 Andy se enteró de que Quentin y su esposa eran amantes; que el diez de septiembre de 1947, por la tarde, Andy y Linda discutieron acaloradamente y que la infidelidad de ella fue el tema y el motivo de la discusión.

Andy declaró que Linda había confesado que se alegraba de que él lo supiera; pues el tener que andar escondiéndose, dijo, era muy desagradable. Le dijo que quería divorciarse en Reno. Y Andy replicó que antes la vería en el infierno que en Reno. Ella se fue a pasar la noche con Quentin en la casita que éste tenía alquilada cerca del campo de golf. Y, a la mañana siguiente, la mujer de la limpieza los encontró a los dos muertos en la cama. Les habían pegado cuatro tiros a cada uno.

Esto último fue lo que perjudicó más a Andy. Aquel fiscal con ambiciones políticas hizo gran hincapié en este detalle, tanto en la exposición inicial como en el resumen final. El caso de Andrew Dufresne, dijo, no era el de un marido furioso que en un arrebato se venga de la esposa infiel; eso, dijo el fiscal, sería comprensible aunque censurable. Pero la venganza de Andy había sido algo mucho más frío. ¡Fíjense bien!, atronó el fiscal dirigiéndose al jurado. ¡Cuatro y cuatro! Nada de seis disparos… ¡ocho! ¡Había descargado ya el arma y se paró a cargarla para volver a disparar sobre ambos! CUATRO PARA ÉL Y CUATRO PARA ELLA, proclamaba el Sun de Portland. El Register de Boston le motejaba «El asesino equitativo».

Un dependiente de la casa de empeños Wise de Lewiston declaró que había vendido un Police Special treinta y ocho de seis tiros a Andrew Dufresne justo dos días antes del doble asesinato. Un camarero del bar del club de campo declaró que Andy había aparecido por allí hacia las siete de la tarde del diez de septiembre y que se había bebido tres whiskies en veinte minutos… y que cuando se levantó del taburete de la barra le dijo al camarero que iba a ir hasta la casa de Glenn Quentin, y que él, el camarero, «ya se enteraría del final de la historia por los periódicos». Otro dependiente, éste de la tienda Handy-Pik, a kilómetro y medio más o menos de la casa de Quentin, declaró en el juicio que Dufresne se había presentado en el local a eso de las nueve menos cuarto aquella misma noche. Que compró cigarrillos, tres cervezas de cuarto y paños de cocina. El médico forense del distrito declaró que Quentin y la mujer de Dufresne habían sido asesinados entre las once de la noche y las dos de la madrugada la noche del diez al once de septiembre. El detective de la oficina del fiscal general encargado del caso declaró que había un desvío a menos de setenta metros de la casa de Quentin, y que habían aparecido allí tres pruebas. Primera prueba: dos botellas de cuarto vacías de cerveza Narragansett (en las que se habían encontrado las huellas dactilares del acusado); segunda prueba: doce colillas de cigarrillos (Kool todos, la marca que fumaba el acusado); y tercera prueba: el molde en escayola de unas huellas de neumáticos (idénticas a las de los neumáticos del Plymouth del 47 del acusado).

En la sala de estar de la casita de Quentin, sobre el sofá, se habían encontrado cuatro paños de cocina. Todos ellos tenían agujeros de bala y quemaduras de pólvora. El detective afirmó (con débiles objeciones del abogado de Andy) que el asesino había puesto los paños de cocina tapando el orificio del arma homicida para amortiguar el ruido de los disparos.

Andy Dufresne subió al estrado de los testigos en su propia defensa y contó la historia en tono sosegado, frío y desapasionado. Contó que había empezado a oír desagradables rumores sobre su esposa y Glenn Quentin hacia la última semana de julio. A finales de agosto, estaba ya lo bastante preocupado como para investigar un poco. Una tarde que Linda había dicho que iría a Portland de compras después de la clase de golf, Andy les siguió a ella y a Quentin hasta la casita de una sola planta que tenía alquilada Quentin (denominada inevitablemente «nido de amor» en los periódicos). Andy esperó en el coche, aparcado en el desvío, hasta que unas tres horas después salieron y Quentin la volvió a llevar al club de campo, donde ella tenía aparcado el coche.

—¿Pretende usted decirle al tribunal que siguió a su esposa en su flamante sedán Plymouth? —le preguntó el fiscal del distrito en el interrogatorio.

—Había cambiado el coche con un amigo —dijo Andy; y el admitir tan tranquilamente lo bien que había planeado su investigación no le favoreció nada ante el jurado, desde luego.

Tras devolver el coche a su amigo y recoger el suyo, se había ido a casa. Linda estaba ya en la cama, leyendo un libro. Le preguntó cómo le había ido el viaje a Portland. Ella le contestó que bien, aunque en realidad no había visto nada que mereciera la pena comprar. «Eso confirmó mis sospechas», dijo Andy a un público sobrecogido; pronunció estas palabras con la misma voz remota y fría que había empleado prácticamente durante toda su declaración.

—¿Cuál era su estado de ánimo durante los diecisiete días que mediaron entre éste y el día en que su esposa fue asesinada? —le preguntó su abogado.

—Me sentía muy angustiado —dijo Andy, sereno e imperturbable. Y, en el mismo tono que quien lee una lista de compras, añadió que había pensado en suicidarse, llegando incluso a comprarse una pistola en Lewiston el ocho de septiembre.

Su abogado le invitó entonces a explicar al jurado lo ocurrido después de que su esposa fuera a reunirse con Glenn Quentin la noche de los asesinatos. Andy lo explicó… y causó realmente la peor impresión posible.

Conviví con él casi treinta años y puedo deciros que era el individuo con más temple que he conocido. Cuando estaba contento por algo sólo te daba leves indicios; y cuando algo le preocupaba se lo guardaba todo para él. Nadie podría decir si pasó alguna vez lo que un místico llamó noche oscura del alma. Era el tipo de individuo que si hubiera decidido suicidarse no habría dejado ninguna nota, pero sí todos sus asuntos en orden. Creo que aunque hubiera llorado en el estrado de los testigos o hubiese hablado con voz ronca o irritada, incluso en el caso de que se hubiera puesto a chillarle a aquel fiscal que soñaba con Washington, no habría acabado con la sentencia de cadena perpetua con que acabó. Y aun en caso de haberlo hecho hubiera conseguido la libertad condicional, hacia 1954. Pero explicó su historia como una grabadora, como diciéndole al jurado: «Las cosas son así. Pueden creerme o no». No le creyeron.

Dijo que aquella noche estaba borracho, que llevaba más o menos borracho desde el veinticuatro de agosto y que era una persona a la que no le sentaba bien el alcohol. A cualquier jurado le hubiera resultado bastante difícil tragarse esto. Sencillamente, no podían imaginarse a aquel hombre joven, seguro de sí, con un pulcro traje de lana tres piezas entregado a la bebida por un asuntillo intrascendente de su esposa con un profesor de golf. Yo sí lo creí, porque tuve ocasión de observar una vez a Andy, lo cual no pudieron hacer los seis hombres y las seis mujeres del jurado.

Durante el tiempo que le traté, Andy Dufresne siempre tomó cuatro copas al año. Cada año, más o menos una semana antes de su cumpleaños y luego otra vez unas dos semanas antes de Navidad, se me acercaba en el patio. En ambas ocasiones disponía las cosas para conseguir una botella de Jack Daniel’s. La compraba como suelen comprar las cosas la mayoría de los presos: con el jornal miserable que les pagan aquí y añadiendo algo más de su propio bolsillo. Hasta 1965, la paga era aquí de diez centavos la hora. Aquel año la subieron a veinticinco centavos. Mi comisión por conseguir licor era, y es, el diez por ciento; y si añadimos a esa sobretasa el precio de un buen whisky tendréis una idea de las horas de sudor en la lavandería de la cárcel que le costaban a Andy Dufresne sus cuatro copas anuales.

El día de su cumpleaños por la mañana, el veinte de septiembre, solía pegarse un buen toque y luego otro cuando se apagaban las luces por la noche. Al día siguiente me devolvía la botella y yo la compartía con los demás. En cuanto a la otra botella, él se tomaba un trago el día de Nochebuena y otro el día de Nochevieja… y aquella botella volvía también a mis manos con instrucciones de compartirla con la gente. Cuatro tragos al año… sólo actúa así alguien a quien la bebida le ha pegado muy fuerte… con fuerza suficiente para hacerle sangrar.

Andy explicó al jurado que aquella noche del día diez estaba tan borracho que sólo podía recordar lo ocurrido en fragmentos sueltos. Estaba ya borracho por la tarde («Me armé de una ración doble de valor alcohólico», así lo expresó él) antes de enfrentarse a Linda.

Andy recordaba que, cuando ella salió para reunirse con Quentin, había decidido enfrentarse a ellos. De camino hacia la casa de Quentin, aterrizó en el club de campo para un par de tragos rápidos. Dijo que no podía recordar haberle dicho al camarero lo de que «ya se enteraría del resto en los periódicos» y que en realidad no se acordaba de haberle dicho absolutamente nada. Recordaba haber comprado cerveza en el Handy-Pik, pero no haber comprado los paños de cocina. «¿Para qué iba a querer yo paños de cocina?», preguntó, y, según un periódico, tres señoras del jurado se estremecieron.

Después, mucho después, elucubraría conmigo sobre el dependiente que había declarado sobre el asunto de aquellos paños de cocina. Y creo que merece la pena transcribir sus palabras:

—Supongamos que durante la búsqueda de los testigos —me dijo un día en el patio de ejercicios— tropezaron por casualidad con el tipo que me vendió la cerveza aquella noche. Para entonces ya habían transcurrido tres días. Los detalles del caso habían sido ampliamente difundidos en los periódicos. Tal vez asediaran al tipo en grupo, cinco o seis polis, más el detective de la oficina del fiscal general, más el ayudante del fiscal del distrito. La memoria es una cosa extremadamente subjetiva, Red. Pudieron empezar con «¿No compraría quizá cuatro o cinco paños de cocina?», y seguir luego a partir de ahí. El hecho de que haya bastantes personas deseando que uno recuerde algo suele ser extraordinariamente convincente.

Admití que debía serlo.

—Pero hay algo aún más convincente —prosiguió Andy, de aquel modo suyo tan meditativo—. Creo que es posible al menos que se convenciera él mismo. Sería el centro de atención. Periodistas haciéndole preguntas, su fotografía en los diarios, todo coronado, por supuesto, por su actuación estelar en el juicio. No digo que falsificara a propósito su historia ni que cometiera perjurio deliberadamente. Creo que es muy probable que superara con absoluto éxito la prueba del detector de mentiras y que jurara por el sagrado nombre de su madre que compré aquellos paños de cocina. Pero aun así… la memoria es algo extraordinariamente subjetivo.

»Lo sé muy bien: aunque mi propio abogado creía que yo tenía que mentir en parte de mi versión de los hechos, nunca se tragó lo de los paños de cocina. Si se piensa un poco es completamente absurdo. Yo estaba como una cuba, demasiado borracho realmente para que se me ocurriera amortiguar el ruido de los disparos. Si lo hubiera hecho yo, habría dejado que se oyeran.

Fue hasta el desvío y aparcó allí. Bebió cerveza y fumó unos cuantos cigarrillos. Vio que se apagaban las luces de abajo de la casita de Quentin. Se fijó en que se encendía una luz arriba… y quince minutos después se fijó en que aquella luz se apagaba también. Dijo que pudo imaginarse el resto.

—Señor Dufresne, ¿fue usted entonces a la casa de Glenn Quentin y les mató a los dos? —atronó entonces su abogado.

—No, no lo hice —respondió Andy.

Dijo que hacia medianoche se había despejado y estaba empezando a sentir los primeros síntomas de una buena resaca. Decidió irse a casa a dormir y pensar en todo el asunto al día siguiente de forma más razonable y adulta.

—Entonces ya, mientras me dirigía a casa, empecé a pensar que tal vez la vía más sensata fuera sencillamente dejar que se fuera a Reno y obtuviera el divorcio.

—Gracias, señor Dufresne.

Intervino entonces inesperadamente el fiscal.

—Y le concedió usted el divorcio de la forma más rápida que se le ocurrió, ¿verdad? La divorció con un revólver del treinta y ocho envuelto en paños de cocina, ¿verdad?

—No, señor, no hice eso —dijo Andy, con calma.

—Y luego disparó usted también contra su amante.

—No, señor.

—¿Quiere decir usted que mató primero a Quentin?

—Quiero decir que no maté a ninguno de los dos. Bebí más de dos litros de cerveza y fumé todos los cigarrillos que ha encontrado la policía en el desvío. Y luego me fui a casa y me acosté.

—Dijo usted al jurado que entre el veinticuatro de agosto y el diez de septiembre tuvo usted tendencias e impulsos suicidas.

—Sí, señor.

—¿Lo bastante fuertes como para comprarse un revólver?

—Sí.

—¿Se molestaría usted mucho, señor Dufresne, si le dijera que no me parece usted en absoluto una persona que encaje en la tipología del suicida?

—No —contestó Andy—. Pero no me parece usted una persona demasiado sensible y dudo muchísimo que, si me sintiera impulsado al suicidio, fuera a explicarle a usted mi problema.

Esto provocó tensas risas en la sala, pero no le favoreció gran cosa ante el jurado.

—¿Llevaba usted el revólver la noche del diez de septiembre?

—No; tal como ya he declarado…

—¡Ah, sí! —El fiscal sonrió sarcástico—. Lo tiró usted al río, ¿no es cierto? Al Royal… El día nueve de septiembre por la tarde.

—Sí, señor.

—Un día antes de que se cometieran los asesinatos.

—Sí, señor.

—Una casualidad muy oportuna, ¿verdad?

—No fue oportuna ni inoportuna. Sencillamente la verdad.

—Creo que escuchó usted la declaración del teniente Mincher, ¿no es así?

Mincher dirigía el grupo que había dragado el río cerca del puente desde el que Andy, según su testimonio, había tirado el revólver. La policía no había encontrado nada.

—Sí, señor. Ya lo sabe usted.

—Entonces, le oyó usted explicar a este tribunal que no encontraron ningún arma, aunque buscaron durante tres días. Lo cual resulta también una casualidad muy oportuna, ¿no es cierto?

—Casualidades aparte, es un hecho que no encontraron el arma —respondió Andy con calma—. Pero me gustaría indicarles a usted y al jurado que el puente está muy cerca del lugar en que el río desemboca en la bahía de Yarmouth. La corriente es muy fuerte allí. Tal vez haya arrastrado el arma hasta la bahía.

—Con lo cual no podemos comparar el estriado de las balas halladas en los ensangrentados cadáveres de su esposa y del señor Glenn Quentin con las de la cámara de su propia arma. ¿No es así, señor Dufresne?

—Sí.

—Lo cual es también bastante oportuno, ¿no es así?

En este punto, según los periódicos, Andy mostró una de las pocas reacciones levemente emotivas que se permitió durante las seis semanas que duró el juicio. Una leve sonrisa de amargura se dibujó en su rostro.

—Dado que soy inocente de este crimen, señor, y puesto que he dicho la verdad cuando dije que tiré el arma al río el día antes de que se cometieran los crímenes, me parece absolutamente inoportuno que no haya aparecido.

El fiscal le estuvo acosando durante dos días. Releyó el testimonio del vendedor del Handy-Pik sobre los paños de cocina vendidos a Andy. Andy repitió que no recordaba haberlos comprado, pero admitió que tampoco podía recordar no haberlo hecho.

¿Era cierto que Andy y Linda Dufresne habían hecho una póliza conjunta de seguro de 1947? Sí, era cierto. ¿Y no era verdad que, de ser absuelto, Andy podría cobrar cincuenta mil dólares? Cierto. ¿Y no era cierto que había ido hasta la casa de Glenn Quentin con intenciones asesinas, y no era igualmente cierto que había cometido en realidad el doble asesinato? No, no era cierto. Entonces, ¿qué era, según su opinión, lo que había sucedido, puesto que no había señales de que se hubiera cometido un robo?

—No tengo medio de saberlo, señor —dijo Andy, con calma.

El caso quedó listo para la deliberación del jurado a la una del mediodía; era miércoles y nevaba. Los doce miembros del jurado volvieron a la sala a las tres y media. El alguacil dijo que habían tardado más por haber disfrutado de una comida ligera del restaurante Blentley’s a cuenta del distrito. Le declararon culpable; y, hermano, si en Maine hubiera existido la pena de muerte, Andy habría bailado el baile del cordel en el aire antes de que los azafranes de primavera asomaran sus cabecitas entre la nieve.

El fiscal le había preguntado qué era lo que él creía que había ocurrido y Andy eludió la pregunta… pero tenía una idea y conseguí sacársela una noche, tarde ya, en 1955… Nos llevó esos siete años pasar de saludarnos como simples conocidos a ser claramente muy amigos… aunque, en realidad, nunca me sentí de veras próximo a Andy hasta más o menos 1960 y creo que fui el único que estuvo alguna vez realmente próximo a él. Como los dos estábamos condenados a cadena perpetua, estuvimos en el mismo pabellón desde el principio al fin, aunque yo estaba a media galería de él.

—¿Y tú qué crees? —Sonrió, pero no había rastro de humor en el tono—. Yo creo que había muchísima mala suerte flotando en el ambiente aquella noche. Más de la que podría volver a concentrarse nunca en tan poco espacio de tiempo. Creo que tuvo que ser algún desconocido, alguien que pasaba. Quizás alguien que pinchó un neumático pasando por allí después de que yo me fuera a casa. O un ladrón tal vez. Quizás un psicópata. Les mató y listo. Y aquí estoy yo.

Así de simple. Y le condenaron a pasar en Shawshank el resto de su vida… o la parte más importante de su vida. Cuatro años después, empezó a comparecer en las audiencias para la libertad condicional, que le denegaron una y otra vez, pese a que era un preso modelo. Conseguir un pase de salida en Shawshank cuando en tu ficha de ingreso figura estampada la palabra asesino es un trabajo lento, tan lento como la erosión de una roca. Forman el comité siete personas, dos más que en la mayoría de las prisiones estatales, y cada uno de esos siete hombres tiene el culo tan duro como el agua que se saca de un manantial de aguas minerales. A esos tipos no se les puede comprar, no se les puede halagar, ni siquiera puede uno suplicarles. En lo que se refiere a ese comité, el dinero no les dice nada y todos quietos, no sale nadie. Había también otros motivos en el caso de Andy… pero eso pertenece a otra parte de esta historia.

Había un preso llamado Kendricks que me había pedido una cantidad considerable de dinero allá por el cincuenta y tantos, y faltaban aún cuatro años para saldar la deuda. Prácticamente me pagó los intereses en información… En mi campo de acción, uno es hombre acabado si no encuentra la forma de estar siempre bien informado. Este Kendricks, por ejemplo, tenía acceso a un tipo de información del que yo jamás podría haberme enterado en el maldito taller.

Kendricks me dijo que la votación del comité de libertad condicional fue siete a cero en 1957 contra Andy Dufresne, seis a uno en 1958, otra vez siete a cero en 1959 y cinco a dos en 1960; después ya no lo sé, pero sí sé que dieciséis años después Andy seguía en la celda catorce del pabellón cinco. Tenía por entonces, en 1975, cincuenta y siete años. Tal vez se sientan bondadosos y le dejen salir hacia 1983. Te conceden la vida, te permiten vivir, y eso es precisamente lo que te impiden, lo que te quitan o te quitan al menos todo cuanto en la vida merece la pena. Quizá te suelten algún día, pero… en fin, bueno, conocí a un tipo, Sherwood Bolton se llamaba, que tenía una paloma en la celda. La tuvo desde 1945 hasta que le soltaron en 1953. No era ningún ornitólogo de Alcatraz; sólo tenía esa paloma. La llamaba Jake. La dejó libre un día antes de salir él y Jake alzó el vuelo todo lo lindamente que puedas imaginar. Pero más o menos una semana después de que Sherwood abandonara a esta feliz familia, un amigo mío me llevó al rincón oeste del patio por donde solía andar siempre Sherwood. Había en el suelo un pájaro, como un montoncito de ropa de cama sucia. Parecía haber muerto de hambre. Mi amigo dijo: «¿No es Jake, Red?». Sí que lo era y estaba tan muerta como el cerote.

Recuerdo la primera vez que Andy Dufresne habló conmigo para pedirme algo, lo recuerdo como si fuera ayer. No fue la vez que me pidió a Rita Hayworth. Eso fue después. Aquel verano de 1948 quería otra cosa.

Casi todos los tratos se hacen en el patio, y en el patio se hizo éste. Nuestro patio es grande, mucho más que la mayoría. Es un cuadrado perfecto de unos noventa metros de lado. La parte norte es el muro que da al exterior, con una torre de vigilancia a cada extremo. Los guardias de las torretas están equipados con prismáticos y armas antidisturbios. La puerta principal está en ese lado norte. Las de entrada y salida de furgones quedan en la parte sur del patio. Y hay cuatro. Shawshank es un lugar muy concurrido durante la semana laboral: pedidos que llegan, pedidos que salen. Tenemos una fábrica de placas de matrícula y una gran lavandería industrial, donde se lava toda la ropa de la prisión, más la del hospital y la del asilo de Eliot. Y hay también un gran taller mecánico en el que los presos arreglan los vehículos de la cárcel, del Estado, y vehículos municipales, sin mencionar los vehículos privados de los carceleros, funcionarios administrativos… y, en más de una ocasión, los del comité de libertad vigilada. La parte este de la prisión es un ancho muro de piedra lleno de diminutas ventanas alargadas. En la zona oeste están las oficinas y la enfermería. Shawshank nunca ha estado tan superpoblada como lo están muchas otras cárceles y en 1948 sólo estaba ocupada en unos dos tercios de su capacidad, pero en cualquier momento puede haber de ochenta a ciento veinte reclusos en el patio, jugando con un balón de fútbol o de béisbol, jugando a los dados, charlando, trapicheando. Los domingos el lugar estaba más concurrido; los domingos aquello habría parecido una fiesta campestre… Si hubiera habido mujeres.

La primera vez que Andy se acercó a mí era domingo. Acababa de hablar de una radio con Elmore Armitage, un individuo que me ayudaba con frecuencia, cuando se acercó Andy. Sabía quién era, claro; tenía fama de presumido y antipático. Corrían rumores de que tenía mala estrella. Uno de los tipos que lo decía era Bogs Diamond, mal elemento para tenerlo de enemigo. Andy no tenía compañero de celda y yo había oído decir que no lo quería, aunque la gente anduviera ya recelando de él. Pero yo no necesito hacer caso de los rumores sobre un individuo cuando puedo juzgarle por mí mismo.

—Hola —me dijo—. Soy Andy Dufresne. —Me ofreció la mano y se la estreché. No era de los que pierden el tiempo intentando mostrarse sociables, así que fue directamente al grano—. Tengo entendido que eres el hombre que sabe cómo conseguir cosas.

Admití que podía conseguir determinados artículos de vez en cuando.

—¿Y cómo lo haces? —preguntó Andy.

—A veces —dije— parece como si me vinieran a la mano. No puedo explicarlo. Quizá sea porque soy irlandés.

Sonrió ligeramente.

—¿Podrías conseguirme un martillete?

—¿Qué es eso? ¿Y para qué lo quieres?

Andy parecía sorprendido.

—¿También tienes en cuenta las motivaciones en tu negocio?

Comprendí que se hubiera ganado reputación de pretencioso si hablaba así, parecía uno de esos tipos que se dan mucha importancia… pero percibí un leve tono burlón en su pregunta.

—Te diré —le dije—. Si me pidieras un cepillo de dientes, no te haría ninguna pregunta. Me limitaría a decirte el precio. Porque un cepillo de dientes, comprendes, es un objeto inofensivo.

—¿Te desagradan los objetos peligrosos?

—Sí.

Una vieja bola de béisbol venía hacia nosotros; Andy se volvió, rápido y ágil como un gato, y la atrapó en el aire. Una jugada que habría enorgullecido a Frank Malzone. La devolvió con un giro al lugar de procedencia, sólo un giro rápido y grácil de la muñeca; aquel tiro no había sido casual, sin embargo. Advertí que había mucha gente observándonos con un ojo mientras con el otro seguían en lo suyo. Seguramente nos observaban también los guardias de la torre. No doraré la píldora, en todas las cárceles hay presos influyentes, tal vez cuatro o cinco en una prisión pequeña, tal vez dos o tres docenas en una grande. En Shawshank yo era uno de esos tipos que tienen cierta influencia y lo que yo pensara de Andy Dufresne influiría bastante en cómo lo pasara allí él. Seguramente también él lo sabía aunque no se dedicaba a darme coba ni a lisonjearme, y yo le respetaba por ello.

—Muy bien. Te diré lo que es y para qué lo quiero. Un martillete parece una especie de zapapico en miniatura… más o menos así. —Separó las manos unos treinta centímetros, y ésa fue la primera vez que me fijé en sus limpísimas uñas—. Tiene un pico pequeño en un extremo y una cabeza de martillo roma y plana en el otro. Lo quiero porque me gustan las piedras.

—Las piedras —dije yo.

—Mira, agáchate un momento —dijo él.

Le complací. Nos acuclillamos como indios.

Andy tomó un puñado de tierra del suelo del patio y empezó a dejarla caer por entre sus manos: la tierra iba cayendo en una nube fina. Las piedrecillas quedaban arriba, brillantes una o dos; opacas y vulgares, las demás. Una de las opacas era de cuarzo, pero si la frotabas un poco dejaba de ser opaca y adquiría un bello brillo lechoso. Andy la limpió bien y me la dio. La acepté y él la nombró.

—Cuarzo, seguro —dijo—. Y mira. Mica. Pizarra. Granito. Éste es un lugar de caliza de cuando lo excavaron en la ladera de la colina. —Tiró las piedrecillas y se sacudió el polvo de las manos—. Me gusta coleccionar piedras. Al menos… me gustaba hacerlo en mi vida anterior. Me gustaría hacerlo de nuevo, a escala limitada.

—¿Excursiones dominicales por el patio? —pregunté, levantándome. Era una estupidez, y sin embargo… el ver aquel trocito de cuarzo me había hecho sentir un extraño sobresalto. No sé exactamente por qué; supongo que sólo por asociación con el mundo exterior. Uno no piensa en esas cosas desde el punto de vista del patio. El cuarzo es algo que uno coge en un arroyo de rápida corriente.

—Mejor hacer excursiones dominicales aquí que no hacerlas en absoluto —dijo Andy.

—Podrías plantar un aparato como ese martillete en el cráneo de cualquiera —observé.

—No tengo enemigos aquí —dijo él, con calma.

—¿No? —sonreí—. Espera un poco.

—Si hay algún problema, puedo arreglármelas sin utilizar un martillete.

—Tal vez quieras intentar escapar. ¿Pasando por debajo del muro? Porque si lo haces…

Se rió cortésmente. Comprendí por qué cuando vi la herramienta tres semanas después.

—Sabes —dije—, si te lo ven te lo quitarán. Si te ven con una cuchara, te la quitan. ¿Qué es lo que vas a hacer? ¿Te limitarás a sentarte aquí en el patio y empezar a golpear?

—Vamos, creo que puedo hacer algo mucho mejor que eso.

Cabeceé. De todas formas, no era asunto mío. A mí me contratan para conseguir algo. El que el tipo que paga mis servicios pueda o no conservar el pedido, ya es cuestión suya.

—¿A cuánto crees que subirá un artículo como ése? —pregunté.

Estaba empezando a gustarme su estilo tranquilo y moderado. Cuando uno lleva diez años en chirona como yo entonces, puedes acabar mortalmente aburrido de los bocazas y fanfarrones. Sí, creo que sería justo decir que me cayó bien Andy desde el principio.

—Ocho dólares en cualquier tienda de piedras y gemas —dijo—. Pero supongo que en un negocio como el tuyo actuarás en base a un porcentaje sobre el costo…

—Suelo cobrar el costo más un diez por ciento, pero tengo que cobrar un poco más cuando se trata de un artículo peligroso. Para algo como el cachivache del que estamos hablando, necesitaremos un poquito más de grasa para que los engranajes funcionen. Digamos diez dólares.

—De acuerdo.

Le miré fijamente, sonriendo un poco.

—¿Tienes diez dólares?

—Los tengo —se apresuró a decir.

Muchísimo tiempo después descubrí que tenía más de quinientos. Los llevaba encima cuando ingresó en la cárcel. En este hotel, cuando te registran, uno de los «conserjes» está obligado a darte la vuelta y echar una ojeada a tus pertrechos, pero hay muchísimos pertrechos y bueno, para no insistir demasiado en el asunto, diré que si un tipo está realmente decidido, puede pasar un artículo de tamaño considerable de diversas formas introduciéndoselo lo bastante arriba para que no se vea, a menos que el conserje que te registre tenga el humor de ponerse un guante de goma y dedicarse a explorar.

—Está bien —dije—. Debes saber lo que espero que digas en caso de que te pesquen con el artículo en cuestión.

—Supongo que debiera saberlo, sí —dijo, y a mí me pareció, por el leve relampagueo de sus ojos grises, que sabía exactamente lo que le iba a decir. Fue un leve destello, un centelleo de su peculiar ironía.

—Si te atrapan, dirás que lo encontraste. Eso es lo fundamental. Te tendrán incomunicado tres o cuatro semanas… además, lógicamente, te quedarás sin el juguetito y eso te valdrá una mancha en la ficha. Si les das mi nombre, tú y yo no volveremos nunca a hacer un trato. Ni siquiera unos cordones de zapatos. Nada. Y te mandaré a unos tipos para que te den un repaso. No me agrada la violencia, pero supongo que te haces cargo de mi posición. No voy a dejar que se diga por ahí que no sé arreglármelas. Eso acabaría conmigo.

—Sí, claro. Comprendo. No tienes por qué preocuparte.

—Nunca me preocupo —dije—. En un sitio como éste no ganas ningún beneficio por preocuparte.

Se alejó con un cabeceo. Tres días después, se acercó a mí en el patio durante el descanso de la mañana de la lavandería. No dijo una palabra, ni siquiera me miró, pero me metió en la mano una reproducción del honorable Alexander Hamilton[2] con la misma limpieza con que un mago hace un truco de cartas. El tipo se adaptaba de prisa. Le conseguí su martillo para piedras. Lo tuve una noche en mi celda y era exactamente como él lo había descrito. No era una herramienta para escapar (utilizando aquel instrumento, tardarías unos seiscientos años en hacer un túnel por debajo del muro, calculé), pero aun así yo tenía mis recelos. Si le incrustabas aquel zapapico a un tipo en la cabeza, seguro que no volvía a oír por la radio Fibber McGee and Molly. Y por entonces ya habían empezado los problemas de Andy con las hermanas. Supuse que no querría el martillo para usarlo con ellas.

Al final, mi suposición quedó confirmada. A la mañana siguiente temprano, veinte minutos antes de que tocaran diana, le pasé a Ernie el martillo y un paquete de Camel; Ernie era el viejo recluso que barrió los pasillos del pabellón cinco hasta que le soltaron en 1956. Se lo guardó en la bata sin pronunciar palabra y no volví a ver aquella herramienta en diecinueve años y para entonces estaba bastante cerca de la extinción.

Al domingo siguiente, Andy volvió a acercarse a mí en el patio. Era algo digno de verse, lo juro. Tenía el labio inferior tan hinchado que parecía una morcilla, el ojo derecho medio cerrado por la hinchazón y un gran arañazo le cruzaba una mejilla. Tenía sus problemas con las hermanas, desde luego, aunque nunca hablaba de ello.

—Gracias por la herramienta —me dijo, y se alejó.

Le observé con curiosidad. Dio unos pasos, vio algo en el suelo, se agachó y lo recogió. Era una piedrecita. Los monos de la prisión, a excepción de los que llevan los mecánicos para su trabajo, no tienen bolsillos. Pero hay medios de subsanarlo. La piedrecilla desapareció en la manga de Andy y no volvió a caerse… admiré el hecho en sí… y admiré a Andy. Pese a todos los problemas que tenía, seguía adelante con su vida. Hay miles de personas que no lo hacen, o no quieren o no pueden; y además muchas de esas personas no están en la cárcel. Me fijé en que, aunque su cara parecía haber sobrevivido a un tornado, sus manos seguían limpias y pulcras y sus uñas bien cuidadas.

No le vi mucho durante los seis meses siguientes.

Unas palabras sobre las hermanas.

En algunas cárceles se les conoce como «locas salvajes», aunque el término de moda últimamente es «reinas asesinas». Pero en Shawshank siempre se les llamó las hermanas. No sé por qué, pero no creo que existiera ninguna diferencia aparte del nombre.

A casi nadie le sorprenderá en estos días que la sodomía abunde tanto intramuros, excepto a los novatos, quizá, que tengan la desgracia de ser jóvenes, delgados, guapos e incautos; pero la homosexualidad, como la sexualidad normal, se presenta en múltiples formas. Algunos individuos no soportan vivir sin relaciones sexuales de ningún tipo y recurren a otro hombre para evitar volverse locos. Lo que se da normalmente es un arreglo entre dos hombres esencialmente heterosexuales, aunque a veces me he preguntado si cuando vuelven con sus esposas o novias lo serán tanto como suponían.

Y hay también individuos que «se invierten» en la cárcel. En el lenguaje normal se dice que «cambian de acera» o que «salen del armario». Casi siempre (aunque no siempre) interpretan el papel femenino y los otros se disputan sus favores.

Y luego están las hermanas.

Las hermanas son en la sociedad carcelaria lo que los violadores en el mundo exterior. Suelen ser presos con largas condenas, que alardean de crímenes brutales. Su víctima es el joven, el débil, el ignorante… o como en el caso de Andy Dufresne, el de aspecto débil. Su terreno de caza suele ser las duchas, el estrecho patio tunelesco de la entrada de detrás de las lavadoras industriales de la lavandería, y, a veces, la enfermería. En más de una ocasión, cometen la violación en la minúscula cabina de proyección de detrás del auditorio. En la mayoría de los casos, las hermanas podrían conseguir por las buenas lo que consiguen por la fuerza; si quisieran, claro; los que «se invierten» andan siempre «locos» por una u otra hermana, como las muchachitas por su Sinatra, Presley o Redford. Pero para las hermanas la gracia radica precisamente en conseguirlo por la fuerza… y supongo que siempre será así.

Debido precisamente a ser menudo y de aspecto agradable (y quizá también a aquel aplomo que yo había admirado en él), las hermanas anduvieron tras Andy desde el mismo día de su llegada. Si esto fuera un cuento de hadas, diría que Andy libró una gran batalla hasta conseguir que le dejaran en paz. Me gustaría poder decirlo; pero no puedo. La cárcel no es un paraíso de color de rosa.

Le cayeron encima por primera vez en la ducha a los tres días de haberse unido a nuestra pequeña y feliz familia. Creo que la primera vez fue sólo cuestión de bofetadas y cosquillas. Les gusta tantear un poco antes de dar el paso decisivo, como a los chacales, para averiguar si la víctima es tan débil y desvalida como parece.

Andy se defendió y le partió el labio a una de las hermanas, un tipo grande y corpulento llamado Bogs Diamond… que se fue hace muchos años nadie sabe adónde. Antes de que la cosa llegara a más intervino un carcelero, pero Bogs prometió que ya le agarraría por su cuenta… y lo hizo.

La segunda vez fue en la lavandería, detrás de las lavadoras. En el transcurso de los años han pasado muchas cosas en ese largo, sucio y estrecho rincón. Los carceleros lo saben perfectamente y hacen la vista gorda. Está siempre oscuro y lleno de bolsas de productos para lavar y blanquear, tambores de catalizador Hexlite, tan inofensivo como la sal si tienes las manos secas y tan dañino como ácido de batería si las tienes húmedas. A los carceleros no les gusta meterse allí. No hay espacio para maniobrar, y una de las primeras cosas que les enseñan cuando vienen a trabajar a un lugar como éste es a no permitir jamás que los presos les acorralen en un sitio sin retirada posible.

Aquel día no estaba Bogs, pero Henley Backus, que había sido el encargado de lavandería desde 1922, me contó que sí estaban cuatro de sus amigos. Andy les mantuvo a raya un rato, con una palada de Hexlite, amenazándoles con tirárselo a los ojos si se le acercaban más. Pero al intentar retroceder para rodear cuatro sacos de Washed tropezó. Y se acabó. Se le echaron encima.

Creo que el término violación múltiple no ha cambiado mucho de una generación a otra. Fue lo que le hicieron aquellas cuatro hermanas. Le pusieron sobre una caja de cambios y uno de ellos le colocó un destornillador en la sien mientras conseguían lo que querían. Te desgarra un poco, pero no demasiado. (¿Preguntáis si hablo por experiencia personal? Ojalá pudiera decir que no.) Sangras durante un tiempo. Si no quieres que algún payaso te pregunte si estás con el período, toma papel higiénico y póntelo a modo de compresa hasta que la hemorragia cese. Realmente es como flujo menstrual; se prolonga durante dos o quizá tres días; un lento goteo. Luego se corta. No queda ninguna lesión, a no ser que te hayan hecho algo más inhumano aún. No queda lesión física… pero la violación es la violación y al final tienes que volver a mirarte al espejo y decidir qué hacer de ti mismo.

Andy pasó todo eso solo, de la misma forma que lo pasaba todo por entonces. Debió de llegar a la conclusión de que ya les había sucedido antes a otros, o sea, que sólo hay dos modos de tratar con las hermanas: hacerles frente y que te atrapen, o dejar que te atrapen sin más.

Andy decidió hacerles frente. Cuando Bogs y dos colegas suyos le buscaron dos semanas o así después del incidente de la lavandería («Creo que te forzaron», dijo Bogs, según Ernie, que andaba por allí en aquel momento), Andy luchó duro con ellos. Le rompió la nariz a un tipo llamado Rooster MacBride, un campesino duro que estaba en la cárcel por haber matado a golpes a su hijastra. Me complace informar que Rooster murió aquí, en chirona.

Le agarraron entre los tres. Una vez conseguido, Rooster y el otro sujeto (no estoy muy seguro, pero puede que fuera Pete Verness) le obligaron a ponerse de rodillas. Bogs Diamond se colocó entonces frente a él. Bogs tenía por entonces una navaja de mango nacarado y las palabras Diamond Pearl grabadas a ambos lados de la misma. La abrió y dijo:

—Ahora me bajaré la cremallera, caballero, y tú tomarás lo que voy a darte para que te lo tragues. Y cuando hayas terminado de tragar lo mío, entonces tragarás lo de Rooster. Me parece que le has partido la nariz y creo que debe recibir alguna compensación.

—Te advierto que si me metes algo en la boca, sea lo que sea, te quedarás sin ello.

Ernie me contó que Bogs miró a Andy como si estuviera loco.

—No —dijo Bogs, hablándole muy despacio, como si Andy fuera un niño tonto—. No me has entendido bien. Si haces algo parecido, te hundiré esta navaja en el oído hasta la empuñadura, ¿entiendes?

—Entendí perfectamente lo que dijiste antes. Pero creo que tú no me has entendido a mí. Morderé cualquier cosa que me metas en la boca. Puedes meterme esa navaja en los sesos, claro, pero has de saber que una lesión cerebral súbita hace que la víctima orine, defeque… y muerda con todas sus fuerzas, y todo simultáneamente.

Alzó la cara hacia Bogs, sonriendo con aquella leve sonrisa suya, según dijo Ernie, como si los tres individuos le hubieran estado hablando de acciones y obligaciones en vez de haberle estado golpeando como bestias, como si llevara uno de sus elegantes trajes tres piezas de banquero en vez de estar de rodillas en un cuarto trastero con los pantalones en los tobillos y la sangre goteándole muslos abajo.

—De hecho —siguió diciendo Andy—, creo que el impulso reflejo de morder es tan intenso algunas veces que a las víctimas tienen que abrirles las mandíbulas con una palanca.

Aquella noche de finales de febrero de 1948, Bogs no metió nada en la boca de Andy, y tampoco lo hizo Rooster MacBride, y, que yo sepa, ningún otro lo hizo tampoco. Lo que hicieron los tres fue golpearle hasta dejarle casi muerto y los cuatro acabaron en confinamiento solitario. Andy y Rooster MacBride lo hicieron a través de la enfermería.

¿Cuántas veces le forzaría aquella peculiar banda? No lo sé. Creo que Rooster perdió bastante pronto las ganas (el estar con la nariz escayolada durante un tiempo puede producir esos efectos en un tipo) y Bogs Diamond renunció aquel verano, de repente.

Eso fue bastante extraño. Una mañana de principios de junio, Bogs no se presentó al desayuno, se le echó de menos al hacer el recuento, y le encontraron en su celda todo magullado: había recibido una gran paliza. Se negó a decir quién había sido y cómo habían entrado en la celda, pero sé muy bien (por mi negocio) que mediante soborno puede conseguirse de un carcelero prácticamente cualquier cosa, menos que le dé un arma a un preso. Sus salarios no eran gran cosa entonces, ni creo que lo sean ahora, y en aquellos tiempos no había sistemas electrónicos de cierre ni circuito cerrado de televisión, ni interruptores maestros generales para toda la prisión. En 1948, cada pabellón de celdas tenía su propio llavero. Podía sobornarse fácilmente a un carcelero para que dejara a un tipo (o a unos cuantos) entrar en el pabellón y, sí, por qué no, para que le dejara entrar en la celda de Diamond.

Claro que un trabajo de ese tipo tuvo que costar un buen montón de pasta. No según la escala del mundo exterior, no. La economía carcelaria corresponde a una escala mucho más reducida. Cuando llevas aquí un tiempo, un billete de dólar en la mano te parece el equivalente a uno de veinte fuera. Mi opinión es que si lo de Bogs fue un encargo, debió de costarle a alguien una cantidad considerable: digamos que unos quince pavos para el carcelero y dos o tres dólares para cada uno de los que hicieron el trabajo.

No digo que fuera Andy Dufresne, pero sé que cuando vino a la cárcel pasó quinientos dólares y que en el mundo exterior era banquero, y, por lo tanto, un individuo que entiende mejor que la mayoría las formas de utilizar el dinero.

Y también sé lo siguiente: después de la paliza (tres costillas rotas, un ojo sangrando, la espalda torcida y la cadera dislocada), Bogs Diamond dejó en paz a Andy. De hecho, después de aquello dejó bastante en paz a todo el mundo. A partir de entonces sería ya como un ventarrón de verano: mucho ruido y pocas nueces. Podríamos decir, de hecho, que se convirtió en una «hermana débil».

Aquél fue el final de Bogs Diamond, un hombre que podría haber acabado matando a Andy si Andy no hubiera dado los pasos necesarios para evitarlo (si fue él quien los dio). Pero no fue el final de los problemas de Andy con las hermanas. Hubo un pequeño descanso y luego la cosa empezó de nuevo, aunque no tan salvaje ni con tanta frecuencia. A los chacales les gustan las presas fáciles, y había presas más fáciles que Andy Dufresne por allí.

Lo que sí recuerdo es que Andy siempre les hizo frente. Supongo que sabía que si una vez les dejas tomarte sin luchar, eso hace mucho más fácil permitirles salirse con la suya sin luchar la próxima vez. Así que de vez en cuando Andy aparecía con magulladuras en la cara, y seis u ocho meses después de la paliza a Diamond, le rompieron dos dedos. Ah, sí, y no sé cuándo exactamente, a finales de 1949, mandaron a un tipo a la enfermería con la mandíbula rota, resultado casi seguro de un golpe propinado con un buen pedazo de tubería con un extremo envuelto en trapos. Andy siempre devolvía los golpes, y, como resultado, pasaba bastante tiempo en confinamiento solitario. Pero no creo que el estar incomunicado fuera para Andy tan duro como para la mayoría. Él estaba a gusto solo.

Andy se adaptó a las hermanas… y luego, en 1950, los ataques de las hermanas cesaron casi por completo. Pero ésa es una parte de mi historia a la que volveremos a su debido tiempo.

En el otoño de 1948, Andy se acercó a mí una mañana en el patio y me preguntó si podía conseguirle una docena de paños para piedras.

—¿Qué diablos es eso? —le pregunté.

Me dijo que así era como le llamaban los aficionados a coleccionar piedras; eran paños de pulimentar aproximadamente del tamaño de los paños de cocina. Estaban guateados y eran suaves por un lado y ásperos por otro, el lado suave como papel de lija de granulado pequeño y la parte áspera casi tan abrasiva como las virutas de acero (Andy tenía también una caja de estas virutas en la celda, aunque no se la había proporcionado yo… imagino que se la agenció en la lavandería de la cárcel).

Le dije que creía que podríamos conseguirlos, y al final se consiguieron en la misma tienda en la que se había comprado su martillete. En esta ocasión cargué a Andy el diez por ciento habitual y ni un centavo más. Nada mortífero veía en una docena de piezas cuadradas de tela acolchada, ni peligro de ningún tipo. Paños para piedras, en realidad.

Unos cinco meses después, Andy me pidió si podía conseguirle a Rita Hayworth. La conversación tuvo lugar en el auditorio durante la proyección de una película. Ahora, en la cárcel hay cine una o dos veces por semana, pero en aquellos tiempos era un acontecimiento mensual. Las películas que nos pasaban solían tener un mensaje moral, y la de aquel día, Días sin huella, no era ninguna excepción. El mensaje en este caso era que es peligroso beber, mensaje del que podíamos extraer cierto consuelo.

Andy se las arregló para ponerse a mi lado, y hacia la mitad de la película se inclinó para acercarse aún más y me preguntó si podía conseguirle a Rita Hayworth. Os diré la verdad: en cierto modo me divirtió. Él era normalmente frío, sereno, tranquilo, pero aquella noche estaba hecho un manojo de nervios, casi turbado, como si me estuviera pidiendo un cargamento de condones o uno de esos artilugios forrados de piel que, según anuncian en las revistas, «intensifican tu placer solitario». Parecía tensísimo, como si estuviera a punto de fundírsele los fusibles.

—Puedo conseguirla —le dije—. No te preocupes, tranquilízate. ¿Cuál quieres, la grande o la pequeña?

Por entonces, Rita era mi chica preferida (unos años antes había sido Betty Grable), y la había en dos tamaños. Por un dólar podías conseguir la Rita pequeña. Y por dos y medio la Rita grande, uno veinte de alto y todo mujer.

—La grande —dijo, sin mirarme. Te diré que era un ascua aquella noche. Estaba rojo, como un muchachito que intenta colarse en una película pornográfica con el carnet de su hermano mayor—. ¿Puedes conseguirla?

—Claro que puedo, tranquilízate. ¿Hay algún problema?

El público aplaudía y silbaba mientras los espectros salían de las paredes a coger a Ray Milland, que sufría un ataque gravísimo de delirium tremens.

—¿Cuánto tardarás?

—Una semana. Quizá menos.

—De acuerdo —pero parecía disgustado, como si hubiera esperado que la tuviera allí mismo metida en el bolsillo—. ¿Cuánto?

Dije el precio de venta. Podía permitirme proporcionarle aquello a precio de coste; había sido un buen cliente, con lo de los paños y el martillete para piedras. Y, además, había sido un buen chico… Cuando tenía aquellos problemas que tuvo con Bogs, Rooster y los demás, me pregunté más de una noche cuánto tardaría en usar el martillete para partirle la cabeza a alguien.

Los carteles son una parte importante de mi negocio, van justo después del alcohol y los cigarrillos, normalmente a medio paso por delante de la yerba. En los años sesenta, el negocio se disparó en todas direcciones, pues muchísima gente pedía aquellos horrorosos carteles de Jimi Hendrix, Bob Dylan y aquel de Easy Rider. Pero lo que más piden son mujeres; una reina detrás de otra.

Pocos días después de que Andy hablara conmigo, un jefe de lavandería con el que yo tenía tratos por entonces consiguió pasar más de sesenta carteles, Ritas casi todos. Quizás hasta recuerdes la foto; seguro que sí, que la recuerdas. Rita está, digamos vestida, con un traje de baño, una mano detrás de la cabeza, los ojos entornados y los labios rojos, sedosos, plenos, entreabiertos. La llamaban Rita Hayworth, pero podrían haberla llamado igualmente Mujer en Celo.

La administración de la cárcel está al tanto del mercado negro, desde luego. De eso no hay duda. Apuesto a que saben de mi negocio casi tanto como yo mismo. Y lo toleran porque saben que una cárcel es como una olla a presión, y que en alguna parte ha de haber agujeros que dejen salir el vapor. Dan algún que otro golpe de vez en cuando (he pasado tiempo incomunicado alguna que otra vez a lo largo de los años), pero cuando se trata de cosas como los carteles, hacen la vista gorda. Vive y deja vivir. Y cuando aparecía una Rita Hayworth grande en la celda de algún pobre diablo, se daba por supuesto que se la había mandado por correo un amigo o un pariente. Por supuesto, todos los paquetes de amigos o parientes se abren y su contenido se detalla en el registro, pero, ¿quién va a comprobar el registro por algo tan inofensivo como una foto de Rita Hayworth o de Ava Gardner? Cuando estás en una olla a presión aprendes a vivir y a dejar vivir, pues de lo contrario alguien puede hacerte una boca nueva encima de la nuez. Aprendes a ser tolerante.

De nuevo fue Ernie quien llevó el cartel a la celda de Andy, la catorce, desde la mía, la seis. Y el propio Ernie me entregó la nota escrita pulcramente por Andy; contenía una sola palabra: «Gracias».

Poco después, cuando nos llevaban en fila a comer, miré al pasar su celda y vi allí a Rita sobre su litera desplegando todo su esplendor trajebañesco, una mano tras la cabeza, los ojos entornados, aquellos labios suaves y satinados entreabiertos. La había colocado sobre la litera, donde por la noche, cuando las luces se apagaran, podría contemplarla al resplandor de la luz del patio.

Pero, a la luz del sol matinal, su rostro aparecía cruzado por oscuros cortes… sombra de los barrotes de la única ventana alargada de la celda.

Explicaré ahora lo que ocurrió a mediados de mayo de 1950 y que acabó definitivamente con los tres años de escaramuzas de Andy con las hermanas. Fue también el incidente que le sacaría de la lavandería y le llevaría a la biblioteca, donde desempeñaría su trabajo hasta que dejó nuestra pequeña y feliz familia a primeros de este año.

Supongo que ya te habrás dado cuenta de que mucho de lo que he contado lo sé de oídas… alguien vio algo, me lo contó y yo te lo cuento a ti. En fin, en algunos casos he simplificado lo sucedido y he repetido (y repetiré) información de cuarta o quinta mano. Así son las cosas aquí. Aquí los rumores son algo muy importante y has de tenerlos en cuenta. Y, por supuesto, has de saber elegir las partículas de verdad entre toda la broza de mentiras, rumores y posibilidades.

Habrás sacado también la conclusión de que describo a alguien que es más leyenda que persona, y he de admitir que hay algo de verdad en ello. Para los que cumplimos sentencias largas y que convivimos con Andy durante años, hubo un elemento fantástico relacionado con él, casi un sentimiento mágico-mítico, si entiendes lo que quiero decir. La historia que expliqué de que Andy se negó a tragar lo que quería darle Bogs forma parte del mito, y su forma de hacer frente a las hermanas y de compartirlas también forma parte de él, y lo de cómo consiguió el trabajo en la biblioteca es parte del mismo mito… aunque con una diferencia importante: yo estaba allí y vi lo que sucedió y juro por mi madre que es absolutamente cierto. El juramento de un asesino convicto tal vez no tenga mucho valor, pero puedes creer esto: yo no miento.

Andy y yo éramos bastante amigos por entonces. El tipo me fascinaba. Recordando el episodio del cartel, veo que hay algo que no he contado y que debiera hacerlo. Cinco semanas después de haber colgado en su celda el cartel de Rita (yo tenía otros negocios entre manos y había olvidado el asunto por completo), Ernie me pasó entre los barrotes de la celda una cajita blanca.

—De parte de Dufresne —me dijo en voz baja y sin alterar su ritmo con la escoba.

—Gracias, Ernie —le dije, pasándole medio paquete de Camel.

¿Qué diablos será esto?, me preguntaba mientras alzaba la tapa de la cajita. En el interior había mucho algodón blanco y debajo…

Estuve mucho rato mirándolo. Me quedé inmóvil unos cinco minutos como si no me atreviera a tocarlas… tal era su belleza. Hay una lamentable escasez de objetos bellos en el mundo, y lo más lamentable de todo es que la mayoría de las personas no parecen darse cuenta siquiera de ello.

En la cajita había dos trozos de cuarzo, los dos delicadamente pulimentados. Habían sido cincelados con formas caprichosas. Tenían destellos de pirita de hierro que parecían vetas de oro. De no haber sido tan pesadas habrían servido perfectamente como un par de gemelos… eran tan similares, que parecían formar un conjunto.

¿Cuánto trabajo habrá sido preciso para crear aquellas dos piezas? Horas y horas, después de apagadas las luces, estaba seguro. Primero darles forma y luego el pulido y el acabado casi interminables con aquellos paños especiales. Al contemplarlas sentí esa calidez que sienten hombres y mujeres cuando contemplan algo bello, algo que ha sido elaborado y realizado (eso es lo que nos diferencia de los animales, creo yo), y sentí también algo más: un sentimiento de pavor ante la tenacidad grandiosa de aquel hombre. Pero me faltaba mucho para saber hasta qué extremos podía llegar la tenacidad de Andy Dufresne.

En mayo de 1950, las autoridades decidieron que había que embrear el terrado del taller de placas de matrículas. Querían hacerlo antes de que el calor fuera excesivo allá arriba y pidieron voluntarios para la tarea que, según los planes, tendría que realizarse en una semana. Se ofrecieron voluntarios más de setenta hombres, porque era un trabajo al aire libre y mayo es un mes estupendo para trabajar al aire libre. Sacaron nueve o diez nombres de un sombrero, y precisamente dos de ellos eran el de Andy y el mío.

Durante toda la semana siguiente saldríamos al patio después del desayuno, con dos guardianes al frente del grupo y otros dos detrás, más todos los guardias de las torres vigilándonos continuamente con los gemelos por si acaso.

Cuatro de nosotros portábamos una gran escalera extensible en aquellas marchas matinales (y a mí me divertía mucho cómo llamaba Dickie Betts, que también formaba parte del equipo, a aquel tipo de escalera extensible) y la apoyábamos contra aquel lado del edificio bajo y plano. Luego empezábamos a acarrear cubos de brea caliente hasta el terrado. Si te caía encima aquella mierda, tenías que hacer todo el trayecto hasta la enfermería bailando convulsivamente.

Había seis guardias en aquel programa, elegidos todos por su antigüedad. Era casi como una semana de vacaciones para ellos, porque en lugar de estar sudándola en la lavandería o en la factoría o controlando a un grupo de presos que cortaban yerbajos o matas en algún sitio, disfrutaban de unas auténticas vacaciones al sol de mayo, allí sentados tranquilamente con la espalda apoyada en el pretil bajo, charlando.

Ni siquiera tenían que vigilarnos más que a medias porque el puesto de vigilancia del muro sur quedaba bastante cerca, así que nos tenían siempre bien controlados. Si alguien del grupo de trabajo hubiera hecho un movimiento raro no habrían tardado ni cuatro segundos en inmovilizarle con proyectiles de ametralladora del 45. Así que los guardias se sentaban allí tranquilamente y descansaban. Sólo les faltaba un par de cajas de seis cervezas metidas en hielo para ser los amos de la creación.

Uno de aquellos guardias era un tipo llamado Byron Hadley, y en aquel año de 1950 llevaba en Shawshank más tiempo que yo, más que los dos últimos guardianes juntos, en realidad. El tipo que controlaba el asunto en 1950 era un yanqui melindroso de Nueva Inglaterra llamado George Dunahy. Tenía un título de administración penal. Nadie le tenía simpatía, que yo sepa, excepto los que le habían nombrado para el cargo. Me contaron que sólo le interesaban tres cosas: recopilar estadísticas para un libro (que publicaría después en una pequeña editorial de Nueva Inglaterra llamada Light Side Press, a la que casi seguro que pagó por ello), que el equipo de Shawshank ganara siempre el campeonato de béisbol intercarcelario de septiembre, y conseguir que se aprobara una ley que introdujese la pena de muerte en Maine. George Dunahy era un buen defensor de la pena de muerte. Fue expulsado de su puesto en 1953, cuando se descubrió que dirigía un taller de reparación de automóviles a bajo precio en el garaje de la cárcel y se repartía los beneficios con Byron Hadley y Greg Stammas. Hadley y Stammas consiguieron salir bien de aquel lío (eran especialistas en lo de saber cubrirse bien el trasero), pero Dunahy tuvo que largarse. Nadie se apenó al verle partir; claro que tampoco complació a nadie precisamente ver que Greg Stammas ocupaba su puesto. Era un hombre bajo, de carácter duro y estricto y los ojos pardos más fríos que puedas imaginarte. Tenía siempre una expresión angustiada y dolorida, como si tuviera necesidad urgente de ir al retrete y no consiguiera hacer nada. Durante el período en que Stammas fue director, en Shawshank imperó la brutalidad, y, aunque no tengo pruebas, estoy seguro de que se hicieron por lo menos media docena de entierros a la luz de la luna en la zona boscosa que queda al este de la prisión. Dunahy era malo, pero Greg Stammas era realmente un tipo cruel, infame y miserable.

Él y Byron Hadley eran buenos amigos. Como director, George Dunahy no era más que un testaferro. Era Stammas, y Hadley por mediación suya, quien dirigía realmente la prisión.

Hadley era un hombre alto, torpe de andares, el pelo ralo y rojizo. Le quemaba el sol en seguida, hablaba fuerte y, si no actuabas con bastante rapidez para complacerle, te soltaba un buen golpe con la porra. Un día, el tercero de trabajo en el terrado, estaba allí hablando con otro guardia llamado Mert Entwhistle.

Hadley tenía noticias sorprendentemente buenas y, claro, se lamentaba por ello. Ése era su estilo: era una persona desagradable que jamás tenía una palabra de ánimo para nadie, una persona convencida de que todo el mundo estaba en contra de él. El mundo le había robado los mejores años de su vida, y se sentiría muy feliz si podía robarle el resto. He conocido guardias que me parecieron casi santos y creo que sé por qué: eran capaces de ver la diferencia entre sus propias vidas, difíciles y miserables sin duda, y las de aquellos a los que el Estado les pagaba por vigilar. Estos guardias eran capaces de establecer comparaciones en lo que al dolor se refiere. Los otros no podían o no querían hacerlo. Para Byron no había bases de comparación. Podía sentarse allí, fresco y cómodo bajo el cálido sol de mayo, y hallar un motivo para quejarse de su buena suerte mientras a poca distancia un grupo de hombres trabajaban y sudaban y se destrozaban las manos acarreando grandes cubos llenos de brea ardiente, hombres que normalmente trabajaban tan duro que aquello les parecía un alivio. Recordarás la vieja pregunta, esa que dicen que define tu idea de la vida cuando la contestas. La respuesta de Byron Hadley sería siempre A medias, el vaso está sólo lleno a medias. Por los siglos de los siglos, amén. Si le dabas un vaso de sidra fresca, él pensaba en vinagre. Si le decías que su esposa le había sido fiel siempre, te decía que porque era espantosamente fea.

Así que estaba allí sentado, charlando con Mert Entwhistle. Y hablaba lo suficientemente alto para que le oyéramos todos; su frente amplia y blanca ya empezaba a enrojecer por el sol. Tenía una mano atrás, en el pretil que rodeaba el terrado. La otra apoyada en la culata de su treinta y ocho.

Todos nos enteramos a la vez que Mert de la historia que le contaba. Al parecer, el hermano mayor de Hadley se había largado a Texas hacía unos catorce años y desde entonces la familia no había vuelto a saber nada del muy hijo de perra. Se habían convencido todos de que estaría muerto, y en buena hora. Y de pronto, hacía una semana y media, habían recibido una llamada telefónica de un abogado de Austin. Pues bien, el hermano de Hadley había muerto hacía cuatro meses, y, según parecía, rico («Es increíble la suerte que pueden tener algunos imbéciles», dijo aquel dechado de gratitud). El dinero procedía del petróleo y del arrendamiento de explotaciones petrolíferas y había dejado cerca de un millón de dólares.

Pero no, Hadley no era millonario (eso tal vez le hubiera hecho casi feliz, al menos por una temporada), sino que el hermano había dejado un legado bastante decente, de treinta y cinco mil dólares, para cada uno de sus parientes vivos de Maine, si se les podía localizar. No estaba nada mal. Como tener una racha de buena suerte y ganar todas las apuestas.

Pero para Byron Hadley el vaso estaba siempre a medias. Pasó casi toda la mañana quejándosele a Mert del mordisco que el maldito gobierno le pegaría a la breva de aquel legado.

—Me dejarán poco más o menos para comprarme un coche nuevo —concedía—. ¿Y luego qué? Hay que pagar los malditos impuestos del coche y las reparaciones y el mantenimiento y hay que aguantar a los malditos críos dándote la paliza para que les lleves a dar una vuelta con la capota bajada…

—Y para que les dejes llevarlo si ya tienen la edad —dijo Mert.

El viejo Mert sabía muy bien de qué pie cojeaba y no dijo lo que tenía que ser tan evidente para él como para todos los que escuchábamos: si tanto te fastidia ese dinero, Byron, muchacho, amigo mío, yo te quitaré el peso de encima. Después de todo, ¿para qué están los amigos?

—Eso, claro, querrán llevarlo ellos, querrán aprender a conducir, maldita sea —dijo Byron estremecido—. ¿Y qué pasa luego a fin de año? Si calculaste mal los impuestos y no te sobró bastante para pagar el total, tendrás que ponerlo de tu propio bolsillo o quizá pedirlo prestado a una de esas agencias. De todas formas te hacen una revisión, sabes. No importa. Y cuando los del gobierno examinan tus cuentas, siempre se quedan más. ¿Y quién puede luchar contra el Tío Sam? Te mete la mano dentro de la camisa y te exprime la tetilla hasta dejártela morada, y tú siempre te quedas con la peor parte. ¡Cristo!

Cayó en un silencio adusto, pensando en la espantosa mala suerte que había tenido al heredar aquellos treinta y cinco mil dólares. Andy Dufresne llevaba todo el rato extendiendo brea con una gran brocha a menos de cinco metros de los guardianes, y en ese momento echó la brocha al cubo y se fue directamente hacia Mert y Hadley.

Nos sobresaltamos todos, y yo advertí que uno de los otros guardias, Tim Youngblood, se llevaba la mano a la funda de la pistola. Uno de los tipos de la torreta de vigilancia dio en el brazo al compañero y ambos se volvieron. Por un momento creí que iban a disparar contra Andy, o a aporrearle, o ambas cosas.

Entonces, con mucha calma, le dijo a Hadley:

—¿Confía usted en su esposa?

Hadley se limitó a mirarle fijamente. Estaba empezando a ruborizarse y yo sabía que aquello era un mal presagio. En el plazo de unos tres segundos sacaría la porra y le atizaría a Andy con la punta justo en el plexo solar, en ese punto exacto en que está el haz nervioso. Un golpe lo bastante fuerte en ese punto puede matarte. Pero ellos siempre buscan precisamente ese punto. Si el golpe no es mortal, te dejará paralizado el tiempo suficiente para que olvides cualquier jugada inteligente que tuvieras pensada.

—Muchacho —dijo Hadley—, te daré una sola oportunidad de volver a coger esa brocha. Y luego te caerás de cabeza por la azotea.

Andy se le quedó mirando, muy tranquilo, sin decir nada. Sus ojos eran como hielo. Igual que si no le hubiera oído. Y me sorprendí deseando explicárselo todo, deseando darle el curso intensivo. El curso intensivo es: no reveles jamás que oyes la conversación de los guardianes, no intentes intervenir jamás en su conversación a no ser que te pregunten (y, en tal caso, contéstales sólo lo que desean oír y luego cierra el pico). Negros, blancos, rojos, amarillos, en la cárcel eso no importa: tenemos un género propio de igualdad. En prisión, todos los reos son negros y tendrás que hacerte a la idea si quieres sobrevivir a tipos como Hadley y Greg Stammas, que realmente te matarían nada más verte. Cuando estás en chirona, perteneces al Estado, y si lo olvidas, peor para ti. He conocido a hombres que se quedaron sin ojos, a hombres que se quedaron sin los dedos de las manos, sin los dedos de los pies, conocí a un hombre que perdió la punta del pene y se consideraba afortunado por haber perdido sólo eso. Quería decirle a Andy que ya era demasiado tarde. Podría dar la vuelta y recoger la brocha, pero aun así habría algún mastodonte esperándole en las duchas aquella noche, dispuesto a partirle las piernas y dejarle tirado en el suelo retorciéndose. Podías comprar a uno de aquellos tipos por un paquete de cigarrillos o unos caramelos y, sobre todo, deseaba decirle que no hiciera nada que empeorara aún más las cosas.

Y lo que hice fue seguir echando brea en la azotea como si no ocurriera absolutamente nada. Como todo el mundo, cubría primero mi propio trasero. Tenía que hacerlo. Ya está agrietado, y en Shawshank siempre ha habido algún Hadley dispuesto a terminar la tarea de destrozarlo.

—Tal vez no lo haya dicho bien —dijo Andy—. En realidad poco importa que confíe o no en ella. La cuestión es si cree que podría engañarle alguna vez, intentar incapacitarle.

Hadley se levantó. Mert se incorporó. Tim Youngblood se incorporó. Hadley tenía la cara al rojo vivo.

—La única cuestión —le dijo— que se te planteará a ti será averiguar cuántos huesos te quedan sanos. Pero podrás averiguarlo en la enfermería. Vamos, Mert, vamos a tirar abajo a este tipo.

Tim Youngblood sacó el arma. Todos los demás nos lanzamos a embrear como locos. El sol pegaba fuerte. Iban a hacerlo; Hadley y Mert se limitarían a tirarle por el pretil. Horrible accidente. Dufresne, prisionero 81433-SHNK, resbaló en la escalera cuando bajaba dos cubos vacíos. Pobrecillo.

Ambos le sujetaron, Mert del brazo derecho, Hadley del izquierdo. Andy no se resistía. No apartó la vista ni un instante de la cara enrojecida y furiosa de Hadley.

—Si tiene usted plena confianza en ella, señor Hadley —dijo, con el mismo tono sereno y tranquilo—, no hay ningún motivo para que no se quede usted hasta el último céntimo de ese dinero. Resultado final: señor Byron Hadley, treinta y cinco mil dólares-Tío Sam, cero.

Mert empezó a arrastrarle hacia el borde del pretil. Hadley se quedó quieto. Por un instante, Andy parecía entre ellos la cuerda en una competición de fuerza.

—Un momento, Mert —dijo entonces Hadley—. ¿Qué quieres decir, muchacho?

—Quiero decir que, si tiene usted plena confianza en ella, puede regalárselo —dijo Andy.

—Más vale que empieces a explicar las cosas bien o te vas por ahí abajo.

—El Servicio de Inspección Tributaria permite una donación única a la esposa —dijo Andy—. Hasta un total de sesenta mil dólares.

Hadley miraba ahora a Andy como si estuviera idiotizado.

—Vamos, eso no puede ser —dijo—. ¿Libre de impuestos?

—Libre de impuestos —contestó Andy—. El Servicio de Inspección no puede tocarlo.

—¿Y cómo diablos sabes tú eso?

—Era banquero, Byron. Supongo que tendría… —dijo Youngblood.

—Cierra el pico, Trucha —dijo Hadley sin mirarle siquiera. Tim Youngblood se puso colorado y se calló. Algunos guardias le llamaban Trucha porque tenía los labios muy gruesos y los ojos saltones. Hadley seguía mirando a Andy—. ¿Eres el banquero listo que asesinó a su esposa? ¿Y por qué iba yo a hacer caso a un banquero listo como tú? Podría acabar partiendo piedras codo a codo contigo… Eso te gustaría mucho, ¿verdad?

Andy dijo con toda calma:

—Los que cumplen condena por evasión de impuestos van a una prisión federal, no a Shawshank. Pero usted no irá a la cárcel. La donación libre de impuestos a la esposa es un truco perfectamente legal. Yo he hecho docenas… mejor dicho, cientos. Está especialmente pensado para personas que traspasan pequeños negocios o para casos concretos como el de usted.

—Creo que estás mintiendo —dijo Hadley, aunque era evidente que le creía… se le veía en la cara.

Afloró a ella una emoción grotesca que cubría aquellos rasgos grandes y feos y la frente, crispada y quemada por el sol. En el rostro de Byron Hadley se reflejaba una emoción que resultaba casi obscena. Era la esperanza.

—No, no miento. Pero no tiene usted por qué fiarse de mi palabra. Contrate un abogado…

—¡Esos picapleitos ladrones hijoputas! —gritó Hadley fuera de sí.

Andy se encogió de hombros.

—Pues vaya al Servicio de Inspección Tributaria. Le dirán lo mismo gratuitamente. En realidad, no tiene por qué fiarse de lo que yo diga. Puede comprobarlo por su cuenta.

—Maldito sabihondo. No necesito a ningún banquero listo asesinaesposas que me diga lo que tengo que hacer.

—Necesitará un asesor fiscal o un banquero que tramite la donación, y eso le costará algo —dijo Andy—. O… en caso de que le interese, yo se lo haría con mucho gusto y prácticamente gratis. Le cobraría unas tres cervezas para cada uno de mis compañeros de trabajo…

—Compañeros de trabajo —dijo Mert, soltando una ronca risotada. Se dio una palmada en la rodilla. Siempre se palmeaba la rodilla aquel tipo que ojalá muera de cáncer intestinal en un lugar del mundo en que no conozcan aún la morfina—. Compañeros de trabajo, ¿verdad que tiene gracia? ¡Compañeros de trabajo! ¡No recibirás ni una…!

—¡Cierra esa bocaza! —rugió Hadley, y Mert se calló. Hadley volvió a mirar a Andy—. ¿Qué era lo que estabas diciendo?

—Decía que yo sólo pediría tres cervezas para cada uno de mis compañeros de trabajo, si le parece bien —dijo Andy—. Creo que un hombre se siente más persona cuando tiene que trabajar al aire libre en primavera con una botella fresca y espumosa. Es sólo una opinión más. Sería agradable y estoy seguro de que se ganaría la gratitud de todos.

He hablado con algunos de los hombres que estaban allá arriba aquel día (Rennie Martin, Logan St. Pierre y Paul Bonsait eran tres de los que estaban) y todos vimos lo mismo en aquel momento, todos sentimos lo mismo. De repente era Andy quien llevaba la voz cantante. Hadley era quien tenía el arma a la cadera y la porra en la mano, Hadley quien tenía detrás a su amigo Greg Stammas y a toda la administración de la penitenciaría detrás de Stammas, todo el poder del Estado respaldándole; pero de repente, en aquella soleada mañana, eso no importaba y sentí que el corazón me daba un vuelco como no lo había hecho desde que el furgón que me trajo aquí junto con otros cuatro presos entró por la puerta trasera allá por 1938 y salté al patio.

Andy miraba a Hadley con sus ojos claros, fríos, serenos, y entonces no se trataba sólo de los treinta y cinco mil pavos; todos estábamos de acuerdo en eso. He vuelto a repasar la escena una y otra vez mentalmente y lo . Era un mano a mano, y sencillamente Andy ganó, igual que un hombre fuerte vence en un pulso a otro más débil. No había motivo alguno, comprendes, para que Hadley no le hubiera hecho una seña a Mert en aquel mismo instante, y hubiesen arrojado a Andy de cabeza por la azotea, y hubiese seguido su consejo en lo del legado.

No había razón alguna para que no lo hiciera. Pero no lo hizo.

—Podría daros a todos un par de cervezas, si quisiera —dijo Hadley—. Resulta agradable tomar una cerveza mientras se está trabajando. —El muy imbécil intentaba mostrarse generoso incluso.

—Le daré incluso un consejo que en el Servicio de Inspección no se molestarían en proporcionarle —dijo Andy. Miraba a Hadley fijamente, sin un pestañeo—. Haga la donación a su esposa si está seguro. Si cree que puede haber la más mínima posibilidad de que le traicione, buscaríamos alguna otra forma…

—¿Traicionarme? —preguntó Hadley con aspereza—. ¿Traicionarme a mí? Mire, Señor Banquero Competente, no se atrevería ni a tirar un pedo sin mi permiso, aunque se hubiera tomado un quintal de laxantes.

Mert, Youngblood y los otros guardias le rieron cumplidamente la gracia. Andy se mantuvo imperturbable.

—Le anotaré los impresos que necesita —dijo—. Puede conseguirlos en la oficina postal y yo los cumplimentaré para que los firme.

Aquello parecía algo muy importante y Hadley hinchó el pecho. Luego nos barrió con una mirada furiosa y vociferó:

—¿Qué es lo que miráis vosotros, desgraciados? ¡A mover el culo, venga, maldita sea! —Se volvió a Andy—. Tú, ven aquí conmigo, sabihondo. Y escúchame bien: si me estás engañando, acabarás buscando tu propia cabeza antes de que termine la semana…

—Sí, sí, comprendido —dijo Andy suavemente.

Y lo comprendía, sí. Tal como resultaron las cosas, creo que comprendía mucho más que yo… más que ninguno de nosotros.

Y así fue como, el penúltimo día de trabajo, el equipo de presos que embreamos la azotea del taller de placas en 1950 estábamos sentados en hilera a las diez en punto de una mañana primaveral bebiendo cerveza Black Label proporcionada por el guardián más cruel que haya pisado la Prisión Estatal de Shawshank. Aquella cerveza era orina caliente, pero aun así es la mejor que he bebido en mi vida. Nos sentamos allí y bebimos la cerveza y sentíamos el sol en los hombros, y ni siquiera la expresión medio irónica medio despectiva de Hadley (como si estuviera mirando cómo bebía cerveza un grupo de monos, en vez de un grupo de hombres) pudo amargarnos el descanso. Duró veinte minutos, veinte minutos durante los cuales nos sentimos hombres libres. Podríamos haber estado bebiendo cerveza y embreando la azotea de una de nuestras propias casas.

Andy fue el único que no bebió. Ya hablé de sus hábitos respecto a la bebida. Estaba acuclillado a la sombra, con las manos colgando entre las rodillas contemplándonos y sonriendo levemente. Es curioso el número de hombres que le recuerdan así, y es asombroso el número de hombres que estaban en aquel grupo de trabajo cuando Andy Dufresne doblegó a Byron Hadley. Creo que éramos nueve o diez, pero en 1955 debíamos haber sido por lo menos doscientos, o quizá más… si hacías caso de lo que oías.

Así que, bueno, si me pides una respuesta clara a la pregunta de si intento hablarte de un hombre o de la leyenda que fue creciendo alrededor de ese hombre como lo hace la perla alrededor de un granito de arena, tendría que decirte que la respuesta está en algún punto intermedio entre hombre y leyenda. Lo único que sé a ciencia cierta es que Andy Dufresne no era como yo ni como ningún otro individuo que yo haya conocido desde que estoy en la cárcel. Entró en la cárcel con quinientos dólares en su puerta trasera, pero aquel sesudo hijo de perra logró no sé cómo entrar también con algo más. Un sentido de su propia valía, quizás, o la certeza de que al final ganaría él… o quizá fuera sólo el sentido de la libertad, dentro incluso de estos muros grises malditos. Era una especie de luz interior que llevaba consigo a todas partes. Sólo una vez le vi perder esa luz, y también eso forma parte de esta historia.

Para las Series Mundiales de Béisbol de 1950 (recordarás que fue el año que los Whiz Kids de Filadelfia marcaron cuatro tantos seguidos) Andy ya no tenía problemas con las hermanas. Stammas y Hadley habían corrido la voz. Si Andy Dufresne se presentaba a cualquiera de ellos dos o a cualquier carcelero de los que formaban parte de su camarilla y les mostraba aunque sólo fuera una gota de sangre en los calzoncillos, todas las hermanas de Shawshank se acostarían aquella noche con dolor de cabeza. No discutieron. Como ya dije, siempre había a mano algún ladrón de coches de dieciocho años o una loca o algún tipo que había manoseado niños. Después de su conversación con Hadley en el terrado, Andy siguió su camino y las hermanas el suyo.

Trabajaba entonces en la biblioteca, a las órdenes de un viejo presidiario llamado Brooks Hatlen. Hatlen había conseguido aquel puesto allá por los años veinte, porque tenía estudios universitarios. Aunque Brooksie estaba especializado en la cría de animales, las personas con formación universitaria en institutos de enseñanza inferior como el Shank son tan raras que, en fin, es aquello de a caballo regalado no le mires el diente.

A Brooks, que había matado a su mujer y a su hija después de una mala racha al póquer por la época en que Coolidge era presidente, le concedieron la libertad vigilada en 1952. Como siempre, el Estado, con su gran sabiduría, le dejaba salir cuando había desaparecido ya toda posibilidad de que volviera a convertirse en miembro útil de la sociedad. Cuando salió tambaleante por la puerta principal de la prisión, con su traje polaco, sus zapatos franceses, sus papeles acreditando la concesión de la libertad vigilada en una mano y el billete para el autobús de la compañía Greyhound en la otra, iba llorando. Shawshank era su mundo. Todo lo que quedaba al otro lado de sus muros le resultaba tan espantoso como el Mar Tenebroso de Occidente a los supersticiosos marinos del siglo quince. En la cárcel Brooksie había sido una persona de cierta importancia. Era el bibliotecario, una persona culta. Creo que si cuando salió hubiera ido a la biblioteca Kittery a pedir trabajo, no le habrían dado ni la tarjeta de lector. Me enteré de que murió en 1953 en un asilo de ancianos indigentes; había durado seis meses más de lo que yo había calculado. Sí, creo que el Estado le jugó una mala pasada, eso mismo. Le adiestraron para sentirse a gusto dentro de esta pocilga y luego le echaron.

Andy ocupó el puesto de Brooksie; fue bibliotecario de la cárcel veintitrés años. Empleó la misma voluntad firme que le habíamos visto utilizar con Byron Hadley para conseguir todo lo que quería para la biblioteca y poco a poco fue convirtiendo un cuarto pequeño (que olía todavía a aguarrás porque había sido cuarto de pintura hasta 1922 y no se había ventilado bien), lleno de «Libros Condensados» del Reader’s Digest y de National Geographic, en la mejor biblioteca carcelaria de Nueva Inglaterra.

Y lo hizo paso a paso. Colocó junto a la puerta un buzón de sugerencias y eliminó pacientemente sugerencias humorísticas como Más libros de tías por fabor y Cómo fujarse en 10 lesiones. Consiguió traer cosas que los presos parecían tomarse en serio. Escribió a los principales clubs de libros de Nueva York, dos de los cuales, la Asociación Literaria y el Club del Libro del Mes, nos enviaron sus principales selecciones a precios especiales. Descubrió el deseo de información sobre aficiones como la carpintería, la talla de jabón, prestidigitación, solitarios. Y consiguió cuantos libros pudo sobre estos temas. Y esos dos artículos de consumo de las prisiones que son Erle Stanley Gardner y Louis L’Amour. Parece que los presos nunca se cansan de juicios y delitos. Y sí, tenía una sección de libros de bolsillo bastante picantes debajo del mostrador de préstamos; los prestaba con gran cautela, asegurándose siempre de que se los devolvieran. Aun así, toda nueva adquisición de este tipo se leía voraz y rápidamente y quedaba en bastante mal estado.

En 1954 empezó a escribir al Senado estatal de Augusta. Era por entonces director Stammas, que quería aparentar que Andy era una especie de mascota suya. Siempre estaba en la biblioteca charlando con él y llegaba a veces incluso a echarle paternalmente un brazo por el hombro o a darle una palmada. Pero no nos engañaba. Andy no era la mascota de nadie.

Advirtió a Andy que, aunque hubiera sido banquero en el exterior, aquella parte de su existencia pertenecía a su pasado y que mejor sería que se atuviera a las realidades de la vida carcelaria. En cuanto a aquel puñado de republicanos del Rotary Club de Augusta, para ellos sólo existían tres formas viables de emplear el dinero de los contribuyentes dedicado a cárceles y otros centros penales. Número uno: más muros; número dos: más barrotes; número tres: más guardias. En cuanto al Senado concretamente, explicaba Stammas, los tipos de Thomastan y Shawshank y Pittsfield y South Portland eran la escoria de la humanidad. Estaban allí para pasarlo mal y, por Dios y su hijito Jesús, que era precisamente mal como iban a pasarlo. Y si había algunos gusanos en el pan, qué se iba a hacer.

Andy sonrió con su sonrisa leve y comedida y preguntó a Stammas qué le pasaría a un bloque de hormigón si caía en él una gota de agua una vez al año durante un millón de años. Stammas se echó a reír y le dio unas palmadas en la espalda.

—Pero no tienes un millón de años, hijo mío. Aunque, si los tuvieras, apuesto a que tendrías esa misma sonrisilla en la cara. Adelante, escribe tus cartas y yo las echaré al correo si pagas los sellos.

Y eso hizo Andy. Y fue él quien sonrió el último, aunque ni Hadley ni Stammas estaban allí para verlo. Las peticiones que cursó Andy de fondos para la biblioteca fueron rechazadas hasta 1960, año en que recibió un cheque de doscientos dólares (cantidad seguramente asignada con la esperanza de que se callaría de una vez y les dejaría en paz). Vana esperanza. Andy creía que al fin había conseguido meter un pie en la puerta y duplicó sus esfuerzos; dos cartas a la semana en vez de una. En 1962 recibió cuatrocientos dólares y a partir de entonces la biblioteca recibió puntualmente setecientos dólares al año hasta 1970. En 1971 la asignación ascendía a mil dólares. Aunque no sea mucho comparado con lo que recibe, supongo, la biblioteca de tu pueblo, con mil pavos se pueden comprar muchas historias de Perry Mason y muchas novelas de Jake Logan. Para cuando Andy se fue, podías ir a la biblioteca (que había crecido y ocupaba tres habitaciones) y encontrar lo que quisieras. Y, si no lo encontrabas, había muchas posibilidades de que Andy pudiera conseguírtelo. Te preguntarás, imagino, si todo esto sucedió sólo porque Andy le explicó a Byron Hadley cómo podía ahorrarse los impuestos del legado. La respuesta es sí… y no. Pero lo que pasó creo que puedes deducirlo tú solo.

Se corrió la voz de que Shawshank contaba con una especie de mago de las finanzas. En el verano y finales de la primavera de 1950, Andy creó dos fondos fiduciarios para los guardianes que querían asegurarse de que sus chicos pudiesen estudiar, aconsejó a otros dos que querían hacer pequeñas operaciones de bolsa con acciones ordinarias (y la cosa les salió extraordinariamente bien); a uno de ellos le fue tan bien que pudo retirarse dos años después; y, bueno, llegó a asesorar al propio director, al viejo George Dunahy, en su declaración a Hacienda. Eso fue poco antes de que Dunahy fuera expulsado y creo que debía estar soñando con los millones que le iba a proporcionar su libro. En abril de 1951, Andy hizo las declaraciones fiscales de la mitad de los guardianes de Shawshank y en 1952 prácticamente las de todos. Le pagaban en la moneda más valiosa en la cárcel: simple buena voluntad.

Más tarde, cuando tomó el mando Greg Stammas, Andy adquirió aún más influencia (aunque, si intentara explicar detalladamente cómo lo consiguió, estaría elucubrando). Sé que había presos que disfrutaban de todo tipo de consideraciones especiales (radios en sus celdas, concesión de permisos de visita extraordinarios y cosas así) y que fuera de la cárcel había gente que pagaba para que gozaran de tales privilegios. Los presos llaman «ángeles» a esas personas. De repente a un tipo se le excusaba de trabajar los sábados por la mañana en el taller y entonces sabías que aquel tipo tenía fuera un ángel que soltaba pasta para que él gozara de tal privilegio. Solía funcionar así: el ángel untaba a algún guardián de categoría media que era quien se encargaba de untar a su vez a los funcionarios de ambos extremos de la escala.

Y luego estaba el servicio de reparación de coches, que fue lo que hundió a Dunahy. Desapareció durante un tiempo, y después, a finales de los cincuenta, resurgió con más vigor que nunca. Y algunos de los concesionarios que trabajaban de vez en cuando en la cárcel pagaban comisiones a los altos funcionarios de la administración, estoy completamente seguro, y podría decir casi con la misma seguridad otro tanto de las empresas a las que se compraba equipo para la lavandería y para el taller de placas y para la prensa de estampar que se instaló en 1963.

A finales de la década de los sesenta había también un floreciente mercado de pastillas en el que intervenía la misma pandilla de funcionarios. Todo lo cual significaba una cantidad considerable de ingresos ilícitos. No el montón de pasta que debe circular en una prisión verdaderamente grande como Attica o San Quintín, pero algo nada despreciable desde luego. Y, al cabo de un tiempo, el dinero en sí se convirtió también en un problema. No puedes amontonarlo en la cartera y sacar luego un buen fajo de billetes de veinte todos arrugados y de billetes de diez con las puntas gastadas para hacer una piscina en el patio trasero o algún arreglo en casa. Cuando pasas de determinado punto, tienes que explicar de dónde sale el dinero… y si las explicaciones no resultan bastante convincentes conseguirás que te regalen un uniforme con un número.

En una palabra, los servicios de Andy eran necesarios. Le sacaron de la lavandería y le instalaron en la biblioteca, pero, bien visto, de la lavandería no le sacaron nunca. En realidad, sencillamente le pusieron a lavar, en vez de sábanas sucias, dinero sucio. Lo invertía en acciones en bonos, en fondos municipales libres de impuestos, llámale como quieras.

En cierta ocasión, unos diez años después de aquel famoso día del terrado del taller, me dijo que sabía muy bien lo que estaba haciendo y que tenía relativamente tranquila la conciencia. Fraude fiscal habría con él o sin él. Y él no había pedido que le mandaran a Shawshank. Era víctima inocente de una mala suerte increíble, no era un misionero ni un filántropo.

—Además, Red —me dijo, con aquella semisonrisa suya—, lo que hago aquí no es muy diferente de lo que hacía fuera. Oye este axioma cínico: el asesoramiento financiero especializado que necesita un individuo o una empresa es directamente proporcional al número de personas a las que ese individuo o empresa estafa. Casi todos los que rigen este lugar son unos monstruos brutales y estúpidos. Los que dirigen el honrado mundo exterior son monstruosos y brutales, aunque quizá no tan estúpidos porque fuera el nivel de aptitud es un poco más alto. No mucho, pero un poco más sí.

—Pero las pastillas… —dije—. No quiero meterme en tus cosas, pero a mí, la verdad, me repugnan. Barbitúricos, estimulantes, calmantes, nembutales… y toda esa porquería. Yo esas cosas no quiero tomarlas. Ni siquiera las he probado.

—No —dijo Andy—. Tampoco a mí me gustan las pastillas. Nunca tomo. Pero apenas consumo cigarrillos o alcohol. Yo no fomento lo de las pastillas. Ni las traigo a la cárcel ni las vendo dentro. Creo que es cosa de los guardianes.

—Pero…

—Ya, ya sé. La línea divisoria es muy sutil. Mira, Red, hay personas que se niegan en redondo a ensuciarse. A eso se le llama santidad, pero las palomas se te posan en el hombro y al final te cagan la camisa. El otro extremo es meterse hasta el cuello en la mierda y comerciar con todo lo que dé dinero, armas de fuego, navajas, heroína, lo que sea. ¿Nunca te ha propuesto un trato de este tipo un preso?

Asentí. Muchas veces en estos años, sí. Después de todo, uno es el tipo que consigue cosas. Y creen que, si puedes conseguirles pilas para transistores o cartones de Luckies o una onza de yerba, también puedes ponerles en contacto con un navajero.

—Seguro que sí —convino Andy—. Pero no lo aceptas. Porque los individuos como nosotros, Red, sabemos que existe una tercera posibilidad, una alternativa a mantenerte puro o pringarte. Y esa alternativa es la que eligen todos los seres adultos del mundo. Procurar atravesar el lodazal sin enfangarte. Entre dos males, eliges el menor y procuras mantener tus buenas intenciones, mantenerte puro ante ti mismo. Y supongo que sabes que lo has logrado cuando puedes dormir bien de noche… y por los sueños que tienes.

—Buenas intenciones —dije, y sonreí—. Sobre buenas intenciones yo sé todo lo que hay que saber, Andy. Puede uno acabar en el infierno de cabeza si se sigue ese camino.

—No lo creas —dijo, poniéndose sombrío—. El infierno está aquí mismo. Aquí mismo en el Shank. Venden pastillas y yo les digo lo que tienen que hacer con el dinero. Pero tengo también la biblioteca y conozco a más de dos docenas de tipos que han usado los libros aquí dentro para conseguir aprobar los exámenes del bachillerato. Tal vez cuando salgan puedan evitar la ciénaga. Cuando necesitamos una segunda sala en 1957, la conseguí. Querían tenerme contento. Trabajo barato. El trato es ése.

—Y tienes tus habitaciones privadas.

—Claro. Lo que a mí me gusta.

La población de la cárcel había crecido lentamente durante la década de los cincuenta y en la década siguiente aquello fue casi una invasión, con tantos colegiales en todo el país queriendo probar la yerba y aquellas penas absurdas que ponían por fumarse un porro. Pero, durante todo aquel período, Andy siguió sin compañero de celda, aparte de un indio grandón muy silencioso que se llamaba Normanden (a quien llamábamos Jefe, como a todos los indios en Shawshank), y Normanden estuvo aquí poco tiempo. Muchos de los otros presos que tenían que cumplir condenas largas pensaban que Andy estaba loco, pero Andy se limitaba a sonreír. Vivía solo y le gustaba… y, como él mismo decía, ellos querían tenerle contento. Trabajaba barato.

En la cárcel el tiempo transcurre lentamente; hay veces que hasta jurarías que se para, que no pasa; pero pasa. George Dunahy desapareció de escena entre un tumulto de titulares de periódicos que proclamaban ESCÁNDALO y HACIENDO SU AGOSTO. Le sucedió Stammas y los seis años siguientes, más o menos, Shawshank fue una especie de infierno viviente. Todo el tiempo que duró el reinado de Stammas estuvieron llenas las camas de la enfermería y las celdas del ala de Incomunicados.

Cierto día de 1958, me miré en un espejito que tenía en la celda para afeitarme y vi que desde él me contemplaba un hombre de cuarenta años. Allá por 1938 había ingresado en Shawshank un chico pelirrojo, un chaval casi enloquecido de remordimiento, pensando en el suicidio; aquel chaval ya no existía. Le encanecía ya el pelo, cada vez más escaso. Tenía patas de gallo en torno de los ojos. Desde el espejo me miraba un anciano que esperaba cumplir su condena. Sentí un intenso dolor. Es terrible envejecer en la cárcel.

Stammas se fue a principios de 1959. Habían andado husmeando por allí reporteros detectives, uno de los cuales había llegado incluso a cumplir cuatro meses con un nombre falso por un delito inventado. Se disponían a airear de nuevo el ESCÁNDALO; pero, antes de que pudieran descargar el golpe, Stammas se largó. Es lógico. Lo entiendo muy bien. Si le hubieran juzgado y condenado, podría haber terminado aquí mismo. Y, en tal caso, no creo que hubiera durado más de cinco horas. Hacía dos años que Byron Hadley se había marchado. El mamonazo tuvo un ataque de corazón y pidió el retiro voluntario.

A Andy no le afectó nada lo de Stammas. A principios de 1959 nombraron nuevo director, nuevo ayudante de director y nuevo jefe de guardianes. Durante los ocho meses siguientes, Andy volvió a ser un presidiario más. Fue entonces cuando Normanden, aquel mestizo pasamacuody tan grande, compartió la celda con él. Luego todo volvió a empezar. Trasladaron a Normanden y Andy recuperó su esplendor solitario. Cambiaron los nombres de los jefes, pero no las trampas.

Un día hablé con Normanden de Andy. «Agradable tipo —dijo Normanden. Era difícil comprender lo que decía porque tenía un labio leporino y fisura palatina. Soltaba las palabras en una confusa mezcolanza—. Estar bien allí. Nunca se burlaba. Pero no quería que estar nadie allí. Seguro. —Gran encogimiento de hombros—. Encantado irme yo. Mucha corriente haber en celda. Siempre frío. No dejaba nadie tocar sus cosas. Está bien. Agradable tipo, nunca burlaba. Pero mucha corriente.»

Rita Hayworth estuvo colgada en la celda de Andy hasta 1955, si no recuerdo mal. Luego, Marilyn Monroe, aquella foto en la que está en una rejilla del metro y el aire le alza la falda. Marilyn duró hasta 1960 y estaba bastante gastada por los bordes cuando Andy la sustituyó por Jane Mansfield. Jane era, perdón por la expresión, un busto. Al cabo de un año o así, la sustituyó una actriz inglesa, Hazel Court, me parece, pero no estoy seguro. En 1966 la descolgó y colgó a Raquel Welch, que batió un récord de seis años en la celda de Andy. El último cartel que colgó fue el de una cantante de rock country, una tal Linda Ronstadt.

Una vez le pregunté qué significaban para él aquellos carteles y me dirigió una extraña mirada de sorpresa.

—Bueno, supongo que lo mismo que para la mayoría de los presos —me dijo—. Libertad. Contemplando a esas mujeres hermosas sientes casi como… no del todo sino casi… como si pudieras dar un paso al frente, atravesar la foto y encontrarte a su lado. Ser libre. Supongo que Raquel Welch era la que más me gustaba; no era sólo por ella, era también aquella playa. Parecía una playa mexicana. Un lugar tranquilo en el que un hombre pudiera oírse pensar. ¿Nunca has sentido eso con una foto, Red? ¿Que casi podías entrar en ella?

Le dije que yo, en realidad, nunca me lo había planteado así.

—Algún día quizá comprendas lo que quiero decir —me dijo, y estaba en lo cierto. Años después comprendí exactamente lo que quería decir… y lo primero que hice entonces fue pensar en Normanden y en lo que me había dicho de lo fría que era la celda de Andy.

A finales de marzo o principios de abril de 1963, le ocurrió una cosa terrible. Ya dije que él poseía algo de lo que los demás prisioneros, incluido yo, al parecer carecemos. Llámeselo sentido de la ecuanimidad, o paz interior o, si quieres, fe inquebrantable y constante en que algún día concluirá la larga pesadilla. Llámesele como se le llame a eso, lo cierto es que Andy Dufresne parecía dominar siempre la situación. En él no había ni asomo de esa desesperanza sombría que parece apoderarse al cabo de un tiempo de casi todos los condenados a muchos años de cárcel. Nunca podías ver en él ni sombra siquiera de desesperanza. Hasta aquel invierno del sesenta y tres.

Había un director nuevo entonces, un tal Samuel Norton. Nadie le vio sonreír nunca, que yo sepa. Llevaba siempre un distintivo de los baptistas adventistas de Eliot. La principal innovación que aportó como cabeza de una familia feliz como la nuestra fue procurar que todos los presos que ingresaban en la cárcel tuvieran un Nuevo Testamento. Tenía en su mesa una plaquita, letras doradas incrustadas en madera de teca, con estas palabras: JESÚS MI SALVADOR. En la pared, un pañito bordado por su esposa decía: EL JUICIO LLEGARÁ Y SIN TARDANZA. Esto último, no emocionaba a casi nadie. Nuestro juicio ya se había celebrado y estábamos tan dispuestos como el que más a declarar que ni la roca nos ocultaría ni nos cobijaría la cruz. El señor Sam Norton tenía una cita bíblica para cada ocasión; y, si quieres un consejo, siempre que te topes con tipos así sonríe de oreja a oreja y cúbrete los huevos con las manos.

En tiempos de Sam Norton, la enfermería no estaba tan abarrotada y yo diría que los enterramientos a la luz de la luna cesaron por completo, lo cual no quiere decir, por otra parte, que el señor Sam Norton no fuera un ferviente partidario del castigo. La zona de Incomunicados estaba bien poblada. Y los hombres no perdían los dientes por las palizas, pero sí por las dietas a pan y agua ordenadas por Sam Norton.

Aquel tipo era el hipócrita más asqueroso que he visto en un puesto importante. Los fraudes de que hablé antes siguieron florecientes y Sam Norton les añadió algunos toques y métodos personales. Andy estaba al tanto de todo y como para entonces nos habíamos hecho buenos amigos me explicó algunos de esos métodos. Cuando hablaba de esto solía adoptar una expresión disgustada y divertida, como si me estuviera hablando de alguna especie predadora de insectos repugnantes que fuera, por su fealdad y su voracidad, en cierto modo, más que temible, cómica.

Fue Sam Norton quien estableció el programa «Dentro-Fuera», sobre el que tal vez leyeras algo hace unos dieciséis o diecisiete años. Hasta Newsweek publicó un artículo describiéndolo y alabándolo. Visto así en la prensa, podía parecer un auténtico avance en la rehabilitación y las correcciones prácticas. Había presos que trabajaban fuera cortando madera prensada, que arreglaban puentes y carreteras, había presos que construían almacenes de patatas. Norton lo denominó programa «Dentro-Fuera» y le invitaron a explicar el plan en casi todos los clubs Kiwani y Rotary de Nueva Inglaterra, sobre todo después de que salió retratado en Newsweek. Los presos le llamaban a aquello «la brigada de caminos», aunque, que yo sepa, no invitaron a ninguno a exponer sus opiniones a los kiwanianos, ni a la Leal Orden del Alce.

Norton estaba presente en toda operación de este tipo, con distintivo y todo; ya fuese cortar madera prensada o hacer canales para el agua de lluvia o un nuevo tendido de alcantarillado por debajo de las autopistas estatales, allí estaba Norton en primera fila. Había mil modos de hacerlo… hombres, materiales, lo que gustes. Pero tenía también otro aspecto aquel asunto. Las empresas constructoras de la zona estaban aterradas con el programa de trabajo en el exterior de Sam Norton, porque la mano de obra carcelaria es mano de obra esclava, con la que es imposible competir. Así que Sam Norton, el de los Testamentos y el distintivo religioso, recibió bajo cuerda muchos sobres bien abultados en los dieciséis años que fue director de Shawshank. Y, cuando recibía uno de estos sobres, podía sobrepujar la contrata, no pujar en absoluto, o alegar que todos los presos que hacían el trabajo de aquel programa estaban trabajando en otro sitio. Siempre me maravilló que Norton no apareciera un día en el maletero de un Thunderbird aparcado en cualquier carretera de Massachusetts con las manos atadas a la espalda y una docena de balas en la cabeza.

De cualquier modo, como dice la vieja canción, Dios mío, cómo corre el dinero. Seguro que Norton suscribiría el viejo criterio puritano de que el mejor modo de averiguar a qué personas favorece Dios de verdad es comprobar sus cuentas bancarias.

Andy Dufresne era la mano derecha de Norton en todo esto, su socio mudo. Norton sabía que podía presionar a Andy con la biblioteca, lo sabía y lo hacía. Andy me contó que uno de los aforismos preferidos de Norton era: «Una mano lava la otra». Así que Andy le aconsejaba y le hacía sugerencias útiles. No estoy seguro de que él organizara aquel programa de trabajo de Norton, pero sí lo estoy de que procesaba el dinero para aquel hipócrita hijo de puta. Daba buenos consejos, hacía sugerencias útiles, el dinero entraba a raudales y… ¡el muy hijoputa! la biblioteca recibía una serie nueva de manuales de reparación de automóviles, la colección nueva de la Enciclopedia Grolier, libros para preparar los exámenes académicos. Y, por supuesto, más obras de Erle Stanley Gardner y de Louis L’Amour.

Y estoy convencido de que pasó lo que pasó porque Norton no quería perder a su mano derecha. Diré más: pasó porque tenía miedo a lo que podría ocurrir si Andy alguna vez salía libre de la prisión estatal de Shawshank, a lo que podría decir Andy contra él.

Me fui enterando de la historia a retazos a lo largo de unos siete años, en parte, aunque no del todo, a través de Andy. A él nunca le gustó hablar de ese aspecto de su vida y no le culpo. La historia quizá me llegara en sus diversas partes de una docena de fuentes distintas. Dije ya una vez que los presos no son más que esclavos; y tienen ese hábito propio del esclavo de hacerse los tontos y tener los oídos bien abiertos. La fui conociendo por partes y no ordenadamente, pero te la contaré toda y tal vez entiendas por qué se pasó el tipo diez meses sumido en un desconcierto obsesivo y sombrío. Bueno, no creo que supiera la verdad hasta 1963, quince años después de haber aterrizado en este dulce hogar nuestro. Hasta que conoció a Tommy Williams, creo que no supo lo espantoso que podía llegar a ser realmente.

Tommy Williams ingresó en nuestra feliz familia en noviembre de 1962. Tommy se consideraba nativo de Massachusetts, pero no era orgulloso; a sus veintisiete años, había cumplido condenas por toda Nueva Inglaterra. Era ladrón profesional y, como ya habrás adivinado, debería, según mi opinión, haber elegido otro oficio.

Estaba casado y su esposa venía a visitarle una semana sí y otra también. Ella creía que mejorarían las cosas para Tommy (y, en consecuencia, también para su hijo de tres años y para ella), si Tommy conseguía el título de bachiller. Le convenció y Tommy empezó a visitar la biblioteca con regularidad.

Para Andy aquello era ya una vieja rutina. Procuró que Tommy dispusiera del material necesario para repasar las asignaturas que había aprobado en el instituto (que no eran muchas) y hacer el examen. Procuró también que se apuntara a una serie de cursos por correspondencia de las asignaturas que le quedaban, por haberlas suspendido o por no haberse presentado.

Tal vez no fuera el mejor estudiante que tuvo Andy y no sé si habrá conseguido el título de bachiller, pero eso no forma parte de mi historia. Lo importante es que Andy Dufresne le cayó muy bien, como a casi todo el mundo después de un tiempo.

Tommy le preguntó un par de veces a Andy: «¿Qué hace un tipo tan inteligente como tú en la cárcel?», pregunta que es tosco equivalente de aquello de: «¿Qué hace una chica tan guapa como tú en un sitio como éste?». Pero Andy no era el indicado para decírselo; se limitó a sonreír y procuró cambiar de tema. Tommy preguntó a otros, como es natural, y cuando supo al fin la historia recibió la gran impresión de su joven vida.

Preguntó a su compañero de trabajo en la plancha de vapor y dobladora de la lavandería. Los internos llaman a este aparato la trituradora porque, si te despistas y te engancha, lo que hace es precisamente triturarte. Su compañero era Charlie Lathrop, que llevaba doce años en chirona por asesinato. Fue un placer para él explicarle a Tommy los detalles del juicio por asesinato de Dufresne; esto aliviaba la monotonía de tirar de las sábanas de la máquina y echarlas en el cesto. Estaba llegando ya a lo de cuando el jurado espera hasta después de comer para dar el veredicto cuando sonó la alarma de la máquina y ésta se paró. Habían estado echando las sábanas recién lavadas que salían secas y pulcramente planchadas por el otro extremo a un ritmo de una cada cinco segundos. Su trabajo consistía en cogerlas, doblarlas y echarlas en el carrito previamente forrado con papel de estraza limpio.

Pero Tommy Williams estaba allí como pasmado mirando boquiabierto a Charlie Lathrop. Y un montón de sábanas seguían saliendo limpias y estaban ahora absorbiendo toda la húmeda porquería del suelo (que puede ser mucha realmente en una lavandería). Bueno, en fin, el caso es que llegó corriendo el oficial de guardia, Homer Jessup, dando alaridos. Tommy ni se enteró. Le habló a Charlie como si el bueno de Homer, que seguramente había reventado más cabezas de las que podía contar, no estuviera allí.

—¿Cómo dijiste que se llamaba aquel entrenador de golf?

—Quentin —contestó Charlie, sorprendido y confuso por entonces. Contaría más tarde que el chico estaba tan blanco como una bandera de tregua—. Creo que Glenn Quentin. O algo muy parecido.

—¡Vamos, vamos! —gritó Homer Jessup, el cuello rojo como cresta de gallo—. Meted esas sábanas en agua caliente. ¡De prisa! ¡De prisa, por amor de Dios!

—Glenn Quentin, oh, Dios mío —dijo Tommy Williams, y eso fue todo lo que pudo decir antes de que Homer Jessup, el menos pacífico de los hombres, le atizara con la porra detrás de la oreja. Tommy cayó de bruces con tal fuerza que se rompió tres dientes. Cuando volvió en sí estaba en una celda incomunicado y allí estuvo una semana entera cumpliendo las buenas normas de Sam Norton. Además de ganarse un punto negativo en su expediente.