Ha habido recientemente en mi barrio una pequeña ola de asesinatos de maricas. Sí, en estos momentos el clima está experimentando una fase de escabechina de maricas, y éste ha sido siempre un barrio proclive a la escabechina de maricas. Durante los primeros meses del año el aire era helado, como un lavado en frío. Ahora, cuando por fin ha llegado el verano, el aire es cálido, como un lavado en caliente. Por la noche arde todo, sin calor, pero con litros de sudor. Hay fiestas y jaranas callejeras. Londres se reduce a barricadas y estandartes. Todo el mundo habla solamente de bodas reales y disturbios.
También hay una pequeña ola de asesinatos de furcias. Últimamente las furcias han llegado a mi barrio. No sé quién o qué las trajo, pero aquí están: hola, chicas, bienvenidas. Te las encuentras en las aceras, solas, en parejas, en tríos. Son todo nervios. Llegan tíos en sus coches. Las chicas se doblan por la cintura para meter la cabeza por la ventanilla. Ellas son producto nacional, pero los tíos son extranjeros. A menudo hay problemas de idioma.
—Exacto. ¡No! Veinte libras.
Una de ellas es pelirroja, y, aunque todavía no sea una mujer, viste como la esposa de un burgués: estola de rata negra y bolso de cuero, con una cara afilada, cejuda, mentonuda. Me he fijado en su sobresaliente trasero en los momentos en que cierra un trato a través de la ventanilla. Luego sube al coche, dispuesta a vivir su lucrativo miedo. Hay otra que es rubia y gorda, vestida con abrigo de mendigo, absolutamente amorfo. Bromeas, pensé la primera vez que la vi recorrer las aceras. Pero esa tía trabaja mucho, tengo que admitirlo. Más de una vez la he visto ser elegida de entre las de su grupo por un tieso dedo oscuro que brillaba bajo la amarilla luz de las farolas. Hay una persa (creo) que navega por la calle con una falda azul pálido de bebé, abierta hasta la nalga, y corpiño translúcido. Da la sensación de valer las veinte libras que pide. Tiene unos pechos bailones, y unas piernas tostadas, brillantes por el uso de la hoja de afeitar, y no parece aburrirse tanto ni tener tanto miedo como sus colegas por el hecho de ser una furcia. Las otras están nerviosas, están hechas un manojo de nervios.
En cuanto ha llegado a mi barrio el negocio de las furcias, también ha llegado el asesinato de furcias. Hace tres semanas encontraron a una chica estrangulada en un coche robado. Anteayer encontraron a una chica apuñalada en el sótano de un hotel. Pese a todo, ellas siguen con su negocio en las polvorientas plazas. El negocio es ése, cobran por el riesgo, cobran por el miedo. Los tíos, los puteros, deben disfrutar del nerviosismo, del miedo. Y pagan un buen dinero. Ah, pobres chicas, inspiran compasión. Ayer noche llegué bastante tarde a casa y al salir del Fiasco me detuve un momento para apagar una colilla con el pie y admirar la templada noche. Dos furcias, la pelirroja y una robusta extranjera con cabeza pequeña y musculosa, como una bombilla o una cebolla, estaban apoyadas en la barandilla que rodea ese hotel de la esquina.
—Eh —les dije—, parece que una de vosotras la palmó el otro día.
La selección de vocabulario no era, quizá, la más apropiada, pero lo dije con intención amable, preocupada, con tenso compañerismo. Ellas se dieron media vuelta, como mujeres no profesionales en una fiesta o un club nocturno, con educada repugnancia.
—Lo siento —les dije—. ¿Queréis dinero? Tomad, ahí va algún dinero.
Vi entonces a su piojoso chulo, un asiático, que permanecía impaciente en la esquina del café español, todo él sonrisa y dientes y zancadas alevosas como la aleta de un tiburón, viniendo a por mí, con el rollo de pasta asomándole por el bolsillo superior de la americana, como si fuera su polla.
Tengo que exponer una hipótesis: Selina está tramando algo. Esta es mi teoría. Sí, esa Selina está tramando alguna cosa. Lo sé, simplemente, aunque con las chicas, lo admito, es dificilísimo estar seguro. Ayer, a mediodía, vine en taxi desde Heathrow. Eso de volar en primera clase, convenientemente bebido, no está mal del todo. Selina se mostró atenta, correcta, en el inmaculado apartamento, como si acabara de surgir de la nada. En la salita dormían unas flores. La besé. Sus labios se escabulleron de los míos. Tenía el aliento metálico, huevudo. Está ovulando, pensé, la mala puta. Pues bien, la cuestión es la siguiente: esa circunstancia suele ponerla caliente, lo cual suele dejarme frío. Lo que me pone caliente a mí es que ella esté fría. Pero yo iba caliente. Y ella estaba fría. Sí, me ha derrotado con mis propias armas, otra vez, esa pequeña Selina. Confiando en la suerte, la invité a cenar en Kreutzer’s. La polla me hacía cosquillas en el ombligo, mientras Selina hablaba y hablaba, de absolutamente nada. Champagne, gruesos filetes, espeso vino. Un conjunto perfecto. Hábil y velozmente, la conduje borracho de vuelta al apartamento. Se negó a meterse en la cama conmigo. Eso me puso furioso. Murmuré que ya era hora de que ella tuviera su propia tarjeta Approach americana, o su tarjeta Ventage, o ambas, probablemente. Ni así. Expansivo y generoso, le expliqué mis planes para hacer una nueva inversión en su boutique favorita. Tampoco al oírlo quiso meterse en la cama conmigo. Le di un cheque por tres mil libras. Tras lo cual se ofreció, ¡a hacerme una paja! Bueno, no lo dijo con esas palabras, pero venía a ser lo mismo. Estábamos en la cocina. Yo bebía brandy, mientras la mojigata Selina tomaba su té a sorbitos. Se llevó la mano a la garganta y se puso a tararear mientras yo la miraba fijamente a los ojos. Me sentía harto de tanta comedia, de modo que cuando me ofreció esa paja (¿Se puede saber qué coño de relaciones tenemos ella y yo?), acepté, y le dije qué disfraz se tenía que poner, qué números tenía que hacer, etcétera.
—Eres increíble —dijo ella, y retiró su ofrecimiento.
Al final decidí tomármelo con calma. Rompí el cheque, terminé el brandy, me fui a la cama, y me hice una paja.
Dormí. Dormí muchas horas, o eso creo. Y cuando desperté me sentí…, bueno, fuera de las coordenadas del tiempo. Mis lecturas y mi sentido de la orientación siguen colgados allá arriba, en el avión, los cascos y los dioses meteorológicos del espacio atlántico. El tiempo viaja. La noche y el día pasan a mi lado en dirección contraria. Me estoy quedando rezagado. Tengo que ponerme al día, agarrarme a algún sitio, asegurar mi posición con todas mis fuerzas. Al otro lado de la puerta del dormitorio, Selina mantiene las distancias, me vigila. Pronuncié su nombre. Apareció en el umbral, enmarcada por la luz pero distante, sin estar tan ahí como antes, metida en alguna lejana película o narración… Hoy, en la cola de taxis del aeropuerto me he encontrado ni más ni menos que con Ossie Twain. No saludé a este alto viajero, que pagó su taxi, se abrochó la americana y sacudió la cabeza. Retrocedí en la cola y sonreí mis secretos. ¿Todavía está mirándome el rostro de Martina? Sí, sigue ahí, aunque más pálido… Y también ahora Selina me trae un café, en silencio, como una enfermera, y deja la cafetera en la mesilla de noche, lejos del alcance de mis manos, de mi aliento.
***
—¿Diga? —dije. La línea parecía de las peores. Aunque lo más probable era que fuese mi cabeza la que producía todos aquellos zumbidos. Esto de mi tinnitus… Tarde o temprano tendré que taparme la cabeza con la almohada. Lo malo es que, según dicen, las personas que sufren del oído siguen teniendo que escuchar estos ruidos incluso cuando se quedan sordos. Mala suerte. Doblemente mala.
—¿John Self? Martin Amis.
—¡Aleluya! —dije—. Y justo a tiempo. Menudo infierno me ha costado encontrarte la pista. He llamado a tu editorial, a tu agente, a la cosa esa nacional de los escritores, ya sabes. ¿Qué pasa contigo? ¿Trabajas en plan agente secreto o qué?
No contestó. Decidí actuar con cautela. Los escritores son tremendos: hay que tratarles con amabilidad. Una gentuza de lo más rara. Se pasan el día sentados en su casa.
—En fin, gracias por haber llamado. Y dale las gracias a tu agente por haberte dado mi recado. Bien, vamos a ver. ¿Verdad que has trabajado en el cine?
—… Alguna vez —dijo él.
—Bien, muchacho: hoy es tu día de suerte. Déjame explicarte cuál es mi idea. Tengo…
—Espera. Si la cosa va en serio, será mejor que vuelvas a hablar con mi agente.
—No, escúchame —dije—. Lo maravilloso es precisamente esto. Estamos trabajando a espaldas de los agentes. A espaldas de los grandes estudios.
—Ya, igual que todos los que venden sus películas a los pubs y a las compañías aéreas.
—No, no. Escúchame. Yo también tuve mis dudas al principio. Pero la cuestión es que mi productor hace que un abogado le redacte todos los contratos, y el abogado cobra su dieta, pero no tiene porcentaje. Todo está bendecido y arreglado, no te preocupes.
—¿Qué es exactamente lo que me estás ofreciendo? —dijo él tras una pausa de reflexión.
—¿Cómo?
—Dinero. Llámame cuando tengas una cifra concreta. Mi número sale en la guía.
Y colgó. Encendí dos pitillos y pulsé los catorce dígitos… En Manhattan eran las siete de la mañana. Fielding acababa de terminar sus ejercicios de jogging. Se encontraba animado, fresco, oxigenado. Estaba en forma para los negocios, como si este proyecto no fuera más que uno entre muchos. También hizo como si Dinero limpio hubiese perdido importancia desde su punto de vista, como si se estuviese metiendo de lleno en otra aventura más productiva; otra, de nuevo, entre muchas, como si hubiese dejado de ser su proyecto favorito, su criatura predilecta. Así me trata, después de la debacle con Doris Arthur. Echo de menos el calor humano, pero soy capaz de sobrevivir a esa circunstancia, soy lo suficientemente macho como para aguantarlo, y es posible que el calor vuelva a entrar pronto en escena… Fielding, por supuesto, dijo que ya había oído hablar de Martin Amis: no había leído nada suyo, pero recientemente se habían producido casos de plagio, robos textuales, que habían llegado a los diarios y revistas. Vaya, pensé. Así que el pequeño Martin se ha pillado los dedos. Un delincuente verbal. Un detalle que no había que olvidar.
Entre los dos apalabramos un trato: tanto por el borrador, tanto por la reescritura.
—Espera un momento —le dije—, este chico puede salir más barato. Me parece demasiado dinero.
—No lo es, John —dijo austeramente Fielding, y me dio sus explicaciones. Las escuché, soltando de vez en cuando un gañido de admiración. De modo que así es como se lo montan. La cifra parece estratosférica, hasta cómica, pero en realidad le pagas al tipo a tanto la página. Un borrador, unas revisiones, le dices que su trabajo es una mierda y le das la patada. Así nos sale el guión con una rebaja del sesenta por ciento. Doris Arthur conocía la historia.
Acepté el riesgo y se lo pregunté:
—¿Cómo está Doris?
—Bien —dijo Fielding—. Le he dicho que escriba una novela a partir de su guión. Te equivocaste, John.
—Acerté, Fielding.
Doris me había dicho algo junto a la puerta del restaurante de periodistas de la calle Noventa y cinco. No recordaba ya qué era, pero sabía que no quería volver a oírlo en mi vida. Esa era una de las razones por las cuales Doris estaba donde estaba. Una de ellas. Sí, era una de las razones.
—Dale un cheque al chico ese, hoy mismo. Ponle a escribir inmediatamente. ¿Cómo andas de dinero?
Le dije que a medias. Fielding me dio instrucciones para que utilizara la cuenta especial, me dijo que ya se encargaría él de reponer la pasta.
—Tómatelo con calma, Slick —dijo Fielding—. Tómatelo como puedas.
Me preparé una copa y manipulé la guía en busca de Martin Amis. Sí, salía en la guía, y hasta dos veces. Una vez como Martin, otra como M. L. Hay gente capaz de hacer cualquier cosa con tal de conseguir que su nombre salga en letra impresa.
Con un premonitorio ruido de bolsas de compras, Selina entró precipitadamente en el apartamento. Llevaba el pelo aceitoso de color y calor. Hay veces, lo juro, que la melena de Selina se ondula como un río de aguas bravas, y bajo sus ondas oculta ungüentos, secretos. Dijo que estaba cansada, que estaba enferma. Se tomó una aspirina y se metió en la cama. No tenía sentido que me fuese en pos de ella. No sé si saben ustedes que esa chica tiene la parte interior de los muslos extraordinariamente suave. En esa zona tiene una piel de serpiente, brillante, super excitante. Si miras ahí te encuentras con sedosos y complicados repliegues en los tendones, junto a la grieta. No es frecuente encontrar chicas con cosas así.
Selina es como una nena de las que salen en las revistas para tíos. Probablemente sea una nena de las que salen en las revistas para tíos: hoy en día publican tantísimas que no hay modo de estar al día en todas. Las chicas normales no son como las chicas de las revistas porno. Voy a confiarles un dato poco conocido: las chicas de las revistas porno tampoco son como las chicas de las revistas porno. Eso es lo curioso de la pornografía, lo curioso de los hombres; cuando se trata de tías siempre te hacen tragar bolas inmensas. No existen chicas como las chicas de las revistas porno. Ni siquiera Selina lo es, ni siquiera las chicas de las revistas para hombres lo son. He visto de cerca a un par de ellas, y por eso lo sé. Todo el mundo tiene forma humana. Pero díganselo ustedes a la pornografía. Díganselo ustedes a los hombres.
¿Cómo llegué yo a descubrir este dato tan poco conocido? ¿Cómo llegué yo a tomarles las medidas a un par de chicas de las que salen en revistas porno? ¿No se les ocurre?
Con dinero, exacto.
***
—Dime una cosa. ¿Tienes un horario fijo para escribir diariamente? ¿O escribes sólo cuando te da por ahí?
Suspiró y me dijo:
—¿En serio que te interesa saberlo…? Me levanto a las siete y escribo sin parar hasta las doce. De doce a una leo poesía rusa, traducida, por desgracia. Como rápidamente, y luego historia del arte hasta las tres. Luego, una hora de filosofía. Nada de cosas técnicas ni duras. De cuatro a cinco, historia de Europa, 1848 y todo eso. De cinco a seis mejoro mi alemán. Y hasta la cena, bueno, me tomo un descanso y leo lo que me da la gana. Shakespeare, generalmente.
—Sí, el otro día estaba yo releyendo un libro, Animal Farm. ¿Qué te parece?
—Es gracioso, pero no lo he leído.
—Ya. ¿Y qué me dices de…, de 1984?
—Oh, ya lo leeré cuando llegue ese año. No me interesa apenas la novela de ideas. Ni tampoco me gusta tener que sacar la cabeza del libro para respirar aire puro.
—¿Cuánto ganas?
—Depende.
—Pero ¿cuánto?
Me lo dijo.
—Entonces, ¿en qué diablos te lo gastas?
Les juro que este Martin Amis vive como un estudiante. He inspeccionado su casa con el ojo clínico del publicitario, atento a signos de estilo y de forma de vida, de nivel de gasto. Y no encontré nada, ni grabadoras ni archivadores, ni máquinas eléctricas de escribir ni ordenadores ni impresoras. Sólo una portátil color vainilla. Sólo bolis, cuadernos, lápices. Apenas dos habitaciones forradas de polvo que dan a una hollinosa placita, sin vestíbulo ni pasillo. Y se gana lo suyo. ¿Por qué no vive en el nivel que le permitiría su pasta? Este tipo debe de tener un horrible vicio libresco. ¿Cuánto cuestan los libros? Me parece que esa adicción a la lectura lo tiene agarrado del cuello.
—Yo diría que esto es un buen trabajo. Desde luego, no es nada vulgar —dijo. El guión de Doris yacía sobre su regazo. Lo había estado hojeando—. ¿Estas anotaciones a mano son tuyas? ¿Dónde está el problema?
—Tenemos un problema de protagonista. Tenemos un problema de motivaciones. Tenemos un problema con la pelea. Tenemos un problema de verosimilitud.
—¿Cuál es el problema de verosimilitud?
Se lo expliqué. Me tomó un buen rato.
—… y, por lo tanto, ahí es donde intervienes tú —le dije, resumiendo.
—Más que escribir —dijo él—, lo que me pides es un trabajo de psicoterapia.
—Te explico el trato.
—Habla.
Le dije la cifra. También eso me tomó mucho tiempo. Joder, parecía una cifra desorbitada, tratándose de un escritor. Martin soltó una carcajada. Creo que se atragantó:
—¿Libras o dólares? —preguntó.
Dice Selina que soy incapaz de amar de verdad. No es cierto. Al dinero lo amo de verdad. Oh, dinero, te amo. Eres muy democrático: no tienes favoritos. Para mí y para quienes son como yo, tú lo igualas todo.
—Libras —dije, sin darle importancia—, aunque el dinero, naturalmente, es americano. ¿Estás muy atareado? —Le dejé que se encogiese un rato de hombros—. Quizá te deje sin filosofía durante un par de semanas —dije—, pero así es la vida. Y Shakespeare puede esperar. La historia puede esperar.
Mencioné fríamente el cheque que llevaba en el bolsillo de mi americana, y le expliqué un par de detalles acerca del calendario de pagos. Pero luego me puse a pensar: con este chico lo que hacemos es tirar el dinero. Lo haría por la mitad de pasta, seguro. La cantidad de libros que se podrá comprar…
—Pues diré que no.
¿Cómo? ¡El muy hijo de puta!
—¿Qué? ¿Por qué? —dije acalorada, congestionadamente, con un dolor extraordinario, aplastante, igual que si un hijo mío hubiera sido menospreciado de forma humillante y cruel, igual que si yo mismo hubiese tenido que regresar a casa llorando. Ooh, cuánto daño me puede hacer todavía el mundo. Es tan afilado como siempre.
—No es por nada personal —dijo—. Sólo que no sé casi nada de ti. No sé casi nada de Dinero limpio.
—Joder, pero si acabo de contártelo todo.
—Eso es lo malo. —Hizo una pausa, hundió la cabeza—. ¿Quién va a dirigir esa película? ¿Serás tú…? Me has contado la trama, y parecías un niño de diez años que trata de acordarse de un chiste verde. En fin, no es eso lo que me preocupa. La industria del cine está repleta de tontos florecientes y millonarios analfabetos. Lo que me preocupa es… Para hacer una película hace falta energía, un montón de energía. Eso es lo que son los directores de cine: gente que rebosa de energía. Mientras que tú, bueno, tienes aspecto de estar haciendo cola para ingresar en una unidad de cuidados especiales. Como parpadee, le dará un ataque al corazón, pienso todo el rato. Te he visto por ahí, y eres un auténtico prodigio. Un caso.
Dado que he resultado ser el tipo de ser humano que soy, lo primero que me pregunto al ver a una mujer es: ¿me la tiraré? Del mismo modo, lo primero que pienso al ver a un hombre es: ¿tendré una pelea con él? Hace tres años, tres meses, tres semanas, hubiese respondido a las objeciones de Martin levantándole del asiento con una mano y dándole con la otra entre los ojos. Por alguna razón de naturaleza ambigua (creo que tiene que ver con su nombre, tan próximo al de mi paliducho padre), me siento muy protector con este Martin: en cierto sentido, detestaría hacerle daño, o ver que alguien se lo hace. Pero desde otro punto de vista, en otra noche cualquiera, me oigo a mí mismo —hasta me huelo— dándole a Martin la paliza de su vida, una paliza de las peores, furiosa, ciega, incontrolada. Noto que él nota a veces ese impulso, esa pegajosidad que se produce entre los dos. Por mucho que hable y hable, le doy miedo. Sí, es listo, y ojalá hablase yo tan bien como él, pero desde el primer momento le calé, ese chico es un anticuado.
Me recosté en el respaldo, y dejé que mis latidos siguieran su ritmo. Bajé la vista para echarle una ojeada al cenicero, esa fosa común, con los aplastados cadáveres de una docena de colillas.
—Doblaré la cifra —dije. Mencioné la nueva cantidad, y noté un pellizco de náusea en mis huevos—. Y eso no es más que el comienzo. —Saqué el talonario de cheques—. Venga, ¿crees sensato rechazar tanto dinero? Acéptalo. Cómprale un regalo a tu novia. O a tu madre. Acepta. Venga, tío, sálvame la vida.
—… Aceptaré.
—Gracias, Martin.
—Con una condición.
—¿Cuál?
—Que el cheque tenga fondos.
—Los tiene —dije, entregándoselo—. Necesitaré un boceto preliminar dentro de dos semanas. Joder, tío, sólo tienes que reescribirlo.
Miró la fila de ceros caedizos.
—No me parece… —dijo—. No me parece realista.
Me puse en pie de repente: rebosante de energía. Martin se arredró. Sus ojos me miraron. Sabe lo que hay entre nosotros. O quizá cree que se está volviendo paranoico.
No es cierto. No se está volviendo paranoico. Se lo garantizo yo.
Ahora, cuando voy en el Fiasco, yo también me estoy volviendo paranoico. Tengo la sensación de que la gente me sigue. Últimamente miro por el retrovisor mucho más a menudo que por el parabrisas, y más fijamente. Si algún coche me sigue cuando yo vuelvo una esquina, da igual, es normal, pasa cada día. Si un coche me sigue cuando doblo una segunda esquina, entrecierro los ojos y aprieto las manos en torno al volante, encubiertamente, como un actor. Si ocurre a la tercera esquina, cuidado, alerta roja. Eso es la paranoia, al fin y al cabo. Alerta roja. Cierro las puertas con seguro y subo los cristales de las ventanillas. Utilizo maniobras de diversión. Tuerzo más esquinas a ver si todavía me siguen. Lo piso a fondo… A veces me coge paranoia de contacto con los coches que van delante de mí. Intento tranquilizar a todo el mundo, yo incluido, y adelanto a ese coche, para que no tenga la paranoia de que yo estoy siguiéndole. A veces pienso que el coche que va detrás de mí cree que estoy siguiendo al coche que va delante de mí. Pero cuando trato de hacer el adelantamiento y calmarnos a todos, el Fiasco ya no tiene su viejo ímpetu. Los adelantamientos son eternos. Lo cual resulta extremadamente peligroso, y por culpa de eso ya he tenido bastantes accidentes salvados in extremis. Al Fiasco le falta su marcha, su embestida de antaño. El otro día me dejó boquiabierto un coche de minusválido. Iba yo por Bayswater Road en plan señor, camino de Marble Arch, cuando aquel triciclo de juguete se me adelantó para colarse por un carril libre. Yo reduje, y pisé el acelerador, pero aquel cochecito me dejó clavado. Mi Fiasco no era rival para él. Ayer me entró la paranoia cuando un ciclista me siguió al doblar yo una esquina. Frené. Paré el coche, de pura incredulidad. La bicicleta pasó junto a mí sin detenerse. La montaba una señora… Hoy, mientras conducía, me ha entrado de golpe la paranoia. No me gustaba el asunto. Se estaba cociendo algo, había calma, mucha calma, demasiada calma. Hasta que comprendí por qué me sentía paranoico: no me seguía nadie.
La Boda Real se acerca cada vez más a su final. Londres está como Blackpool o Bognor o Benidorm cuando hace mal tiempo. Esto es historia: los súbditos ingleses se congregan en la capital para rendirle honores a la boda del heredero de la corona. Esto es historia, y todos quieren un pedazo. Los turcos y los persas y los negros engalanados, los nuevos sahibs de Londres, parecen perplejos, humillados: no están acostumbrados a ser menos numerosos que los aborígenes. Los pálidos festejantes van alegremente vestidos bajo el pegajoso calor veraniego. Se han puesto su ropa pop-art y salen de los autobuses en los que han viajado apretujados para hacer cola ante las mandíbulas de repentinos hoteles. Gritan y están contentos. Ha llegado su hora… Hace exactamente tres años me encontraba yo en algún aeropuerto mediterráneo, a punto de volver a casa, escoltando a Dolly, o Polly, o Molly, una de las antecesoras de Selina. Después de tomarnos nuestro cóctel de primera hora de la tarde pasamos a cumplir con nuestra obligación en la tienda libre de impuestos. Y caminé irreflexivamente entre ellos, mis compatriotas. El aeropuerto era una base de transbordadores aéreos británicos, que iban a Belfast, Manchester, Glasgow, Birmingham, Londres. Todos regresábamos del sol, volvíamos a la luna, verdaderamente en forma, pese a los tripones de la cerveza y al acolchado celulítico, pese al pegamento del peluquín y al sellador de las grietas. Se podían comprar tabloides de Fleet Street en el kiosco. El inglés de pub con el que hablaba el barman era lacónico pero práctico: todos saben decir que no hay hielo: no ice. Y ahí estábamos todos, listos para volver a casa. Chicas con camisetas y tejanos cortados a medio muslo, o en alguna super femenina parodia de los volantes y encajes locales; las matronas con la pana a punto de reventar en el trasero, y una nueva floración de pecas en la cara; los bronceados machos exhibiendo su torso en el bar y tratando de representar su ideal de la gracia varonil: un mostachudo hombre-músculo. Hay mucha copa y mucho dinero de vacaciones. Hechas las paces con sus cuerpos, recalentados, aceitados, cuidados, todos llevan el bronceado sexual: una insultante salud. Hasta que toda la pandilla, toda la inocente catástrofe de la evolución de la especie —ellos, yo, Holly, o Golly, o Lolly, la pimpante tía buena de vestido que aletea al viento— nos dirigimos a través del enloquecido calor hacia la máquina de ruido, tensa y estruendosa en medio de la rechinante pesadilla. Cargados de transistores, productos libres de impuestos, grandes tetas, pantalones blancos, trepamos todos hasta lo alto de la puerta situada en la grupa del aparato.
Vigila. Espera. Ya vienen ahí otra vez: las masas. En aquellos tiempos, para mí el tránsito no era más que tránsito, una cosa anónima, indiferente: tránsito, simple tránsito. Ahora sé algo más acerca de las cosas que pasan a mi espalda. Los coches son concretos y poseen campos de fuerzas que pueden ser mojigatos, hostiles, altivos. Veo la cara de un coche, los ojos de un coche, la sonrisa despectiva y acalambrada de un coche, el acobardamiento, el erizamiento o la despreocupación de un coche. Y cuando contemplo la masa, la congestión humana de las calles, no veo personas sino campos de fuerza humanos: trampas, cabezas amenazadoras, sombreros duros, trotes, masas humanas que me individualizan con la mirada de sus faros.
***
—Carlos y Lady Di se casan el veintinueve —le dije a Selina mientras me tomaba mi tostada y mi café. Ella vestía su más señorial camisón. Una seda rica como caramelo. Además, era una prenda brutalmente transparente—. ¿Por qué no convertimos ese día en la fecha de una doble boda? ¿No sería increíble? Ahora mismo podríamos bajar, tomar un taxi, e ir a comprarte un anillo en Bond Street. ¿Qué te gustaría? ¿Una esmeralda, un rubí, un bonito diamante? Podríamos almorzar en Knox’s. Telefonearé a la agencia de viajes. Después de la ceremonia podríamos largarnos a pasar unos días en París. Podemos alojarnos en ese hotel nuevo, el que dicen que es el más caro del mundo. Y, de todas formas, necesitas renovar tu vestuario. También creo que ha llegado el momento de que tengas tu propio coche. El Fiasco es demasiado grande para ti. Te he oído comentarlo alguna vez. ¿Adónde te gustaría ir este verano? Piénsatelo. ¿Las Barbados? ¿Las Seychelles? ¿Sri Lanka? ¿Bali?
—No te oigo, John. John. ¿Qué estás haciendo?
—Nada —dije, aunque en realidad fuera mucho. Me había montado en el taburete de la cocina, y agarraba uno de los pezones de Selina, para afinar la sintonía, y me había metido el otro en la boca y lo saboreaba como si fuese un caramelo de menta—. ¿Qué me dices? —dije.
—¿Cómo? ¡Ay! Mira, lárgate. Además, quiero ver la Boda Real por la tele.
—Vete a la mierda —dije.
—Y tú también.
—¡Jódete ya!
—Te jodes tú.
—Mierda ya, joder —dije, y bajé al Butcher’s Arms.
… Había una anciana señora que vivía en un pisito. Un día, tres negros y dos skinheads llamaron a su puerta. Le dieron una paliza y la violaron y le robaron toda la pasta. Cuando el hijo de la anciana apareció allí con la bofia, uno de los negros estaba aún en la cama, durmiendo. Tenía dieciséis años. El hijo, setenta y dos. La anciana, ochenta y nueve, y vivía sola en su pisito… Un jefe guerrero árabe ha volado en pedazos. De repente, según un comentario del Morning Line, el Próximo Oriente está más explosivo que nunca, y constituye una seria amenaza para la paz mundial. Lo cual plantea unas cuantas preguntas de cierta importancia. ¿Habrá problemas con el petróleo? ¿Le pegarán una bofetada a la libra, o acorralarán los gangsters a nuestra moneda en los mercados monetarios internacionales? ¿Es posible que se recupere gracias al petróleo, con lo cual se devaluarían los dólares americanos que estoy ganando yo? Exijo respuestas. ¿O habrá quizá una Guerra Mundial, con todos los gastos y molestias que eso supondría…? Un presentador de televisión ha sido ingresado urgentemente en un hospital, aquejado de una misteriosa enfermedad. En la página cinco, la rubia Ulla muestra sus grandes tetas y sus diminutas bragas. Sissy Skolimowsky resulta ser bollera, y un ex novio suyo piensa demandarla. Ayer, mientras revolvía el cajón de Selina, tropecé con unos folletos extraños. Cosas de abogados: información general acerca de la legislación y los derechos de las tías… Maniobras de blindados rusos junto a la frontera polaca. Con 1984 he viajado lo suficiente como para que estas cosas me preocupen. Me preocupa Polonia. Me preocupa Lech, y la habitación 101, y Danuta (vuelve a estar embarazada, saben) y todos esos hijos que tienen. En mi opinión, Solidaridad podría fallecer pronto de sobreexcitación. Todo lo que hace Lech les parece razonable a los hombres y mujeres libres, pero apuesto a que en Polonia las cosas son de otro modo; allí llevan las riendas una pandilla de tipos duros. ¿Han oído contar ese curioso chiste polaco sobre el dinero? Es muy bueno. Preg.: ¿Cuál es la única cosa que vale la pena comprar con dinero en Polonia? Resp.: Dinero. Dinero de otras marcas: dinero del nuestro, que a ellos les sale carísimo. ¿No resulta escandaloso? Es un chiste muy bueno, a que sí.
—Barry opina que sí lo han hecho. Fat Vince opina que sí lo han hecho. Cecil cree que sí lo han hecho. Vron cree que sí lo han hecho. Y yo también.
—¿Qué? —pregunté.
—Que ya se han acostado.
—Ella y el príncipe Carlos.
—Ya. Bueno, es lógico. Él es heredero del trono. Tiene que saber qué se lleva a casa, ¿no?
Otro día, otro pub. Fat Paul, el Shakespeare.
Fat Paul y yo somos como hermanos. Estamos siempre cantando y peleando, siempre riendo y cabreándonos. Cuando teníamos veintitantos años dejamos de pelearnos. Dolía demasiado. Él dejó de perder todas las veces. Ahora temo a Fat Paul, y procuro no estar borracho cerca de él. Se saca su buen dinero por ser mucho más violento que yo. También yo mejoraría mi eficacia si me ganara la vida con la violencia, como Fat Paul. Bueno, él es un profesional, me digo a mí mismo, y para mí nunca ha sido más que un pasatiempo.
—He abandonado la sexualidad —ha dicho Selina esta mañana, después de tomarse el té que le he llevado yo con todo mi afecto.
—¿Ah sí? —le he preguntado.
—Por Dios, trátame bien. Utiliza tu imaginación. Ya se me pasará. Sólo que he abandonado la sexualidad.
Entonces, ¿se puede saber para qué sirves?; eso fue lo que sentí deseos de decirle. Pero no lo he hecho. He resistido la tentación. He observado el orgulloso dramatismo de su rostro, las válvulas y órbitas de su garganta, la humedad de su pelo, los pechos, más pesados que nunca, sólidamente montados sobre la caja torácica, las colinas desnudas de su barriga, la repentina llamarada de sus caderas, el olor a sueño.
—Entonces, ¿se puede saber para qué sirves?
—No eres real —ha dicho ella.
Tiene suerte la pequeña Selina de que haya dejado de hostiar a las mujeres. Si alguna vez vuelvo a pegar a las mujeres, ella será la primera en enterarse… De modo que me he largado y me he pasado una aburrida pero necesaria mañana con mi director de arte y mi jefe de vestuario. Le dije a mi ayudante que también viniera. Es Micky Obbs. Todos ellos cobran por esperar el momento del rodaje. Fielding tiene una cuenta especial para correr con esos gastos. Luego he comido con Kevin Skuse y Des Blackadder. También ellos cobran. Tendrían que ver cómo manejo a esos tipos. Martin Amis tendría que haber visto cómo manejo a esos tipos. Creen que soy Dios. Sus sonrisas forzadas y sus exhaustas carcajadas, la tranquilidad de su odio, me lo confirman. Luego, al Shakespeare, a ver a mi padre, a buscar claves de este rollo de los padres y los hijos.
—¿Dónde está Barry? —pregunté.
—Aquí —dijo Fat Paul—. Toma las llaves.
Mi padre estaba pensativamente dedicado a ver las pruebas de varias strippers en la cripta morada del viejo salón del bar. Menudo lote de desgraciadas: treintañonas, amas de casa con dos hijos, forzadas a subirse al escenario por cuestiones de dinero. Incluso tienen a sus chiquillos rondando por aquí, bostezando nerviosamente. Los niños me recordaron a otros niños, sí, a los niños de los presos de Brixton, a los pequeños visitantes. No tenía ganas de ver nada de eso, y me senté pesadamente, de espaldas a los focos.
—Sírvete algo, John —dijo mi padre, con su breve mirada de deudor—. A ver, ¿quién eres tú? ¿Emma? Muy bien, guapa, empieza.
—¿Qué le pasa a Vron? —pregunté.
—No me hables de Vron. Desde lo de Debonair me trae loco. Ahora quiere hacer un vídeo. Está obsesionada por el vídeo. Para Vron, lo de desnudarse en un escenario ya es poco. Dice que es una artista del cuerpo. Que lo suyo no es el strip-tease, sino cultura física. El miércoles pasado hizo cultura física de esa en el escenario del Shakespeare, y no veas el escándalo que se armó. Gracias, Emma. Sí, Emma, con eso será suficiente.
Me volví. Con la ropa sujeta de mala manera, Emma decía que sí con la cabeza bajo los focos. Un niño pálido con pantalones cortos se dejó caer de la banqueta del piano y avanzó hacia ella.
—¡La siguiente!
—¿Qué fue lo que pasó el miércoles?
Mi padre emitió un leve gemido nasal, con la mirada fija en el escenario.
—Hizo que ese desdichado de Rod le hiciera una coreografía completa. Rod, el fotógrafo. Tiene suerte de ser marica, porque de lo contrario estarían los dos en el hospital. Él se encargó de la iluminación, de la supuesta iluminación. Estaba tan oscuro que la gente tiraba los vasos, tropezaba con las paredes, en fin. Y no hizo lo corriente, ya sabes, lo de la chica pasando la gorra al final y cada uno echándole lo que le da la gana. No. Fue una actuación en toda regla, con taquilla, y cada entrada a dos libras. Vron salió cubierta de velos y pañuelos y cosas, y dio un par de pasos en la oscuridad. ¡Y luego volvió a largarse! No veas cómo se puso el público. Me fui a verla y le dije, a ver si te quitas todas esa maldita mierda que llevas puesta. Pero dijo que no, que ella no se quitaba nada. Dijo que eso era su número. Tuve que devolver el importe de las entradas. Descorazonador. ¡Gracias, chata! Precioso. Ya veré qué puedo hacer por ti.
—Eh. Quiero preguntarte una cosa. ¿Tienes planes para…?
—Tendrás tu dinero —me dijo, y me miró cara a cara por primera vez, con los ojos entornados, los labios arqueados.
—No me refería al dinero —le dije—. Me refería a tus planes matrimoniales.
—Oh, eso. —Se encogió de hombros e hizo un ademán despectivo con la mano—. Haznos un favor, John. Pásate a ver a Su Alteza Real cuando te vayas. Quiere hablar contigo un momento. Oye. La tal Selina… —Su gesto de burla se agudizó, y pareció encender unas luces en el fondo de sus ojos—. Debe de ser bastante guarra, eh. ¿Me equivoco?
—¿Selina? —dije, con inconfundible lealtad; menudo tonto soy-Basura y sólo basura.
Mi padre gruñó y se volvió hacia el otro lado.
—Anda, hijo, vete. Corre.
Encontré a Vron viendo la televisión en una salita color mazapán. Estaba tendida en el sofá, con el cuerpo significativamente dispuesto, y la cabeza alta, como en bandeja. Me fijé en sus agudos tobillos, en sus medias negras, en el quimono turquesa con numerosos e interesantes orificios de ventilación. Llevaba unas pestañas postizas espesas como charreteras, y sus ojos se extendían como delgadas arañas sobre el tono mortuorio de su maquillaje. Vron y la habitación en donde yacía tenían en común…, cierta textura a tienda de caramelos, sorbetes, bombones de licor. Mientras ella me hablaba (de Barry, de Rod, de los deméritos del peinado de Lady Di), estuvo haciéndose masaje en los pechos con los antebrazos, perezosamente: «para mantenerme en forma, John», me explicó. Luego, la conversación pasó a tratar de su propio cuerpo, y de lo poco avergonzada que de él se sentía. Otras personas podrán avergonzarse de su cuerpo, pero ella no es de ésas. Desde luego que no.
—¿Por qué tendría que avergonzarme de mi cuerpo, John? Dímelo tú. ¿Por qué?
No supe qué contestarle. Después, Vron me preguntó si tenía algún contacto con gente que hiciera cine porno, o vídeo erótico, o porno duro.
—Ninguno que parezca importante. No.
—Barry duda de las posibilidades de mi futuro, John. En cambio, Rod tiene fe en mi talento. Tú tienes espíritu de artista. Y por eso te respeto, John. ¿Dudas tú de mí, John?
—Por mi experiencia, Vron, te diré que estas cosas pueden salir bien o mal, depende.
Me miró reflexivamente, con las manos cruzadas sobre las azules solapas.
—Sería una buena madre para ti. Lo sería —dijo—. De verdad.
***
—La distancia entre el narrador y el autor depende del grado en el cual el autor crea que el narrador es malvado, iluso, despreciable o ridículo. Lo siento, ¿te aburro?
—¿… Uh?
—La distancia está en parte determinada por las convenciones. En un marco épico o heroico, el autor le da al protagonista todo lo que tiene, y más. El héroe es un dios, o posee poderes o virtudes divinas. En un marco trágico… ¿Estás de acuerdo?
—¿… Uh? —repetí. Acababa de metérseme un pedazo de galleta en uno de los huecos que dejan entre sí mis muelas superiores. Si vuelvo a pasar la película de este accidente de manera mental, supongo que debí de hacer una marcada mueca de dolor, para después dar rienda suelta a un estremecimiento. Me puse a repasarme la muela con la lengua. Martin, tan contento, siguió charlando. Los médicos de la boca son como decoradores del oeste o fontaneros de circunstancias. De joven, uno cree que el mundo de las reparaciones adultas es digno de la mayor confianza, eficaz y no excesivamente caro. Pero cuando uno crece se encuentra con que no hay más que matones y cuatrojos, chulos y ratas de biblioteca, chapuceros y melindrosos. Tomé un sorbo de mi copa y desvié el scotch hacia mi Upper West Side.
—Cuanto más desciendes en esta escala, más libertades puedes tomarte con él. En realidad, puedes hacerle lo que te venga en gana. Lo cual crea un deseo de castigo. El autor no está en modo alguno libre de impulsos sádicos. Supongo que es…
—Oye, no te olvides de que me has de dar una fecha límite. No es necesario que la cumplas estrictamente, pero necesito decirles algo a Fielding y a Lorne. Y a Caduta. También a Davis. ¿Qué hay de la pelea?
—¿Qué pelea?
—La pelea entre Lorne y Spunk. Ya sabes, la gran pelea.
—Ese nombre no va a colar.
—Ya, ya. Le he hablado de este asunto. Mira, hay muchos norteamericanos que se llaman cosas así. Todos se llaman cosas como Orifice y Handjob.[12] No se fijan. Creen que son hombres divinos.
—Pues a mí me parece que eso será un problema. En fin, a ver qué te parece esta idea. Que Spunk, o como se vaya a llamar, deje que Lorne le dé una paliza.
—¿Que Spunk se deje…?
—Sí, Spunk.
—¿Por qué?
—Para demostrar que está por encima de todo eso. Y también que controla tan exquisitamente su propio cuerpo que es capaz de encajar los puñetazos y…
—Venga ya —dije—. Lorne no caerá en esa trampa. Lorne quiere que Spunk le ataque a traición, de la peor manera, y después pretende vapulearle.
—¿A Spunk?
—Sí. Verás, los héroes no… Tengo que explicarte una cosa: Lorne hace papeles de héroe. Los héroes nunca pierden una pelea. En tiempos de Lorne no perdían jamás. Luego empezaron a perderlas, durante una temporada, pero ahora han vuelto a lo de no perder nunca. Los héroes, bueno, los héroes no pierden una pelea a no ser que tengan diez tipos en contra, y armados de navajas y látigos, y porque el héroe ha estado enfermo, y su madre está a punto de morirse, y su mujer…
—Ya, entiendo —dijo Martin.
—E incluso así, a la siguiente pelea gana el héroe.
—A ver esta otra idea. Lorne deja que Spunk le dé la paliza.
—¿Por qué?
—Por amor a Butch. Se sacrifica por ella.
—Ya… A Spunk no le engañaremos tan fácilmente. Ni siquiera quiere pelear con Lorne, a no ser que sea absolutamente necesario. Sólo si le provocan y le atacan y todo eso.
—Entonces, no hay modo de resolverlo. Ninguno de los dos está dispuesto a perder.
—El escritor eres tú —dije—. Usa tu imaginación, joder. Pon tu talento a trabajar. Además, ¿no es eso lo que se supone que soléis hacer los escritores, todo el día?
—Si hubiese dos peleas, supongo que los dos querrían ganar la segunda. ¿Y si dejamos lo de la pelea?
—No, no lo vamos a dejar. Necesitamos la pelea. Quiero que haya una pelea.
—Ya veré qué puedo hacer por ti.
Luego discutimos el problema de la verosimilitud, en el piso de Martin, sentados en torno a su mesa ovalada y cargada de libros, provistos de una botella de whisky, vasos, ceniceros, cosas de escribir. Martin fuma y bebe lo suyo, aunque antes no lo hiciera. Hablando en general, mi estimación de sus cualidades ha subido algunos enteros. Pero encuentro que esa vida de estudiante que lleva lo estropea todo. ¿Hasta qué punto quiere arrastrarse por la vida? Afuera había cielos luminosos y parloteo de gente que pasaba.
—De manera que lo que tienes que hacer es —dije, a modo de conclusión— que se comporten de forma verosímil, sin que ellos lo sepan. Sólo de forma que ellos lo hagan, sin que se enteren ¿de acuerdo?
—Me lo pones difícil —dijo Martin.
Medité un momento.
—¿Tienes también este problema con tus novelas, Martin? —le pregunté—. Y, ¿te arman muchos líos cuando tratas de gente que hace cosas malas y todo eso?
—No, no me presenta ningún problema. Me llegan algunas quejas, claro, pero estamos prácticamente todos de acuerdo en que el siglo XX es una época irónica, decadente. Incluso el realismo, el tratamiento más puramente realista, se considera como demasiado engolado en este siglo.
—Realmente… —dije, y me pasé la lengua por la muela.
Cuando regresaba a casa por calles color ostra y carbón, el aire tembló repentinamente, se sacudió el abrigo, como un perro mojado, como la superficie de aguas turbadas. Me detuve un momento —todos lo hicimos— y alcé los ojos al cielo, como podría alzar el rostro un esclavo o un animal, temiendo el castigo pero asumiendo de todos modos el riesgo. Con sus peldaños de luz, una iluminada escalera ascendía hacia el azul, más allá del cielo cotidiano formado por hueveras vacías, grandes pellejos, nieblas de cocina.
—De acuerdo, a ver —dije, y me sequé la cara con la mano.
En lo alto, en medio de la distancia transparente, se tostaba al sol una hueca nube rosada, una cúspide de color rosa sujeta por los extremos, en forma de ojo vertical, de boca vertical. En su centro se encontraba cierta esencia viva, meticulosa, femenina… Bueno, ¿aparto de mi mente esa idea? ¿Es posible que la pornografía que emite mi cabezota se cuele incluso en las nubes hasta determinar su forma, resistiendo de paso los embates del aire de las alturas? Alto ahí…, el color rosa, la boca, el destello. En fin, si en ese momento me pareció que era así, significa que en ese momento me pareció que así era. Probablemente no soy el único que opina que está determinado por su forma de ver las cosas. Y esa nube de ahí arriba me recordó, sin la menor duda, un chocho.
***
Y es que, últimamente, todo tiene esa forma para mí. Llevo una semana de vuelta en Londres, y Selina sigue manteniendo las distancias. Selina me ha puesto el freno. Cada noche, mientras cenamos en restaurantes cotidianamente más caros, tengo que escuchar el manifiesto antisexológico desde la sopa hasta los postres. Dice que se encuentra en un estado de hipersensibilidad. En un estado extremadamente delicado. Al principio pensé que lo único que pretendía era conseguir que yo le diera de mi bolsillo un auténtico bingo o un espléndido plan de jubilación anticipada. Me equivoqué. Le he ofrecido miles y miles de libras. Le he ofrecido el matrimonio, hijos, casas, la leche. Tal vez me falte sutileza, no lo sé. Ella me mira como diciéndome: ¿Cómo te atreves? Ojalá me explicase alguien a qué hormona hay que echarle la culpa de todo esto. Esa hormona suya está dándonos la lata por ahí dentro, y arruinando de paso mi salud. Como agarre a esa hormona algún día… La pequeña Selina ni siquiera se viste de gala. Tampoco se desnuda. No lleva prendas de burdel o de revista porno, pero tampoco usa pijama de hospital o calcetines. Duerme en cueros. Lo mismo que yo, lo mismo que yo.
Por la noche, antes de retirarme, tomé la precaución de beberme una botella de brandy, y entré en el dormitorio justo cuando Selina salía de la bañera. Mientras se cepillaba el pelo con los dos brazos alzados, permaneció en pie y desnuda junto a la cama. Fragmentos de humedad le brillaban en la piel como océanos en un globo terráqueo. Crucé la habitación en actitud implorante. Le besé la garganta. Me arrodillé.
—Por favor —le dije.
Oí el ruido del cepillo en su pelo, la música japonesa de sus entrañas, el leve zumbido del silencio.
—Diez de los grandes —dije—, para que te los gastes en tu boutique preferida.
Sin respuesta.
—Cásate conmigo. Ten hijos conmigo. Podríamos irnos a vivir… Joder, esto es… ¡Cierra los ojos, simplemente! ¡No tardaré ni un minuto! Maldita sea, ¡acércate!
—Si me amases —dijo Selina—, lo entenderías.
De modo que, a continuación, intenté violarla. A fuer de sincero, debo confesar que no fue un esfuerzo muy distinguido. No estoy entrenado para estas cosas, y suelo estar poco en forma. Por ejemplo, malogré un montón de tiempo intentando controlar sus manos. Es evidente que la forma adecuada de violar a una tía consiste en resolver sobre todo el asunto de las piernas, y, de paso, darle algún que otro bofetón como parte del trato. Otro consejo: desnúdense antes de que empiece la acción. Fue cuando sujetaba los brazos de Selina con la mano derecha y la hebilla de mi cinturón con la izquierda, que ella me dio un buen directo con su huesuda rodilla. Me dio justo en donde más duele. Fíu, un buen golpe, pensé mientras caía de espaldas al suelo. Encogido y jodido, me quedé tumbado con la pantalla justo delante de mi cara. Tuve la sensación de estar poniéndome verde de pies a cabeza. Finalmente, me arrastré hacia el baño como un cocodrilo tras haber pasado por el matadero, y estuve rugiendo durante muchas lunas con la cabeza hundida en la taza.
Un buen golpe, pensé, mientras me comía una manzana en la cocina, mientras, cojeando, andaba de un lado para otro, retorciéndome las manos. Joder, ¿cómo estarán las cosas a partir de ahora…? Cuando, muy falto de confianza en mí mismo, regresé al dormitorio, Selina apenas si me dirigió un frío aleteo de sus pestañas. Estaba sentada en la cama, apoyada en el cabezal, sujetando con firmeza la sábana bajo los sobacos, y con una revista lujosa sobre la pendiente de su regazo.
—Lo siento. Lo siento muchísimo —dije—. Jamás en la vida había sentido tanta vergüenza.
Ella se volvió y alisó la almohada. Gradualmente —jadeando, cojeando, dando saltitos— me fui quitando la ropa y me metí en cama, a su lado. Apoyé una mano cautelosa en su hombro.
—Selina. Por favor, di que no pasa nada.
Ella me empujó con la blancura indefensa de su grupa, perdonándome.
—No pasa nada —dijo.
Estiró la pierna izquierda y coló su palma derecha bajo la almohada. Me quedé largo tiempo con la respiración de su cuerpo en mis brazos, escuchando entristecido la disminución del volumen de sus suspiros.
Luego intenté violarla otra vez.
En términos de simple técnica, de tecnología de la violación, mi segundo intento fue sin duda mejor que el primero. La verdad, hubo todo un mundo de diferencia. Esta vez la ataqué por detrás con un impulso serpenteante, caracoleante. El factor sorpresa tuvo esta vez un papel más sobresaliente, porque en ese instante Selina ya estaba dormida. Es difícil aumentar el grado de sorpresa que el que se consigue en tales circunstancias. Tras haber aprendido de la reciente lección, fui todo lo listo que puede ser un violador: aplasté su cuerpo y le separé sus piernas con las mías, mediante un movimiento de pinza inversora. Y vaya si funcionó. Fabuloso, me dije a mí mismo. Está completamente a mi merced. Brillante. Todo lo que necesito ahora es que se me empalme… Con la mano que le quedaba libre, Selina me clavó las uñas en el costado y le dio algún que otro maligno tirón a mi felpudo. Puedo soportarlo, pensé. Es antierótico, ciertamente, pero tampoco me hace tanto daño. Pero ¿y ahora qué? Selina misma le puso fin al impasse. De repente recordó sus posibilidades, y me dio un soberano golpe en la mandíbula con su afilado codo: me alcanzó en lo más hondo de mi dolorido Upper West Side, ahí en donde aún se mantiene con vida esa temblorosa muela. Esta vez di con mis huesos en el suelo más rápidamente incluso que antes, pero me fui enseguida a la cocina, con paso tambaleante. Las alegrías de la violación, pensé mientras me atiborraba de calmantes y scotch, están muy sobrevaloradas. ¿Cómo se las arreglan los violadores para aguantar todo esto…? Cuando volví a asomarme, Selina se había hecho la cama en el sofá. Se dirigió hacia allí, como si fuese un coche fantasmagórico, y comenzó a cerrar la blanca puerta.
—Yo dormiré en el sofá —le dije—. Vete tú a la cama.
Me ignoró. Le grité. Por vez primera en toda la noche, tuve la sensación de que en cualquier momento podían salirme mis peores instintos. Selina (vestida con su más lanudo camisón) regresó a la cama, y aún pensé de nuevo en lanzar un último y heroico ataque contra ella. Pero mi ángel de la guarda me aconsejó que, por esa noche, lo dejase, que abandonase honorablemente la batalla mientras aún seguía con vida. Me pasé una revuelta y dolorida noche en el ardiente cuero (las sábanas parecían decididas a vendarme, atarme, medirme), y tuve que hacer las funciones de anfitrión para toda una pandilla de nuevos dolores que se dedicaron a explorar el repentino patio de recreo con que se habían encontrado.
Cuando me «desperté», alrededor de las diez, Selina se había ido. Por la mañana, encontré en el correo un sobre con el estado de mi cuenta bancaria. Lo abrí con desacostumbrado interés y me quedé mirando sus columnas un rato larguísimo. Ahí tema por fin las pruebas de que Selina me la estaba jugando. Durante las cuatro últimas semanas no había gastado ni un penique.
***
—Los Usureros. Presupuesto. Transnacionales. No tengo palabras. Gracias, John.
—¿Qué les pasa? —le pregunté ante su ironía—. Son libros, ¿no?
—Ya los tienen aquí. Y pensar que me he pasado seis semanas esperando, para que me vengas con esto.
—¿Cómo iba yo a saberlo? Si quieres libros, pídeselos a tus amigos de Cambridge.
—No tengo amigos de Cambridge. Ni de ningún otro lado. Ahora ya no me queda ninguno. ¿Por qué crees que intento relacionarme con alguien como tú?
—¿Qué te parece éste? —dije—. Animal Farm…
—¿Cómo? Lo leí a los doce años.
—Entonces, probablemente no te diste cuenta de que era una alegoría. A esa edad, imposible. Sólo tenías doce años. Pues bien, los cerdos son algo así como los líderes…, de la Revolución. Y todos los demás, como los caballos, los perros, pues son… Mira, Alec, no me gusta decirlo, pero tienes un aspecto horrible.
—Tampoco a mí me gusta oírlo.
Alec Llewellyn tenía en su rostro el rastrero color del miedo. Es amarillo, como dice la gente, un amarillo de cerda en celo, con poros. Las peores víctimas eran las concavidades que se le habían formado bajo los ojos, en donde la oscuridad se le había concentrado en dos manchas negras, como de roña. En cuanto a los ojos en sí (esos ojos antaño húmedos, brillantes, casi espumosos), eran los ojos de un atrapado ser interior, una criatura que vivía dentro de mi amigo y cuya mirada se perdía en la lejanía, tratando de ver si algún día sería seguro salir al exterior. Llevaba el pelo largo, descuidado, lacio, con una curva hacia dentro por debajo de la mandíbula… En fin, esto era Pentonville, la cárcel de Su Majestad, y Pentonville no se parece a ningún otro lugar: no era como Brixton, con su ambiente tranquilo y hasta acogedor. No, Pentonville era desmoralizador, tenebroso, húmedo, con un aire hosco y sucio. Hasta los guardianes, con su sarga empapada de sudor, parecían subnormales. Me pasé dos piojosas horas esperando en un aula muerta con las diversas esposas, que, por cierto, también eran diferentes: no eran viejas y severas sino jóvenes y aburridas, jodidas, dolidas. Chicas de las que acaban liándose con tipos poco recomendables: delincuentes. O quizá nunca tuvieron oportunidad de elegir, y simplemente acabaron con delincuentes de poca fortuna.
—El sistema clasista —dijo Llewellyn— no funciona tan bien aquí como en Brixton. Comparto mi celda con un par de trogloditas al lado de los cuales tú parecerías el Cisne de Avon. El uno está encerrado por robo, el otro por violación. Es lo más gracioso de los dos. John —dijo con una entonación nueva, menos firme, más dura—, sabes que no soy yo el que tendría que estar aquí, sino tú.
No me gustó este tema de conversación.
—¿Se puede saber qué te pasa? —le pregunté. Estábamos sentados en una húmeda pocilga que recordaba a uno de esos cafés de los años sesenta, pero que nadie se hubiese cuidado de arreglar en todos esos años, sin ventanas, con los cables de la luz colgando del techo, y un constante parpadeo en las bombillas. Cada pocos minutos me iba al mostrador y compraba otro café y otra pastilla de chocolate para Alec. Él iba comiendo y bebiendo tranquilamente, pero sin el más mínimo placer.
—Escúchame. El cartel dice «Las luces se apaguan a las nueve». ¡Apaguan! Y otro dice: «Una taza de té o “café”». ¡Café entre comillas! ¿Por qué? ¿Por qué? Y, en la biblioteca, hay un rótulo que dice: «Se proibe escupir». ¡Proibe! Es un error, un error.
—De acuerdo —dije, algo inquieto—, todo esto está organizado por una pandilla de analfabetos. En fin, tómatelo con calma.
—Sácame de aquí —dijo, alzando la voz—. Es un error. No soy yo el que tiene que estar aquí. ¡Eres tú! ¡Esto es una errata!
—Eh, tío. Tranquilo, joder.
Alec tenía razón en cierto sentido. Todo esto está en mí. El padre de mi padre era un falsificador al que a menudo pillaron con las manos en la masa. Uno de sus sudados billetes de cinco libras, enmarcado, todavía adorna un rincón del Shakespeare. Tiene un aspecto desamparado. Como una bayeta. Mi padre tiene mucha suerte, siempre se libra. Todo Londres sabe que Barry nunca ha estado encerrado. Fat Paul ha cumplido alguna sentencia por haber causado daños de diversa consideración a gentuza de por ahí. En cuanto a mí, me he pasado alguna que otra noche en comisaría (por embriaguez y conducta escandalosa, por resistirme a mi detención y, una vez, por pegarle a un poli: tres meses de sentencia suspendida). Sólo Fat Vince está del todo limpio: Gentleman Vince. Y todos esos tipos de ahí adentro, esos desgraciados con uniforme, esos perdedores de nariz enrojecida, esos ceñudos chapuceros, esos estafadores de grandes puños, esos retrasados mentales de carácter violento, son de los míos. Todos ellos resisten la marea como pueden, mientras los demás nadan en sentido contrario. Hay un buen montón de dinero en ese negocio. Lo único malo es que, si alguien se entera de lo que haces, terminas con tus huesos en la cárcel. Volví a mirar el resto de la habitación. Esta vez, al ver a Alec, imaginé que tendría la sensación de que me había alejado de la cárcel. No fue así. Sino que la sentí más cerca.
Le di mi pañuelo. Consolé su hombro con unos golpecitos. La verdad, no sirvo para estas cosas.
—Dos semanas —le dije—. Dos semanas, y estarás en la calle. Dos semanas, y tú y yo estaremos emborrachándonos en algún casino con un par de tías.
—No, yo no estaré ahí. Me iré con Ella y los niños. Es todo lo que puedo permitirme ahora. —Me dirigió una sonrisa despectiva—. Borracho en un casino, contigo y un par de furcias. El mismísimo paraíso. ¿No crees que ya he tenido suficiente de todo eso?
Fui a buscarle más café, más chocolate. Alec se había pasado diez años haciendo visitas de cortesía a los barrios bajos. Había necesitado diez años para averiguar que los barrios bajos son reales, que los barrios bajos contraatacan a mordiscos, contraatacan a mordiscos de sus pequeños y mezquinos dientes. Pagué la cuenta al tipo del delantal que atendía el mostrador. Sí, otro mundo sin mujeres. Se notaba enseguida esa ausencia de mujeres, el sabor amargo de la testosterona libre de toda mezcla. Gracias a Dios, mi tiempo allí se terminaba por fin. Pronto estaría afuera, con las mujeres, con el dinero.
Cuando estaba regresando a la mesa de Alec oí sonar una estridente campana. Me quedé en pie. Él notó el alivio en mi rostro, y volvió a reunir fuerzas. Me miró con renovada enemistad.
—Esa amenaza que pesa sobre ti.
—Ah, sí —dije con frialdad—. Esas cincuenta libras que alguien ha pagado para que me arreglen la jeta. Cualquier día, cuando menos me lo espere, alguien me arrancará la cabellera o me pisará el dedo gordo del pie…
—Sé quién las pagó.
—¿En serio? ¿Quién?
—Un golpe en la cara, con un instrumento contundente. ¿Estás preparado?
—Lo estoy.
—Agárrate fuerte.
—Ya me agarro.
—… Tu padre —dijo Alec Llewellyn.
Al cabo de una hora me encontraba en otra sala de espera, esta vez de un médico de los caros. Mientras aguardaba mi turno estuve pensando en Selina, denunciando en la comisaría de Paddington que habían intentado violarla varias veces. Pero no, Selina jamás me haría eso. Las denuncias por violación no dan dinero. Me sentía mal pensando en lo que hice. ¿Por qué? Seguro que pronto quedaría todo olvidado. No: sabía que estaba alejándose de mí. Espera, quise decir.
No corras tanto. Espera… Mrs. McGilchrist volvió a limpiar mi maldita muela, con cierta impaciencia. Me dijo que casi podía darla por perdida, y que pronto estallaría otra vez.
Una hora más tarde volvía a encontrarme en una sala de espera del Soho: Carburton amp; Linex. Estuve fumando y mordiéndome las uñas. Todas las prisiones, supongo, son salas de espera. Todas las prisiones…, todas las habitaciones. Todas las habitaciones son salas de espera. Su habitación es una sala de espera. Está usted esperando, al igual que yo estoy esperando. Todo se acerca al momento en que todo habrá terminado. Menos mal que la flaca Trudi me mostró la puerta.
Terry Linex estaba medio tumbado en su madriguera, como un bicho licencioso rodeado de frondas y copas, de trofeos de dardos y diplomas italianos. Eran las cuatro en punto de la tarde, y llamó por el interfono para pedir whisky y hielo.
—Bien, hijo —dijo—, ¿cómo te sienta la vida en el carril de adelantamiento? ¿Puedo hacer algo por ti?
—Quería saber algo de mi finiquito dorado. —Tomé un sorbo de mi whisky. No podía quitarme a Selina de la cabeza. No me sonrojé ni me sentí azorado. Nadie puede sonrojarse ni sentirse azorado en presencia de Terry Linex.
—Está en camino —dijo.
—¿Cuánto será?
—Bueno, yo diría que estará a mitad de camino de las seis cifras.
—¿Cuánto? ¿Sesenta mil?
—Más.
—¿Cuándo?
—Pregúntaselo a Keith. Las cosas van despacio desde que nos dejaste. —Hablaba como adormilado—. Echamos de menos tu energía, John.
—¿Uh?
—Y tu instinto. Por otro lado, está el problema de los impuestos. Oye, ¿todavía andas con la tía esa, Comosellame Street? —Selina. Selina Street.
—Eso —dijo, y frunció el entrecejo y se humedeció los labios—. Ella y tú, bueno, supongo que lo habéis dejado, ¿no?
De repente sentí que la gravedad se había hecho más pesada que nunca, aplastante, como el tiempo que estábamos soportando. Era como si la gravedad acabase de ser fichada por los dioses del clima. Tiraba hacia abajo de mi cara, y de mi corazón, y de todos esos olvidados fragmentos y pedazos, de todos esos extraños habitantes de mi cuerpo. Obedecí a mi instinto. Le dije:
—Sí. Eso se acabó. ¿Por qué?
—Bien —dijo Terry, y bostezó—. ¿Quieres que te lo cuente…? La semana pasada rodé un espot de trajes de baño. La cuenta de Gallet. Me llevé a la modelo, Mercedes Sinclair. ¿Has trabajado alguna vez con ella, John? Una tía tan increíble que hasta te sentirías orgulloso de poder beberte el agua en la que se baña. En fin, que no me anduve con rodeos. Nos fuimos directamente al local de Smith para un…, un cinq à sept. Ya sabes de que va.
Desde luego que lo sabía. El local de Smith era un chaletito-meublé situado cerca de Park Lane, muy frecuentado por la gente de la publicidad. Le dabas a Didier treinta y cinco billetes, y él te proporcionaba a cambio una habitación para una hora, más una botella de champagne. Antes yo iba a su chalet a menudo, con mis Debby y mis Mandy, con mis Mitzi y mis Suki. Todos íbamos. Cambiaban las sábanas cinco veces al día, pero las habitaciones siempre estaban más o menos arregladas y hasta aireadas. Tomé otro sorbo de mi copa, dispuesto a esperar.
—Fue una tarde de ésas en las que el negocio le queda pequeño. En realidad, la cosa era de lo más cómica. Toda aquella hilera de tíos jadeando en el mostrador, haciendo cola. Les hice reír a todos cuando alcé la voz y dije: «Apresúrate, Didier, o nos vamos a pasar aquí toda la noche». Pues bien, los primeros de la cola eran esa Selina y un tipo.
—¿Qué tipo?
—Alto, de pelo rubio. Me pareció que tenía acento americano, aunque, no sé. Estaban los dos de broma. Fuera como fuese, lo que sí es seguro es que el tipo conocía el local, y pidió habitación para una hora. Pero entonces saltó Selina, furiosa: «¡En mi vida me habían insultado tanto!». Ya sabes. De modo que el tipo acabó alquilando la habitación para toda la noche. Didier le preguntó que cuánto champagne iba a necesitar. Al final le costó la broma un montón, pero apenas si estuvieron allí cuarenta minutos. Didier y yo estuvimos riéndonos luego, comentando la jugada.
—El nombre. El nombre del tipo ése.
Terry Linex se encogió de hombros y, luego, se desperezó.
—Te diré lo que puedo hacer. Al final de todo el jaleo, el tipo acabó pagando con tarjeta de crédito. Tiene que estar registrado su nombre en algún lugar. Esta tarde pasaré por allí. Se lo preguntaré a Didier. Esta vez, sin que sirva de precedente, pienso quedarme toda la noche. El plan de cinq à sept queda corto cuando se trata de Mercedes. Es de las que nunca tienen suficiente. Te llamaré por la mañana. Por cierto que esa Selina está buenísima, y seguro que es de las que saben lo que se hacen. Pero has hecho bien dejándola. Le falta clase.
***
Londres está repleto de historias breves que caminan cogidas de la mano. En el ajetreo callejero uno se encuentra con emparejamientos extrañísimos, de todos los colores, de todas las edades y sexos, damas y valets, jotas y dieces, de corazones y diamantes, espadas y oros, paseando de la mano. Puedes encontrarte con una joven de cara agrisada, maltratada por el alcohol o cualquier otra cosa, sosteniendo el peso de su viejo compañero, un anciano con las patas torcidas. Nada que ver el uno con el otro. O te encuentras con una punk de diecisiete años, algo así como un loro loco con patas largas, cogida del brazo de un lechero que casi podría ser su padre, pero que evidentemente no lo es. ¿Qué relación les une? O te encuentras con una rubia cuarentona de anchos hombros, flanqueada por un par de maricas lituanos en pantalón deportivo y camiseta. ¿Cómo encajan, si puede saberse? Londres está repleto de relatos cortos, de relatos largos, de epopeyas, farsas, sagas, culebrones y comedias que andan por las calles cogidos de la mano.
¿Y cuál es mi papel estelar en todo ese embrollo? Tengo más bien la sensación de que estoy en una película muda del género slapstick. Slapstick porno, pastelazo que te crió, un momentáneo alivio cómico con la casera o el botones, antes de que la jodienda de verdad empiece en otra parte. Salí disparado de Carburton amp; Linex y me fui directamente a una cabina telefónica. Me había preparado muy bien mi discurso inaugural. Pero Selina no estaba. Ni allí ni en ninguna otra parte. De modo que me cargué la cabina en plan gamberro. La baquelita cedió amablemente y se partió en pedazos, pero luego se tomó su represalia lanzándome una descarga eléctrica.
Me puse en pie y dejé que el humeante cacharro colgara del cable. El Fiasco se negó a arrancar, de modo que también me metí con él. Abollé un guardabarros de una patada y lancé un ladrillo contra sus faros. Todo esto resultó terapéuticamente eficaz, y me calmó un poco hasta que una lucha depredatoria en pos de un taxi pirata (que luego me cobró seis libras por la carrera), volvió a encenderme. Subí las escaleras a saltos. Mis dedos de uñas mordisqueadas ardían en deseos asesinos.
El piso estaba vacío, naturalmente; encantado, sorprendido (francamente sorprendido) de verme en ese estado. Al principio, en medio del silencio, cuando vi el sobre con una florida J caligrafiada en su superficie, pensé que aquella embustera furcia ya me había dejado. Pero tanto su ropa como sus elixires y ungüentos, su té especial, su olor, su feminidad, todo rondaba y flotaba todavía por las habitaciones, aún no se había ido, aún no. «Ceno con Helle. Volveré a eso de las doce —decía la nota—. Te quiere, Selina». Estuve esperando, atento a los ruidos, en actitud supuestamente pasiva, pero esta espera fue en realidad tan activa y agotadora como el mayor esfuerzo que haya hecho en mi vida. Se puede matar el tiempo de numerosas formas, pero todo depende de la clase de tiempo que tenga uno que matar: hay tiempos inasesinables, inmortales. En cuanto me ponía a hacer una cosa siempre tenía ganas de hacer otra, pero cuando me ponía a hacer ésa otra comprobaba que tampoco tenía ganas de hacerla. Fumar y beber y maldecir y caminar de un lado para otro fue lo único que conseguí hacer. En fin, la cosa no tenía remedio, sólo podía esperar. De modo que bebí y caminé y fumé y maldije durante siete horas en una sala de espera privada, personal.
A medianoche se abrió la puerta. Selina tenía buen aspecto, parecía contenta, con cierto extraño color, cierta curiosa animación que nunca había visto. Inspiré ávidamente, dispuesto a hablar, a denunciar su comportamiento, pero me encontré con que me había quedado mudo, no de borrachera, sino de terror. Ella sabía que yo lo sabía, comprenden ustedes, y a ella le daba igual… Cómo detesto la verdad. Insisto en reclamar mis derechos, exijo que no me la digan. Abrió los grifos de la bañera. Se puso a tararear mientras preparaba un té. Al cabo de un rato nos fuimos a la cama y nos quedamos tendidos, a oscuras, como pacientes en espera de que la verdad pasara a hacer sus rondas.
—Estoy preñada —dijo Selina Street.
Sabes una cosa, siempre te pilla por sorpresa, siempre temes secretamente que estas cosas te cojan sin preparación, sin haber madurado, en plena infancia mental. Los hombres son mujeriles sin una mujer, y a la inversa. Los adultos son infantiles sin un hijo. Los niños lo cambian todo, es como dar un paso, como irse de casa o conocer a una mujer y encontrar tu lugar, un trabajo, y entrar así en el baile, en la animada y temible conspiración. Lo siento, pero no puedo esperar. Ya sé que es la clásica trampa, que hay problemas, y que está por resolver el asunto de su amiguito, y que todavía no la he castigado por ello…, pero voy a dar el paso. En serio. Lo otro se acabó. De verdad. Ya basta. Fin. Cuando Selina pronunció esa frase, noté que mi mentón rascaba la almohada cuando me daba la vuelta en la cama y me acercaba a su cuerpo, a la cálida, pensativa, transfigurada forma que yacía a mi lado.
—De acuerdo. No haré preguntas. Todo está perdonado. No importa. Casémonos mañana mismo.
—No es tuyo —dijo ella—. Y puedo demostrarlo.
***
Ah, esas noches: no es por casualidad que ocurren por la noche. Nadie podría tener esta clase de comportamiento durante el día. Enseguida se te ocurriría que quieres ponerte a hacer otra cosa. Conectarías el televisor, o bajarías al Butcher’s Arms. La noche es el momento adecuado. Costó otras siete horas, y muchos escalpelos y pinzas y litros y litros de agua hirviendo, pero al final logramos llevar a buen término el parto de la verdad. Se hizo la luz. Hubo muchas palabras feas, horribles. Hubo castigos. No le pegué. Cuando pegas a una chica, sales luego a la habitación contigua y todo está bien, te encuentras en un lugar maravilloso y perfecto, y hasta está de moda eso de pegarles cuanto te dé la gana. Pero no me fui a ningún lado. Me quedé en la cama y no paré de hacer preguntas. Ya saben, una noche de ésas. Al final, Selina comprobó que lo insoportable era un poco menos soportable para ella que para mí, de modo que, cuando ya amanecía, con una caja de pañuelos de papel temblando sobre sus pechos de preñada, me dio la respuesta completa, el largo secreto. Era increíble, pero me lo creí.
Selina esperó, vigilándome. No sabía cuán increíble era para mí. No, aún no lo sabía. Me dijo:
—Lo has encajado muy bien, teniendo en cuenta… Esta misma mañana me iré. No importa. Puedes joderme ahora, si quieres.
Y yo quería. Y hasta lo intenté, por todos los santos. Pero al final me arrastré por las sábanas y, con la ayuda de mis lágrimas y de sus lentos recuerdos de excitación, acabé besándole su seco monedero hasta convertirlo en una brillante cartera, y luego en nada, absolutamente nada.
El teléfono sonó a las once. Yo estaba tendido en la cama, por no estar sin hacer nada.
—Tengo ante mí una lista de nombres —dijo Terry Linex—. Uno de ellos es el de ese tipo. Dime cuál te suena.
Al cabo de un rato dije:
—Éste.
—¿Algún millonario?
—No, no.
—Oye, qué nombre se oculta tras esa O. Se lo dije.
—¿Cómo dices? —dijo Terry.
—O-ese-ese-i-e —dije yo.
***
—¿Existe alguna filosofía moral de la ficción? Cuando creo un personaje y le hago pasar por ciertas horribles pruebas, ¿qué es lo que pretendo hacer, desde el punto de vista ético? El responsable soy yo. Es una cosa que a veces siento con gran intensidad…
Por cierto, ¿saben lo que me va a costar la reparación del Fiasco? Novecientas libras. Sí. Al parecer, el ladrillazo jodió el capó, y ahora hay que ponerle toda la pieza nueva, o lo que sea. Además, tiene las tripas hechas un asco. Por eso no se ponía en marcha. Por eso me cabreé con él y le di el ladrillazo.
—Los personajes, por su parte, poseen una doble inocencia. No saben por qué tienen que vivir lo que tienen que vivir. Ni siquiera saben que están vivos… Por ejemplo, si…
… Esta mañana, a las diez, Selina abandonó mi vida para comenzar una nueva historia completamente distinta. Hay que reconocer su valentía. Duele, pero me quito el felpudo ante Selina, en serio. Piensa atacar a Ossie Twain con una demanda de paternidad, y, encima, ganará el pleito. No hay defensa posible. Lleva un mes con un equipo de abogados y médicos trabajando para ella, y ha cerrado su aparato a cal y canto. Es por eso que no quería… Seguro que ustedes ya lo habían adivinado. No son ciegos. Conocen el asunto. En cuanto a mí, me siento aturdido, muerto, e impresionantemente capaz de recuperarme del golpe. Mantente fuerte, me digo a mí mismo. El desengaño produce una extraña determinación. Por eso me he puesto a trabajar tan alocadamente.
—Como si estuvieras en tu casa. No, yo no quiero. Me parece que hay otra botella en algún rincón… Verás, los lectores tienden, por naturaleza, a creer en lo que leen. También poseen ese mismo poder que posee el autor para crear vida y…
—Eh, la pelea —dije—. ¿Cómo va lo de la pelea?
—La pelea es asunto resuelto. No habrá problemas.
—¿Cómo?
—Muy sencillo. Al darle la paliza, Lorne provoca a Spunk, y éste le mata para salvar a Butch y mantener a Caduta en la más completa inopia. Es precioso, piensa que Spunk quiere redimir a Butch y también proteger a Caduta.
Tardé un buen rato en atar cabos y entender su idea, pero al final descargué un puñetazo en la palma de la otra mano y dije:
—Martin, joder, eres un genio. ¡Para eso te contraté, muchacho! Por fin empiezas a ganarte la pasta que te pagamos.
—Tendré que trabajar bastante los enlaces entre las escenas importantes, pero tampoco será difícil. Creo que he dado en el clavo. Lorne tendrá esa escena en la que muere, pero Spunk puede matarlo de la forma que le dé la gana: control mental, kárate astrológico, lo que sea. Y, naturalmente, no tenemos por qué preocuparnos por el público en torno a todo este asunto. En la sala de montaje serás libre para cortar y pegarlo todo como quieras.
—Bien.
Hablamos de fechas límite. Luego él me dijo:
—¿Qué te pasa, John? Pareces deprimido.
Así que lo vomité todo, todo lo del Fiasco. A veces creo que la clave de mi vida la tiene mi Fiasco: estoy en pie junto al banco de trabajo, bajo las miradas y las piernas abiertas de las chicas de los posters y los calendarios, y sometido también a las miradas lobunas de esos gangsters engrasados que me observan por entre los resquicios que dejan los ejes de transmisión y los gatos, y entonces se vuelve hacia mí el jefe de taller, me dirige una mueca de burla y me dice: «Vamos a ver», y luego lo suelta y me dice que la factura me va a arruinar. Todo está jodido: la válvula de no sé qué, las pinzas de no sé cuántos, el piloto automático. En fin, que no arranca, que no gira, que no frena. Puedo oír las carcajadas que soltarán cuando me largue del taller. Al día siguiente, vuelvo a presentarme, con la grúa. Ese maldito coche detesta circular. Lo que le gusta es que lo cuelguen en algún taller de los más caros. Juro que ese jodido Fiasco me sale más caro que Selina.
—Mira —dije—, es un coche espectacular y todo eso, pero tiene averías continuamente.
Martin reflexionó y dijo, muy serio:
—Eso de tu coche me suena a chiste.
—Sí, es lo mismo que pienso yo a veces —dije, muy pensativo.
—¿Tienes novia, John? ¿Algún ligue especial? —¿Que si tengo algún ligue especial? Bueno, sí. En Nueva York. No sé cuántos títulos universitarios se ha sacado.
—Ya.
—¿Y tú, Martin?
—Lo siento, no me gusta hablar de mi vida privada. ¡Mierda!
—¿Qué ocurre?
Se enderezó en la silla, dio unos cuantos pasos hacia el pequeño televisor que había al otro extremo de su pequeña habitación, y lo conectó.
—¿Qué ponen?
—¿Que qué ponen? ¡La Boda Real!
—Oh, por Dios.
Llené otra vez mi vaso. Selina estaría viendo la Boda Real, seguro, en algún lugar, desde las fronteras de su nuevo dinero, de su nuevo protectorado; quizá la habitación de un hotel, o el piso de algún intermediario. Volví a llenar mi vaso.
—No me digas que piensas ver ese rollo.
—No hay motivos para resistirse.
—Maldita sea, estamos trabajando. Grábalo en vídeo y ya lo verás más tarde.
—No tengo vídeo.
—Ni vídeo ni nada, con todo lo que ganas. Me parece inmoral. Saca la pasta, tío. Compra cosas. Consume, cojones.
—Supongo que algún día tendré que empezar —dijo—. Pero en realidad no siento deseos de participar en la conspiración del dinero.
—¿Es tuyo el piso? ¿Qué coche tienes? ¿Se puede saber qué te pasa?
—Shhh… Fíjate qué tiempo hace —susurró—. Tres semanas de mierda, y ahora, fíjate bien. Pura magia.
Con una leve palpitación, la diminuta pantalla había cobrado vida: y ahí estaba la Boda Real, el Mall atestado de gente, el sol, y los caballos que tiraban de los coches para que los protagonistas llegaran a tiempo a la iglesia. Sonrojada y mirando hacia abajo ante el deslumbramiento del día histórico, Lady Diana avanzó lentamente por el pasillo central, mientras su padre trotaba junto a ella y aquellas damas de honor de bolsillo le seguían el rastro. Luego apareció Carlos, de mi misma edad, en pie y uniformado entre los tiesos príncipes. ¿Tiene razón Fat Paul? ¿Se la ha cepillado ya el príncipe Carlos? Lo que es seguro es que esta noche se la va a cepillar. Mientras me retorcía en mi asiento y murmuraba para mí, comprobé que me había quedado mirando a Martin. Tenía los labios entreabiertos, suspendidos, y los ojos muy atentos, sin pestañear. Mirando fijamente su cara puedo detectar las zonas de ajamiento y fatiga, las manchas lunares y las sombras que marcan a todos los que están teniendo que soportar este siglo XX. Por supuesto, también se ven a veces personas que parecen no haber sido en absoluto afectadas por todo esto, por el momento en el que han tenido que hacer su viaje a través del tiempo, no sólo el suyo propio sino también el viaje paralelo del planeta a través del tiempo. Son gente con colores en la cara. Nunca se les ve en la calle, en lo que solemos llamar la calle. Ese color es algo así como el brillo de la salud o del sol o de la juventud real o imitada, pero en realidad no es más que el color del dinero. El dinero suaviza la decadencia de la vida, como ustedes ya saben. El dinero frena la caída. En fin, sea como fuere, la cuestión es que Martin Amis no tiene ese color. Y yo tampoco. Y ustedes tampoco. Alto ahí. La princesa Diana sí lo tiene. Diecinueve años, apenas está empezando. Allá va, se instala en la carroza mientras los caballos piafan. Inglaterra entera baila. Volví a mirar a Martin y —lo juro, lo prometo— vi el destello de una lágrima en sus ojos. Amor y matrimonio. Los caballos avanzando por el largo paseo.
Al cabo de un rato me echó un rollo de papel higiénico en el regazo.
—¿Quieres una taza de té? —le oí preguntar—. ¿Una aspirina? ¿Un sedante? No sientas vergüenza. Ha sido muy conmovedor. Así, suénate bien. Te encontrarás mejor. ¡Fíu! ¿Estás mejor? Aguanta como puedas. No te preocupes. Al final todo acabará bien.
***
Por las noches oigo voces sin hogar flotando por encima de los techos planos. Se oyen murmullos acalambrados. Vienen, van, siguen su camino. Camino como un sonámbulo hasta el cuarto de baño y me inclino para darle algún consuelo a mi dolorida boca. Veo por la ventana un grupo familiar recortado a la luz de una claraboya amarilla. Uno de ellos saluda con la mano, o me llama. Alzo una pálida mano. Tienen encendidas unas velas en la noche humeante, y murmuran con pitillos encendidos en sus labios. Más allá, más arriba, una mujer grandota duerme tendida en la azotea, bajo una lona. En Manhattan, las clases inferiores viven bajo tierra, en los túneles sin terminar de las nuevas líneas del metro. Aquí se esparcen por los alféizares y tejados. Es extraño que dejemos que el dinero rezume así, a nuestro alrededor… Y ahí afuera, esta noche también va tomando cuerpo, encontrando su forma, en medio de las baterías de pisos de protección oficial (altos y agrupados, como si fueran las radios a transistores que Dios ha dejado conectadas en toda la extensión de la ciudad); empieza cierto experimento, cierto paso adelante del vandalismo. De repente, a los críos les gusta meter ponies en los ascensores, subirlos hasta los pisos más altos, y montarlos por los pasillos y pasarelas del espacio aéreo de las casas municipales, entre puertas y ventanas por un lado, y la barandilla baja y el cielo nocturno por el otro. Es verdad. ¿De dónde han sacado los ponies? ¿De los solares, de los canales? Allá suben, a lo alto de las torres de la perversidad. Ni siquiera, maldita sea, parece muy divertido. Yo he sido un gamberro cuando tenía la edad para serlo, y, créanme, no hay rival para el gamberrismo cuando se trata de encontrar diversiones por lo libre. El gamberrismo es un millón de carcajadas… No es nada bueno para los inquilinos tener que oír esos alaridos de pánico animal. No es nada bueno para los animales, cuyos genes no les han preparado para esta clase de vida nocturna, esta clase de vida en las alturas. Pero los ponies no pueden quejarse. Tienen que aguantarse como todos los demás. Tienen que adaptarse, mutar. No pueden esconderse. Nadie puede esconderse. Ya era hora, de hecho, de que los ponies abandonaran sus viejas costumbres e hicieran algo por el siglo XX.
Estoy hecho de desfase temporal, conmoción cultural, cambio zonal. Los seres humanos no estaban hechos para volar como volamos nosotros. Garganta reseca, visión moteada, borrones de memoria: viejos conocidos para mí, pero ahora todavía es peor, ahora que ando siempre metido en el transbordador planetario. Tengo que levantarme a media noche para mear. El momento culminante de mi cansancio diurno llega justo cuando a él le da la gana, a menudo inmediatamente después de tomarme el café de la mañana. Cuando me pongo a comer, me siento voraz y babeante o, por el contrario, increíblemente saciado, sin motivos aparentes. Siento un impulso que me conduce a enjuagarme la boca a media tarde. Incluso esas presuntas pajas mías me salen del revés, y las empiezo corriéndome. Me paso todo el día con mi ser nocturno a los mandos, obsesionado por pensamientos nocturnos, sudores nocturnos. Y me paso toda la noche, bueno, tampoco soy entonces lo que tendría que ser, soy otra cosa, un ser super evolucionado, una delgada cinta de humo de reactor que va adelgazándose y desvaneciéndose sobre el negro Atlántico.
Llegó el viernes, se dedicó a sus cosas, y desapareció, como suele ocurrir con los viernes. Teniendo en cuenta las circunstancias, me pareció estar muy en forma. Tenía la sensación de estar colgado sobre el mundo, solo. Diablos, pensé, tengo huevos como para soportarlo, lo soportaré. Me levanté a las once y, con tejanos y zapatillas de tenis, bajé haciendo jogging al bar. Comí mucha mierda de pub: torcidas salchichas, judías cocidas de color jengibre, un poco de tarta. También bebí mucha mierda de pub. Cervezas tradicionales de barril, buenos vinos, y licores selectos. Dejé nueve libras y cincuenta peniques en la máquina de las frutas, y setenta y cinco pavos en el mostrador de la tienda de apuestas de caballos, un local vecino al pub. Compré un periódico vespertino, y adquirí unos cuantos kebabs para llevarme a casa. Me corté las uñas a mordiscos. Hice una complicadísima, exigente, casi experimentalista visita al baño. A las cinco me preparé un combinado y dormí cuatro horas. Volví a levantarme, me lavé el pelo, lavé un par de tazas, le eché una ojeada al Morning Line, y bajé otra vez al pub. De vuelta a casa entré en el Pizza Pouch y me tomé un Helado Gigantesco. Pasé delante de la Furter Factory y me metí en el cuerpo tres Long Whoppers y un American Way. Y, cuando terminaba el día, me preparé un té y cerré mis actividades con scotch y unos vídeos porno, a fin de prepararme para dormir. Dormí el sueño de los justos. Todo bien. Sin problemas. Al final resultaba que el asunto de Selina podría manejarse. ¿De dónde salen estas reservas de fuerza, de valentía, de voluntad? Me sentía sorprendido. Impresionado. Sólo al día siguiente comencé a deslizarme cuesta abajo.
***
Mi ropa está hecha de glutamato monosódico y hexaclorofeno. Mi comida está hecha de poliéster, rayón y lurex. Mis lociones para el felpudo contienen vitaminas. ¿Tienen mis vitaminas agentes limpiadores? Espero que así sea. Mi cerebro está manipulado por un microprocesador de tamaño ínfimo que apenas cuesta diez peniques y que es el que lo organiza todo. Estoy hecho de… chatarra. Soy un noventa por ciento chatarra.
El sábado por la mañana se me ocurrió saltarme la rutina y darme un garbeo en el Fiasco. Ossie llegará a un acuerdo antes del juicio, seguro. Tiene pasta. No le fastidiará en lo más mínimo, si logra que nadie arme ruido… Con la corbata y el blazer, me dirigí a Chelsea, a los pubs y bares de bebidas alcohólicas donde suelen encontrarse las tías buenas del barrio. No pude apretar al remendado Fiasco: mucho tránsito, mucho agente de policía, mucha pereza por parte del propio coche. Pero sí entré en montones de pubs y bares (estaban repletos de tías buenas del barrio, en efecto, y también de chulos). Cuando volvía a casa, me quedé atrapado en un atasco por la zona de Bayswater, y una avispa se coló por la ventanilla y desapareció entre mis piernas. La verdad, no sé quién estaba peor, si yo o aquella pobre avispa. Yo mantenía el puño apoyado en el claxon, mientras, además, le gritaba al feo chófer de un autocar de turistas que se había cruzado en mi camino. Intenté avanzar, sin éxito, y la avispa me picó. Me metí en una calle secundaria y me bajé los pantalones para inspeccionar los desperfectos. Un puntito rojo brillaba en mi muslo. Tenía el mismo aspecto que una levísima quemadura de cigarrillo, y dolía igual. Y pensé: ¿no podías hacer nada mejor? Te has quedado sin tu aguijón, desgraciada, criatura aumentada de maíz tostado y patatas fritas, de gases de tubo de escape y mierda de cloaca. Cuando estaba subiéndome la cremallera, una paloma pasó por la acera, comiéndose una patata frita. Una patata frita. Al igual que los tábanos y otros seres que dirigen y protagonizan sus propias películas diminutas, la paloma vivía en proyección acelerada. Prefería, sin duda, la comida rápida. La vida urbana está en todas partes. La avispa había muerto. Su picadura fue su último disparo. Las moscas tienen momentos de mareo y vértigo, y las abejas tienen problemas con el alcohol. Los petirrojos la palman víctimas de úlceras psicosomáticas y exceso de colesterol. En los callejones, los perros tosen hasta morir tratando de limpiar sus pulmones de porquerías y drogas. Las flores de gachas cabezas soportan lumbagos y calvicies prematuras por culpa del stress. Hasta los microbios, las esporas que flotan en las capas intermedias del aire, empiezan a encontrar que esta vida es excesivamente dura para su sistema nervioso.
Puse de nuevo el coche en marcha, y comencé el lento regreso a casa. En las calles secundarias, en los lugares donde puede demostrar su capacidad de aceleración, el Fiasco responde mucho mejor. Pero entonces noté que me seguía un coche. No era simple paranoia. Me seguía de verdad. Me lanzaba destellos con los faros, berridos de su claxon, insultos, maldiciones y señales repugnantes, todo el repertorio del buen automovilista. Pisé a fondo y crucé un par de bocacalles a toda velocidad. El Fiasco debía de estar rozando su máximo cuando, por fin, el otro coche dejó de seguirme. Me adelantó.
—¿Quiere bajar del coche, por favor?
La pasma, la jodida pasma.
—Claro —dije, y me apeé. Pero tropecé, fastidiosamente, y quedé tendido en la acera. Pero me puse de nuevo en pie con rapidez pasmosa, lo juro, me sacudí el polvo de la ropa, y les mostré todo mi aplomo.
—¿Ha bebido mucho?
Yo ya estaba preparado para esta pregunta, por supuesto. Eso no era ningún problema. Durante los años, he podido ir preparándome para esta pregunta, afinando mis respuestas hasta encontrar la mejor, la que deja al poli boquiabierto.
—A ver, déjeme pensar —dije, sonoramente—. He tomado un champagne con sidra de peras y jarabe de grosella negra antes del almuerzo. Luego…, ah, sí, un vaso de cerveza negra con el mutton vin-daloo.
¿No les parece una respuesta fantástica? Nada de eso de sólo un par de vasitos de vino. No, la clave del truco es confesar alegremente que te has tomado un par de copitas del tipo lo más femenino posible, y al mismo tiempo disuadir a los agentes de la ley de olerte el aliento. Es una respuesta francamente buena.
—¿Cómo dice? Eh, Steve… No está mal, para no ser más que las tres de la tarde, ¿no?
Fastidiosamente, había vuelto a tropezar y me estaba costando horrores averiguar dónde estaban mis pies.
—¿Querría venir con nosotros a la comisaría, y contárnoslo otra vez? Eh, Steve, vamos. Creo que hemos pescado una buena merluza.
***
Niego toda responsabilidad respecto a la mayor parte de mis pensamientos. No salen de mí. Salen de la mente de todos esos vagabundos y mendigos que rondan por mi cabeza, esos sujetos que se pasean por ahí a modo de roedores nacionalizados y emancipados (con pasaporte y todo el papeleo en regla), como ratas de alcurnia que alzan una pata y dicen: «¿Qué hay, amigo?»; en cuanto a mí, no puedo hacer nada por impedir que se sienten a tomar el café o atascar la taza cuando les da la gana; no puedo hacer nada para evitarlo. El lugar por el que tengo que arrastrar mis pies es un piso de dos habitaciones, sin vestíbulo ni pasillo, una buhardilla de estudiante repleta de libros que no puedo leer. La gente de por aquí, por entre la que yo rondo, ni mejor ni peor que ellos, y con una absoluta igualdad en lo que se refiere a nuestra total impotencia, son como murciélagos enfermos o raídos micos con pantalones de hippy y camiseta desteñida. Y no hay nada que yo pueda hacer contra ellos, contra esos desconocidos terrícolas.
Verán, durante los últimos días (y esta idea me desagrada profundamente, y ojalá no le hubiese dejado un hueco en mi cabeza), me siento cada vez con menos ganas de enfrentarme al hecho de que las bocas de todas las mujeres han sido en un momento u otro anfitrionas de la… de algún hombre… Todas. Hasta la última. Incluso las ancianas, las viejas abuelitas, incluso esas retorcidas reliquias que rondan como loros por las calles oscuras, todas lo han hecho, maldita sea. Lo han hecho, o lo harán muy pronto… Dentro de diez, de veinte años, ya lo habrán hecho, todas las mujeres de la tierra. Hermanas, madres, abuelas: señoras, ¿qué están haciendo ustedes? ¿Qué han hecho?
No es que me sienta escandalizado; sólo decepcionado. Mi tono no es iracundo. Mi tono es preocupado, tierno, dolido. Imagínense, por favor, mi cara achatada y sudorosa, mi ceño fruncido. Hago una mueca, me encojo de hombros. Se lo muestro a ustedes tal cual. Un grupo muy numeroso de vosotras, chicas, me habéis hecho eso. Gracias. Lo disfruté de verdad, me sentí agradecido, conmovido. Gracias de nuevo. En serio. Pero ¿qué estáis haciendo? ¿Qué habéis hecho?
Por otro lado, fíjense en todo lo que tiene que aguantar la boca de los seres humanos. Intento verlo desde su punto de vista. Inimaginable, montañas de comida tercermundista metidas a la fuerza en ese delicado instrumento: pampas enteras de ganado, insondabilidades de mar viviente, horizontes de verde y patatas, cintas transportadoras de Wallys y Blastburgers, camionadas de colorantes y conservantes, aparte de pitillos, pajas, termómetros, taladros de dentista, tijeras de médico, drogas, lenguas, dedos, tubos alimenticios. ¿Es ésa manera de tratar a la boca, a la pobre boca humana? De modo que tal vez, después de todo esto, después de esa constante película de dibujos animados con sus interminables colores, texturas e impactos, la polla de un tío acabe no teniendo tan mal aspecto.
Ah, qué diablos. Muy pronto, también la mayoría de los tíos habrán hecho lo mismo, y entonces estaremos en el mismo barco que vosotras, tías. Supongo que yo mismo puedo acabar haciéndolo cualquier día; no voy a decir que de esa agua no beberé, sobre todo teniendo como tengo esos pensamientos tan perversos, tan aplastantes, en mi cabeza. Dejan sus cartones de leche en los alféizares, y tienden sus húmedos colchones de matrimonio en el suelo, y cada día se sienten más confiados. Al principio estaban nerviosos, cierto, pero nadie ha tratado de desahuciarles en serio, y están, por otro lado, acostumbrados a la incertidumbre, a la vida más dura. Hay ahí cierta necesidad histórica. Cierta necesidad histérica. Con el tiempo, todas las bocas de los hombres habrán albergado alguna polla de hombre. Lo haremos algún día, aunque nosotros, precisamente nosotros, tendríamos que haber aprendido de la experiencia ajena. Y qué chiste tan divertido será cuando eso ocurra.
Ahora camino más que antes. El Fiasco sigue bajo la custodia policíaca. Siempre me digo que tengo que ir a recuperarlo. Pero no lo hago. ¿Les gustaría saber cuánto tiempo llevan Ossie y Selina con lo suyo? Dos años. Gracioso, ¿no? ¿Les da risa? Yo estuve a punto de morirme. Al final la pasma me trató con mimo. Había ciertas dudas acerca de si el Fiasco podía ser clasificado como vehículo capaz de desplazarse por esas calles de Dios, lo cual me favoreció. Quizá no salga muy mal parado. En realidad, el Fiasco no es tan rápido como yo creía. Ossie lleva tirándose a Selina casi tanto tiempo como yo; en realidad, más tiempo que yo, si contamos las últimas semanas. Al principio se gustaban, pero después de aquella visita que hicieron a Stratford la cosa acabó siendo puramente sexual. El Fiasco es de hecho muchísimo más lento de lo que yo me imaginaba. Naturalmente, me negué a ir a la comisaría y pedí, porque conozco mis derechos, que la pasma mandase al lugar de los hechos a un agente provisto del aparato para hacerme la prueba de alcoholemia. Me senté en la acera, fumé sin parar. Y también probé otro truco. La cosa consiste en tomar una moneda pequeña, preferiblemente de medio penique, y chuparla un buen rato como si fuese una pastilla para la tos. Suele joder el aparato que se supone que tiene que analizar tu aliento. En fin, sólo llevaba encima una moneda de cincuenta peniques, y uno de los agentes me pilló con ella en la boca. Cuando inspiré para proclamar mi inocencia, la moneda se me quedó atascada en la garganta. Cuando llegaron los otros polis yo ya estaba negro de tanto toser. Una vez llena, aquella bolsa de cristal casi me subió por los aires, como un globo de helio. Al parecer, Ossie es bastante excéntrico en la cama. En comparación con él, yo soy Mr. Normal Normal. A ella ya no le gusta tanto como antes, me dijo, pero, por otro lado, Ossie tiene cantidades ingentes de dinero. En cuanto a mí, llevo cinco semanas sin mojar la cama. Estoy tan echado a perder y tan contaminado de alcohol que ni siquiera soy capaz de hacerme una paja. Mis pajas son auténticos chistes. Menuda vida, ¿eh? Una vida de chiste. Tengo que hacerle frente a una cosa: por doloroso que al principio resulte aceptarlo, debo aceptar que no soy un alcohólico. Si lo fuera, poseería una de esas constituciones alcohólicas, tan absolutamente frías. Y no la poseo. Cuando comprendí la verdad, salí a ahogar mis penas. Pero no puedo seguir bebiendo como un alcohólico. Eso sólo consiguen hacerlo los alcohólicos. Son los únicos tipos capaces de aguantarlo. Sólo los alcohólicos tienen lo que hay que tener para seguir adelante.
Ahora camino mucho. El paro es un problema. Estoy de acuerdo. Pero permítanme que les diga una cosa. No estar en paro también es un problema. El control de alcoholemia que me hicieron dio trescientas treinta y nueve. Llamé a un abogado, un especialista en casos de conductores bebidos. Ha defendido con éxito un grado doscientas cuarenta. Un grado doscientas cuarenta y cinco. Y hasta un caso que llegaba a doscientas cincuenta. Pero nunca ha probado fortuna con alguien que hubiera llegado a trescientas treinta y nueve. Me defenderá, sin embargo, a condición de que le dé todo el dinero que me pida. ¿Saben cómo se pagó Selina sus gastos de embarazada? No utiliza mi dinero ni tampoco el de Ossie. Es una chica de principios, y se está financiando su aventura trabajando como un perro en la boutique de Helle. Lo que pasa es que la boutique de Helle no es una tienda de ropa solamente: también es un sex-shop. Selina jura ante Dios que lo único que ha hecho allí es encargarse de la caja, vender consoladores y bragas con orificios extra y demás: no ha sido más que una comerciante de vibradores y una empaquetadora de artilugios eróticos. Selina niega, mostrándose sumamente indignada, haberles echado una mano a las chicas que se encargan de las duchas con ayudante, situadas en la trastienda. Dudo de su palabra, sobre todo teniendo en cuenta lo que cobran hoy en día los abogados. Qué más da. Las calles rebosan de ajetreo, pero casi nadie va a donde va porque lo haya querido o elegido. El que manda es el dinero. Los únicos que eligen son los que tienen dinero. Hombres acalorados con hojas de pedidos y albaranes sobre las piernas esperan al volante de sus coches. Las mujeres polinizan las tiendas. Ahora que ya no tengo que ir cada día a trabajar… ¿Por qué tiene la gente que vivir como vive? ¿Quién se lo ordena? ¿Por qué no me consultaron? Andamos todos regalando nuestros días para después regresar a casa con la espalda quebrada. Dejen de aceptar esa mierda, ¿me oyen? ¡Organícense! ¡Al diablo la fábrica! Cuando, por la mañana, se dirigen ustedes al trabajo, en realidad no están viviendo. En cierto sentido, no vivir debe de ser un gran alivio. Vivir, qué duro es; horrible eso de trabajar de nueve a cinco. Y peor vivir de nueve a cinco, que es lo que hago yo ahora. Vivir de verdad, ésa es mi ocupación, y me está matando. No es fácil ser un vagabundo. Sólo los vagabundos son capaces de soportarlo. De aguantar. Yo contribuyo a que funcione la maquinaria del dinero, hago esto, hago lo otro, hago recados para el dinero. El dinero me da por el saco. Lo mismo les ocurre a los Estados Unidos. Lo mismo le ocurre a Rusia. El dinero nos pisotea, nos acorrala, se nos mea encima, nos pone entre la espada y la pared. Si la tierra comenzase a dar marcha atrás mañana mismo, si decidiera suicidarse, ya todos tenemos escritas nuestras notas de suicidio, nuestras notas de dolor: nuestros billetes de banco. El dinero equivale a libertad. Nada más cierto. Pero la libertad equivale a dinero. Seguimos necesitando dinero. Tendríamos que darle la paliza al dinero, como un perro dándole la paliza a una rata. ¡Grrrr!
—¿Qué ocurriría si se lo contases a Martina? —dijo Selina.
Eso me pregunto yo.
—Sería como hacerte un gran favor a ti mismo —prosiguió ella—. Tú le gustas a Martina. Me lo dijo Ossie.
¿Cómo es la cara de Martina? ¡Ah, maravillosa! Pálida, preocupada, y vigilante.
Ahora ando mucho. Esta mañana, bajo el sol, he visto a un crío pálido, de tres o cuatro años o los que sea que tienen hoy en día los críos, sentado en un cochecito sin sombrilla que empujaba su padre. El crío llevaba gafas muy gruesas con montura metálica de color negro. Unas gafas tan baratas como el cochecito. Se le han soltado las gafas de las orejas, le han resbalado, y el crío se ha puesto a tantear, a mirar hacia arriba pidiéndole ayuda a su padre, un tipo de unos treinta y tantos, pelo largo y frágil, camiseta, tejanos anchos. La cara del crío tenía esa expresión amablemente dolorida que a veces adoptan los hombres pálidos, pequeños, cortos de vista: mostraba sus blancos dientes, su cara arrobada, expectante, suplicante. El padre arregló despreocupadamente la situación. No sin amabilidad, al contrario. La pálida mano del crío fue alzada por el hombre, y las puntas de sus dedos oscuros ayudaron a esa mano pálida a devolver las gafas a su sitio… Me dolió verlo: la mirada envejecida, endurecida, tan pronto, y, a su lado, ese pequeño ser tan pálido, tan contenido.
***
—Lloraste —dije.
—Bueno, un poco. Casi nada.
—Desde luego que sí, mentiroso. Te vi.
—Tal vez tuve que secarme alguna lagrimita. Pero tú… Lo tuyo fue increíble. Berreabas.
—Esa chica es absolutamente cojonuda, te lo digo yo —dije, con voz espesa—. La princesa Di ama a su pueblo. Haría cualquier cosa por nosotros, tío, cualquier cosa. ¡Cualquier cosa!
—Oh, no. No lo soporto. Vas a ponerte otra vez a llorar.
—No lloraré…
Martin me puso más hielo en la copa. Ayer me llevé a una chica de las que rondan por la calle. No hicimos nada. Hablar, solamente. Me dio otra vez la llorera. Le di cincuenta pavos. La noche anterior estuve en plan gamberro. Cuando salía del Pizza Pouch a las once, vi que en Ladbroke Grove había jaleo. Agarré una botella de ron que me vendieron en un restaurante armenio, y me fui directo al follón. No recuerdo muy bien lo que pasó: cristales rotos, escaparates saqueados, disparatados disturbios callejeros, la ebria alegría de los chicos del caos. Al día siguiente me desperté con la espalda como una plancha de uralita, ondulada, escocida, encogida. En un callejón encontré dos televisores, baratos, blanco y negro. Lo que me costó librarme de ellos. Primero escaleras arriba, luego callejeando bajo su peso, buscando algún lugar donde desprenderme de los cacharros. Al final los metí como pude en unos repletos cubos de basura. Lo bien que me fue eso de meterme en un disturbio callejero… Horroroso. En serio, la violación y los disturbios están sobrevalorados. Hay veces en que participar en un disturbio resulta agotador. Es un trabajo duro, como todos los demás.
—Oye —dije—. El otro día subí todo Charing Cross Road, y en ninguna de las librerías tenían cosas tuyas.
—Ya, ya.
—Sólo uno de los dependientes había oído hablar de ti, y ése me dijo que estabas mal de la cabeza.
—¿Sabes cómo me explico a mí mismo el hecho de que la literatura actual sea tan sórdida? —me preguntó Martin—. Los escritores, como todo el mundo, tienen que arreglárselas sin criados. Han de ir a la lavandería y hacérselo todo ellos mismos. No es de extrañar que resulten tan morbosos. Tan retorcidos.
—Tendrías que llamar a tu editor, tío. Cantarle las cuarenta.
—Ya, ya.
La disposición de la boca define el rostro. Como si lo vieras reflejado en un combado espejo antiguo y encontrases un defecto en su superficie, un defecto distorsionador del reflejo, y, además, una gruesa película de polvo y grasa pegada a toda su extensión. En seguida se sabe a qué siglo pertenece. Conduce un pequeño lago negro, un 666. Por la noche, las cosas grandes y veloces parecen especialmente oscuras. Lo más negro que he visto en mi vida es un autobús enloquecido que, a las tres de la mañana, bajaba por West-way sin luces ni conductor. Lo leí luego en el Morning Line. Alguien que se había flipado. Daños al por mayor. Es como en esos sueños de persecuciones, en los que no te queda más remedio que correr y gritar. Yo los tengo cada noche. Corro muchísimo y grito hasta desgañitarme. Toda la velocidad y todo el volumen que uno pudiera desear, sí, pero no me queda más remedio que seguir corriendo, gritando. Qué vergüenza, la tía aquella que me la sopló un día en el retrete. Oooh, qué desvergonzada. ¡Mírala, va a por tus huevos! El miedo suele joderlo todo. Ayer tarde estaba en el baño, tropecé, caí, y rompí una botella de whisky. Luego hice subir a una furcia que me encontré por la calle. No pasó nada. Ella fue amabilísima. ¿Saben por qué? Porque la tía tenía miedo de que la asesinara. Por eso. Esta mañana, cuando finalmente he abortado una paja catastrófica, se ha puesto a sonar el teléfono. Era la revista Cleopatra. Querían saber si me importaría que me nombrasen Soltero del Mes. El éxito no me ha cambiado. Sigo siendo el que era.
—Todo está arreglado, no te preocupes. No habrá problemas. Lo que pasa es que Doris Arthur quería que tuvieras dificultades con tus estrellas. Lo mío es diferente. Ya verás como todo funcionará a la perfección con esos carísimos protagonistas que te has echado. Venga, hombre. Anímate.
Esta tarde he pasado por Queensway para que me reparasen el felpudo. Quince pavos por un simple toque femenino. Que era lo que yo andaba buscando. La tía me ha pasado los dedos por el pelo y, con su voz de imbécil, me ha dicho:
—Está perdiendo mucho.
—Todos perdemos mucho —le he contestado.
Así es. Todos vamos perdiendo: diciendo adiós con la mano, o dándonos un besito en la punta de los dedos, da igual, de la manera que sea, todos perdemos algo, nos despedimos de algo que se va encogiendo, alejando, desapareciendo. La vida se reduce a perder, perdemos a la madre, al padre, perdemos el pelo, la belleza, los dientes, los amigos, los amantes, la buena forma, la razón, la vida. No hacemos más que perder, perder, perder. Nos va quedando cada vez menos vida. Es demasiado dura, demasiado difícil. No valemos para vivir. No sé si resistiríamos otras cosas. Pero la vida no. A ver quién se lleva la vida de nuestros estantes. Que nos la quiten de encima. Es jodidamente difícil, y no valemos para vivirla.
—¿Y el guión? ¿Cuándo? ¿Cuándo?
Si pudiésemos extender el dinero como una delgada capa por encima de todas las cosas, quizá la vida se suavizara. El mundo estaría más acolchado. Pero la vida, qué dura es la vida. La vida es durísima. Sí, lo es, lo es. Mami, mamá, madre: nunca me lo dijiste. No, nadie me lo dijo. Es, es tan, es tan…
—Tranquilízate —dijo Martin—… Vale, hombre, tranquilo. Aquí está. Aquí lo tienes. Cógelo y puedes llevártelo. Y sécate esas lágrimas, hijo. Te aguardan momentos fantásticos. Ya verás. Al final todo saldrá bien.