V

El Autocrat avanzaba veloz y suavemente a través de casetas prefabricadas y una sucesión de escenas de la vida familiar de los negros, con sus pandillas de hermanos y mirones en las pistas de baloncesto, y las formas maternas que, semiescondidas tras la tela metálica, les llamaban a gritos. Sobre el techo de la limusina zumbaban espectrales aviones que sobrevolaban la mancha negra de agua próxima al aeropuerto de La Guardia. Prohibida la circulación de peatones, No adelantar, Prohibido cruzar la línea blanca, Las infracciones del código son multadas en todos los casos, Prohibido cambiar de carril, No variar de velocidad. ¿Necesita mi chófer que le digan todo esto? ¿No bastaría con un cartel que dijera: CONDUZCA? Abandonamos la zona de chabolas playeras y entramos deslizándonos en la autopista. Y ahí aparece otra vez el horizonte de Nueva York, su perfil dentado, rechinante, con numerosos huecos de muelas perdidas por el camino.

Una vez en el Ashbery le ofrecí al conductor un billete de veinte.

—¡Gracias, señor, pero no hace falta! —me dijo—. Están cubiertos todos los gastos. Haga el favor de telefonear a Mr. Goodney en cuanto se haya instalado en su habitación.

Intenté ofrecerle de nuevo el billete de veinte. Como no lo aceptaba de ninguna manera, se lo puse a Félix en la palma.

—Detesto tener que obligarte a una cosa así, Slick, pero has de entrevistarte con Lorne Guyland…, esta noche.

—Vaya.

Me explicó los motivos. Iba ya a colgar, pero Fielding me preguntó, recelosamente:

—¿En qué clase has venido? ¿Turista?

—Sí.

—Slick, tendré que hablar muy seriamente contigo acerca de tus gastos. Sube de categoría, chico. Esto está empezando a resultar embarazoso. Queda mal ante la gente del dinero. Alquila un piso entero en el Gustave. Alquila un jet y ve a pasarte un fin de semana en el Caribe con Butch y Caduta. Cómprate toda una caja de champagne y viértela encima de tu polla. Gasta. Gasta. No me sirves de nada volando en clase turista. Toma aviones supersónicos, primera especial. Maldita sea, Slick, haz las cosas a lo grande.

Me afeité, me duché, me cambié de ropa, me bebí un tazón de whisky libre de impuestos, y me fui en taxi hasta las Ochenta este, en una loca carrera con Si Wypijewski al volante. O quizá fuese Wypijewski Si. Los neoyorkinos lo confirmarán: los taxistas ponen primero el apellido y luego el nombre. Pero ni así me aclaro. Cuando estás en esta ciudad, hasta Smith John o David Brown se prestan a confusiones. Una vez me llevó un taxista que se llamaba Supersad Morgan. O Morgan Supersad. Fuera como fuese, tenía los ojos castaños y de expresión tremendamente melancólica, tan super tristes como su apellido, o su nombre.

¿Mi misión? Ir a tranquilizar a Lorne Guyland. Según Fielding, hacía bastante tiempo que teníamos que haber ido a tranquilizar a Lorne Guyland. Llevaba una buena temporada esperando garantías, lo que fuera, y nadie había ido a decirle nada.

—Hazlo hoy mismo —me aconsejó Fielding—. Nos ahorrarás muchos problemas a mitad de rodaje.

Lorne quería que le garantizáramos que él tendría la supremacía en la pantalla, en la cantidad de texto, en el minutaje de primeros planos. Lorne quería que le tranquilizáramos respecto a lo juvenil que parecería ante el público, a lo fuerte que se le notaría, y quería garantías respecto a que él iba a ser el más popular de los intérpretes. Y, además, esperaba que le tranquilizáramos respecto a cuál era la naturaleza exacta de su papel. Pues yo también querría que alguien me tranquilizase respecto a esto último, chico. Sabes, Lorne, cuentas con todas mis simpatías.

El papel de Lorne era el del padre, Gary, un padre que no sirve para nada. Yo tenía la impresión de que en mi boceto de la historia quedaba muy claro cómo era Gary. Gary era como Barry, como Barry Self: un tipo de mandíbula cuadrada y cabeza vacía, un hedonista irreflexivo, un maestro de la astucia y la brutalidad que, sin embargo, se las arregla para explotar una pequeña pero tenaz herencia de encanto personal y buena suerte… ¿Por qué me preocupa cómo sea mi padre? ¿A quién le importa? ¿A qué viene tanto jaleo en tomo a las relaciones de los padres y los hijos? No tengo ni idea; el problema no es que sea mi Papá. El problema es más bien que yo soy su hijo. Giro confusamente alrededor de él, de su modelo, de sus jodidos genes… Gary se parecía en el boceto a mi padre, se le parecía mucho, de la misma manera que yo me parecía a Doug, el hijo. Cuando encuentran que hay heroína en la harina, Gary quiere devolvérsela a los gángsters. Pero Doug quiere venderla al precio que tendría puesta en la calle, dos millones de dólares. Los dos son malvados y codiciosos, pero el viejo Gary es un acojonado. Sí, un acojonado con suerte.

Fielding me advirtió que Lorne podía crearme dificultades en varios frentes. Quería que Gary subiera de categoría. En lugar de ser el dueño de un pub o de un restaurante de baja estofa, pretendía que fuese un famoso restaurateur. También le fastidiaba el asunto de la edad. Me dijo Fielding que Lorne había llegado a insinuar que Gary y Doug podían ser hermanos en lugar de padre e hijo. De este modo confiaba Lorne en quitarle importancia a la diferencia de cuarenta años que le separaba del otro primer actor. Y, por fin, estaba el asunto del erotismo.

—Soy Thursday —dijo la chica que abrió la puerta del ático de Lorne—. Ahora mismo me largo.

Thursday se fue hacia la mesa que estaba al otro lado de vestíbulo. Iba vestida con un disfraz de colegiala: blusa y lacito en el cuello, falda plisada, calcetines cortos. Medía su buen metro ochenta, y parecía un travestí de esos que están tan buenos, un beneficiario de alguna de esas guarras operaciones de cambio de sexo que tan frecuentes son en California. Cuando se inclinó para hablar por el interfono, se le levantó la faldita y vi sus bragas, que acogían las nalgas como unos sostenes. Caramba… Fielding insistía en afirmar que Lorne estaba fuera de juego en el terreno sexual, tras haber malgastado sus fuerzas durante su primer decenio en la cumbre; era moneda corriente en la industria del cine. Según Fielding, Lorne no había erectado ni una sola vez en los últimos treinta y cinco años.

Había que recordar, por supuesto, que en sus buenos tiempos Lorne había sido una figura gigantesca, colosal, tremenda. Cuando estaba en España para el rodaje de Gargantúa, allá por los años cincuenta (la afirmación era de Fielding), Bullion alquiló una flota de aviones desde Nueva York, Londres y París, para mantener a Lorne bien abastecido de tías durante los cinco meses que tenía que durar su trabajo. Y Lorne se jactaba de ser capaz de cepillarse a un contingente entero en una noche, armado únicamente de una botella de whisky. Lorne había sido indudablemente un tío grande. Yo me había pasado la vida viendo su enorme jeta ahí arriba, en las pantallas.

—Mr. Guyland… ¡Ha llegado el director! —dijo Thursday con su vocecilla canturreante. Se rió a carcajadas—. Claro, cielo. Como tú digas. —Luego se volvió—. Lo siento si le he parecido un poco agotada… Ya sabe, Lorne no me ha dejado en paz en todo el día.

Ascendí por una acolchada escalera de caracol. Ascendí de la platea al paraíso en donde moran los dioses. Lorne alzó la cabeza desde la superficie mullida de una gruesa alfombra, el séptimo cielo, vestido con una toga blanca, y extendió un brazo medio perdido en la ancha manga, atravesando con él el aire acondicionado. Con silenciosa celeridad, giró en redondo y señaló el banco de la ventana: ahí estaba su mirador, su palco particular, dominando el sudoroso Manhattan desde las alturas. Me sirvió una copa. Me sorprendió que el vaso escarchado no supiera a ambrosía, sino a simple whisky. Luego Lorne se me quedó mirando un buen rato, candorosamente. Pronuncié el que sería mi más largo discurso de toda la tarde: dije que tenía entendido que él deseaba hablar largo y tendido sobre su papel, hablar de Gary. Lorne volvió a mirarme largo rato. Luego empezó.

—Yo veo a Garfield como un hombre de considerable cultura —dijo Lorne Guyland—. Amante, padre, marido, atleta, millonario…, pero también un hombre de lecturas amplísimas, de… de cultura amplísima, John. Un poeta. Un inconformista. Tiene el mundo en sus manos, dispone de mujeres, dinero, éxito, pero no le basta, quiere ir más al fondo. Tú que eres inglés, John, sabrás de lo que hablo. Su casa de Park Avenue es un cofre rebosante de tesoros artísticos. Esculturas. Grandes maestros. Tapices. Cristalería. Alfombras. Tesoros procedentes de todo el mundo. Es catedrático de arte en alguna universidad. Escribe artículos eruditos en las revistas universitarias, John. Es un brillante arqueólogo aficionado. La gente le llama desde todos los rincones del mundo para pedirle consejo sobre cosas de arte. En el plano inicial de la película, veo a Garfield junto a un atril, leyendo en voz alta una primera edición de Shakespeare, encuadernada en piel de cabritilla recién nacida. A su espalda, en la pared, hay un verdadero montón de óleos. Los grandes maestros, John. Alza la cabeza y, cuando mira hacia la cámara, la luz arranca un destello de su monóculo y…

Mientras Lorne seguía parloteando, mi sombría mirada se me perdió por la habitación. Para empezar, ¿quién coño era Garfield? El tipo se llama Gary. A ver, Barry no es una abreviatura de Barfield, digo yo. Es Barry a secas, y ya está. De todos modos, éste sería el problema menos peliagudo. Lorne comenzó a explicarme qué tipo de libros leía Garfield. Se pasó un buen rato hablando de un poeta llamado Rimbo. Yo supuse que el tal Rimbo era uno de nuestros amigos del mundo en vías de desarrollo, como Fenton Akimbo. Luego Lorne añadió alguna cosa que me hizo suponer que el tal Rimbo debía de ser francés. Cerdo de mierda, pensé, no es Rimbo, es Rambor, o Rambeau. Rambeau tenía un amigo, un contemporáneo, si no recuerdo mal, con nombre de vino francés… Bordeaux. Bardolino. No, ése es italiano, ¿no? Joder, cómo agota eso de no saber nada de nada. Es malo para los nervios. Te deja derrengado. Eso de no saber absolutamente nada de nada me puede. Oyes chistes y no les encuentras la gracia. Y a cada hora que pasa, más débil te sientes. A veces, cuando me encuentro solo en el apartamento de Londres, pienso en lo decepcionante que resulta, en lo duro y pesado que resulta ver la lluvia y no saber por qué cae.

Sí, en conjunto, estaban ofreciéndome un magnífico espectáculo en el vigésimo primer piso. Como mínimo, eso lo sabía. Calzado con sandalias doradas, Lorne caminaba con estudiada vacilación de una ventana a la otra, vuelta hacia arriba en éxtasis su cabeza, con las manos abiertas para reclamar y ofrecer las revelaciones que los dioses estaban dispensándole fraternalmente. Al igual que todas las estrellas de cine, Lorne medía algo menos de un metro (tiene que ver con la presencia condensada, concentrada, de la pantalla), pero había que reconocer que aquel viejo mamarracho estaba en forma y tenía muy buen aspecto, con esa combinación de bronceado y plata que hace refulgir a los grandes robots plenamente americanos. Sí, ahí estaba la solución: no es un ser humano, pensé una y otra vez, es un viejo robot chiflado, hecho de zinc y aluminio con circuitos refrigerados. Es como mi coche, como el Fiasco de los cojones: hace tiempo que dejó atrás su mejor momento, y no para de quemar dinero y caucho y gasolina.

Lorne había seguido explorando el fastuoso mundo de Garfield, las galerías de arte que supervisaba, en París y en Roma, sus vacaciones de loco-por-la-ópera en Palma y Beirut, sus casas de la Toscana, de la Dordogne, de Berkeley Square, su escondrijo bávaro, sus ranchos de sementales, su sobreático con helicóptero en Manhattan… Y mientras el espumeante perro seguía ladrándole a la noche, me reservé un momento para pensar en mi querido proyecto, en mi pobrecito proyecto, que llevaba ya tanto tiempo dando vueltas en mi cabeza. Dinero limpio habría dado para un buen corto, con un presupuesto de, más o menos, setenta y cinco mil libras. Ahora estaba a punto de costar quince millones de dólares, y, curiosamente, ya no me sentía tan seguro del proyecto como antes. Pero no debo confundirme acerca de lo que importa de verdad. Lo importante no es hacer una buena película. Lo importante no es Dinero limpio. Lo que importaba es el dinero. Lo que importaba es el dinero.

—Lorne —dije—. ¡Lorne! ¿Lorne? ¿Oh, Lorne?

—Rubíes, diamantes, esmeraldas, perlas, y una amatista valorada en un millón y medio de dólares.

—Lorne.

—Di lo que piensas, John.

—Lorne Si Gary fuese tan rico, ¿qué importaría que tuviera o no en la cocina heroína por valor de dos millones de dólares?

—¿Cómo dices?

—Le quitaría emoción al asunto, ¿no te parece? Piensa un momento. Piensa un segundo. Si Gary es rico, también lo es Doug. Naturalmente, en una situación así devolverían la heroína. Se acabaría el dramatismo. Se acabaría la película.

—¡Y una mierda! Garfield quiere devolver la heroína. Pero el otro tipo, dices que se llama Doug, ¿no?, ése quiere quedársela. ¿Por qué?

—Eso. ¿Por qué?

—Por celos, John. Por celos. Está celoso de Garfield.

Durante veinte minutos Lorne estuvo hablando de celos, de lo poderosos que eran, de lo extendidos que estaban, y de cómo un hombre de la categoría de Garfield (me parece que hasta le llamó Sir Garfield en algún momento), podía fácilmente provocar esa clase de rastrera pasión en un ser tan vil, tan débil como Doug. Garfield tenía, al fin y al cabo, su talento de conocedor de arte, su apartamento con helicóptero, su erudición, su escondrijo en Baviera, y todo lo demás. Lorne necesitó otros veinte minutos para explicármelo de nuevo.

—Y, además —terminó—, está celoso de lo que yo hago por Butch.

—¿Por qué iba a estarlo? No puede estar celoso, porque también él se la tira.

—Me alegro de que hayas planteado este asunto. Sabes, John, creo que no es convincente, desde el punto de vista dramático, que ese Doug o como se llame esté tirándose también a Butch, John.

Le miré duramente.

—No tiene sentido. No sirve de nada. —Lorne sonrió—. Si Butch jode con Garfield, ¿cómo se le ocurriría jamás correr el riesgo de perder toda esa felicidad, esa satisfacción completa, John? Y todo por un punky de mierda como… —Sacudió negativamente la cabeza—. De acuerdo. Podemos discutir sobre esta cuestión. Pero de todos modos mi guión sigue funcionando. Tal como yo lo veo, Butch no ha tenido ningún orgasmo en su vida hasta que se encuentra con ese hombre maravilloso, un hombre que le muestra un mundo que ella sólo había soñado, un mundo de jets y mansiones, un mundo de…

Seguí mirándole fijamente. De repente, Lorne interrumpió una frase a la mitad, a mitad de un centelleo, y dijo:

—Creo que ha llegado el momento de hablar de la escena de la muerte, John.

—… ¿Qué escena de muerte?

—Pues…, la de Lord Garfield —dijo Lorne Guyland—. La escena es así. Los tipos de la mafia están torturándome. Yo estoy desnudo, peleo como un loco, pero ellos son quince. Quieren la heroína, y también quieren mi colección de tesoros artísticos de todo el mundo. Pero yo mantengo la boca cerrada. Bien. Esos mamones no sólo me torturan sino que, además, obligan a Butch y a Caduta a mirarlo. No sé, quizá ellas también estén desnudas. Tú mismo, John. Piensa tú sobre ese detalle. Como te decía, esas dos mujeres me ven sufrir, desnudo, en silencio, ven al tipo que se lo ha dado todo, que les ha pegado los mejores polvos de su condenada vida, y al final, esas dos mujeres, John, esas dos mujeres sencillas, desnudas, olvidan su rivalidad y se ponen a llorar abrazadas. Títulos de crédito.

—Lorne —dije—. Tengo una prisa infinita.

De hecho, transcurrió otra hora antes de que Thursday me abriese la puerta. La conferencia sobre el guión terminó con una escena increíble: Lorne dejó caer su túnica al suelo y, con lágrimas en los ojos, me preguntó:

—¿Crees que éste es el cuerpo de un viejo?

Yo no dije nada. Aunque, si vamos a eso, la respuesta a la pregunta de Lorne era: . Pero me limité a agitar el brazo y bajar a toda prisa la escalera de caracol.

Al abrir la puerta Thursday me sonrió, muy tensa.

—¿Está desnudo? —me preguntó fríamente.

—Sí, lo está.

—Oooh —dijo Thursday.

¿Por qué tengo que presenciar estas escenas estúpidas y embarazosas y pornográficas? Bueno, imagino que cuando alguien es un especialista en pornografía, como me ocurre a mí, lo normal es que la pornografía te rodee por todas partes.

Atravesé el bonito East Side hacia el oeste, cercado de sus decorativos cubos de basura, sus sucios toldos de los tenduchos, el olor cálido de los desperdicios, y me fui a cenar con Fielding Goodney y Doris Arthur en un elevado restaurante a sólo cinco manzanas de Harlem. Las mecanógrafas estaban pasando a limpio el guión de Doris. Besé su mano. Pedí champagne. Quise ver el manuscrito. Ellos, en broma, dijeron que tendría que esperar. Hubo muchas bromas, me parece. Yo estaba tan aturdido de alcohol y viajes que no pude enterarme bien de lo que pasaba. Lorne me había ofrecido litros de whisky nonagenario. Tengo que reconocerlo, aunque diga mucho en su favor. Bebimos champagne en honor del guión de ensueño que había escrito Doris. El restaurante estaba repleto de estrellas de cine. Más estrellas de cine. ¿Por qué ando siempre con estrellas de cine? Ni siquiera me gustan. Joder, qué transparentes son los actores. Los profesionales, sin embargo, no son casi nunca peligrosos. Lo que vale la pena ver son los actores de la vida real, sí, los actores y las actrices de la calle. Tuve un ataque de hipo, aunque habría que decir más bien que fue como una serie de ganchos al mentón. Uno de los golpes me torció algo en el cuello. El cordón de la lámpara que había en la barra tenía una inclinación especial, y por unos momentos creí que Fielding llevaba un aparato para la sordera. Mi rodilla rozó la de Doris una vez, otra, y pensé en lo maravilloso que es cuando un par de jóvenes empiezan a sentirse enamorados. Hice numerosas y tambaleantes visitas al lavabo, en donde había unas fotos increíbles de tías desnudas cubriendo toda la pared. Me tropecé con una mujer que hablaba muy entristecida por teléfono, e intenté animarla, insistí un buen rato, hasta que un tipo, su marido o su amante, apareció de repente. No me gustó el tono que empleó para hablarme. Me sentí ofendido. Tuvimos un altercado que terminó muy pronto, conmigo tumbado boca abajo sobre un húmedo lecho de cajas de cartón, al pie de una escalera oculta. Esto debió de entristecer todavía más a la mujer del teléfono, que se mostró muy dispuesta a escucharme. Una vez refrescado, saludé a unas cuantas estrellas de cine, me entretuve unos momentos en sus diversas mesas, y les obsequié con unas cuantas frases breves pero ingeniosas y contundentes. Invitado a pasar a una sala de la trastienda, charlé un rato con un matrimonio que, según sus palabras, eran los dueños del local. Ella era una madame o algo así, lo cual me la traía floja. Pero ella negó serlo. Cuando Fielding me condujo a nuestra mesa, le lancé una insinuación verbal, notablemente salaz, a una camarera muy cachonda que parecía estar dispuesta a aceptar mi invitación pero que se metió de repente en la cocina, algo apenada, y cuando empujé las puertas batientes, dispuesto a consolarla, un par de tipos en camiseta gris sudor me dijeron que no había nada que yo pudiera hacer por aquella muchacha tan triste. Firmé un autógrafo. Doris estaba guapa, iba vestida como para saltar directamente a la cama. Los ojos enormes, el pelo revuelto, era tan adorapollas y calientabraguetas como las demás. También lo negó. Saben una cosa, esa tía no me gusta. Pedí a gritos que me sirvieran algún vino tonificante, y me tomé varios tazones de un café que me chamuscaba la lengua. Doris me sostuvo de camino hacia la puerta, pero debió de soltarme un momento (quizá cuando me abracé a ella más fuerte de la cuenta) porque salí disparado, corriendo como un loco, y hubiese seguido así hasta la parte baja de la ciudad —o más lejos incluso, hasta el Village, hasta Martina Twain— de no haber sido porque, circunstancialmente, un carrito de postres se interpuso en mi camino y frenó en seco mi sprint. Cuando, furioso, luché por abrirme paso y pude finalmente salir a la noche, todo el restaurante rompió en vítores y aplausos.

Me apoyé, jadeante, en una farola, mientras Doris se dedicaba a ir quitando con toda su ternura los pedazos de pastel de naranja y chocolate que se me habían quedado pegados al traje. Fielding se entretuvo un momento en el restaurante para felicitar —o pagar alguna compensación— a los dueños. Cuánto tiempo llevo en Nueva York, pensé.

—Dios mío, ¿estás bien? —me preguntó Doris.

—Ya sé que eres bollera y todo eso, pero te diré cuál es tu problema: aún no has conocido a ningún tío de verdad. Así de sencillo. Ven conmigo al hotel, y juguemos un rato. Anda, nena, sabes que te encantará.

—Serás tonto del culo…

Pero Doris lo dijo sonriendo. Luego, de repente, cambió de expresión y me dijo una cosa tan horrible, tan extraña, tan aniquiladora, que no recuerdo ni una palabra. Llegaron, cada uno por su lado, Fielding y el Autocrat. Mientras yo me iba en marcha atrás hacia mi taxi, las caras de la gente se volvían a mirarme.

***

Y todo eso sin haber sentido ni por un momento el más mínimo stress. ¡Stress! ¿Cómo puede haber gente que soporte una cosa así? Animado y fresco, a la mañana siguiente agarré al despertar un Delicacy que tenía a mano, como método económico y sencillo de determinar si aún seguía con vida. Otras preguntas, no menos apremiantes —tales como quién, cómo, por qué y cuándo—, tendrían que guardar cola hasta que les llegara el turno. Como no encontré entre las damas a ninguna que se pareciese a Selina, acabé leyendo un test sobre el stress, táchese lo que no interese, en donde se establecía un contraste entre tu consumo de nicotina y alcohol y varias de las diversas dificultades que suelen ser factores condicionantes del stress. Según los criterios de Delicacy, yo era un hombre absolutamente despreocupado, pese a lo cual mis dosis de tabaco y bebida eran comparables a las de un industrial apopléjico tras una quiebra fatal. Y entonces se me ocurrió: stress, ¡quizá lo que necesito es un poco de stress! Es posible que lo que estoy reclamando a gritos sea una buena dosis de stress. Necesito problemas, chantajes, terremotos, lepra, accidentes, penurias… Creo que voy a probar lo del stress. ¿Dónde podría comprar unos cuantos kilos?

De hecho, el stress se puede comprar, y eso es lo que he comenzado a hacer. Son cosas de Nueva York, supongo, de sus caballos de potencia, de su electrodinámica. Manhattan y su retículo te cargan las baterías. Denme un problema, que lo reviento.

Acompañado de la agradable sensación de estar manteniendo el ritmo de la noche anterior, con sus diversos éxitos y logros, bajé a Mercutio’s y me compré cuatro trajes, ocho camisas, seis corbatas y un elegante abrigo ligero. Todas estas prendas están pendientes de ligeros arreglos que las harán mañosos sastres, para luego ser enviadas a mi habitación del hotel. Parece que tienen que ensancharme un poco hasta las corbatas. Coste: 3. 476, 93 dólares. Pagué con la Approach americana.

En LimoRent de la Tercera Avenida me quedé con un Jefferson de seis puertas con mueble bar, televisor y teléfono. Lo conduje directamente hasta la primera esquina, y, tras doblarla, lo dejé instalado en un carísimo aparcamiento de Lexington esquina Cuarenta y tres. Eso me costaría por encima de los ciento cincuenta dólares diarios.

Me tomé un almuerzo de cien dólares en La Cage D’Or, en la Cincuenta y cuatro, y me dejé dar un masaje de doscientos dólares más ducha con ayudante, en el Elysium de la Cincuenta y cinco. Como se me habían agotado las ideas, y estaba cansado, harto de comprar, me metí en un bar topless de Broadway e invité a una caja entera de champagne a cuatro borrachos y tres strippers que rondaban por allí. Pensé en tomar un taxi e ir a Atlantic City para tirar un poco de pasta en la ruleta. Tengo un sistema perfecto. Siempre falla. Pero al final me limité a cobrar mis cheques de viaje y me fui a pasear por Times Square en donde, sorteando charcos, comencé a dar billetes de veinte dólares a unos cuantos vagabundos selectos además de ciertas busconas, viejas con bolsa de plástico y tullidos. Dos policías se las vieron y se las desearon para sofocar el pequeño disturbio que se produjo en cuanto corrió la voz.

—Usted está loco, como una cabra —me dijo uno de los agentes, con la más absoluta convicción. Pero no me tomé la molestia de explicarle hasta qué punto se equivocaba.

De vuelta en mi habitación, me senté a la mesa y reflexioné. Los problemas de dinero no son como los otros problemas. Si debes diez mil dólares te sientes el doble de preocupado que si debes cinco mil dólares, pero sólo la mitad de preocupado que si debes veinte mil. Deber diez mil dólares significa una preocupación que no es más que las tres séptimas partes de la que sentirías si debieses veintitrés mil trescientos treinta y tres dólares. Y si debes diez mil dólares y te llegan diez mil dólares, entonces es fantástico porque desaparecen todas tus preocupaciones. Mientras que no se puede decir lo mismo de los otros tipos de preocupación, por ejemplo, de la preocupación que puede producirte el sentirte decepcionado, el saber que estás degenerando.

Me senté en la cama y empecé a preocuparme por el dinero. Empecé a sentirme verdaderamente preocupado por el dinero. Saqué la cartera y repasé las facturas de las tarjetas de crédito y los cheques de viaje. En este momento me he quedado sin dinero. Y esto sí que es preocupante.

Llamaron a la puerta y, serpenteando, me puse en pie. Un joven negro indescriptiblemente elegante se coló en la habitación cargado con varias bolsas de plástico.

—¿En la cama, señor? —preguntó.

—Sí. No —dije—. Ya no quiero nada de eso. He cambiado de opinión. Puede llevárselo todo.

Me miró perplejo, y alzó su señorial mentón:

—En su recibo podrá comprobar cuáles son las condiciones de venta, señor.

—Vale. Tírelo ahí. Sólo era una broma.

Le di un billete de diez, y se largó. Un billete de diez… Durante la siguiente hora me llegaron las entregas de otras compras suplementarias, cuya gran mayoría no recordaba haber hecho. Me quedé tendido en la cama, bebiendo. Al cabo de un rato sentí lo mismo que sin duda sentiría Lady Diana el día de su boda, cuando comenzaran a llegar vagones de tren cargados de regalos de los países de la Commonwealth. Un chato juego de cristalería abollada, una alfombra anaranjada de origen iraní y reciente manufactura, una guitarra y unas maracas, dos óleos (en el primero, unos cachorros de perro y unos gatitos dormitando; en el otro, un desnudo de la escuela idealista), una pata de elefante, una cosa con aspecto de pie de micrófono pero que resulta ser una escultura canadiense, un tablero de ajedrez bengalí, una primera edición de Mujercitas, y otros diversos tesoros culturales procedentes de todos los rincones del mundo. Cuando parecía haber terminado la procesión, pasé al baño y tuve un explosivo ataque de vomitera. Qué caro sale el stress. Tiene un coste personal elevadísimo. Pero allí salió todo: el almuerzo, el champagne, el dinero, todo verde y revuelto. Cuando parecía haber terminado, me fui al dormitorio y llamé por teléfono a Fielding para pedirle que me diera dinero, una cantidad increíble de dinero. Dio la sensación de haber estado esperando esa llamada. Su voz sonó complacida. Por la noche me subieron a la habitación un grueso sobre. Contenía una tarjeta Approach de platino, varios talonarios de cheques de viaje, y una autorización para sacar dinero en metálico de un banco de la Quinta Avenida: hasta mil dólares diarios, por si necesitaba suelto. Me sentí tan aliviado que me quedé dos días enteros en cama. De hecho, no podía hacer otra cosa. Tranquilo, pensé, cálmate. Tienes dinero, pero careces de poder. Parece que, haga lo que haga, en este mundo en el que estoy metido sólo consigo dinero y más dinero

***

Y más stress.

—Gracias de nuevo por el regalo —dije—. Justo lo que siempre había deseado.

—Estoy intentando enseñarte una cosa. ¿Entiendes?

—¿Qué cosa?

—Bueno, son muchas. Compasión. Autocontrol. Generosidad de espíritu. Respeto por la mujer.

—Anda ya… La leche —dije—. Empiezo a comprender lo loquísimo que estás.

Él se puso a reír:

—¿No te encanta todo esto? —dijo él—. Oye, qué tonto fuiste montándote aquel número. No se puede ir por ahí regalando todo ese dinero, tío. Si quieres hacerlo, hazlo bien hecho.

—Ah, por fin lo comprendo. Creo que ya lo he pillado. Vale, hermano, ¿cuánta pasta quieres? ¿Cuánto me va a costar que me dejes en paz de una vez?

—Te equivocas. Te equivocas. No quiero tu dinero.

—Entonces, ¿qué quieres?

—Tu vida.

—Gracias de nuevo por el regalo —dije—. Lo aprecio de verdad.

—¿Lo has leído ya?

—¿Qué? Bueno, no, no del todo. —Había leído nueve páginas en el vuelo transatlántico, pero todavía me quedaba mucho—. He estado enfermo. Oye, ¿cuándo podríamos vernos?

—¿A qué te dedicas todo el día cuando estás enfermo?

—Pues me quedo en la cama. Me dedico a estar enfermo.

—No tengo casi ningún compromiso —dijo ella—. Ossie se ha ido a Londres otra vez.

—Fantástico. ¿Qué tal esta noche?

—¿Tendrás tiempo suficiente…, para terminar el libro? ¿Me estás escuchando?

—Sigo aquí.

—Venga, no seas subnormal. Quiero que me presentes un informe del libro. Te haré preguntas, un examen… ¿Oye?

—Sigo aquí.

—Bien. Llámame en cuanto termines de leerlo.

Esperen. Miren… Sí, ahí viene otra vez esa mujer. Tengo que explicarles que hay una mujer que me sigue por todo Nueva York. Sí, es ella. Una mujer cuarentona, de unos cuarenta y cinco años, de tobillos cuadrados, más de metro ochenta, con tacones altos, muy altos. Me mira a través de un velo negro que cuelga de su sombrero negro. Pelo corto, rojizo, eléctrico. Tiene un mentón breve y testarudo y chiflado.

Trabaja de noche. Salgo trompicado de un bar, y ahí está, con los brazos cruzados, oculta en un portal de la acera de enfrente. Me pongo a caminar y ella me sigue a cierta distancia, sin perder terreno. Saco la cabeza bajo el neón espástico de un tugurio porno, iluminado intermitentemente por los destellos, anónimo, y ahí está ella comiendo maíz tostado o nueces. A veces, en los cruces, se me acerca tanto que llego a notar su aliento en el cogote. Pero no me vuelvo. Me recuerda a alguien. No sé a quién. ¿Dónde habré visto antes a esa furcia enloquecida? Esperen. Miren… Sí, ahí viene otra vez. Esta clase de gente viene directa hacia mí. Siempre actúan de la misma manera. Como animales, hociqueándome, como perros. Cuando una vieja vagabunda con su bolsa de plástico entra en la silenciosa cafetería y pasa rápidamente por entre las mesas, cuando aquella ruina humana se planta frente a la muchedumbre, observa a la gente, y elige su objetivo, todos sabemos qué es lo que está buscando. Suelo mirarles a los ojos, aunque me esfuerzo para evitarlo. Algo que hay en mí les dice algo a algo que hay en ellas. Algo que hay en ellas le dice algo a algo que está en mí. ¿Qué? Yo y ellas tenemos la cabeza igual, con piezas sueltas que no encajan. Reconocemos esta circunstancia y seguimos adelante. Me parece que en este momento hay un par de personas o cosas que se ciernen velozmente sobre mí.

***

—Eh —dijo Félix en el vestíbulo, deslizando el pulgar sobre mi solapa—. Qué estilazo. Me gusta. Lástima que sólo sea una semana al mes. ¿Se puede saber qué ocurre?

Lo que ocurría es que teníamos que hacer las pruebas para elegir a los actores de reparto. Tras bajar los peldaños de la fachada del Ashbery, estallé en una carcajada provocada por el calor. Es imposible que Nueva York haga esto en serio. He leído, o he oído decir por televisión, que hay determinadas zonas del espacio por las que vuelan boomerangs de fabricación humana. Unas zonas calurosísimas, a varios millones de grados de temperatura. Un calor psicopático. En Nueva York, durante el mes de julio, también hace un calor psicopático. En el atascado Broadway, todos los taxis, cabreados, daban rienda suelta a su furor, cargados con robots, perros rabiosos y demás, para subirlos o bajarlos de un extremo a otro de la ciudad. Me metí en mi propia trampa, y así me uní a las maniobras.

La gente dice que Nueva York es como la selva. Se quedan cortos. Nueva York es la selva. Bajo las columnas del viejo bosque tropical, en el asfalto a punto de derretirse, la pantanosa Novena Avenida soporta una circulación de furiosas bestias y dragones, peces tigre, máquinas ruidosas, sudorosos hacedores de lluvia. En las esquinas se amontonan brujos y magos, cazadores de cabezas y balbuceantes sacerdotes de vudú: aborígenes, los listos aborígenes, tan hábiles para sobrevivir en la selva. Y de noche, bajo la frondosa vegetación y la nube que cubre la zona y retiene en ella todo el calor, se puede oír el afónico grito de los loros y el chillido de mono de las sirenas, mientras se encienden hogueras que pretenden mantener alejados a los monstruos. Precaución: las calles están sembradas de trampas: pozos, redes, de todo. Lo mejor es contratar a un guía. No olvidarse de la vacuna contra el veneno de las serpientes, ni del suero contra las picaduras de los mosquitos. Tómenselo muy en serio. Hay que aprender a sobrevivir en la selva.

Metido en mi ardiente jaula, me dirigía ahora camino de la región donde está situado el mercado de carne fresca, en la punta del West Village. En esa zona se elevan barracones de ladrillo rojo a modo de galerías de esqueletos y colmenas de ratas, y allí es donde la fauna de Manhattan busca el nivel en donde ir tirando, viva o muerta. También allí se encuentran los locales que suelen frecuentar los perversos sexuales de toda especie: el Spike, el Water Closet, el Mother Load. Nadie sabe lo que ocurre en tales reductos. Sólo se han enterado los peores perversos. Incluso Fielding resulta un tanto vago en su respuesta a mi pregunta. Son sitios en donde te insultan, te pisotean, te azotan. Desde cualquier punto de vista, ahí te lo puedes pasar verdaderamente mal. Los clientes suelen llegar al Spike en un taxi, pero necesitan dos para regresar a casa. Pero la noche siguiente vuelven a presentarse allí, buscando más de lo mismo. Buscan a alguien que les atormente, que les meta de cabeza en un orinal. Y, si quieren conocer mi opinión, sus parientes tendrían muchas cosas que explicar, especialmente las madres. Siento que les ponga a ustedes, las señoras, en primer término, pero esta historia tiene que empezar en algún sitio. Un vehemente deseo de ser asesinado a cada hora: no me digan que alguien puede quererlo voluntariamente. Entretanto, me cuenta Fielding, la Madre Naturaleza sigue mirando al frente, descarga una patada en el suelo y chasquea la lengua. Campeona siempre de la monogamia, está preparando nuevas y rarísimas enfermedades. No piensa soportar que las cosas sigan así.

Me despegué como pude del asiento, salí del taxi, y le pagué la carrera al conductor por la ventanilla: es una costumbre londinense, extremadamente mal vista en Nueva York. El viejo taxista se quedó quieto, metido en su jaula.

—No tengo cambio de diez dólares —dijo al fin.

—¿Cómo?

—¿Sabe leer? —dijo, señalando un anuncio amarillo, el que dice que el taxista no puede cambiar ningún billete de más de cinco dólares—. No puedo cambiárselo.

—Ese letrero debe de tener diez años de antigüedad, por lo menos. ¿No ha oído hablar nunca de la inflación?

—No se lo puedo cambiar.

—Pues quédese el cambio. Algún día tendrán que mirar ustedes la realidad cara a cara. Su actitud no puede ser menos realista.

El taxi se alejó cansinamente. Alcé la vista, miré a la acera de enfrente, y vi una serie de talleres de techo inclinado, con camiones en la entrada. Sobre la abierta tripa de una de esas máquinas muertas o fosilizadas se encorvaban los torsos oscuros de tres jóvenes. Dos de ellos iban desnudos hasta la cintura, sucios y vellosos, mientras que el tercero era como una colcha de retazos de cuero y tejano desteñido. La entrada al local de Fielding, según pude ver por fin, se encontraba justo al lado de donde ellos estaban, una puerta numerada en medio de grandes muros ennegrecidos… Me abroché con un ademán elegante el botón de la americana de mi traje nuevo (blanco hueso con los pespuntes negros: yo no estoy en absoluto seguro, de modo que me hubiera encantado que ustedes estuviesen ahí para tranquilizarme, para decirme que mi aspecto era el más adecuado), me metí las manos en los bolsillos del pantalón, y crucé tranquilamente la calle.

Bien. Los gays no me han molestado nunca, jamás en la vida. Hasta un grado casi humillante, no parezco ser su tipo. No les voy, sencillamente. No tengo problemas con ellos. Pero cuando atravesé la calle, con sus cráteres y grietas, y noté las conocidas vibraciones de la ironía y la agresión, noté también otra cosa: noté mi peso, mi volumen, mi carne, estaba siendo tasada, valorada, registrada, y no con lujuria, no, sino con un tipo de especulación carnal que hasta entonces no había sentido. Joder, ¿es así como os sentís las tías? Miré recto al frente, hacia el portal, con la presencia de los hombres inquietos fuera de mi campo de visión, pero ahí, justo ahí.

Pasé al lado de ellos.

—Elemental —me pareció oírle decir a uno de ellos.

Me detuve. Volví la cabeza. Nada nos impide seguir nuestro camino, pero yo soy incapaz de hacerlo. Me giré y les pregunté, con verdadero interés:

—¿Qué es lo que me han llamado?

—Semental —dijo uno de los tipos. Tenía una especie de gancho enorme sujeto entre las piernas—. Semental.

Se me ocurrió un montón de respuestas, pero me limité a gruñir, y le borré de mi vida con un ademán despectivo de la mano, para después reanudar mi camino. Tampoco en eso acerté. Tampoco eso era lo adecuado en la selva… Crucé la puerta. Medio cegado por la oscuridad, llegué a una empinada escalera y avancé hasta el primer peldaño. Pero, en ese mismo momento, sonaron unos pasos a mi espalda, y rechinaron unos goznes, y oí también el cascabeleo asesino de unas cadenas. Se lo juro, subí esa escalera más aprisa que un masoca recién apaleado, impulsado por un aparatoso terror diurético, temiendo por mis expuestas grupas… La pesada puerta de arriba no cedió hasta mi quinto empujón, pero para entonces ya me había dado media vuelta y alcancé a ver las figuras encogidas que se retiraban hacia la luz de la calle, y sólo pude oír unas risas.

Avancé unos pasos, cerré, y me quedé jadeando y parpadeando en un teatro acristalado de espaciosa luz, con un aire tan libre de polvo, tan oceánico, que sólo veías la suciedad de tus propios ojos humanos. Entre las columnas de pino que había en el fondo se encontraba Fielding Goodney, ridículamente amable y firme —y refrigerado— con sus tejanos y su camisa nueva de color blanco, disfrazado de joven, de adinerado. Les estaba dando instrucciones a tres obreros o lo que frieran, vestidos con monos azules. Me saludó alzando la palma en el aire.

Mientras aguardaba a que mi respiración regresara a su pesado ritmo habitual, me giré y observé el lugar. Encendí un pitillo, cuya primera puñalada me dobló por la cintura con un inacallable ladrido de protesta por parte de mis pulmones. Una llorosa comezón me irritó los párpados mientras pasaban velozmente ante mis ojos numerosas y dolorosas resacas. Fíu, esto de la bebida, este estilo de vida del bebedor, resulta durísimo para quienes lo eligen. Seguí avanzando sin rumbo fijo, tratando de disfrutar de la luz, pasando junto a colgaduras y cortinas de aspecto clínico, un banco de carpintero, una máquina del millón. De la pared del fondo colgaban media docena de cielos lechosos. Quienquiera que los hubiese pintado veía la vida limpia como un dentífrico, o fingía verla así. Me volví, y el sol me dio en pleno rostro. Allá arriba, a través de los altos ventanales, se escondía Manhattan, pues se alcanzaban a ver las torres gemelas del World Trade Center, a modo de sendos mecheros de oro recortados contra el intenso y pesado azul del aire exterior. Sacudí la cabeza. La paja en mi ojo, la mota de nervio muerto en la que no vive luz alguna, me señaló con su dedo negro.

—Eh, John. Menudo traje. ¿Adónde pensabas ir? ¿Alabama?

—¿Qué?

—¿Te pasa algo, tío?

—No, sólo que he tenido un pequeño percance con unos cabrones. Viniendo para acá.

Fielding rió, y luego arrugó el entrecejo, concentrado:

—¿Y?

—Me han llamado semental, esos maricones ¿Qué se supone que quiere decir eso?

—¿No te parece precioso?

—Anda ya. Este no es un lugar adecuado para las pruebas. Pobres actrices, cuando tengan que pasar junto a esos bestias de ahí abajo.

—No te preocupes, John. Ellas entrarán por la fachada —dijo Fielding, apoyándome el brazo sobre el hombro—. Y por ese lado no hay más que una tienda de pan macrobiótico, y un magnífico ascensor. A ti te he hecho venir por la puerta trasera.

—¿Para qué?

—Con fines educativos. Ahora, tranquilízate y toma una copa. Y prepárate para las nenas.

No otra cosa podía esperarse de Fielding. Subimos al estrecho escenario, en donde Fielding había hecho instalar un equipo de vídeo (dos cámaras portátiles), un estéreo, una máquina pequeña de marcianitos, una enorme pecera, dos sofás con sendas mesas bajas de acero, y una gorda y bajita nevera. Me gustan los muebles nuevos. Me gustan los muebles por estrenar. Quedé harto para toda mi vida de cacharros de anticuario cuando crecí, en Pimlico, y en Trenton (Nueva Jersey). Pero sigo prefiriendo los muebles feos, ¿me entienden ustedes? Fielding se arrodilló e hizo sonar una uña contra la pared de cristal de la pecera. Cuando miro una pecera, tengo la sensación de ver muebles de un tipo especial, con perlas y encajes y rayas y gorgoteos, una salita de estar supermoderna, y un boudoir de la era espacial.

—Todos los peces reaccionan a los movimientos del pez alfa —dijo Fielding con su rostro reflejado en el cristal—. El pez alfa es ése, el de la cola negra. —Echó una ojeada al reloj, y se enderezó—. Hoy elegiremos a la chica, a la artista de strip-tease.

—¿La bailarina? —dije—. ¿Y Butch?

—Tú sabes que Butch ya ha sido contratada. Tú sabes que ella tiene el papel de bailarina. Yo también lo sé. Pero esas chicas, ésas no saben nada de nada. ¿Entiendes la cosa, Slick? Vamos a divertirnos un poco.

Y vaya si nos divertimos. Para empezar, con la jarra de cóctel que Fielding había preparado, gracias a la cual yo había dejado de sentir dolores para cuando llegó la primera candidata y comenzó a pegar brincos en el escenario. Era una enorme morenaza con las mejores… No, esperen. A lo mejor comenzamos con esa rubia cachonda que movía su… No. Fue la negra con el… En fin, al cabo de un rato, tras toda aquella exhibición de luminosa y blanquísima vigilia de alcohol y mentiras y pornografía, comenzaron a confundirse las unas con las otras. Siempre seguíamos la misma rutina y les pedíamos que hiciesen el mismo número, y Fielding las hizo entrar y salir por aquella puerta como un vacunador en serie. Es una tradición intemporal de nuestra industria: crear una atmósfera relajada y simpática cuando haces pruebas de chicas para papeles de tipo erótico. Por ejemplo, Terry Linex, de la C. L. amp; S., suele decir siempre lo mismo:

—Bien. Esta es una escena erótica. Yo haré el papel del hombre…

Qué ganas le ponen las tías, qué a gusto trabajaron esas enloquecidas y felices chicas de Manhattan.

Avanzaban por el escenario, nerviosísimas, sí, pero mortalmente excitadas, con los nervios de punta hasta el extremo de su último pelo, cada una con sus detalles especiales en sus formas y curvas, en sus retorcimientos y contoneos. Nosotros permanecíamos sentados y les ofrecíamos una copa y les preguntábamos lo de siempre. Ellas no necesitaban que nadie las estimulase: verán, las pobres creían que era posible, hasta probable, que cierto grado de dinero y de fama las hubiese elegido, que las hubiese excepcionalmente señalado con el dedo. De modo que hablaban de su carrera, de sus sueños, de sus comecocos, de todo. Fielding las dejaba hablar durante unos cinco minutos, para después preguntarles, con un destello estratégico en su mirada:

—¿… Y Shakespeare?

Bueno, hasta yo me pegué mis cuatro o cinco grandes carcajadas oyendo las respuestas a esa pregunta.

—Sí, tengo muchas ganas de hacer Mrs. Macbeth. O Antonino y Cleopatra. O La comedia de las equívocas.

Hubo una chica, lo juro, que por algún extraño motivo estaba convencida de que Pericles contaba la historia de un vendedor de coches. Y otra creía, sin duda, que El mercader de Venecia ocurría en Los Ángeles.

—Muy interesante, Verónica, o Enid, o Serendipity —contestaba Fielding—. Bien. Ahora querríamos que te quitaras la ropa.

—¿Al ritmo de la música?

—Claro, claro —decía él, y se preparaba para poner la cinta en marcha.

—En realidad, no he traído la ropa adecuada.

—Venga, Maureen, o Euphoria, o Accidia. ¿No eres una actriz?

Y, dejando primero sus dientes al desnudo, las chicas iniciaban sus contorsiones. Yo las contemplé tras una pantalla de vergüenza, o miedo, de lujuria y risa. Mi pantalla pornográfica. Y las chicas se entregaron de brazos abiertos a la pornografía. Eran chicas de ciudad, con gran experiencia en las costumbres del siglo XX. Aquello no era baile ni strip ni tease, en realidad no tenía nada que ver con ese arte. Se quitaban simplemente la mayor parte de la ropa, y te daban una lección acerca de su anatomía personal. Una de ellas se limitó a levantarse la falda, se tumbó en el suelo, y se hizo una paja. Fue la mejor. En tres atareadísimos días, sólo hubo dos que se negaron. Fielding opinaba que era Shakespeare lo que las ponía en situación, algo relacionado con la exaltación que en ellas provocaba la mano que les había tendido el arte por un instante.

Algunas veces estuve preguntándome si Fielding tenía intención, con todo aquello, de promocionar a las chicas, en otro sentido. Pero siempre se limitó a decir cosas como: «Esta va por ti, Slick», o «John, a ésa le gustas».

—¿Crees que le gustas a Doris? —le pregunté en un momento de descanso.

—¿A Doris? Doris es gay, John. Ya lo sabes.

—¿Y dónde está su guión, maldita sea?

—Paciencia, Slick. Calma y serenidad. Oh…, y esta noche tienes que hablar con Spunk Davis. Tienes que pedirle una cosa. Y te lo advierto, se pondrá hecho una furia.

—¿Qué tengo que pedirle?

Me lo explicó.

—De eso nada —le dije—. Oh, no. Pídeselo tú.

—Es a ti a quien respeta, Slick. Se la pones tiesa de verdad.

—Vaya —dije. Pero para entonces una nueva máquina erótica se nos acercaba desde el otro extremo del escenario, y me sentí enseguida demasiado caliente como para ponerme a discutir.

De modo que, ya lo ven, durante los últimos días no tuve tiempo para leer. Estuve demasiado ocupado viendo de todo.

***

Mr. Jones, el dueño de Manar Farm, había cerrado los gallineros para la noche, leí, pero estaba tan borracho que no se acordó de cerrar los pop-holes… Todavía no sé qué son los pop-holes. He preguntado por ahí. Fielding no lo sabe. Félix tampoco. El diccionario tampoco. ¿Lo saben ustedes?

—Eh —dijo una voz a mi espalda.

Me volví.

—Vete a tomar por el saco —dije, y le di de nuevo la espalda.

Dejé de leer y miré a mi alrededor. No era un lugar para dejarse sorprender leyendo: un bar gay de hombres, en un profundísimo sótano situado no lejos de las chamuscadas East Twenties. Aquello era tan hondo que casi parecía que estuviésemos en un rascacielos vuelto boca abajo. Es posible que algún día Manhattan sea así: rascaprofundidades, rascanúcleos, cien pisos bajo tierra. Algunos neoyorquinos que no viven en el mundo que está de moda ya han tomado como lugar de residencia las alcantarillas y los pasillos del metro. En serio. Tienen ahí sus casitas, con camas y cómodas. El dinero les ha sumergido hacia las tripas del planeta, el dinero les ha empujado hacia las profundidades… A mi alrededor había ausencia de mujeres, mandíbulas, pelos rapados a lo militar, tipos recubiertos de cuero, como hombres ranas, adanes con toda la barba de tres días, con todo el músculo y todo el sudor. Ahí, en medio de las sombras y el polvo de la serrería, no necesitaba uno más que su masculinidad, su agria testosterona.

—Eh —dijo una voz a mi espalda.

Me volví.

—Vete a tomar por el saco —dije, y le di otra vez la espalda.

No era uno de los peores locales. Imagino que el maricón estándar de Manhattan pasa por aquí para tomarse un último vaso de vino blanco camino de la mazmorra o de una cita asesina previamente pactada en el Water Closet o el Mother Load. Éste era un lugar oscuro de susurros y tanteos, de siluetas negras. Las formas de los clientes no proyectaban temblores ni amenazas, sino, más bien, cierta circulación sacerdotal de ondas de radar emitidas por los apetitos que les habían traído hasta allí.

—Eh —dijo una voz a mi espalda.

—Vete a tomar por el saco —dije, y me volví—. Ah, hola. Lo siento. ¿Qué tal?

—Bien. ¿Te gusta este sitio? Mírate, parece que estés aterrorizado. Vale. ¿De qué querías hablarme?

Inspiré profundamente, y oí la débil marea de protesta emitida por mis gimoteantes pulmones. Él se sentó en el taburete que había a mi lado. Camiseta, bíceps con las venas visibles, los tendones visibles. Pidió un vaso de agua. Agua de grifo, nada de agua de alta costura. No tenía intención de tragar tanta burbuja: Spunk no era de ésos.

En este momento yo tenía el deber y la necesidad de recordar que no estaba tratando con un jovencito corriente. Spunk no bebía. No fumaba. No esnifaba. No comía. No jugaba. No juraba. No follaba. Ni siquiera se hacía pajas. Sólo hacía verticales. Flexiones. Meditación trascendental y control mental. Era un cristiano renacido, un auténtico creyente que se dedicaba a hacer obras de caridad: un joven preocupado por los pobres y los marginados… Sí, tendría que emplear todo mi talento para la manipulación humana. Miré su cara, cerrada como un puño, y le dije:

—Spunk. Es el asunto de tu nombre.

—Ya. ¿Qué pasa con él?

—Probablemente me odies cuando oigas lo que tengo que decirte.

—Ya te odio antes de oírlo.

—La cuestión es, Spunk —dije—, que en Inglaterra…

—Ya sé lo que vas a decirme. Ya sé lo que vas a decirme.

Esperé.

—Quieres que le añada una e a Davis. Pues, olvídalo, Self. Ya puedes comenzar a pensar en cualquier otra cosa. No pienso hacerlo. Imposible.

—No —dije—, la parte de Davis está bien. Mira, Spunk, puedes conservar tu Davis tal cual. Davis va bien. El problema lo tenemos con la otra parte.

—¿La otra parte?

—Ahí está el problema, sí.

—¿Te refieres a Spunk?

—A esa parte me refiero, en efecto.

Puso cara de sorpresa, como si le hubiese pillado a contrapié. Pedí otro whisky y encendí otro pitillo.

—La cuestión es —dije— que esa palabra, en Inglaterra, significa otra cosa.

—Ya, claro. Significa fuerza, valor, coraje.

—Cierto, pero también otra cosa.

—Ya. Huevos. Cojones.

—Cierto, pero también otra cosa.

—¿Cuál?

Se lo dije. Se quedó destrozado.

—Lo siento, Spunk, pero las cosas son así.

Su joven rostro se hundió y tembló, y el dolor le arrugó las esquinas de los ojos. ¿Por qué no hubo nadie que se lo explicara antes? Probablemente, pensé, nadie se atrevió. Me encogí de hombros y vacié mi copa.

—Me explico, ¿no? Si trabajáramos con un actor inglés que se llamase Jizz[11] Jenkins o algo así, habría que…

—Al diablo Inglaterra. ¿Qué me importa a mí Inglaterra?

—Tendrás que admitir que es un problema… Podrías cambiarlo un poquito. ¿Qué te parece Spank?

—¿Spank? ¿Se puede saber lo que pretendes? ¿Se puede saber qué clase de nombre es Spank?

—Hay varios nombres norteamericanos que suenan así. Skip. Flip. Rip. Trip. Hank. Hunk. Hunk Davis —dije, en plan de experimento—. O Bunk, o Dunk, o Funk, o… Junk, o Lunk, o…

—Como pronuncies una sola palabra más, me arranco las orejas de cuajo.

—O Punk —dije—. O Unk —insinué. Pensándolo bien, eso de unk es una terminación bastante popular.

De repente Spunk se dejó caer del taburete. Agarrándome de la corbata, como si intentase conservar de este modo el equilibrio, acercó su cara de actor a la mía, justo entre los ojos. Esto duró mucho tiempo. Me parece que trataba de proyectar sobre mí sus ejercicios de control mental, pero no estoy seguro. Luego, con los abultados nudillos de su mano derecha, mandó su vaso lleno de agua hasta el final de la barra, en plan oeste. El vaso se tambaleó tras deslizarse por la resbaladiza superficie de acero, pero no llegó a caer al suelo.

—Spunk… —dije.

Pero Spunk se largó.

Pedí finamente otra copa, y giré en mi taburete. Si Spunk pretendía ponerme nervioso al citarme en este local, se había equivocado de largo. Con toda la pandilla de maricas diesel, toros homosexuales, artistas del strip-tease, travestís y amantes del dinero que suelen rodearme en mi trabajo, la anormalidad ya no me inquieta. El mundo vacila. ¿Quién es normal? ¿Lo es alguno de ustedes? ¿Lo es Martina Twain?… Miré hacia uno y otro lado: las caras, los hombros, las manos. En cuanto a mí, carezco por completo de historial maricón. Carezco de pasado maricón. Pero, hoy en día, ¿quién sabe? Quizá tengo un gran futuro maricón. Es posible que, como maricón, me aguarde un futuro triunfal.

Eh, vosotros, tíos, vosotros, gays que disteis el paso. Me refiero a los de ahí afuera, no a los de este local. De modo que habéis decidido montároslo así. Buscar al macho. ¿Qué se siente en un mundo sin ellas? Imagino que es lo mismo que cuando no hace ningún tiempo, ni bueno ni malo. Sin vientos ni lluvias lunares, sin biología. Zona templada. Una vez igualada de este modo la humanidad, quizá el mundo resulta más tranquilizador. ¿O resulta extraño? Sí, y querría saber una cosa que siempre me ha intrigado: ¿hay ocasiones de ésas en las que no se le levanta a ninguno de los dos? ¿Padecéis noches de ésas de las del a-mí-tampoco? En fin, chicos, reconozco una cosa: este siglo ha sido el vuestro. He oído decir no hace mucho que Australia acaba de salir diciendo yuuupi del lavabo. ¡Australia! Todos esos chicos con cara de calabacín, todos esos fortachones playeros, todos son ahora mariposos. ¿Se puede saber qué está ocurriendo, maldita sea? Hay quienes le echan la culpa a las mujeres. Yo se la echo a los hombres. A la primera señal de preocupación, tras cincuenta millones de años de hacer lo que nos daba la gana, levantamos las manos y nos hacemos gays. Increíble. ¿Es forma esta de comportarse? ¿Hasta qué punto nos vamos a amariconar? Venga, tíos, no me dejéis solo. ¿Qué se hizo del viejo espíritu cavernícola? No os rindáis. No desertéis. ¿Cuál es el problema? Al fin y al cabo, no son más que mujeres.

Pedí otra copa. Mirando hacia un lado me fijé en algo extraño, anómalo: una tía, una rolliza muchacha con tobilleras, avanzando trémula junto a la barra, dirigiéndose hacia mí. No podía tener más de dieciséis años aquella pobre niña perdida con su breve faldita rosa y su bolero de ropa tejana. Se volvieron las cabezas gays. Ella se encaramó en el taburete que estaba junto al mío, y le pidió al ceñudo barman un zumo de naranja. Pronto comprendí lo que tenía que hacer. Ahora lo veía con la mayor claridad. Acompañarla de regreso a su vieja casa de piedra arenisca, darle unas cuantas explicaciones amables a su mamá, estrechar silenciosamente la mano de su agradecido papá, jugar una partida de damas con su hermanito, y, en el momento de retirarme, propinarle a la niña unos buenos azotes en los cuartos traseros.

—Hola —dije.

Ella se volvió.

—Vete a tomar por el saco —dijo ella, y me dio la espalda.

De hecho, acepté su consejo. Me tomé unas cuantas pizzas tamaño neumático en un snack-bar mongoles, y regresé en taxi al hotel. Luego cené en el Barbarigo, mi restaurante preferido del barrio. Mañana será un gran día. Tengo que ver a Martina, y me queda mucho por leer.

***

El regalo de Martina se titulaba Animal Farm y era de George Orwell. ¿Lo han leído? ¿Es un libro que me va? Coloqué la lámpara, y puse los cigarrillos en la mesita, en fila. Luego tomé tanto café que cuando abrí el libro sobre mi regazo me sentía como un asesino en el momento de recibir la primera descarga en la silla eléctrica. George Orwell se cambió el nombre, porque en realidad se llamaba Eric Blair. No le culpo por haberlo hecho. Su libro empieza con unos animales que celebran una reunión en la que exponen sus quejas acerca de la vida que llevan. La vida que llevan parece dura —sólo trabajo, nada de descanso, nada de dinero—, pero ¿qué esperaban? No alimento ambiciones realistas respecto a Martina Twain. Sólo alimento ambiciones antirrealistas. No sé si se han dado cuenta de lo asombrosas que son hoy en día las posibilidades de los monstruos de fealdad que ganan un poco de pasta. Si eres heterosexual, y tienes algo de dinero en el bolsillo, puedes tirarte a lo mejor de lo mejor. Los tíos buenos se pasan todos al campo gay, o bien eligen a mujeres de las que se dedican al porno. En esa reunión de animales, se ponen a cantar una canción. Bestias de Inglaterra… Fui a tenderme en la cama. Tenía la cabeza repleta de interferencias. Necesito unas gafas. Necesito una paja. Pero tengo que seguir leyendo. Lo fantástico de leer es que tienes que estar en condiciones de hacerlo. En buenas condiciones mentales, y también físicas. Este cuerpo que me ha correspondido es una distracción constante. Aquí estoy, tratando de leer, atareadísimo con mi lectura, pero obligado persistentemente a dejar el libro a un lado a fin de mear, cortarme las uñas, afeitarme, vomitar, cepillarme el felpudo, hacerme una paja, tomarme una aspirina, encender un pitillo, pedir más café, rascarme la oreja y mirar por la ventana. Me puse de nuevo a leer. Los animales cantan una canción. Bestias de Inglaterra. Era opresivo, super opresivo, el calor que hacía en mi habitación. Fui a inspeccionarme la espalda en el espejo. Completamente curada por fin, excepto la herida que se enfureció, que se infectó. La herida está mucho más rabiosa que yo. Yo estoy dispuesto a reírme de todo, pero la herida que me queda en la espalda no para, quiere pelea. Me puse otra vez a leer, estuve, de hecho, leyendo tanto rato seguido que acabé obsesionándome por la cantidad de tiempo que había dedicado a leer. Llamé a Selina. Allí eran las seis de la mañana, pero no hubo respuesta. Dirá que desconectó el teléfono. La muy puta. Me puse otra vez a leer. A las doce y cuarenta y cinco tengo que estar al otro lado de la ciudad, para almorzar con Caduta Massi en el Cicero. Pero todavía no son más que las once y quince. Empecé otra vez a leer: no he parado de leer; como mínimo, parece que he pasado unas cuantas páginas. Tengo que reconocer que admiro el modo en el que Orwell empieza el libro con cierto retraso, en la página siete. Esto ha de actuar en tu favor. Leer, sin embargo, es un trabajo lento, ¿no les parece a ustedes? Hace falta mucho tiempo para pasar de la página veintiuno a la, digamos, página treinta. Primero llegas a la veintitrés, luego a la veinticinco, luego a la veintisiete, luego a la veintinueve, por no hablar de los números pares. Luego a la treinta. Después te queda la página treinta y uno, la treinta y tres: y la cosa no se acaba nunca. Por suerte, Animal Farm no es una novela muy larga. Pero las novelas son largas, ¿no? Todas. Son, bueno, larguísimas. Al cabo de un rato se me ocurrió llamar a Félix y decirle que me trajera unas cuantas cervezas. Resistí la tentación, pero eso también me costó mucho tiempo. Luego llamé a Félix y le pedí que me subiera unas cuantas cervezas. Seguí leyendo.

Regresé del almuerzo a las cinco menos cuarto, en excelente forma, no sin haber entrado a husmear un par de bares en mi camino de vuelta desde el otro extremo de la ciudad. Tres horas y ciento veinte páginas por delante. Noventa segundos por página, lo suficiente. Caduta Massi tampoco me supuso problemas, ni siquiera en su enorme suite. Estuve sentado, haciendo gestos de asentimiento, con su viejo príncipe Kasimir (un resto remendado de la II Guerra Mundial), mientras Caduta hablaba como una canción de cuna sobre niños, madres, partos, estaciones, y aquellas sus colinas toscanas en las que crece la hierba, sopla el viento, y azulea el cielo. Allí, en las colinas de la patria de Caduta, al parecer, la primavera es una época de renovación, la tierra da vida renovada, los brotes crecen y la savia trepa por los árboles.

—Ahora dejaré que los hombres disfruten de su café y de su oporto a solas, libres del parloteo femenino —dijo Caduta, y desapareció. Kasimir y yo nos quedamos sentados, bebiendo en absoluto silencio, durante cuarenta y cinco minutos, hasta que regresó Caduta cargada con tres gruesos álbumes dedicados por completo a sus ahijados. Los ahijados son los únicos hijos que Caduta ha logrado tener, pero, amigo, qué cantidad de ahijados tiene. Me senté junto a ella en el sofá y estuve fisgando montones de caricias filiales… A estas alturas el libro y yo nos deslizábamos suavemente. Esto de leer sin parar da mucho sueño. Yo tengo la teoría de que el whisky ayuda a seguir avanzando. El whisky es el secreto de una lectura seguida y sin problemas. O eso, o bien Animal Farm es muy fácil de leer… Lo único que me desconcertó fue lo de los cerdos. Esto no me lo trago, tío, repetía interiormente. Quiero decir que, ¿cómo es que los cerdos son tan listos, tan civilizados y educados? ¿Han visto ustedes un cerdo alguna vez? Yo sí, y, la verdad, es una experiencia repugnante. Estuve viendo cerdos la vez que fui a una granja para filmar un spot de una nueva marca de croquetas con sabor a cerdo. Tendrían ustedes que ver a esos monstruos de mandíbulas peludas, a esos feos bichos pedorreros, gruñendo y comiendo en sus pocilgas. Qué pandilla. Morderle la cola a tu novia cuando ella se distrae no está mal visto entre ellos. Dado lo que vi allí, eso debe de ser de buena educación, una muestra de cortesía. Y cuando pienso en cómo tienen su casa, bueno, me estremezco. No es por casualidad que reciben el nombre de cerdos. En cambio, Orwell los pone aquí como los cerebros de la granja. Seguro que nunca vio a un cerdo en acción. O eso, o hay alguna cosa que no he acabado de pillar.

Los seres de afuera miraban primero a los cerdos y luego a los hombres, leí, Y de nuevo a los hombres y luego a los cerdos; pero a estas alturas ya no era posible distinguir a los unos de los otros. Brillante. Llamé a Martina y acordé reunirme con ella en el Tanglewood de la Quinta Avenida. Ella puso alguna leve objeción, no recuerdo cuál. Me duché, me mudé y llegué a buena hora. Pedí una botella de champagne. Me la bebí. Ella no compareció. Pedí otra botella de champagne. Me la bebí. Ella no compareció. Así que pensé, qué diablos, y decidí que, ya puestos, mejor sería agarrarla de verdad… Y en cuanto logré esto último, siento tener que informarles que me olvidé de toda precaución.

***

Me hice mayor, en el sentido de más grande, aquí, en los EE. UU. de A. Entre los siete y los quince años viví en Trenton, estado de Nueva Jersey. Hice todas las cosas que suelen hacer los niños norteamericanos. Dije las cosas como las dicen los niños norteamericanos. Me crecieron dientes fuertes, orejas grandes, llevé el pelo al cepillo, y tuve una bici pequeña con timbre eléctrico. Afiné mi voz en un tono a mitad de camino entre el inglés de América y el de Inglaterra. Alec Llewellyn dice que a veces hablo como un disc-jockey inglés. No recuerdo que las cosas de aquí me pareciesen enormes, pero sí recuerdo que cuando volví a Inglaterra todo me pareció pequeño. Los coches, las neveras, las casas: todo escuchimizado, ridículo. Aquí aprendí muchos interesantes trucos sobre la riqueza y la gratificación en general. Hice la labor preparatoria para mis posteriores adicciones a la comida rápida, las bebidas dulces, el tabaco fuerte, la publicidad, la televisión veinticuatro horas al día, y, quizá también, a la pornografía y las peleas. Pero no le echo las culpas de todo eso a Norteamérica. No culpo a Norteamérica. Culpo a mi padre, que me envió aquí en barco en cuanto murió mi madre. Culpo a mi madre.

A ella casi no la recuerdo. Recuerdo sus dedos: en las mañanas frías, me llegaba junto a su cama y ella tendía su mano cálida desde debajo de las mantas, y me abrochaba los botones de los puños de mi camisa. Su cara era… No lo recuerdo. Su cara permanecía debajo de las sábanas. Vera estaba siempre malita. Sólo recuerdo sus dedos, sus huellas dactilares, sus uñas rotas y la marca del botón en los contornos de la yema. Supongo que no sabía abrocharme los botones de los puños. Y parece que necesitaba un toque humano. Romperé a llorar dentro de poco, pero me resistiré. De hecho, no he llorado nunca, ni nunca lloraré. Creo que necesitaba algo por lo cual recordarla, y, ¿qué tengo? Sólo sus dedos y la diferencia en la casa, el juicio, la vergüenza, cuando ella desapareció.

Me gustaban mis tíos de Trenton, Lily y Norman, los americanos. Vera y Lily, las dos hermanas: en la foto perdida sus caras parecen muy americanas con sus anchas sonrisas provistas de unos dientes delanteros que se les meten hacia adentro, con sus dulces dientes. Las hermanas parecen felizmente conscientes de ser hermanas. Se nota un disfrute de los genes compartidos. Brindo por vosotras, chicas, pensaba yo cada vez que miraba la foto (¿dónde la perdí?). Pasadlo bien. Las caras están, además, atemorizadas. Tenían veinte y veintiún años. Sé lo que se siente a esas edades. Cuando eres así de joven pasa lo siguiente: que sigues poniendo cara de aplomo, pero no entiendes nada. Las hermanas se fueron a Inglaterra en 1943. No sé si los maridos ingleses eran entonces lo que han sido luego, pero las dos se encontraron casadas con maridos ingleses. Lily regresó de nuevo a casa con Norman. Vera se quedó allí, con Barry Self.

Mis primos, Nick y Julie, me gustaban, eran más pequeños que yo. Nick y Julie también se gustaban mutuamente: eran más pequeños, y se convirtieron en norteamericanos hasta un grado que yo nunca alcancé. Excepto cuando les amenazaban, y yo peleaba o me hacía el matón para protegerles, por lo general preferían que me mantuviera lejos de ellos. Eran más pequeños, la culpa no es suya. Pero todavía me siento excluido, como entonces. ¿Dónde estaría yo en una Granja de Animales? Sería una de las ratas, pensé al principio. Pero…, venga, no te pongas tan duro, tómatelo con calma. Ahora, tras maduras reflexiones, creo que tengo lo que hace falta para ser un perro. Soy un perro. Soy un perro junto al mar, atado a una valla mientras mi amo y mi ama retozan en la arena. Salto, brinco, gimo y ladro, consumiéndome. Los perros aceptan un cachete, hasta una patada de vez en cuando. Si eres perro, soportas bastante bien algún cachete. ¿Y una patada? ¿Qué es una patada? Los perros de la calle se preocupan por todo, se interesan por todo, corren en pos de los grandes descubrimientos. Pero qué dolor, estar atado a una valla cuando, tan cerca, hay actividad —y juego, imaginación, fascinación—, justo un poco más allá del extremo de la correa que te sujeta.

Siempre he entendido que Norteamérica es el país de las oportunidades. Vigorosamente mestiza, Norteamérica es un país con éxito en su ozono, un nuevo mundo para aprovechados y listos, un lugar en donde la fortuna sonríe con una mueca y te hace la señal de victoria… Sí. O no. Tío Norman comenzó a trabajar en la industria de los áridos, con poco capital de entrada, por supuesto. Norman trabajó con ahínco. Los días eran largos y dulces. Pasaron los años. Y no ocurrió nada: seguía siendo un pequeño comerciante de áridos. Luego lo vendió todo y metió toda su energía en el campo de los electrodomésticos. Volvió a fracasar. A los electrodomésticos parecía importarles muy poco que él volcase todas sus energías en ese campo. Probó suerte como mayorista de maderas. Fracasó, no tuvo ninguna suerte. Llegado a ese punto Norman comenzó a describir una curva: hipotecó la casita y metió hasta su último céntimo en la industria de la ventilación. La industria de la ventilación se tragó su dinero sin el menor problema, y no le devolvió nada. Luego hizo lo tremendo. Volvió a Inglaterra.

A mí me devolvieron a mi padre, al Shakespeare, con quince años y enorme ya. Salí a trabajar, cosa que era justamente lo que yo quería. Mi pequeña familia se esparció por todas partes. Lily ha vuelto a casarse: ayuda a su marido, que tiene una tienda de comestibles en Fort Lauderdale. Nick se dedica a Dios sabe qué en el Golfo, me parece que en Qatar, o en los Emiratos. Norman está en un manicomio. Creo que hubiese ido a parar allí de todos modos, aunque hubiera triunfado. Era un hombre amable y perplejo, siempre predispuesto a las mayores confusiones. Estaba escrito. A Norman le debo dinero. Una vez le mandé cierta cantidad. Me la devolvieron. En los manicomios —sólo en ellos— el dinero no sirve de nada.

Me sentía mayor y fuerte, a los quince, y dispuesto a utilizar todo el talento que tenía. A primera hora de la mañana cargaba cajas de cerveza con Fat Vince. Durante el resto del día hacía recados en Wallace amp; Eliot. Por las noches ayudaba a Fat Paul a echar a los borrachos del Shakespeare. Y… No sé muy bien por qué les cuento todo esto. Está tan lejos… Las paradas de un viaje carecen de importancia cuando el viaje carece de destino, cuando sólo tiene un final. En la calle, taconean las mujeres. Taconean por el tiempo… Aquello ocurrió, pero ahora ocurre esto. Al igual que la desaparecida Vera, el pasado ha muerto y desaparecido. El futuro podría ir hacia allí, hacia allá. Los futuros del futuro nunca habían tenido un aspecto tan pétreo. No inviertan dinero en el futuro. Acepten mi consejo y confórmense con el presente. El presente es real, la única realidad. El presente, el jadeante presente, es todo cuanto hay.

***

—¿Qué ocurrió? —pregunté por teléfono. Estaba dispuesto a ponerme muy serio.

—… No fui.

—Sí. Eso me parece recordar. —Esperé un momento—. ¿Por qué?

—Por nada. Intenté explicarte por teléfono que no iría, pero no me escuchabas.

Esperé.

—Te esperé —dije.

—Estabas borracho —suspiró Martina—. No sé si te das cuenta, pero es pedir mucho eso de hacerme pasar toda una tarde con alguien que está borracho.

… Siempre había sabido que eso era verdad, naturalmente. Todos los borrachos sabemos que eso es verdad. Pero, en general, la gente tiene la suficiente consideración como para no mencionarlo. La verdad carece de tacto. Ese es el problema de los que no son alcohólicos: nunca sabes qué van a decir a continuación. Sí, los sobrios son gente extraña, impredecible, insoslayable, selectiva. Pero nosotros hacemos cuanto podemos por soportarlos.

—Veámonos esta noche. No estaré borracho, te lo prometo. Mira, siento de verdad lo de ayer noche.

—¿Ayer noche?

—Sí. Las cosas escaparon un poco a mi control.

—¿Ayer noche?

—Sí. No sé qué me ocurrió.

—No file ayer noche. Fue anteayer por la noche. Llámame a las ocho. Entonces podré darte una respuesta. Si estás borracho, colgaré, y ya está.

Y colgó.

Sentí un montón de bascosas preguntas que se interponían en mi camino cuando me bajé de la cama y me desnudé lentamente delante de la ventana, contemplando las tremendas traiciones químicas y las horribles superposiciones que se producían en el derramado cielo. Llegué incluso a decirme a mí mismo. Joder, otra vez se me cae encima uno de esos eclipses internos. Pero Félix apareció con mi desayuno, y me dio los buenos días, y todo pareció estar bien. Aparte, claro, de la comida. Mi tortilla, cuando estaba en el plato, parecía notablemente dócil, pero muy pronto adquirió más vida de la cuenta.

Llamé a Félix y le exigí que se presentara en la habitación 101.

—Mira, chico —dije, muy severo—. Me gustaría saber por qué me dejaste dormir tanto ayer. ¿No se supone que tienes que cuidar de mí? El tiempo es dinero. Maldita sea, Félix, soy un hombre muy atareado.

¿Cómo? —dijo Félix, ladeando la cabeza—. Pero si ayer ni siquiera estuvo aquí… Pensé que se había ido a pasar el fin de semana fuera, o algo así. Llegó por la noche, muy tarde.

—¿Bebido?

—¿Bebido? —Y comenzó a esbozar una sonrisa—. Los de abajo no están de acuerdo conmigo, pero en mi opinión fue la mejor borrachera de todas, hasta la fecha. Llevaba un gorro de fiesta en la cabeza, y toda la cara pintarrajeada de barra de labios. ¿Bebido? No hay palabras para describir cómo venía. Parecía que se hubiera estado pegando con la botella. Estaba usted…, bueno, estaba simplemente muerto.

No cabía la menor duda: la cogorza había sido de las malas. Era incapaz de recordar nada de la noche anterior, de todo el día anterior, de antes de ayer. Y, lo que es peor, tampoco lograba recordar nada de Animal Farm.

***

No sé lo que hice ayer, pero lo que sí sé es que lo que hice me ha hecho salir un divieso en el culo, y de los grandes. No es la primera vez que me sale un divieso en el culo, pero éste es de los de campeonato. Su puta madre, es un divieso enorme. Yo estaba convencido de que estos desagradables personajes habían desaparecido de mi vida, como los granos de la cara y los gallos. Parece que no, parece que no. Debe de ser la bebida, debe de ser la mierda que como, la pornografía… Tengo la misma sensación que si estuviera sentado encima de una bola de plutonio radioactivo. Es asombroso, y hasta adulador, que mi cuerpo sea todavía capaz de alojar esta volatilidad torturadora, estos repugnantes venenos superficiales. Y duele de cojones, encima. Si me vuelvo de espaldas hacia el espejo y me asomo a mirar por entre mis piernas separadas, como si estuviera haciendo un estúpido número pornográfico, alcanzo a ver una buena perspectiva de esa erupción purpúrea que me ha salido en la nalga izquierda. Y va muy en serio. No se entretiene con tonterías. Hierve, saben. Hay veces, hermanos, que los baños, tanto si son caseros como si se trata de baños alquilados, como éste, con enormes lunas reflectantes, acero salpicado de manchas y la cortina de la ducha más arrugada que un impermeable viejo, te hacen retroceder veinte años, hasta el punto que empiezas a preguntarte si en realidad has viajado un solo día… Tendido boca abajo todavía lo soporto. Pero si camino, me duele; si permanezco en pie, me duele; si me siento, me duele. Si no me muevo, me duele. Tiene que ser la bebida, tiene que ser la mierda que como, tiene que ser la pornografía.

De modo que la jornada se convirtió en una extraña búsqueda de papel de calco y tinta invisible. Me senté a releer, a re-releer, y a rebuscar en mi cabeza y en mi habitación, por si aparecía alguna clave, alguna pista. Bestias de Inglaterra. Esclavos del trabajo. La toalla pequeña del baño parecía una venda usada: ¿de dónde podía haber salido toda esa pintura de labios? ¿Qué labios la imprimieron en mi rostro? Sólo pudo tratarse de alguna profesional. Nadie me besa voluntariamente en estos últimos tiempos. Tiene que ser la bebida, tiene que ser la… Mientras me remojaba el divieso (fíu: mi culo no ha sido nunca una de las cosas más bellas del mundo, pero ahora dejaría pasmado a cualquiera) me acordé, sin poder evitarlo, de las Happy Isles: seguro que es culpa de She-She. Tengo que hacer una confesión. Lo mejor será que sea sincero. No puedo engañarles a ustedes. La verdad es que no he estado portándome tan bien como les he dicho. Seguro que ustedes ya empezaban a sospechar que todo iba demasiado bien para ser cierto. La verdad es que he vuelto a pasar por la Tercera Avenida. No he ido a Happy Isles, pero sí que he entrado en lugares parecidos: Elysium, Eden, Arcadia; no más de una vez al día, lo juro ante Dios, y sólo para que me hicieran pajas (y los días que no me encuentro bien o que tengo una resaca especialmente grave, no piso ninguno de esos locales). En lugar de eso me meto en algún cine porno de la calle Cuarenta y dos. O en algún local porno. El porno duro excluye los besos. Pensándolo bien, tampoco hay besos en la Tercera Avenida. Te hacen un francés o un inglés, un griego o un turco, pero nada de besos. Seguro que tuve que pagar algún extra para conseguir esta perversión. Seguro que me costó un ojo de la cara. Ah, disculpen ustedes. No me he atrevido a contarles antes todo eso por miedo a no gustarles, por miedo a perder su simpatía. Y necesito su simpatía. No puedo permitirme el lujo de perder incluso eso. Menudo tipo este, temía que dijeran. Encontré una caja de cerillas en el bolsillo de la americana: Zelda’s, Restaurante y Baile. ¿Dónde más he estado? Tendría que preguntárselo quizás a la mujer que me sigue la pista por todo Nueva York. Ella lo sabrá. Había un paquete de tres condones en mi cartera, dos colillas de porro en la vuelta de los pantalones, y un palito de cóctel en mi felpudo. ¿Es de extrañar que, además, tenga un divieso en el culo? Tiene que ser la bebida, tiene que ser la mierda que como, tiene que ser la pornografía.

Saben ustedes (y la tarde se desliza ahora en un azul irreprochable, y el libro también se va deslizando y está a punto de terminar), mientras permanezco tendido en mi habitación me acobardo al pensar que el cuerpo pretende hacerme justicia por su cuenta; aunque quizá no haya justicia, en absoluto. Pensemos en la monja que, con su piel gris y sus cosméticos asexuales, se retuerce sometida a una maldición en su celda de clausura. Hay niños perfectamente capaces de morir jóvenes de vejez. Privados del zinc o del hierro, del manganeso o la bauxita imprescindibles para la vida, impecables estoicos, comienzan a resquebrajarse, a derrumbarse. Son legión los enemigos de mi cuerpo, y mucho más malévolos que mis pecados. Trabajan organizadamente. Tienen toda la financiación necesaria (¿quién les pasa la pasta?). Tienen su infantería, sus espías, sus francotiradores, sus guerrilleros urbanos, sus campos de minas, sus sistemas de armas químicas, sus misiles termonucleares. Y tienen muchas más cosas, porque el monitor de mi cuerpo muestra la aparición de invasores espaciales, enjambres de ovnis, de mutantes, erizadas naves y zumbonas bombas inteligentes. Diablos, no hay quien se salve. Y no olvidemos tampoco al mirón de visión rayos X, ni a los matones de fuertes músculos y fuerte corazón, ni a la estrella de cine de categoría Z, con su felpudo espeso y su barriga plana, ni al hechizador asesino de niños con su sonrisa perfecta.

¿Se puede saber cómo puedo crecer, con un divieso en el culo? ¿Cómo puede haber alguien que me tome en serio? Alguien está haciendo un chiste, a mis expensas.

Tiene que ser la bebida, tiene que ser la mierda que como, tiene que ser la pornografía.

***

—De hecho, lo he disfrutado. ¿Y ahora qué? ¿El oso Yogui? No me acoses así. ¿Y si ahora me dieses un libro de verdad? Me he cansado de animalitos. Soy demasiado viejo para leer fábulas. No sé, me parece que no hay por qué empezar desde tan atrás, ¿no te parece?

Pese a que lo pronuncié como si estuviera improvisando sobre la marcha, este discurso había sido ensayado a fondo. Supuse que Martina pondría cara de circunstancias, que se disculparía y me daría a leer cosas difíciles. Que se quedaría muy impresionada, algo herida y arrepentida quizá, ante la reacción del sediento cerebro que ella había comenzado a despertar. Aguanté su mirada. Sus ojos inquietos y dolidos derramaban consternación, placer. Joder, pensé. Animal Farm no era más que un chiste, de cabo a rabo.

—Te habrás fijado en que es una alegoría —dijo Martina.

—¿Cómo?

—Es una alegoría. Trata de la Revolución Rusa.

—¿Y eso qué es?

Me lo explicó.

Eso sí que me hizo tambalear, desde luego. La Revolución Rusa no era para mí una novedad, claro. Bueno, me parecía haber oído contar que hubo allí un enorme jaleo, un replanteamiento general, a comienzos de siglo. Pero lo de la alegoría me había pillado en cueros. Escuché a Martina. Boxer, ese caballo grande, era el campesinado, si no les importa. Y Little Squealer no era sólo un cerdo, sino Molotov, el propagandista. ¿Sabía yo que Molotov era el director de Pravda, antes de la Revolución? Pues no, no lo sabía. Para ocultar mi pánico (y es pánico, auténtico pánico ante lo desconocido), disparé mis críticas, la opinión que me merecía el asunto de los cerdos.

No sé por qué, pero Martina se rió mucho al oírme. Como casi todo el mundo, tiene dos maneras de reír. Una risa reflexiva y educada, y la risa de verdad. Su risa de verdad es la menos señorial que conozco: es brutal, infantil, pero sinfónica, con varios niveles y tensiones simultáneos. Sí, a Martina le gusta reír.

—Disculpa —dijo—. De hecho, los cerdos son más listos que los perros. En relación con el tamaño de su cuerpo, tienen un cerebro más grande. Y eso es lo que cuenta. Los cerdos son casi tan inteligentes como los monos.

—No me digas —dije—. En fin, no sé qué opinarás tú, pero me parece que viven una vida horrible. Si tan listos dices que son… Quiero decir que yo les he visto. ¿Y tú?

—Me gustan los cerdos —dijo Martina.

Me trajo un vaso de vino blanco y me aparcó en la terraza mientras ella subía a cambiarse. Era mi primera copa del día. No tenía resaca. Estaba con síntomas de abstinencia, pero en medio de toda la corriente estática, de todo el amargor que sentía, noté también hilachas de hilaridad desesperada. En la terraza de Martina había muchas flores, metidas en macetas y otros recipientes, pequeñas y grandes, rastreras y trepadoras, rojas y azules, supervisadas por corpulentas abejas de cuerpos brillantes y coloridos como piedras lavadas por la corriente de un río. Estas criaturas metálicas y super dinámicas de las capas inferiores de la atmósfera se desplazaban a mi alrededor como diabólicos cómplices de algún plan maquiavélico, tan pesadas que parecían colgar de hilos invisibles. Pero di la bienvenida a su compañía. Supuse que no malgastarían en mí sus aguijones suicidas. Más abajo estaban los rectángulos ordenados de algunos jardines con estanques y fuentes pequeñitas, con muebles retorcidos, y una mujer embutida en un mono y armada de unas tijeras de podar. Los pájaros de Nueva York temblaban y croaban entre las dobladas ramas. Los pájaros de Nueva York son como fantasmas. Han sido procesados por Manhattan y por el siglo XX. Una paloma corriente traída de Inglaterra parecería, junto a ellos, una luminosa cacatúa. Un petirrojo inglés parecería, aquí, un ave del paraíso. Los pájaros de Nueva York son viejos gandules vestidos con abrigos apolillados y sucios. Viven de la mendicidad y la beneficencia. Tosen y gruñen y, para calentarse, no tienen otra solución que mover las alas. Son unos desclasados que han caído varios eslabones en la cadena del ser: lo pasan verdaderamente mal. Se acabaron para ellos los cantos, las gordas lombrices, los vuelos a mares veraniegos. El siglo XX ha sido un mal siglo para los pájaros de Nueva York, y ellos lo saben.

—¿Estás bien ahí?

Eché la silla hacia atrás. La cara de Martina, velada por la melena que se estaba cepillando, me inspeccionó desde una ventana del piso superior.

—Esto es el paraíso —dije.

El rostro desapareció silenciosamente. De modo que permanecí sentado en la terraza, en medio de aquel caluroso atardecer, bebiendo vino entre abejas.

Cenamos en su casa. Lo cual me fastidió bastante. Había reservado una mesa de moda en el Last Metro de West Broadway, y tenía ganas de soltar un poco de pasta.

—Diles que no iremos —dijo Martina, y llamé para decirles que no iríamos.

Ella cocinó. Tortilla, ensalada, fruta, queso. Vino blanco. El dúplex tenía aspecto de escenario apropiado para llevar una vida sana y sensata. Había libros, cuadros, despachos modernos, una máquina de escribir, un tablero de ajedrez, una raqueta de tenis apoyada en la puerta de un armario. El fresco vestuario de Ossie debía de estar perfectamente ordenado en cajones y perchas en el piso superior… Martina se puso un jersey de cuello abierto en V y una falda azul de tela tejana. Tiene un utilísimo trasero de buenas proporciones, y también recibió las bendiciones divinas en la parte delantera superior, aunque no tan rotundas como yo me había imaginado. No, su cuerpo es su cuerpo, y no se parece a ningún modelo.

—Cenemos aquí —había dicho Martina—. Se está mejor.

¿Me permiten que les sea franco? ¿Seguro que quieren oír lo que viene a continuación? Pues bien, diré lo que pienso: siempre he opinado, secretamente, que lo que Martina quería era un buen revolcón. Exacto, conmigo, en la cama. Estoy de acuerdo: de entrada parece improbable. Pero la gente suele ser bastante improbable en estos tiempos que corren. Son cosas que han ocurrido. Hace veinte años, Martina se hubiese conformado con cuidar de su casa, sus intereses, su precioso marido. No me hubiese dado cancha, en absoluto. Pero ¿y ahora? Hoy en día no sabe uno a qué atenerse. Ni lo sabe uno, ni lo saben los demás. ¿Por qué ha permanecido presente Martina en mi caos? Quiero decir que no sé muy bien por qué estoy aquí esta noche. ¿Por mi conversación?

No crean, siempre me ha parecido que yo le gustaba. En los años sesenta les veía, a los dos, Ossie y Martina, la pareja óptima. Él la ayudaba a bajar del Landrover con el que se desplazaban por el mundo, y, altísimos los dos, entraban cogidos de la mano en el teatro, o en la terminal reconvertida de tranvías, o en su restaurante preferido, o en donde fuera. Parte de su encanto radicaba en la firmeza de cierto dato insoslayable: que eran una pareja, rica pero limpia, mientras los demás andaban perdidos por los callejones o aturdidos de drogas diversas: LSD, hierba…, sí, y penicilina. Ossie era entonces actor. Interpretaba obras de Shakespeare. Me gustaría saber qué piensa ella, ahora que Ossie es un fabricante de dinero, como todos los demás. Conocí a Martina en la escuela de cine; mientras yo ligaba con la primera estilista o maquilladora que me encontraba, ellos dos, Ossie y Martina, aquellos jóvenes con tanto talento, paseaban juntos. Mi reputación se vio muy beneficiada por el trato de favor que me dispensaban. Siempre pareció que Martina se alegraba de verme. Quizá, ya entonces, tenía ganas de darse un revolcón.

De modo que, hacia el final de la cena, Martina se puso en pie y se acercó a mi lado para servirme el resto del vino, y yo le metí la mano por debajo de la falda y le dije:

—Anda, nena, sabes que te va a gustar…

Relájense. En realidad, no llegué a hacerlo. En realidad, me pasé la velada conteniéndome. Porque a esas alturas deduje lo que pasaba. Sabía muy bien lo que ella pretendía, qué era lo que Martina andaba buscando. Amistad. Amistad: sin sexo ni duplicidades ni complicaciones, sin dinero, sólo un contacto humano, sin fricción alguna. Pues bien, a mí no me sirve de nada todo eso, pensé al principio. Con tanta sobriedad y circunspección, me sentía ligero, ido, incapaz de creer que estaba cenando en casa de aquella psicópata que no veía en mí más que a mí mismo. Joder, ¿con qué clase de perversa me las tengo que ver ahora? Pero logré tranquilizarme, y la conversación fue hasta fluida. Hay que tener aguante, pensé para mí, encogiéndome de hombros, y me resigné a lo que fuera. Además, me dolía el divieso del culo.

Pero sí probé un truco con ella, cuando, a las once y media, comenzaba a despedirme. Las mejores mujeres, a veces, son las más olvidadas, y nunca sabes si tienes tu día de suerte.

—Ah, sí —dije, simplemente—. Dame otro libro.

—De acuerdo. Espera un momento.

Era 1984, también de George Orwell.

Alcé un dedo:

—¿No será de animales?

—No. Sólo salen unas cuantas ratas.

—¿Es una alegoría?

—De hecho no, no lo es.

—Oye —dije (y aquí estaba mi truco)—, la otra noche tuve un sueño fantástico, salías tú.

Normalmente, con esta clase de indirectas el resultado puede ser de dos tipos, según mi experiencia: o bien un tímido retraimiento, o puro y simple pánico, según la señora. Pero Martina se limitó a mirarme tranquilamente, con cierta curiosidad, y me preguntó:

—¿Ah, sí? ¿Y qué pasaba?

—Uh… Bueno, te rescataba de los Pieles Rojas. Pero en realidad no tenían la piel roja, sino blanca, y eran rubios. Te rescataba con mi coche. Es un Fiasco. Y el coche no arrancaba.

—¿Y dónde ves tú lo fantástico del sueño?

—Oh, luego aparecía otro coche y por fin te rescataba. Te llevaba a un sitio seguro en ese otro coche.

Esto era, en realidad, el primer dato no estrictamente cierto. Porque sí tuve un sueño. Lo que pasaba en mi sueño era que los Pieles Rojas desaparecían, o se largaban a otro sitio, y el Fiasco se transformaba en un piso de playboy, Martina se quitaba su camisa de algodón y su pellejo de bisonte…, y yo le hacía el amor en la cama ovalada.

—Sí, fue horrible eso de que mi coche no arrancara —dije.

—Seguro que estabas bebido —dijo Martina, abriendo la puerta para que me fuera.

La película porno era de época, y con una trama más elaborada que de costumbre; trataba de un plenipotenciario negro (¿otomano? ¿Cartaginés?), y de los apetitos de su lista esposa (Juanita del Pablo), quien, con la ayuda de su doncella (Diana Proletaria), se tira no sólo a su marido sino también a casi todo su ejército, así como al puñado de criados, esclavos, eunucos, acróbatas y, finalmente, verdugos, que rondan por allí. Al final, el plenipotenciario sorprende a Juanita en pleno ajetreo, y la arroja a los leones, que se la comen. Mientras bajaba por el pasillo con mi Orwell y mi cerveza, y mientras una histérica voz en off balbucía un anuncio de las atracciones que nos aguardaban («… con Diana Proletaria, la princesa de Paw-wun, la salvaje, la increíble…»), un par de gilipollas negros se pusieron pesadamente en pie, frotándose los ojos:

—Jo, tío, yo también le hubiese pegado un buen polvo a esa doncella. Creo que volveré a ver esta película, dentro de un par de semanas.

—Eso, dentro de un par de semanas.

Cinco minutos más tarde me metí en un bar gogo de Broadway, y estuve hablando sobre la inflación con una stripper en período de descanso que atendía por el nombre de Cindi. Si alguno de ustedes me hubiese preguntado qué tal me sentía, estoy seguro de que le hubiera contestado que bien, que aliviado de estar de nuevo en la civilización.

***

—Quiero darte las gracias, John —dijo el teléfono—, por nuestra cita de la otra noche.

—¿Qué noche?

—El sábado por la noche, o el domingo por la mañana. No me digas que ya no te acuerdas. Nos vimos. O algo así. Fuiste muy amable conmigo, John. No intentaste matarme ni nada así. No. Estuviste muy amable.

—Olvídame, tío.

Telephone Frank otra vez dispuesto a fastidiarme. De hecho, aún sentía mucha curiosidad por la noche del sábado. Cuanto más me esforzaba por recordar —o, seamos sinceros, cuanto más me esforzaba por alejar los recuerdos—, más convencido estaba de que había ocurrido algo horrible, definitivo, absolutamente destructor. Creo que fue por eso que me emborraché tanto durante el domingo. Para mantener bien alejados los recuerdos. Pero me sentía capaz de manejar a Telephone Frank. Ese gilipollas no me preocupaba.

—¿No has encontrado una caja de cerillas en la americana? Búscala otra vez, John. Te escribí un recado.

—¿Conque sí, eh? ¿Qué decías allí?

—Búscala, John. Quiero que veas esa prueba con tus mismos ojos.

Me fui al armario y revolví el traje. No había tirado nada. Nunca tiro nada. Ahí estaba todo: la delatora caja de cerillas, color rosa de felicitación de San Valentín, color barra de labios: Zelda’s. Abrí, y capté el mensaje a la primera.

—Estúpido murciélago —dije—. Pobre estúpido. ¿Quieres decirme una cosa? ¿Por qué haces todo esto? Dímelo otra vez, se me olvida siempre.

—Ah, parece que lo que te interesa son los motivos. Quieres motivos. Muy bien. Toma motivos.

Y a continuación pronunció el discurso más largo que hasta la fecha he tenido que escucharle. Me dijo:

—¿Te acuerdas, en Trenton, del colegio de Budd Street, del chico pálido y con gafas, en el patio? Le hiciste llorar. Era yo. ¿Te acuerdas del coche alquilado, el pasado diciembre, en Los Ángeles, aquel día en que tú ibas conduciendo y te saltaste un semáforo en Coldwater Canyon? Un taxi chocó, y tú ni siquiera te paraste. Pues en ese taxi iba un pasajero. Era yo. ¿Y qué me dices de Nueva York, en 1978, cuando hacías aquellas pruebas de actores en el Walden Center? La pelirroja, aquella a la que obligaste a que se desnudara, aquella a la que luego te tiraste, para encima reírte de ella. Era yo. Y ayer, ayer tropezaste con un vagabundo en la Quinta Avenida, bajaste la vista, soltaste una maldición y le diste una patada. Era yo. Era yo.

Permanezco sentado en la habitación 101 del Ashbery con mi gran cara de cocodrilo iluminada intermitentemente por los últimos velos de la sesión golfa, golfísima. No…

No recuerdo al chico pálido con gafas que se pone a llorar en el patio del colegio…, pero seguro que hubo uno o dos de ésos, y seguro que yo era un chico muy malo. Siempre hay chicos pálidos… Y, sí, estuve en Los Ángeles el pasado diciembre, y es cierto que alquilé un coche. Hubo de todo, patinazos, choques evitados en el último momento, patinazos de emergencia, frenazos de emergencia. Siempre hay frenazos de emergencia… Y también es cierto que estuve haciendo pruebas en el Walden Center el año 78, buscaba una modelo para el papel de tetona en un anuncio de galletas con chocolate. Seguro que hubo alguna pelirroja entre las que se presentaron, y yo estaba de mi humor corriente de los días de trabajo (cuando trabajo soy muy distinto: no estoy para bromas, en absoluto). Siempre hay pelirrojas… Fui un niño malo en el 78. Fui un niño malo el año pasado. Y, además, lo de ayer.

Ayer iba andando por la dorada Quinta Avenida, camino del leonado golfo del Central Park. Los potentes comercios funcionaban a pleno rendimiento, absorbiendo y expulsando gente, vigilados por los delgados tótems de Manhattan, esos ídolos o estatuas de piedra que miran al frente aprobando sombría pero despreocupadamente las transacciones que se desarrollan abajo, en la calle. Llovía dinero a raudales. En las aceras, los artistas de los tres naipes y de los micos, los tramposos de los dados, los reyes del tirón, los vendedores de contrabando, todos iban directo a su negocio. Hoy en día hay un montón de mujeres preciosas dispuestas a comprar de todo… No hay escasez de tetas grandes en Manhattan. Eso no constituye un problema. Casi todo el mundo parece llevarlas ahí delante, muy bien puestas… Hasta que vi una cosa que suele verse también bastante a menudo en esta ciudad: un auténtico pobre, un verdadero aplana-suelos, un nómada neoyorquino tendido boca abajo sobre la acera como un leño mojado, atravesado en el camino de los consumidores y vendedores. Cuando tropecé con él bajé la vista (un felpudo tieso como la corteza de un árbol, una oreja con la misma textura que la piel de una granada) y le dije, creo que con notable afabilidad:

—Levántate, gandul hijoputa.

Seguí caminando y saludé a Fielding, que salía de una librería. Cogidos del brazo nos fuimos hasta el Carraway para reunimos con dos de nuestros financieros: Buck Specie y Sterling Dun. Ambos estaban emocionadísimos con nuestra aventura, y convencidos de que yo tenía un tremendo futuro en nuestra industria. Luego subimos al Autocrat, dispuestos a rondar por los clubs nocturnos, pero yo ya estaba cargadísimo y mudo de vino de arroz, de modo que…

Zelda’s, Restaurante y Baile. El mensaje estaba dentro, escrito con letra inclinada hacia adelante, temblorosa, bastante parecida a la mía. En los Estados Unidos, en mis tiempos de colegial, las clases de caligrafía empezaban cogiendo el cuaderno y torciéndolo cuarenta y cinco grados a la izquierda, a fin de fomentar este estilo caedizo y vacilante. «Frankie y Johnny eran amantes», rubricado con un beso, una huella labial completa, en el más dulce tono de rosa.

En resumen, todavía no estoy muy seguro de qué quiere decir ese tipo cuando habla de motivos.

***

El nuevo intercomunicador televisivo del despacho de acero interrumpió su afónico zumbido. Fielding pulsó el botón y esperó a que se formara la imagen. Parecía algo perplejo.

—¿Quién es? —le pregunté.

—De acuerdo, Dorothea. Gracias. No, espera nuestra llamada. —Fielding se sentó y dijo—: Nub Forkner.

—Bien —dije yo. Ahora que Spunk Davis se había cabreado, ahora que Spunk Davis se había rajado y se negaba a contestar a nuestras llamadas, Fielding y yo habíamos decidido tener a Nub Forkner como posible suplente. Tomé nota de su nombre en mi cuaderno, por hacer algo.

—Bien, Slick —dijo Fielding.

Miré la hoja:

—Es todo cuanto tenemos.

—… John, ¿lees mucho?

—¿Si leo qué?

—Novela.

—¿Y tú?

—Claro. Me sugiere montones de ideas. Me gusta el ruido y la furia —añadió, enigmáticamente.

Este es el resultado de la lectura: la gente acaba diciendo cosas parecidas.

—Pues, sí —contesté tardíamente—. He estado leyendo una novela de George Orwell. Animal Farm. De hecho, he estado releyéndola. Sí, y también 1984.

Mis relaciones con 1984 estaban yendo muy bien.

—¿Animal Farm? —dijo Fielding—. Caramba.

Dorothea o quien fuese dijo adiós con la mano y salió taconeando hacia la puerta, abrochándose de paso la blusa. La vimos empequeñecer momentáneamente en la pantalla hasta que salió al vestíbulo. Nub Forkner cruzó la puerta agachando un poco la cabeza, e hizo una pausa en su camino para restablecer el equilibrio de su tremendo volumen… Bien, yo estaba lejos de conocer a fondo el trabajo de Nub. Había roncado y eructado largamente durante la proyección de dos de sus películas, pero a diez mil metros de altitud, en la oscuridad de sendos vuelos transatlánticos. El dossier de prensa que yacía sobre mis piernas confirmaba que Nub había hecho un papel de vagabundo en Whisky Sour, y de sordomudo en Down on the Funny Farm, la película de gran espectáculo y humor disparatado que se estrenó el año pasado. Me parecía recordar que tanto el vagabundo como el sordomudo eran psicóticos de tamaño gigantesco, muy dados ambos a la violencia más repentina e indiscriminada, especialistas en gritos primigenios. Pues bien, cuando Nub Forkner avanzaba con pasos crujientes hacia nosotros, con un chal de pelo aceitoso cayéndole sobre los hombros, Fielding y yo nos vimos forzados a pensar, ante su presencia, que nos encontrábamos frente a un ser irreprimiblemente elemental, primario, un noble salvaje. Y, en efecto, no hacía falta mucho talento para comprender que Nub era un verdadero cóctel molotov, a punto de estallar. Medía por encima del metro noventa, y debía de pesar más de cien kilos. Sí, Nub parecía aprovechable.

—Hola, Nub. Siéntate, hombre —dijo Fielding secamente.

Nub tomó una silla y, con un descuidado giro de su muñeca, le hizo girar mil veces sobre una de sus patas hasta que se estrelló contra la pared. A continuación agarró el reloj ovalado de Fielding (un cronómetro que usa para medir el ritmo de las strippers) y lo reventó contra el suelo. Se inclinó hacia adelante y extendió un brazo sobre la mesa de despacho, dispuesto a barrerla de todo su contenido de alta tecnología. Alzó la vista un instante, y noté que esperaba un gesto de aprobación.

Fielding se puso rápidamente en pie:

—Tranquilo, Nub —le dijo.

Nub frunció el ceño y se enderezó.

—¿Se trata de una escena de furia, no? —dijo, con una voz grave y aplomada—. Pura masculinidad desatada. Soy un actor de método. Antes tengo que ponerme furioso.

Todo aquel rollo fue una farsa desde el primer momento. Nub era uno de esos tipos que sólo pueden hacer un papel, el de señora barbuda. No nos servía de nada. ¿Quién se hubiera creído que Caduta Massi podía haber parido a este monstruo? ¿Cómo iba a arreglárselas para perder una pelea con Lorne Guyland? ¿Era posible verle en brazos de Butch Beausoleil? Nada de nada. Nub tendría que seguir esperando a que alguien le ofreciese un papel de bruto enloquecido… Pero nosotros teníamos que probarle, y él tenía que probarnos. Había venido a ver si su tipo particular de química corporal le servía para ganarse unos cuantos dólares. Supongo que todos vendemos lo que tenemos. Los actores son todos unos artistas de strip-tease: se pasan el día entero desnudándose. Fielding le soltó las bobadas de siempre, y al final el tipo se largó, haciendo temblar el edificio con sus pasos.

—Fantástico —dije—. Volvemos a estar como al principio.

—No te dejes desanimar tan fácilmente, Slick. Mira, tanto Nub como Spunk trabajan con Herrick Shnexnayder. Llamaré a Herrick. Prepara tú las copas, te toca.

Fielding telefoneó a Herrick Shnexnayder. Le dijo que le encantaba el trabajo de Nub y que quería saber en qué fechas estaría disponible. Mencionó algunas cifras de dinero, con cautela, y bastante bajas.

—Parece que Nub tiene mucho tiempo disponible —dijo Fielding, colgando el teléfono y conectando el intercomunicador.

—No me extraña.

—Venga, hombre, iría bien para un papel de tipo duro, el rompe-brazos. A ver, échale una ojeada a ésta. Celly Unamuno. Mexicana. Diecinueve. Dicen que tiene futuro.

—Joder —dije—. Espero que Butch Beausoleil no se entere de nada de esto.

—Tranquilo. Oye, ¿qué crees que es lo más grande de Butch? Personalmente.

—A mí no me lo preguntes. Eres tú el que ha investigado a fondo.

—Soy demasiado joven para ella, Slick. Le gustan los hombres maduros. Esa va a por ti.

—Lo más grande de Butch… Mira, como ella misma dice, por el hecho de que una chica sea joven y tenga talento y belleza, nada le impide ser, además, inteligente. Lo más grande de Butch es que no es solamente… —Hice una pausa.

—¿Lo has adivinado, no?

—¿El qué?

—Que es subnormal —dijo Fielding—. Lo más grande de Butch es su culo. Eh, hola Celly. Siéntate y ponte cómoda. ¿John? ¿Esas copas?

Al cabo de veinte minutos, cuando Celly volvía a vestirse (parecía un dibujo porno, una tira cómica, excepto por los ojos, que aún no habían cumplido los veinte y eran incapaces de ocultar su miedo), me puse en pie y me acerqué como un fantasma a la blanca ventana. Sostenía en la mano la fría coctelera de acero, y, viendo el meneo de mis hombros, cualquiera de ustedes hubiese dicho que estaba agitándola. Pero no era así. Sólo estaba preguntándome: ¿Estoy en el infierno? ¿Por qué es esto el infierno? Ahí, bajo el cielo, con las tías y las mentiras y las chifladuras escenificadas, ¿qué significa esta tienda blanca? Seguí mirando el cielo, diciéndome: Sí, así soy yo, pura pornografía. ¿Cómo he llegado a esto? Lo he hecho antes, y seguiré haciéndolo. No hay ningún policía que me impida hacerlo. Sé que la gente está mirándome, y ustedes no son inocentes ni están libres de culpa, me parece, pero ahora hay otro ojo que me mira. El de una mujer. Maldita sea. Martina Twain. La tengo metida en la cabeza. ¿Cómo ha conseguido colarse? La tengo metida en la cabeza, junto con las crepitaciones y el tránsito de todos los días. Me mira. Ahí está su cara, justo ahí, mirándome. El mirón mirado, el mirador mirado, y esto sólo complica las cosas: yo estoy siendo mirado por ella, pero ella me mira sin saberlo. ¿Le gusta lo que está viendo? ¡Bah! Tengo que pelearme contra esto, debo resistirme, sea lo que sea. No estoy en condiciones de dejarme controlar por la policía del amor. Dinero, tengo que rodearme de dinero, de más dinero, y pronto. Necesito sentirme seguro.

—Fielding —le dije—, ¿qué me estás haciendo? ¿Qué? Son ya doce días. Maldita sea, ¿dónde cojones está ese guión?

—Mañana por la mañana lo tienes, John. Te lo garantizo.

Sonó el teléfono, y solté una furiosa maldición: pero era la llamada que Fielding había estado esperando. Spunk Davis. Volví a la ventana mientras Fielding trataba de apaciguarme.

—Lo que me imaginaba. Shnexnayder le ha hablado claro. La cuestión es que Spunk odia desesperadamente a Nub. Una vieja historia. —Fielding se encogió de hombros—. Sí, ya le tenemos con nosotros. Y Herrick se ha quedado sin cliente.

—Fantástico —dije, y lo pensé.

—Con una condición. Fíjate bien. Spunk quiere que sea un restaurante vegetariano.

—¿El de la película?

—El de la película. Estos tipos…

Me reí, y también Fielding se rió con su risa adorable, amorosa. Mientras él me enseñaba sus limpias muelas (brillantes, sin tacha, infantiles), yo pensé para mí, balbuceante. Dios, qué chico tan guapo. Cuando me vaya a California para que me hagan la revisión a fondo, cuando entre desnudo en el laboratorio con mi cheque, creo que ya sé lo que diré. Diré:

—Al carajo los proyectos. Al diablo vuestras ideas. Quiero un Fielding. Sí, un Goodney. Eso quiero ser. Dejadme como a él.

***

Tal como he dicho anteriormente, 1984 y yo nos estábamos llevando de maravilla. Un ambiente descarnado, una acción llevada sin sentimentalismos, sin esnobismos ni favoritismos culturales, y Airstrip One parecía mi clase de ciudad. (Me veía a mí mismo como un joven cabo de la Policía Mental). Además, estaba el bienvenido interés por lo sexual, así como todas esas torturas de ratas que me aguardaban. Entrando a trompicones en el Ashbery a última hora de la noche, vi con cierto sobresalto que la habitación que me correspondía era la 101. Es posible que otros aspectos de mi vida sigan adquiriendo un contenido, una sombra muy marcada, si continúo leyendo en lugar de estar pensando todo el día en el dinero. Pero al día siguiente no iba a tener tiempo para lecturas. Estaría demasiado ocupado con una lectura.

Félix me despertó a las once en punto con cuatro elegantemente encuadernados volúmenes de Dinero limpio, guión de Doris Arthur basado en una idea original de John Self. Pedí seis jarras de café y desempeñé todas mis tareas del baño rápida y simultáneamente, como un hombre orquesta. Dije que no me pasaran llamadas. Me instalé, con la nueva lámpara de diseño vanguardista inclinada sobre mi hombro. Leer: últimamente no hago otra cosa. Lo único que hago es estar sentado en mi habitación, leyendo. Pero esto era otra cosa. Esto era trabajo. Esto era dinero. «1. INT. NOCHE», leí, y seguí adelante, peligrosamente excitado.

Soy un lector veterano, un profesional de la lectura, de modo que pasé todas las páginas de Dinero limpio en menos de dos horas. Al cabo de las cuales rompí a llorar, rompí una silla, tiré una cafetera llena contra la puerta, y le pegué una patada a la cama con furia tan salvaje que tuve que estar saltando a pata coja por toda la habitación, con una almohada contra la boca, hasta que logré sofocar mis deseos de gritar. Era jodidamente increíble… Fielding había acertado en un sentido. Dinero limpio era un guión de ensueño, fabulosamente coherente, con ritmo y marcha. El diálogo era rápido, divertido y seductoramente indirecto. Un magnífico cálculo de la duración de las escenas. Se podía ir a filmar sin esperar ni un segundo, y terminar en un mes. Me instalé en la mesa, provisto de pluma y papel, dispuesto a escribir una felicitación. Empecé a leerlo otra vez.

Era jodidamente increíble. ¿Se puede saber quién me ha hecho esto? ¿Quién? En primer lugar: Gary, el padre, «Garfield», el papel de Lorne Guyland. En la secuencia que precede a los títulos de crédito, vemos a Lorne en pijama, con la ropa enrollada bajo el brazo, mientras le reclaman animadamente desde el dormitorio matrimonial. Es, sin duda, el mejor momento de Lorne. Después, todo será ir bajando por la pendiente. Aunque Lorne se jacta constantemente de su erudición, de su riqueza y de su juventud, en realidad (comprobamos) es analfabeto, está en quiebra y es más o menos senil. Sí, ahí está el pobre Lorne, el viejo Lorne sobre sus largas piernas. Cuando al cabo de un tiempo le hace chantaje a la joven striptease y consigue llevársela a la cama (un episodio muy humorístico), al viejo Lorne no se le levanta. ¿Levantarla? Ni siquiera es capaz de encontrársela. Frustrado y gimoteante, le mete mano a la guapísima chica, que responde dándole una patada en los huevos, y Lorne se dobla por la cintura como un palo roto. En la escena de la pelea propiamente dicha, Lorne Guyland, vestido con anorak, se lleva la paliza de su vida pese a que sorprende dormido al protagonista joven, y pese a que le ataca con una llave inglesa. Sus últimas y abyectas palabras son pronunciadas bajo un disfraz de momia, un vendaje completo, en una unidad de cuidados intensivos. En cuanto al hijo, Doug —Spunk Davis—, bueno, para empezar, sus motivos para rondar la banda mafiosa que se dedica al tráfico de heroína son los siguientes: se ve obligado a mantener vivo el Riego, la chispa, de su propio hábito, y los narcóticos le cuestan mil dólares diarios. Fuma sin parar, se juega todo el dinero que tiene, y es un auténtico artista (¿a qué estaba jugando aquí Doris?) de la paja, pero Spunk resulta ser, además, un auténtico brujo o gurú de la comida rápida, y en las cocinas del restaurante preside las maniobras armado de diversos aditivos letales y sabores artificiales especiales para glotones. No llegamos a saber hasta dónde alcanza su tendencia a la delincuencia sexual, aunque hay una digresión obsesiva en la que hace una visita «de caridad» a un orfanato, acompañado de su madre: en una serie de primeros planos muy seguidos, le vemos juguetear con caramelos de palo mientras acaricia a las hipnotizadas enanitas.

Y ahora las señoras. Si buscasen ustedes una palabra que resumiese el personaje de Caduta Massi, no encontrarían otra mejor que ésta: esterilidad. La clave de Caduta es lo fantásticamente estéril que es. Menuda esterilidad, tíos. No hay familia numerosa. No hay ni un solo hijo. Spunk (según se deduce en un momento crucial) no es más que su hijo adoptivo. Pese a la confirmada impotencia de su esposo, y pese a que celebra en la pantalla su cincuenta y tres cumpleaños, Caduta sigue hablando de todos los hijos que llegará a tener algún día. Hay muchos momentos simbólicos en los que Caduta contempla desolada los patios de colegios en los que juegan y ríen los niños. También estaba la visita al orfanato. E incluso una secuencia con un sueño en el que Caduta camina sola y errante por un desierto gris. ¿Se puede ser más estéril? La verdad es que uno termina por apiadarse de Caduta, de su tremenda esterilidad. En cuanto a Butch Beausoleil: ¿la amante?, ¿la strip-tease? Yo había imaginado que Doris, como feminista, habría rendido honores al papel de Butch. Yo me había esperado que Butch se librase de las pesadas tareas domésticas, de lavar platos, barrer suelos, hacer camas. Nada de eso. En el guión de Doris Arthur, Butch parece exclusivamente dedicada a las tareas más aburridas, algo así como el antes de ese después que podría aparecer en un anuncio de electrodomésticos. Pela patatas, vacía cubos de basura, limpia lavabos. Incluso en las escenas del club nocturno, Butch se pasa el rato aclarando vasos y arreglando botellas. En su principal número de baile, sale con fregona y balde. ¿Y lo grande de Butch? Ya lo habrán adivinado. Antes incluso que yo. Butch, esa chica parlanchina y con talento es, sin embargo, una persona de nivel intelectual extraordinariamente bajo. No es más que una masa de carne prieta y bien puesta, con mucho culo y buenas tetas. Una rubia tonta del género clásico: eso es lo grande de Butch en el guión.

—Alguien me está jodiendo —dije en voz alta, y noté que el divieso reventaba.

Y luego me puse a correr otra vez.

Avancé a gran velocidad por el vestíbulo del primer piso, en donde un adormilado lacayo se retiró demasiado tarde, atravesé el saloncito poblado de antigüedades y gadgets, y llegué junto a las altas puertas del dormitorio. Agarré los dos tiradores, y abrí… Fielding estaba sentado al pie de la cama, con un batín negro, en absoluto sorprendido. Detrás de él, desnudo sobre las sábanas, con el rostro vuelto hacia atrás, yacía el duro cuerpo oscuro de un muchachito.

Suelo escandalizarme como el que más cuando llego a entrever los verdaderos apetitos de los conocidos, pero a esas alturas estaba tan cabreado que sólo pensé: Bien, otro mariconazo, ¿no? Perfecto.

—Ven un momento.

—¿Ocurre algo, Slick?

Tengo que admitirlo, no parecía avergonzado. Incluso soltó un bostezo y se rascó el pelo mientras cerraba a su espalda las puertas del dormitorio.

—El guión —dije.

—Sí, ¿no te encanta?

—Es desastroso, y tú lo sabes tan bien como yo.

—¿Ah, sí?

—¡Las estrellas! ¡Nuestras estrellas! No querrán leer ni palabra de esa mierda. Todo ha terminado.

—Discúlpame, Slick —dijo él, sirviéndose un café—, pero esta reacción delata tu inexperiencia. ¿Quieres un poco? Tómate una copa. Todas las estrellas han firmado su contrato. Todas lo harán. O nuestros abogados tendrán que intervenir. Sólo tienes que reafirmar tu poder, John. Querías realismo, ¿no? Maldita sea, por eso me subí a tu barco.

—Eso no es realismo, sino vandalismo.

—¿No ves lo que tenemos entre manos, Slick? Dinero limpio será la única película del año, de la década, de la era, que mostrará el verdadero delirio del cine, la desnudez de los actores…

—Te equivocaste de tío, soy incapaz de trabajar de esa manera. Hablo en serio, Doris está en la calle. Esa puta es una cabrona. Está enferma del coco. Ya conseguiré que alguien me escriba el guión que yo necesito…, meteré a una persona de confianza, no te preocupes. Dale su pasta a Doris, y mándala escaleras abajo de una buena patada.

Fielding desvió la vista, sin contestar. Acababa de ver minados y revueltos sus planes más queridos.

—¿Crees que Doris tendría que escuchar todo eso que estás diciendo? —dijo, sin darle importancia.

—Por supuesto. Llámala.

—Lo haré. —Y la llamó—. ¿Doris? —dijo.

Y Doris Arthur salió del dormitorio sin llevar encima más que las bragas… Encendido como estaba yo, necesité algún tiempo para registrar y digerir esto, y para registrar y digerir su atractiva imagen. Se acercó a la bandeja del desayuno, haciendo balancear los brazos con una soltura de niño de nueve años. Porque no tenía nada que ocultar: nada, absolutamente nada. Las bragas, por otro lado —y eran unas bragas muy útiles, utilísimas desde el punto de vista fetichista, por no hablar del feminista—, las bragas contenían un montón de cosas: el tieso y tembloroso trasero, el matojo central, como una ciruela metida en un pañuelo, esperando ser abrillantada y compartida. Supongo (pensé), supongo que le saldrán unas tetas como dios manda cuando tenga hijos, y entonces… Bueno, el conjunto…

—Vale ya… Muy bien. Sí —dije—, Doris, estás en la calle. La has jodido del todo. Te quedas sin empleo. Óyeme —le dije a Fielding—, es así de sencillo. O lo deja ella, o lo dejo yo. O yo o tu novia. Joder, si Caduta leyese una sola palabra de esa mierda. Si la leyese Lorne…

—Lo están leyendo ahora —dijo Fielding—. Hice fotocopiar el guión, y ya lo tenéis todos. Tú, Caduta, Lorne, Spunk, Butch.

—Muy bien —dije. Era mi oportunidad. En estas ocasiones hay que hacerlo bien, no se presentan muchas—. Vamos a recibir una avalancha de mierda de todos ellos. Y tendrás que encargarte tú de manejarla, amigo, porque yo tomo el avión esta misma noche. Y te diré otra cosa. No pienso regresar. Me la sopla. Volveré a hacer spots para C. L. amp; S., y esperaré a que salga el productor que me interesa a mí. O lo deja ella, o lo dejo yo. Lo deja ella. Como no sea así, saldré de aquí para siempre.

Fielding permaneció sentado en su silla. Doris tomaba despreocupadamente su café, sosteniendo la taza con las dos manos. Di media vuelta.

Y comencé a caminar. Atravesé la larga habitación, dejé atrás los sofás, las mesas brillantes. A ambos lados de la puerta estaban los circuitos, los módulos del circuito cerrado de televisión, los mandos a distancia, las pantallas con sus imágenes y letras de ordenador… Esto de salir disparado hacia la puerta ha estado bien, pensé. No te detengas. Estás en el buen camino. Estoy hablando en serio. Cruzaré la puerta y seguiré andando, hasta Inglaterra, y jamás regresaré.

—Slick —dijo Fielding.

***

Un parque con un paseo de cemento en la zona central de la ciudad, con la humedad y las filtraciones asomando por entre las grietas, a pesar de todo ese calor. El calor había hecho cuanto podía, pero había fracasado. El edificio situado al final de este jardín de una manzana de largo tiene cierto aspecto de austeridad gracias a sus estrictamente escuadradas esquinas, pero la plaza que queda al pie pertenece a todo el mundo, está dominada por la cultura callejera, y se ven allí negros y artistas de las aceras, cagadas de pájaros, intérpretes del saxo, timadores, genios de la selva. A mi lado, en el banco de madera, se encuentra Martina Twain.

Venía de un museo. Le brillaba la piel con palidez museística. Pese a lo frutal de su colorido natural, tiene momentos en los que no parece que haya sangre en sus venas. Normalmente, por supuesto, hubiese atribuido esta circunstancia a mi presencia, a mi proximidad. Pero había otra cosa. Consultando mi radar de macho sediento, supuse que Ossie estaba organizando algún problema. Yo estaba pensando en Selina. Acababa de telefonearla a Londres, y, por una vez, mi gallinita estaba en casa. «Sí —llegó a decirme—, no. De acuerdo. Regresa cuanto antes…». Este encuentro con Martina: al llamarla ya estaba yo en plena agitación previa al viaje, en posición de partida; quería despedirme, hasta que lo pensé mejor. Espera, me dije, tranquilo. Su voz sonó triste, y aún más triste cuando le dije adiós. De modo que tuvimos este encuentro silencioso, sin progreso alguno, sólo presencia, y tal vez algún consuelo. Al fin y al cabo, ¿para qué, si no, somos amigos? ¿Para qué sirven los amigos? A menudo me lo he preguntado.

Y había otras cosas que acicateaban mi silencio. Las estrellas de cine leen aprisa, seguro. Cuando, después de comer, entré en el Ashbery, una horda de adultos convergió sobre mí, y fue como si a mi cara le estuvieran ocurriendo a la vez una docena de cosas. Alguien escupió sobre ella, otro la amenazó con un puño, hubo alguien que agitó una demanda judicial ante sus narices. Entre toda esa gente vi a Thursday, escoltada por un negro de la misma talla que Nub pero vestido con librea de deportista, que dijo llamarse Bruno Biggins y resultó ser el guardaespaldas de Lorne. También vi al príncipe Kasimir, dispuesto a citarse conmigo para un duelo de madrugada en Central Park. Y a Herrick Shnexnayder, representando los intereses de Spunk Davis con su mejor peluca. Vi asimismo a un torbellino de gritos que atendía por el nombre de Horris Tolchok, el abogado de Butch Beausoleil… Finalmente huí a la carrera y me escondí en un bar con un teléfono sobre mis rodillas. Pero ahora estaba atardeciendo: Fielding había tratado de tranquilizar a todo el mundo después de comer, y las cosas comenzaban lentamente a calmarse.

En cuanto a mí, sin embargo, la calma se me escapaba. Llegué antes de hora para mi cita con Martina, y me puse a pasear por los intestinos de Times Square, las calles Cuarenta y Treinta. En una mugrienta bocacalle, vi un toldo negro que mis piernas reconocieron antes que yo, pues pegué un brinco y avancé con los hombros hundidos, como un soldado herido sometido a fuego cruzado del enemigo. Era el Zelda’s. Me aproximé. Restaurante y Baile. Me asomé a mirar a través del cristal. Mesas, un piano bajo su funda. Qué aspecto tan mortecino bajo esa luz gris y seca, con el polvo y los ceniceros llenos de colillas. Todo el personal, toda la clientela, había emigrado, se habían ido todos junto a las momias de sus mamás, junto a sus ataúdes de vampiros, en espera de la llegada de la noche… Me metí en un bar de la acera de enfrente y giré sobre el taburete para contemplar el olvidado toldo.

—Póngame un…, cómo lo llaman —dije—, un vino blanco con sifón.

—¿Seguro? —dijo el barman. Era alto, desastrado, irlandés, y llevaba un delantal blanco, como un carnicero el primer día de la semana, antes de dar comienzo a su sangrienta labor. Acunaba en sus brazos, en sus brazos de carnicero, una botella de scotch.

—Seguro que estoy seguro.

Dudando, dejó a un lado la botella.

—¿Dónde está su amiga? —me preguntó, y no lo hizo en tono amistoso, qué va, todo lo contrario. Me echará de un momento a otro, pensé, y apenas acabo de llegar.

—¿Qué amiga?

—La de la cabezota pelirroja. La que le tenía enchufada la lengua en la oreja. —¿Cuándo?

—¿Cómo coño quiere que lo sepa? Qué sé yo. El sábado por la noche.

—No era yo —dije, y no era la primera vez que tenía razones para pronunciar esa frase—, era mi hermano gemelo. Cuénteme qué pasó.

El tipo sacudió sombríamente la cabeza. Le ofrecí un billete de veinte dólares, pero no quiso contar nada.

—Yo soy John. Él se llama Eric —le expliqué.

—¿Usted? ¿Un hermano gemelo? —dijo él, y se alejó hacia el otro extremo de la barra—. No hay nadie como usted, amigo. Con uno basta y sobra.

… Martina se agitó a mi lado. Nuestra silenciosa cita estaba terminando. Se puso en pie, y luego se agachó un poco para sacudirse una astilla de la falda. Me miró con sus ojos alargados. No ocurrió nada. ¿Por qué tendría siempre que estar ocurriendo algo? ¿Por qué? Nos rozamos las manos e intercambiamos frases de despedida. Me quedé mirándola mientras se iba hacia la calle Cuarenta y dos, entre la Quinta y la Sexta, para luego encaminarse hacia el oeste y perderse muy pronto en la marea de gente.

De modo que aquí estoy, en mi cueva lunar de fabricación humana, en el aeropuerto Kennedy, con un whisky triple en mi mano cerrada y el cielo convertido en una pantalla en la que se proyecta una película acerca de un futuro muy próximo: una buena película, enmarcada por mi tronera y francamente bien iluminada por el director de fotografía. A mi alrededor arrastra los pies la gente provista de su cara de aeropuerto, de su cara de despedida. Entran de todos lados y van reuniendo poco a poco los detalles de su vuelo. Los terrícolas son unos viajeros de primera: lo hacen con enorme frecuencia. Dinero limpio… Desde luego que están pasando cosas en estos momentos. Me siento bien, formidable, casi como un adulto. No soy sólo un pasajero: soy uno de los pilotos de la vida. Les he echado un pulso a los poderes y campos de fuerza que determinan las cosas. Tal vez fracase, pero sé exactamente qué voy a hacer.

Es tiempo de viajar. Comencé a bajar los pasillos hacia mi túnel de embarque. Movido por cierto impulso, telefoneé a mi amiga Martina, para volver a decirle adiós. De repente, y sin realmente pensarlo, me parece muy normal viajar en primera clase.