Encima de la puerta que da acceso al saloon bar hay un retrato de Shakespeare montado sobre el cimbreante cisne. Es el mismo retrato de Shakespeare que recuerdo haber visto en mis días de colegial, cuando se me fruncía el ceño leyendo Timón de Atenas y El mercader de Venecia. ¿Es que no tienen ningún retrato mejor que ése? ¿Es posible que siempre pusiera esa cara? Lo normal hubiera sido que su director de imagen se las hubiese ingeniado para conseguir algo que fuese un poco más atractivo. Ese labio superior, picudo y fofo como un culo, esa zafia curva del mentón, esos ojos de abuelita que contempla las rompientes. ¿Y el felpudo? ¿No hay para matarle? Siempre he obtenido un gran consuelo de la contemplación de Shakespeare. Tras una deprimente visita al espejo, o de un comentario desagradable de alguna amiga, o de una mirada de incredulidad recibida por la calle, suelo decirme a mí mismo:
—Bueno, Shakespeare era horrible.
Hace maravillas.
—Eh, Fat Vince —dije—…, ¿qué has tomado esta mañana para desayunar?
—¿Yo? Esta mañana he desayunado un arenque en escabeche.
—¿Y para comer?
—Tripas.
—¿Y qué piensas cenar?
—Sesos.
—Fat Vince, estás enfermo.
Fat Vince es transportista de cervezas, y matón del Shakespeare, el encargado de echar a los alborotadores. Lleva treinta y cinco años entrando y saliendo de este local. Igual que yo, al menos mentalmente. Al fin y al cabo, nací arriba, justo encima del bar. Fat Vince tomó otro sorbo de cerveza. Fat Vince también tiene una pinta horrible, y lo mismo puede decirse de su hijo, Fat Paul… Le tengo aprecio a Fat Vince, en parte porque, como yo, padece del corazón. Su corazón le ataca constantemente, y cualquier día también el mío me atacará. Creo que Fat Vince también siente afecto por mí. Cada dos meses se me lleva a un rincón y, con el aliento endulzado por la bebida, me pregunta qué tal estoy. Es la única persona que me lo pregunta. La única. A veces me habla de mi madre. Fat Vince es viudo, también. Su mujer murió por ser de clase demasiado baja. No estaba a la altura de su situación social. En cuanto a mi madre, cayó de repente en una misteriosa degeneración. Al salir de la escuela, solía irme con ella a la cama. Y notaba que estaba cayendo, partiéndose. Se moría de nostalgia por su América. Estaba harta de Barry Self. Fat Vince también trabaja de vice administrador de un salón de billar que cae por Victoria, en donde se muestra muy tolerante y es querido por todos. Tiene allí una trascocina donde se prepara sus demenciales ranchos. Entretanto, Fat Paul estafa a los clientes, haraganea, y mete las cosas en el horno. En la mesa número uno, con el taco clavado en el mentón, estudia la jugada para acertarle a una de las bolas… Poco después de la muerte de mi madre, Fat Vince se llevó a mi padre a librar con él una pelea que se hizo famosa, junto al váter de hombres, en el callejón, en aquellos remotos tiempos en los que Shakespeare aún era joven.
—Eso es comida de verdad, hijo mío —dijo Fat Vince—. ¡Qué sabrás tú de eso! Te has pasado la vida en un pub de mierda. Te dan una bolsa de patatas fritas y ya crees estar en el paraíso.
—Eh, conoces a Loyonel, ¿no? —dijo Fat Paul.
—Sí —dijo Fat Vince.
Fat Vince no es miembro de la realeza, pero habla con cierta contención de labios entrecerrados. Fat Paul es diferente. Fat Paul tiene un enorme pecho hinchado, una cara impasible de adoquín, un felpudo remendado, y unas crueles cejas rubias que dan a sus ojos un brillo de hurón veterano que ya lo ha visto todo en cuestión de trampas para liebres y ratas. Yo diría que Fat Paul no se angustia en absoluto por su acento. Deletrea muy bien. Cada una de sus sílabas posee la claridad de la amenaza. Jamás se le podría hacer justicia a esa voz.
—Le vi el domingo, por la calle —dijo Fat Paul—. Le dije, ¡Joder! ¿Acabas de tomarte un curry? Y él dijo, «No. Me tomé un curry el viernes». Y entonces yo le dije, Entonces, ¿qué has tomado hoy? «Tres pizzas y dos sopas chinas». Últimamente se alimentaba sólo de antibióticos, por lo del golondrino en el sobaco y el impétigo. Al día siguiente me lo encuentro en el club. Ya sabes, mi padre tiene una máquina que vende patatas fritas. Patatas fritas. —Fat Paul parecía estar disfrutando todavía de este nuevo acontecimiento—. Todo un jodido barril de grasa. Una vez al mes, pasa un tío y mete más grasa. Treinta peniques la bolsa. Pues, bueno, allí estaba Loyonel, apoyado en la máquina, y atiborrándose de aquello. Y esas patatas fritas, te lo juro, son repugnantes. Indescriptibles. ¡E imagínate que cuando ya se ha metido un kilo de esa porquería en el estómago se vuelve hacia mí y me dice que no entiende por qué tiene tantos problemas con la piel!
—Tiene suerte de seguir vivo —dijo Fat Vince—, comiendo lo que come.
—¿Te has fijado en la tripa que tiene?
—Su padre murió a los cincuenta y uno. Tras cinco años de comer a régimen, siguió engordando. Hasta que averiguaron que, además de la comida de régimen, también comía lo normal. Es increíble lo que era capaz de tragar. Y cuando aparecía Eva, él escondía los dientes y se lo tragaba todo de golpe, por llena que tuviera la boca. Además, tenía pasta.
—La pasta —dijo Fat Paul pensativamente— no sirve de nada cuando estás muerto.
Dicen que los franceses viven para comer. Los ingleses, por su parte, comen para morir. Me llevé mi cerveza a la barra, y cogí una bolsa de patatas fritas —con sabor a gamba y a fregona— y otra de Cripis de cerdo. Mientras me lo iba comiendo, me di media vuelta y estuve fijándome en la gente. Sin la menor duda, cuando rondo por el Shakespeare resulto un tipo con buena pinta. Quizá no alcance puestos tan elevados cuando voy con Fielding y las estrellas de cine, pero aquí soy de los buenos. En cuanto a todas esas mujeres de clase obrera, la verdad, no hay mucho donde elegir. Esto de pertenecer a la clase obrera marca lo suyo. Se sufre mucho desgaste, hay mucho para usar y tirar. Y los pubs no contribuyen a mejorar las cosas. Me volví de nuevo y me apoyé en la barra de madera, flanqueada por los emblemas heráldicos de las marcas que adornan las palancas de las cervezas de barril, por esos ceniceros de plástico que por su tamaño parecen soperas, y por los peludos y apezonados posavasos que imitan la humedad incluso cuando están secos. Sujeto a la columna cuadrada de madera, y escrito a mano, estaba el cartel que anunciaba los precios y tarifas de las porquerías que suelen dar de comer en los bares, con sus obsesivas permutaciones de tartas y purés y cosas fritas, subrayados los y y los o, más los cafés y los tés entrecomillados. Me pasé un rato mirando la esfera de reloj de una hucha para obras benéficas que era una verdadera antigualla. La Asociación de Amigos del St. Martin’s Hospital le dirán la Suerte. Metes la moneda, gira una aguja, y te puede corresponder toda una gama de curiosos destinos. Pasé revista a las diversas posibilidades: Librarse de la gota, Fortaleza hasta el final, Suerte en las apuestas, Alegría asegurada, El próximo será chico… No muy impresionante. Y eso que yo les tengo miedo a todos los portentos. Si los Amigos de ese hospital hubiesen ofrecido cosas como la pérdida total del felpudo, por ejemplo, les hubiese abandonado a su suerte. De modo que metí una moneda en la ranura, y oí el satisfecho clic de su caída. La aguja giró: Hay dinero en camino. Metí otra: Cuidado con los falsos consejos. Muy bien, de acuerdo. Alcé la vista, y el tembloroso espejo de la Casa de los Horrores se partió en dos: se abrió la puerta de cristal, se asomó mi padre un momento, y luego me llamó con un ademán de bienvenida, como si me invitara. Acepté, y entré en la trampa.
—Hola, Papá —dije. Llevaba una chaqueta de cuero negro, y un pañuelo de seda blanca al cuello. Mi padre tiene un buen felpudo, plateado y abundante. No me importaría tener ese aspecto cuando llegue a su edad. De hecho, no me importaría tener ese aspecto ahora mismo. Pensándolo bien, no me hubiera importado tenerlo hace cinco años, o hasta diez. El problema es el reloj, la máquina de los latidos. Tengo el corazón averiado.
—No me llames así —dijo, encogiéndose de miedo—. Tú y yo somos amigos. Llámame Barry. Bien —dijo, apoyando su crujiente brazo sobre mis hombros y conduciéndome a la salita—, quiero presentarte a Vron.
—¿Vron? —Ahora se acuesta con robots, pensé. Me frenó por el procedimiento de tirarme del pelo.
—Sí. Vron —dijo—. Y compórtate, ¿entendido?
Pronunciado por mí, Vron sonaba muy mal. Pero es que, además, mi padre tiene un problema con las erres, no sé si por culpa de alguna afección al paladar o de alguna pieza de su boca. Pronunciado por él, el nombrecito sonaba peor aun.
La salita había cambiado mucho desde los tiempos de mi infancia. Ahora se notaba el dinero. La vieja y granuda estufita de gas junto a la que me vestía para ir a la escuela ha sido sustituida por un negro cesto cargado de carbón de plástico. La mesa camilla a la que me sentaba para comerme la tostada se ha convertido en un mueble bar. La han forrado de plástico con remaches metálicos, está rodeada de tres taburetes altos, y sobre ella descansa un horizonte de sifones y cocteleras que recuerda el perfil urbano de Manhattan. Vron estaba tendida en un espectacular sofá de pana blanca. Era una morena de piel pálida y bastante buen tipo, aproximadamente de mi edad. Ya la había visto en algún lugar.
—Encantado de conocerte —dije.
—He oído hablar muchísimo de ti, John —dijo Vron.
—Vron está felicísima hoy, sabes —dijo mi padre, muy ronco—. ¿Verdad que sí, Vron?
Vron asintió con la cabeza.
—Para mi Vron, hoy es un día muy especial. Enséñaselo, Vron.
Vron se sentó y estiró los pliegues de su caftán. Se agachó bajo la mesita de café, y sacó un ejemplar de una revista porno, Debonair… Soy un hombre que conoce a fondo esta clase de revistas: Debonair pertenece al grupo de las más baratas, y su objetivo es la paja del obrero manual; a tal fin, muestran numerosas y salaces amas de casa o pechugonas suecas retorciéndose en sucesivas instantáneas en las que se ponen o se quitan ropa interior de la que venden en los grandes almacenes.
—Siéntate, John —me dijo la chica, y apoyó la palma en el sofá, justo a su lado.
Tras haberse humedecido las puntas de los dedos, Vron comenzó a pasar páginas. Hasta que, con un suspiro que casi era un gorgoteo de satisfacción, encontró el resbaladizo desplegable. Luego lo depositó sobre mi regazo, como una suave caricia. Mi padre se sentó también. Noté los brazos de ambos sobre mis hombros, y sus contentos, expectantes y humanos rostros muy cerca del mío.
Aplané la página. Desde la de la derecha, la cara de Vron me miraba a los ojos. Sobre su desnuda garganta se podía leer: «Vron», con las mismas comillas de poco antes, preñadas de su exótica, de su imposible promesa.
—Sigue, John —le oí susurrar a Vron.
Volví la página, y allí estaba Vron, con los acostumbrados lazos y cintajos de seda, haciendo las cosas que esa clase de chicas hacen si les pagas para que lo hagan. Volví la página.
—Despacio, John —le oí susurrar a Vron.
Vron sobre una silla de acero, con un pesado pecho sobre cada uno de sus puños. Vron tendida con la espalda arqueada y las piernas levantadas, sobre una rizada alfombra blanca. Vron montada sobre el lomo de una hiena. Vron agachada sobre un espejo plano. Volví la página.
—Ahí —le oí susurrar a Vron. El desplegable final la mostraba de rodillas, con la grupa adornada con unos ligueros y vuelta hacia la cámara, mostrando la peluda grieta con los dedos armados de uñas magenta. Por fin la reconocí: era Verónica, aquella artista del strip-tease que un día me mostró su talento allí mismo, en el Shakespeare.
Vron rompió a llorar. Mi padre me miró varonilmente. Creo que también en sus ojos había un par de lágrimas.
—Estoy… Estoy tan orgullosa —dijo Vron.
Mi padre inspiró generosamente y se puso en pie. Descargó un manotazo sobre la mesa de las bebidas. Y, a modo de explicación, dijo:
—Champagne rosado. Bueno, no ocurre todos los días, ¿no te parece? ¡Venga, Vron! ¿Conoces a un gran tonto? Aquí lo tienes, mirándote, amor mío. —E hizo un gesto indulgente con la nariz—. Toma una copa John.
—Vron… Barry… —dije—. Felicidades.
***
Me fui a casa en mi Fiasco, que, aparte de sus problemas en la refrigeración, los repetidos fallos de los frenos y la dirección asistida, y cierta tendencia a irse violentamente hacia la izquierda, parece estar funcionando relativamente bien en estos últimos tiempos. Como mínimo, y en conjunto, arranca más de la mitad de las veces.
No creo que Selina haga mucho gasto del Fiasco cuando estoy en los Estados Unidos, y Alec Llewellyn, por supuesto, ya no lo usa nunca desde que vive encerrado las veinticuatro horas del día… El viaje desde Pimlico hasta Portobello me costó unos noventa minutos, y eran más de las doce de la noche cuando aparqué en una zona prohibida, delante mismo de mi casa. ¿Por qué tardé más de noventa minutos? Un atasco de tránsito a las doce de la noche, pero que parecía de hora punta. Algo relacionado con la jodida Boda Real. Durante casi toda una hora estuve soltando maldiciones en un túnel del cinturón de ronda. El Fiasco se recalentaba de mala manera. Y yo también. Los coches iban todos atestados de extranjeros y sonrientes borrachos. La garganta del túnel se hinchaba como un enfisema, asfixiada de colillas y humos y malos alientos. Luego, como una cuña, penetramos en el mapa azul de la noche. Camino de las estrellas… Londres padece jet-lag. Londres padece conmoción cultural. Londres lo hace todo al revés y en el peor momento.
Selina estaba sentada en la cama cuando pasé delante del dormitorio con mi copa.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Estoy leyendo mi libro.
—¿Cómo dices? —Tenía sobre los muslos un ejemplar de Sugar. También estaba acompañada de una guía de televisión.
—¿Qué tal has encontrado a Barry?
—Ah, bien. Muy bien.
—¿Has conocido a esa furcia que sale ahora con él? Dice que piensan casarse. El otro día me lanzó otra andanada.
—No me lo creo. ¿Qué pasó?
—Me metió la cabeza por debajo de la falda.
—¿Cómo?
—Pensaba que todo iba en broma…, hasta que intentó bajarme las bragas tirando de ellas con los dientes.
—Joder.
—Doctor.
—¿Hum?
—Doctor, me parece que tengo una contusión en la cara interna del muslo. ¿Puede echarle una ojeada, por favor? Un millonario del petróleo me ha ofrecido cincuenta petrodólares por mamársela en el ascensor.
—¿Y qué has hecho?
—Le he pedido setenta y cinco. Pero el hombre lo quería todo, y me parece que no ha sido muy cuidadoso con mis muslos. ¿Le importaría, doctor, echarme una ojeada?
Le dije que se olvidara de las necedades del doctor y me hablara con más sensatez: que me contara lo del millonario del petróleo y sus petrodólares y de lo que le había hecho hacer… En los momentos de la agonía le oí articular un sonido que jamás, hasta la fecha, había oído salir de su garganta, un rítmico gemido de abandono o entrega, un sonido de derrota. No era la primera vez que oía ese sonido, pero nunca hasta entonces emitido por Selina.
—Eh —dije, acusadoramente (me parece que estaba bromeando)—, ¡no estás fingiendo!
Ella me miró sobresaltada, indignada:
—Pues claro que sí —dijo apresuradamente.
Lo intrigante es que la única forma de conseguir que Selina quiera acostarse conmigo es a base de no querer yo acostarme con ella. Nunca falla. Cada vez la pone a tono. Lo malo es que cuando no quiero acostarme con ella (lo cual ocurre a veces), no quiero acostarme con ella. ¿Cuándo me ocurre eso? ¿En qué ocasiones no quiero acostarme con ella? Cuando ella quiere acostarse conmigo. Me gusta acostarme con ella cuando ella tiene ganas de cualquier cosa menos de acostarse conmigo. Y casi siempre se acuesta conmigo, sobre todo si comienzo a pegarle gritos o a lanzarle amenazas o a darle el suficiente dinero.
Y funciona bien. Es un excelente sistema. Selina y yo nos entendemos de maravilla. Lo bueno de Selina es que es comprensiva. Conoce bien el siglo XX. Ha estado colgada en mil ciudades… Cuando nos vamos juntos a la cama, a veces la conversación pasa a… Mientras hacemos el amor, es frecuente que hablemos de dinero. A mí me gusta. Me gusta hablar de esas guarradas.
De dormir, nada. Nada de nada. No pude dormir, mientras que Selina sí pudo. También es muy buena para eso, es una gran dormidora, y pone cara de cría.
Con mi batín tres cuartos, pasé a la habitación contigua. Me serví una copa. Miré a mi alrededor, tratando de encontrar alguna clave. Al llegar del aeropuerto —ayer, semana más, semana menos—, el piso estaba tan desmelenado, apresuradamente habitado, como si alguien hubiese interrumpido súbitamente los esfuerzos de la mujer de la limpieza. Había flores en la mesa, pero ni una braga en el cesto de la ropa sucia. Había leche fresca en la nevera, pero un té de hacía siglos en la tetera. Y a Selina le gusta mucho el té. En esto del té es muy especial, y suele llevar un paquete de té en el bolso… Estaba esperándome. Lo supe por la cualidad especial de su alarma, muy de actriz, sobreactuada. ¿Dónde has estado?, le pregunté.
—¡Aquí! —insistió ella varias veces, con un vago gesto de su cabeza. ¿Cómo te enteraste de que iba a regresar?
—No tenía ni idea —repitió ella varias veces. Y yo no se lo había contado a nadie, ni siquiera a Ella Llewellyn, a nadie. Da igual, pensé, y traté de meterla directamente en la cama. Sentía un intenso deseo de reconquista. Me dejó remolonear un rato a su alrededor, soltó esos jadeos que sabe que me gusta oír, y me prometió brindarme todo su magnífico talento, hasta que, de repente, dijo alto, se dejó caer de la cama, se arregló la ropa, se peinó, se cambió de zapatos, se empolvó la nariz, se sacó mi verga de la boca, y se empeñó en comer.
Vamos a Kreutzer’s. Como y bebo como si no hubiese mañana. Apenas tenemos nada que decirnos. Nadie se dedica a formular preguntas capciosas cuando le están haciendo subir a gatas unas escaleras. No soy yo el que va a poseerla como si fuese un mal espíritu, en absoluto. Estoy demasiado preocupado por los terremotos, la guerra nuclear, la invasión de los extraterrestres y el Día del Juicio, que pueden interponerse entre mí y mi premio. De John Self no van a sacar nada que no sea charla inconsecuente, adulaciones, angustiadas peticiones de otra copa. En pos de los elixires para el dolor de muelas, me meto en casa como un ciclón tras abandonar el Fiasco en medio de la calle. A estas alturas soy un crepitante brujo empapado en alcohol y comida repugnante, en filtros y hechizos eróticos. Selina entra en el dormitorio con la cabeza gacha. Cuando me desabrocho el cinturón, emito un tremendo y enervado gruñido.
… Agarré el montón de cartas que estaba en la mesita baja y me serví a mí mismo una de las de abajo: el sobre que contiene mi informe mensual de la cuenta bancaria, con su familiar color pardo y su sello de lacre, rojo como una gruesa gota de sangre. Aunque, claro, ya no es mi cuenta bancaria. Es una cuenta conjunta. Selina posee ahora la mitad, porque así logra recuperar su dignidad, porque así puede respetarse a sí misma, ¿lo recuerdan? Rompí el lacre con mi contundente pulgar. Y, lo juro, había tres páginas enteras de cifras. En medio de las generalmente lacónicas referencias de la columna de gastos —tarjeta Approach norteamericana, Liquor Locker, Dra. Martha Gilchrist, Compañía de Gas, Kreutzer’s, el Mahatma, TransAmerican, Liquor Locker otra vez— aparecía esta vez toda una muchedumbre formada por los viejos amigos de Selina. ¿Quién coño son todos estos? Da la sensación de que, en cuanto esa chica tiene dinero, se larga a Troya o Cartago, por lo menos: Chez Zeus, Goliath’s, Amaryllis, Aphrodite, Romeo amp; Juliet, Romulus amp; Remus, Eloise amp; Abelard… Siempre había sospechado que Selina se gastaba toda la pasta en masajes, reparaciones capilares y ropa interior. Pero eso era cuando no tenía casi ni cinco. La referencia más significativa estaba en la columna de los haberes: 2. 000 libras esterlinas, de la cuenta de depósito. Supongo que no puedo quejarme. Así es nuestro trato. Así es nuestro pacto de caballeros. Y ese es el problema de la dignidad y el respeto de uno mismo: lo jodidamente caro que resulta.
***
Y ahora soy un desempleado más. ¿A qué nos dedicamos, con todo el día por delante? Nos sentamos en cualquier escalera, nos detenemos en cualquier rincón de las sucias aceras. Las aceras son alfombras deshilachadas que nos aguardan después de una ruta atroz de comida asquerosa y bebida emética: ayer noche, los dioses del clima ahogaron sus penas, y luego vomitaron desde diez mil metros de altitud. Nos pasamos las horas tumbados, perplejos, en los parques, rodeados de flores de casta inferior. Fíu (solemos pensar), qué despacio va la vida. Yo llegué a la primera madurez en los años sesenta, aquella época rebosante de oportunidades en la que todo parecía estar esperándonos. Ahora los chicos van saliendo de la escuela para…, ¿para qué? Para hundirse en la nada, para estar jodidos. Los jóvenes (se les nota en la cara), los sin esperanza de felpudo pterodáctilo, los fracasados de cresta de loro, han encontrado la respuesta apropiada para esta situación, a saber: nada. Que quiere decir: nada, todo está jodido. La cola del paro empieza a la salida del patio de la escuela. Sus habitaciones de niños han sido los disturbios callejeros; Londres ha sido su gimnasio en plena selva. Otros se han llevado la vida consigo. El dinero está tan cerca que casi puedes tocarlo, pero se encuentra todo en el otro lado: lo único que puedes hacer es pegar la cara al cristal. En mi época podías, si así lo deseabas, abandonar, dejarlo todo. Ahora ya no hay quien abandone. Ya se ha encargado el dinero de evitarlo. No hay adónde ir. No hay quien se esconda del dinero. Ya no puedes decidir: voy a esconderme bien lejos del dinero. Por eso, a veces, cuando la noche es calurosa, rompen y roban cuanto pueden.
Entretanto, hay ciertos seres primitivos que circulan cargados de dinero en sus Torpedos y sus Boomerangs, o que se quedan sentados en sus pozos de dinero en el Mahatma o el Assisi, que pasean con su dinero por todas partes, las tiendas, los pubs, las calles. Los hay de todas las formas y colores, inocentes beneficiarios del chiste mundial que sigue contando el dinero. No hacen nada: son sus divisas las que hacen cosas. El año pasado los pubs estaban repletos de irlandeses increíblemente ricos: no llevaban ya dinero en sus bolsillos, sino eurodinero, que es mucho mejor aún. Y hay cierto reducto en Oriente Próximo donde también nadan en dinero, y toda una escuadrilla de evasores de impuestos ha comenzado a saquear el mundo occidental. Cada vez que le asestan un nuevo golpe a la libra esterlina en los mercados internacionales de divisas, cada una de las tías árabes se encuentra con un nuevo abrigo de pieles. También hay adinerados blancos, ingleses, aborígenes de estas islas. Seguro que son delincuentes. Cómo no van a serlo con esos fajos de billetes, esa mierda de conversación, esas caras crueles, bien tostadas. Y yo soy uno de ellos, uno de los blancos, o al menos de color gris cielo, con mi acicalado felpudo, mi brazo moreno apoyado en la ventanilla del Fiasco, serio ante el semáforo, atontado de tanto abuso alcohólico, pero con dinero. Tengo dinero, sí, pero no puedo controlarlo: a cada momento viene Fielding y me da más. El dinero, en mi opinión, es incontrolable. Incluso aquellos de nosotros que tenemos dinero somos incapaces de controlarlo. La vida está peor cada día, pero jamás se oye decir nada malo del dinero. El dinero, eso sí que tiene que ser bueno.
Desde que dejé mi empleo y me puse a esperar que empezara la película, he notado, también yo, el salto que media entre las cosas. ¿Cómo puede nadie, en estas circunstancias, esperar que sepa cómo apañármelas para enfrentarme a cada nuevo día? Carezco de ideas al respecto. A ver si ustedes me sugieren alguna, por favor. El dinero no me sugiere nada. Permanezco tendido, despistado por completo, en una cama hasta…, ¿hasta cuándo? ¿Cómo es que esta experiencia no se acaba nunca? Levántate, sal, haz algo, ahora… Ahora, ahora. ¡Ahora! Vacilo, tanteo, manoseo…, y por fin me encuentro, semivestido, en la cocina, rodeado de pitillos y filtros de café. A veces las adicciones son utilísimas: como mínimo, para satisfacerlas no te queda más remedio que levantarte de la cama. Miro por la ventana —las calles, el cielo color azúcar mojado— y me quedo perplejo, aturdido, pasmado. Las ventanas en sí parecen tener algo más de sentido. Están forradas de porquería. El cristal parece el parabrisas del Fiasco después de un viaje de dos mil kilómetros, manchado por la sangre ennegrecida de los insectos espachurrados hace mil kilómetros, moteado de contaminación, con las huellas dactilares de repugnantes fantasmas. Hasta la porquería tiene sus estructuras y busca sus formas… Cuando dejé mi empleo tuve la misma sensación que al acabar un curso, como si fuese un domingo por la mañana, fantástico, ilegal. Pero el final de una cosa debería ser el comienzo de otra, y todavía no sé qué es lo que se supone que está empezando. En mi cabeza, por lo menos, la sensación es de puro vacío, todo está jodido. Selina se levanta temprano. Sus instintos de adicta a las compras (detectables en su expresión afilada, en lo afilado de sus dientes) la empujan a salir al mundo del dinero y el intercambio. Le interesa esa boutique que lleva una de sus más útiles amigas, Helle, una tienda que está allá por Chelsea. Selina quiere que yo invierta dinero en esa boutique. Y yo no quiero invertir dinero en la tienda, pero probablemente acabe haciéndolo. Si lo hago, jamás lograré sacar de ahí lo que haya metido.
De modo que juego a ser paciente, y juego a hacer solitarios. El libro de Martina permanece cerrado en la mesilla de noche: todavía no le he hincado el diente, ni he averiguado tampoco qué son los pop-holes. Miro el televisor, el vídeo. Llegué a tener una buena colección de películas grabadas en vídeo, pero ahora soy incapaz de hacer nada durante tanto tiempo seguido. He visto todos los vídeo pornos, y, ahora que Selina está aquí, no necesito para nada la pornografía. Grabo en las cintas fragmentos al azar de la programación nocturna. Documentales de la naturaleza, programas cómicos. Fútbol, billar, bolos, dardos. ¡Dardos! ¡Eso! La leche… Pronto pareceré uno de esos brutos de gran tripa y cara de animal que siempre andan con la cerveza y las flechas. Luego, caídos los hombros y la mirada fija en la sucia acera, me largo al bebedero y me siento con mi jarra y mi tabloide en un rincón junto a la chimenea.
Rusia va a darle una paliza a Polonia. Si yo fuera Rusia haría exactamente eso, aunque sólo fuese por mantener las apariencias. Quiero decir que no se puede permitir que el mundo dé un vuelco. Parece que el príncipe Carlos tuvo algún lío con una de las hermanas de Diana, hace mucho tiempo, antes de que decidiera señalar a Lady Di como la estrella de la familia. Otro juez comechochos le ha impuesto una multa de diez libras a una gilipollas que asesinó al lechero de su barrio: tensión premenstrual, TPM. La Alianza Occidental está en baja forma, según me cuentan. Bueno, ¿se puede saber qué esperan ustedes? Ellos tienen de jefe a un actor, y nosotros a una tía. Más disturbios en Liverpool, Birmingham, Manchester; el centro de las ciudades ha sido abandonado a su suerte, dejan que se pudra, que se queme. Lo siento, chicos, pero la primera ministra (PM) tiene tensión premenstrual (TPM). Aquí viene lo de una mujer que regaló su hijo de cinco años a un desconocido al que se encontró en un pub, a cambio de un par de copas de whisky. Está separada de su marido, con el que estaba casada por lo civil, y que está en paro.
Hago el crucigrama corto. Juego a marcianitos y a tragaperras frutales. Me siento como un robot que juega contra un robot rival, por dinero. Los dos somos bandidos de un solo brazo. Retención, cambio, doble, gana, pierde. Hoy en día te lo hacen todo sin que tengas que mover un dedo: Buscapremios, Retenomátic, Autoempujón. Las máquinas me dan náuseas, tanto si gano como si pierdo. Pero si en este local tuviera un agujero en la pared, seguro que también metería dinero por él. Voy a otro sitio, como alguna que otra porquería y bebo un vino asqueroso. Entro en la tienda de apuestas hípicas y, sentado en un taburete alto, me dedico a perder dinero. Paseo junto a los kioscos y estudio las tías en pelotas de las revistas. Me voy a casa, me tumbo en la cama, y todo vuelve a empezar. ¿A qué puedo agarrarme, qué podría hacer para que las cosas tuvieran sentido? El tiempo me tiene sobre ascuas. Hubo épocas en las que me sentía pictórico de energías. Actualmente, la sola palabra energía me produce un apagón total, me deja agotado. No puedo preparar el guión técnico hasta que Doris Arthur termine su trabajo. En cuanto a los presupuestos, Micky Obbs, mi primer ayudante, está cobrando media paga para estar sin hacer nada, en espera de que llegue el primer día de trabajo, junto con Des Blackadder y Kevin Skuse. Él sí que puede permitírselo.
***
Ayer, por ejemplo.
Once cuarenta y cinco. Entré en el Jack the Ripper, el peor local de los muchos locales que frecuento. No estaba lleno: la chica de la barra se empeñaba en desaparecer y en no encontrar mi mirada. Saludó, en cambio, a dos o tres recién llegados, a los que entregó sus copas y cobró, sin que en ningún momento hiciera caso alguno del billete de cinco libras que yo le mostraba, ni de mis estridentes solicitudes. Bueno, no soy de los que aguantan tranquilamente esta clase de trato.
—¿Qué opina usted? —dije en voz bien alta—. Quiero decir que, ¿qué probabilidades tengo de que me sirvan si me quedo por aquí un par de meses?
La gente se volvió, pero la camarera hizo caso omiso. Se fue a la caja que, a ruegos suyos, estalló y tintineó. Giró noventa grados, con el cambio en la mano, y pasó delante de mí, y llegó a ver la expresión furiosa de mi rostro.
—No vamos a servirle —me anunció. Vaciló un momento. Luego me miró a los ojos. Su cara, ese pequeño universo, era perfectamente correcta. Todos los clientes del bar nos miraron con curiosidad.
La verdad es que, desde que pisé el umbral del pub, sentía una tremenda necesidad de tomarme una copa. Y de eso hacía por lo menos cinco minutos.
—¿CÓMO DICE? —dije—. ¿Por qué? ¿Quién lo ha dicho? ¿Por qué?
—Es por lo de ayer noche.
—¿Qué quiere decir eso de lo de ayer noche? Pero si ni siquiera estuve aquí.
—No se acuerda. Estaba demasiado borracho. ¡Jerome! —gritó—. ¡Jerome!
Jerome, el matón de azules vaqueros, pendiente en la oreja y pelo teñido de rubio, salió de su escaparate de calienta tartas y revienta alubias para acercarse a nosotros.
—¿Qué?
Ahora iba a empezar el turno de Jerome. La chica se había ido a atender sus ocupaciones en otro punto de la barra. Pero antes, volviendo la cabeza por encima del hombro, le dijo a Jerome:
—Cuéntaselo. Es el de ayer noche.
—¿Qué es toda esa mierda de lo de ayer noche? —dije—. Acabo de decirlo, ayer noche ni siquiera pasé por aquí.
—Espere un momento —dijo Jerome—. Oye, Flora, no fue ayer. Fue anteayer.
—La noche del domingo.
—¿A qué día estamos hoy?
—Lunes —dijo Flora—. Fue ayer noche.
—A ver si nos aclaramos —dije—. ¿Cuándo fue? Trabajáis todo el puto día en el pub, y tampoco os acordáis de nada.
—Él es el que rompió la máquina —le dijo Flora a Jerome, que, muy serio, cruzó los brazos—. Luego se metió con Mr. Beveridge. Y después me dirigió a mí toda clase de insinuaciones obscenas.
—Ah, bueno —dijo Jerome.
—Eh, Jerome. Tío. Vete a tomar por el culo —dije—. Tú, Flora, ven para acá. Ven.
Flora se cruzó también de brazos.
—A ése no pienso acercarme —dijo.
Dejé caer la cabeza sobre el pecho. Inspiré profundamente. Las lágrimas me asomaron a los ojos. Cómo necesitaba un buen trago. Sentí ganas de decirles que tengo graves problemas de los ojos, del felpudo, del corazón, y que soy amigo de Lorne Guyland y de Butch Beausoleil. Pero de repente vi un grupo de vasos llenos de cerveza en la barra, frente a mí. Abriendo las dos manos, los empujé. Tardaron lo suyo en caer, y para cuando lo hicieron yo estaba a mitad de camino de la puerta.
—¡No vuelva más por aquí! —le oí gritar a Flora cuando abría de un empujón, en busca de aire.
Había otros dos pubs cerca de allí, el Butcher’s Arms y el Jesus Christ. Lo fastidioso era que también allí me habían prohibido la entrada. De modo que probé en el Pizza Pit. Me instalé en una caravana crepuscular, con una botella de vino tinto y una pizza de las grandes, que seguía siseando, olvidada, en la mesa. Domingo por la noche…, mejor no menearlo. ¿O fue el sábado por la noche? Me bebí otra botella, y después crucé la calle en busca de una comida más interesante. Con la ayuda de tres hileras de cervezas, consumí tres Waistwatchers, dos Sickburgers, un American Way y una ración doble de Tuckleberry Pie. Pero, un momento… ¿Creen que puedo haberme olvidado algún plato?
Después de comer volví a cruzar la calle para encaminarme al kiosco, y me puse en la cola del muro de las lamentaciones pornográficas. Como en las bibliotecas corrientes, el material está organizado por especialidades: revistas con chicas de grandes tetas, revistas con chicas vestidas de seda y encaje y ligueros, revistas con chicas a quienes se lo están haciendo pasar muy mal. Amigos, qué cantidad de revistas con chicas a quienes se lo están haciendo pasar muy mal. Tal vez piensen ustedes que esa gentuza tiene bastante con media docena de revistas mensuales de ese tipo. Pues no. No les basta con media docena. La pornografía tiene su olor, su aroma especial. Me parece que es el del papel tratado que usan los magnates de la prensa. El olor de la pornografía es árido, acre, olor a jaqueca y a cera… Le eché otra ojeada a Debonair, volví a mirar a Vron, mi futura madrastra. Menudo par de argumentos tiene mi futura madrastra, desde luego. Podría ser la estrella de una de las revistas especializadas en tías de tetas grandes. Dejé Debonair en su sitio y cogí Lovedolls. Acepten mi palabra: no las hay más guarras que Lovedolls, al menos en Inglaterra, al menos dentro del circuito legal. De modo que allí estaba yo, murmurando bajito y pasando turbiamente las páginas, encorvados los hombros, gacha la cabeza…, cuando de repente, con una sonora palmada en las páginas centrales, alguien me arrebató la revista de las manos.
Alcé la vista, alarmado, pasmado, aterrorizado. Una tía rolliza, con una agradable cicatriz, dos insignias en la solapa de su chaquetón de pana, vibrante el rostro y la pose, severísima, exaltada… Los mirones de revistas detuvieron su procesión. Alguien, cerca de mí, se apartó un paso, lejos de mi vista.
—¿Qué está haciendo? —ladró la tía, en tono sequísimo. Unos labios de clase media, una voz y unos dientes duros, limpios.
Retrocedí, me aparté. Creo que incluso traté de protegerme levantando un brazo.
—¿Por qué no le da vergüenza? —dijo ella.
—Pero si me da mucha vergüenza —dije.
—Mire. Mire eso.
Los dos nos quedamos mirando la revista que había caído al suelo. Estaba entreabierta encima de un estante que contenía revistas de las corrientes, de las legales, muy ordenaditas. Una de las páginas centrales había quedado semidoblada, como tratando de ocultar la visión de la tía despatarrada. A pocos centímetros de su codiciosa sonrisa penduleaba un miembro viril fofo y granudo.
—¿No es repugnante?
—Lo es.
—¿Cómo puede mirar esas cosas?
—Ni idea.
Esto hizo que la tía vacilase un momento. Creo que hasta este momento ni siquiera había oído ni una sola de mis palabras. Seguro, por otro lado, que le estaba costando un buen esfuerzo hablar con un tipo como yo, con mis gordos hombros y mi tensa cabeza vuelta hacia el espectáculo de aquellas mujeres, aquellas hermanas de ella, que habían caído en la perdición. Sí, pese a su fuerte y redondo rostro, sus impecables dientes, su rectitud, debía de estar costándole un gran esfuerzo. Tal vez había hecho esto mismo varias veces, pero no muchas. En estos momentos toda la fuerza de su mirada comenzó a individualizar mi forma humana, y sus preguntas empezaron a ser preguntas. Alzó el enguantado índice.
—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué? Sin usted, no existirían. Mírelo bien. —Volvimos a bajar la vista. La muñeca del amor estaba en una postura de contorsionista—. ¿Qué le dicen esas cosas?
—No sé. Dinero.
La tía dio media vuelta y, con un leve taconeo, se largó hacia la salida (todo el kiosco estaba extrañamente paralizado, mudo), le pegó un buen tirón a la puerta de cristal y, sacudiendo su brillante melena, salió al azaroso desorden de la calle.
Hubo carcajadas, conversaciones restablecidas. Un divertido alivio asomó brevemente en los rostros de un par de chicos que trabajaban en la caja. Devolví Lovedolls a su estante, y luego, en plan desafiante, estuve mirando Plaything International y Jangler. Crucé la calle, me encaramé a un taburete y perdí veinte libras en la carrera de las 3. 45. Me sentí horriblemente mal, enfermo, apaleado. Ya está bien: ¿por qué me ha de tocar siempre la china? ¿Por qué no le ha de tocar la china a alguien que tenga algo más que perder?
Regresé a casa bajo una fina lluvia. Y qué cielo. ¡La leche! Tonos neblinosos de cocina sucia en los que algún que otro ojo de luz no mostraba más que mugre y ribetes de grasa, y todo aquel aire colgando encima de mí y de mi espalda como un fregadero viejo repleto hasta el borde de platos por lavar. Un jodido, derrengado, reventado Londres, haciendo tiempo bajo cielos empapados. En el adornado portal de unos grandes almacenes, un viejo de abrigo abrochado hasta el cuello y zapatos lustrosos le hablaba a la lluvia. A su alrededor, con rostros inexpresivos, había más viejos, así como un par de mujeres jóvenes de uniforme azul y rostro de blanqueada sinceridad, que subrayaban o puntuaban su discurso con un himno interpretado con flautas y tambores.
—Nunca es demasiado tarde —decía con timidez el viejo parlanchín, en actitud ciertamente modesta, la de uno de esos sombríos conserjes de Dios— para cambiar de actitud.
Finos los labios y los ojos, se dirigía a la paseante ironía de la muchedumbre, a los jóvenes, a los en absoluto curiosos extranjeros.
—No tenéis por qué —dijo— sentiros avergonzados.
De todos modos, apenas si se le entendía, en parte debido al ruido del tambor y de la lluvia y del aire lechoso.
Pero te equivocas, colega. Los cielos están avergonzados. Los árboles de las plazas tienen la cabeza gacha, y las marquesinas de las tiendas ocultan cuidadosamente los sonrojados rostros húmedos de los escaparates. Hasta el periódico vespertino siente vergüenza tras las rejas de su celda. Y también la siente el reloj situado sobre la puerta junto a la que habla el viejo. Hasta el tambor siente vergüenza.
***
—¿Se puede saber cómo cojones has terminado en este estado? —Vale ya, furcia, ¡se acabó!
—¿De qué hablas?
—¡Nunca estás aquí cuando te llamo desde América!
—¿Acaso no puedo irme a mi propio piso cuando me da la gana?
—¡Tampoco estás allí!
—¿Y no puedo desconectar el teléfono si quiero?
—Eres una actriz barata, eso es lo que eres. ¡Lo que pasa es que te largas por ahí!
—¿Y pretendes hacerme creer que no sabes por qué las cosas están como están?
—¡Estás estafándome, so furcia!
—¿A qué viene todo esto? ¿No ves que trato de decirte algo?
Selina se desabrochó el abrigo. Cruzo los brazos y permaneció en pie, erizada por la reciente tensión callejera.
—Menudo tú para decir eso —dijo Selina—. Vete a la cama, por Dios, y duerme la mona de una vez, o no podremos salir a cenar. Si es que vamos a salir.
No, me pondré bien, dije, o gemí, hazme un té o algo así… No sé cómo se las ha arreglado, pero Selina, menuda ella, me ha derrotado con mis propias armas. Ojalá supiera cómo se las ha apañado. Gimiendo, me tiendo en la cama con mi taza de té. Selina se instaló junto a la mesa circular de acero: periódico de la tarde, taza de té, un merecido pitillo. Estuvo volviendo las páginas con nervio, se detuvo, frunció el ceño, carraspeó, entornó los párpados, y se inclinó hacia delante, fríamente concentrada en una página. Yo sabía muy bien qué estaba leyendo. Estaba leyendo una noticia acerca de ese juicio que hay en California en tomo a la demanda de alimentos que ha interpuesto una tía contra un tipo que fue su amigo durante un par de días. Selina no se pierde detalle de lo que pasa en ese juicio. Yo tampoco. Esta nueva variante del asunto supone muy malas noticias para los tíos. Tal como van las cosas, y si no lo he entendido mal, parece que en cuanto una tía le prepara el té, una vez a la semana, al mismo tío, durante un período determinado, la tía tiene derecho a la mitad de la pasta del tío. Cada tarde, desde hace unos días, Selina pasa directamente a la página que cuenta esta historia, y la casa se queda en silencio. Espero que no pretenda conseguir algo parecido de mí.
—Seamos realistas, aunque sólo sea por una vez, ¿de acuerdo? —dijo más tarde—. Eres tan bruto que no te has dado cuenta, pero soy tu última oportunidad. No, ésas no, se me clavan. ¿Quién, aparte de mí, será capaz de aguantarte?
—No, ésas tampoco. Las usamos la otra noche.
—Mírate a ti mismo un momento. No, están por lavar. Entiéndeme, tampoco creas que eres un gran partido. Tienes treinta y cinco años. A ver si por fin se te nota.
—Sí, ésas me valen. Y ponte los que van a juego. Eso.
—Si lo que haces es esperar a ver si encuentras a alguien mejor…, ya puedes armarte de paciencia. Además, dime, ¿quién crees que querría cargar contigo? ¿Martina Twain?
—Espera. Quítate ésas y ponte esas otras.
—Fue ella la que te dio el libro, ¿no?
—¿Qué libro? —pregunté, impresionado, una vez más por el brujeril radar de Selina.
—Ese libro de una biblioteca que tienes en la mesita de noche. Ese del que lees cada noche la primera página.
—Así, perfecto. Perfecto. Es algo así como un regalo.
—Un regalo… Y una mierda. La verdad, hay que ver lo poco que algunos sabéis de vosotros mismos.
Más tarde, bastante más tarde, Selina volvió a la carga:
—Enfréntate a la realidad —dijo—. Crece de una vez, por Dios. Estoy dispuesta a quedarme contigo. Quédate conmigo. Yo te cuidaré. Tú cuidarás de mí. Dame hijos. Cásate conmigo. Comprométete de una vez. Hazme sentir que mi vida está basada en algo. O, al menos, deja que pueda moverme a mi gusto.
—Vale. Sí, de acuerdo. Muévete a tu gusto.
De modo que, a la mañana siguiente, cuando los cuervos de la plaza aún estaban haciendo ruidos de hambre, alquilé una furgoneta en la tienda de la esquina y nos deslizamos cuesta abajo, hacia Earl’s Court, para recoger las cosas del apartamento de Selina. Mandy y Debby, sus compañeras de piso, revolotearon semidesnudas por todas partes, dedicándose a servirme café con la reverencia debida ante un hombre adinerado que, además, iba a pagar las deudas de su amiga. Estuve tumbado en el sofá de aquel ático de forma piramidal y con ventanas de ancho alféizar. Más allá de los tejados se podía observar el cielo, estudiar el tiempo, que preparaba una nueva fase del tipo atascado. En efecto, el sol, averiado y herrumbroso, dejó repentinamente de brillar, como una linterna con las pilas mojadas. Selina se puso un delantal, se recogió el pelo bajo una gorra de béisbol, y comenzó a trabajar con notable eficacia femenina. Mandy y Debby, por su parte, se turnaron en la tarea de entretenerme. Mandy y Debby: ésas dos también parecen tías de las que salen en las revistas de desnudos. Son como Selina. Las artistas de la cama no son, actualmente, criollas lánguidas que tontean el día entero en el boudoir, comiendo bombones de chocolate, relamiéndose los labios y ronroneando, con el rostro orlado de crema de leche y semen. Qué va. Son más bien mentes empresariales apoyadas sobre hombros de industrial, mujeres astutas y listas, que ya no parecen adolescentes sino mujeres curtidas, experimentadas. Selina se enamora y desenamora de este par, según corran los tiempos, al igual que le ocurre con Helle. Una vez me contó, con una entonación preñada de odio y desprecio, que Mandy y Debby habían trabajado de escoltas, negocio que funciona de acuerdo con las siguientes condiciones: el tontolaba le paga a la agencia quince libras por cada cita, de las cuales la tía se llevaba sólo dos. Exacto: dos pavos. Escandaloso, ¿no les parece? De modo que, como es natural, las tías tienen que buscarse por su cuenta algún tipo de negocio suplementario. Nada de todo eso, sin embargo, ocurrió aquí. Lo que ocurrió, ocurrió en todas esas habitaciones de hoteles intercontinentales tan iguales las unas a las otras, en las suites privadas de ciertos corrompidos clubs y boyantes locales ilegales, en brillantes pisos de árabes. Mandy y Debby tenían toda la pinta de haber estado en ese negocio, y parecían lo suficientemente duras como para soportarlo, sobre todo Debby, que se dedicó a regalarme tantas miradas, tantas casuales caricias de su mano en mis rodillas, tantas revelaciones de lo que ocultaba bajo el batín, que a punto estuve de pedirle su número de teléfono. Aunque comprendí a tiempo que pedírselo hubiera sido gratuito, especialmente dadas las circunstancias. Ya sabía su número de teléfono.
Hice un cheque de trescientos veinte pavos para cubrir diversos gastos —«pasta de despedida», lo llamó Mandy— y luego cargué con las pertenencias mundanas de Selina hasta la furgoneta. Sus propiedades eran lastimosamente escasas, la verdad. Hubiese cabido todo en el Fiasco si el Fiasco hubiera podido ponerse en marcha. Tres papeleras metálicas con ropa, una tetera, dos fotos enmarcadas, una jabonera, una silla, una plancha, un espejo y una lámpara.
—Ahí lo tienes, nena —le dije, tras haber subido las últimas cosas al final del trayecto.
—Gracias, cariño —dijo Selina. Se había plantado en mitad de mi piso de alquiler—. Ahora, esto es mi casa. Mi hogar. Muy bien.
Selina poseía tres libros de bolsillo que sumaron sus fuerzas a los que ocupaban anteriormente los anaqueles: un callejero de Londres, Problemas legales de la vida corriente, y Guía del Amor y el matrimonio. Sumando a todo esto el regalo de Martina, mi colección de libros parece haber entrado en una fase de expansión.
***
—No se lo cuentes a nadie —dijo Alec Llewellyn—, pero aquí dentro se está de fábula. ¡No te rías! Nos verán, y se van a creer que no me lo tomo en serio.
—¿Tienes celda propia?
Se recostó en el respaldo de la silla.
—No. La celda es individual, pero hay otros dos tipos conmigo. Esto está atestado. Tenemos aquí de todo, ladrones, estafadores y cosas así. Contamos con nuestro propio calentador de agua para el té. Y la vida es tan relajada que casi me parece imposible. La primera mañana, al despertar, me sentí fantástico, oye, como un crío. Me desperecé y pensé: Bueno, ahora me tomaré mi taza de té y saldré a pasear… Fue entonces cuando lo comprendí.
—Caray.
—Sí. No sabes lo aliviado que me siento. Antes de entrar yo creía que, con mi acento y mis modales, en cuanto me vieran me darían una paliza o me joderían vivo. Pero no es nada de eso. Probablemente éste sea el último rincón de Inglaterra en donde todavía funciona el sistema de clases.
Encendí un pitillo y esperé.
—Creo que tiene que ver con la claridad de mi pronunciación. Todos los demás hablan como si hubiesen aprendido a hablar ayer mismo. Nadie entiende por qué estoy aquí. Les doy paranoias. A los presos, a los guardias, al subdirector. Hasta el director viene a charlar conmigo a la celda.
—¿Qué tal te dan de comer?
—Horrible. Mucha soja y poca carne. Te sientes llenísimo, pero al poco tiempo te quedas vacío. Sabes, siempre había creído que les echaban píldoras anti calentura en el café. Pero no les hace ninguna falta. No le echan nada al café. Butch Beausoleil podría vivir aquí y pasarse el día desnuda, y nadie le echaría ni una ojeada. Tal vez se les ocurriera cogerla y pegarla con celo a la pared de la celda. Porque te pasas el día entero como si acabases de hacerte diez pajas seguidas. Es por la comida y el aire, por el confinamiento.
Estábamos sentados en una cafetería neogótica. Si alzabas la cabeza, era como volver a estar en la escuela. Arriba, entre las ventanas, podías imaginarte que aquella luz, el jugueteo del artesonado, el ruido de conversaciones, correspondían a un mundo libre. Abajo, claro, los presos estaban sentados al otro lado de una fila de mesas de superficie amarilla, frente por frente de las visitas —mujeres diminutas, niños—, que estaban sentadas en sillas de cocina. Pero no había cubículos ni rejas metálicas. Los que quisieran, podían cogerse las manos. Darse besos. Los presos más viejos eran una pandilla de hurones hocicudos. Como seres a medio hacer. Se instalaban cómodamente en su banco y hacían ademanes resignados, explicativos. Sus esposas, más tensas, adelantaban el cuerpo sobre la mesa, en actitud de súplica. Los niños se limitaban a mirar y agitarse, nerviosísimos. No cabía duda de que estaban portándose mejor que en su vida.
—Te he traído un cartón de tabaco —le dije—. Y una docena de botellas de vino.
—Gracias. Oye…
—Cuando me explicaron qué es lo que estaba permitido traer me quedé pasmado. Media botella de vino diaria…, no es suficiente, pero no está mal. Se lo he dejado todo a ese tipo.
—¿Has traído algún libro?
—¿Cómo?
—¡No te jode! Imbécil, a ver si me traes alguno mañana, eh. Prométemelo. ¿A qué crees que me dedico durante todo el día? Y aquí sólo tienen unas cuantas novelas del oeste, algunas de suspense, y todas con la mitad de las páginas rotas o manchadas de té y salivazos. Los últimos días he tenido que leer la Biblia, no te jode. Hasta me conformaría con eso, pero, desde que empecé, todo el mundo cree que estoy como una cabra. Tráeme libros.
—Ni siquiera sé cuáles te gustan.
—Por Dios, cualquier cosa. Te haré una lista. Novelas, historia, viajes, da igual. Poesía, lo que sea.
—¿Poesía? ¿Aquí?
—Me arriesgaré.
Alec llevaba un mono azul marino. Recordaba a un obrero francés, o al menos a esos obreros franceses que salen en las películas de vanguardia… Fue verle vestido de aquella manera lo que me hizo comprender lo bajo que había caído. Tampoco es que hubiera ido a parar muy lejos. No le pises, pensé. No le pises demasiado. O desaparecerá por el otro extremo. Todos los que están aquí han cometido alguna transgresión, todos han pecado contra el dinero. Y, ahora, el dinero se lo estaba haciendo pagar.
—Esto me recuerda… —dije—. ¿No tendrás por casualidad seis mil pavos encima, no?
Alec se rascó el cuero cabelludo. Movió nerviosamente la punta de la nariz.
—Ya, bueno, siento mucho que pasara eso.
—¿Qué ocurrió?
—Una parte se la di a Eileen, e intenté doblar el resto en la ruleta. Brillante, lo admito. Pero no fue suficiente. Hubieses tenido que verme en el banquillo de los acusados, tío. Estaba fundiéndome. Cuando aquel viejo necio de la peluca comenzó a leer la sentencia… Dios mío, pensé, por fuerza tiene que estar hablando de otra persona. Y ahora sólo soy un preventivo. Como el día nueve las cosas me salgan mal, me mandarán a un sitio mucho peor.
—¿Puedo ayudarte en algo? —dije apresuradamente.
—No. Necesitaría… Me piden una fianza tan enorme que no te la puedo pedir ni a ti. ¿Qué dijo Ella?
—Casi nada. ¿La odias?
—Bueno, ya sabes. En un momento en el que dos personas pelean y se detestan, seguro que a ella le ha encantado encontrarse con que la ley está a su favor. Tiene a su favor un juez y quinientos presos y todo este penal. En lugar de tirarme un cenicero me ha mandado a la cárcel.
—Joder, voy a…
—La culpa no ha sido suya. Todo es legal, algo relacionado con los niños. Lo más irónico —dijo Alec Llewellyn—, lo más irónico es que Andrew ni siquiera es hijo mío.
—¿Cómo lo sabes?
—Mírale bien. Fíjate en el pelo. Y luego mira a Mandolina. Ella es completamente diferente.
—¿Estás seguro?
—El mes en que quedó preñada nos llevábamos tan mal que no me acosté con ella ni una sola vez. Ella dijo que me la tiraba cuando estaba borracho. Pero si estaba demasiado borracho como para acordarme, seguro que también estaría demasiado borracho para hacer nada. En fin. El día después de mi llegada aquí vino Ella y lloró hasta reventar. No sé si sabes que trató de impedir que ocurriera esto.
—¿Ah sí?
—¿Cómo está Selina?
—Bien. Y me es completamente fiel.
—Qué bobo eres. Qué tonto.
Mencioné el nombre del colegio de pago al que fue de pequeño. Luego el de la carísima institución donde hizo el bachillerato. Finalmente el de su college, en Cambridge.
—Y ahora, la cárcel de Brixton —dije—. ¿Qué vendrá a continuación?
—Pentonville, u otra cárcel de alta seguridad. —Cogió otro pitillo del paquete que yo había dejado en la mesa—. En fin, es la universidad de la vida. Se aprenden cosas nuevas cada día. Por ejemplo, sé que hay alguien que ha pagado una pasta para que te den una lección.
—Ah, eso —dije, fríamente. Ya había oído rumores.
—Uno de los delincuentes de poca monta que rondan por aquí me lo contó el otro día. Es un contrato baratísimo. Cincuenta libras o algo así.
—¿Quién paga?
—Eso no me lo dijo. No lo sabía, o no lo recordaba. Pero sí se acuerda de los daños.
—Por valor de cincuenta pavos —dije, sintiéndome un tanto ofendido, humillado—. ¿En qué consiste? ¿Un caponazo al cogote? ¿Un dedo machacado?
—Un golpe en plena cara, con algún objeto contundente. Bueno. Voy a hacerte la lista. Y hazme el jodido favor de traerme esos libros.
Me pasó el pedacito de papel. Le pasé un billete de diez libras. No era prudente que tuviera más dinero. Tampoco iba a tener muchas posibilidades de comprar cosas. Pero el dinero da poder, incluso en un sitio así… Se lo llevaron enseguida: un guardia uniformado le hizo una seña desde la puerta entreabierta. Alec Llewellyn me miró, serio, cuando se alejaba con su mono azul; Alec, el super elegante. Me fui por donde había entrado. Los delincuentes estaban abrazando y dando ánimos a sus esposas, muchas de las cuales soltaban su ración de lágrimas. Unas palabras dichas a tiempo habían servido para que los niños se estuviesen callados un momento. Pasé junto al mostrador de los paquetes, junto al cuarto de las taquillas; dejé atrás enormes cubos de basura, restos de viejos radiadores. La siguiente oleada de familiares iban entrando en grupo; otra oleada de carteristas, atracadores y demás chapuceros iba siendo conducida a la sala de visitas. Guardias en mangas de camisa andaban de acá para allá con unos impresos: todos muy animados, con exceso de trabajo. Uno de los tipos de la puerta me ayudó a empujar el Fiasco. A muchas revoluciones por segundo, bajé la pendiente verde hacia el centro de Brixton y luego crucé todo el barrio. Pero sólo cuando alcancé el lavado cielo del Támesis me atreví a estacionar el coche y enfrentarme a mi miedo.
Me apeé. Subí la cuesta del puente de Battersea, hasta el centro. A mi espalda, las cuatro chimeneas de la central eléctrica señalaban hacia arriba, a manera de umbral de un edificio inacabado de dimensiones inconcebiblemente enormes, tremendas. A mis pies, el Támesis serpenteaba y latía como un cerebro humano: lanzando señales, deslizando un velo tras otro, como si alguien hubiese echado a su corriente algún líquido pesado, dando evidentes signos de que los ríos son seres vivos. También ellos mueren. Estuve agarrado a la barandilla hasta que me abandonaron las náuseas y vomité a través de los barrotes de hierro hacia el aire libre.
Ya lo ven, procedo de las clases que viven en la delincuencia. Sí, es cierto. Lo llevo dentro de mí, todo eso, en la sangre. ¡Cómo te dominan esas cosas! Una persona como yo es incapaz de distanciarse de las cárceles. Lo único que puedo hacer es darles dinero a los que están dentro. Lo llevo en la sangre, en la sangre. Cuando vaya a California para la última revisión, quizá me decida a cambiarme todas las piezas, incluida la sangre.
***
California, el país de mis sueños, y de mis anhelos.
Ya me han visto ustedes en Nueva York, y ya saben cómo soy aquí, pero en Los Ángeles, amigos, se lo aseguro, allí voy a por todas, allí soy enérgico, impetuoso, agresivo, un tipo diferente. El pasado diciembre, y durante toda una semana, mi corto de treinta minutos Dean Street fue proyectado diariamente en el Pantheon of Celestial Arts. Y estuve haciendo tratos y negocios en restaurantes chillonamente limpios, junto a vaporosas piscinas redondas, en jacuzzis selváticos. Todo me salió bien, y todo pareció posible. Fue en el terreno del placer, como de costumbre, donde me tropecé con un problema.
En Los Ángeles no hay quien haga nada a no ser que tenga coche. Yo, por mi parte, soy incapaz de hacer nada a no ser que beba. Y la combinación de bebida-conducción es francamente imposible en esa ciudad. En cuanto te aflojas el cinturón de seguridad o se te cae el cenicero o te hurgas la nariz, bueno: te espera la autopsia en Alcatraz, y el interrogatorio lo dejan para después. Allí tienes la sensación de que a la menor indisciplina, a la menor variación, oirás el grito de advertencia por los altavoces, verás una serie de imágenes amenazadoras, y un cerdo transportado en helicóptero dejará caer una cuenta sobre tu felpudo.
De modo que, ¿qué puede hacer un pobre chico como yo? Sales del hotel, el Vraimont. El perfil urbano de la zona baja de la ciudad está marcado por el verde salivazo de Dios. Tanto si te vas a la derecha como si caminas hacia la izquierda, no eres más que una rata en un río veloz. Tal restaurante no sirve bebidas, tal otro no sirve carne, y el de más allá no sirve a los heterosexuales. Puedes conseguir que te laven el chimpancé con champú, puedes lograr que te tatúen el pijo, con servicio de veinticuatro horas al día, pero ¿lograrás que te sirvan el almuerzo? Y aunque veas en la acera de enfrente un cartel que con destellos de neón anuncia CARNE-ALCOHOL— SIN LIMITACIONES, da lo mismo. Mejor olvidarlo. Para cruzar la calle hay que haber nacido allí. Todos los semáforos para peatones están en rojo, permanentemente, todos ellos: DON’T WALK, dicen. Ese es el mensaje, el contenido, de Los Ángeles, don’t walk, no ande. Quédese en casa. No ande. Conduzca. No ande. ¡Corra! Intenté usar taxis. Inútil. Los taxistas son todos extraterrestres, tipos venidos de Saturno que ni siquiera saben si en este planeta se conduce por la derecha o por la izquierda. Cada vez que vas en taxi, lo primero que tienes que hacer es enseñarles a conducir.
Me emborraché, llamé a Hire-A-Heap y alquilé un cicatrizado Boomerang a tarifa reducida, mínimo cuatro días. Con una botella de whisky entre mis piernas, recorrí lanzado como un cohete calles y carreteras. Bel-Air, Malibu, Venice. Hasta que, la última noche, cometí una gravísima equivocación, y tuve ese tropiezo del que ya les he hablado. No quiero parecer excesivamente severo, pero opino que fue una equivocación tremenda. Iba lanzado por Sunset Boulevard: siguiendo lo que no era más que un impulso, torcí por una calle a la izquierda, cerca de Scheldt’s, donde el día anterior había visto a unas negritas que paseaban con unos brevísimos pantalones cortos de color pastel… En fin, la cosa es que, fuera como fuese, me encuentro tendido en el asiento delantero del Boomerang, con los pantalones a la altura de las rodillas, soportando como puedo una mamada de veinte dólares a la que se entrega de todo corazón una zulú propulsada por speed y que dice llamarse Agnes. Lo que quiero decir es que todo me parece la mar de sensato, ¿no opinan ustedes lo mismo? Es un país magnífico. Una ganga. Tal como está la libra en estos tiempos, al cambio me hubiera salido por apenas nueve libras… Pero Agnes y yo tenemos un problema.
—Ya sé que cuesta —recuerdo haberle explicado a Agnes—. No es nada fácil que se me empalme. Nada fácil.
Agnes comienza a perder la paciencia, a perder dinero. Yo tengo las piernas prácticamente asomando por la ventanilla del Boomerang. Y, de repente, suena un fuerte golpe en el techo del coche.
La bofia, pensé. ¡La brigada de delitos sexuales! Estiré el cuello. Un ama de casa elegantísima, con traje de noche, miraba hacia el interior del coche, con el rostro enmarcado por mis zapatos.
—Dese prisa, amigo —dijo la mujer—. Quiero entrar en mi casa.
Al instante, Agnes escupió la polla como si fuese una ostra en mal estado, y comenzó a pegarle gritos a su detestada enemiga. Qué lengua la de Agnes: inimaginable. Hasta a mí me escandalizaron sus palabrotas. Juró vengarse de esa mujer, de sus perros, de sus hijos, y lo hizo detalladísimamente, con variadas y concretas referencias a diversos rudimentos y efluvios femeninos que yo desconocía.
—Vale, llamaré a la poli —dijo finalmente la señora, y se fue hacia la casa…
Yo estaba agitándome, tratando de enderezarme, agarrándome al asiento con las uñas, pero Agnes y la botella de whisky entorpecían mis movimientos de modo que, pese a todo, no logré incorporarme. Luego se abrió la puerta que tenía junto a mi cabeza, se encendió la luz interior del coche, y un chulo negro de dos metros diez me amenazó con un bate de béisbol, una magnífica pieza de caoba, que sostenía en su cerrado puño.
Bueno, jamás en la vida puede nadie sentirse más desnudo que en una situación así. No, jamás de los jamases. Cierta cualidad del propio bate, el grano lubricado de su superficie, me hizo ver con claridad inmejorable el motivo por el cual hasta entonces me había mantenido alejado de la zona de Scheldt’s y de las encantadoras negras y sus baratísimas mamadas. Todo esto es muy grave y violento y criminal. Mejor que no te metas en según qué barrios, porque puedes salir muy mal parado. Mientras Agnes se escabullía por la otra puerta, el enorme chulo alzó su martillo. Yo cerré los ojos. No me iban a conceder cuartel. Oí un gruñido, un silbido del aire, un crujido que me heló la sangre en las venas, y luego, con movimientos sorprendentemente medidos y eficaces, logré sentarme y, diciendo «Dinero», saqué la cartera, abrí en abanico cinco billetes de veinte dólares que agité delante de su sudorosa cara negra, cerré corriendo la puerta, hice la señal de todo-va-bien con una mano, y salí tranquilamente de Rosalind Court. A continuación, la estela de sirenas a mi espalda. Tras dejar en el asfalto unas largas marcas humeantes con los neumáticos, salí como un cohete hacia Sunset Boulevard, me salté tres semáforos, e hice un espectacular aterrizaje forzoso en un solar junto a Vraimont. Abrí la puerta y corrí hacia el ascensor. Una vez en pie, traté de subirme los pantalones, que estaban entorpeciendo mis tobillos, y al segundo intento lo conseguí. Qué suerte, qué suerte, qué increíble suerte, repetí cien veces mientras me lavaba la sangre que me brotaba de la nariz en la habitación 666. Cuando al día siguiente les devolví el maltrecho Boomerang, los de Hire-A-Heap ni siquiera se fijaron en que los faros estaban hechos añicos y que una nueva verruga adornaba la puerta del volante. Me apoyé en el capó, firmé la factura, me miré los dedos, me brillaban más que la deslustrada carrocería. A mi espalda, iluminado como un barco en fiesta, Sunset Boulevard navegaba pendiente abajo.
Una hora más tarde estaba ajustándome el cinturón de seguridad en el avión. Primera clase: pagaban los del Pantheon of Celestial Arts. Mientras brindaba conmigo mismo con martinis preparados en tierra, también yo fui una coctelera de hilaridad y pánico. Acababa de leer en el Daily Minute que estaban produciéndose apaleos y homicidios continuados en Rosalind Court: la noche anterior, un japonés experto en ordenadores y un dentista alemán habían sido encontrados en un aparcamiento con la cara destrozada a pisotones. Me sentía conmocionado, aturdido.
—Qué suerte tienes, qué suerte —murmuré para mí, contemplando desde lo alto las rocosas Rocosas o Humosas por entre una nube de humo y nieve… En el trono de al lado iba sentado un elegante joven: traje de seda, bronceado artificial, espesa melena. Creí que sería un actor. Alzó la vista y tomó un sorbo de champagne. Alzó la copa.
—Brindemos por la buena suerte —dijo—. Y por el dinero.
Bueno, yo no necesitaba que me empujaran mucho para aceptar un brindis así, y enseguida empecé a balbucear mis sueños y temores. Resultó que el tipo elegante había estado en el Festival, buscando talentos nuevos. Había visto Dean Street y le había gustado. ¿Qué proyectos? Le conté lo de Dinero sucio, otro corto, poca cosa. Estuvimos hablando, trazando planes, intercambiando números de teléfono, como suele hacerse en los aviones: son cosas del alcohol, del aire enlatado y de las historias contadas con gruesos trazos. La pornografía de los viajes.
—Te llamaré —dijo el tipo cuando nuestros túneles se separaron en el aeropuerto Kennedy. Seguro que sí, pensé con ironía, mientras hacía cola para sacar el billete para Londres. Tres días más tarde me llevé un susto cuando el tipo me telefoneó. Lo que dijo fue:
—Tenemos a Lorne Guyland. Tenemos a Butch Beausoleil. Tenemos ocho millones de dólares, y otros tantos haciendo cola. Súbete a un avión, Slick, y hagamos Dinero sucio.
Puedo verme a mí mismo en esa situación. Me encuentro en el departamento de diseño de Silicon Valley. Brilla el sol pero no hay vórtices de polvo. Me muevo con aplomo entre los técnicos, los cerebros y los consejeros de creatividad, los ingenieros, los ajustadores. Alguien me muestra el proyecto abocetado de las orejas y los orificios nasales diseñados para mí. Me apoyo sobre un tablero de dibujo para dar mi aprobación a una mata de pelo para la entrepierna. Los cardiólogos comprueban por segunda vez los detalles de mi funcionamiento. Celebro una reunión preparatoria con los especialistas en felpudos. Pasamos al banco genético, al departamento de programación del ADN, al depósito de plasma. De vez en cuando digo cosas como «Me gusta, Phil», o «¿Qué garantía me das, Steve?», o «De acuerdo, Dan, pero ¿no será una tensión excesiva?». Finalmente saco la cartera, y se hace el silencio.
—Bien, chicos, quiero que una cosa quede absolutamente clara. Pago la tarifa más alta, y quiero que los resultados sean inmejorables. Me da igual lo que cueste. La quiero azul, la quiero real, la mejor sangre que se pueda pagar con dinero. Adelante, muchachos, maldita sea, y a ver si esta vez sale bien.
***
La textura de mi vida ha cambiado mucho desde que Selina vive aquí. Con un gemido de esfuerzo, el escasamente querido piso va reaccionando lentamente a la presencia femenina. De forma perezosa, con obvia falta de entrenamiento, se va enderezando y hace lo que puede por parecer educado, atento, bien dispuesto. Sólo de vez en cuando asoma la mueca burlona de la insinceridad bajo la máscara. Cada vez tiene mejor aspecto. Las toallas aparecen en ordenados montones. Su olor, incluso para mis atascadas narices, ha mejorado de forma indudable. Tengo que agradecer esta innovación a los perfumes y esencias de baños libres de impuestos que suele usar Selina, y también al aroma de lavandería que aporta su ropa, y a la carísima aceitosidad de su piel y sus suaves secreciones. Ahora mismo vuelve a estar en la bañera, mi anfibia Selina. Pronto la oiré acicalándose en el dormitorio, engalanando de sedas y encajes sus fulgurantes curvas. Vamos a cenar fuera, a un restaurante caro, muy caro, uno de esos sitios para los que, según Selina, sí vale la pena vestirse bien… El piso está mejor, más organizado. Y no es que ella tenga mucha vocación de ama de casa o de reina del aspirador. La mujer de la limpieza viene ahora todos los días en lugar de hacerlo todas las semanas. Pero Selina es eficiente, práctica. Vale lo que cuesta.
Y con una nena por aquí, no puedo vivir como antes. Imposible. Lo sé: ya lo había comprobado. No puedes, por ejemplo, hacerte la clásica paja de la resaca antes de levantarte de la cama. Ni sonarte con el filtro del café: es que ni siquiera tienes la oportunidad de hacerlo. En cuanto a mear en el lavabo, es algo que las tías no te consienten. No hay mujer merecedora de ese nombre que te lo permita. Las mujeres gustan de las cosas bien hechas. Sin mujeres, la vida es un pub, un bar de reptiles a las tres menos cuarto de la madrugada… ¿Habéis notado, tíos, que unos calzoncillos negros o azules o rojos permanecen limpios durante días y días, mientras que los blancos…? Bueno, ¿qué coño pasa con los blancos? ¿Qué truco tienen esos calzoncillos que siempre parecen comprados en una tienda de artículos de broma? Sea como fuera, con Selina aquí me siento como si llevara siempre calzoncillos blancos. Supongo que van mejor, aunque tengas que cambiarte de calzoncillos continuamente.
Entré en el dormitorio con la copita suave que le gusta tomar a Selina.
—Mmm —dijo ella.
Estaba plantada delante del espejo, con toda la parafernalia burdelesca. Qué talento. Qué arte. Se volvió. Sus características sexuales carecen de redondez, de plenitud. Sólo que son increíblemente prominentes. Trasero, caderas, vientre, pechos: todo increíblemente prominente. Estaba tan porno con aquellos pertrechos que sentía deseos de quitárselos, o, mejor aún, de apartarlos ligeramente.
—Ven para acá —le dije.
—No.
—¿Por qué?
—Ya sabes por qué.
—… Hoy he visto a Terry Linex. Me ha dado recuerdos. Tenía buenas noticias sobre mi finiquito. Dice que llegará a mitad de camino de las seis cifras.
—¿Cuánto es eso? ¿Cincuenta de los grandes?
—O más.
—Entonces, con mayor razón. Terry Linex intentó propasarse conmigo.
—¿Cómo? ¿Cuándo?
—Yo creí que estaba buscando algo. Hasta que se me enredaron las pestañas postizas en la cremallera de su bragueta. Entonces él…
—¡Joder! ¡Basta! Ven para acá.
Selina tarareó bajito.
—¿Por qué no quieres?
—Ya sabes por qué —dijo, poniéndose su vestido negro.
En realidad, yo no estaba muy seguro de los motivos. Últimamente nos habíamos peleado por el dinero. Pero también podía ser que fuese por mi cara. Mi cara, que jamás ha sido mi mejor atributo físico, sigue bastante hinchada del lado izquierdo. Esa muela ha vuelto a las andadas. Le llevé mi pobre boca a Martha McGilchrist, que, exasperadamente, me la limpió. Si conocen a una tía que diga que es feminista, envíenla por favor a visitar a Martha McGilchrist. Menuda carnicera. Hace que me sienta como una starlet. Menudo macho que es la buena de Martha McGilchrist. Cuando me dejó por fin en paz me dijo que tan pronto como esa muela vuelva a las andadas, que volverá, no podrá salvarla, ni con dinero ni con cariño. En fin, que esa muela tendrá que esperar a que haga el famoso viaje a California. Esa muela, y también todo lo demás.
Me pasé un ratito pegándole gritos a Selina, y luego regresé al sofá y a mi copa. La televisión estaba puesta. La televisión está siempre puesta. Esta tarde, cuando cruzaba la plaza, vi a un par de perros enganchados, culo contra culo. Sus propietarios esperaban, cerca de allí. Los perros también estaban esperando: parecían azorados, abobados, pero lo soportaban con estoicismo. No era la primera vez que se encontraban en esta situación. O, al menos, sus genes ya lo habían vivido muchas veces. Tratar de separarlos puede resultar peligroso… En la tele estuve viendo un documental de vida salvaje que trataba de serpientes de dos cabezas. Las serpientes de dos cabezas son infrecuentes, y duran poco. Se pasan su breve vida peleando por la comida, y por cuál camino tomar. Se pasan todo el día tratando de aniquilarse mutuamente. Pero pronto hay una que domina a la otra. La más pequeña tiene que seguir los dictados de la otra, y ya no tiene voz ni voto. Este sistema les permitió ir tirando durante una temporada. Pero las dos murieron muy pronto.
Si hay una cosa de la que estoy seguro es de que tengo que casarme con Selina. De esto estoy seguro, me parece. Sí, esta vez no hay duda: me he hecho mayor. En realidad no hay alternativa: el no sentar la cabeza, el no crecer me está matando. Tengo que cambiar ahora que aún soy joven, antes de que sea demasiado tarde.
Tengo que casarme con Selina, sentar la cabeza y tener una familia. Vivir una vida segura. Joder, eso de segura me da pánico. Sentar la cabeza: me parece aventurado, precipitado. ¡Hijos! Para eso sí que hace falta cojones. Ser marido y padre: pocos destinos hay peores. La cosa es que, sin embargo, tarde o temprano todo el mundo acaba conformándose con eso. Seguro que ustedes también se conformarán un día de éstos. Y creo que yo también quiero hacerlo, en cierto sentido.
Naturalmente, falta algo. Ah, ya se habían fijado ustedes. No están ciegos. Pero me falta a mí, le falta a Selina, es algo que falta y que siempre permanecerá ausente. Selina y yo nos vamos a la medida el uno al otro. Nos vamos de perlas. Tengo que casarme con Selina. De lo contrario, me moriré, y ya está. Como no me case yo con ella, nadie lo hará, y eso significará que habré malogrado otra vida. Si no me caso con ella, me parece que me demandará por todo mi dinero, hasta el último penique.
***
Hoy he roto con mis costumbres, con la tradición, y he comido en el restaurante New Born. El New Born es una calurosa y diminuta caverna forrada de plástico y con mesas de formica, entre bistro barato y comedero de judíos, administrado por una pandilla de italianos elegantes con quienes colaboran temporeros de baja estofa: asistentes del barrio, vagabundas reformadas, barrenderos. Te encuentras allí con gente de todo tipo, desde basureros hasta ejecutivos de medio pelo. El menú es más bien casero, pero tienen licencia para servir bebidas alcohólicas. De otro modo, no hubiese podido romper con la tradición. Hoy he pedido carne en salsa, más un par de verduras de acompañamiento y una jarra de vino tinto; lo que es para mí, veterano del Pizza Pit y el Burger Shack, del Doner Den y del Furter Hut, esta comida es el equivalente de un puñado de arroz moreno y un vaso de vitamina C efervescente. (De hecho, por el barrio hay unos cuantos restaurantes para gente de vida sana, con macrobióticos servidos por hippies envejecidos o serios daneses. Pero no pienso comer esa mierda, jamás. No pienso comer nada de eso). En fin, que estaba sentado allí, esperando que me trajeran lo que había pedido, cuando entró en el local Martin Amis, ya saben, el escritor con el que charlé la otra noche en el pub. El restaurante estaba muy lleno, y el joven dudó un poco hasta que se fijó en la silla desocupada de mi mesa. Creo que no me vio.
Martin se sentó frente a mí y, de inmediato, abrió y aplanó un libro. Este chico va a acabar malográndose la vista… Yo, por mi parte, tenía la cabeza ocupadísima, aparte de una desesperante resaca, y no estaba de humor para líos. Ayer noche ya había tenido otro lío. Cócteles: diecisiete libras. Cena: sesenta y ocho libras. Selina: dos mil quinientas libras. Sí, me han oído bien, dos y medio de los grandes. La paja aquella de Happy Isles resultó ser una ganga. En serio, lo de She-She fue un regalo. Estoy perdiendo el control, estoy arruinándome. Hace un año, un intento de captación de fondos a la luz de las velas por parte de Selina no le hubiera servido para ganarse más que un buen cogotazo (no crean que lo hacía en público, qué va, esperaba a estar en el Fiasco, o de vuelta en casa). Voy camino de la quiebra, estoy perdiendo facultades. Le di el cheque en el dormitorio. Ella lo dobló y se lo guardó en la hendidura central de su sujetador negro. Luego, amigos, me cobré lo mío. Al cabo de una hora sonó el teléfono. Era la una de la madrugada.
—No contestes —susurró Selina.
Pero a mí me vino bien la interrupción, exactamente en la misma medida en que Selina la deploraba. Nos separamos (fue como tratar de deshacer un nudo de esos tan liados) y me arrastré para descolgar. Era Fielding Goodney, con buenas noticias de diversos colores: finalmente Doris Arthur le había hecho llegar un «guión de ensueño», Caduta Massi y Butch Beausoleil habían firmado los contratos, Spunk quería trabajar con nosotros, y Lorne quería abandonar: Lorne estaba volviéndose loco, o seguía estándolo. El dinero seguía cayendo del cielo con tanta rapidez que Goodney casi no tenía tiempo para atraparlo todo. Refrescado, animadísimo, entré de nuevo en el dormitorio, la botella de brandy balanceándose en mi mano, e hice que Selina maldijera a su madre por haberla parido. Dos mil quinientas libras esterlinas: eso es muchísimo dinero. Pero Fielding hablaba de millones. Si todo salía bien, pronto estaría en condiciones de acostarme con Selina cada noche y por el resto de mis días.
Me trajeron el vino. Tenía que tragarme aquella comida, de modo que me incliné hacia adelante y dije:
—Cosas del destino.
Martin Amis alzó la vista con expresión de pánico, pero luego se tranquilizó y hasta sonrió. Me reconoció. Casi todo el mundo suele reconocerme. No tengo ese problema, el de no ser reconocido. Es una de las contrapartidas que tiene andar por la vida con una jeta como la mía.
—Ah, hola —dijo—. No podemos seguir viéndonos de esta manera.
—¿Qué haces tú en un lugar como éste? ¿Por qué no estás comiendo con tu…, con tu editor o algo así?
—Menos bromas. Suelo comer con mi editor cada dos años. ¿A qué te dedicas tú?
—Al cine —dije.
—Entonces, ¿cómo es que no estás comiendo con Lorne Guyland? ¿Entiendes lo que quiero decirte? No pasa todos los días.
—¿Por qué has mencionado a Lorne Guyland? —Era posible que, aparte de reconocerme a mí, estuviera brindándome su reconocimiento. Nunca se sabe. Al fin y al cabo, en ciertos círculos se me conoce bien.
—Por nada —dijo.
—John Self. —Le tendí la mano, y él me la estrechó.
—Martin Amis.
—Ya.
—Oye —dijo—. ¿No eres tú el tío que hizo los anuncios aquellos, los que al final fueron prohibidos?
—Exacto.
—Ah —dijo, haciendo un gesto de asentimiento—. A mí me parecían muy divertidos. A mí, y a todo el mundo.
—Gracias, Martin.
La camarera apareció con mi plato humeante y rebosante. Tomó nota de lo que quería Martin. El chico aquel volvió a sorprenderme porque decidió tomarse un desayuno estándar: huevos, bacon y patatas fritas. La verdad, empiezo a convencerme de que a los escritores no les pagan gran cosa.
—¿Tostada? —preguntó la chica. Formaba parte del contingente italiano, pero su tez había sido notablemente adaptada a las tonalidades locales por su repetida exposición a los aires vaporosos de la cocina.
—No, gracias.
—¿Para beber?
—Té —dijo Martin.
Señalé mi jarra de espumeante tinto.
—¿Quieres un sorbo de esto? —le pregunté.
—No, gracias. Estoy intentando no beber alcohol en los almuerzos.
—También estoy intentándolo yo. Pero no lo consigo.
—Si bebo al mediodía, me siento horriblemente mal toda la tarde.
—Yo también. Pero me siento horriblemente mal al mediodía si no bebo alcohol.
—Ya. Al final, todo se reduce a elegir, ¿no te parece? —dijo—. Por la noche ocurre exactamente lo mismo. ¿Quieres encontrarte bien por la noche, o prefieres encontrarte bien por la mañana? Y lo mismo ocurre con la vida. ¿Quieres sentirte bien cuando eres joven, o prefieres sentirte bien cuando seas viejo? O una cosa o la otra. Las dos a la vez, imposible.
—Trágico, ¿verdad?
Me miró con cierta cautela. Seguí sus ojos, y vi lo que él estaba viendo. Mis nevadas mejillas y mis enrojecidos párpados, la rendija tragaperras de mi boca, con sus dientes teñidos de ácido tánico: y el felpudo, reseco, el clásico felpudo de bebedor.
—Pero, a pesar de todo, sigues apostando tu dinero por la noche, ¿eh?
—Sí.
—Y por la mañana te sientes hecho una mierda. —Miró mi vino con expresión divertida—. Y te sientes hecho una mierda por la tarde.
—Sí. Bueno, soy una lechuza —dije, inquieto.
Le sirvieron su comida —en este local no se entretienen mucho— y Martin cogió el salero. Luego, cuando empezaba a comer, dijo sin alzar la voz:
—El otro día estaba en el kiosco…, cuando tuviste aquel embrollo con la mujer.
—¿Ah sí? —dije, y noté que mi sangre me daba un morboso tirón.
—Me pareció que te las apañabas muy bien, en aquellas circunstancias. Feo asunto.
—Sí, bastante fastidioso.
—Claro —dijo él, sin dejar de comer—. Podrías haberle dicho que también el hombre estaba siendo explotado.
—¿Qué hombre?
—¿No salía también un tío en la foto?
—No. Sólo una polla junto a la cara de la tía.
—Ya, pero la polla debía de ser de alguien, ¿no?
—Bueno, sí. Pero las tías opinan que eso no es explotación. Ellas creen, bueno, piensan que a todos los hombres les gusta hacer eso.
—Pero se equivocan, ¿no? —dijo él—. A mí no me gustaría. A ti tampoco. Los hombres que se dedican a eso lo hacen por dinero, como las mujeres.
—Probablemente haya tíos a los que les guste hacerlo. Cuando yo era joven siempre pensaba que era como si te dieran mermelada y encima te pagasen un dinero. Y también, no lo olvides, hay tías que lo hacen por gusto.
—¿Lo crees de verdad?
—Desde luego —le dije—. Conozco a una que ha posado para Debonair Cada vez que alguien se lo recuerda, la tía se siente tan orgullosa que acaba poniéndose a llorar.
—¿Orgullosa? Bueno, supongo que es posible.
—¿Lo ves?
—Arte popular —dijo él, y se secó la boca—. Tengo que salir pitando.
—Hombre —le dije—, digiere un poco la comida. No es sano. Toma un poco de vino.
Dijo que no con la cabeza. Antes de irse me tendió la mano que tenía libre, y se la estreché.
—Encantado de haber charlado contigo, Martin.
—Nos veremos, John.
John. Menudo nombre, ¿no? Tan corriente que parece falso. Aparté mi plato y acerqué el vino. Encendí un pitillo. Reflexioné. Arte popular… Sí. Cuando Vron terminó de llorar tras haberle mostrado a su futuro hijastro unas fotos en las que aparecía en pelota viva haciéndose una paja por dinero, me explicó —afónica y detalladamente, y con las últimas lágrimas peinándole hacia abajo las pestañas— que ella siempre había sido muy creativa.
—¡Siempre he sido creativa, John! —repitió una y otra vez, mientras yo, despiadadamente, insistía en que sólo lo era a veces, y desde hacía poco tiempo. Pero Vron me explicó que ya en la escuela sacaba buenas notas en los trabajos de tipo artístico, y que hasta fue elogiada en clase por el profesor. Como ejemplo, mencionó su talento para zurcir y su gracia para el diseño de interiores.
—Siempre supe que algún día saldría en un libro[10] —dijo, cogiendo otra vez el Debonair—, y ahora, John, mi sueño se ha realizado.
Abrió la revista sobre su regazo: allí estaba Vron, «Vron», a gatas, vista por detrás en un ángulo de tres cuartos, con medias, zapatos de tacón aguja y unas bragas color borgoña bajadas hasta dejar al descubierto buena parte de sus anchas caderas.
—Bellísimo —le oí decir, medio atragantado, a mi padre por encima de mi hombro.
—Mira, John —dijo Vron—, si posees el…
—El don —dijo mi padre.
—… el don creativo, John, creo que estás obligada a…, a dar ese don a los demás, John. John. Mira esto.
Volvió la página; Vron aparecía ahora reclinada en una alfombra blanca, peluda como un gato de angora, con una pierna doblada y enganchada en el codo, y una mano muy atareada en la grieta central, con el rostro inclinado hacia arriba y adornado por una expresión de escandalizado éxtasis.
—¿Ves todo lo que doy ahí, John? Eso era lo que me repetía Rod constantemente, John. El fotógrafo, John. Me decía a cada momento: «¡Dáselo, Vron, dáselo…!».
Me fui al cabo de media hora, justo cuando Vron y Barry se habían puesto a llorar otra vez, con un llanto agradecido, consolador, el uno en brazos del otro.
Y a ver si se fijan bien en esto. Lo diré una sola vez.
Hace tres años, cuando empecé a ganar dinero de verdad, cantidades que no tenían nada que ver con todo lo que había ganado hasta entonces, mi padre tuvo bastantes problemas en el juego y las apuestas, y entonces… ¿Saben lo que hizo, el muy cabrón? Me presentó una factura por todo el dinero que se había gastado en mi crianza y educación. Exacto: me lo cobró. No es que mi infancia hubiera sido muy cara, porque me había pasado siete de todos esos años viviendo en casa de la hermana de mi madre, en los Estados Unidos. Todavía guardo ese documento en algún lado. Eran seis páginas de tamaño folio, mecanografiadas con un solo dedo. Por treinta pares de zapatos (aprox.)… Por cuatro vacaciones en Nailsea… Por gastos de gasolina… Me lo cobraba todo, hasta el suelto para gastos, los helados, el barbero, todo. Adjuntó una nota explicativa, redactada con su tosco estilo de oficinista, en donde aclaraba que todo aquello no era, por supuesto, más que un cálculo aproximado, y que no estaba yo obligado a reembolsárselo todo, penique a penique. Decía que había que tener en cuenta la inflación. En fin, que yo le había costado mil novecientas libras.
Fuera como fuese, la cuestión es que ambos tuvimos una reacción visceral. Cuando recibí la carta con la factura, me emborraché y le mandé un cheque por veinte de los grandes. Al recibir el cheque mi padre se emborrachó y apostó todo el dinero en un caballo que iba a correr el Cheltenham Golden Shield, un bicho llamado, no sé, Pajillero, Soplapollas, algo así. Era un caballo muy joven para una prueba como ésa, y no estaba exactamente en su mejor forma, pero a Barry le había llegado un soplo confidencial de una fuente muy bien informada. Las apuestas por aquel monstruo estaban cien a ocho, lo cual le pareció muy bien a mi padre. Hizo la apuesta por medio de un intermediario. Uno de los delincuentes que Barry tiene por amigos, un tal Morrie Dubedat, llevó el dinero y lo apostó tal como él le había indicado… Diez minutos después Barry sintió pánico e intentó retirar la apuesta. Pero el agente no estaba para monsergas, y no hubo modo. Agarrado a la botella de whisky, Barry oyó la retransmisión por radio. Como era de esperar, Soplapollas salió andando torpemente, como si cada una de sus patas quisiera ir a un sitio diferente, relinchando, tratando de librarse de sus anteojeras y su jinete. Cuando éste logró por fin someterlo, Soplapollas comenzó a galopar en pos de sus compañeros de juego, que comenzaban a desvanecerse en la distancia. El locutor mencionó alguna que otra vez, y siempre en plan chistoso, a este caballo, y mi padre acabó rompiendo la radio, apurando el whisky, y sufriendo una hemorragia nasal que a punto estuvo de resultarle fatal.
Posteriormente, Barry se compró un vídeo de la carrera, y sigue disfrutándolo pese al transcurso de los meses. No solamente Soplapollas acabó ganando, sino que fue casi el único superviviente. En el penúltimo salto hubo uno de esos amontonamientos aterradores. Soplapollas saltó por encima del atasco, y se adelantó a todos sus competidores, con una sola valla por delante. En solitario, siguió su camino sin darse mucha prisa. Ni siquiera saltó aquel último seto. Prácticamente se lo comió, y así pudo abrirse paso sin esfuerzo. Luego, cuando no tenía ante sí más que una lisa extensión verde, a diez metros de la meta, Soplapollas tropezó y cayó. El jockey, que a estas alturas veía el triunfo a su alcance, intentó montar de nuevo. Lo mismo se les ocurrió a varios de sus colegas, que yacían por tierra algo más atrás. Al cabo de diez minutos —a estas alturas diversos caballos sin jinete habían cruzado ya la meta, y otro competidor había saltado el último obstáculo y parecía ganador seguro— Soplapollas fue dominado por su jinete, que logró convencerle de que dejara de describir círculos, y ganó por medio largo.
Bien, pues resulta que aquel agente de apuestas era un tipo que actuaba ilegalmente, de modo que mi padre se llevó consigo a Morrie Dubedat, a Fat Paul y a un par de matones el día en que fue a cobrar sus ganancias. Por otro lado, a esas alturas yo había logrado volver a estar sobrio, y provoqué ciertas complicaciones adicionales pues intenté impedir que el banco le pagase mi cheque. Pero interrumpí la maniobra cuando mi padre me llamó hecho un mar de lágrimas. Cobró finalmente su dinero, después de un mes de guerra de guerrillas entre varias bandas de delincuentes, y no todo, desde luego, pero lo suficiente como para pagar sus deudas, comprar un negocio de mayorista de cerveza, redecorar el Shakespeare, instalar la mesa de billar, montar el espectáculo de striptease… Dice que algún día me devolverá el dinero. ¿A quién le importa? Da igual. Jamás superaré el dolor que me produjo esa herida. Y no creo que a él le gustara que lo superase.
Pagué la cuenta, bastante onerosa, sobre todo por el añadido de la serie de copas de brandy que me tomé al final, de humor bastante meditabundo. Volví al piso, hice la maleta y comencé a regresar a los Estados Unidos.