VII

En este instante del tiempo estoy haciendo una cosa que millones de personas de todo el planeta anhelan, ansían, se mueren por hacer. Los esquimales sólo sueñan en eso. Los pigmeos se vuelven locos por eso. Y ustedes no piensan más que en eso, amigos, les doy mi palabra. Sí, tíos. Y vosotras, nenas, lo mismo. Todo el mundo quiere hacerlo. Y yo lo estoy haciendo. Debo admitir que es asombroso que sea tan fácil animarse en cuanto uno llega a Nueva York. En esta ciudad no hay sitio para los aguafiestas ni para los revienta diversiones. No hay lugar para las calientabraguetas. En Nueva York no existen las calientabraguetas. No representan un problema.

Estoy tirándome a Butch Beausoleil. ¿Que no me creen? ¡Pues es cierto! Es más, por detrás. Ya se lo imaginan: ella está en cueros vivos, de rodillas, y agarrada al cabezal de su cama de latón. Si bajo la vista, así, y contraigo la tripa, le veo su felicitación del día de San Valentín, su redondeado corazón, y hasta puedo seguir la pista misteriosa de su grieta, como los entresijos de una manzana partida por la mitad. Ahora ya me creen, ¿no? Esperen, ahí viene su mano, avanzando hacia su grupa, diez dólares de manicura en cada una de sus uñas. Caramba, parece que quiere… ¡Wow! Ni siquiera Selina hace estas cosas a menudo. Y apuesto a que ni siquiera Selina lo hace la primera vez que se acuesta con un tío. Bueno, las auténticas artistas de la cama son gente que se adora a sí misma, todos y cada uno de los centímetros de su cuerpo. Yo también estoy de rodillas. Me encuentro en situación de declarar ante todos ustedes que la cámara no miente. Ya he visto a Butch desnuda en otras ocasiones. Parcialmente, en la pantalla, y totalmente, de frente, en una de esas revistas para pajeros que publican fotos indiscretas de los famosos. Pero ni siquiera eso me había preparado para toda esta carísima textura cutánea, para esta increíble tecnología camera que estoy viviendo en directo. Es de primera categoría, y Butch tiene la… Alto ahí, se vuelve. Me parece que quiere volverse. ¿Cómo? Ah, sí. Ya estamos metidos otra vez en ello. Tal como les iba diciendo, llevo veinte minutos en esto, y aún estoy funcionando a pleno rendimiento, creo, y conmovido y hasta asustado ante esta demostración de buena forma que estoy dando. Siento un dolor horrible en la espalda, cierto, y me noto la pierna derecha como muerta, pero, de todos modos, voy a darle cuerda a este asunto todo el tiempo que el cuerpo aguante. Menuda juerga, menudo regalo, menuda sorpresa. Hemos almorzado en el Village y luego, en el taxi, ella ha dicho… Esperen. Quieto todo el mundo. ¿Pueden esperar un momento, joder? La tía quiere…, la tía pretende ahora…, o al menos parece estar tratando de… La releche, éste es nuevo. Un número desconocido para mí. Toda una revolución. Ah, ya veo. La cosa consiste en que ella deja la pierna ahí al mismo tiempo que cruza… Alto otra vez. No, ya lo entiendo. Estoy contigo, chica. Y luego, luego, oh, sí, en cuanto cruzamos el umbral de su apartamento Butch se fue a por una botella de champagne, me dio una línea de coca del tamaño de la cuerda de un verdugo, y me condujo juguetonamente, cogido de la mano, hacia su dormitorio, su laberinto de espejos. Aquí hay algún error, pensé al principio. Seguro que me confunde con otro tío. Pero de repente la tía se había desnudado y tiraba de la hebilla de mi cinturón, forzándome a dar grandes y pasmadas zancadas. En ese momento me hice cargo de la situación, tomé el mando. Olvídalo, Butch, eso no vas a poder hacerlo. No puede hacerlo nadie, ni siquiera tú. Da la sensación de estar intentando torcer el cuello para acercar la cara a… La hija de puta. Qué originalidad. Qué control. Qué ritmo. Qué talento. Debe de doler, seguro… o tal vez lo practica muy a menudo. Está muy entrenada. Intento encontrar el fallo en todo este asunto. Quiero decir que no puede ser que me esté dando todo esto gratis, ¿no les parece? No lo hace por cuestiones de salud… Aunque, bueno, quizá sea sólo por cuestión de salud. Exactamente por eso. Aquí en América, no sé si ustedes lo saben, la gente se pasa la vida buscando maneras divertidas de mantenerse en forma. Y, desde luego, lo que está haciendo Butch es mejor que tres horas de ejercicios aeróbicos… No puede ser que lo proponga en serio. ¿Quién? ¿Yo? ¡Uuuf! Eso no, por favor, duele. Ay. Jod…, tengo la pierna completam… Oye, déjame por lo menos que…, bueno, así está mejor. Bastante mejor, resulta soportable. Fíu, está resultando bastante duro. Con esos pulmones míos siempre sin resuello, y mi viejo corazón, jamás me había sentido más apalizado, al menos desde el día del partido de tenis con Fielding. Y aquel día, al menos nadie utilizó mis huevos como aparato para medir la fuerza muscular de sus manos. Los muros de contención del dolor se han derrumbado, y han vuelto a cerrarse. Estoy cada vez más cerca del final. Cada inspiración es un incendio… Por fin: Butch ha empezado a emitir ruidos, como todas las tías de primera. No estoy completamente seguro del significado que tienen esos ruidos, pero se diría que está preparándose para una especie de cataclismo apocalíptico, sí, y yo también estoy preparado para lo que sea, jadeante y tratando de que me pille bien agarrado. Hay que salvar la vida como sea. O ahora o nunca. ¿En qué podría pensar? ¿En qué voy a pensar para que no me asuste saltar del tren en marcha? Pensaré en Butch Beausoleil. Bien. Funciona…

… el sexo es como la muerte, dicen los poetas. En mi caso, también lo dicen los médicos. Y el momento de la culminación, tal como compruebo enseguida, no es más que una parada a mitad de camino, al menos según la idea que Butch Beausoleil tiene de la cosa. Hay tías, en fin, con ellas te sientes como todo un machito. Bien, así que en esto consiste la fellatio, pensé. Las demás veces, bueno, eso no era una fellatio como Dios manda. Qué va. La leche. Seguro que el Fiasco se siente justo así cuando lo llevo al túnel de lavado. No es que me la esté soplando, lo que hace es enjuagármela. Pegarle unos buenos manguerazos… Qué, amigo, ¿te apetecería estar en mi lugar? Seguro que estás pensando, a mí me iría muy bien que me lo hiciesen un ratito. Pues, mira, un ratito, pase, pero ¿aguantarías tanto? Al cabo de media hora o una cosa así, Butch murmuró:

—¿John? ¿Puedo decirte una cosa?

—Sí —dije con voz poco firme y enderezándome un poco para echarles una ojeada a mis partes. Y allí estaba ella, hablándole directamente al micro.

—Estoy de acuerdo con Lorne Guyland, John. Necesitamos unas cuantas escenas explícitas. Creo que, visualmente, el contraste sería bellísimo. Hay que explicar con claridad que la chica se entrega al viejo por compasión, y también porque tiene un agudo sentido de lo artístico. Lo suyo es un acto de generosidad, de entrega artística. Podríamos hacer que ella dijese algo así como: «Tú eres viejo. Yo soy joven. Tú eres tosco, estás gastado. Yo soy clara y transparente como la mañana. Me entrego a ti, anciano. Un regalo de juventud».

—Caramba.

—¿Cómo dices?

—¿Dónde está el váter? —dije.

Me aguardaban cosas peores. Pero antes de contarles la pelea que hubo después, permítanme que les cuente la pelea que hubo antes. Algo me dice que voy a tener que joder y pelear mucho si quiero conseguir que al final rodemos la película. Vivo como un animal —comiendo y bebiendo, vomitando y durmiendo, jodiendo y peleando—, y se acabó. Nada más. Cuestión de supervivencia. Pero no basta.

Almorcé con Butch. Nos hartamos de comer y beber. Permanecí sentado frente a ella, sombrío, enfermo, silencioso, en absoluto seductor. ¿Estado del felpudo? Deprimente. ¿Pánico dental? Incesante. ¿Terror cardiológico? A tope. El aire estaba vacío. Derramé brandy sobre su regazo. Maldije a los camareros que, a su vez, me maltrataron y estafaron. Me pedorreé silenciosa pero inexorablemente en el taxi, camino de su dúplex. Me notaba la lengua como una hamburguesa abrasada. Mientras el portero representaba su breve papel de lascivia obsequiosa, vi en el espejo del vestíbulo que se me había roto la cremallera de la bragueta y que mi braslip teñido de rosa asomaba su triste jeta por la ventanilla… Tengo una teoría. Quienes deciden son ellas, ¿no? Son las tías quienes deciden. Todo está decidido. Esas noches en las que te presentas con tu orquídea y les montas todo el espectáculo, y les pagas la carísima cena mientras ellas te hacen sus típicos números de los ojos y los labios… Nada de todo eso sirve a no ser que ellas ya hayan tomado previamente una decisión. Son ellas las que deciden, y lo hacen con antelación. Y deciden de acuerdo con sus propias razones. No tiene apenas que ver contigo. Hasta que una noche en la que estás, como todas las anteriores, eructando y rascándote el sobaco y pensando en todo el dinero que te está costando la broma, de repente, te lo dan todo.

Pero ocurrió una cosa, en la calle, y quizá fue eso lo que inclinó la balanza hacia mi lado. No estoy seguro. No sé qué fue lo que hizo que Butch decidiera obsequiarme con todo eso, pero sí sé que no fue por mí… Pagué el cheque y las puertas giratorias nos expulsaron al aire de la calle. No puede ser verdad, no es posible que haya este calor tan asfixiante. Mi resaca, que acababa de cumplir una semana de edad y que me estaba atacando en estéreo, era de ésas que te ponen la sangre a temperatura de ebullición, de las que te oprimen los ojos, la garganta, los cojones.

—¿Quieres ir en taxi? —le pregunté a Butch.

Convulsivamente, le hice señas a la hilera de coches amarillos, perdí el equilibrio y caí hacia la boca ardiente de un aparato de aire acondicionado, que me lanzó su más llameante aliento en plena cara. Estábamos en la calle Octava, al oeste de la Quinta Avenida, rodeados de todos los colores de agosto, con el inmenso ajetreo de los taxis y los taxistas con camisas hawaianas, y con la agitación selvática en pleno apogeo. Ningún coche lograba avanzar hacia la bocacalle. Hasta que, de repente, ocurrió. Ocurrió lo que suele ocurrir en los incendios humeantes del verano neoyorquino.

A una docena de metros de distancia, un tipo alto había salido girando como una peonza al centro del escenario, dispuesto a poner en movimiento la circulación. Era grandote y blanco, e iba armado de una cadena, semidesnudo, con una cola amarilla en el pelo. La gente se volvió a mirarle: aquí había espectáculo, pero aquel rostro sin labios decía cosas extrañas, hablaba con la voz del fin del mundo. Pudimos oír el pavoroso siseo de la cadena que el tipo hacía girar en el aire, y luego el estruendo metálico que provocó el impacto del hierro contra los hocicos y las columnas vertebrales de los coches atrapados en el atasco. Los pobres monstruos metálicos gemían y aullaban como bestias fustigadas en una jaula. Nos acercamos un poco más. A través del feo ruido, comenzó a oírse la jugosa llamada de las sirenas, y doscientos polis corrían ya hacía allí por las aceras, bien sujetas sus pistolas desenfundadas. El artista circense de la cadena se negó a huir y lanzó alevosas arremetidas con sus eslabones chirriantes. Inseguros, los polis bajaron sus armas. Aquello no hacía más que avivar las brasas de la noche, les ofrecía la oportunidad del contacto con la piel sudorosa, de luchar con sus puños y sus porras. Ah, ya lo entiendo, pensé: esperarán a que la cadena pase delante de sus narices, y cuando siga su camino giratorio hacia otro lado saltarán sobre él y le sujetarán, como en las películas. Eso es lo que suele hacerse ante un tipo armado de una cadena, y eso fue lo que hicieron. Pero este artista de la cadena les lanzó unos cuantos cadenazos rapidísimos, acompañados de amenazadores movimientos de todos sus miembros. Ah, magnífica confusión de brazos y piernas la que pude ver cuando estalló el jaleo. El tipo me pareció bastante bueno, aunque dudé de la eficacia callejera de aquellas patadas de kárate que tan bien quedan en televisión. Bruscamente, el empuje de la muchedumbre nos hizo perder nuestra butaca de primera fila, y para cuando recuperamos una buena posición ya había sonado un disparo, flotaba en el aire una nubecilla, y uno de los policías apuntaba con su pistola hacia el aire mientras el otro (todo él linternas y radios de onda corta) intentaba contenerle. Hasta que, por fin, el artista de la cadena cayó de rodillas, alzó los dos puños, agachó la cabeza y, transformando de repente su cara hasta darle una expresión plenamente juvenil, sonrió con gesto culpable. Se acabó. Ya está. Por hoy, se cierra el circo.

—¡No le peguen! —gritó alguien entre la multitud cuando vimos que los polis avanzaban un paso y aplastaban al tipo contra el asfalto.

—¡No le peguen! —repitió un gigante nórdico que se había acercado a la víctima, un monstruo de gimnasio alimentado con alfalfa.

Se oyeron nuevas voces en apoyo de este buen consejo, mientras los conductores, cabreadísimos, se montaban encima de los capós de sus coches machacados a cadenazos. Un viejo negro muy gordo y con delantal rojo se adelantó para, dándose aires de importancia, obsequiar a los agentes con su versión de los hechos. Nueva York está atestado de actores, productores, consejeros publicitarios. Pero cuando el artista de la cadena ya había sido arrojado sin contemplaciones al interior de un coche patrulla, y una furgoneta de la policía había llegado aullando hasta allí, y el último policía sacó su altavoz y, como un director de escena, comenzó a gritar —«Ya vale. Se acabó el espectáculo. Circulen. Se acabó»—, la muchedumbre ya había regresado a sus madrigueras de la selva, y yo me quedé solo con Butch a mi lado, que me cogió la mano, la apretó contra sus pechos, y me dijo:

—Llévame a casa.

***

¿Dónde estábamos? Ah, sí, en casa de Butch, en el burdel de mi amiga. De hecho, a lo que más se parecía era a un laboratorio botánico o a un invernadero tropical. Cometí el error de tratar de secarme las manos en una sábana de follaje arrugado, y luego el de echar una meada en un humidificador tamaño gigante. Plantas, tierra, naturaleza, vida: todo eso está hiper valorado en Nueva York. Luego noté que, en lo alto de una trepadora, un loro me miraba despectivamente desde una esquina del techo. El aire tenía un olor dulce, cálido, intenso, y servía para cualquier cosa menos para respirar. Hice lo que tenía necesidad de hacer, y regresé a zonas más templadas.

Butch se había sentado en la cama y estaba viendo un vídeo para adultos (mudo, porno duro) en una pantalla de dos metros situada en la pared de enfrente. Me senté a su lado. Un tipo pálido y gordo le estaba dando el tratamiento a una rubia bronceada, en una meneona cama de hierro. Aunque la copia fuese de primera calidad, los valores artísticos eran de tipo ínfimo: cámara fija, sin variación en los puntos de vista, sin primeros planos. Comprendí, casi enseguida, que la chica era Butch Beausoleil. Al cabo de un rato comprendí que el tío…, el tío era John Self. En otras palabras, yo. Como era de esperar, como ustedes ya se imaginaban, Butch daba muy bien su papel. Sus ojos cerrados, las curvas de su rostro contorsionado, mostraban un adulado placer ante la atención de la cámara. La cámara. Estudié el ángulo y miré hacia mi derecha. Había un ojo de vídeo, con su hocico bien visible, sobre una mesa junto a la ventana. En la pantalla, la pareja cambió de posición, y volvió y siguió haciéndolo, frecuente y agotadoramente. Me fijé en que todas esas contorsiones estaban pensadas de forma que la protagonista femenina pudiera exhibir sus virtudes. Pero también permitían ver al protagonista masculino, este actor gordo, este extra de tres al cuarto, con su espalda granuda, su abombada tripa de bebedor, su garganta tumefacta. No…, lo malo no era el cuerpo. Lo malo, lo peor, era la cara. Sus encías acojonadas, sus muecas de anciano, su terrible sorpresa… Ahora llegamos a la mamada, y les aseguro que valía la pena verme la cara en esos momentos. Hasta Butch lo comentó:

—¿No te gusta verlo? —me preguntó—. Eres un tipo feo, John. Y eso es lo que me gusta de ti, en serio. Me atrae… Esta parte es muy aburrida, voy a rebobinar. No te gusta eso, verdad. En serio, no parece que te guste.

—Mientras dura —dije—. Me gusta mientras dura. Luego, no. Y lo mismo digo de todo lo anterior.

—Ha estado grabando desde el principio. Lo tengo conectado de modo que haga la grabación y la proyección de forma automática.

La imagen se desaceleró. Butch estaba hablando, silenciosamente, en la pantalla, mirando a la cámara directamente. Mi cabeza se asomó a mirar un instante mis partes, y luego volvió a desplomarse hacia atrás. ¿De qué estaba hablando Butch? Del contraste visual. Juventud y ancianidad. Yo soy clara y transparente como la mañana. Un acto de generosidad estética. Ya, lo he pillado, tía.

—Oye, Butch, ¿cuántos años tienes?

—Cumpliré los veinte en enero.

—Santo Dios. ¿Por qué no vives en casa de tus padres?

—Odio a mi madre y mi padre murió.

—Vale. Borra la cinta.

—¿Cómo dices?

—Que lo borres todo. Ahora.

—No pienso hacerlo, John. Sólo follo una vez con cada persona.

Por eso me gusta guardar la grabación.

—Bórrala.

—Jódete.

—Hazlo.

—Oblígame a hacerlo.

De modo que le di la paliza. Sí, le pegué una buena paliza a Butch. No fue con mala uva, sólo unas cuantas sacudidas y palmetazos. En realidad no estaba haciéndolo de todo corazón, qué va: ya no disfruto como antes con esta clase de actividades. Pero ¿a que no saben una cosa? A Butch le gustó. Miren, ya sé que los hombres que pegan a las mujeres siempre dicen que a las mujeres les gusta que les peguen. Y, en serio, jamás en la vida entenderé por qué tratan de defenderse con ese argumento. A mí siempre me ha resultado transparente y clarísimo que las mujeres a las que yo pegaba no disfrutaban cuando yo les pegaba. Si les hubiera gustado, ¿para qué pegarles? ¿Para qué? A todas les disgusta, intensamente, y en general tienes que meterte luego en muchos forcejeos dialécticos, y muchos regalos de flores, y muchas promesas de que no volverás a pegarles nunca más. Es posible que me haya equivocado de mujeres a la hora de elegir aquéllas a las que pegar. A algunas les gusta. Hoy en día, no hay actividad humana que no tenga sus fans. A Butch le gustó. Lo supe. ¿Cómo? Después de que borrase el vídeo (en ese momento le estaba haciendo una retorcida llave que le dolía lo suyo), me dijo que le encantaba ser dominada, e intentó que me metiera otra vez en la cama con ella.

—Bueno, bueno, ya veremos —dije—. Si te portas bien, a lo mejor te permito que lleves mi ropa a la lavandería. Y ahora, escúchame bien. No quiero volver a oírte explicar nunca más ninguna de tus piojosas ideas sobre la película. Tú eres una actriz. A partir de ahora tendrás que cerrar la boca y hacer lo que Papá Oso te diga.

—De acuerdo. Pero ven a la cama, feo hijo de puta.

Pero hice que se vistiera y luego me la llevé al cine. Luego a tomar una pizza y a una larga conversación. Lo nuestro, le dije, había terminado. No tenía intención, le expliqué, de poner en peligro nuestras relaciones laborales, nuestra colaboración artística.

***

Fielding Goodney se estiró los puños de la camisa y tomó un sorbo de vino. De repente se puso a reír, dejando al descubierto sus robustas muelas. Era lo clásico: manteles de lino y camareros de etiqueta, menús con borlas de adorno y entrantes de a veinte dólares, clientes severos y mujeres tontas y relucientes. Elegí por fin. El único plato cuyo nombre me sentía en condiciones de pronunciar. En esto estoy con Spunk Davis: en todos los restaurantes la comida nos suena a chino. Por otro lado, si el tiempo es oro, la comida rápida ahorra ambas cosas. Me encantan estos locales tan elegantes de Nueva York, pero lo que mis tripas me pedían era cualquier porquería que las llenase rápidamente. Pronto abandonaré la comida rápida y comeré a la altura que me permite mi dinero. Pero todavía no.

—¿Qué le hiciste a Butch? —preguntó Fielding.

—Le di una conferencia —dije yo. Muy discreto, como pueden comprobar. De hecho, me olí que Fielding también había visitado su casa. «¡Qué tipo tan horrible, ese Fielding!», dijo en determinado momento Butch, pero, no sé por qué razón, preferí no pedirle detalles. También por discreción, supongo.

—En fin, no sé lo que le hiciste, pero sigue así. Cuando estabas en Londres empezó a ponerse pesada. Todos se pusieron pesados. En cambio, ahora están como corderitos. Todos. No sé cómo lo has hecho, Slick, pero lo has conseguido. Lorne y Caduta están locos por ti. Incluso Spunk cree que eres magnífico.

¿Que cómo lo he hecho? Ni idea. El cine se reduce a suerte y anarquía, nada más. Y, sin embargo, ahí estaba yo, al borde de algo, agarrado a la barandilla, y muy sobrio.

—Será el nuevo guión —dije.

—Magnífico guión. Oye, el chico ese, ¿estás seguro de que es escritor? ¿No estará más bien metido en cosas de relaciones públicas, vudú o psicoterapia?

—¿Cómo?

Fielding se encogió de hombros:

—Qué forma de manipular las cosas. Lo único que ha hecho es agarrar el guión de Doris y echarle melaza a los engranajes. Todo marcha.

—Ahí está la gracia de su trabajo —dije.

Y, ciertamente, Martin no había modificado la trama del guión de Doris Arthur. Dejando a un lado algún que otro reajuste estructural, lo había mantenido prácticamente todo tal como estaba. Los personajes no eran menos mezquinos ni venales que antes, la acción seguía siendo tan escuálida y comprometedora como al principio. Porque se había limitado a introducir una serie de largos monólogos en los cuales cada uno de los cuatro protagonistas era elaboradamente elogiado, exonerado y justificado por los otros tres. Así, después de que Lorne hubiese sido expulsado con abucheos del lecho conyugal, la fecunda pero desgastada Caduta larga un soliloquio acerca de su incapacidad para satisfacer a un siempre vibrante espadachín como su esposo. O, en otro momento: después de que Spunk haya abofeteado a Butch, ésta le dice a Caduta que fue ella misma la que provocó voluntariamente a ese joven soñador, a ese poeta errante, para asegurarse de que obtenía de él la siempre anhelada reacción apasionada; mientras que, por su parte, Spunk le habla confidencialmente a Lorne acerca de la trágica propensión de los varones a hacerle daño a lo que aman. Y así sucesivamente. Había que admitir que todo eso sonaba bastante raro en el momento de leerlo, de manera que Dinero sucio (nuevo título definitivo) resulta una lectura bastante tediosa. Pero los monólogos irían a parar directamente a la papelera de la sala de montaje, suponiendo que llegaran a ser filmados, y por ese lado no me pareció que pudiese haber dificultades.

—Hay que reconocerle sus méritos —admitió Fielding—. Es un trabajo funcionalmente perfecto. Casi pornográfico.

Fielding hablaba con la tristeza del político que ha visto cómo le minaban subrepticiamente su circunscripción.

—¿Cómo está Doris? —le pregunté.

—Bien. Los escritores —dijo vagamente— tienen más poder del que les corresponde. Bien, Slick. Ahora ya no vas a necesitarme. A partir de ahora mis funciones serán casi estrictamente ejecutivas. El dinero sobrante de la campaña financiera de Dinero limpio me empuja hacia otros proyectos. Oh, es cierto, ahora se llama Dinero sucio. Nos está llegando tanta pasta que no hay modo de ponerle freno. Quiero que empieces a pensar en tu siguiente película.

—¿Lo dices en serio?

—Llama a tu gente, Slick. Tenéis luz verde. Estamos rodeados de cheques en blanco. Por cierto, antes de que te vayas quiero que me firmes unos cuantos papeles.

El Autocrat negro esperaba inexorablemente en la calle. El chófer aguardaba, un chófer nuevo pero perteneciente al mismo grupo selecto de chóferes super elegantes y bigotudos que el anterior. Fielding le hizo una seña con la mano y me cogió del brazo para dar una vuelta a la manzana. Esta vez sin guardaespaldas. Fielding creía que podía prescindir de aquel extra, aquel adorno, que hubiera sido un guardaespaldas, porque incluso Fielding economizaba a veces, como es costumbre entre la gente de dinero. Pero este chófer también estaba armado: me fijé en el bulto de su sobaco, algo así como si llevase una repletísima cartera.

—¿Hay alguien que vaya a por ti, Fielding? —le pregunté mientras paseábamos.

—Sí, los pobres —dijo él, encogiéndose de hombros.

De modo que le hice la siguiente pregunta: ¿por qué, entonces, usar la limusina? Él se limitó a dirigirme una mirada muy seca. Pero me parece que sé el porqué. Con una limusina te sientes tan fabulosamente bien, tan espléndidamente maravilloso, que vale la pena soportar a cambio el odio callejero. Quizá forme parte del asunto, de la brutalidad, de la emoción que trae consigo el dinero. Dimos media vuelta, charlamos un poco más, y luego Fielding subió a la limusina y se dejó caer suavemente en el mullido asiento.

Yo regresé andando al hotel. Hay que ser duro para querer dinero en cantidades industriales. Hay que ser duro para ganar mucho dinero: todo el mundo lo sabe. El dinero es tan importante para quienes lo tienen como para quienes no. Lo dice ese libro, Dinero. Y es verdad. Hay un fondo común. Si tú quieres mucho, lo que haces es reducir la cantidad que queda para los demás. No estoy seguro de ser muy duro. Ya lo averiguaré. Sé que el dinero me importa mucho. Martina me dio Dinero, y otros muchos libros: Freud, Marx, Darwin, Einstein y Hitler. Dinero es un libro con montones de cosas interesantes. Por ejemplo, que el dinero sucio desvía hacia otros lados el dinero limpio. La Ley de Gresham. La costumbre de grabar la cabeza de los monarcas en la superficie de las monedas fue un truco ególatra ideado por los poderosos. Cuando Calígula la cascó, fundieron todas las monedas existentes a fin de borrar su rostro de la pasta. No sé si saben ustedes que hubo épocas en las que se utilizó la carne a modo de dinero, y otras en las que el dinero circulaba en forma de alcohol, y de tías —por supuesto—, y de munición con la que hacer guerras. Y, la verdad, en un mercado con esa clase de fuerzas me hubiese sentido como en mi casa. Yo hubiera sido mucho más feliz en aquellos tiempos. No hubiese tenido que cobrar en dinero. Hubiese cobrado en lo otro, en todo ese dinero sucio. Hay veces en las que Dinero me produce cierta intranquilidad, cierta preocupación. Me recuerda la vez que Doris Arthur me lanzó un insulto imperdonable en la calle Noventa y cinco Este. Me da la sensación de que todo es ulterior. Y ustedes también la tienen, ¿no? Sí, ustedes también. No sé cómo, pero al final acabaré averiguándolo.

Regresé andando al hotel. Las sombras que proyecta la gente por la noche es diferente en Nueva York. Las luces están más bajas, y te proporcionan mucha mayor presencia lateral cuando andas por la calle por la noche. En Londres, nuestras farolas amarillentas son altísimas, de modo que la sombra es más pequeña que el verdadero ser humano al que sigue, o del que tira.

El teléfono ya estaba sonando cuando abrí la puerta de mi habitación. No tenía la menor duda respecto a quién podía ser el que me fastidiaba de ese modo en plena oscuridad; alguien a quien yo no conozco, a quien ustedes tampoco conocen, pero que, de todos modos, siempre está ahí, fastidiándome.

***

—¿No te parece maravilloso? —me preguntó Martina Twain la primera noche que pasé en Nueva York—. Es increíble, pero ha cambiado radicalmente mi vida. No sé cómo he podido vivir sin él. Llego a casa, y siempre está esperándome. Y me encanta acariciarle por la noche. ¿No te parece precioso?

—Sí, fantástico —dije.

—Tienes un aspecto horrible —dijo ella—. Lo siento. Pobrecillo.

—Sí, ha sido una semana espantosa.

Después de mi última visita a esta parte del mundo, Martina se agenció un perro condenadamente estúpido (o un enorme cachorro condenadamente estúpido), un alsaciano negro con cejas castañas que no paran de moverse sobre sus curiosos ojos. Se lo encontró en la Octava Avenida, saltando y brincando, sin dueño, muerto de hambre, acribillado de mordiscos de otros perros y patadas humanas. Lo agarró del pellejo del cuello y se lo llevó a su casa, e hizo que el veterinario le diera un repaso. Le recetaron un montón de antibióticos, y durante una semana más o menos el pobre cachorro se encontró bastante mal, despistado, desplazado, hundido. Era difícil de creerlo viéndole ahora, un histérico torbellino de agradecimiento y buena salud. Se llama Sombra, que es una abreviatura de su verdadero nombre: Sombra que Aparece de Repente, que es un viejo nombre indio, no sé si apache o cheyene. Lo del nombre me pareció muy bien. Detesto a esos perros que tienen nombre de perro, y también a los que tienen nombre de persona. Los nombres de los perros deberían contener una referencia al drama místico de la vida animal. Sombra es un buen nombre. Me cogió simpatía desde el primer momento, como suele ocurrirles a todos los perros. Imagino que se debe a que doy cobijo a un montón de olores de los que suelen interesarles a los perros. Yo también le cogí simpatía a él.

Cómo amaba a la vida. Este Sombra casi no podía creer en su buena estrella. En sus viejos sueños callejeros, en sus horas gimoteantes de la vida tirada que había llevado hasta entonces, jamás imaginó que las cosas podían ser tan maravillosas como lo eran ahora para él, tratado a cuerpo de rey en un dúplex de Bank Street, con un enorme cesto para dormir, una adorable dueña que le adoraba, toda la comida que fuese capaz de ingerir, y un precioso collar nuevo de cuero y acero que era toda una proclamación de su situación social, de todo el dinero que le rodeaba, y que prohibía estrictamente que los demás seres vivos volvieran a joderle como antaño.

—Es precioso, guapísimo —dije.

A ella le gustó. Me tocó el brazo y subió a cambiarse de ropa, seguida en todo momento por el perro.

Salí a la terraza con mi vaso de vino. Saludé a las abejas. Miré los pájaros de Nueva York, esa pandilla de gandules. De modo que nada de nada: Martina no estaba enterada. Ossie estaba en Londres, simplemente. Todo normal. Pero yo, por mi parte, tenía guardado en la bocamanga ese enorme as de corazones, esa tajada de información. ¿Cómo utilizarla? ¿Debía utilizarla…? En mis primeras reflexiones acerca de este asunto había llegado a decidir la siguiente táctica: esperar a que Martina mostrara las primeras señales de depresión o decaimiento, y en ese momento chantajearla con mi información. Y luego, bueno, ya se lo imaginan ustedes, Martina se fundiría en mis brazos, llorosa y entregada. Cuando volví a verla en persona, sin embargo, cuando vi de nuevo los labios, los ojos, puse inmediatamente en duda el valor de cambio de mi información. Eh, vosotras, tías que me leéis, ¿cómo jugar mi as? Ayudadme. ¿Debería hablar con ella inmediatamente, de hombre a mujer? ¿Acompañar el dato de alguna insinuación erótica? ¿Cerrar el pico? La verdad, no acabo de ver la economía de esta última posibilidad. Creo que de todo este jaleo debería sacar algo en limpio… Maldita sea, tengo en mis manos un auténtico dilema moral. ¿Qué se puede hacer en esta situación, ante un dilema moral? He acabado extenuándome a mí mismo de tanto considerar los posibles reparos, los condicionantes. Había creído que nada sería más fácil que contárselo a Martina Twain. Pero ya puedo ver su expresión a medida que va enterándose de la verdad. Puedo ver mi propia expresión a medida que la verdad sale a la luz. Creí que sería fácil. Pero sería muy duro. Ya he tomado una decisión. Este asunto es demasiado complejo. No voy a decírselo. ¿Saben por qué? Porque es demasiado complejo, y no soporto la situación.

Justo en ese momento Sombra salió brincando a la terraza. Avanzó directamente hacia mí y se puso a olisquear codiciosamente mis pies. Lo cual estaba muy bien, pero no era lo que se diría un comentario elogioso acerca de mi higiene personal. Alcé un brazo —simple advertencia, nada más— y Sombra se retorció para tumbarse de espaldas y esconder la cabeza y encoger las piernas, víctima del pánico, en actitud suplicante. Supe entonces que aquel perro había tenido alguna vez a alguien como yo, una persona grande, tensa, blanca. Me arrodillé y acaricié su cálida tripa.

—Huele todo lo que te dé la gana —le dije—. No quiero que me tengas miedo. No lo soportaría.

Al enderezarme vi que Martina estaba contemplándome desde la puerta con expresión de curiosidad.

Hacia el final de la cena en uno de esos restaurantes de ensaladas que hay en el Village, ésos en los que los camareros parecen dentistas y sirven comida con garantías de vida eterna y en cuyo lavabo hay un roble asomando la cabeza por la taza, hice una cosa que no encajaba en absoluto con el ambiente. Y eso que no estaba bebido. Me las arreglaba como podía a base de frecuentes vasos tamaño bidet de vino blanco. Eso era lo más fuerte que había tomado. En fin, que apoyé la mano sobre la de ella y le dije:

—Tal vez te sientas un poco decepcionada. Entiéndeme bien. Si soy capaz de decirte esto es porque me siento absolutamente perdido. Pero yo confiaba en que, a diferencia de la mía, tu vida sería clara y recta. Tú misma suponías o asumías que lo sería. O no. En absoluto. En realidad no sé lo que me digo.

No lo sabía, de verdad. Era una de mis voces. A menudo no veo motivos para no decir ciertas cosas, en fin, el problema está en todas esas voces que habitan dentro de mí. La mano de Martina se movió bajo la mía, de modo que encendí un pitillo y ella dijo:

—Crees que estoy decepcionada. Pues no, no lo estoy. No lo estoy más que cualquiera.

En su rostro asomaba la sorpresa. ¿Algo más? Sí, también me pareció ver en él cierto desconcertado y semicontenido placer, cierto deleite surgido al comprender que otra persona había estado pensando acerca de ella cosas que…, en fin, cosas relacionadas con ella y su bienestar. No es gran cosa, de acuerdo, se trata de uno de los aspectos más ínfimos del amor. Pero tenía que ver con el amor, sin duda. Sin duda.

—No pretendo criticar —dije—. ¿Criticar yo? Toda mi vida he sido un mal chiste. Mientras que tú no lo has sido nunca.

—Al final todo el mundo resulta un mal chiste.

Eso, pensé. Y me aplasté la frente con el filete de mi palma. Gran error, eso del filete contra mi frente. Seguro que mi rostro se retorció, mostró su dolor, porque la sonrisa de chico de Martina adquirió una intensidad salvaje. A menudo, en mis ensoñaciones diurnas de por las noches, su rostro se me aparece como una linterna mágica, un rostro humano, luminoso.

—Dios mío —dijo ella—, cuánto sufres.

—Ya lo sé. Es un escándalo.

Saqué rápidamente el billetero del bolsillo sudoroso que está sobre mi corazón. Pero los dedos de Martina (con las uñas ligeramente mordidas, sin pintar, tan diferentes de las de Selina) ya habían hecho presa de la cuenta.

—Está todo pagado —dijo.

Eso fue lo más cerca que estuvimos de la verdad. Martina no sabía nada. Y quizá jamás necesitaría saberlo. Todo se reducía a dinero, a eso se reducía todo. Si Ossie tenía una buena cuenta bancaria, y la tenía, bastaría con que apartara unos cuantos billetes de los grandes, y al hacer las cuentas a final de año ni se enteraría. Era de suponer que todavía estaba en condiciones de ir a ver a Selina cada vez que fuese a Londres. Qué potra, el tío. Nunca me gustó su aspecto: el típico actor de esta maldita vida. Pero qué suerte, el muy jodido. Imagínenselo. Martina en Nueva York, encargándose del dúplex, dando conversación a sus adinerados socios, y, hasta donde yo sé, brindándole magníficos polvos cada noche. Y luego, después de un par de semanas en este plan, un salto al otro lado del charco para darse el lote con Selina… Joder, me parece escandaloso. Repugnante. Pero así es también el dinero. No hay modo de luchar contra la conspiración del dinero. La única solución consiste en convertirse en uno de los conspiradores.

Acompañé a Martina a su casa, andando, y luego sacamos a pasear a Sombra. Se me había pasado el mareo y volvía a encontrarme como siempre, confiando en recibir un beso de buenas noches y alguna que otra insinuación antes de regresar al hotel. Bombardeado por innumerables impresiones sensoriales, con su rostro tenso mientras dirigía aquella película super rápida, Sombra probó los límites de la correa así como otros límites, los del olfato, la vista y el oído. Luego el perro se paró un momento para hacer sus cosas de perro, semiagachado, dobladas las patas traseras. Para Sombra no hay problemas. Para mí, un montón, pues me esperaban mi Morning Line, mis pitillos, mis cafés, mis copas, mis dolores.

—Muy bien —dijo Martina.

—¿Qué es eso?

—Un recogedor para los excrementos del perro.

—Fantástico —dije—. Cómo sois los americanos. Un recogemierdas. Eh, oye, ¿en serio que vas a recoger…? Por favor…

—En este país la gente se pone muy seria con estas cosas —dijo ella—. Muy fiera. Te gritan de todo.

—Ninguna cagada de perro le ha hecho nunca daño a nadie.

—No creas, es muy tóxica, y en esta calle hay niños jugando a todas horas. Pueden contraer enfermedades.

—Con las cagadas de perro y con todo lo demás. Quiero decir que, una vez puestos, te puedes contagiar con cualquier cosa. Con los recogemierdas, y hasta con los niños.

—Mira —dijo Martina.

Al llegar a la esquina de la Octava Avenida, Sombra se detuvo y empezó a soltar gañidos. Miró hacia las pecaminosas zonas de la calle Veintitrés, Chelsea, el fin del mundo, allí donde ningún perro llevaba correa, donde todo andaba suelto, sin bozal. Un lugar sin collares ni correas ni nombres, allá por la calle Veintitrés. Sombra tironeó, estornudó, se rascó el hocico. Parecía desconcertado y hambriento, momentáneamente lobuno, sometido a los impulsos de una naturaleza fiera.

—Cada noche tira menos, pero todavía hay ocasiones en las que se diría que tiene ganas de volver allí.

—¿Y dejarte? Tranquilízate. Ahora ya sabe qué es la buena vida.

—Pero su naturaleza… —dijo ella, y también adoptó una expresión desconcertada, turbada.

Nos dijimos buenas noches. Contemplado por los ojos tristes y brillantes de Sombra, llamé a un taxi y subí. Sin incidentes. Un bar, una copa, y luego la habitación del hotel, en donde el teléfono me aguardaba pacientemente, haciendo sonar su saludo paciente y dolorido, como el dolor.

***

Tengo todo un montón de cosas atrasadas que contarles acerca del mamón que insiste en seguir telefoneándome. Tendría que decírselo todo a ustedes, pero el problema es que no me… Bueno, vale, quizá tendría que hacer el esfuerzo. Tal vez ustedes lo entiendan. Yo, desde luego, no. Ahora que todo marcha bien, ahora que mi vida se multiplica y bulle, la vocecita que se oye al otro lado del hilo es como la voz de los murmullos callejeros, simples balbuceos, voces de terrícolas desconocidos —recién llegados, artistas de última fila—, esas voces que oímos pero cuyas palabras no llegamos a entender. Por otro lado, ¿para qué esforzarse por entenderlas? Tal como se ha puesto últimamente el mundo de las llamadas amenazadoras, estas llamadas amenazadoras que recibo yo son casi amistosas. Esto me recuerda que en California obligan a los conductores condenados por el delito de ponerse bebidos al volante a acudir a las reuniones de los grupos antialcohólicos, cofradías de ex bebedores, etc. Un castigo consistente en aburrir al personal. Pues bien, a eso me suenan a veces esas llamadas, aunque yo hago siempre lo posible por conseguir que la conversación se anime un poquito.

—¿Qué tal está tu novia? —le pregunté el otro día.

—¿Qué novia?

Santo Dios, qué voz de gilipollas. Ahora me siento en condiciones de complicarle la vida al tipo ese.

—La pelirroja que lleva los labios espantosamente pintarrajeados. La que la otra noche me metió la lengua en la oreja, en el bar que hay enfrente del Zelda’s.

—Así que la recordabas —dijo él. Parecía asombrado.

—Desde luego.

—Pero seguro que no recuerdas lo que ella te dijo. Absolutamente seguro.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé porque de haberlo recordado no estarías en Nueva York. No te hubieses atrevido a regresar. Jamás. Te hubieras quedado en Londres con tu pelirroja.

—Caramba —me había sorprendido—. ¿También tienes una delegación en Londres? Me pasma que sepas dónde está Londres. Me pasma que conozcas la existencia de Londres.

—Eres todo un hombrón —dijo él.

—Eres un ridículo hombrecillo —dije yo. Sigo teniendo la sensación de que Frank, mi voz telefónica, es un tullido, un disminuido físico de algún tipo. Me encantaría que lo fuese.

—Cualquier día nos veremos las caras.

—Lo sé.

—Algún día nos veremos las caras, y ese día…

Generalmente pone punto final a la conversación con un par de baratas frases despectivas y amenazadoras. Es como ese matón de pacotilla que mi padre ha contratado para que me busque las cosquillas. Me cuesta mucho tomarme en serio a esos tipos. No les respalda el dinero. Pero Frank vuelve a telefonearme. Ahora me llama muy a menudo, sobre todo por la noche, cuando me cuesta horrores distinguir su voz de todas las demás voces.

Hay tantas, que una voz más no puede hacerme ningún daño. Bueno, espero que no me lo haga. Espero que no me duela mucho.

Da la sensación de que el proyecto no tiene fallos. Desde que logré convencer a Spunk Davis, el proyecto es perfecto. En serio, ese muchacho es como una marioneta. Lo tengo en mis manos. Incluso está de acuerdo con lo de cambiarse el nombre.

—S. J. Davis —dijo cuando nuestra larga conversación llegaba a su fin—. ¿Qué te parece?

—¿Cuál es tu otro nombre, Spunk? —pregunté, cansinamente.

—Jefferson. A mi madre no le gusta. Dice que S. J. le suena indigno de un cristiano renacido.

—Y una mierda —le dije—. Seguirás siendo Spunk para tus amigos. Muchacho, has vuelto a nacer. S. J. Davis…, perfecto.

Las circunstancias me favorecieron. Ayer tarde me presenté en el Plaza de la ONU para sostener una charla en torno al guión, y Mrs. Davis salió a la puerta con un pañuelo empapado de sangre y aplicado a su nariz. Intentó ocultar sus ojos, pero pude comprobar que los tenía amoratados. Sí, seguro que era un potente directo a la nariz, un directo muy reciente. Y notar el aroma de la violencia, de la violencia de tipo casero, hizo que me subiera al rostro cierta familiar sensación de calor y dolor.

—Caray —dije—. ¿Se encuentra bien?

Apartó avergonzada la mano que yo le había acercado al rostro, y se quedó allí plantada, escondiendo la cara, pequeñita y más condensada que nunca. Más allá de su figura divisé a Mr. Davis, rechonchamente tumbado en un sillón de anchos brazos, con chaleco, una lata de cerveza, y el televisor de la cocina encendido. Me dirigió una de sus prolongadas miradas —duras, exasperadas—, y alzó un dedo hacia su sucia frente.

Encontré a Spunk en el comedor del final del apartamento, sin luces, sin utilizar. Se sentó al borde de la mesa, brazos cruzados, una expresión de presunta compostura en su musculoso rostro. Se limitó a mirarme con ojos deslustrados.

—¿Qué ocurre, Spunk?

—Voy a matarle —dijo él, a manera de sobria explicación—. Voy a matar a ese tío —me confirmó acercándose a la puerta por la que yo estaba entrando.

Tomé sus hombros entre mis manos y noté su tensa potencia. Podía matarle, respecto a eso no cabía la menor duda. No le mataría, pero podía hacerlo. Me di cuenta entonces de que ahí estaba la oportunidad que yo había esperado, y experimenté un rebrote de elocuencia o autoridad, ese tono elevado que hay que emplear con los actores. Y a continuación me oí a mí mismo gritarle:

—¡No puedes matarle! Él es tú. Tú eres tu Papá y tu Papá es tú. Tú eres mejor, pero algún día serás él, él, con su jeta y su chaleco y su lata de cerveza. Es inevitable. Ocurrirá, aunque él ya se haya muerto. Lo sé muy bien. También yo tengo padre.

—¿Comprendes lo doloroso que está siendo todo esto para mí?

—Cuéntamelo. Cuéntamelo ahora mismo.

Emitió un quejido infantil. Se le retorció el rostro de tanto esfuerzo, pero al final lo soltó.

—Es como lo de mi nombre. Es…, haga lo que haga, gane lo que gane, actúe como actúe, siempre seré un tonto del culo. Siempre seré el tío al que le toman el pelo.

—Muchacho, todos somos ese tío. En el siglo XX, todos tenemos esa sensación. Somos un mal chiste. Tienes que aprender a vivir con ese sentimiento, Spunk. Vivir el chiste que te ha tocado vivir.

Y luego nos pasamos tres horas hablando, en el comedor, a oscuras, yo y mi hermano de sangre, mi hermano pequeño.

—¿Tienes alguna vez esa sensación, Fielding?

—Pues, no. No, supongo que no. Recuerda que sólo tengo veinticinco años, y que no tengo ningún tipo de problemas paternos. Pienso en toda esa bazofia como algo que está ahí afuera, esperándome. Cuéntamelo tú, John, siento curiosidad.

Estábamos cerrando una larga jornada de papeleo en los locales del Tenderloin. Un trabajo aburrido pero ligero; me he pasado el rato firmando cosas. Fielding ha creado una empresa, Dinero Sucio S. L., y ha contratado a tres oficinistas y un botones. Trabajan abajo. También pasa casi todos los días un abogado a sueldo.

—Tómate una copa.

—No, gracias —le dije.

—Dime, John. ¿Con quién te lo montas cuando estás en Nueva York? No puedo creer que le seas absolutamente fiel a esa Selina de Londres.

—¿Selina? Oh —dije, con picardía—, siempre me tiene contento y satisfecho. Aquí, pues ya ves, voy tirando.

—Hay una cosa que podríamos hacer juntos. Un sitio de la Quinta Avenida. Entras en el local, y te sirven ambrosía on the rocks nada más llegar. Luego aparece la reina de Saba y se te lleva a su boudoir, y con un ataque combinado, mental y manual, logra que tengas la erección de tu vida. Lo nunca visto. Bajas los ojos y piensas: Joder ¿de quién es esta polla? Alzas la vista, y los paneles del techo se abren hacia los lados. Y a que no adivinas qué ocurre entonces…

—Se te cae encima una tonelada de mierda.

—Maldita sea, Slick, ¿por qué eres tan poco romántico? Lo que ocurre es que se abre el techo y, colgada de una cuerda de seda, desciende una princesa de piel aceitunada. Se abre de piernas. ¿Entiendes la cosa? Tú estableces la conexión, digamos que un centímetro o dos. Y entonces aparece un forzudo, uno de esos japoneses que practican el sumo, agarra la pierna de la tía, y con todas sus fuerzas la hace girar como una peonza.

—¡Joder!

—Mil dólares la vez. Lo pondremos en la cuenta de gastos de representación. Pasatiempos. Quedará muy bien. ¿Qué me dices? Podríamos pasar por allí ahora mismo.

—No está nada mal, pero me parece que yo paso.

—Si prefieres las negras, hay un local en Madison. Etiopía. Pues bien, entras y entonces…

—No me lo cuentes. Además, esta noche tengo una cita.

—¿Ah sí? ¿La conozco?

—Pues sí. No…, no la conoces.

***

Es posible que se hayan fijado ustedes en que, aparte de algún que otro desliz, cada vez uso menos palabrotas. Y sigo luchando además en otros frentes. Todas mis adicciones aguardan ahora en el pasillo de la muerte: palabrotas, peleas, pegar a las mujeres, fumar, beber, comida rápida, pornografía, apuestas y pajas: las tengo a todas acobardadas en un rincón, esperando a que les llegue a cada una el momento de dar el último y largo paseo. Ya saben ustedes por qué. Estoy cambiando… Dejar de decir palabrotas es, por supuesto, lo más fácil. No me ha costado nada. Tampoco echo de menos lo de pelearme ni lo de pegar a las mujeres. En cuanto a lo de fumar, bueno, cada vez que enciendo un pitillo me pregunto: ¿Necesitas en realidad este pitillo? Hasta ahora, la respuesta ha sido siempre: , pero apenas si acabo de empezar. Del mismo modo, quienes bebemos mucho no lo tenemos fácil para dejar de beber de repente. Dejar de beber que va a ser un problema, me lo huelo. Comida rápida: la táctica en esto consiste en que me conformo con una sola comida al día, excepto en esos días especiales en los que estoy muy hambriento. El juego nunca me ha creado muchos problemas cuando me vengo a este lado, cuando estoy en Nueva York. No encuentro en donde jugar. Seguro que hay garitos de juego, pero soy incapaz de encontrarlos. En cuanto al asunto de las pajas: toda mi vida he estado preguntando a unos y a otros, y mi conclusión es la siguiente: todo el mundo se hace pajas. Las chicas. Los curas. Yo. Usted. (Sí, usted, y ¿cuántos años tiene? A ver, tíos. Y tú, hermana. Venga, ya ha llegado el momento de retirarse). Yo voy a dejarlo. ¿Y ustedes? En mi caso se trata de un proyecto a largo plazo, lo admito, pero de momento he proscrito todas esas ayudas visuales que suelo utilizar. Es como ganar la mitad de la batalla. Sin pornografía, no le veo la gracia a eso de hacerse una paja. Pero, en cierto sentido, tengo una gran confianza. En serio, oigan. Estoy casi seguro de que puedo echar al váter toda la mierda que envuelve mi vida, y luego tirar de la cadena. Dejé las palabrotas sin apenas esfuerzo, ¿no? Además, ¿de qué sirven esas malas costumbres? De verdad, ¿para qué sirven? Sí, soy capaz de hacerlo. De hecho, incluso estoy convencido de que no sería tan difícil. Lo único malo es —y ahí está quizá la raíz de mis problemas—, lo único malo es que no tengo con quien echar un polvo.

Con la sensación de encontrarme en plena forma y capaz de trabajar sistemáticamente, acepté el consejo de mi productor y comencé los ensayos por parejas de actores: Lorne y Butch, Spunk y Caduta, Butch y Spunk, ya me entienden. En términos humanos, trabajé de ese modo. Bueno, al principio, antes de que yo mismo lo fastidiase todo. Caduta y Spunk: no estuvo mal. Butch y Lorne: mal: Lorne y Caduta: muy mal. Spunk y Butch: horriblemente mal. Butch y Caduta: pésimo, espantoso, fatal. Pero los enfrentamientos más graves, los peores de largo, fueron los que hubo entre Lorne y Spunk. Las damas, como mínimo, utilizaron sus propias tácticas femeninas. Como mínimo no fueron violentas. Pero en el caso de Spunk y Lorne tuve que hacer de médico mental y de lameculos y de árbitro de la contienda, todo al mismo tiempo… Debido a la insistencia de Lorne, acordamos vernos para la primera sesión en el ático que Guyland tiene en la calle Ochenta y cinco. Intentábamos ensayar la escena en la que Spunk le dice a Lorne que sabe lo de la Amante, y que piensa decírselo a la Madre a no ser que Lorne acceda a hacer el negocio de la heroína. Spunk se quedó sentado, mirando a Lorne, y leyó sus frases con una expresión de tremendo desprecio. Lorne le oyó hablar, y luego se volvió hacia mí y me dijo:

—John, no pienso aguantar toda esa mierda. ¿Crees que voy a aguantársela a él, nada menos que a él? ¿En mi propia casa?

Spunk trató de defenderse, hablando entre dientes, con la excusa de que esta escena se le hacía muy cuesta arriba, porque siempre había odiado a su propio padre. Lorne replicó afirmando que él siempre había odiado a su hijo (un contable de mediana edad, según supe más tarde). Luego, Lorne acusó a Spunk de estar tratando de robarle su película. Spunk acusó a su vez a Lorne de tratar de convertir Dinero sucio en un simple medio de autopromoción. En mi opinión, Spunk metió aquí la pata hasta el fondo. Joder, pensé, con un guión así no hay modo de promocionar a Lorne. Lorne dijo que él era más fuerte que Spunk. Y más alto. Spunk invitó a Lorne a que lo demostrara.

—Ya lo ves, John —dijo Lorne, volviéndose hacia mí—. Ese punk se dedica a amenazarme en mi propia casa. ¿Lo ves? ¿Tengo o no razón?

Lo que vi fue que habría que dejarlo para otro día, y llevar el choque a algún territorio neutral, por ejemplo a nuestros locales de Tenderloin. Pero entonces surgió el problema del transporte.

Fielding dijo enseguida que había Autocrats para todas las estrellas. Se lo dije a Lorne, el cual me contestó que si Spunk tenía un Autocrat a su disposición, él, Lorne, sólo se conformaría con un Jefferson Succes. Se lo dije a Spunk, y éste replicó en son de burla que tenía intención de ir a trabajar haciendo jogging, pues tal era su costumbre. Volví a hablar con Lorne, quien me dijo que por lo que a él se refería, pensaba ir a trabajar nadando, esprintando o saltando vallas si fuese necesario, para más tarde revelar, como quien no quiere la cosa, que se conformaría con que pasara a recogerle un Tigerfish o incluso un Mañana de dos puertas. Finalmente quedamos en que iría en Autocrat, pero el arreglo tenía truco. Yo debía ir en persona a buscarle, y hacer con él todo el trayecto de ochenta manzanas, de un extremo a otro de la ciudad. Y así lo hicimos: durante todo el recorrido sólo hablaba Lorne. Pronto descubrí que no hay modo de soportar una tortura así cuando, encima, estás con resaca. Era estrictamente imposible. Lo probé varias veces, y en cada nueva oportunidad pude comprobar que no, que no había modo.

El primer día, después de permanecer atascados y sin avanzar ni un palmo en Lexington Avenue durante toda una hora, el conductor cruzó hacia Central Park para probar suerte en las avenidas sin ley que quedan en el West Side. Cuando Line se fijó en todo aquel verdor, o en la ausencia de cemento (a estas alturas ya habíamos atravesado la mitad del parque), se quedó a mitad de la frase que estaba balbuciendo y elevó un tembloroso puño.

—¿Algún problema, Lorne? —le pregunté.

Pero Lorne no se movió ni dijo nada.

—¿Algún problema, Lorne? —volví a preguntar.

Salgamos cuanto antes —dijo, muy tenso.

Cuando por fin atravesamos completamente el parque, Lorne recobró el habla.

—No hay que cruzar nunca el parque —dijo, muy mohíno—. Jamás de los jamases. Díselo al conductor. Esta vez hemos tenido suerte, pero Lorne Guyland no permitirá nunca más que le metas en el parque. Jamás.

Le pregunté por qué.

—Es peligroso —me dijo, más tranquilo.

—Ah, claro —le dije, y seguimos nuestro camino.

Pero en los locales de Tenderloin las cosas funcionaron como un sueño, como una conspiración. La clave del asunto radicaba en una cosa sencillísima que por fin logré comprender. Cada una de las estrellas sólo quería una cosa: permanecer el día entero sentada y escuchando alabanzas sin fin, todas esas rapsodias ególatras que Martin había metido en el guión. Y, bueno, yo no podía hacer lo que esperaban de mí, pero sí podía ofrecerles otra cosa. De hecho, me pareció recordar que Martin me había aconsejado que utilizara esa técnica. De modo que empezaba las jornadas diciendo:

—Eh, Spunk. ¿Por qué no ensayas otra vez ese largo discurso tuyo sobre Lorne?

Y, más tarde:

—Lorne, ¿qué te parecería repasar de nuevo ese monólogo tuyo sobre Spunk?

De modo que mientras una de las estrellas borboteaba sus efusiones, la otra dormitaba tratando de no escuchar al rival. Pasados unos días comencé por este procedimiento todas las jornadas de trabajo, y también lo probé con las chicas, con idéntico éxito. Ablandados y tranquilizados con esos glutinosos ejercicios declamatorios, los actores y actrices se entregaban con placer a los breves y duros diálogos que les daban la oportunidad de expresar los verdaderos sentimientos que tenían los unos hacia los otros. Estos sentimientos ya estaban, a estas alturas, en el peor nivel posible de putrefacción, pero ése era justamente el tono del guión. Los resultados comenzaban a ser bastante buenos, especialmente entre los hombres. Dinero sucio iba a ser una película francamente extraña. Díganme ustedes, si no, ¿cuándo han visto últimamente una película en la que todas las estrellas parezcan borrosas y perplejas, desenfrenadas y débiles? Lo que yo estaba consiguiendo era auténtico realismo. Cada vez era más limitado el respeto que sentía por Martin Amis.

Hubo problemas, naturalmente, pues al fin y al cabo estábamos en la capital mundial de los problemas. Esta mañana, por ejemplo, al llegar a casa de Lorne me lo he encontrado desnudo y deprimido, en la cama.

—Jamás le había visto tan mal —me ha dicho Thursday, que a la luz de las candilejas diurnas parecía quince años mayor que por las noches—. Ni siquiera se ha querido tomar el zumo de fruta.

También, según pude comprobar, el gran Bruno estaba muy deprimido. Telefoneé a Fielding, y le pedí que fuera a entretener a Spunk. Luego entré en esa habitación de burdel que Lorne tiene por dormitorio. Estaba, como iba diciendo, desnudo, en la oscuridad de las cortinas corridas, mirando ciegamente a la pared. Al cabo de un par de horas logré que me explicara lo que le ocurría.

—Sincérate conmigo, Lorne —le había dicho yo—. Venga. Soy tu amigo. Soy tu más apasionado admirador.

—Pues, mira, John. Lo que pasa es lo siguiente. Nadie lo sabe, John. Absolutamente nadie. Nadie lo adivinaría, aunque estuviera dándole vueltas un millón de años. ¡Pero es verdad! La cuestión es, John, y sé que no vas a creértelo, la cuestión es, John, que soy un hombre muy inseguro. Soy un hombre profundamente ignorante, John. No sé nada de nada. Y eso hace que me sienta muy inseguro.

Ay, pobre mamón, pensé. ¿Dónde estaría Lorne si no ganase treinta mil pavos diarios? Lo sé muy bien. Estaría llorando a la salida de los teatros de Broadway, pidiendo limosna. Le puse la mano sobre el hombro. De repente se me había ocurrido lo que tenía que decirle.

—Santo Dios, Lorne. Si tú te sientes inseguro, ¿qué será de nosotros, de los pobres mortales?

Alzó la vista y me miró con parpadeante incertidumbre, pero al instante se despejó su expresión, como si fuese un niño.

—John… —dijo, soltando el aire por la nariz—. Vamos a hacer esa película.

Después de eludir Central Park, el Autocrat se quedó atascado en una calle secundaria de la zona de los teatros. Lorne se puso a contarme la historia de sus éxitos de Broadway, del amor que sentía por las tablas, y qué sé yo cuántas mamonadas más, hasta que de repente nos llamó la atención un leve y persistente ratatat-tat, el golpeteo de una moneda contra el cristal. Como si fuese Sombra, Lorne se acurrucó contra una esquina.

—No pasa nada —le dije yo.

En un taxi vecino se encontraba Doris Arthur, que nos sonreía. Lorne se enderezó y recobró la compostura. Luego se asomó por la ventanilla y vio a aquella chica tan guapa que estaba mirándole. Forzó una sonrisa, le echó un beso con la mano, le dijo adiós con un ademán y se volvió con gratitud hacia mí mientras ella me miraba fijamente a los ojos. Para mí fue horrible. Su mirada había sido amenazadora, despectiva. Su taxi avanzó y nos dejó atrás, y todavía alcancé a ver cómo Doris se pasaba la lengua por los labios, en un gesto de inanidad o de burla, de sumisión consciente a cierto ramalazo de locura familiar. Mi corazón se encogió y mi cuero cabelludo humeó. ¿Por qué? Llevaba tres días sin probar las bebidas fuertes. Dejar las bebidas fuertes es una decisión inocua si la acompañas de la ingestión de enormes cantidades de cerveza, jerez, oporto y vino, y si además eres capaz de soportar resacas de las peores. Creo que en ese momento yo estaba padeciendo una resaca de las peores. Minutos más tarde bajábamos por la Novena Avenida, no lejos de la casa de Martina, y me sentí…, cómo decirlo, alimentado por su proximidad. Dios mío, era como agarrar una manzana y darle un buen mordisco con unos fuertes dientes rústicos. Ahora la llamo desde el trabajo, todos los días. Bueno, charlamos mucho, sobre un montón de cosas. Esta noche salgo con ella. Voy a la ópera. Sí, yo. Iremos a ver Otelo. Tengo muchísimas ganas de ir. Será la primera vez que vaya a la ópera. ¿Creen ustedes que podría acabar resultando justo el tipo de espectáculo que me va? Martina hace que me sienta fuerte. ¿Por qué hace Doris que me sienta débil? A veces tengo esa misma sensación cuando leo Dinero. He estado leyendo Dinero, y hojeando algunos de los otros libros que me dio Martina. Einstein. Ese tipo sí que tiene mérito. Contemplar el mundo y captar la conspiración, comprender sus secretos. Y lo mismo Darwin, Freud, Marx: qué astutas deducciones hicieron. Pero también leo novelas. He leído El cazador oculto, una novela de primera, si quieren saber ustedes mi opinión, escrita con fuerza y con elegancia. En cuanto a Hitler, la verdad, estoy consternado. Me resulta absolutamente increíble. Fíjense hasta donde llegó su violencia. Y yo que creía ser un tipo agresivo. Joder, Alemania: debían de estar todos borrachos allá por los años treinta y cuarenta, no entiendo cómo permitieron que tuviera tanto poder un desdichado loco de esa categoría. Estoy consternado. Me parece increíble. ¿Es verdad que todo eso ocurrió?

***

En cuanto a lo de la ópera, bueno, al parecer se trataba de una función de gala con fines benéficos, todo un acontecimiento, de modo que decidí alquilar un smoking. Fielding me indicó las señas de una tienda de Lexington Avenue, y, en cuanto terminé el ensayo con Lorne y Caduta, tomé un taxi y me fui hacia la parte alta dispuesto a encontrar un traje de mi talla.

—No hay, señor —dijo aquel viejo extra en tono de amable decepción, después de su decimoquinta visita al almacén.

—¿Cómo dice?

—Que para esta noche no hay ninguno de su talla. Imposible.

Controlé mi furia y me lancé calle abajo, a otra tienda del ramo, y luego a otra. Y a otra.

Joder, pensé, y esto es Nueva York, recristo, la capital de las calorías, Gordilandia, la ciudad en la que los fatigordos tamaño tonel pueden pasear por la calle tranquilamente sin que nadie se fije, sin que nadie vuelva la cabeza ni se burle de ellos. Contemplen a esa negra de traje pantalón color beige, del que sobresalen los bordes de su ropa interior como gruesas cuerdas que atan el enorme paquete. Observen a esos Globos Andantes que caminan sudorosos en este horrible calor. Van tan tranquilos por el mundo. A nadie le importa su aspecto. En Londres habría disturbios, revoluciones de hilaridad, en cuanto cualquiera de esas montañas de sebo pisara la calle. Pero aquí, en el gran revoltillo, la simple rareza no hace gracia. De ahí el problema que crea el sentido del humor. Si alguno de ustedes tiene sentido del humor y pasea por Nueva York, se pasará todo el resto de su vida partiéndose de risa. En fin, a lo que iba: terminé en un deprimente tienducho llamado Altos, Anchos y Guapos, o Fuertes y Poderosos, o (seamos sinceros) Alquiler de Tiendas de Campaña, situado al borde mismo de Harlem, y salí de allí provisto de un traje que logré finalmente encontrar en medio de la ropa para postes telegráficos y piernas largas, revientapantalones y pesos pesados de cara atomatada. Llegué a Bank Street hecho un mar de sudor, quemado por el calor, y con unas espantosas ganar de mear. También Martina pareció desconcertada, y, sin darme tiempo a que me enterase de lo que estaba ocurriendo, bajamos en el ascensor, tomamos un taxi y subimos otra vez río arriba. Íbamos a llegar tarde. Martina, vestida con un traje color carboncillo y adornada con un collar de perlas de una sola vuelta, evitó mi mirada y estuvo hablando secamente, y de forma muy poco convincente, acerca de lo peligroso que resultaba perderse los dúos de amor del primer acto. No había hecho ningún comentario acerca de mi vestuario de gala —la chaqueta de árbitro, la gorda pajarita, la faja rosa de la que me había encaprichado, las relucientes polainas—, de modo que di por supuesto que mi aspecto no desentonaba. Tuvimos la suerte de encontrarnos con toda una procesión de semáforos verdes suspendidos sobre las calles, y luego salimos del taxi al sprint. En los vestíbulos y salas interiores, como si se tratara de patios de colegio recién abandonados, no encontramos más presencia que la de numerosos timbres, y una chica nerviosa que nos exigió silencio y nos mandó hacia el patio de butacas. Nos habíamos perdido la obertura, pero bajamos por el pasillo central justo cuando comenzaban a separarse las aguas del rojo mar del telón.

La ópera es una de esas cosas que se toman su tiempo, ¿no les parece? Dura lo suyo, lo suyo de verdad. O, al menos, ésa es mi opinión acerca de Otelo. Me pareció entender que habría una segunda parte una vez concluida la primera, y la primera se tomaba las cosas de forma espantosamente lenta. El otro aspecto sorprendente de Otelo es…, bueno, que la letra no está en inglés. Yo confiaba en que de un momento a otro se pondrían serios y empezarían a cantar en plan normal. Qué va: lo hacían en español o italiano o griego, lo que fuera. Tal vez, pensé, tal vez esto sea una fiesta exótica o algo así, para hispanos o portorriqueños. Pero el público me pareció completamente ajeno a todo batiburrillo racial. Quiero decir que esos tipos con barbas de búfalo y abundante cabello, esas tías de metro ochenta con mandíbula cortada a tomahawk y bronceado venusino, bueno: son simplemente americanos. Inquieto, torcí el cuello en busca de un colega que también llevara smoking. Las señoras se habían arreglado un poco, sin duda, pero los tíos iban con uniforme de oficina. Sí, me había equivocado de medio a medio. Sin la menor duda. No era de extrañar, maldita sea, que Martina me mirase tan mal. De repente me cruzó la cabeza una idea: con mi aspecto, hubiese desentonado menos en el escenario que en la platea.

Por fortuna, debía de haber visto la película, o el serial televisivo, de Otelo, pues a pesar del endiablado idioma, la versión musical de la historia seguía una trama que yo conocía bien. Lo del idioma seguía siendo un problema, pero pude seguir la acción sin excesivas dificultades. Hay un general de centelleante espada que, en los viejos tiempos de la antigüedad, toma una posición en una isla, llevando consigo a una tía en plan Lady-Di, que es su novia. Pero luego, ella empieza a tontear con un lugarteniente, un tipo amante de la diversión con el que simpaticé enseguida. La vieja historia de siempre. Ella intenta hacerle un número de ésos de tipo enrevesadamente sutil a su marido; ya saben, eso de andar todo el día haciendo propaganda de su amante y cantando sus alabanzas. Pero un compinche de Otelo ha husmeado la pista y, con la esperanza de obtener a cambio algún beneficio, le va con el soplo al jefe. Pero el muy merluzo de Otelo no puede o no quiere creer lo que le cuentan. Una situación típica. Bueno, el amor es ciego, pensé, y cambié de posición en la butaca.

A fuer de sincero, todo esto estaba lejos de ocupar el centro del escenario en mis pensamientos. Era una noche selvática del joven verano de Nueva York, y el sistema de refrigeración del teatro no era capaz de detener la invasión procedente del exterior. Empecé a notar que mi americana de alquiler desprendía un aroma impresionante. O, mejor dicho, más que un único aroma, toda una antología de olores mortales, la pista de los centenares de gordos sudorosos que se la habían puesto antes que yo, y que volverían a usarla en cuanto yo la devolviese. ¿Soplaba el viento hacia la gente que ocupaba los asientos situados a mi espalda? Hasta la misma Martina frunció el entrecejo y olisqueó vacilante. Cada vez que me movía, la americana seleccionaba, estremecida, una nueva variante olfativa. O me estaba entrando una paranoia nasal, o esa americana tenía de todo: ceniceros llenos, soperas derramadas, butacas usadas de locales de porno, goteos de usuarios de revistas de desnudos, burbujeos alcohólicos. No cabía la menor duda. Aquella prenda había vivido lo suyo sobre los anchos hombros de una pandilla de tipos muy gordos y muy enfermos. Me rasqué la nariz. Joder. Otro malicioso pedo emergió de mi sobaco derecho. Martina olisqueó el aire, se agitó en su butaca. Será mejor que no me mueva bruscamente, pensé, y traté de quedarme quieto, envarado y como en trance.

El destino me había proporcionado otro motivo para evitar toda clase de meneos. Mi necesidad de echar una meada —muy intensa hacía una hora, cuando, mientras bajaba con el taxi a casa de Martina, ensayaba mentalmente una agradecida y copiosa sesión en el lavabo de su casa— había ido agravándose para convertirse en una fuente de agónicos dolores. Tenía la sensación de aguantar sobre mi regazo una bala de cañón al rojo vivo. Estudié la posibilidad de salir disparado hacia el váter, por supuesto, pero no era, evidentemente, el tipo de comportamiento que sería bien visto en un sitio así. Esto no es el cine, pensé. La gente que va a la ópera no usa los váteres, ni siquiera cuando están en su casa. Y, de todos modos, hubiera bastado que me levantase vestido de aquella guisa para que todo el teatro se me cayera encima. Retorcí mi cara y removí mis bajos tratando de aliviar al máximo la tensión de mi vejiga. Los olores aprovecharon la agitación para propagarse otra vez. Otelo aulló como un crío por lo del pañuelo que había perdido. Martina olisqueó el aire una vez más, se movió inquieta. Quizá pensaba que Otelo estaba pasando un mal momento. Pero lo que no sabía era todo el daño que Otelo me estaba haciendo a mí, los tormentos que me hacía pasar, el super sufrimiento que padecía la caldera hirviendo que estaba sentada a su lado.

Como un diluvio, el telón cayó sobre el escenario. La platea se regocijó de la circunstancia. Con paso tembloroso, seguí a Martina hasta el final de la fila, y luego pasillo arriba. Cuando salimos al vestíbulo, vi un indicador que parecía señalar la situación de los lavabos, y salí disparado, rompiendo así la negra puerta de mi dolor. ¡Ay! ¡Sólo para minusválidos! Había un cochecito eléctrico aparcado en la puerta, y un encargado vestido de blanco que me lanzó una mirada santurronamente asesina. Tropezando, di media vuelta y divisé a Martina, que permanecía sentada, no muy lejos de allí, en un sofá sin respaldo, llorando a mares mientras rebuscaba en el interior de su bolso. Ojalá la gente no se empeñara en hacer cosas en el momento de llorar. Ya duele bastante llorar, y lo otro no hace sino complicar las cosas. Corrí hacia ella. Será por el pobre Otelo, pensé, y le dije:

—No es real, sabes. Sólo fingen. Joder, ¿qué pasa?

Le ofrecí mi mano, ella la tomó y la apretó contra su mejilla. Necesitaba ese contacto humano.

—No te vayas. Por favor. No te vayas —dijo—. Escúchame.

***

Martina lo sabía todo. Sabía mucho más que yo. Pero ¿acaso no sabe todo el mundo mucho más que yo? Ustedes, por ejemplo.

Y ya saben, por supuesto, cómo son estas cosas cuando por fin les das riendas suelta, suelen salir desordenadamente, y lo normal es que uno no se encuentre en el estado más adecuado para escuchar con atención. Permanecí sentado junto a ella, con ambas rodillas subiendo y bajando a la velocidad de un taladro callejero, mordiéndome los labios, escuchando. Deslumbrante y frío, Ossie había regresado de Londres esa misma tarde. Hubo un enfrentamiento: Martina lo sabía; de hecho, estaba enterada desde hacía dos años. Las mujeres lo captan. Lo huelen. Selina, la niña, la trampa. Él lo confesó todo. Ossie estaba furioso, furioso y perplejo y fastidiado. Estuvo a punto de pegarle, el hijo de puta. Estuvo a punto de pegar a Martina. Ooh, si alguna vez… Martina me dijo que toda su vida había deseado tener niños, desde que ella misma era una niña. Ossie no quería hijos, pero había hecho lo posible, lo había puesto todo de su parte. En fin, que lo había probado. Se habían pasado probándolo los últimos cinco años. Se habían pasado horas cogidos de la mano en salas de espera de clínicas especializadas. Habían seguido cursos sobre cómo utilizar ciertas drogas capaces de obrar milagros. Ossie se había corrido en tubos de ensayo y andado de un lado a otro de la casa con un termómetro puesto en el culo. Nada, ningún resultado. Incompatibilidad… Y todo el dinero era de Martina. Todo, siempre. Ossie contribuía con el sueldo que le proporcionaba su talento, lo cual era sin duda mucho dinero. Pues, al fin y al cabo, ¿quién se dedicaría hoy en día a pasarse todo el día comprando y vendiendo dinero, si no fuera por dinero? Pero Ossie no tenía pasta de verdad, en esas cantidades ingentes que permanecen inalterables por mucho que despilfarres. De modo que Martina le había dado la patada. Aquella misma tarde. No hay nada tan capaz de liberar a las mujeres como el dinero… Con su mano apoyada todavía en la mía (y mientras los primeros terrícolas abandonaban el bar para regresar a las butacas), Martina me dio las gracias por ser amigo suyo. Estaba agradecida de lo que ella calificó de desinteresada atención por mi parte. Elogió mi varonil silencio acerca de la participación de Selina en aquel embrollo. Dijo que tenía la sensación de poder decirme todo aquello (y ahora sonaron los primeros timbres y zumbidos, y trajes y vestidos pasaron velozmente ante nuestras narices), porque, dijo, había comprendido, viéndome sentado allí, que también yo estaba conmovido, porque yo también sabía lo que era el dolor de quien ha sufrido una decepción, porque yo también conocía el silencio de quienes padecen… ¿Qué les parece? Un ser humano, auténticamente humano. Bajé la vista, miré sus uñas y vi lo mordisqueadas que las llevaba. El dolor había llegado hasta las puntas de sus dedos, sin que yo me diera cuenta, sin que en realidad yo me hubiese fijado.

—Martina —dije—. Dulce amor…

—Va a empezar.

—Tengo que ir al váter.

—No queda tiempo. Anda, vete. Corre.

—¿Adónde?

—Allí.

—No lo puedo usar. Es para minusválidos.

—Da igual. Ve.

Emergí el cabo de un par de minutos, y salimos volando hacia nuestras butacas.

—¿Ya te sientes mejor? —me preguntó mientras nos sentábamos—. Estás como destrozado.

—No, me encuentro bien —dije. Pero no era cierto.

Estaba destrozado. No había conseguido quitarme la maldita faja. Joder, qué mala idea había sido lo de la faja rosa. Bajo la mirada burlona del encargado, pegué un resbalón y me pasé el rato retorciéndome sin éxito. Al final lo único que conseguí fue tensar más aún el nudo corredizo que me apretaba endiabladamente la tripa. Oí que Martina me llamaba desde el pasillo, y, deteniéndome sólo un instante para secarme las lágrimas con una toalla, salí.

El telón se abrió y volvió a comenzar la vieja historia.

El dolor tiene mucha paciencia, pero incluso el dolor llega a veces a sentirse aburrido y siente deseos de cambiar. Hasta el dolor acaba sintiéndose fastidiado, y entonces le vienen ganas de encontrar alguna variación. No siempre quiere el dolor aguantar ahí, doliendo todo el rato. Al cabo de una hora aproximadamente, había conseguido introducirme en algo así como una imparcialidad provocada por autohipnosis, cierta ingravidez que me recordó lejanamente los atascados sentimientos de rabia budista que experimento a veces cuando tomo conciencia de (o cuando alguien me comunica) algún nuevo fallo del Fiasco. Pero soy capaz de encajar los chistes, pensé, incluso cuando el chiste es mi vida, cuando el chiste soy yo. A menudo tengo la sensación de que doy risa. Carcajadas. Pero el chiste se está agotando, incluso ese chiste que soy yo empieza a perder su gracia, como todo lo demás. Cuando vi que mi vida comenzaba a adquirir forma, volumen, yo fui el primero en partirme de risa. Qué ingenioso, pensé. Las formas y volúmenes de la vida parecen ridículos, hasta que llega el momento en que te da la sensación de que son trampas, maldiciones, limitaciones humanas. Es posible que todos seamos tullidos, o minusválidos. Yo lo soy. He sido derrotado por la vida. No fui rival para ella. Soy un tullido en conjunto y pieza por pieza. Tengo problemas de calvicie, problemas de encías, problemas de todo. El corazón no me marcha bien. No sé nada. Soy débil, fatuo, frágil. Necesito una nueva dimensión. Estoy harto de hacer papeles de una sola frase… y entonces, cuando el rollo del escenario se acercó un poco más a su conclusión, cuando a base de técnicas de kung-fu logré al fin arrinconar a mi dolor contra la pared del sometimiento (oh, este tripón de torpe tormento) oí la voz de la mujer pidiendo perdón, sola, la mujer que confiesa ser culpable de todos los peligros y adicciones que son consecuencia de su naturaleza corporal. «¿Otelo?»… «Sí…». Ah, perdónala, joder. Hay tías, hay personas, que tienen una doble vida. Con una sola no les basta. ¡Necesitan dos! Dale una buena paliza, tío, dale una buena lección, divorciate de ella, pero no, pero no… No soporto verlo. Él agarra ahora la almohada. ¡Una tragedia, una mierda de tragedia! No la mates, la culpa sólo la tiene su naturaleza, pensé, y tal fue la efusión de mis emociones que la necesidad de mear volvió a despertarse, y el resto del espectáculo se redujo para mí a simple lluvia ácida.

***

—¿Me acompañas hasta el ascensor? —preguntó Martina.

—Pues, claro que sí.

Martina subió taconeando los peldaños y atravesó todo el vestíbulo. Yo iba siguiéndola, tan tranquilo. Me sentía…, bueno, de nada serviría negarlo, me sentía dolorosamente feliz. Durante la última media docena de subidas y bajadas de telón le había contado a Martina cuál era mi problema y, en un momento de hilarante confidencialidad, me ayudó a desprenderme de mi faja rosa para luego soltarme en el primer meódromo que encontramos. La meada en sí era pálida e inocente. No fue de un rubí encendido ni de un negro arterial, como yo me había temido. Atravesamos la calzada y nos sentamos en el cavernoso bar de un hotel, nos reímos de mi ropa, y hablamos con franqueza conmovedora de Selina y Ossie, Ossie y Selina. Más tarde, despreciamos los taxis que pasaban junto a nosotros y anduvimos toda la parte baja de la Octava Avenida, dejando atrás la calle Veintitrés y Chelsea sin una sola punzada de dolor.

—¿Te veré mañana? —le pregunté.

Llegó el ascensor y se abrieron sus puertas de acordeón.

—Sí, pero ¿qué se supone que tengo que hacer contigo?

—Nada.

Su sonrisa fue divertida o indulgente o simplemente amistosa, pero también cálida, abierta, rica. Avancé perezosamente. Ella retrocedió un paso para meterse en el ascensor. Se detuvo un momento, aguardó. Y, cuando vi que su cara mostraba un repentino terror, lo primero que pensé fue: Su reacción es exagerada, sin duda. No soy tan horrible. Pero entonces noté un duro pecho contra mi espalda, y oí la sacudida con la que se cerraban las puertas: éramos, así pues, tres pasajeros los que ascendíamos en aquel vehículo. Me volví con cautela. Un chico negro, muy alto, de la edad de Félix, no, algo mayor, más alto, tembloroso, y con una navaja de ancha hoja en sus manos, una navaja de un palmo o más.

Ah, así es como suele ocurrir. Porque ocurre. Aquí estamos todos, y está ocurriendo. ¿Y ahora qué? La navaja, afilada: cosa seria. Lo único serio.

—Vale, chico —dije. Era mi turno—. ¿Tienes algún problema?

—Cállate —dijo Martina.

—El piso. El piso, el piso.

—El séptimo —dijo Martina—. El último.

El chico pulsó el botón de un manotazo. El ascensor experimentó una sacudida. Paró. Luego siguió subiendo.

—Dinero —dijo Martina Twain—. Quieres dinero. Te lo daré. Llevo encima setenta dólares. Llévatelos. Llévatelos. Puedes llevártelos.

Y le ofreció el bolso, sosteniéndolo por la correa. Alzó abierta la palma de la otra mano. Sin trampas. Toma, estaba diciéndole, te lo ofrezco todo. El ascensor siguió abriéndose camino hacia arriba, suavemente.

—Dale todo tu dinero —me dijo Martina—. Ahora.

—¿Por qué?

Dáselo.

Su cara mostraba ahora orgullo o ira, y en sus ojos se reflejaba, con toda su dureza, su firme voluntad habitual. Fue fea durante unos momentos esa cara, y supe que no me quedaba otro remedio que desafiarla.

—Espera un momento —dije—. Ni siquiera nos lo ha pedido, todavía.

El ascensor se detuvo y el chico abrió la puerta de un tirón. Obedeciendo a un ademán de la navaja, Martina se encaminó a la puerta del apartamento.

—Ahí dentro no hay nada. Acepta nuestro dinero, por favor. Te lo prometo, te juro que no haremos nada. Toma nuestro dinero y vete.

Joder, pensé, la beneficencia de la culpa. La gente se lleva muy bien con su dinero, pero en cuanto aparece alguien que está verdaderamente necesitado, a todos se les ocurren de repente todas esas nuevas y magníficas ideas acerca de la redistribución de la riqueza.

—Abre —dijo el chico cuando llegamos a la puerta.

Con un sonoro sollozo, Martina comenzó a rebuscar entre las llaves de su llavero. Bien, pensé. Era una puerta con multitud de cerrojos. Para que no entre nadie. Me volví. ¿Y ahora? No sabíamos qué pasaría. Probablemente, el chico tampoco lo sabía, todavía no. Permanecía tenso, temblorosamente presto, los nervios a punto, y su jodida navaja arrancando reflejos a la luz del rellano. Sí, todo temblaba. Martina seguía haciéndose un lío con las llaves. Del interior del apartamento salió un ladrido de ansiedad, un agudo gemido. El chico se puso tenso, pero no podía ponerse más tenso de lo que ya estaba. Y cuando sus ojos se desviaron lateralmente hacia la puerta pensé: A la mierda, y descargué toda la fuerza de mi gordo puño contra el metal de su mandíbula.

Durante diez segundos no pasó nada. El chico permaneció en su lugar, mirándome, incrédulo, desolado. ¡Vaya!, pensé. Ya no me queda ni sombra de la potencia de antaño. Pegarle había sido una de las peores ocurrencias de mi vida. Ahora hará lo que le dé la gana con Martina, sí, después de arreglarme la cara con su navaja. Sin embargo, tras este entreacto, tras esta lenta y vejada tregua, el chico cayó de lado hacia la pared, y también yo salté hacia allí, estaba preparado para el viaje, y le propiné otro puñetazo en el corazón. Agachó la cabeza, sin soltar aún la temblorosa navaja. Yo había retrocedido un poco, pero volví a asaltarle utilizando todo mi peso en la acometida; alcé mi gruesa rodilla de cerdo y se la incrusté en plena cara.

Cuando estás peleando, siempre tratas de explicarle de la forma más clara posible a tu adversario que el que está perdiendo es él. Al igual que en todos los deportes, es esencial mantenerse con la moral bien alta, tener la actitud más adecuada: pero tanto la moral como la actitud son precarias. Pueden desvanacerse en medio segundo, por ejemplo, en el instante en el que, bruscamente, tu nariz deja de apuntar hacia adelante para señalar hacia el interior de tu cráneo. Harían falta semanas y hasta meses para recuperar la moral después de eso, para volver a sentirte con ganas de pelear, pero tienes que conseguir este resultado en el otro medio segundo. Y, para entonces, un par de sucios dedos ya se te han clavado en los ojos, y una granuda frente se aproxima como un ladrillo a tus dientes.

De manera que, tras el rodillazo en la cara, le di un puñetazo en los huevos, y después un testarazo contra el labio superior. Sonó un doble ruido seco, y el chico se deslizó limpiamente hasta el suelo. Yo seguía maniobrando, con el piloto automático en marcha, dispuesto a rematar la faena. Otra cosa importante de las peleas —que es, de hecho, uno de los factores que salvan a las peleas de la condena eterna— es que, si consigues dar con los huesos del contrario en el suelo, puedes estar seguro de que podrás zurrarle a gusto, tomándote todo el tiempo necesario y con la mayor delectación. Y ya le había propinado un par de patadas exploratorias cuando, de repente, noté un golpe en el hombro y un tirón en el felpudo. Oh, no, otra pelea no, pensé, me di la vuelta, y la miré.

—Ya basta.

Bajé la vista, jadeando, recobrando el equilibrio. El chico estaba sin duda fuera de combate, perdida la navaja, unidas las temblorosas puntas de sus zapatillas deportivas.

—Vale —dije—. Llamaré a la poli.

—Han estado a punto de matarnos. Por tu culpa.

—¿Cómo?

Me quedé mirándola fijamente. Martina pretendía controlar la situación. Suponía que la fuerza de su personalidad sería suficiente para manejarla. No había sido necesaria mi vandálica intervención, en absoluto.

—¿Conque sí, eh? —dije—. ¿No ha sido él el culpable?

—Si les das el dinero, se van.

—¿No te has enterado? Hoy en día no les basta con el dinero. Buscan venganza. No es suficiente con pagarles para que se vayan. Se quedan lo que les das y luego te rajan.

En este momento el chico se movió un poco y trató de ponerse en pie. En actitud reflexiva, giré sobre mis talones y, sin pensarlo, le di una patada en el culo.

—Eres un bastardo violento, eso es lo que eres.

—Sí, y tú una jodida mojigata.

¿Mojigata yo?

—Luego discutimos eso. Ahora, llama a la policía. Venga.

Abrió la puerta con su tintineante manojo de llaves. Yo me apoyé con ambas palmas en la pared… Los ojos del chico estaban abiertos. No tenía la navaja muy lejos, pero este pícaro ya no volvería a las andadas. No era ningún peleón. Por esta noche se le habían acabado las ganas.

—¿Estás solo? —le pregunté. Él asintió tristemente, y lo mismo hice yo. La adrenalina o combustible utilizado en la pelea se me estaba solidificando, y notaba todo mi peso tirando de mis huesos hacia abajo. A mi edad todavía puedes ganar una pelea, incluso puedes ganarla con facilidad, pero siempre por los pelos… Estuve un momento mirándole, observando su cara derrotada, llorosa. Era demasiado joven y blando para esta especialidad laboral. Pensándolo bien, me sorprendió que hubiese tenido los cojones de tratar de robarnos. No parecía suficientemente andrajoso ni tirado como para intentar una cosa así. Aunque tal vez Martina y yo tampoco le pareciésemos gran cosa: una chica alta y de hombros delgados, sí, y su amigo, bueno, Fofete el Payaso. Me desanudé la pajarita. En este momento salió brincando al pasillo el pequeño Sombra. Me dijo hola y, moviendo la cabeza como una marioneta, inspeccionó al amigo que estaba tendido en el suelo. Tras estudiar las diversas posibilidades, decidió darle un lametazo en la boca. Pareció que esto fuera lo último que podía soportar el chico, otra humillación en una noche especialmente humillante.

Martina salió. Se inclinó sobre el chico en la elegante postura que utilizan las mujeres para mirar los cochecitos de niños de sus conocidas.

—¿Te encuentras bien? ¿Se encuentra bien?

—Sí. ¿Han dicho cuánto tardarían?

—Es viernes.

Martina y yo miramos hacia abajo, y él miró hacia arriba. Cambié el peso de pierna, y en el gesto de miedo que hizo el chico pude comprobar que estaba lejos de poseer una dentadura perfecta de negro. Los negros de Nueva York también tienen problemas, pero no suelen ir a resolverlos al dentista. En fin, un chico poco afortunado. Lo mismo que esas chicas, gordas pero sin tetas. Una desgracia. Malísima suerte.

—Déjenme ir.

Esto me hizo reír.

—Nada de nada, amigo. Mira, tío, hace unos minutos me estabas amenazando con un cuchillo. El coche patrulla viene para acá, ¿y pretendes ahora…? Pero ¿qué te has creído, que soy un estúpido liberal? Mira qué pinta tienes. Esta noche no irás a ninguna parte, amigo. ¿No te parece increíble? —pregunté, volviéndome hacia Martina.

***

Es cierto lo que dice la gente: un asalto a mano armada en Nueva York es un asunto muy feo. Hay mucho riesgo. Te juegas la salud, tienes que soportar un montón de molestias, y siempre acabas liado con los agentes de la ley. Y puede salirte caro. Encima.

Me costó Dios y ayuda poner en pie al muchacho. Luego me lo cargué a la espalda y me fui con él hasta el ascensor. Cuando bajábamos, el ascensor se detuvo a mitad de camino, y una señora con un perrito de aguas completó el fantasmal pasaje del vehículo. Creo que la anciana no se enteró de nada. Probablemente, si te enteras de todo no llegas a viejo, al menos en Nueva York. De modo que lo que hay que hacer es permanecer quieto, y poner cara de caniche. Cuando avanzábamos cojeando, de tres en fondo, por el vestíbulo, oímos los gritos de la sirena, y le dije a Martina:

—Que quede claro. Si ya están ahí cuando salgamos a la acera, le doy una patada en el culo y se lo entrego. ¿De acuerdo?

Martina se asomó a la acera, escrutó los murmullos callejeros. Yo también salí, cargado con mi gorgoteante compañero de fatigas. En la Séptima Avenida el gentío aún estaba arremolinándose en torno a las madrigueras de los noctámbulos y los refugios pornográficos. Un par de galgos que caminaban sobre sus altas patas, excitados por su gran juerga en el caluroso Manhattan nocturno, cruzaron delante de nosotros, tirando con fuerza de su anciano auriga. Miré a la derecha, miré a la izquierda, miré enfrente. Y qué diablos vi si no la mujer, esa de pelo jengibre, apoyada en una farola, con un pitillo alzado, en una actitud de desafío y reproche, como siempre.

Me libré del peso de aquel mamón, y dije:

—Vale, ya te puedes largar. Corre como el diablo…

Pero, se lo aseguro, aquel chico había hecho un atraco de más esa noche. En serio, no tenía futuro, ni el más mínimo futuro en el juego de la ley y el orden.

—Ayúdale.

—Ya lo intento. —Si logramos llevarle hasta la Octava Avenida, pensé, podría tumbarse en un portal o en un charco, y nadie se fijará en él—. Ayúdame.

Un desvencijado taxi pasaba ahora por la calle, lentamente. Nos observaba, como un dragón con librea a cuadros, cautelosos los ojos amarillos a causa de la ancianidad. Martina saltó a por él, y yo la seguí, tratando de vencerla en mi carrera de tres piernas, viendo que el taxi desaceleraba todavía más su marcha, hasta que se detuvo. El obeso taxista negro nos lanzó una mirada de hombre experimentado.

—¿Le acepta? —preguntó Martina, en tono confidencial.

—¿Está mareado?

—No, no le pasa nada —dije yo—. Le daré un billete de veinte. Llévele… —Al soltarle un poco para coger la cartera, el chico se desplomó.

—No me interesa —dijo el taxista. Pero no se fue. De hecho, me pareció que estaba a punto de quedarse dormido sobre el volante. Ese taxi que conducía era como su casa. Por su aspecto, se hubiera dicho que llevaba clavado en ese asiento veinte años por lo menos.

—Doblo la oferta —dije.

—Le he dicho que no me interesa.

—Es su hermano, joder. Es uno de los suyos.

—Y a mí qué.

—Bien —le dije a Martina—, ya le aceptará la poli. Se lo llevarán gratis. Estoy harto del asunto.

Nuevas sirenas avanzaban hacia nosotros, a dos o tres bocacalles de distancia. Vi las luces giratorias que barrían el espacio en Christopher Street. El taxista intervino entonces:

—Parece que tienen ustedes muchas ganas de que alguien se lo lleve. Primero avisan a la policía, y luego cambian de opinión. Me parece que voy a quedarme por aquí, y van a tener que dar ustedes bastantes explicaciones.

Mi instinto, llegados a este punto, me inducía a salir corriendo de allí. Pero el taxista, con un experimentado movimiento en marcha atrás de su codo, abrió la puerta de atrás y me dirigió una sonrisa somnolienta.

—En cuanto a usted —dijo—, por regla general le digo a la gente que se guarde su pasta. Pero a usted le cobraré cincuenta. Y veinte para mi hermano, en cuanto le meta en el asiento de atrás. Es mi precio.

Martina y yo acabamos pagando a escote. Ella quería pagarlo todo, pero yo también, por alguna extraña razón, quizá genética. Al fin y al cabo, ella me había invitado a ver Otelo. Y Martina es rica, lo recuerdan ustedes, ¿no? A mitad de la escalera de la fachada tomé a Martina del brazo. La cabeza de jengibre seguía vigilándome. Enmarcada por las hojas y la luz de la farola, acercó una cerilla a otro pitillo, con el velo parcialmente levantado, cerrados los hombros hacia adelante. Ahora, ahí en medio de la calle, no parece tan loca, pensé. Se diría que controla su propia rareza.

—¿Ves a esa mujer de ahí? —dije—. Me sigue. Me sigue por la noche.

—No es una mujer —dijo Martina.

—¿Eh?

—Mírale las manos. Y los tobillos, los hombros.

Miré… Los gemelos no eran muy anchos, pero estaban soldados a los tobillos sin adelgazamiento visible. Los hombros eran gruesos. También la espalda. Joder, sí. Y las manos: no eran manos de mujer. Eran auténticos remos, avezados en las maniobras pajeras. Ante nuestras miradas, su cuerpo se enderezó. No sabía cuántas ganas de pelear, cuántas fuerzas para pelear, albergaba todavía mi cuerpo, pero bajé los peldaños y grité:

—¡Eh, marica! ¡Eh, no-hombre!

La figura retrocedió con la vacilante confusión que, en mi opinión, sólo se encuentra en las mujeres. Pero ¿hubiera retrocedido así una mujer?

—Venga, hermano, hablemos —dije, ahora en tono peleón (apretadas las mandíbulas, apremiante, con ganas de jaleo)—. ¡Eh, travestí!

No, a ella no le gustó todo esto, en absoluto. Y cuando comencé a cruzar la calzada, cuando estaba a cinco o seis metros de distancia, la figura se descalzó mojigatamente, y, levantándose el vestido con una mano y cogiendo los zapatos con la otra, se puso a correr en dirección a la Séptima Avenida. Yo me quedé plantado en la calle, viéndole huir. A él.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Martina—. Has herido sus sentimientos.

Tengo la siguiente teoría: nadie penetra muy profundamente en las demás personas, ni siquiera cuando creemos que lo estamos haciendo. Casi nunca llegamos a entrar hasta dentro para luego hacerles salir. Simplemente llegamos hasta el umbral de la cueva, encendemos una cerilla e, inmediatamente, preguntamos si hay alguien ahí.

Me quedé solo en la calle, y tranquilicé a los gordos agentes. Tuve que esperar mucho rato. El coche patrulla que me había atemorizado se dirigía, en realidad, a hacer otro recado, a atender a algún marica vapuleado en Gay Street. Lo de «gay» es un chiste malo, el clásico jueguecito de palabras que suele malparir Manhattan.

—Sabes, John —me dijo Butch Beausoleil durante los ensayos, con el rostro iluminado con sorprendida autoaprobación—, no entiendo por qué les llaman gay. ¡Parecen todos tan tristes!

Sí, pensé. Unos estúpidos. Fielding tenía razón.

Pasó otro coche patrulla, con una ambulancia pisándole los talones, mientras un tipo con la camiseta manchada de sangre decía adiós desde la acera hacia la negra calle. Martina se asomó brevemente, acompañada de Sombra, con un vaso con scotch y hielo, y las llaves. También reaparecieron la anciana señora y su perrito de aguas.

—Buenas noches —dijo.

—Buenas noches —dije yo, siempre buen vecino.

Mis polis, cuando por fin se presentaron, fueron fáciles de manejar. Enseguida se mostraron satisfechos.

—Le tumbé de un golpe, pero luego se me escapó corriendo.

Creo que por dentro me clasificaron como el clásico psicótico al que le había rebotado como un boomerang su ataque sexual. No miraron con buenos ojos mi disfraz.

—Le di una buena paliza, pero se me escapó —volví a explicarles.

—Ya. Bueno, tendría que haberle pegado usted más fuerte. Luego comprobé que Martina me había preparado una cama, en el sofá de la sala de estar. Me desnudé, y me pasé largo rato viajando, tendido entre las sábanas. Por la chimenea bajaban ruidos extraños. Oí llantos, gruñidos y quejidos de tristeza, respiraciones que suenan espesas como un líquido, lagrimeos de suicida sofocados por la almohada. Al sufrimiento no le preocupa en absoluto el grado de los demás sufrimientos. Carece de sentido de la fraternidad. Es imposible que yo sea el único que se ha dado cuenta de eso. ¿Qué más dijo al respecto el primero que se fijó? Podía haber seguido oyéndose eternamente el llanto, pero yo no estaba para eso. Me envolví bien con la sábana, y subí escaleras arriba, como un fantasma. Abrí la habitación del enfermo. Sombra estaba en sus brazos, torturado, tanto que por un momento casi pareció humano, atrapado en otra especie. Pero enseguida saltó al suelo, se estremeció de alivio, pasó junto a mí y salió al pasillo, encantado, al parecer, de que un terrícola hubiese acudido a tomar el relevo. No pasó nada, pero pasó lo siguiente: tomé su mano, la cogí del hombro, le acaricié la nuca para ayudarla a dormir. Puedo hacer cosas que Sombra no puede.

Me tendí a su lado para darle calor, bajo una lluvia que me llegaba a los oídos a modo de lejano aplauso. Dios mío, pensé, atemorizado, lo seria que podría llegar a ser mi vida. Píllales cuando están llorando. Acércateles cuando están llorando. Cuando son débiles, cuando están en lo vivo y no pueden impedirte el paso.

***

A velocidad de vértigo, acompañado mi paso por un estruendoso rugido, he cruzado como un cohete mi tiempo, violando todos los límites, límites temporales, límites de velocidad, límites urbanos, saltándome semáforos y tomando curvas por la izquierda, pisando a fondo y quemando las gomas, mirando a través del sucio parabrisas con el puño en el claxon. Soy ese tren fugaz que suelta su aullido al pasar junto a las ventanas. Aunque no voy a ninguna parte, he arremetido con ciega determinación hasta el fondo mismo de mi tiempo. He vivido a un ritmo desesperado. Ahora quiero desacelerar, echarle una ojeada al paisaje, frenar un poco. Necesito algún que otro punto y coma. Quizá Martina llegue a ser mi gran freno… Yo no puedo cambiar, pero tal vez pueda cambiar mi vida. La simple proximidad podría resultarme eficacísima. Tal vez pueda sencillamente sentarme, con una copa, y dejar que mi vida se encargue de todo.

Abrí los ojos y vi cómo iban adquiriendo forma mis impresiones…, la ventana con las cortinas echadas y su borde azulado de luz solar, los lomos de los libros en la estantería situada junto a la cama, el ramo de flores en la repisa de la chimenea con estufa de gas, el pequeño tocador de espejo basculante, los elementos imprescindibles de la casta femenina. Detalles y sacramentos, las rutinas que no cobran peaje. Podría ser que la madurez asumiera esta forma. Que empezase a gustarme, por ejemplo, dormir, o beber leche, o las cosas neutrales. El aire y el agua en lugar de la tierra y el fuego… Giré sobre mi eje: sólo una nota, escrita con su letra delgada y firme. Se había levantado temprano, como las personas adultas, y me decía que iba a pasarse todo el día fuera de casa. Me pedía que me asegurase de cerrar bien la puerta al salir. Me preguntaba si nos veríamos por la noche. Te quiere, Martina.

Tras usar el baño, sin entretenerme apenas, bajé desnudo la escalera. Sombra dormitaba en un charco de arenosa luz diurna. Me saludó perezosamente con un latigazo de su cola (como a un igual, hola, tío). Me puse a desenrollar mi traje de alquiler. Mi traje de alquiler tenía un aspecto incluso más festivamente ridículo bajo los potentes focos del día. Seguro que por la noche, bajo su luz alquilada, no tenía tan malísimo aspecto… Me senté en el sofá y me hice masaje en la cara. Me sentía raro: desparejado, misterioso. Durante un buen montón de minutos pensé que debía de estar gravemente enfermo, con una enfermedad sin precedentes, terminal. Entre mis síntomas estaban cierta espectral claridad de la visión, aturdimiento mental y agilidad muscular, así como un extravagante sabor acuoso en la raíz de mi boca. Caray, pensé, ya está aquí, el rollo pulmonar, la jodienda cardíaca, el número cerebral. Hasta que comprendí lo que estaba ocurriendo. No tenía resaca. De modo que en esto consiste la mañana. Cosa que no carece de precedentes. Logro recordar alguno que otro.

Brindaré por eso, pensé. Pero resultó que el salvaje deseo de beber no era tan difícil de controlar, a fin de cuentas. Habiéndome fumado un solo pitillo, me preparé un zumo de naranja, me vestí, me despedí de Sombra y me dirigí a la puerta. Poco después regresé. Di unas cuantas vueltas a la habitación y, tras apenas cinco minutos de pánico primitivo, acepté de inmediato la situación. Martina me había cerrado con llave. La puerta del apartamento se mostraba inamovible. Pese a que todas sus diversas cadenas, cerrojos y pestillos colgaban inanes, no había modo de abrirla. No me dejaba salir… Bueno, ¿qué más daba? No tenía necesidad de estar en ningún sitio. Y en el apartamento había comida, y bebida, y techo. Tendría que pasarme todo el día con bozal y correa, pero ¿qué más daba?

Tras varios fregoteos y aclarados acompañados de palabrotas, conseguí hacer un poco de café en uno de los utensilios de plata alineados como tropas en formación a lo largo de los estantes de la cocina. ¿Qué se interpone entre mí y el mundo inanimado de los objetos? Cuando me esforzaba por desenroscar el filtro, tiré con el codo el cartón de leche, que se derramó en el suelo. Cuando iba a coger el mocho, volqué el cubo de basura. Cuando giré para sujetar el cubo de basura antes de que fuera tarde, me golpeé la rodilla contra la puerta de la nevera, aún abierta, le di con el dedo gordo a un tarro de pepinillos, resbalé en el charco de leche y me encontré tumbado en el suelo, con el cubo de basura vomitando su contenido en mi cara… Luego me lié con el molinillo. Abrí la tapadera antes de hora, y, aparte de quedarme ciego un buen rato, esparcí los finos granos por todos los rincones de la cocina. Al final, logré salir de allí a duras penas, cargado de un tazón de café tibio pero negrísimo, que se volvió más negro incluso cuando le eché la leche. No entendía nada. ¿Y ahora qué?

Estuve peleándome con Sombra durante un rato, revolcándome con él por los suelos, diciéndole cosas como «Buen chico, Sombra», y «Quién manda aquí» y «Amigos, eh». Pero mi compañero de juegos se cansó enseguida, y regresó arrastrándose hacia su rayo de sol, donde se puso a bostezar. Toqué todos los botones del mando a distancia, pero no conseguí más que la inamovible imagen silenciosa y hormigueante del programa El juego del dinero: siempre el mismo presentador con cara de pastel, los mismos concursantes. Miré por la ventana. Telefoneé a Fielding, a Felix, a Spunk, y a Caduta. Miré por la ventana. Se me ocurrió de forma obsesiva revolver metódicamente los efectos personales de Martina, pero algo relacionado con su persona me acobardó y me detuvo a mitad de camino… No había ninguna cosa de interés en los cajones del escritorio ni en los del tocador, ni en la mesilla de noche o los armarios, los archivadores, la maleta que estaba junto a la cama, etc., pero sí hallé un objeto fascinante cuando, a gatas en el suelo, estaba terminando mi inspección del armario del piso inferior. Una caja de cartón en cuya tapa ponía OSSIE, y que, sin duda, había sido preparado por Martina el día anterior y dejaba allí para que él se la llevase. Contenía cosas de tocador, unas alpargatas, camisas sucias, un pasaporte caducado (erecta de vanidad la joven cara rubia), y un bolso de viaje repleto de cosas diversas: talones de tarjeta de crédito, facturas, billetes usados, un bloc de papel de cartas con el membrete del Cymbeline, Stratford-upon-Avon, en cuya primera hoja constaba un número de teléfono y una hora de cita, con una nota de Selina en el envés. «Oh. Ooooh —decía la nota—. Qué pillastre. Seguro que en el banco no te hacen eso. Hasta las 5. S.»

Pues bien, tengo la sensación de que habita en mi interior un hombrecillo que actúa en calidad de ministro o propagandista o concesionario de las pajas. Es un campeón de la paja: cree sinceramente que las pajas me convienen, y siempre está insinuándome que me haga una paja, inmediatamente. Existe, por otro lado, en mi interior, una unidad paramilitar que tiene justamente la opinión contraria respecto a las pajas, y que pretende suprimirlas de una vez por todas. Pero la policía pajera está formada por tropas irregulares, que andan siempre ocupadas en otro lado, muy atareadas con sus cables y sus siestas… No sé cómo fue, pero sentí de repente una necesidad perentoria de hacerme una paja, sí, una paja con apoyo de imágenes. Naturalmente, hubiera podido subir la escalera, bajarme los pantalones, y trabajar a partir de mis recuerdos. Oh, ese vagón de metro lleno de tías, todas esas Junes, Jans, Joans, Jens, Jeans y Janes. ¿Dónde están? ¿Dónde está Selina? Es gracioso que Otelo se excitara tanto por el delito de Desdémona. Cuando sea viejo y rico y famoso, tal vez alguien escriba mi biografía. Mi pornografía, sin embargo, ya está en los estantes, habitada por el fantasma de Selina Street, con notas de agradecimiento a los pícaros estilistas, coordinadores de talentos, y consejeros y directores artísticos que me ayudaron a producir mi filmografía. Tal como están las fuerzas del mercado, jamás ha habido problemas a la hora de hacer cosas agradables para los hombres. En absoluto. Tal como yo he trabajado, no los ha habido.

A ver si me explico.

¿Quién necesita pornografía con una vida amorosa como la mía? Yo. Yo necesito pornografía.

Animado por el desafío, comencé a olisquear otra vez. Sombra se agitó y alzó la vista, estirando indignado el cuello cuando me vio anadear cautelosamente por el apartamento, fría y experta mi mirada, afinados y vigilantes todos mis sentidos. Verán ustedes, el auténtico profesional es capaz de encontrar, incluso en los más serios hogares, cosas sospechosas… Encaré los montones de revistas de la sala y el cuarto de baño. Sólo había cosas de connaiseurs, cosas de arte, cosas de dinero. No esperaba, naturalmente, tropezarme con una colección completa de porno duro, cosas como Mouth Crazy o Brabursters, pero les sorprendería lo frecuente que es dar con algún ejemplar suelto de Lothario o Plaything, o, al menos, de publicaciones más blandas como Flair o Sugar, y, cuando ni siquiera encuentras eso, siempre hay algún folleto de grandes almacenes o un catálogo de regalos en donde aparece una magnífica gama de bragas, de corsés, de fajas. Tras chasquear la lengua, me encaminé hacia los estantes de libros, enormes, de pared a pared, con los dedos preparados para tirar del lomo de los volúmenes que tuvieran títulos significativos. Cosas como Mujeres de Nueva York, Ropa interior victoriana, Las pin-up, Ejercicios para mantenerse en forma, Barrio chino, Bordello, Seda, Imágenes, lo que fuera. Pero no había nada; sólo historia, novela, filosofía, poesía, y arte… Escandalizado, eché una ojeada a las tapas de los elepés, buscando alguna chica punk que me echase una mano con un gesto obsceno de sus labios, alguna negra cantante de soul. ¿Y qué fue lo que me encontré? Mucho paisaje danés, mucho dibujo estilizado de animales, montones de metálicos cantantes antiguos con cejas de foca y narices inteligentes. Por Cristo, ¿qué clase de hogar es éste? Subí un rato arriba y tropecé con un viejo álbum de fotos en el que aparecía Martina en traje de baño de una pieza, con el bronceado brazo de Ossie apoyado en su hombro, y una instantánea de alguna amiga, una chica en plan topless pero muy plana, que se retorcía y jugueteaba bajo una ducha instalada en un jardín. Oh, Señor, con esto no habrá modo de conseguir nada. No sé cómo definir la pornografía, pero sí sé que el dinero siempre aparece de algún modo, por algún lado. Tiene que entrar en juego el dinero, por uno u otro extremo. Siempre hay dinero de por medio. Con un humor bastante sombrío a estas alturas, volví a la gran biblioteca, me arremangué, y me puse manos a la obra.

Al cabo de una hora había reunido todo lo necesario. Satisfecho de mi labor, cometí la equivocación de cargar con todo mi tesoro y subirme con él al piso de arriba. La épica escalada fue bien hasta que llegué al último peldaño. Porque en ese momento me desequilibré hacia atrás, o tropecé, o caí unilateralmente bajo el tremendo peso que sostenían mis brazos. Volví en mí casi inmediatamente (o eso me pareció), y me encontré con Sombra ladrándome a la cara. No se movía de ahí, temblando y lambeteándose las costillas, como un San Bernardo urbano que hubiese venido a salvarme tras el accidente sufrido cuando me sorprendió el tremendo alud. Finalmente logré llevar todo el equipaje hasta el dormitorio y lo tiré de cualquier manera sobre la cama. El porno blando puede ser a veces muy duro, pensé temblorosamente mientras me desprendía de mi faja rosa, pero así están las cosas…

La carrera se redujo a una pugna entre tres caballos, La Femme au Jardin, La Maja Desnuda y Aline la Mulâtresse, y en eso estaba cuando oí el orgásmico gañido de Sombra, y el ruido de unos pasos rápidos que subían por la escalera. Apenas si tuve tiempo de volverme primero de lado y luego boca abajo en un movimiento convulsivo, y ya estaba allí Martina, abriendo la puerta. Se quedó plantada en el umbral, con una sonrisa que partía en dos su rostro… Más tarde traté de ver lo que ella había visto y de comprender la impresión que podía haberle causado John Self tendido boca abajo en la cama, con una rodilla mojigatamente doblada, una expresión sofocada pero tímida, hojeando unos libros con ilustraciones de los grandes clásicos de la pintura. En fin, esto es lo que me dijo ella:

—Te he dejado encerrado. ¿Dónde está la llave que te di? Eres un tramposo, a que sí. —Pero luego ocurrió como si una decisión repentina, o una antigua resolución, le hubiese dado un golpecito en el hombro, porque añadió—: Métete en la cama. Iré a ducharme, y enseguida estaré contigo.

Eran las ocho de la tarde. Cuando rodé escaleras abajo debí de quedarme dormido un buen rato. Y yo que había pensado que la luz de la calle me parecía un poco rara… A las diez llamamos por teléfono a una tienda de delicatessen para que nos subieran comida fría y vino blanco. Me senté en la cama, y me pareció que todo me sabía un poco raro. Otra cosa de las que aprendí esa noche, que tantas lecciones me tenía reservadas: Desdémona no hizo nada malo. Desdémona mantuvo su fidelidad. Era sincera. No, Desdémona no hizo nada malo.

***

Así que ahora he cambiado del todo. Yo, con mi metro setenta y cinco y mis cerca de cien kilos. Tengo una pinta horterísima, con la hinchada americana y las piernas flacas, los calcetines de color vivo y los zapatos negros de ante, el cabello indefinido y peinado hacia atrás, la cara sudorosa y escamosa, esa cara de rata gorda, capaz de ser repentinamente obediente, repentinamente rebelde. ¿Qué más? También ustedes, tú hermano, y tú hermana, están metidos en esto, también ustedes viven en este clima, entre los viejos y el dinero, y las cosas pasan incontrolablemente a nuestro lado sin que nosotros cambiemos. Sólo Martina permanece al margen. Ella, y no sé si alguien más. Por Cristo, qué fuego el de sus ojos. Cuando mis labios se encuentran con los suyos, cautelosos, críticos, es el beso de la vida, el beso de la muerte: para darse un beso tienen que contribuir los dos. Ante su presencia y bajo su luz, a veces pienso… que tal vez, tal vez, no hay necesidad, tal vez no hay necesidad de sentir tantísima vergüenza como la que yo siento. ¿Seré capaz de permanecer bajo esa luz, bajo su luz? En cierto modo, no me lo puedo creer. ¿No les parece increíble? Pero lo intento, maldita sea, lo intento.

Y empiezan a ocurrir cosas, las cosas ocurren continuamente y soy incapaz de impedirlo. Ahora soy un director de cine, y debo hacer lo que hacen los directores. Tengo que mantener el torbellino dando vueltas en mi cabeza, e impedir que mis sesos se me escapen y traten de situarse en el estado que más disfrutan, el caos. Tengo que mantenerme en forma, tengo que ser firme. Tengo que equilibrar motivaciones y personalidades, y hacer un trabajo del más puro estilo realista. Realista quién, ¿yo? Justo después del puente largo del Día del Trabajo emergemos del túnel del agosto de Manhattan y llegamos al primer día de rodaje. Empezamos a rodar. Cobro un cheque por varios cientos de miles de dólares. ¿No es increíble? Espero que esto obre maravillas en mi confianza, en mi seguridad, tema que volveré a tratar más adelante.

Kevin Scuse y Des Blackadder han llegado a Nueva York. Vinieron ayer, en primera clase, y ahora se han refugiado hoscamente en el Hogg de la calle Sesenta y cinco Este. Oyéndoles hablar se diría que se han acostumbrado a volar en primera mucho más rápidamente que yo. Pero, claro, ésa es la etiqueta propia de la gentuza adinerada y móvil: ser desagradable, creer que tienes derecho a todo lo que recibes. Ojalá tuviera yo esa clase de carácter, ese estilo. Cecil Sleep, Micky Obbs y Dean Spares llegarán mañana. Los atrezzistas y encargados de vestuario, el tipo de la claqueta y la señora del té, el chico para todo y la cambiadora de toallas, todos aparecerán la semana próxima. Espero que su presencia obre maravillas en mi sentido de las proporciones, tema que volveré a tratar más adelante.

Fielding y yo somos ahora arrendatarios-fundadores de Blithedale Projects, los nuevos estudios del Upper West Side acerca de los que probablemente han oído hablar ustedes en la prensa. Hasta hace no mucho tiempo el Blithedale era un hotel para pensionistas: sigue teniendo el aspecto de una estación término londinense, o de sueño medieval de una nave de guerra amarrada en el dique seco de la dolorida espalda de Broadway. El año pasado hubo un genio de las propiedades inmobiliarias que logró echar a todos los viejales con el pretexto de que el edificio no reunía condiciones de seguridad en caso de incendio, y ahora la propiedad ha quedado dividida en cuatro partes. En esos locales enormes, oscuros y sofocantes, llego a sentirme joven y pequeño. Tal como Fielding me había prometido, las instalaciones del Blithedale son soberbias, modernas, desde la sala de montaje computarizada que se encuentra en el ático, hasta la piscina o el comedor de la planta baja. Dos producciones de altos vuelos han sido puestas en marcha en el Blithedale, y uno de mis colegas en la dirección es un viejo compinche grasiento del Soho, Alfie Conn. Su tripón cervecero, su felpudo requemado de sol, sus rasgos de criminal, suponen un gran consuelo para mí. El amigo Alf y yo fuimos a tomarnos una copa juntos, y él se pasó el rato tratándome con el mayor paternalismo. Mostrándose muy adulador. En los vestíbulos, ascensores y en la sala de videojuegos me encuentro con tipos como Day Farraday y Connaught Broadener, Cy Buzhardt y Cheryl Thoreau. Tendrían ustedes que ver la influencia que tengo, la cantidad de respeto que sienten por mí los porteros y los mensajeros, los diseñadores de producción y los localizadores de exteriores, así como las estrellas, productores y financieros. No se lo creerían ustedes. Se me acercan en el comedor y me preguntan en susurros acerca de mis esperanzas y mis sueños. Estoy de moda. Soy bienvenido. Lo manejo todo, ahora que ya no bebo tanto como antes. Espero que todo esto obre maravillas en mi estado físico, en mi capacidad de autocontrol, tema que volveré a tratar más adelante.

Naturalmente, hay estallidos de las estrellas, agujeros negros, enanos blancos, soles muertos. Son cosas inevitables cuando tratas con gente que quiere escribir su propia vida. Lo de ayer fue bastante típico. Butch me llamó a primera hora para hablar de la escena con Spunk en la que ella está limpiando el tirador de una puerta. En el guión, ella limpia el tirador para borrar las huellas de Spunk, pero Butch considera que eso equivale a hacerle realizar labores caseras, a lo cual se niega. Estuve dándole toda clase de explicaciones, y ahora dice que está dispuesta a rodar esa escena a condición de que luego, cuando van a comer unos emparedados, los prepare Spunk.

—Spunk es un palurdo, John —me dijo Butch—, un subnormal. Puede perfectamente prepararlos él.

Llamé a Spunk y me dijo que estaba dispuesto a actuar de cocinero, a condición de que la comida fuera a base de yogurt y alfalfa.

—Butch es una puta, John —me dijo—, una puta rica, sencillamente. Sería incapaz de hacer nada en la cocina.

Lo que Spunk se niega a aceptar, sin embargo, es que Caduta le frote la espalda mientras él dormita en la bañera. Me parece, dijo Spunk, una escena enfermiza. Antes de que tuviera tiempo de llamar a Caduta para comentárselo, Caduta me llamó a mí.

—Quiero tenerte a mi lado, John, para decirte lo que te quiero decir.

Me fui en taxi al Cicero. Caduta me pidió que me sentara, me cogió de la mano. Rodeada en el nuevo guión de cinco niños con fijación cadutiana, aunque sean niños que no llegan a aparecer prácticamente, Caduta parece muy contenta con el papel tal como ha quedado ahora. Y me dijo:

—Tú entiendes esa obsesión tan profunda que tengo, John. No eres ciego.

—Bien —le dije (para entonces ya estaba prácticamente sentado en su falda)—, supongo que quieres hablarme de los niños, ¿no?

—Aciertas, John. Odio a los niños. A todos. Siempre les he odiado. Es una cosa que no puedo evitar, y que me paraliza. Me parece que sería mejor que no apareciesen. Ah, pero seguro que tú ya lo habías adivinado, John. Hay otra cosa, John —dijo, mientras yo me iba de puntillas hacia la puerta.

La otra cosa tenía que ver con esa secuencia de tres segundos en la que se vislumbra a Butch arreglando unas flores. A Caduta le parecía muy poco convincente. Es poco convincente, argumentó Caduta, que una guarra desvergonzada como Butch aparezca arreglando unas flores, sobre todo teniendo en cuenta que Caduta estaba lo suficientemente cerca como para encargarse ella misma de arreglarlas. En cambio, sería muy convincente que Caduta se encargase de arreglar las flores. Como mínimo, convencería a Caduta. Llamé desde allí mismo a Butch, que, fríamente, dio el visto bueno al cambio. Butch no se tomaría la molestia de arreglar unas flores, desde luego que no. Retrocedía hacia la salida cuando sonó el teléfono: era Thursday, que me pedía que fuese urgentemente a reunirme con Lorne para celebrar una importantísima reunión sobre ciertos aspectos del guión. Corrí ciudad arriba. Lorne Guyland me recibió con un apretón de manos que duró unos diez minutos, y con un discurso anárquico de una hora entera, a lo largo del cual me presentó un mínimo de doce peticiones diferentes y muy serias. Quería más escenas de desnudo, varios zooms con primer plano final sobre su erección, con Caduta y con Butch, una profunda revisión del coeficiente de primeros planos de cada estrella, la introducción de un nuevo personaje femenino (una crítica de arte perteneciente a una buena familia, que ama apasionadamente a Lorne, pero que apenas interviene en la acción), una ampliación del discurso pronunciado por Lorne durante su agonía, y un curioso aparte (quizá una secuencia previa a los títulos de crédito) durante el cual Lorne se desplaza en vuelo supersónico a París para la concesión de la Legión de Honor, por sus servicios en favor de la cultura internacional. En caso de que no fuesen aceptadas todas y cada una de sus propuestas, Lorne invocaría una cláusula de su contrato, la referente a Disensiones de Tipo Artístico, y se iría irrevocablemente a Palm Beach, con todos los gastos pagados por nosotros:

—… hasta que toda esa pandilla de mamones que habéis formado terminéis de arreglar ese guión. John, eres un hombre de gran cultura, y sé que lo comprenderás.

A las siete de la tarde habíamos llegado a un compromiso. Lorne renunciaría a todas sus peticiones a condición de que yo aceptase cortar una frase de la secuencia posterior al coito entre Butch y Spunk. La frase era pronunciada por Butch, y consistía en una sola palabra. La palabra era: «Wow». El cambio pareció poner a Lorne de un humor excelente, extraordinariamente boyante. Cuando bajaba para irme, francamente agotado, Thursday dejó la mesita de los teléfonos y cruzó el vestíbulo como si pretendiera cortarme el paso. Llevaba unos pantalones cortos estilo corsé, y una blusa de volantes anudada por encima del ombligo.

—Quiero darle las gracias —me dijo— por todo lo que está haciendo por Lorne Guyland.

Dicho esto, se arrodilló en el suelo, y noté que sus manos me acariciaban las caderas.

—¿Podría quizá ayudarle en algo? —me preguntó.

Le dije que me encontraba bien tal como estaba, que gracias, y salí. De todos modos, me parece que Thursday es un tío, y lo que menos falta me hace en estos momentos es tener complicaciones de tipo sexual, tema que volveré a tratar más adelante.

De modo que fui a Bank Street a las ocho o algo más tarde. Luego, bueno…, actualmente las noches son uniformes, y esa noche fue tan uniforme como las demás.

Entro en el apartamento con mis propias llaves (sí, mi juego de llaves particular), dándole un discreto toquecillo al timbre, sólo para anunciar que ya estoy en casa. Le explico a Martina lo que he hecho durante la jornada. «Bromeas», dice ella. O bien: «Me tomas el pelo, es imposible». Ella está arreglando las flores, apenas me escucha. Martina está muy orgullosa de su terraza.

Me enseña todos los detalles de la terraza, me explica el nombre de todo. Yo ya conocía el nombre de algunas flores, las que formaban parte de algún logotipo publicitario, las que vienen en las cajas de bombones, las que salen en las máquinas tragaperras. Pero ahora conozco mejor el terreno. Esas de color cárdeno que parecen hacer un puchero, las que parecen bocas que aguardan al pez para tragárselo, son los tulipanes. Las que se espigan para desplegar un color anaranjado con motas se llaman azucena tigre. Esas cosas rojas con los pétalos abiertos en torbellino son las rosas, como todo el mundo sabe. También las hay de color rosa, y de color amarillo. Esas que parecen cofias con zarcillos y grueso tallo se llaman amarilis.

Vista de cerca, el agua que salía de la manguera me recordó toda la gama climatológica. La lluvia, claro, pero también el granizo, la nieve, el arcoíris. La tormenta. Con una leve manipulación del grifo, Martina lograba que el aire fuera soleado, que sonaran truenos.

Yo había pensado siempre que el día en que me encontrara con el dios de la meteorología le exigiría que me pagase todas sus deudas. Que le exigiría una satisfacción. Pero de momento es Martina quien se ha convertido en mi dios meteorológico, y no me he quejado de nada. Veo en su rostro… La veo a ella, a través de las frondas, tan serena… Y le digo: Ya te cambio yo la maceta de sitio. Y ella contesta:

—Eres un rey.

Ahí tienen. Y me tomo mi vasito de vino.

Mientras Martina prepara la comida, siempre estoy en la cocina, con los brazos cruzados, mirándola. Tiene unos movimientos correctos y delicados, de largos dedos. Sí, todo lo hace bonito. Incluso las manchas gemelas de sudor que emergen en las cúspides de su camiseta con preciosos semicírculos perfectos. Hasta el sudor busca en ella la forma, la regularidad. Escucho concentradamente los suaves gruñidos de esfuerzo, de atención, de satisfacción.

Comemos: tortillas, ensaladas, carne blanca, vino blanco. Vigilo mi consumo de alcohol, vigilo mi peso, vigilo a Martina Twain. Cojo el cuchillo como si fuese un lápiz. No hablo con la boca llena. Es demasiado tarde para cambiar. Ella es una comedora meticulosa, de modesto apetito. Me llama la atención lo de su apetito. ¿Café? Café, o alguna que otra infusión macabra, oriental. Ella lava, yo seco.

Después viene la música. Ni baladas roncas ni santurronas canciones folk, que eran las cosas que Martina prefería antaño, sino jazz, ópera, clásica. Yo me pongo a leer mi libro: Freud, por ejemplo, o Hitler. Nada de Dinero. Dinero me produce ataques de pánico, incluso cuando el tío que lo escribió habla de la banca italiana o del nacimiento de las grandes empresas norteamericanas. No sé por qué. Jugamos al ajedrez. Gano yo, siempre. Soy un buen jugador: el ajedrez es mi principal especialidad. De pequeño rondaba los cafés de Hampstead y los pubs de Bayswater, buscando rivales que se quisieran apostar cinco libras… Me acabo el vino. Martina vacía el cenicero y cierra con llave la puerta de la terraza. Todo muy civilizado. Todo muy civilizado. Luego nos vamos a la cama, tema que volveré a tratar más adelante.

Pero antes me llevo a Sombra, para que dé su paseo a la luz de la luna. Permanezco quieto, sujetando la correa, mientras el perro hace sus cosas. Bajo el recogedor, a instancias de Martina, pero no lo utilizo nunca. Cada noche, el mismo sujeto asoma la cabeza por la ventana de la planta baja y se pone a gritarnos al perro y a mí por lo de la mierda que le dejamos enfrente. No le contesto. Me limito a decir:

—Muy bien, Sombra. Descarga todo lo que tengas que descargar.

Luego nos vamos hasta la esquina de la Octava Avenida, que se alarga bajo la noche neoyorquina. Y ahí es donde Sombra se pone a emitir sus ruidos de nostalgia. Empieza con un ansioso silbido que atraviesa sus senos nasales. Termina con húmedos gañidos de asfixia. ¿Acaso tiene por ahí una madre, unos hermanos, unas hermanas? Me fumo un último pitillo mientras miramos hacia la calle Veintitrés, esa zona de la ciudad en la que restalla el calor electromagnético, esos barrios en los que todas las formas de vida se han soltado de sus correas y no necesitan nombre. «¿Tiraba mucho?», me preguntará sin duda Martina cuando regrese. Sombra tira, con fuerza, pero también tiro yo hacia atrás, con mucha más fuerza.

—Eres un santo —dijo Martina.

Dejé la bandeja en la cama y eché las cortinas. Ahora me tomo el té con un poco de azúcar. Todos y cada uno de los días de la vida requieren su dosis de energía y de dulzura. Abandonando el calor de las sábanas, mi alma, tan seca, busca el fantasma de la dulzura en el brebaje matutino. Luego, una vez en la calle, y jamás antes de pisarla, sello el inicio de la jornada con el fuego del pitillo.

Avanzar a lo largo de la Octava Avenida es como ver un documental extraterreste titulado El terrícola, una película malísima, mal dirigida y montada con insensatez, carente de distancia y de perspectiva, en la que se da tanta importancia a lo interesante como a lo que carece por completo de atractivos. Así no se hacen las cosas. Hay que elegir. Hay que estar eligiendo constantemente.

Entré con prisas en el Ashbery, dejando atrás los sonrientes uniformes, encaminándome directamente a la escalera. Catorce tramos, catorce ventanas cuadradas, a la carrera. Entré en mi habitación, tiré la llave: ni un paso más. Con la respiración como una cremallera atascada y la habitación atenta a mis movimientos, me quedé plantado, caídos los brazos, hundidos los hombros, caída la cabeza sobre el pecho, convertido en un mar de lágrimas. Tal vez porque jamás lo había deseado tanto como me imaginaba; no lo suficiente. No, no lo había deseado.

Luego me fui al baño, a ver qué tenía que decir el espejo. Mis ojos… Hacía muchísimo tiempo que no lloraban. Les faltaba práctica. No estaban en forma. Por su aspecto, cualquiera hubiese dicho que mis ojos habían llorado sangre, la sangre de la vida, todo lo que tenía.

Ha llegado sin duda el momento de contárselo a ustedes. Sí, me iría bien… Oh, sí, qué descanso. Fíu, sí, exacto. Ahí, por la nuca, qué mano tan agradable…, sí. Magnífico, mejor, me siento muchísimo mejor. No paren. Sigan, sigan.

Ha llegado sin duda el momento de contárselo a ustedes, de explicarles todo lo de Martina y yo y el… Sí, sin duda ha llegado el momento. Eh, tú, hermano, dame una copa. La necesito. Quiero sentir tu mano apoyada en mi hombro. Necesito que te identifiques. Que me tengas simpatía. Que me prestes unos momentos de tu tiempo.

Yo sabía muy bien que no se trataría jamás de danzas de vientre ni de delicias turcas. Sabía muy bien que todo iba a ser muy serio. A Martina le gusta serpentear y prolongarlo, localizar el punto y, entonces, encontrada la mejor sintonía, tras haberla fijado, bailar la danza tranquila con destreza, con intensidad, con… con sentimiento. Trabaja con pautas carentes de complejidad, así, o asá, pero con mucho sentimiento, humanamente.

Tal es, en cualquier caso, la conclusión a la que yo he llegado. Admito que es un tanto aproximativa, todavía. Llevamos acostándonos juntos…, ¿cuántas noches? Diez. Diez noches seguidas. No obstante, creo que aún no he, que no logro, que no me siento capaz de… Exacto, ustedes lo han dicho.

Eso de empalmarla es francamente difícil, muy difícil.

***

Ay de mí, pobrecillo, qué mala suerte tengo. Mierda de vida. Qué escándalo, qué desastre. La vida es una varita mágica, que da risa. La vida péndula, pendulona. Ja, qué chiste tan gracioso. Un chiste muy viejo. No es la primera vez que oigo este chiste. Naturalmente. A lo largo de mi vida me ha tocado mi buena ración de imposibilidades, impotencias, imperturbabilidades, mis turnos de incomparecencias, inutilidades, inexistencias, mis dosis de encogimientos, blanduras, fofeces. Pero jamás había vivido este chiste en su versión prolongada, en su versión por capítulos ininterrumpidos. Butch Beausoleil me permitió izar la bandera. Y lo mismo digo de Selina Street, y de una furcia snob de la Tercera Avenida. Mi vieja y maltrecha bandera ha estado en muchos frentes, ha levantado cabeza ante toda clase de trincheras, se las ha arreglado ante toda clase de formas y tamaños, ante rivales buenos y malos y feos. Pero con Martina Twain no hay manera de izarla. No señor. Cualquiera diría que Martina no es suficiente para que mi estandarte se anime.

—No importa —dijo Martina ayer noche, por vigésima vez.

Yo permanezco tendido, una lágrima de cien kilos, parpadeando, doliéndome de rabia, hecho de sal.

—¿No? —grazné yo.

Martina me abrazó y, con un cálido susurro, me dijo todo lo humanamente posible en las circunstancias.

—¿No? —volví a graznar.

Ahora ni siquiera puedo hacerlo como un animal. Incluso en plan animal la cosa no funciona.

—Joder —dije—. ¿Para qué cojones sirvo, entonces?

Las publicaciones están a la venta, caballeros. No deben ser leídas aquí. Llévenselas a casa. Ahí podrán mirarlas a gusto.

De modo que ahora me encuentro en el emporio del porno, en busca de pistas. Hojeo el brillo lechoso de un folleto de vídeos. Abuelitas, niñas, excrementos, mazmorras, cerdos y perros. Oh mundo, oh dinero. Supongo que hay gente a quien le gusta todo eso. Oferta y demanda, fuerzas del mercado. Los terrícolas somos una pandilla de gentuza de lo más variado. No hay dos con la misma dentadura, con las mismas huellas digitales. Aquí abajo te encuentras de todo. Tipos raros, sodomitas, de todo, y a nadie le da vergüenza. Ya no hay vergüenza. Todo el mundo está decidido a ser lo que es: he aquí la nueva moda. Las mujeres quieren salir de debajo de nosotros, los hombres. Los maricas y bolleras no se dejan arredrar por nada. Los negros se han hartado del poder blanco. Los delincuentes callejeros prefieren dedicarse a su oficio sin que la policía les moleste, porque resulta que la policía está empeñada en detenerles y meterles en la cárcel. Incluso los paidófilos —esos tipos a los que les gusta tanto la violación que solamente quieren practicarla con niños— se atreven a mostrar su sombrío rostro: quieren que se les trate con respeto. Que encendamos la luz. Nada importa. Echo una mirada al conjunto de esta tienda, los estantes con revistas, los reservados, el encargado con su cartera repleta de dinero. Me siento aparte, diferente, visible en medio de toda esta gente, pero los demás clientes son oficinistas que aprovechan el breve descanso del almuerzo, tipos que tienen que cuidar a toda prisa de sus necesidades y caprichos. En cuanto a mí, no sé qué quiero. Lo que quiero se ha alejado hace ya mucho tiempo de lo que quiero, y veo con dolor cómo se me escapa. Es una cosa que me da vergüenza y me produce orgullo. Me da vergüenza ser lo que soy. Pero ¿puede alguien avergonzarse de eso?

He vuelto a las pajas. Tendrían que verme. Ya estoy otra vez con todos ustedes; también yo me las hago. Hola, otra vez. Bien, aquí estamos todos, tendidos boca arriba y rasgueándonos a nosotros mismos, como si fuéramos una de esas guitarras torcidas de Picasso. Es ridículo, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Ya saben lo que pasa con las mujeres de la calle en las ciudades calurosas, en las selvas de cemento. No es que salgan por culpa del calor. Sino que el calor les quita casi toda la ropa. En la repugnante atmósfera enfermiza del verano en Manhattan, en las filas de cojitrancos que andan por la calle, las mujeres se deslizan con su ración extra de feminidad, toda esa cantidad suplementaria de tetas y caderas, y, encima, con todas esas emanaciones, dulces transparencias, intoxicantes presencias. Los hombres se arrastran a través de la fiebre. Incluso Fielding da muestras de notar esta tensión suplementaria:

—Es de lo más puta —dice—. Slick, nos gana de todas todas. De modo que dejémonos ganar.

Insiste a cada momento en que la acompañe a cierta increíble contorsionista, a cierto burdel venusino, o que llamemos a esas tías que vienen a hacértelo en tu casa, a ésas con las que te citas por teléfono, vía agencia. Conozco a una tía, a una zorra, a una pájara. Hay artistas de la danza, del strip-tease, de todo. Si no le entendí mal, me parece que me insinuó que podíamos pasarnos un fin de semana en Long Island con Juanita del Pablo y Diana Proletaria. Pero yo no necesito tentaciones especiales. Sin ellas ya me ocurre de todo.

No se lo van a creer ustedes. Es increíble. De repente, la mitad de las tías de Nueva York quieren meter la mano en mis calzoncillos, sí, he dicho mis calzoncillos, ésos con la y griega invertida en la parte delantera, con el saco de los huevos de material elástico. ¿Consiste en esto el éxito? ¿El dinero? ¿Acaso es éste el resultado de la luz que ha arrojado Martina Twain sobre mí? Mientras haraganeo por el Blithedale, me acosan las nenas por todos lados, en el comedor, en la sala de videojuegos. Vienen directamente hacia mí, prietas sus carnes bajo el vestuario especial para la ola de calor, y me insinúan su deseo de pasar un rato íntimo en su casa o en la mía. Me siento en el bar a tomarme una cerveza de baja graduación y a tratar de poner en orden mis confusiones mentales, y enseguida se encarama en el taburete contiguo una tía buena que se me agarra al muslo como si estuviera a punto de perder el equilibrio.

—Invítame a una copa —suelen decirme—. Estoy ardiendo.

La otra noche, lo juro, subía la calle Cuarenta y tres al anochecer, y una neoyorquina, al verme llegar, se cruzó en mi camino, se plantó muy tiesa con las piernas abiertas, y dejó caer su pañuelo. Y en la recepción del Ashbery siempre me esperan recados de tipo salaz. Y mujeres de tipo salaz. ¿Qué quieres?, suelo preguntarles.

—¿No podríamos discutir ese asunto en tu habitación? En realidad, lo que me gustaría es discutir ese asunto en tu habitación.

Yo las aparto de mi camino, asustado, fracasado. Jamás había sentido mayor necesidad de la bebida. Pero voy tirando a base de simple vino y tranquilizantes. Trato de encontrar la clave de todo este embrollo sexual en el que me estoy viendo metido. Y a veces pienso: Soy yo. Yo soy la clave.

Me guardo las peores noticias para el final. Parece que —Señor, apiádate de mí; Jesús, dame un respiro—, parece que está apareciendo en mí cierta tendencia gay cuyo objeto es Spunk… Sí. ¿No es la leche? Hace un par de días me lo llevé a Blithedale y le invité a comer allí. Mientras su cara se convertía en un muestrario de arrugas a medida que leía la carta, acabó armando un cristo con el camarero, al que pretendía convencer para que le sirviese una de sus ensaladas anti alimenticias. Tras unos cuantos tartamudeos y vacilaciones, al final resultó que ese pobre chico no sabe prácticamente leer… Casi me moría de vergüenza y ternura…, y de paso noté lo adorables que eran los bultos y los movimientos de tensión y relajamiento de los músculos de su cuello. Ahora, cada vez que la secretaria o la telefonista me dice que Spunk Davis quiere algo de mí, me entran los mareos y la emoción, como si se tratase de una vampiresa. Me acuerdo que una vez tuve una cosa extraña con la pequeña de Alec Llewellyn, su hija de nueve años, Mandolina, Mando. Fue una cosa erótica, sin duda alguna (me encantaba acariciarla), y venía acompañada de los síntomas clásicos (en cuanto ella me miraba con poca simpatía, bueno, allí se acababa todo, no restaba más que el suicidio); pero no era una cosa sexual, desde luego que no, ni siquiera remotamente. Tal vez lo que me pasa con Spunk sea como aquello. A veces me digo a mí mismo: Tranquilo, tío, lo único que pasa es que te recuerda tu propia juventud. A veces, en medio de las fiebres que me dan, de las ideas disparatadas que se me ocurren, comienzo a enfrentarme a otro hecho sorprendente: que seguramente he estado enamorado de Fielding Goodney desde el momento en que le conocí. Caray, tíos, ¿qué hacer? Tendré que dejar que pase el tiempo, supongo. Esperar que las cosas mejoren, y rezar pidiendo que nada llegue a salir verdaderamente mal. Habrá que echarle cojones.

***

Gracias a la astucia con la que fingí ser un amante de la pintura, un chalado de los lienzos y un artista degustador del arte en general, me he pasado buena parte de esta última época siendo expuesto por Martina Twain a los efectos de la alta cultura. En consecuencia, ahora sufro un shock traumático cultural, y auténtico pánico, a medida que voy siendo arrastrado por ella a través de largos pasillos de parquet hacia los ocultos rincones en donde cuelgan visiones bañadas de extraña luz. Hay que hacer cola, pagar un buen dinero, para mezclarse con los vituperantes intérpretes y japoneses de cara iluminada por el flash, con buitres, universitarios, solitarios, catadores y consumidores salidos del torbellino de la sucia ciudad. Muchos de esos tipos, según he podido notar, son individuos de clase obrera en fase ascendente, o bien forasteros. Los hombres parecen rollizos, payasos con ropa deportiva de tonos pastel, siempre sonriendo, diciendo que sí con la cabeza, admirando. Las mujeres son del tipo muñeca parlante, esas que dicen Mami y se echan una meada si las vuelves boca abajo, con caritas muy monas cubiertas con pelucas de color merengue. Son consumidores heroicos, que ya han probado de todo, y ahora quieren también una tajada de alta cultura, pegarle un buen mordisco a eso del arte. Es como si creyeran que todo eso está allí para ellos. Y tal vez sea así. Pero ¿para mí? Yo vengo de la mala orilla del Atlántico. Soy de Londres, inglés. Y estoy casi convencido a estas alturas de que nada de todo eso está hecho para mí. Me resulta muy duro. Mientras los demás contemplan el arte o leen libros o se rinden a la buena música, mi cabeza sigue zumbando con sus temas de siempre: el dinero, Selina, las erecciones, el Fiasco. Lo intento, pero no puedo. Es duro, muy duro.

Martina y yo vamos a toda clase de exposiciones. Fuimos a una exposición constructivista que había en no sé qué rincón perdido del barrio Este, en la zona alta. Elásticos postes de mayo y tipis enfajados, combinaciones espásticas de cemento y acero, hieráticos monstruos. Fuimos a una exposición modernista junto a Central Park. Naipes rotos y perfiles de piezas de ajedrez, campos de batalla de backgammon y fragmentos de dados, escombros del azar. Me sentía obligado a mostrar entusiasmo ante todo lo que íbamos viendo, pero hace mucho tiempo que se me acabaron las energías suficientes como para echarme faroles y parlotear, de modo que actualmente lo único que puedo hacer es fingir pasmo y concentración con mi cara de póker. Ayer visitamos una exposición de desnudos clásicos, todo mármol. Resultó agradable ver mujeres que, pese al calor, parecían mantenerse tan frías y neutrales. De todos modos, no eran desnudos integrales, pues alguna mano reciente había estado repartiendo hojas de higuera. Es ridículo, comentó Martina, refiriéndose a los tallitos y velos que les habían puesto. Pues, mira, no sé: tampoco hay que precipitarse; no va nada mal eso de dejar cierto campo para la imaginación. Ella no estuvo de acuerdo conmigo. Desde mi punto de vista, por supuesto, aquellas tías me hubiesen gustado mucho más si, encima, les hubiesen colocado ligueros y medias, sandalias con correas; en fin, lo mío no debe de tener que ver con la estética. Mañana vamos a la gran antológica de Monet, Manet, Money o como quiera que se llame.

De modo que aquí estoy, tras una cena ligera, sentado en la sala de Martina, tomando vino y mirando ceñudo las páginas de Freud, cuando de repente suena el teléfono… Ya no tengo sentimientos filiales respecto a Caduta Massi. Ahora sólo me gustaría tirármela.

—Para mí, eres como un hijo, John —me ha dicho hoy mientras tomábamos el té—. Por eso no me gustan Spunk ni Butch Beausoleil. Son como niños, me los recuerdan. Pero tú eres otra cosa.

Y, diciendo esto, tomó mi mano, la apoyó sobre la cachemira eléctrica de su regazo, y noté que mi polla experimentaba una enfermiza pero vivaz sacudida. Menos mal que, justo en ese momento, los pulmones del príncipe Kasimir decidieron despertarle con una de las malas pasadas que suelen jugarle. Dice Caduta que Lorne la llama Madre desde hace unos días. Se pegan unas magníficas lloradas juntos. Lorne sería capaz de dar su vida por Caduta en estos momentos, pero sigue empeñado en las escenas de desnudo.

—Piénsalo, madre —le dijo ayer—, sería bellísimo…

Y el teléfono suena. Suena el teléfono, dispuesto a interrumpir esa ilusión del mundo adulto en la que ahora estoy viviendo, con mi libro, los trebejos caídos, el último acto de Otelo y sus flautas gitanas. Soy un adulto inteligente, a veces. Leo revistas sofisticadas y voy a películas para mayores. Pero suena el teléfono, y es para mí.

—Es para ti —dice Martina, y me da el teléfono. Noto la desaprobación o el desconcierto que se le nota (pienso) en la oscuridad de las venas del lado más tierno de su mano.

Es para mí…, y a que no adivinan quién me llama.

—¿Cómo has conseguido este número? —pregunté, sinceramente interesado. Estaba seguro de que nadie conocía la verdad acerca de mi vida secreta. Estaba seguro de que todo el mundo creía que andaba por ahí, de putas, callejeando, emborrachándome cada noche—. ¿Te lo ha dado tu amiga la pelirroja?

—Ella ha abandonado este caso, ya no nos vemos. Dice que actualmente no resultas divertido.

—Oye, tenemos que vernos. Estoy preparado.

Tal como ya he explicado, no sirve de nada colgar cuando llama Frank Teléfono. Vuelve a llamar, eternamente. Hay que dejarle hablar, dejar que suelte su rabia, sus insultos, sus sollozos, hasta que ha dicho todo lo que tenía que decir, hasta que se ha calmado, y está dispuesto a despedirse, agotado, tranquilizado, seco de tanto llorar. Le encanta contarme cuáles son las leyes que recaen sobre quienes no tienen dinero, toda esa clase de historias. Él no tiene dinero. Ni tiene tampoco ninguna otra cosa. El día que repartían belleza y encanto y simpatía y pasta, Frank estaba el último de la cola; y aproveché esta ocasión para recordárselo. Él contraatacó enumerándome todas y cada una de las torturas con las que pensaba obsequiarme en alguna ocasión, y tuve que oír la larga lista. Luego hubo un silencio, y, haciendo un repentino gesto de asentimiento, le dije:

—Eres tullido, ¿verdad?

—Pues… Verás… Sí —dijo él.

Entonces, ¿cómo diablos piensas pelear conmigo, desgraciado?, quise preguntarle. Pero lo único que le dije (y lo dije en serio) fue:

—Lo siento. Lo siento muchísimo.

Ante Martina traté de restarle importancia a esa conversación.

—Sólo un pobre actor en mala racha —le dije—. Insiste en llamarme a todas horas.

—¿Es el hombre aquel que se viste de mujer?

Ya se me había ocurrido alguna cosa parecida, por supuesto, pero ahora estaba más seguro que nunca.

—No —le dije a Martina—. Este es un tipo bajito.

Le conté a Martina el asunto de Nub Forkner. Por cierto, que finalmente le hemos contratado, a él y también a Christopher Meadowbrook, que harán los papeles de matón. Es una pesadilla tener que tratar con ellos, pero tengo la certeza de que formarán una pareja tremenda. Gordo y enloquecido Nub, y grande y malogrado Chris. Como Alec y yo, cuando salíamos por ahí… La escena en la que amenazan a Spunk Davis, bueno, resulta auténticamente amenazadora. Toma planos largos, me digo a mí mismo, y deja que el clima se vaya cociendo solo. Toda la envidia, la bilis, el odio, que se vayan cociendo.

Saqué a pasear a Sombra y me fui a la cama con Martina Twain. En realidad prefiero no hablar de eso. De momento estamos en lo de los abracitos amorosos y poca cosa más. Como todas las chicas, Martina es adicta al calor: pone el acondicionador en marcha. Yo la abrazo. Me siento henchido de cierto deseo abstracto, y de otra cosa que ni entiendo ni puedo identificar. Mientras permanezco tendido ahí, inhumano, no-animal, desgoznado, rebusco en mi mente besos e impactos suaves, caricias frías. Y enseguida se me transforma todo en pornografía… La sala de proyecciones que albergo en mi cabeza (una sala particular, sólo para socios, pero con cuotas francamente irrisorias) empieza a oler a cerrado, a humo, no es más que un antro de butacas desvencijadas y ceniceros llenos, en donde la película avanza a trompicones. No ocurre nada. Muero cada noche una muerte como la de Desdémona bajo la almohada… Lo primero que hice ayer por la mañana fue tratar de introducirle a Martina una inesperada alegría matutina. Ya pueden imaginarse ustedes lo tremenda que era esa alegría. Sin embargo, y pese a todo, no funcionó. Tuve que levantarme a mear. A veces pienso que mi polla se me quedó traumatizada a consecuencia de aquel incidente mingitorio de la ópera. Pero probablemente haya muchos más problemas. Sí, probablemente haya muchos más problemas.

***

Miren. Atención… Ahí voy otra vez. Sí, logro ver mi imagen. Me levanto, con un alegre bostezo, del lecho de la última starlet. Me tomo mi pastilla reconstituyente tamaño polla, y serpenteo en una piscina de vitamina C.

—Buenos días, señor.

Es mi ayudante para la ducha, o mi entrenador de tenis, o el cuidador de mi caniche, mi gurú capilar, mi yogui rejuvenecedor. Me tomo mi vaso de agua baja en calorías, mi agua de alta costura. El terapeuta domiciliario me toma de la mano, y me pongo en marcha, avanzo por Sunset Boulevard, con el cuero cabelludo enriquecido con turbo semillas, con la boca llena de cobalto y estroncio 90, así como, colgando entre mis piernas, un cacharro biónico, un instrumento de ataque sexual valorado en más de un millón de pavos. La operación ha sido un éxito completo. Todos opinamos que ha sido maravilloso que haya podido cambiar tantísimo.

Bueno, ya saben ustedes que a veces me siento como si ya hubiese estado en California, y la operación no hubiera salido bien. Me siento… prostético. Soy un robot, un androide, un cuerpo invadido. Una vez leí —o me contaron, o se lo oí comentar a alguien en un bar o donde fuera (da igual, ahora ya forma parte de mi cultura)— que existe una considerable proporción de terrícolas, uno de cada cinco, o uno de cada tres, o tal vez hasta dos de cada uno, que tienen la impresión de que todos sus pensamientos y acciones están siendo determinadas por seres procedentes de otro mundo. Y no se trata de chiflados, locos de atar o babeantes vagabundos: estas ideas las tienen los inspectores de hacienda, los abogados, los burócratas. Antiguamente (y ojalá tuviera yo más información acerca de esa época. No creo que hoy en día encuentre muchos datos al respecto), antiguamente, los miembros de estas tribus de seres invadidos por habitantes de otras galaxias le daban vueltas a la idea de Dios, o a la del Infierno, o a la del Padre de la mentira, el destino del espíritu, e imaginaban que el alma era un ser interior, un ángel de húmeda sonrisa vestido con un camisón de color rosa, o un duende burlón que te hacía cortes de mangas y tenía mal aliento. Pero hoy en día el invasor es visto más bien como una gráfica sombreada producida por una compleja máquina con cara de extraterrestre.

A veces también yo creo que hay alguien que me controla. Que hay un invasor espacial que invade mis espacios interiores, un jodido chistoso. Pero no viene de ahí afuera. Viene de aquí adentro.

***

Nos levantamos tarde, nos zampamos sendos platos de alubias enanas y nos fuimos en taxi a la parte alta. Casi me había olvidado de la lluvia, pero la lluvia que estaba cayendo despertó mis recuerdos. Llovía como si jamás hubiese dejado de llover, como si la lluvia no se hubiese pasado una temporada lejos de aquí, en su elemento. La belleza soleada de las avenidas, comprendí ahora, no es más que aire: nada, en realidad, simple aire enmarcado por líneas simétricas. Pero en estos momentos las grandes perspectivas habían desaparecido, habían sido borradas por la neblina, y apenas si parecían abiertas mandíbulas con los goznes averiados. Estábamos en el largo fin de semana del Labour Day,[13] y las calles aparecían desprovistas de su personal cotidiano, mientras que los pocos coches que se veían estaban parados o avanzaban por las calles como troncos arrastrados por la corriente. Salimos del taxi e hicimos cola bajo un paraguas rosado. Esta tarde lluviosa íbamos a dedicársela a Edouard Manet.

Lo primero que hizo ese sujeto fue devolverme a París. Ya conocen ustedes el cuadro ese de la chica que sirve en un club de striptease o en un bar con trapecio, su expresión forzadamente amable, las botellas de champagne sin descorchar pero llenas sólo hasta la mitad, las naranjas en el cuenco de grueso cristal, y, detrás de ella, a cierta distancia, las filas de chiflados con chistera… Mi debut parisino fue el año pasado, con motivo del rodaje de un spot publicitario que anunciaba una nueva marca de filete congelado de carne caballar. Utilizamos los estudios ecuestres de esa galería que hay junto al río. La idea era la siguiente: chico encuentra a chica delante de la pista de hípica pintada por Degas, luego se la lleva a una brasserie muy lujosa para tomar unas albóndigas de percherón, o una hamburguesa de rocín o lo que fuese… París me sobreexcitó. Me pasé horas en los bulevares de la Rive Gauche, borracho, abriéndome paso a empujones por entre la multitud de paseantes y compradores y usuarios de dinero en circulación, pero parándome en seco cada cincuenta metros cada vez que veía, enmarcada en los ventanales de algún café, a alguna bronceada rubia o alguna niña abandonada de expresión impertinente, que, junto a su cerveza o su café, parecía esperar pacientemente que alguien como yo entrase y empezara a decir, en el idioma internacional, cosas como:

Bonjour, mon petite. Let me buy you a drink. Pourquoi non come back to my hotel. Come on, cherie, you know you love it.

Me echaron a cajas destempladas de, bueno, al menos seis o siete locales, y sólo entonces comprendí de qué iba el rollo. Porque, en efecto, las tías de París se lo tienen bien montado. Han organizado las cosas de manera que puedan andar solas por ahí cada vez que les da la gana, sin que el primer borracho o despistado que se cruce con ellas pueda abordarlas y hacerles pasar un mal rato. En fin, pensé, ahora ya es demasiado tarde. Lo hecho, hecho está. Pero lo que me gustaría saber a mí es quién coño les ha permitido que se salieran con bien de este montaje.

… Y ahora, en el húmedo Manhattan, en la asfixiante galería en la que todo el mundo huele a perro mojado, miro a Martina, que contempla erecta y con toda su atención la figura de un torero muerto, y eso me hace pensar: sí, las mujeres, las mujeres son muy diferentes de nosotros, los tíos, tan diferentes como los franceses, por ejemplo (las mujeres se inclinan hacia uno y otro lado mientras conducen, y se ríen más que nada por amistad, y cogen las bebidas calientes con las dos manos, y se abrazan a sí mismas cuando tienen frío, y detestan los deportes, y dicen Madre mía mucho más a menudo que nosotros, y creen en sí mismas, y te echan la culpa por las cosas que les haces en sus sueños, y son teóricas de las conspiraciones, y dictadores benévolos), pero, pese a todo eso, son terrícolas, como nosotros, bastante parecidas en el fondo. Las mujeres son muy civilizadas. Las tías forman el sexo amable. Puede que te lo hagan pasar horriblemente mal en casa, pero nunca te lo hacen pasar mal en la calle. Es frecuente que las mujeres obliguen a los hombres a reconocer su lado femenino. Antes pensaba que eso eran cosas de maricas y bolleras, pero ahora ya no estoy tan seguro. Quizá sea eso lo que me está pasando: cada vez soy más tía. Eso explicaría muchas cosas. En el pasado, he hecho algunos intentos de feminizarme. Me moví mucho entre mujeres, a ver qué resultados obtenía, y no me sirvió de nada. Aparte de que pude echar cantidad de polvos. ¿Quién sabe? Cuando ocurre, ocurre. En todo este embrollo no soy, en absoluto, el conductor del coche. Más bien ocupo uno de los asientos de pasajero, uno de los de atrás, o quizá voy en el maletero. No sé si alguna vez llevé el control. Pero sí sé que en estos momentos no controlo nada.

De modo que miré a Martina mientras ella miraba a Manet: los placeres civilizados, los sacramentos debidamente celebrados, sin voluntarismos ni corrección exagerada. Ostras para desayunar, peces muertos, más muertos que el hombre muerto. Mujeres vistiéndose, el orgullo viril de los hombres uniformados. El jardín como lugar para el trabajo y el descanso, y luego las peonías en su jarrón. La novia del escritor, la vigilia del escritor en su despacho. El mundo del dinero suficiente, el mundo de lo suficiente. Vi todo esto, pero no llegué a ver su brillo. A mí me gustó más bien todo lo referente a bares, comida, la tía buena del picnic, la rubia bien parida, cosas familiares o eróticas. Eso sí que lo vi. No vi su brillo. Pero vi el brillo de Martina: un brillo que se le notaba en los ojos, en los labios, en la piel, en todo.

***

De todos modos, a continuación tuve que dejarla, maldita sea, y atravesar como un rayo toda la ciudad para trabajar una hora o dos en la recepción del Carraway, en donde Fielding había convocado una reunión de todos los adinerados que nos financian. Ahora contamos incluso con un par de adineradas. Por un lado, Lira Cruzeiros, de Buenos Aires, y por otro Anna Mazuma, de Zurich. Y últimamente se ha sumado también Valuta Groschen, de Frankfurt. Les aseguro que le hizo un gran bien a mi corazón ver todo ese poder-de-la-pasta, todo ese chillón grupo de gente ostentosa. Porque, vamos a ver, ¿cuánto dinero nos va a costar, tal como van las cosas, Dinero sucio? Creo que estamos gastando por encima de los treinta y cinco o cuarenta de los grandes cada día, y ni siquiera hemos empezado a rodar… Debido a cierta precaución inescrutable por parte de Fielding, Spunk Davis no había sido invitado (al igual que Butch Beausoleil). Sin embargo, estaban en la reunión las estrellas veteranas: Caduta Massi, que se pasó todo el rato mimando a su príncipe Kasimir; y Lorne Guyland, disfrazado al estilo robot con un curioso smoking, y acompañado de la vampiresa Thursday, bien agarrada de su brazo de robot. Se encontraban también por allí los miembros del contingente británico: Skyse, Blackadder, Mick Obbs, y mi famoso montador, Duane Meo. Se quedaron en un rincón, ceñudos, y durante un rato, obligado a cuidar y consolar a todas esas almas en pena, me sentí como la gallina rodeada de sus polluelos, o como un cultivador aficionado de orquídeas. Pero Fielding se hizo cargo de la situación, y se dedicó a participar en un concurso de elogios dirigidos a estrellas y artesanos, con lo cual yo quedé libre de irme hacia los asientos ocupados por la gente de pasta.

No crean, se trataba de una multitud formada por tipos en general poco ostentosos, desprovistos de relumbrón; algunos incluso iban mal vestidos, y a más de uno le hubiera ido bien pasar por una clínica de felpudos o de trasplantes faciales. Con aquel magnífico champagne, los afiligranados canapés, los elegantes camareros y todo aquel dinero, aquellas sonrisas o saludos o gritos, me moví entre ellos como pez en el agua. Todos parecían estar hablando del arte de la interpretación, y de los aspectos más específicos de ese trabajo: contratos, descansos, disponibilidad, pruebas, proyecciones y todo lo demás. Bien, yo creía que eran productores circunstanciales, pensé. Aunque, claro, ser rico también tiene mucho que ver con el arte de la interpretación. ¿Acaso no es cierto estilo, cierta pose, cierta interpretación que obligas a que el mundo acepte? Tanto si tienes experiencia como si no, cuando eres rico has de andar por el mundo fingiendo que mereces todo lo que tienes, fingiendo que el dinero te ha elegido por tu bonita cara, o que se te pondrá la cara bonita gracias al dinero. Tanto si eres un loco del dinero como si eres un presumido del dinero, has de fingir que todo eso es absolutamente natural… En cuanto a mí, jamás he creído merecer tanto dinero, lo que hacía para ganarlo me producía más bien un notable embarazo, y seguramente es por eso que me las arreglo tan mal con el dinero. Aunque me parece que esta vez voy a tener tantísima pasta que no podré desprenderme fácilmente de ella. Será excesiva. De modo que no me quedará más remedio que entrar a formar parte de esa pandilla, la de los artistas del dinero.

Aguardé a que Fielding me dirigiera su gesto de asentimiento, serio y cómplice, y entonces, tras darles apretón de manos a Lorne y Caduta, me largué y me fui en taxi a la parte baja. Nos encontramos en la Novena Avenida con una de esas extrañas series de semáforos sincronizados, cincuenta manzanas sin una frenada, y los ojos verdes reforzaban el combustible de mi agitación diciendo sí, adelante, pasa, puedes conseguirlo, pero justo cuando este pasajero del asiento de atrás necesitaba algún límite, cierta lentitud, abandonar el carril de adelantamientos. De modo que hice parar al taxista y recorrí andando el último kilómetro a fin de apaciguar mi corazón dolorido. Paseé por las calles de Chelsea hasta la Octava Avenida, dejé atrás los bares con sus luces cárdenas o azules, los agujeros de antimateria de los tristones hoteles (una chica negra de grandes tetas escribiendo algo en un mostrador), y luego me detuve bajo el perfecto crepúsculo de Manhattan, con un aire en el que se equilibraban armónicamente los grises, los plateados, los amarillos, y contemplé a través de la brillante verja a los ocho críos que brincaban con su pelota bajo el alto aro.

Martina permaneció silenciosa en la terraza, vestida con una camiseta y pantalones cortos, un brazo en jarras y el otro sosteniendo la manguera… Comimos ahí afuera, aventados por la brisa, una ensalada con pan y queso, y otra vez ese vino de juguete que suele servir ella, envueltos por el olor penetrante y almizcleño de la hierba y la turba húmedas. Más tarde, Sombra se acercó a su ama en son de súplica, pero bostezando y con los rasgos a medio camino entre la ansiedad y la somnolencia. Yo estaba sentado con Hitler en mi regazo: la noche de los generales, la tierra calcinada, colapso, humillación y muerte. El final feliz. Ahora tendría que empezar a leer Dinero, otra vez. Era Martina la que me había dado esos libros. Martina me había dado una biblioteca de instrucciones para vivir en el siglo XX. Pero también era eso mismo lo que yo le estaba dando: con mi ejemplo personal. Martina es observadora. Llevaba varias semanas observándome tan atentamente como yo la observaba a ella. Y Martina estaba aprendiendo no pocas cosas acerca del viaje de su planeta a través del tiempo. Por ósmosis, había aprendido algo gracias a este tullido gordo de cabeza en permanente caída libre, gracias a este sujeto vacío por dentro, gracias a este espantapájaros hecho de chatarra, de chatarra.

—Eh, tienes que decirme una cosa —le dije.

—¿Cuál?

—¿Por qué permites que yo ronde a tu alrededor? Mira, no me parece convincente. Nadie se lo creería. ¿Te lo creerías tú?

—Oh —dijo ella—, no eres tan horrible como piensas. Además, tú estás aquí, y no tengo a nadie más. Me pones a prueba. Pero me gustas.

—¿Por qué? —Supongo que porque soy un típico ejemplar del siglo XX—. ¿Por qué?

—Eres como un perro.

Al oír esto me puse ligeramente tenso. No es la clase de piropo que me gusta. Con las chicas, generalmente exijo que se me tome muy en serio. Pero también comprendo que durante estos últimos días exijo mucho a quien está conmigo, sobre todo porque ni yo mismo consigo aguantarme.

—Ya tienes un perro.

—Y ahora ya tengo dos. ¿En qué piensas cuando no piensas en nada?

—Tendré que pensármelo —le dije.

Qué ganas tuve en ese momento de tomarme un whisky: no puedo negar que en todos estos diálogos de Bank Street el miedo es uno de los factores más importantes. El miedo a lo desconocido, el miedo a las cosas serias. Quedaba en la botella suficiente vino como para llenar un vaso. Pero un vaso de vino no te proporciona grandes dosis de arrojo.

—Contesta tú primero a esa pregunta —le dije.

—Pienso en todo lo que he perdido.

Se quedó en silencio. Supuse que estaba pensando en las cosas perdidas. Me fijé en el dolorido blanco de sus ojos. Sí, tenía magníficamente desarrollados los músculos del llanto: esos ojos habían llorado a mares. Siguió hablando. Dijo que no se refería a cosas perdidas sino a personas perdidas. Hacía bastante tiempo que perdía personas, a un ritmo de una cada año. A mediados de los años setenta se había quedado sin sus abuelos. Luego había perdido a su madre (cáncer), a su mejor amiga (accidente de circulación), a su padre (suicidio), y, el último año, a su único hermano (ahogado, ahogado). Eso ocurrió hacía un verano, cerca de Nueva York, en el cabo. Yo no tenía ni idea de todo eso.

—Joder —dije. Es cierto que los ricos aligeran el drama de la muerte, porque te dejan cosas en herencia. En el lugar del que yo procedo ocurre exactamente al revés. Siempre tienes que estar rascándote los bolsillos para pagar deudas, para pagar funerales—. De todos modos —dije, vacilante—, este año no has perdido a nadie. Hasta ahora, por lo menos.

—Este año también. He perdido a Ossie…, para siempre.

—Ah, claro.

—¿Y tú, en qué piensas?

Noté que mi cara se ponía fofa y necia. Luego me encogí de hombros y dije:

—En el dinero. En eso, o en el miedo o la vergüenza. Es lo único que tengo frente a quienes puedan odiarme.

—Pobrecito —dijo ella—. Aunque quizá no seas tan especial…

Nos fuimos a la cama. Nos fuimos a la cama como lo hacen los adultos: ya saben ustedes, como si no fuese nada del otro mundo. Sin agentes estimulantes ni reforzantes musculares, sin gruñidos cabrunos ni risillas o gañidos nerviosos, sin atrezzo ni brandy ni parafernalia de burdel, sin clavos ni correas ni terceras personas. Martina se desnudó rápidamente. También ella usa unas bragas ingeniosas, pero apenas te da tiempo a echarles una ojeada. Avanzando sobre sus largas piernas de color tostado, con la curva de la cara interior de los muslos atractivamente marcada como si se tratara del extremo de unas pinzas (anchas las orillas de las caderas, firme pero no robusta la espalda), Martina se dirigió al baño. Después, su regreso, completo y frontal, con la piel mostrando los primeros e interesantes indicios del paso de los años, las primeras huellas del tiempo, de la muerte, pero que servían para garantizarte que, suponiendo que alguna vez tuvieras la ocasión, sabrías con absoluta seguridad que habías estado con toda una mujer. Eso era una mujer, sin la menor duda.

—Joder —dije—. Mientras estaba ocurriendo todo esto, tú tenías además en la cabeza todo ese jaleo. Ni por un momento me he parado a pensarlo. Lo lamento.

Y vislumbré también todos sus demás pensamientos, todo lo que le rondaba su alta cabeza, detrás de su rostro, muy por encima de mis alcances.

Me desnudé y me tendí en las sábanas junto a ella. Nos besamos, nos abrazamos, y ya sé que soy un lerdo y un torpe, y un perro aburrido, pero al final comprendí lo que su piel estaba diciéndome, vi aquello tan sencillo que contenía, a saber: Aquí estoy para ti, todo esto te ofrezco. Sí, pensé, en la dulzura está el truco, mis pobres manos violentas… Y a la mañana siguiente, cuando desperté, la leche (y que nadie se ría; no, nada de risas), me sentí como una flor: un poco marchita, por supuesto, algo dolorido el tallo, sin futuro auténtico quizá, sólo un futuro fallido, un futuro de jarrón, pero una flor que se alisaba los pétalos y se preparaba para, alzando la cabeza, alimentarse de la luz diurna.

***

—¿Le dejo suelto? ¿Qué te parece?

—Sí, déjale correr —dije—. Es un buen bicho.

—¿Y si se escapa?

—Algún día tendrás que probarlo.

Washington Square, domingo del puente del Labour Day en Nueva York, con el aire tan pesado como el goteo que resbala por la pared de una cocina azul. Otra fecha importante en el calendario de la selva, con plena participación tribal, con chicos listos que patinan a una docena de ritmos diferentes, con ágiles maricas saltando y estirándose (detenido eternamente el disco que lanzan en la corriente térmica de la dorada neblina), y juegos y gritos, y dos coches de la policía con las cuatro puertas abiertas a modo de trampas en las que harán caer al primero que se desmande. Y ni un ápice de vergüenza en ningún lado. Cierto grado de amenaza y cierto grado de desesperación, y cierta dureza visible en el rastrojo de la mal afeitada barba de los polis, pero sin la menor vergüenza… El perro se retorcía como un loco de ganas de soltarse y mezclarse por entre la variopinta gama de seres humanos. Le soltamos. Al principio se puso a correr en círculos cada vez más anchos, con la lengua casi colgada del cuello a manera de bufanda. Luego se detuvo, se sentó de perfil, tieso y civilizado, como un caballo de ajedrez que estuviera esperando tranquilamente en segunda fila, contemplando sin excitación las posibilidades que se le ofrecían.

Compré unas cuantas latas de cerveza ligera en el pequeño tienducho. Nos sentamos en un banco de piedra y estuvimos charlando, Martina de blanco (blusa blanca, falda blanca), y yo con el corazón envuelto por una faja de agitación. El ascenso a lo largo de la cadena del ser, la movilidad social: grandes frases, pero lo mío es mucho más agotador. Eso de mantenerse en donde uno está, de no resbalar, incluso para eso hay que tener unos huevos de campeonato. Mientras Sombra rondaba por allí, regresando cada vez con menos frecuencia para recibir una caricia estimulante, elegí un tema e interrogué a Martina acerca de la filosofía. No me refiero a la filosofía de Martina, sino a la filosofía en general. Y ella me dio algunas muestras de las cosas a las que suelen dedicarse los filósofos. Por ejemplo, ¿de qué manera se las puede arreglar uno para decir que el Morning Star y el Evening Star son en realidad lo mismo? Repliqué diciendo que, sin la menor duda, no eran lo mismo: aunque la empresa periodística era una misma para los dos diarios, de todos modos eran dos cabeceras distintas, y a fines presupuestarios, fiscales, y demás, no cabía la menor duda de que esa empresa los trataba por separado. Martina sonrió y me dijo que sí con la cabeza. Y luego soltó una carcajada, de un tipo nuevo, que no sé si expresaba felicidad o resignación. La filosofía es una tomadura de pelo, pensé, y le dije:

—Bueno, dame otro ejemplo.

Pero su expresión había cambiado, y de repente se puso en pie.

—Oh, no —dijo—. ¿Dónde está Sombra?

También a mí me había preocupado este asunto. Hacía unos cuantos minutos que Sombra no venía a visitarnos, y, secretamente, yo había estado esforzándome por tratar de divisarle en medio del torbellino humano. Sin decir nada, zigzagueamos por la plaza, revisamos sus contornos, y luego atravesamos el hirviente y agresivo calor. Ni sombra de Sombra. Nos separamos y empezamos a correr en círculos cada vez más anchos, regresando cada vez con menos frecuencia en busca de esa caricia de estímulo.

Una hora más tarde corría yo por la calle Diecisiete, con mis aporreadas partes brincando en su bolsa, convertido en un jogger terminal, sin aliento, lloroso. Cada vez que Martina se reunía conmigo para volver a dejarme, me decía que nos habían robado el perro. Pero yo estaba seguro de que se había largado, que había emprendido el camino hacia la parte alta, que había regresado hacia la zona de la calle Veintitrés y el mundo que se abría a partir de allí. Al principio pensé: Joder, a ver si encontramos a ese maldito chucho, así podré dejar de correr y tomarme una copa. Incluso hubo momentos en los que se me ocurrió que la desaparición de Sombra no iba a causarme ningún problema personal. Pero ahora, cuando subía a toda velocidad calle arriba, tuve la horrible certeza de que mi destino estaba estrechamente atado al del perro, supe que si Sombra desaparecía también yo acabaría regresando a la calle Veintitrés para perderme en el laberinto con el resto de perros humanos. Sin Sombra, se habría acabado mi proceso de lenta aristocratización. Sólo me restaría volver a mis reductos urbanos, mi agua fría, mis desastres. Me pareció verle cruzar a toda velocidad entre los coches aparcados, los parquímetros y las bombas de incendios, pero cuando, tras esquivar la circulación, me planté en la lejana acera, sólo encontré un cubo de basura roto cuyo contenido estaba siendo esparcido por el viento. De modo que seguí corriendo, subiendo por la Octava Avenida, camino del fin del mundo.

Le encontré en la calle Veintitrés, en uno de los turbios callejones que hay junto al viejo Limpopo. El instinto me aconsejó llamarle a gritos y lanzarme hacia él al sprint, pero finalmente desaceleré mi paso y me aproximé con vigilante cautela. Sombra estaba disfrutando del jaleo en el centro mismo de un débil ciclón de basuras; ya saben, la porquería tiende, en las ciudades, a pasarse las horas jugando al corro en una confusión de cartones de leche, latas de cerveza, pollos degollados… Me acerqué un poco más. Por su aspecto, se hubiera dicho que Sombra se había vuelto loco: se sacudía y se relamía, y cojeaba de una pata que, significativamente, parecía señalar hacia la parte alta de la ciudad. Le noté físicamente distinto, había experimentado algún cambio en un detalle vital que, sin embargo, me costaba identificar. El collar. Había perdido el collar. Había bastado una hora en la selva para que Sombra hubiese sido asaltado, violado, desnudado de todo lo que tenía. Ahora no le quedaba ni su nombre. De repente se volvió hacia mí, me miró sin curiosidad y volvió a desviar la vista. Cuando vi que estaba a punto de largarse al trote camino de la Octava Avenida, ladré su nombre con toda la potencia que me permitían mis cascados pulmones, y se volvió otra vez, con mucho esfuerzo, y vino hacia mí con los hombros hundidos en una actitud de profunda humillación, de abyección total. No le pegué. Le agarré del pelo. Le llevé a casa. Martina estaba esperándonos. Hasta ese momento no había llorado, pero lloró al vernos.

Y, mientras me daba las gracias y acercaba mi mano a su rostro, pensé: Le quiere de verdad, sí, quiere a Sombra, quiere a este perro. Sí, Martina ha estado engañándome. Es humana, simplemente humana. Al final resulta que es hasta demasiado humana.

***

Uno, y dos, y tres, y cuatro. Estoy tendido en el decimocuarto piso del Ashbery, en calzoncillos, agitando mis piernas en el aire como un escarabajo patas arriba. ¿Qué hago? Hago ejercicio. Mi objetivo más inmediato consiste en reforzar mis tripas, pero de hecho también entran en mis proyectos otras consideraciones más importantes. Quiero estar en forma para Martina. En esto consiste mi renovación. Mi metamorfosis. Y cinco, y seis, y siete, y ocho. Sería capaz de cruzar la frontera del dolor, pero no la encuentro. Además, sé que la verdadera musculatura se encuentra en algún rincón de mi cabeza, la musculatura de la mortificación. Fíu, espero que todavía me quede un resto de esos músculos. Espero que no se me hayan atrofiado. Espero que no estén demasiado borrachos. Lo que necesito es poner mi cerebro en forma, entrenarlo. Necesito algún profesor de gimnasia que me haga sudar los sesos hasta ponerlos en condiciones. Necesito que mis sesos hagan ejercicio, hasta la extenuación. Mañana es el primer día de rodaje. Me dan un cheque enorme. Todo el mundo va a tener que tomarme muy en serio, usted incluido, caballero; y usted también, señora. De lo de ayer no tengo nada que contarles. Parece que basta con mostrarse amable, sincero, fiel, y a cambio te dan todo lo que quieras. Vaya.

Me puse boca abajo e hice un par de flexiones de brazos. La primera funcionó notablemente bien. Mas, cuando me encontraba exactamente a mitad de la segunda, me fallaron los dos brazos a la vez, y la alfombra pegó un salto hacia arriba y me atizó en plena nariz. Luego, cuando yacía tendido, soltando tacos y escupiendo pelusa, sonó el teléfono. Hacía diez minutos que había estado hablando con Martina, y esperaba que la llamada fuese de Fielding o de mi amigo Frank. El gilipollas de Frank. ¿Será capaz todavía de hacerme daño?

De modo que fue una sorpresa doble.

—¡Hola! ¡Eh…! ¿Te acuerdas de mí?

—Bromeas —dije—. ¿Estás en Nueva York?

—Exacto.

—Es imposible.

—¿Por qué? Veámonos y te lo contaré todo. ¿Almorzamos juntos?

No me iba bien, de modo que acordamos tomarnos unas copas en el Bartleby, en Central Park South, a las dos y media. Me tendí de espaldas, cuan largo y blanco soy, parpadeando aún. Jamás adivinarían ustedes quién era. O quizá sí. Pues claro, era Selina.

Pero ahora tenía que ponerme el traje y salir a reunirme con Butch Beausoleil y Spunk Davis para comer, para celebrar unas conversaciones de paz, para tranquilizarles y animarles y prepararles para el gran día. Había pensado llevarles a comer al Balkan Coffee Shop de la calle Cincuenta y tres… Para empezar hubo un pequeño altercado en la entrada, por culpa del informal atuendo de Spunk (que, de hecho, estaba super elegante con su camisa de seda, su mono de alta costura y sus zapatos de cuero), pero dejé un billete de cincuenta en la ancha palma del gerente, que nos condujo hacia un reservado próximo a la barra. No entiendo por qué no me olí que habría problemas cuando vi que Spunk permitía que Butch entrase antes que él en nuestro reducto, con una cortesía de tipo exhibicionista, y que luego hasta le encendía el pitillo que ella sacó en cuanto estuvo instalada. A continuación, sin apartar la vista de la señorita, ¡Spunk aceptó una copa de champagne! Bueno, después de todo eso (y no sin antes haberme concentrado unos instantes en el atezado brillo de la piel de Butch y en la palidez furtiva de la tez de Spunk), no pude fingir sorpresa cuando, cogidos de la mano, me miraron los dos a la vez para pedirme que fuera su padrino de bodas. Joder, ¿no les parece una gentuza increíble? Hace dos semanas se peleaban sin parar. En fin, supe que mis tendencias gay respecto a Spunk habían fenecido (al igual que mis tendencias normales respecto a Butch: en realidad, ni siquiera había llegado a tenerlas), porque lo primero que pensé fue: Fantástico; esto equivale a un millón de pavos de publicidad gratuita. Lo segundo que pensé, por otro lado, fue: Desastroso; con esto se hunde el proyecto, jamás lograré sacarles el más mínimo partido durante el rodaje, y también hay que pensar en Lorne Guyland, que caerá fulminado en cuanto se entere de la noticia… Pero ya saben cómo son las cosas, nunca pierdo la esperanza. Después de mi final de semana en el paraíso, me sentía como un viejo y listo hijoputa curado de espantos, de modo que tuve, exteriormente, una reacción muy diplomática. Les dije que esperasen, y que no le dijeran nada a nadie. Ellos se mostraron un poco ofendidos, por supuesto, y se limitaron a oírme hablar durante toda la comida que, por cierto, tenía aspecto y sabor de semen de foca y polla de anguila. Sí, me mostré muy persuasivo, elocuente, apasionado. Y les hablé muy en serio. Porque, de repente, me di cuenta: tengo treinta y cinco años, y soy un padre frustrado. Quizá hubiese tenido que tener hijos cuando era joven, antes de que me diera tiempo a pensármelo.

Cuando Spunk se fue al lavabo, Butch me dirigió una mirada significativa, hizo una breve pausa, y me dijo:

—Estoy preñada, John.

Magnífico, pensé: Ahora, incluso Caduta tendrá una crisis nerviosa. Pero se me ocurrió otra posibilidad:

—¿Estás segura de que es suyo?

—No estoy completamente segura, no.

—Pero ¿no tomas la píldora o algo?, ¿no te pones alguna cosa ahí adentro?

—Contéstame a una pregunta, John. ¿Por qué ha de ser siempre la mujer quien tome precauciones? ¿Qué?

—Bueno, porque siempre es la mujer la que se queda preñada.

—Estaba convencida de ser estéril.

—¿Quién?

—Que yo era estéril. Además, este año ya he tenido dos abortos. Spunk no sabe nada de nada.

—De los abortos…

—No. De que estoy preñada.

—Ándate con cuidado, Butch. Acuérdate de lo religioso que es Spunk. Piensa que ellos creen en eso del derecho a la vida y…

—Por ese lado no hay problema. Ya no cree ninguna de esas mamonadas. Él no sabe nada, John. Y yo siento deseos de proclamarlo ante todo el mundo.

Hazlo, pensé, y yo proclamaré ante todo el mundo…, en la primera página del Daily Minute. Butch se desperezó y se estremeció de felicidad. Seguro que iba cargada de cocaína, y de megalomanía. Sí, me encontraba ante una furcia enloquecida, engreída y estúpida.

Pero conseguí que me jurase mantener silencio de momento, y cuando Spunk regresó se fue ella a mear, y me pareció que se iba muy tranquila y confiada. De hecho, se pasó tanto rato en el lavabo que pensé que estaba abortando allí mismo.

Spunk me dirigía miradas de hombre seguro de sí mismo.

—Ya sé lo que piensas, John. Piensas que esto va a afectar tu trabajo en la película. Pero te equivocas.

—A ver, explícame por qué me equivoco.

—Hemos estado ensayando juntos, ella y yo. Fue así como ocurrió todo. Ya sabes, en el guión está ese precioso párrafo en el que Butch me habla del viaje de mi alma.

—Sí —dije, no muy tranquilo.

—Esas frases… Son poesía, música. Y luego, ¿te acuerdas de ese otro párrafo mío, aquel en que digo que Butch es uno de los hijos de la vida? Mientras ensayábamos, acabamos comprendiendo nuestras vidas como una especie de doble florecimiento que…

—Mira, Spunk —le dije—, ¿por qué no te la tiras unas cuantas veces seguidas, y luego olvidas todo este asunto?

Spunk estuvo en un tris de largarme un puñetazo, pero yo estaba preparado, con mi mirada de adulto bien a punto. Me sentía incapaz de aguantar más mierda de ésa, más palabrería suave y feliz, y me alegró ver que volvía a ser mi enemigo de siempre.

—No lo entiendes, John —dijo— Butch está enseñándome a vivir.

Acerca de esto no cabía la menor duda. Spunk tenía un aspecto horrible. En comparación a su estado de forma normal, parecía un libertino degradado por el vicio hasta la pura y simple idiotez. Santo Dios, entre la cocaína y el champagne y los vídeos que Butch tenía en su alacena, hasta a mí me resultaba inimaginable lo que ese par de jóvenes debían de estar haciendo en la cama. De sólo pensarlo me puse a jadear de asfixia. De todos modos, en un sentido esta circunstancia me beneficiaba. No quería que Spunk tuviese en la pantalla un aspecto excesivamente saludable e incorrupto. Con un mes de esta clase de vida, y un poco de maquillaje oscuro en las ojeras, este chico parecerá todo lo maltrecho que yo necesito.

—Mira, ella ha tenido siempre dinero, ¿entiendes? —me dijo—. Y sabe cómo usarlo. El dinero… ella me ha enseñado que el dinero no es más que una cosa que hay que utilizar. Ya sabes que yo jamás había llevado dinero encima, ni un céntimo, nada. No quería olvidar qué siente el que es pobre. Pero eso es simple miedo. ¿Por qué no habría que olvidarlo? Ahora he superado todo eso, y me siento a gusto con mi dinero.

Caramba. Así que este filósofo, después de pensárselo mucho, había llegado a esta conclusión. La única pena era que todos los periódicos sensacionalistas norteamericanos, que el país entero, había llegado a esa misma conclusión mucho antes que él.

—Bueno —le dije—. Ahora ya lo sabes.

Se levantó y se puso tieso como un poste cuando regresó Butch, y mientras tomábamos el café y los pasteles estuvieron los dos besuqueándose como un par de colegiales. O quizá no, mejor sería decir que estuvieron besuqueándose como un par de actores en la secuencia previa a los títulos, en una película porno. Contemplé sus jadeantes escaramuzas con la curiosidad neutral que me proporcionaba mi propia paz, o riqueza, sexual. Tenía los mismos sentimientos en relación a mi encuentro con Selina… El camarero me dirigió una sonrisa benévola y adulta cuando dejé mi tarjeta Vantage sobre la bandeja. Supe que el romance sería conocido esa misma noche por toda la ciudad. Y, sí, el guión podía encajar todo ese fuego con apenas hacer algún retoque aquí y allá. Tendría que conformarme con la publicidad gratuita, y tratar de calmar como fuese a Lorne. Meter a ese aristocrático crítico de arte que me había pedido. Añadir otra escena de desnudos. Otra escena de torturas. Por mí, que saliera en pelota viva de la ducha para coger el jabón, me daba igual. Joder, qué industria tan psicótica. Ni siquiera es una industria: apenas una conspiración, una conspiración del dinero. También reflexioné, y no por primera vez, en la siniestra adaptabilidad del nuevo guión. Fielding tenía razón. Con ese guión podía hacerse lo que a uno le viniera en gana: poseía una plasticidad obscena. Ese guión era como Juanita del Pablo o Diana Proletaria: se la podías meter por donde te diera la gana.

—Su tarjeta, señor.

Miré la bandeja…, y noté que el sudor de la vergüenza se extendía por todo mi pecho como si fuese hielo. Como si fuese hielo caliente, sudor frío. Me puse en pie. En medio del ardiente brillo de la plata yacía mi tarjeta, rota en cuatro pedazos.

—¿Dónde está el cabrón del gerente? Eh, venga usted para acá.

—Nuestra empresa sigue siempre esta política. Hemos comprobado la validez de su tarjeta a través del ordenador. No sirve. Falta de pago.

—Pues su ordenador ha metido la pata, entérese bien. ¿Sabe quién es esa señorita? Butch Beausoleil. ¿Y sabe quién es este joven? Spunk Davis. Mire, si me diera la gana podría comprar hasta diez veces esta empresita de mierda. Podría…

Y me pasé así un buen rato. No me había ocurrido nada tan malo desde hacía por lo menos dos semanas. Seguí rugiendo, pero, en fin, aquello era tan ridículo que no conseguí seguir estando furioso. Apenas era una anécdota que comentarle a Martina, algo con lo que hacer chistes… Después de aquel fin de semana de tres días, apenas llevaba encima unos pocos billetes de cinco y diez dólares, pero Spunk se sacó un rollo de billetes de cien y arrojó un par encima del pastel de chocolate. Desfilamos ordenadamente hacia la salida. Pero yo me entretuve un momento y le pregunté al maître:

—¿Verdad que le dan dinero por hacer esta clase de descubrimientos?

—Es cierto. Cincuenta dólares por tarjeta…

Metí dos dedos en el bolsillo superior de su chaqueta, y pesqué allí el billete de cincuenta que le había dado al entrar. Agité el billete ante sus ojos y después lo dejé caer al suelo y me fui.

Gracioso, ¿no? Política de la empresa… Para cuando llegué, tras atravesar la hoguera de Central Park, al Bartleby, ya no me sentía ni con fuerzas para telefonear a la gente de la tarjeta Vantage y pegarles una buena bronca. Lo mejor sería llamar a una de las secretarias de la productora, y encargarle que lo hiciera ella por mí.

***

—Joder y comprar —dijo Selina Street—, ésas son las dos únicas cosas que habría que permitir que las chicas hicieran desmedidamente. ¿No te parece?

Estaba sentada, rodeada por los paquetes y envoltorios de su reciente operación de saqueo en la Quinta Avenida. Iba vestida con un nuevo modelo especial para la ola de calor: un tutú infantilmente adornado de volantes, y una falda más pequeña que unos sostenes, moteada de manchitas de sudor. ¿Estaba engordando de cintura, al menos un poquitín? Quizá, muy poquito.

—Qué sorpresa —dijo—. Estás cambiado.

—¿Ah, sí?

—¿Has dejado de beber o algo así? Parece que controles un poco más tu vida.

—Lo mismo te digo. Estás como siempre, pero más como siempre que nunca.

Pero en realidad estaba cambiada. Había adquirido lo que desde el principio estaba buscando. Es esa extraña cosa que uno ve entrar y salir de los coches, o tras los cristales de las joyerías, o en los salones de hoteles como éste. Cierto fulgor, protegido del tiempo y del clima por un sistema de doble acristalamiento. Selina había adquirido el color, el tono del dinero.

Me estuvo hablando de Nueva York, que era exactamente como se lo había imaginado. Yo agitaba los brazos, tratando de llamar la atención de los camareros en el ajetreado acuario del vestíbulo. Era uno de esos lugares a modo de feria en los que Norteamérica respira profundamente y ejercita su riqueza, con ascensores transparentes que suben y bajan a través de fuentes, y follaje y pureza computarizada, un stand en la Expo del Futuro en el que se muestra un mundo que todos conocerán algún día con el nombre de Dinero… Selina llevaba una semana en Long Island, haciendo Dios sabe qué con Dios sabe quién: tenía un aspecto salobre, herrumbroso, de afilada dentadura. Entre otras cosas, había venido aquí para firmar la liquidación de Ossie. Quien, por cierto, también rondaba por aquí. Aunque todo había terminado entre ellos dos, Ossie seguía portándose muy bien con Selina. Y, en esta situación, Selina florecía: estaba a la altura de las circunstancias. Además, Selina investigaba el mercado, estaba haciendo prospecciones comerciales para lo que insistía en seguir llamando «la boutique», que ahora prosperaba y crecía, crecía y prosperaba. Mientras conversábamos, se rascaba el muslo con una olvidadiza uña, o cruzaba despreocupadamente las piernas, o volvía la cabeza y fruncía el ceño al ver una diminuta arruga que se le había hecho en la falda. Yo aproveché estas maniobras para inspeccionar por mi parte la perspectiva de sus piernas, y las bragas blancas que llevaba puestas, unas bragas hinchadas como una vela al fondo de una panorámica.

—Pues no te imaginas lo sentimental que me pongo pensando en ti —me dijo, inclinándose hacia adelante. Sus ojos barrieron lentamente mi cara—. La otra noche estaba en la cama con alguien, no te diré quién, y el tipo hizo que me diera la vuelta. Ya sabes, para joderme por detrás, como te gustaba hacer a ti. Y tuve que parar. No podía seguir.

Sacudió la cabeza con un ademán que pretendía expresar su incredulidad: ¿cómo era posible esa constancia?

—Pero luego volviste a empezar —insinué—. Más tarde, continuaste.

—Oh, claro, claro que sí. Lo superé enseguida. Y luego continué la mar de bien. No sabes lo rico que es. Me he pasado toda la mañana de compras. Quería hacerte un regalo. Tengo la sensación de que te debo un regalo. En realidad, lo aceptaste todo maravillosamente bien. Pero al final sólo me he comprado regalos para mí. Mira. ¿No son preciosas? Ya sé que tú las prefieres completamente blancas, o completamente negras, pero éstas, tan rojas, me sentarán superbién. Por lo general no pagaría tanto dinero por unas bragas nuevas. Y éstas también me han salido carísimas. Fíjate, por este pedacito de tela me han hecho pagar cien dólares. Y son diminutas. Pesan menos que una pluma. Tócalas. Son regalos para mí. Pero también podrían ser regalos para ti. ¿Sabes qué había pensado? Subir a mi suite y probármelas todas. Pediré que nos traigan champagne. Me gustaría darte algo que te sirviera para recordarme. Me gustaría regalarte mi bronceado. ¿Quieres subir?

Estudié detenidamente su cara, sus ojos de mujer que va de compras. Son ojos que poseen también cierto fulgor especial, el brillo de los escaparates a última hora de la tarde, cuando cierran los comercios bajo una cascada de luz dorada, bajo el lustre perlado del imprescindible comercio. Su cara tenía una expresión sentimental, pero no había sentimentalismo alguno en sus ojos, no había ni siquiera amabilidad. Olfateé el peligro; hasta mis sobacos lanzaban zumbidos de alarma. No se trataba del peligro del descubrimiento sino del de la decepción, la risa áspera, interrumpida. Selina acertaba: yo sí que había cambiado. Vi su ofrecimiento, el ataque que lanzaba contra mí. De manera que, con los juramentos que le había hecho a Martina humedeciéndome todavía los labios, sonreí, lamentándolo mucho (jamás sabrán ustedes cuantísimo lo lamenté), y le dije que no con la cabeza, para después decirle con palabras:

—Por supuesto.

Las tres y veinticinco. El champagne ya estaba en camino. Sí, ¿dónde está mi champagne? El espectáculo había terminado, pero el otro espectáculo ya estaba comenzando. Porque es un espectáculo, sin la menor duda, esa exhibición a la que se entrega la verdadera artista de la cama. Y hay tiempo para reflexionar entre tanta ausencia de sentimientos, tiempo para reflexionar en medio de todos esos reflejos. El reflejo es lo que mantiene a la artista en la pasarela, lo que mantiene a la actriz bajo los focos, el juego de espejos ante el aplauso contenido. Esto es simplemente una función privada, la función más privada, que sólo ellas pueden ofrecer.

—Quiero ponerme encima.

—Lo que tú digas.

Su magnífico tipo, sus pronunciadas curvas, se encaramaron sobre mí. Cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás. Me fijé en las alcantarillas de su garganta, en las mironas gafas de sus sostenes, grandes como platillos de café, un ojo abierto, el otro cerrado, pero los dos mirando, y la cintura medida por una cadenita de oro, y las anchísimas caderas cubiertas de cintas y lazos. Su piel es como una super piel que contiene un único órgano. Sentada encima de mí, Selina es una erección, es una polla… Pero, entonces, ¿a qué venía el miedo, a qué venía la vergüenza? Sé que no volveré a sentirme bien hasta que me ponga a caminar. Tendría que tener las piernas metidas en mis pantalones, y no en los suyos. Pero ahí viene, con un pecho en cada mano. Al perro viejo no se le pueden enseñar nuevos trucos. Y la verdad es que Selina me tiene tomada la medida. Auténticamente corrompida, vulgar hasta la médula, puro siglo XX, Selina será siempre el negro que escriba mi pornografía, Selina, la pequeña Selina…

Se inclinó hacia adelante, apoyó las manos en mis hombros, y me metió una teta en la boca. Pasó el tiempo. Pasó el tiempo, hasta que el mundo exterior —el mundo real— llamó a la puerta de la habitación vecina.

—dijo Selina con fiereza—, pase. —Y luego, con más suavidad—: El champagne…, lo dejarán ahí. —Y luego, con más suavidad incluso—: No pares.

Pero yo empecé a escabullirme, y entonces noté que las puertas del dormitorio se abrían de par en par, y una tercera presencia invadía nuestro espacio.

De un solo movimiento, Selina se sentó sobre sus piernas dobladas y se volvió a mirar, estiró una de las piernas y giró sobre sí misma hasta ponerse en pie, como un gimnasta al concluir su ejercicio. Yo alcé la cabeza y me quedé mirando fijamente.

Era una situación muy de adultos, ¿no les parece? Selina estaba ahora anudando el cinturón de su salto de cama (y mirándome con una expresión que decía: a mí que me registren; y es que ni siquiera ella está dispuesta a perdonarme), mientras que Martina, enmarcada en el umbral, con un traje de estambre gris claro y zapatos negros, pegados el uno al otro (¿y qué fue lo que vio ella? La erección animal, las pelotas, la cara asustada). Y, finalmente, yo, el chiste archisabido, confundido, acabado, agitando los brazos. Me he encontrado desnudo muchas veces, pero jamás tan desnudo como en esta ocasión, ni siquiera en aquel Boomerang, junto a Sunset Boulevard, despatarrado ante el chuloputas.

Una situación muy de adultos, pero Martina parecía una niña. Como una niña que ha sufrido en un solo día más reveses que en toda su vida anterior, y que ahora vacila entre el rechazo y la aceptación de la idea de que la vida podría ser infinitamente peor de cuanto hubiera podido imaginarse, que la vida era esencialmente cruel, y que nadie se lo había advertido.

Bajó la vista. Sacudió la cabeza. Creo que incluso descargó una patada en el suelo.

—Sombra, también lo he perdido.

—¡Oh no!

—Se ha ido por las azoteas.

Y, dicho esto, también ella salió corriendo, cruzó la antesala y la puerta de la suite, y siguió corriendo por el alfombrado pasillo que había al otro lado de la pared contra la que estaba apoyada mi cabeza.

***

Por fin me puse en pie y empecé a coger la ropa, los pantalones, el traje, ese cadáver. Me costó una eternidad meterme en esa ropa muerta.

—¿Se puede saber a qué venía tanto escándalo? —dijo Selina con la voz muy tensa. Yo me sentía incapaz de mirarla—. No, no me lo digas. Seguro que has estado acostándote con ella, a que sí. Tú con ella. Menudo chiste.

Finalmente comencé a irme, con las manos alzadas en señal de sumisión, o a la defensiva. Cuando llegué a la puerta reuní fuerzas suficientes como para volverme y decir:

—¿Cómo es que ha venido aquí?

—Yo qué sé —dijo Selina—. Es la suite de Ossie. Pregúntaselo a él. Pregúntaselo a ella.

En el aleteante y agitado bar de la planta baja me tomé doce bourbons seguidos. Sí señor, eso es, bebe hasta reventar, me dije, y telefoneé a Martina. Tuve que marcar el número tantas veces que casi me quedé sin dedos. No descolgaban. No descolgaban. Comunicaban. Comunicaban. Qué ruido tan odioso. Y mientras permanecía hundido en la barra, jugueteando con mis últimas monedas, como suelen hacer los bebedores, oí unas palabras que jamás en la vida creí que pudieran producirme ningún placer, oí el sonido de mi propio nombre —John Self— anunciado por los altavoces. Me acerqué al teléfono rosado. Pensé: Es ella.

—¿Sí? —dije.

—Se acabó. Todo ha terminado. —Era la voz de ese gilipollas. La risa de ese gilipollas.

—dije—. Oh, hazme un favor, ven a verme. Ahora mismo. Ahora. Estoy preparado.

—De acuerdo. Escúchame. Hay un aparcamiento de coches detrás de esa tienda porno a la que sueles ir. Tuerce a la derecha cuando llegues a la cabina, y después camina unos cincuenta o sesenta metros. Encontrarás un montón de bolsas de basura junto a una puerta reventada. Cuando llegues allí…

—Quiero que nos veamos las caras ahora mismo.

—Sí. Ahora.

Salí al silo de la Sexta Avenida, la Avenida de las Américas, en donde parecían aguardarme los rascacielos montados en sus zancos. Arriba, en el cielo, soltaba destellos el calor asfixiante. Treinta y ocho grados. Avancé por la calle, disparado como un cohete, y tuve la sensación de que mi corazón iba a arder de un momento a otro, y que todo yo me convertiría en vapor y ascendería en espiral hacia el cielo encendido. Los millones de ventanas de Nueva York me miraban con furia, lanzaban miradas asesinas al que había sido infiel. Por Cristo, mi vida había sido una vida seria durante diez minutos, pero ahora volvía a ser el mal chiste de siempre. Pues bien, echémosle leña al fuego, hagamos que el chiste tenga toda la mala leche del mundo, pensé, y salí corriendo en dirección sur.

Estaba preparado, muy preparado. A paso de jogging crucé frente a los escaparates del emporio pornográfico en donde chicas asalariadas giraban como un torbellino en sus respectivos infiernos, siempre, eternamente, por dinero. A paso de jogging atravesé el horno del aparcamiento, en donde los Tomahawk y los Boomerang aguantaban el castigo solar que les caía en plena cara, odiando el calor, odiando el odio. Saludé con la mano a los chicos con gorra de béisbol. Ellos me devolvieron el saludo, animándome. Sigue, sigue, vas por el buen camino. A paso de jogging recorrí otros cincuenta o sesenta metros. Encontré las grandes bolsas negras, rebosantes, y una puerta metálica reventada. Un buen escenario para una pelea, sí. Mientras esperaba y odiaba, me pareció que el pitillo se encendía espontáneamente. No sentía miedo. ¿Qué podía quitarme ese tipo a estas alturas? Estaba preparado, preparado. Y a continuación sentí que una sombra caía sobre mí y que un par de brazos largos me oprimían el corazón.

Tranquilo, pensé, después de que los primeros voltios de conmoción se hubiesen escapado de mi sistema. Una buena puntada en el tobillo resolverá este aprieto. Y luego un codazo en plena cara, y asunto terminado… Pero, asfixiado, noté que mis pies perdían el contacto con el suelo. No podía hacer nada con las piernas, y, atrapados mis dos brazos, el único recurso que me quedaba era el cabezazo directo. Pero ¿dónde coño estaba la cabeza de ese tipo, por todos los dioses? No había modo de encontrarla. Las cosas empeoraron de repente porque comenzó a sacudirme, pegada su pelvis a mi trasero, todo ello acompañado por los ruidos que deben de hacer los simios al joder, y por el chisporroteo de su risa, y por la antorcha de su aliento clavada en mi nuca. Por vez primera comprendí hasta qué extremos estaba loco y furioso, y pensé, no habrá modo, este tipo recurre a unas reservas de fuerzas que no están a mi alcance, no puedo hacer nada por defenderme… Pero también yo soy fuerte, maldita sea, y jamás he estado tan furioso como hoy. Justo en ese instante me aproximó a menos de un palmo de la pared del callejón. Fantástico: justo lo que yo necesitaba. Levanté los dos pies y, con un empujón capaz de aplastarle los huevos a cualquiera, le envié marcha atrás contra la puerta, con todo mi peso sobre él. Pero volvió a enderezarse, sin perder la calma, sin darme cuartel. Con un fiero retorcimiento de las mandíbulas, me arrancó un buen mechón de pelo, y después escupió, soltó una carcajada, y me sacudió más fuerte que antes… Sólo me quedaba aguardar al final; no había reacción posible. Ahí viene el último apretón. Noté que se me ponía la cara morada; pero fue esa otra pelea, la pelea por seguir respirando, la que me dio la solución. Todavía tenía el pitillo entre mis labios. Torcido, pero encendido aún. Volví la cara congestionada hasta la máxima torsión de mi cuello. Me faltaban unos pocos centímetros, y se me estaban yendo las fuerzas, como un escape de gas. Pero él cometió un error. Tenía que cometerlo. Fue demasiado lejos. Me metió la lengua en la oreja, y supe una cosa: esto rayaba en lo insoportable. Era insoportable. De modo que, con un audible retorcimiento del cuello, volví mi cara hasta meter la boca en su desnuda garganta.

Estaba libre, bailando en el aire. Girando sobre mí mismo, aunque fuera tambaleándome, le di con el puño en plena cara. Le propiné seis, ocho, diez golpes a dos manos en la cabeza y los hombros, hundiéndole, como si estuviera metiendo un clavo de tienda de campaña en la tierra, y cuando me preparé a dispararle una patada a modo de golpe definitivo, vi esa cara, pero la vi demasiado tarde, la vi cuando mi pie avanzaba a semejante velocidad que no había ya forma de detenerlo (tampoco quería detenerlo, no, no quería). De modo que para cuando quise saber lo que estaba haciendo ya me había llegado el sonido, el elocuente sonido que produce un daño irreparable, el ruido seco que hace la máquina del millón cuando la bola sale rebotada contra el cristal: ¡Zok! Y, ¿saben ustedes qué era lo que yo acababa de hacer? Darle una patada en pleno rostro a una mujer.

—Eh —dije.

O quizá fue:

—¿Se encuentra bien?

Espera. Mira. El bulto rodó de costado. Fragmentos de carne semidigerida y dientes rotos emergieron de aquella boca. Nuestras miradas se encontraron. Horrible. Ya había visto antes esos ojos, pero en otra cara. Y en ese momento cayó la peluca, y debajo apareció el felpudo jengibre.

—¿Quién es usted? —dije, echándole una profunda calada al torcido pitillo.

No era una mujer. Tenía voz de hombre, y de hombre era todo lo demás.

—Oh, maldita sea —pareció decir—. Perro inhumado.

***

Estoy sentado en mi habitación del Ashbery, bajo una nueva red de náuseas temida desde hace tiempo, esperada. Estaba bebiendo scotch y leyendo Dinero. Me puse en pie. Con la ayuda de mis lentas piernas y mis lentas manos, me hice con un bolígrafo, una hoja de papel, el diccionario. Cogí los tranquilizantes que Martina me había proporcionado. Me dijo que creaban menos adicción que mis acostumbrados Serafim. La etiqueta dice: Martina Twain. Tomar por la noche… Volví a sentarme. Escribí en la hoja de papel la lista de todos nuestros financieros. Tomé un sorbo de scotch. Comparé mi lista con el índice de nombres citados en Dinero. Ricardo, Gresham, Biddle, Baruch. Busqué la palabra numulario en el diccionario. Tomé otro sorbo de scotch. Busqué la palabra valuta en el diccionario. Me levanté, abrí la ventana, saqué la cabeza. Busqué las palabras guelte y din. Me levanté y fui al baño, donde vomité sonoramente. Regresé. Me tomé tres tranquilizantes con otros tantos tragos de whisky. Sonó un golpecito en la puerta, y Félix se coló en la habitación, muy presuroso, como el humo del pitillo huye hacia las esquinas cuando hay corriente de aire.

—Félix —dije, con la boca espesa—. ¿Qué pasa, tío? Hace mucho que no te veía.

—Se acabó —dijo él—. Pero ¿qué ha hecho esta vez?

Con los labios secos y ardor de vudú en los ojos, Félix me dijo que toda Norteamérica estaba interconectada por medio de ordenadores cuyas raíces salen por debajo de los rascacielos y forman una enorme telaraña que conecta todas las ciudades, clasificando, archivando, aceptando, rechazando, rechazando. La América del software se extendía por todas partes, me dijo, formando un retículo de enlaces y cortes, con pantallas visualizadoras y tableros digitales, con listas de gente desacreditada, con listas de acreedores y de deudores. Y añadió que todos los estados de Estados Unidos codificaban mi nombre en estos momentos, que todas las unidades de control hacían muecas horribles y mostraban gráficas que parecían afilados electroencefalogramas. Toda América jugaba a marcianitos con las palabras «john self». Me había convertido en un enemigo del dinero. Y la poli andaba sobre mi pista.

—No me hagas reír —le dije.

—Hay que hacer las maletas ahora mismo.

—Será algún error.

—Las maletas. —Le llameaban los ojos, estaba implorándome. Su mirada era super triste—. Justo después del puente del Labour Day hicieron una comprobación. El nombre de John Self salió en la lista negra. Diez veces. Quince. Estudiaron el caso. En serio, tío, es un montón de dinero lo que le reclaman.

Oímos el ruido del ascensor. El teléfono descolgado me habló con su nueva voz. No contesté. Ni siquiera hice las maletas. Félix se me llevó hacia abajo por el ascensor de servicio y me sacó a la calle por la cocina. Los obreros, con sus camisetas baratas, entre fregaderos y ollas, me miraron con fijeza. Todos notaron el peligro en mí. Salimos a la basura del callejón. Esas enormes manchas sucias de la acera, no habrá modo de limpiarlas, ni frotando un millón de años. Nos miramos cara a cara por última vez.

—Vale —dijo Félix.

—Gracias. —Me llevé la mano al bolsillo. Había dos billetes, seis pavos en total. Le di a Félix el de cinco dólares.

Él se quedó mirando el billete que tenía en la mano. Me lo devolvió, y yo se lo acepté.

—No, tío —dijo, gruñendo—. No acaba de entenderlo. Todo eso se ha acabado, por completo.

***

Soy un objeto increíble lanzado hacia adelante, cerca de cien kilos de peso muerto violentamente proyectado, como un expreso al final de un sueño. Usted, sentado junto a la ventanilla del tren, levanta de repente la vista para verme pasar, rugiendo, arrastrando en pos de mí ese golpe de aire negro que agarra por las solapas al vagón en el que usted viaja y hace temblar hasta los cristales de las ventanillas. Pero enseguida desaparezco, renace la calma. Ya estoy lejos, pero sigo en marcha, sigo huyendo, sigo chillando.

Entro en el vestíbulo del Carraway y subo escaleras arriba, siempre con la cabeza gacha. Las puertas estaban abiertas, para airear la enfermiza habitación. Junto a ellas se encontraban un par de guardias de seguridad, una doncella del hotel, un tipo enorme con traje de rebajas, inclinado, tratando de escuchar la voz que le hablaba por un walkie-talkie, más una anciana muy alta con anorak y pantalones elásticos de color marrón, y una chapita en donde decía: Daisy’s: Un Magnífico Retiro.

—Soy Beryl Goodney —me dijo la vieja dama—. La madre de Fielding. ¿Es usted ese pobre hombre?

Dejé atrás a la entristecida mujer, a los atemorizados y susurrantes guardias uniformados. Con una sábana sobre los hombros, Fielding permanecía sentado junto a la ventana, en una silla de respaldo vertical. Se volvió lentamente al oír mis pasos. Tenía el pelo pegado al cráneo, los labios hinchados, cierto elemento vital desaparecido en su antiguamente fiera mandíbula. Se ha quedado sin su mandíbula, pensé. Y allí era donde más se le notaba antes su vitalidad.

—El dinero —dije—. ¿Dónde está el dinero?

—No hay ni un jodido céntimo.

Abrí mis manos como señalando toda aquella habitación lujosa, con sus muebles, sus ordenadores, su mesita de ruedas con las bebidas, sus candelabros, su Nueva York.

—Entonces, ¿quién paga todo esto?

—Tú.

—Pero ¿qué has hecho?

Me dirigió una mirada extraña. Luego, intentó ofrecerme una explicación, y me pareció que entre sus labios ceceantes asomaban inesperadas melladuras.

—Y tengo cuarenta y cinco años, Slick.

No pudieron detenerme en la puerta, llevaba demasiado impulso como para que nadie pudiese pararme, y salí corriendo hasta que llegué a la calle, jadeante, en donde me detuve por fin a pensar hacia dónde podía ir. En la esquina, un taxi amarillo frenó brutalmente y de él se apeó Doris Arthur. Enseguida se volvió hacia mí y hacia el hotel, como si nos tomara la medida.

—Ya te lo advertí —me dijo a voz en grito—. Intenté avisarte.

Me acerqué, la agarré del cuello y la arrastré hasta una calle secundaria. No sé por qué tengo esa extraña incapacidad de pegar a las mujeres, últimamente. Nada hubiera sido más natural en esas circunstancias. Pero me limité a cogerle la barbilla con una mano y decirle:

—Mala puta. Tú también estabas metida en eso.

—¿Es que no oyes lo que te dicen, bola de sebo? —¿Por qué? ¿Para qué seguiste con el cuento hasta el final?

Apartó la mano con la que yo estaba sujetándola, y entonces lo soltó:

—Por el sexo.

—Joder con las tías. Con las escritoras. La misma historia de siempre. Mucho hablar, mucho hablar, hasta que se presenta una polla que encaja bien.

—Tonto del culo —dijo ella, y sonrió—: No te enteras de nada. En la cama, Fielding hace de tía.

Y entonces oí un grito grave y serio a mi espalda. El tipo enorme del walkie-talkie estaba esperándome en la esquina. Y Doris había desaparecido y el mundo volvía a pasar a mi lado, de nuevo a toda velocidad.

***

Y seguí corriendo. ¿Saben una cosa? Corro muy bien. En serio. Si pudiera irme corriendo de América, seguro que lo conseguiría. Tengo piernas para eso y más. Pero no tengo alas. Ni dinero.

El siguiente lugar en donde estuve corriendo mucho fue la negra planicie del aeropuerto JFK, el fondo de ese cráter cercado por terminales de acerados ojos, con aviones crucificados volando y aullando sobre mi cabeza. Antes le había estafado veinticinco dólares a un taxista: y no era el clásico matón mascachicles, sino un honesto asalariado procedente de Israel, que ahorraba para pagarse la universidad y mantener a sus padres, unos modestos pensionistas de Jerusalén. Cuando nos acercábamos al Kennedy, se le ocurrió preguntarme por esa vida lujosa que yo parezco llevar: Londres-Nueva York, Nueva York-Londres; de modo que empecé a decirle que, bueno, había interesantes contrastes entre una ciudad y la otra, y en eso estábamos cuando le pedí: Déjame ahí mismo, muchacho, y cuánto te debo, y… Salí corriendo y me dirigí hacia una pared. Salté, encajé la caída de tres metros al otro lado entre el codo y la pelvis, encontré mis pies, y me puse a correr otra vez hacia los charcos negros, las vallas, los cables, las pistas. No hubo persecución. Lo único que llegué a escuchar fue su pasmado «Oiga», pronunciado en una voz cansada, harta de tramposos, de cheques sin fondos, de fulleros del dinero de plástico, de los estafadores de Nueva York.

Probé en primer lugar la terminal de TransAmerican. Me estiré un poco el traje y me dirigí con paso ágil hacia el mostrador.

—No habrá ningún problema —dijo el tipo con cara de cacahuete, coronada con la gorra de uniforme. Clase turista, butaca de pasillo, zona de fumadores: incluso una película más o menos soportable para entretenerme. Le pasé mi Tarjeta Approach Platino. Tecleó mi nombre y mi número, dijo: «Un momentito, señor», y se coló por una puerta que tenía a su espalda. Silbando, con las manos en los bolsillos, me alejé del mostrador, como si paseara, y tomé posiciones junto a las puertas de cristal de la salida. Como era de temer, mi jovencito volvió a salir por la misma puerta, escoltado por dos policías de paisano. ¿Seguridad de aeropuertos? ¿Chicos de la CIA? No, simplemente, la poli del dinero: cerdos, cabrones, basura. Basura dinerada, de modo que salí y me puse otra vez a correr.

En el mostrador de la PakAir me entró pánico, pero lo probé una vez más en el de la British Albigensian. Allí encontró su punto final mi tarjeta Air Budget, y allí empezó también una nueva persecución, esta vez muy prolongada: veinte minutos que me pasé lanzado, cagando leches, por una carretera de circunvalación, y con un tipejo con cara de lebrel pisándome los talones. Manhattan, el aeropuerto JFK, resultan lugares muy diferentes cuando circulas por ellos sin dinero. Tú cambias, pero ellos también. Hasta el aire cambia. Lo noté en cuanto salí del Carraway. Con dinero, el deslumbrante Nueva York parece un invernadero acristalado. Sin dinero, es como si estuvieras desnudo, tratando de proteger el pito de la cascada de cristales rotos que se te viene encima. Sin dinero es muchísimo más difícil soportar las miradas, los ruidos, los olores. Una ciudad durísima. Ahora comprendo lo cierto que es. ¿Dura? ¡Es una tormenta de mierda! Es a ras de tierra donde pasan las cosas de verdad. Ahí abajo todo tiene mucha más intensidad, todo resulta mucho más realista. Y también hay que tratar con la gente del dinero, aunque éstos sean diferentes, ingeniosos pícaros del cambio y el suelto, que hacen tintinear sus monedas mientras corren en pos de ti.

***

Con las piernas cruzadas bajo mi peso, me instalé encima de un retrete de Air Kiwi y pasé revista a mis bolsillos, anhelando encontrar dinero o algún medio de conseguirlo. A estas alturas ya pienso en cosas como vender mi reloj, mi cartera y hasta mis calzoncillos, uno de mis riñones, el oro de mi dentadura. Podría ir en autobús hasta Canadá y ponerle un telegrama a mi padre, pidiéndole algo de pasta, o ganármela trabajando en lo que sea allí arriba, en la parte helada del globo terráqueo… Pero no, no pienso regresar a Nueva York, a Norteamérica. Mejor sería intentar un secuestro de avión. O cruzar a nado. No pienso regresar a Norteamérica. Jamás.

Soy una de esas personas que rondan por el mundo con montones de papeleo atrasado metido en los bolsillos interiores de la americana. De modo que al poco rato tenía sobre mi regazo todo un serial, una auténtica y larguísima biografía (no muy buena, por cierto), en forma de papelitos doblados y arrugados y polvorientos. Una factura del gas, entradas de la ópera, cupones-regalo del tabaco, pasaporte, recados telefónicos, demandas fiscales, programas de rodaje, más facturas, recibos de pagos hechos con tarjeta en el Kreutzer’s, el Bartleby, el Happy Isles, impresos para anotar gastos de representación, una multa por conducir borracho, una postal con un Manet, una nota de Martina, ni un solo billete de curso legal, un billete de avión que no había sido utilizado… Manoseé este último papel durante un rato, hasta que finalmente tomé la decisión de averiguar qué era. Un billete de avión, abierto y sin utilizar. Airtrak. Nueva York-Londres. 20 kilos. YAP 1Y. OK.

¿Okay? Joder, llevaba tanto tiempo teniendo mala suerte… que ahora me sentía incapaz de admitir que aquello era un pulgar alzado, una cara guiñándome esperpénticamente el ojo. ¿Se acuerdan de lo que pasó hace ya algún tiempo, cuando Fielding me dio el billete de primera en el Berkeley? ¿Recuerdan lo de la falsa amenaza de bomba y todo eso? Pues bien, no llegué a utilizar aquel billete de avión que me había comprado ese mismo día, con mi propio y maravilloso dinero, y aquí estaba el billete, bastante arrugado, por supuesto, y hasta con huellas de dedos sucios, pero válido, honrado, utilizable.

Un asombrosamente amable asalariado me indicó que el mostrador de la compañía Airtrak se encontraba en el siguiente edificio. De modo que me fui directamente hacia allí, escudándome en un autobús que seguía mi mismo recorrido. Eran las diez treinta y cinco, y les quedaban butacas libres para el vuelo de las once. La bocazas que me atendió hizo sus comprobaciones y me dijo:

—Sí, el billete es bueno.

—Lo creo, amor mío, lo creo. Sabe lo que le digo, que ésta es la mejor compañía aérea del mundo. Sin discusión. Las demás compañías dirán lo que quieran, pero ustedes son la compañía de la gente. Maldita sea. Ya he oído hablar de sus problemas financieros, pero, no se preocupe, seguro que se arreglarán. Ustedes lo hacen bien. Desde luego. A partir de ahora volaré siempre con Airtrak. Sé que ustedes harían cualquier cosa por sus clientes, cualquiera. Ustedes son la única que de verdad…

Hubiese podido seguir así indefinidamente, según alcancé a comprender más tarde. Hizo falta que me agarrasen con auténtica fuerza del hombro para que callase. Y no era la poli ni nada de eso, sino un simple empleado de Airtrak cuya mirada de asombro y cuyas palabras tranquilizadoras me persuadieron por fin para que me secara las lágrimas, jadeara en falsete unas cuantas veces, y me largase por la puerta correspondiente. Sin equipaje, sin trampa ni cartón: sólo yo. Yo, perfectamente engrasado y preparado, dispuesto a volar. En la sala de espera el bar estaba cerrado, pero el destino o la justicia me envió un barrendero de aeropuerto con un carrito de miniaturas y una nevera portátil, de modo que me gasté los 6,75 dólares que me quedaban en tres reconfortantes botellines de whisky. Me sentía tan fuerte y tan orgulloso que me entraron ganas de telefonear a Martina y aclarar el malentendido. Pero me había quedado sin blanca. Sí, tuve que gastarme hasta el último céntimo, vaciarme completamente los bolsillos. Perfecto. Como tenía que ser. Ni un céntimo.

Poco después estaba abrochándome en el asiento de ventanilla de un grupo de tres butacas vacías. Daba gusto. Una buena inversión. Una magnífica relación calidad/precio. Un servicio magnífico. Emití un áspero grito de alegría cuando el enorme cacharro rugió y se estremeció, y salió al centro del ruedo. Contemplé los charcos de luz, los camiones de basura que iban quedando velozmente atrás, y noté que el relumbrón y el imán de Nueva York iban perdiendo fuerza. No, ahora no volverás a atraparme. Nos pusimos en nuestro sitio de la cola, después salimos a toda carrera, con estruendo y determinación, y nos hundimos en la negra tubería para enseguida ascender a la noche.

***

Cuando el avión recobró la horizontalidad, encendí mi último pitillo. Aspiré lentamente su humo: jamás me había parecido tan dulce. Ante mí se abría el programa de una fiesta solitaria: un buen asiento, una buena comida, pasatiempos; cócteles, cena, sesión golfa de cine. Restaba el problema del dinero, ciertamente, pero aún podía colarles un cheque, o presentarles mi tarjeta Approach americana, la que no es de platino, o, en último extremo, obtener todo eso a base de dominar por la fuerza a la azafata. Esta noche tenía intención de emborracharme, ahí arriba, en el país libre de impuestos. Me di la vuelta, tratando de divisar el carrito con las bebidas, y justo en ese momento ocurrieron tres cosas a la vez.

La primera, a modo de entrante, que alguien me dio una patada en pleno rostro; pero desde dentro. Esta bota dolorosa, este uppercut lanzado con todas las de la ley, con toda la potencia, me sacudió brutalmente la cabeza. Entretanto, comencé a sentir un auténtico jacuzzi de basura y veneno que me revolvía las tripas. Los tres botellines de whisky ingeridos de golpe y con el estómago hecho un estropajo, sumados a los efectos de tanto joder y tanto pelear, de tanto huir, esconderme, estafar. Lógico. Y, al mismo tiempo, bueno: yo había sabido siempre que existían las criaturas del aire, los dioses meteorológicos, los leviatanes de amperios y esporas cuyas vidas transcurrían en los cúmulos, a miles de metros del suelo. Pues bien, alguno de esos seres, enorme y furioso, nos arrastró ahora hacia el seno de su caos. Las mandíbulas que teníamos encima de nuestras cabezas se abrieron de golpe con expresión de asombro. La gente se puso a hablar en extrañas lenguas: incluso la voz del piloto comenzó a cantar a la tirolesa y a lanzar curiosos trémolos en mitad de aquellos tremendos espasmos. Por aquí arriba hay demonios, pensé, demonios recién caídos del cielo. No, es Nueva York, todavía Nueva York, que ha estirado sus tentáculos para hacernos cosquillas en el corazón con sus largos dedos. Ignorando toda clase de advertencias, me puse en pie y me fui, rebotando como una pelota de ping pong, hacia los meaderos del final de la cabina.

Creo que jamás me he sentido tan vacío como después de haber hundido la cabeza en ese orinal de aluminio. ¿Cerca de los cien kilos? Apenas si peso cien gramos. Soy una muela careada en un pedo de aire. Todo lo que tengo está abandonándome, cayendo, dejando atrás los vasos de plástico, los muslos de perro y demás productos destinados a la alimentación aérea, dejando atrás las prisas, el miedo, el difícil regreso a casa, para deslizarse por el aire y descender hacia las nubes, con rumbo hacia el negro Atlántico… Finalmente, el avión salió del aprieto. Igual que yo. Volvimos a oír la voz del piloto. También yo, llorosamente, hice recuento de los daños. El piloto tenía problemas, pero ¿acaso no tenemos todos nuestros problemas? Por mí, como si decía que iba a hacer un aterrizaje de emergencia en el Polo Norte. El dolor volvió a pasearse por mi Upper West Side. El dolor es el medio que utiliza la naturaleza para decirnos que algo va mal. Pacientemente, el dolor sigue repitiendo ese mensaje una y otra vez, incluso cuando hace ya mucho tiempo que lo hemos captado. Esta muela ha fallecido, me informó el dolor; se acabó, ya no da para más. La muela ha fallecido, pero yo sigo con vida. Y luego empecé a percibir otro mensaje. No me quedaba más remedio que prestarle atención.

—Dentro de unos momentos notarán ustedes que damos un amplio giro. En fin, que yo también acabo de convertirme en un desempleado… Señoras y caballeros, tengo que informarles que éste es el último vuelo de la compañía Airtrak. La empresa se ha hundido del todo. En nuestro regreso al JFK vamos a pasar de nuevo por esa turbulencia. Por favor, abróchense los cinturones y apaguen sus cigarrillos. Gracias.

Me instalé en mi asiento justo cuando comenzábamos a descender sobre la bahía, a tiempo para ver los tensos arcos plateados y los lacios lazos de oro, las formas y las pautas que las calles dibujan sin enterarse.