III

Hojeé el diario en el bar. LA BRUJA QUE MINTIÓ EN DEFENSA DEL DR. SEX. NO ES MÁS QUE… AMOR A LOS CACHORROS. APOYO AL IRA: RED KEITH. MI AMOR SECRETO, POR EL ENANO DE LA TV: VÉASE PÁGINAS CENTRALES. Y yo me pregunto, ¿es ésta manera de interpretar el mundo? Parece que en Polonia se está cociendo un buen jaleo. Solidaridad le hace cortes de manga a Moscú, le reta a pelear. Rusia aplastará a Polonia, estoy seguro, como las cosas sigan así. Lo que yo haría es atarles corto… Siguen las especulaciones en tomo al vestido de novia de Lady Diana. No tengo opiniones firmes sobre este asunto, pero me gustaría que nos dejaran ver otra vez esa famosa foto, aquella en la que sostiene a un niño en alto, y se le ahueca el vestido y llegas a ver lo que hay debajo. Una camarera que mató a su amante, que además era el dueño del bar, aporreándole con una botella de cerveza, ha sido condenada a dieciocho meses de cárcel (sentencia suspendida). ¿Por qué? Porque, como atenuante, declaró que en aquel momento estaba sufriendo su clásica Tensión Pre-Menstrual. Se me ocurrió pensar que la TPM ya es de por sí un grave riesgo para los hombres; sólo falta que ahora sea un atenuante para cualquier cosa. Otra abuela ha sido atracada y violada por una pandilla de negros y skinheads de menos de quince años. ¿De dónde ha salido esta moda de las abuelas? Pero si la de esta vez tiene ya ochenta años… Una violación a esa edad… Joder, debe de ser la leche. Aquí hablan otra vez de la tía de menos de veinte años que se está muriendo porque, según el diario, le tiene alergia al siglo XX. Pobrecilla… Pues mira, hermana, yo también tengo problemas, pero no coinciden con los tuyos. Yo no le tengo alergia al siglo XX. Soy más bien un adicto al siglo XX.

La Terminal Tres se encontraba hundida en un caos terminal, el aire y la luz empapados de últimas cosas, de pánico planetario, de dinero del Juicio. Estamos huyendo de la Tierra en pos de un nuevo mundo, y lo hacemos ahora, cuando todavía hay esperanza, cuando todavía quedan oportunidades. Hice cola, dejé el equipaje, subí las escaleras, fui al bar, me cachearon, me pasaron por rayos X, fui al bar, saqueé la tienda libre de impuestos, bajé por los pasillos, caminé nervioso por la sala de espera hasta el momento de entrar en la nave, de dos en dos, con representación de todos los tipos conocidos, dispuestos todos a fugarnos… A bordo del tubo viajero (una nueva clase de sala de espera) nos sentamos en fila, como el público de un teatro, para dejar que nos ofrecieran la terapia artística que habían preparado para nosotros: sillones de dentista y, adornando la cortina de la pantalla de cine casero, una vista de un puerto pintada por un pincel descorazonadoramente desprovisto de talento. Luego, el número del desafío a la muerte, interpretado por las azafatas, esas chicas tan tímidas que fingen respirar oxígeno. Pero el auditorio estuvo atento a esta danza del destino. Una vez desenganchados de Londres, comenzamos a hervir, a estremecemos, a correr. ¡Nos vamos!, pensé, cuando, con la mayor facilidad, nos encaramábamos por el aire.

Bajé la vista para contemplar los bonitos dibujos que las calles hacen sin darse cuenta. Aunque yo volaba en clase turista, el avión, que penetraba lateralmente en el espacio, tragaba combustible a razón de quince litros por kilómetro. Hasta mi Fiasco me sale más barato. Sí, yo iba en clase económica, pero también necesitaba mi ración de combustible. Con el cigarrillo y el mechero a punto, esperé a que se apagara el PROHIBIDO FUMAR. Torciendo el cuello, observé la llegada de ese cortejo fúnebre que es el carrito de las bebidas. Me zampé mi comida como un lobo, y hasta le arranqué, gracias a mis encantos, una segunda dosis a la siempre sonriente azafata. Adoro la comida que dan en los aviones y, además, sospecho que alguien está ganando un montón de pasta con ese negocio. Una vez intenté conseguir que Terry Linex se interesara por la idea de montar un restaurante que sólo sirviera comida de avión. Evidentemente, harían falta butacas, bandejas, bolsitas de mayonesa, etc. Incluso se podrían proyectar películas de vídeo, crear un ambiente de semioscuridad, poner departamentos para no fumadores, ofrecer bolsas de papel para los que se marean. A Linex le gustó la idea, pero dijo que sería imposible lograr que la clientela comiese a la velocidad suficiente como para que el negocio rindiera…

Con los caros cascos bien colocados, estuve viendo la película. Era horrorosa, por supuesto. Un rollo insoportable. Espero que mi película sea un poco mejor que ésa: y confío desde luego en que dé más dinero. (¿Una venta de los derechos a alguna compañía aérea, sólo tres meses después del estreno? Eso ha de ser por fuerza una tragedia para todos los que la hicieron). Miren, la cosa que deseo por encima de todo —el sueño de mi vida, si quieren que lo llame así— es ganar montones de dinero. Me metería tan contento en el sector alquímico, con tal de que existiera y permitiera ganar montones de dinero… Estuvimos viajando por el aire y el tiempo. Me quedaban cuatro horas. Matar cuatro horas no es tan fácil. Beber y fumar no son actividades que absorban por completo nuestra atención. Es el único defecto que les encuentro a estas dos actividades. Hay gente, tengo esa impresión, que nunca se siente satisfecha. Gente que no se alegra cuando se mete en el bolsillo el elegante talonario de cheques. Selina, por ejemplo, dice ahora que quiere una tarjeta Vantage. Sí, y un hijo. Un hijo… Me volví a echarle una ojeada al avión, ocupado sólo en sus tres cuartas partes. Todos parecían estar leyendo o durmiendo. Leer debe de ser, supongo, muy práctico en momentos como éste. La chica de los rizos que ocupa la butaca que está delante de la mía, lee una revista verde: el texto está en francés, me parece, pero incluso así pude adivinar que el artículo que estaba estudiando trataba de la técnica de la fellatio: tecnología de la mamada. El abrigo de pieles que hay en la butaca de al lado es espantosamente voluminoso, como un bote hinchable descontrolado. Debía de volar para reunirse con su amante, o quizá para alejarse de él, o para irse con otro. La concentrada joven con gafas de mi izquierda, en cambio, leía un libro titulado La filosofía de Rousseau. Esto bastó para darme pie. Mientras seguía con mis copas, me pasé el resto del viaje hablándole de mi filosofía. Fue duro, pero logramos superar el lento transcurrir del tiempo.

***

—He viajado mucho —me dijo Fielding— por el mundo de la pornografía. Esfuérzate siempre, Slick, por tener algo invertido en las industrias que crean adicción: es imposible que pierdas dinero. Los adictos son los únicos que pierden. Drogas, bebidas, juego, vídeos de todos los tipos: ahí es donde hay dinero de verdad. Hoy en día, cualquier hombre de negocios que sea un poco responsable tiene que mantener al menos un dedo apoyado sobre el pulso de las dependencias. ¿Cuál es el futuro de ese sector? Todos los estudios señalan hacia el mundo del bajo consumo energético, la cosa casera, el factor ganga. La gente ya no soporta seguir saliendo de casa todo el día. Todos son adictos a quedarse. Por eso sube como la espuma el negocio de la comida barata. Tómese sus pastillitas, trágueselas deprisa, y vuelva a casa. No frecuente las calles. Quédese en el salón. Con la compañía que le brinda la pornografía…

—¿Ah sí…? —dije.

Tomé un sorbo de mi bebida, una cosa de color escarlata. Nos encontrábamos en un restaurante italiano, en la zona sur del Soho, por Tribeca. Fielding dijo que lo frecuentaban los mafiosos, y le creí: brocados, luces indirectas, un sitio tan silencioso como una iglesia. Y soy un terrícola estándar, vulgarcillo, pero Fielding, con su traje blanco, su bronceado y su lacio pelo rubio, destacaba como un elefante rosa entre todos aquellos ejecutivos de funeraria que aparecían, temibles, entre las paredes rojo sangre. Esos tipos parecían andar sin necesidad de mover las piernas. Hasta que, de repente, un bribón maduro —el clásico tipo con cara de divo de ópera, con expresión de millonario mimado por su mamá— saludó a una pelirroja exuberante que estaba sentada al otro lado de nuestra mesa, de la magnífica mesa a la que Fielding había sido prontamente conducido de forma ceremoniosa.

Fielding alzó la vista. Hizo una pausa.

—Antonio Pisello —dijo—, más conocido como Tony Cazzo, de Staten Island. Le pegaron un tiro en el corazón hace cinco años. ¿Sabes cómo se salvó? —me preguntó, al tiempo que se clavaba el pulgar entre sus costillas—. Gracias a las tarjetas de crédito. Las llevaba todas juntas, atadas con una cinta. Antes era un rufián, pero ahora todo lo hace por lo legal.

—¿Y la pelirroja?

—Es Willa Glueck. Una chica elegante. Y furcia de las de diez mil por noche, actualmente casi retirada. Se pasó diez años haciendo la calle, ya sabes, alquilando los buenos oficios de su mano y su boca, a razón de un dólar la polla. Luego estuvo cinco años en la cumbre, en la mismísima cumbre. Nadie sabe cómo dio el salto. No ocurre casi nunca. Mírala, fíjate qué ojos, qué labios. Soberbios. Ni rastro de su pasado. No lo entiendo. Y cuando no entiendo una cosa, me pongo furioso.

Sí, Fielding Goodney estaba lamentablemente subinformado. Sonrió, lanzándose un inocente autorreproche, y luego se volvió de nuevo y le hizo el signo de Victoria al camarero. Pasaron cerca de nosotros otras dos mujeres exuberantes. Pedimos nuestra comida. Fielding sostuvo el menú de color carmesí (sedoso, con dibujos de encajes, bellísimo, lo cual hizo que yo y mis dedos nos acordáramos de Selina y sus secretos) en sus delgadas manos morenas, con el azul pálido de la camisa y el oro de los gemelos sobre las muñecas. Durante la cena Fielding me habló de las lucrativas contingencias de la pornografía, del infierno de la calle Cuarenta y dos, de los chaperos de la Séptima Avenida y todos sus prodigios de bestialismo y cadenas, del circuito de Malibu, frecuentado por la gente de cine que sale a la hora del crepúsculo a la caza y captura del chico de playa que acabará tendido en el suelo de la habitación del motel, de las tremendas proliferaciones del porno blando a través de los sistemas mundiales de televisión por cable, de sus cuidadosas codificaciones, de las magníficas aberraciones alemanas y japonesas, de la difusión de cine perverso a través de la venta de vídeos por correo, de las producciones mañosas de cine porno con crimen real incluido, que empiezan en México y terminan distribuidas por todo Nueva York.

Y yo le pregunté:

—Pero…, ¿existen esas películas?

—Claro. Pero no hay muchas, no han durado mucho tiempo, y ahora se acabó el negocio. —Me fijé en que Fielding cortaba el bistec del modo corriente, pero que luego se pasaba el tenedor a la derecha para pinchar la carne—. Mira, Slick, deberías ser realista. Este género hubiera podido dar dinero, había que probarlo… Las chicas eran vagabundas.

—¿Has visto alguna de esas películas?

—¿Te das cuenta de lo que me estás preguntando? Me preguntas si he sido encubridor de lo que ante un tribunal constituye un delito de homicidio en primer grado. No, Slick, no. Esto era el más puro crimen organizado, super organizado. Sólo se podía hacer así. Una de esas películas constituye una prueba en toda regla…

Y entonces cambió, aunque sólo por un momento, su actitud, el campo de fuerzas que proyectaba a su alrededor. Pasó a mostrarse confidencial, amistoso.

—¿Fastidioso, no? Pruebas que corrompen. Suele ocurrir con la pornografía, ¿no te parece? —Se relajó mucho más—. Eso quema, Slick. No hay forma de sacarle partido a un material así. Es un problema de distribución.

Pasamos a discutir nuestros propios problemas de distribución, que, según Fielding, eran inexistentes. Se trataba, sencillamente, de arrendar el producto acabado: así, dijo Fielding, nos reservaríamos la mayor libertad artística y, además, ganaríamos mucho, muchísimo dinero. Yo creía que sólo las grandes productoras podían arreglárselas para practicar con éxito este sistema, pero él dijo que lo tenía todo muy bien estudiado. Sus contactos eran extraordinarios, y no sólo en el mundo del cine. Mientras él iba dándome explicaciones, y yo iba engullendo una larga serie de copas de grappa y tazas de café express, me sentí agarrado y acariciado por el dinero, dinero en cantidades ingentes. El dinero, mi guardaespaldas.

—Mira, Slick —dijo Fielding—, a veces pienso que los negocios no son más que un perro grande y tonto que te está pidiendo a gañidos que juegues con él. ¿Quieres saber en dónde intuyo que surgirá el nuevo sector con futuro y crecimiento garantizado, dentro del mundo de las adicciones? ¿Quieres ganar un millón? ¿Quieres que te deje un hueco a ti?

—Desde luego —dije.

—El futuro está en el terreno de los abrazos y arrumacos —dijo Fielding Goodney—. Una pareja tendida en la cama o el sofá, dándose abrazos amorosos, haciéndose arrumacos, sintiéndose tranquila, segura. El problema consiste en ver cómo se puede hacer dinero en ese terreno. ¿Un libro que explique la técnica? ¿Un vídeo? ¿Venta de camisones y pijamas? ¿Una cadena de escuelas de arrumacos, con chicas que dan lecciones? Piénsalo bien, Slick. Seguro que en ese terreno se puede ganar muchos millones, sólo hay que averiguar el modo de ganarlos.

Fielding leyó por encima la cuenta, y dejó un billete de veinte dólares en el platillo. Su Autocrat de alquiler nos esperaba en la calle. Hubo un momento en el que se quedó mirándome y, mientras en su rostro se reflejaba el centro de la ciudad, me dijo:

—Discúlpame, Slick, por haber tratado de confundirte hace un momento. El problema está en el segundo homicidio. En Nueva York, el primer homicidio es cosa de policías, funcionarios de prisiones, y demás mierdas de esa calaña. Discúlpame.

Me bajé cerca de Time Square. Oí a Fielding darle al chófer la dirección de una mujer, en Park Avenue.

En cuanto a mí, avancé con paso vacilante a través del calor de la noche pornográfica. La lectura de mis relojes corporales y de las coordenadas de mi viaje a través del tiempo me indicó que aquí eran las seis de la madrugada, y que estaba empapado de alcohol. Había hecho un largo viaje aquel día, un viaje a través del espacio y del tiempo. Amigos, qué necesidad tenía de estrellarme de una vez. Por las callejas y tejados próximos a Ashbery, me contó Fielding, anda suelto un sutil demente. Siente necesidad de arrojar desde lo alto tejas y ladrillos, para que caigan en la cabeza de la gente que ha salido a cenar, la gente que va al teatro. Ya lo ha hecho cinco veces. Y las cinco ha dado en el blanco. Uno de los heridos murió. Falta el segundo. Policías ultravioletas permanecen al acecho ahí arriba, pero no parecen capaces de atraparle. Siempre se les escapa este psicópata de los tejados, este aficionado a las azoteas y los antepechos, este artista de las masas infinitas. De modo que el tipo sigue saltando y deslizándose por entre los perfiles góticos de las escaleras de incendios, las tuberías de desagüe y antenas de televisión, mientras, a sus pies, Broadway crepita en las últimas horas de la noche, y nadie se juega ni un céntimo. Ese loco de ahí arriba no tiene nada que ganar.

***

Ya me han visto ustedes antes en Nueva York, y ya saben cómo me comporto ahí. No sé qué pasa: debe de ser algo relacionado con la energía, la electricidad que desprende la ciudad, todo ese ajetreo, toda esa confusión: es un muelle que me pone en pie y me da marcha. En Nueva York soy otro, me siento en forma, voy a por todas. Así que a primera hora de la mañana ya estaba trabajando, a pesar de mi jet-lag y de mi resaca, una de esas que le hubiesen impedido actuar a cualquier persona menos dotada que yo. Era una resaca peor incluso que la que pillé en California. La resaca que pillé en California había cumplido ya los siete meses de edad, y seguía sin dar señales de habérseme pasado. Probablemente me acompañe hasta el día de mi muerte… Ya les he contado lo de mi resaca en Los Ángeles, ¿verdad? Menudo jolgorio. El negrazo aquel, tan alto, con el bate de béisbol, ¿lo recuerdan? Joder, menudos riesgos hay que correr por reírse un poco a gusto. A veces pienso que la capacidad de permanencia de esa resaca californiana ha de estar por fuerza relacionada con mi incapacidad para creer que aún estoy vivo.

Tumbado en la cama, con el teléfono, la agenda, el cenicero y el café preparados en la mesilla de mi entrepierna, me dispuse a atacar el primero de los problemas: Caduta Massi… Al igual que el resto del mundo, al igual que cualquiera de ustedes, he visto muchas veces a Caduta Massi en la pantalla de los cines, en dramas de época, musicales, comedias eróticas italianas, westerns mexicanos. He visto a Caduta encogerse y brincar, hacer pucheros y sonreír malévolamente. De pequeño, me la cascaba pensando en ella, como todo el mundo. Y ahora, cuanto más pensaba en ella, más cerca estaba de volver a cascármela recordando su imagen. De joven era una mujer fuerte cuyos ojos y labios conservaban cierta huella de simplonería rural. El paso del tiempo se ha mostrado amable con Caduta Massi. El paso de los años se ha mostrado cruel con prácticamente todos los demás. El tiempo ha sido caprichoso, virulento y desdeñoso. El tiempo ha pisado con su bota a más de uno. A sus cuarenta y tantos años, Caduta seguía estando en condiciones de interpretar un primer papel romántico, con la sola condición de que a su lado estuviera un gran actor lo suficientemente anciano y/o bisexual… Ya saben ustedes que yo no me había precipitado a la hora de pedirle su colaboración a Caduta. De hecho, hubiese preferido una actriz menos espectacular, menos alegre y sana; por ejemplo, Sunny Wand, o incluso Day Laihbowne. Y no sé muy bien por qué. Pero Fielding dijo que Caduta era uno de los elementos esenciales del proyecto, y en estos casos hay que obedecer al dinero. Caduta en el papel de esposa del adúltero Lorne Guyland, y rival de Butch Beausoleil, y madre del codicioso, del ladrón, del adicto Christopher Meadowbrook, o Spunk Davis o Nub Forkner, o quien fuera que al final contratásemos. El papel de Caduta era pasivo pero calladamente central. Un papel triste. Yo hubiese preferido una actriz algo más realista… Verán, la idea fundamental de mi proyecto era estrictamente personal, tenía mucho que ver con mi propia vida. Era autobiográfico. Sí, en el fondo trataba de mí.

Llamé al Cicero, que es el hotel en donde Fielding había instalado a Caduta con todo su acompañamiento. Contestó una voz de hombre. Caduta me pidió que me reuniera con ella en unas señas de Little Italy, a las dos de la tarde. Luego llamé a mi apartamento en Londres. Comunicaba. Seguía comunicando… Según Fielding, Caduta necesitaba que alguien le diera confianza. Y yo estaba dispuesto a dársela, encantado de darle confianza a quien fuera. Suponiendo que tuviera confianza para ir regalándola por ahí. Ayer, cuando volví a reunirme con mi añorada maleta, intenté jugar a palmadas de negro con Félix. ¿Por qué?, pensé. Por el contacto, por el contacto. Al fin y al cabo, aquí abajo todo somos humanos, y nunca nos sobran los elogios ni los consuelos. Confianza terrícola, un elemento del que nunca hay suficiente oferta, ¿no les parece? Sé honrado, hermano. Y usted, señora, diga la verdad. ¿Cuál fue la última vez que un terrícola le dejó apoyar la cabeza en su pecho y le acarició la mejilla y le dijo cosas pensadas para hacer que usted se sintiera feliz y profundamente a gusto? Siempre querríamos más de eso, seguro. ¿De acuerdo? Caray, tío (están pensando ustedes, me apuesto lo que sea), lo bien que me iría a mí todo eso de la cabeza apoyada en el pecho.

Bostecé y me desperecé, y a punto estuve de derramar el café. Cuando estiraba el brazo para sostener la taza, tiré el cenicero. Cuando pretendía agarrar el cenicero, se me cayó la cafetera, y me enganché el codo en el cable del teléfono…, de manera que cuando, con una última y heroica convulsión, me levanté de la cama, el maldito cacharro me dio un trompazo en el mentón y cayó luego sobre mi desnudo pie… Veinte minutos más tarde, cuando había pasado lo más grave del dolor, hojeé mi sucia agenda tratando de asegurarme de que en ninguna de sus páginas constaba el número de Martina. Era una llamada, una cita desperdiciada, una disculpa de la que quería librarme. Vamos a ver: Theresa, Tele (reparaciones), TransAmerican, Trexacarna…, Martina Twain. Maldita sea. Alto ahí. Esa no era mi letra. Era…, ¡la de Selina! La muy puta. ¿Estaba recriminándome, o haciéndome reproches insultantes? Cerré mi agenda con aire de violento desafío. Sí, la cerré, y luego marqué el número.

***

Yo seguía haciendo surf sobre la electricidad estática de Manhattan. Los semáforos y señales de tráfico me pedían calma, pero ni yo ni nadie les hacía caso. ¡No hay que ceder ni un centímetro, esa es la contraseña! Pelear, buscar, avanzar, a ver quién puede más. De modo que el mediodía me encontró con un segundo scotch en la mano, un batín paquistaní enrollado en mi cintura, y una semidesnuda azafata sexual montada a horcajadas sobre mis muslos. Me encontraba en Happy Isles, de la Tercera Avenida. Leí algo sobre este local en la revista Scum… Me sentía bien allí: una habitación circular, sin ventanas, que trataba de asemejarse a la idea que un chulo barato puede hacerse del paraíso: emparrados artificiales, racimos de uva de plástico, techo de bambú, luces de laguna y cantos enlatados de pajarillo. Hasta me sorprendí a mí mismo tarareando una vieja canción de Fat Vince. ¿Cuál era? Algo de tipo campestre, bucólico. Ya saben, hay tíos que acuden a esta clase de sitios para echarle un polvo a alguna de las furcias que trabajan allí. Pero, cuando alguien se lo propone en serio, mejorar la propia condición no resulta tan difícil. Yo, por ejemplo, sólo había entrado para que me hicieran una paja.

—Ya, pero ¿cómo te lo organizas? —le dije—. ¿Usas el secador después de la toalla?

Le estaba hablando a la tía esa de su cabello y de los problemas que suponía su cuidado. No crean, la tía andaba buscando camorra. Alisado por su propio peso, brillante como una mancha de aceite de coche, su sólido felpudo moreno le caía hasta el final de la espalda. Cuando se levantó para echarme más hielo en la copa, aquella melena casi le tapaba el culo. Amigo, cómo me hubiera gustado tener un felpudo americano, en lugar de ese trapo de cocina bajo el que tengo que vivir… La elegante dama me había asegurado, en cuanto entré en el local, que podía «festejar lo que usted quiera con quien usted quiera» (y esta frase, aparte del diminuto bikini que llevaba puesto, fue el único indicio de que no me encontraba en un salón de belleza o un aula universitaria sino, de hecho, en un burdel. Pero yo me mantuve igualmente recatado). En ese primer momento, y también luego, me pregunté si ese «con quien usted quiera» la incluía también a ella. Se había sentado en mis piernas de una manera francamente amistosa, cierto, pero sólo lo hizo para que pudiera verle mejor aquella magnífica alfombra que caía sobre sus hombros. Quizá sólo era la encargada de las bebidas, o la cajera, o la chica para todo. A mi lado se encontraba, metida en una bolsa de plástico transparente e impermeable, mi cartera: el dinero, lo imprescindible. Me habían obligado a darme una ducha abrasadora en un baño atendido por un par de negros gordos con camisa hawaiana y sombrero de paja. Hasta que, por fin, fui a sentarme, plácidamente despiojado, en una de las Islas Felices. Estimulada por tanto viaje y cambio de ambiente, esa enfermedad a la que he bautizado con el nombre de tinnitus estaba abriendo profundos túneles desesperados hacia los rincones de mi cabeza. Por su parte, mis oídos estaban empeñados en hacer su imitación de un Concorde, con todo el estruendo de silbidos y gemidos y temblores de tierra y lenguas de fuego. Me llevé la copa a la frente, como si de este modo pudiera calmar mi febril pulsación, consolar mis ideas: vaso de plástico, hielo de plástico, la clásica bebida que te sirven las compañías aéreas. Sí, a esto le llamo yo la buena vida.

—Lavarse el pelo dos veces —insistí— puede ser una grave equivocación. Dilata los folículos, y entonces los agentes limpiadores los secan y endurecen.

—¿En serio? —dijo ella—. ¿Está demostrado?

—Sí —dije.

Una de las cosas de las que entiendo es el pelo. Quizá no sepa gran cosa de anatomía, pero entiendo mucho de felpudos. Se lo debo a todos esos estilistas y encargadas de vestuario y técnicos de maquillaje que siempre me rodean, y también a los carísimos psicodramas sobre el tema a los que yo mismo me he sometido. Asentí con la cabeza y tomé un trago. Miré a mi alrededor. ¿Dónde estaban las demás candidatas? Fuera como fuese, no cabía duda de que la del bikini blanco estaba disfrutando de mis tomaduras de pelo sobre el pelo. Seguramente, charlar conmigo le resultaba mucho más divertido que acostarse conmigo por dinero, aunque, todo hay que decirlo, también era mucho menos productivo. Yo me sentía encantado por el modo en que estaban yendo las cosas. Me satisfacía permanecer sentado con una bebida fuerte en lugar de haber sido enviado a un cubículo del sótano para hacer el primer papel romántico en una película con crimen real incluido. Estaba siendo muy civilizado, civilizadísimo.

La chica hundió la cabeza para escrutar la fisura de una uña medio partida. Caída la melena hacia adelante, sus pequeños hombros adquirían un carácter más indefenso, más pálido. Pero, qué pasa, ¿acaso Happy Isles era lugar para entretenerse con asuntos tales como el color local? La chica, la flaca adolescente con pliegues en forma de W en los respiraderos de sus axilas cerradas, podía servirme a la perfección. Ahora bien, siendo como soy, y dado que no he cambiado (al menos por el momento), decidí que quería obtener todos y cada uno de los privilegios a los que me sentía con derecho en aquel burdel, quería ser capaz de elegir.

—¿Dónde están tus amigas? —le dije.

Ella se encogió de hombros y miró a su alrededor. Tampoco yo tenía ningún amigo por allí. Luego alzó el rostro, me miró y, con una expresión tristemente seria, me preguntó:

—Oye, cómo te llamas.

—Martin —dije inmediatamente… Detesto mi nombre. A ver, cuando alguien tiene un hijo, un varón, ¿no hay otro nombre que ponerle aparte de John? Me llamo John Self. Una vulgaridad.

—¿Y tú?

—Me llaman Moby. ¿Estás casado?

—No. Creo que soy de los que no se casan.

—¿A qué te dedicas, Martin?

—Soy escritor, Moby.

—Oh, pero qué interesante —dijo, muy seria—. ¿Eres escritor? ¿Y qué escribes?

—Bueno, novelas. Cosas así.

—¿Haces realismo crítico? —me pareció oírle decir.

—¿Cómo?

—Quiero decir si estás en la línea de la novela del realismo crítico, o bien practicas géneros, no sé, novela negra, ciencia-ficción o algo así…

—¿Qué es eso del realismo crítico?

Sonrió y me dijo:

—Es una buena pregunta… ¿Sabes que estudio literatura en la universidad? Literatura anglosajona, sabes. ¿En serio que escribes novelas? ¿Es eso lo que haces? ¿Cómo dijiste que te llamabas?

A estas alturas tenía ganas de preguntarle qué hacía ella, y cuánto cobraba por hacerlo, pero justo entonces mis sensores notaron la presencia de otra mujer. Me volví. Una tía buena en bragas y sostenes salió meneando el culo de entre las sombras del pasillo. Era del tipo de Selina, pero en plan exagerado y más guarro. Subrayaba las protuberancias, las convexidades. Y enseguida pensé: quiero. Mía, para mí. La chica nueva se sentó en una seta de plástico que había junto a la barra. Segundos más tarde, un caballero agotado y presumido, con un impecable traje de empresario, salió arrastrándose.

—Cuídate, She-She —dijo con voz pastosa.

—Y cuídese también usted, señor —dijo She-She con la entonación falsamente animada que usan las azafatas en todas partes—. Muchas gracias por haber venido. Hasta la próxima.

—Oh, sí.

El tipo de She-She siguió su camino a duras penas. Parecía que estuviera a punto de caérsele su cara chupada y gastada, por la sola fuerza de la gravedad de la disipación. Era evidente que no había echado todo el resto con She-She. No. Había dejado que She-She le hiciera regalos de todas clases para sus sentidos.

—Eh, She-She —dijo Moby—. Te presento a Martin, un escritor inglés.

—¿Ah sí? —dijo She-She.

—Sí —dije yo. Me puse en pie: mi piel gris, mi tripón y mi cabello color cielo londinense, cargado de pastillas estimulodepresivas, de alcohol.

***

—¿No estás excitado? —me preguntó al cabo de diez minutos.

—Sí y no.

—Venga, hombre. Seguro que estás excitadísimo.

—Bueno, sí —dije—. Supongo que lo estoy. Bastante.

Y, en efecto, me encontraba desnudo, tumbado en una cabaña iluminada con velas, completamente solo con la industriosa She-She, cuya fuerte mano derecha acariciaba la peluda curva de la cara interior de mi muslo… Durante un rato, bajo los efectos de los estimulodepresivos, me había costado elegir. Era posible que la pequeña Moby se hubiese sentido ofendida cuando mostré mis preferencias por su aventajada colega. Quizá se había largado, había roto a llorar, se había suicidado. Pero en Happy Isles no parece que nadie padezca de autocompasión. Saben una cosa, sospecho que lo mío no son los burdeles. Por mucho que me esfuerce, siempre establezco relaciones a escala humana, por mínimas que sean. Y no logro romperlas… Cuando She-She me mostraba el camino, Moby y yo nos despedimos efusivamente. Luego, seguí a She-She por el pasillo completamente forrado de moqueta, por los cuatro lados. Hasta que She-She me dejó estacionado en el cubículo aromático. Se quedó en el umbral, con los nudillos en las caderas, y me rogó que me tendiera en una cama alta que estaba junto a la pared, como si fuese el médico a punto de hacerme una revisión. Sí, me sentí como si hubiese ido a hacer por fin la siempre aplazada y siempre temida visita al siniestro médico de la polla.

—¿Por qué no te pones más cómodo? —me dijo ella, fingiendo indignación.

Dócilmente, me dejé caer un par de centímetros más en los blandos almohadones.

No… ¡Que te quites el sharong! Ahora mismo vuelvo.

De modo que me quedé desnudo en el limpio aire sin oxígeno de la habitación, esperando el regreso de She-She, y pensando en lo tonto que había sido por no haber probado suerte con Moby.

—En tu lugar —dijo She-She—, yo me sentiría muy excitada.

—Sin duda, sin duda.

—Estaría volviéndome loca.

—Me encantaría que me enloqueciese, sí.

—Por supuesto.

—Sí, sería divertido.

—Yo estaría excitadísima.

Fruncí el ceño:

—¿Por qué motivo, exactamente?

She-She hizo un puchero de incredulidad.

—No sé, eres una tía buenísima y tal —dije—, pero…

—¡Por Dios, no! Me refería a la nueva princesa que tenéis en Inglaterra.

—Ah, ella.

De manera que, durante un buen rato, She-She y yo estuvimos charlando muy seriamente de la futura princesa de Gales. La futura princesa de Gales se ha convertido, indudablemente, en un gran ídolo para las putas de la Tercera Avenida. She-She se mostró admiradísima por los peinados de Lady Diana, por su gusto en el vestir, por su porte. Dijo que le gustaba el príncipe Andrew. Y que le gustaba el príncipe Edward. Y que hasta le caía bien el duque de Edimburgo. Después de media hora de incesantes ensoñaciones de este tipo, di una palmada y, quizá con demasiada brusquedad, dije:

—Todo esto está muy bien, pero, y tú, ¿qué vendes?

—Lo que quieras —dijo ella, sin desacelerar el ritmo de su voz—. ¿Qué clase de propina piensas darme?

—No sé. Veamos. ¿Qué puedes ofrecerme?

—Normal, francés, inglés, griego, turco. O un combinado.

—¿Qué es un combinado?

—Normal mezclado con francés.

—¿Y en qué consiste el inglés?

—Un buen correctivo.

—¿Y el turco? No, no me lo digas. Quiero, mira, creo que me bastará… Sólo quiero una paja.

—¿Una paja? —She-She se atiesó—. Vale. Si eso es lo que quieres… ¿Qué propina vas a darme?

Aunque estaba desnudo, seguía teniendo a mano el condón con la cartera. En la puerta ya había tenido que desprenderme de cuarenta pavos. ¿Cuánto puede costar una paja? Venga, usted, ¿cuánto le parece que puede costar? Me encogí de hombros y le dije:

—¿Cincuenta dólares?

—Oye —me dijo She-She—. Vístete ahora mismo y lárgate a la Séptima Avenida o a la calle Cuarenta y dos. Si quieres gastarte cincuenta dólares, quizá allá hagan algo por ti. ¿Cincuenta dólares? Nadie me da cincuenta dólares a mí.

—Un momento, eh… Tómatelo con calma, ¿quieres? —dije. Confieso que el tono de mi compañera de juegos me dejó algo perplejo. Por un momento tenía el aspecto y el tono de un matón de los que se dedican al cobro de morosos—. Soy nuevo en este terreno. Lo siento. ¿Por qué no sugieres tú misma una cantidad?

—Si me pagas los cincuenta dólares en metálico —dijo She-She—, y setenta y cinco con tarjeta, más el suplemento, que es un quince por ciento, no nos da ni para pagar el alquiler del local. También aceptamos cheques, pero viene a ser lo mismo, menos el quince por ciento con un suplemento de diez dólares. En realidad, ya te digo, es prácticamente lo mismo.

—¿Estás hablando de ciento setenta y cinco dólares? ¿Por una paja?

—Mira, chico. Esto no es la Séptima Avenida, sino la Tercera. ¿Por qué no te vistes…?

—Vale, vale.

Qué bien lo tienen organizado: aquí hay un hombre que lo ha pensado todo hasta el menor detalle. Un hombre que ha pensado mucho más que el que acaba de estar en ese cagadero de bambú, escuchando los cantos de los pájaros, bajo las luces de la laguna. Ahí estás, desnudo, discutiendo tus necesidades con el inspector de sexo. No es que esa tía quiera que te sientas como un tirado. Lo que quiere es que te sientas más tirado que en tu puta vida… Con paso ágil, She-She me dejó solo. Pero regresó enseguida. Provista de esa abrazadera deslizante, un franqueador de tarjetas de crédito. ¿Qué pretendía meter She-She en ese trinquete, mi tarjeta Approach americana, u otra cosa? A ver, señor, permítame. Voy a tomarle la huella dactilar de su pene… Hubo todavía algunos problemas presupuestarios que discutir, esta vez relativos a la ropa interior de She-She. La parte de arriba voló al instante. Las bragas, dijo, no formaban parte del trato.

—La verdad, sabes muy bien cómo poner calientes a los tíos —dije, agotada toda mi pasión, y le di otros veinte dólares.

***

Sin ánimo de exagerar, cuando me encontré finalmente con Caduta Massi mi estado de forma era simplemente pasable. Me había tomado un par de copas, lameteando un plato de comida rápida, y saltado luego a un taxi. Cualquier día acabaré con la comida rápida. Ha llegado el momento de acabar con la comida rápida. El momento de darle la patada, y rápido… La sesión con She-She no me había beneficiado en lo más mínimo. Pese a que me había entretenido en Happy Isles durante una hora por lo menos, la paja en sí file cuestión de momentos: cuarenta y cinco segundos, diría yo. Tuve que revolver todo mi cerebro para recordar otra que fuese peor.

—Estabas excitadísimo —dijo She-She sin alzar apenas la voz, y empezando a sacar pañuelos de papel.

Pues mira, chica, sí y no. Entre nosotros, ha sido una de esas pajas en las que pasas directamente de tenerla blanda a correrte, saltándote la fase de erección. Seguro que She-She ha puesto en marcha algún truco glandular que sólo ella conoce. Tenía ganas de acabar pronto. Luego pretendió volver a charlar del asunto de la Familia Real, pero yo me largué en cuanto pude. Lo malo de todo esto es que sea tan insatisfactorio. Las pajas corrientes también son insatisfactorias, pero no las pagas a cinco dólares el segundo. Los gastos generales suelen ser de poca monta. En fin, que de las pajas podrán decir ustedes lo que quieran, menos que cuestan ochenta y cinco dólares.

La carrera de taxi hacia la parte baja de la ciudad fue angustiosa: costó mucho esfuerzo, mucho aguante, mucha espera. La primera vez que estuve en Nueva York, hasta los atascos de tránsito me parecieron interesantes. En cambio, actualmente los atascos me dejan frío. Los tomo o los dejo, me da igual. Ojalá aprendiese a desplazarme en metro. Lo he intentado. Por mucho que me concentre, siempre termino escalando una cloaca del Duke Ellington Boulevard, con una tapa de cubo de basura por sombrero. No hay modo de atravesar Nueva York, y punto… Miré el reloj. Seguía pegajosamente sentado en el asiento de plástico, sudando y maldiciendo. El aire se está recalentando, ya se prepara para los incendios de agosto. De las diversas instrucciones pegadas en el cristal de separación, había una que se tomaba la molestia de darme las gracias por abstenerme de fumar. Odio esta clase de cosas. Me parecen un poco precipitadas, ¿no creen? ¿Y si yo no fumase? De hecho, todavía no he fumado en ese taxi. Sin embargo, al final acabé por encender un pitillo, y me dispuse a verlas venir. El gordo de pelo rizado que iba al volante gritó no sé qué y se volvió hacia mí, pero yo seguí no absteniéndome de fumar, muy callado, y no ocurrió nada.

Según la opinión corriente en esta ciudad, Little Italy es uno de los barrios más limpios y seguros de todo Manhattan. En cuanto aparece por la calle un yonqui o algún chalado del Bowery, cinco muchachotes de aspecto sombrío, armados de bates de béisbol, salen de la trattoria más próxima. De todos modos, Little Italy me recordó mucho al Village. Cualquiera hubiese dicho que la gente tenía que usar las escaleras de incendios dos veces a la semana por lo menos, pues la mierda les daba un color chamuscado. Jamás en la vida podrán limpiar, en estos retorcidos desfiladeros, todos los eructos de camión y todos los pedos de coche que burbujean hacia arriba formando nubes de aceite y ácido y refrigerante de motor. ¿Se puede saber qué hace aquí la centelleante Caduta? Tiene una suite en el Cicero, pagada por Fielding Goodney, con peluquero, guardaespaldas, y amante de setenta y tres años… Tuve que recorrer la calle varias veces arriba y abajo hasta que encontré la puerta que buscaba.

—Bien, Mr. Self, John: ¡hablemos de nuestra película! —dijo Caduta Massi—. He visto en la sinopsis que la señora es de… Bradford. Y este dato no me parece en absoluto convincente.

—Mira, Caduta, la sinopsis que tú leíste era de la versión inglesa. Ahora que hemos trasladado la historia a Nueva York, podemos…

—Prefiero Florencia. O Verona.

—Pues claro. De acuerdo. Elige donde tú quieras.

—¿Y cómo va a titularse la película?

Dinero limpio —dije. De hecho, aún no estábamos seguros. A Fielding le gustaba Dinero limpio. Yo prefería Dinero sucio. Fielding sugirió que usáramos su título en Estados Unidos, y el mío en Europa, pero a mí no acababa de convencerme esa idea.

—Bien —dijo Caduta—. Vamos a ver, John. Esta Theresa, ¿qué edad tiene?

—Mmm… ¿Unos treinta y tantos?

Eso, treinta y nueve. Observé fijamente a Caduta.

—Disculpa, pero me ha parecido entender que tiene un hijo de veinte años.

—Cierto. Bueno, supongo que tiene, sí, algunos años más.

—Yo tengo cuarenta y uno —dijo Caduta.

—¿Seguro? —dije—. Bueno, es perfecto.

—¿Sí? A ver si me lo explicas. ¿Se puede saber cómo es que una mujer de esa edad se pasa la vida desnudándose y pidiéndole a todo el mundo que se acueste con ella?

Estaba tomándome un café, y aún me sentía semiasfixiado por aquella atmósfera, que yo supuse que era algo así como «calor napolitano». El lugar estaba repleto de críos: los unos con pañales, los otros andando a gatas, y también los había algo mayorcitos, y hasta inquietos adolescentes. Vi al menos tres figuras paternas, con chaleco blanco y delantal, en la contigua cocina, rodeados de botellas de vino a granel y sumergiendo humeantes pastas italianas en grumosas salsas sanguinolentas. Había en el local hasta un par de viejas vagabundas, las dos vestidas de negro y silenciosamente instaladas junto a la puerta, en sendos taburetes altos. No vi, en cambio, a nadie que pudiera parecer una madre. Aparte de este dato, toda aquella pandilla daba la sensación de haber pasado por el control de inmigración hacía apenas media hora… Caduta era, evidentemente, la abeja reina del lugar. Batía palmas cada dos por tres, y arremetía contra unos y otros en su torrente de palabras italianas. Como si fuese el Santa Claus de unos grandes almacenes en época navideña, cambiaba de mocoso en su regazo casi ininterrumpidamente: los críos se pasaban un momentito sentados en sus piernas, y luego le dejaban el sitio a otro. De vez en cuando venía uno de los padres, sudoroso, y le hablaba a Caduta con reverencia no exenta de cierta alegre cortesía. Las viejas vagabundas, ambas provistas de un solo diente por cabeza, murmuraban, decían que sí con la cabeza, y se persignaban cada dos por tres. Frecuentemente, Caduta también me hablaba a mí en italiano, lo cual no servía para que yo la entendiese mejor.

Tosí un poco y le dije:

—Disculpa, Caduta, pero ¿qué es todo esto?

—Fue Mr. Guyland. Me dijo que tenía que haber varias escenas eróticas muy explícitas en la película.

—¿De él contigo?

Caduta alzó el mentón e hizo un gesto de asentimiento.

—Nada de nada, Caduta. En la sinopsis no hay ninguna escena erótica.

—Lorne Guyland me dijo que Mr. Goodney le había prometido que habría tres escenas eróticas, muy largas, con desnudo integral.

—Santo Dios, ¿qué edad tiene Guyland? ¿Para qué quiere salir desnudo?

—Es un ser repugnante. Mire, Mr. Self… John. Necesito que me asegures que no habrá nada de eso.

—Te lo garantizo. —Eché una ojeada a la sala. Las viejas me sonrieron—. Mira, Caduta, no hay ninguna escena sexual entre tú y Lorne. Probablemente haya un par de escenas en las que saldréis los dos juntos, en la cama, pero son escenas de por la mañana, con sábanas y todo eso, ¿entiendes?

—Seré franca contigo, John —dijo Caduta Massi. Hizo que el niño que tenía en la falda se callase—. Ya te he dicho que tengo cuarenta y tres años. Mis tetas ya no se aguantan tan bien como antes. Estoy bien de barriga, y muy bien de culo, pero las tetas… —Hizo un vago ademán con la mano—. Tengo celulitis de segundo grado en la cara exterior de los muslos. ¿Qué me dices?

No tenía nada que decir. Caduta llevaba un traje chaqueta de cuero gris. Sacudiéndose un poco, se levantó la falda para dejar los muslos al aire. Yo alcanzaba a verle el extremo superior de las medias, la piel, muy suave, y hasta las bragas, una maravilla de un billón de liras. Cogió un buen puñado de piel de la cara exterior de su muslo, y apretó, haciendo que la piel se arrugara.

—¿Lo ves? —dijo, y empezó a desabrocharse la blusa.

Desvié de nuevo la vista. Uno de los padres asomó la cabeza por la puerta. Sonrió, y se retiró. Las viejas siguieron mirando, ahora como hipnotizadas. Uno de los niños me arañó el muslo, como si quisiera que concentrase mi atención en la señora que hablaba conmigo.

Mirándome a los ojos, Caduta separó las blondas de su blusa. Luego soltó el clip que marcaba el centro de la hendidura del altivo sostén.

—Venga, John.

Me levanté y me acerqué un paso y me arrodillé. Tomó mi cabeza y se la acercó al corazón. Llegué a notar las agitaciones internas, profundamente hundidas bajo aquel peso mortal.

—¿Verdad que no tuviste madre, John?

Mi voz salió debilísima, pero llegué a decir:

—No, no la tuve.

***

Según el último recuento, hay en mi cabeza cuatro voces diferentes. La primera, por supuesto, es el ininteligible chapurreo del dinero, que podríamos representar con los signos de la primera fila del teclado de una máquina de escribir: %1/2$!… Sumas, sustracciones, terrones y codicias multiplicados y divididos. La segunda es la voz de la pornografía: a menudo suena como la cháchara de un disc-jockey demente: su forma de menearse, sólo me suelto cuando bebo sus jugos, mama, perra, brinca por mí, nena… Y así sucesivamente. (Una de las subvoces de la pornografía que suena en mi cabeza es la voz de un vagabundo o retrasado mental negro que marca el compás en Times Square, aquí en Nueva York. Su monólogo, incomprensible pero, al mismo tiempo, indiscutiblemente lascivo, dice así: Uh guh geh yug tih ah fuh yuh uh yuh fuh ah ah yug guh suh muh fuh cuh. En mi cabeza también hablo así, muy a menudo). En tercer lugar, la voz del envejecimiento, del viaje a través del tiempo, de los días y los días sucesivos, la voz que me devuelve a mí para decirme lo vergonzoso de mi comportamiento, lo triste de mi aburrimiento, lo inútil de mis protestas…

La número cuatro es un verdadero intruso. No me gusta ninguna de esas voces, pero la que menos deseo oír es ésta. Es la más reciente. Tiene que ver con dejar el trabajo y sentir necesidad de pensar en cosas acerca de las que jamás había pensado. Yo nunca pensaba. En nada. Esta voz tiene la tendenciosidad insoportable de la paranoia, de la furia y el llanto articulados en espasmos vivísimos: ebria palabrería escuchada en momentos sobrios. Mientras en la TV siguen poniendo anuncios histéricos o jodidos noticiarios… Todas las voces vienen de otros lados. Ojalá pudiese tirar de la cadena y echarlas así de mi cabeza. Al igual que ocurre con los vampiros, sólo vienen cuando las llamas. Pero cuando ya se me han metido dentro, en cuanto les dejo un hueco en mi cabeza, siempre parecen decididas a quedarse para siempre jamás. No dejen ustedes que entren. Son terribles. No las dejen entrar, pase lo que pase.

***

¿Y qué pasó con Caduta, eh?

No crean, si piensan ustedes que su comportamiento fue extraño, tendrían que haberme visto a mí. Tuve un increíble ataque de llanto. Y ella también lo tuvo. Y lo mismo un par de críos y una de las viejas. Al cabo de unos momentos, todos los padres entraron de golpe. Todo el mundo lloraba y gritaba en este escenario, en esta demostración de la riqueza del alma humana. Pero todo era pura mierda, yo al menos lo sabía. Arte, pero del malo. De todos modos, ¿acaso podría esperarse otra cosa de mí? Últimamente me ocurre que, en determinados momentos, me siento tan hambriento de afecto que las instrucciones de cualquier analgésico o cualquier frasco de vitaminas («En cuanto aparezcan los primeros síntomas de un resfriado, tome…») pueden ponerme a parir. Y, desde luego, supe apreciar el tesoro que Caduta me puso ante los ojos. Olisqueé y hociqueé a gusto durante unos buenos diez minutos, y hasta le largué unos cuantos lametazos y besos. Pero no había en eso nada sexual. Jamás le haría yo una insinuación a Caduta —no, a Caduta no—, y si alguno de ustedes se la hiciera, yo le arrearía un buen puñetazo. Cuando llegué al hotel todavía estaba impregnado de tristura, asfixiado de llanto. Las palabras de despedida que me dirigió Caduta —las pronunció, como hubiese hecho la madre o la novia de un soldado, caminando junto al taxi que ya se iba— fueron las siguientes:

—¡Protégeme, John! ¡Protégeme!

Supe lo que quería decir con eso. Tomé el teléfono y llamé a Lorne Guyland, indignadísimo.

—Mira, Lorne —comencé, después de que una voz femenina le transmitiera el recado—, acabo de tener una reunión con Caduta Massi. Esas escenas que tú insinuaste… Ella dice que no piensa desnudarse, y yo también tengo algo que decir…

—¡Q QUIERES DECIR CON ESO DE QUE NO PIENSA DESNUDARSE! ¡PERO SI NO ES MÁS QUE UNA MIERDA DE ACTRIZ DE TV! ¡SE DESNUDARÁ, AUNQUE TENGA QUE DESGARRARLE LA ROPA!

Aparté el teléfono de mi oreja, estirando el brazo al máximo, y me quedé mirándolo fijamente. Creo que lo que más me impresionó fue la rapidez, la instantaneidad con la que Lorne perdió los estribos. Repentina, inmediatamente: desbocado. También yo soy un artista al que se le saltan enseguida los fusibles, pero necesito un poco más de tiempo que Lorne. Necesito un par de segundos, como mínimo, para saber que ésa es la última gota, la que colma el vaso. Pero es evidente que para ciertas personas cada gota es la última gota. La primera es la última.

—Lorne —dije—, Lorne, escúchame bien. En el guión no hay ninguna escena en la que Caduta salga desnuda contigo. Con Butch Beausoleil sí, adelante, todas las que tú quieras. Pero con Caduta no. Caduta es…

—¿De qué guión estás hablando? ¡Nadie me ha enseñado ningún condenado guión!

—Doris Arthur está terminándolo, Lorne. Pero me siento en condiciones de asegurar que no habrá escena de desnudos en la que salgáis Caduta y tú. Quizá de semidesnudos. Pero de desnudos integrales, nada. Y ésta es mi última palabra.

Mientras hablaba, tenía a mano mi alcohol libre de impuestos, y vacié la botella relajadamente. La super furia de Lorne se había quemado. Ya no podía intensificarla más. Sólo le quedaba la rabia. Y se mostró increíblemente enfadado.

—¿Última? ¿Última? —dijo—. Muchacho, se nota que eres nuevo en este mundo. Escúchame bien, tío mierdas. Estás hablando con Lorne Guyland. Sí. ¡Yo! ¡Yo! Si quieres que haga ese papel, tendrás que echarme un poco de carne al plato. Y si no, búscate a otro. Búscate a una cagarruta pestilente como Cash Jones. —Lorne se puso a reír—. No sé por qué digo eso. Cash Jones me encanta. Cash y yo somos grandes amigos. Es uno de mis más antiguos y más íntimos amigos. Es un magnífico amigo mío, John. Magnífico. —Lorne hizo una pausa—. Sí, pero si metes a Lorne Guyland en una película tienes que servirle una buena tajada de carne, tienes que… Mira, ha de ser de buen tamaño, ¿entiendes? A lo grande. Ya viste mi trabajo en Pookie, ¿no? Me alegro que hayas llamado, John —prosiguió, cambiando lunáticamente de tema—. Precisamente quería hablarte de la nueva idea que se me ha ocurrido. Mira, no soy escritor. He escrito muchas escenas, claro. De hecho, de hecho la idea es la siguiente. El joven, ¿eh? El joven, no tengo ni idea de a quién le vais a dar el papel, pero él y yo tenemos una pelea, ¿eh?

—Tú y tu hijo. Exacto.

—Pues bien, en la sinopsis dice que gana él.

—Exacto.

—Pues me parece poco convincente desde el punto de vista narrativo, John.

—¿Por qué?

—Porque el público puede pensar que él es más fuerte que yo.

—Exacto. Bueno, él no tiene más que veinte años, y tú… Bueno, tú eres un hombre maduro.

—Mira, John. Conozco al muchacho ese al que le habéis hecho unas pruebas. ¡Ese es un punky! ¡Con mis solas manos podría hacerle pedazos!

—Pero la gente no sabrá que podrías hacerlo, Lorne. El público creerá que él te gana porque tú tienes cuarenta años más.

—¡Ah! Ya entiendo. Crees que por el simple hecho de que él sea más joven que yo tiene que ser también más fuerte. ¡Y una mierda!

Yo no creo que él sea más fuerte. Pero todo el mundo lo creerá.

—Vale, vale. Soy una persona razonable. Lo haremos así. Ah, y quiero que toda esa escena de la pelea sea en plan desnudo, desnudo integral, ya me entiendes. Te lo digo muy en serio. No pienso sacrificar esa idea. Bien. Otra cosa. En la historia se supone que me follo a Caduta, ¿no? Quiero decir que me la follo. La tía está… No, espera. Esa es Butch. Acabo de follarme a Caduta y ahora voy y me follo a Butch, ¿no? Quiero decir que me la follo. La tía está llorando, ha perdido completamente el control. Está histérica, John. Entonces entra ese actor jovencito… También va desnudo… y se prepara la pelea. Yo salto de la cama, en pelota viva, sabes, y empiezo a darle una paliza de campeonato. Estoy a punto de matar al tío, a punto, pero Butch, que está desnuda, se pone a gritar, «¡Lorne! ¡Lorne, cariño! ¡Qué estás haciendo! ¡Detente, mi amor, detente!». Y entonces me doy cuenta de que estoy actuando como una fiera… Comprendo que he dado rienda suelta al animal que vive dentro de mí, porque, John, tú lo sabes, ya sabes cómo es el mundo en el que vivimos, es un mundo loco, John, horrible… De modo que Butch y Caduta se me llevan. Yo estoy a punto de llorar porque al fin he comprendido lo que estaba a punto de hacerle a ese pobre chico. Entonces viene ese punky, me ataca por la espalda, y me da en la cabeza con una llave inglesa, por ejemplo. ¿John? ¿Qué me dices?

—¿Lorne? Ya lo estudiaremos.

—¡No! ¡No! Lo estudiarás tú solo. Tú.

Crac.

Colgué y me quedé mirando el regazo, sobre el cual tenía un portafolio de plástico con la publicidad de Lorne. Era en ese papel donde yo había ido garabateando las ideas de Lorne. Echando a perder mi vista, leí el texto impreso y llegué a ver que, en sus buenos tiempos, Lorne había interpretado en la pantalla los papeles de Genghis Kan, Al Capone, Marco Polo, Huckleberry Finn, Carlomagno, Paul Reveré, Erasmo, Wyatt Earp, Voltaire, Sky Masterson, Einstein, Jack Kennedy, Rembrandt, Babe Ruth, Oliver Cromwell, Americo Vespuccio, El Zorro, Darwin, Sitting Bull, Freud, Napoleón, El Hombre Araña, Macbeth, Melville, Maquiavelo, Miguel Ángel, Matusalén, Mozart, Merlín, Marx, Marte, Moisés y Jesucristo. No es que yo tuviera todos los datos respecto a cada uno de esos tipos, pero no cabía la menor duda de que todos eran gentuza importante. Así pues, quizá no era tan sorprendente que Lorne tuviera alguna que otra idea curiosa respecto de sí mismo.

***

¡Qué día tan largo! ¡Uf! Qué día. ¿Saben qué hora es? ¿Qué hora tengo ahora? Las cuatro de la tarde. Eh, si estuvieran ahora conmigo, ustedes, hermana madre hija amante (sobrina, tía, abuela), podríamos hablar un rato, hacemos arrumacos, ninguna guarrada, claro. Sólo cariñitos. Quizá me dejarían que apoyase mi enorme jeta en el dulce hueco que se forma entre sus omóplatos, esas alas. Sólo hablo de eso. De eso y nada más, en serio. Sé que usted es un ser puro. Ni bebe ni fuma ni anda follando por ahí con el primero que se presenta. Estoy convencido. ¿Que me equivoco, por completo? Eso es lo que me gusta de ustedes… Tal como yo veía las cosas, ahora tenía ante mí seis posibilidades realistas. Dormirme rápidamente, con un poco de scotch y unos cuantos somníferos. Podía volver al Happy Isles y ver qué intenciones tenía Moby. Podía telefonear a Doris Arthur. Podía bajar al primer espectáculo porno en directo que me encontrase a la salida del hotel, en la condenada Séptima Avenida. Podía emborracharme por ahí. Podía emborracharme aquí.

Al final me emborraché en la misma habitación. Lo malo fue que antes hice todo lo demás. A veces tengo la sensación de que la vida pasa a mi lado, y no precisamente despacio, sino soltando grandes humaredas y chispas y acompañada de un terrorífico estruendo. La vida pasa, pero yo soy el que se mueve. No soy la estación, no soy la parada: soy el tren. Soy el tren.

***

—Explícame cómo las tiene, Slick. Cuéntame cómo son esas tetas, con todo detalle.

—Nada de nada. Lo siento, amigo. Esto fue algo muy especial entre ella y yo. No pienso decir nada. Tengo los labios sellados.

—No sé si sabes que Caduta tiene locales parecidos a ése en Roma y en París. Un sitio a donde puede ir a pasar una temporada de vez en cuando, y sentirse como una reina. Para las familias es fantástico. Lo único que les pide es que, durante unos días, manden a la madre por ahí, y convenzan a los niños de que Caduta es algo así como un super útero. Venga, Slick, cuéntame algo de sus tetas. Imagino que son más grandes que las de, bueno, por ejemplo, ¿Doris Arthur?

Todas las tetas son más grandes que las de Doris Arthur, pensé con ternura. Seguimos caminando. Estábamos en Amsterdam Avenue, y las bocacalles se sucedían lentamente. Ahora pasamos por la Ochenta y siete. Ahora la Ochenta y ocho. Sin destacar más de la cuenta, el Autocrat nos seguía despacio, a una manzana de distancia. Era la primera vez que me metía en el Upper West Side, pero, pese a ello, me recordaba alguna cosa. Me recordaba lo tranquila que estaba mi muela desde hacía al menos una o dos semanas… Mientras consumíamos una comida fanáticamente carnívora en un restaurante argentino de la calle Ochenta y dos, mi amigo Fielding me había tranquilizado respecto al problema Caduta-Lorne. Todos los enfrentamientos y conflictos, me explicó, se disolverían en cuanto tuviéramos el guión terminado. Las estrellas de cine siempre andan jodiéndote todo lo que pueden hasta que el guión está listo. Luego se olvidan de los problemas de construcción del personaje y se obsesionan solamente con cosas como el recuento de frases que ha de decir cada uno, minutos en pantalla, y reparto de primeros planos. Doris Arthur acababa de regresar a los Estados Unidos y estaba mecanografiando el guión en una casita de campo de Long Island, alquilada por Fielding a tal efecto. Me imaginé afectuosamente a la pequeña Doris rodeada de simpáticos animalitos, con sombrero de paja y mono de trabajo, accionando la bomba manual de agua, arreglando una gotera, con media docena de clavos y un par de pipas de boj en sus labios de jarabe. Fielding me prometió que tendríamos el primer borrador en cuestión de tres semanas.

—¿Adónde vamos? ¿Por qué tanto andar?

—Hace un domingo muy soleado, John. Estamos viendo paisajes urbanos. Dime, ¿qué te pareció Doris? Quiero decir, físicamente —añadió, entornando los ojos de una manera tan suave y codiciosa que me falló el pulso.

—Tú has pasado por allí, ¿no? —dije—. Dímelo tú, tío. ¿Qué tal es?

—Mira. Tú me cuentas lo de las tetas de Caduta, y yo te explicaré todo lo que hay que saber acerca del comportamiento de Doris en la cama. ¿Hacemos un trato?

—Bueno, son grandes de verdad, y caídas, pero sobre todo son profundas y espesas. Se apoyan en las costillas, claro, y hasta bajan un poco más abajo, pero siguen siendo muy sólidas y además…

—Ya me hago la idea, Slick. No nos sirven. Pensé que tal vez se las había hecho operar. Le gusta tener unas tetas maternales. No nos valen. Ya sé lo que piensas. Piensas: No necesitamos una tonta de remate que aguante bien los años. Lo que necesitamos es alguien que parezca real. Pero, John, las estrellas de cine no son reales. Es algo de lo que son incapaces. Ya lo verás.

—De acuerdo. Doris. Suéltalo.

—Me temo que no me has entendido bien. Sé todo lo que hay que saber, es decir que es igual a cero. Porque esa tía es lesbi, Slick.

Tropecé y me detuve, e hice chasquear los dedos.

—Así que era eso. Joder, ya sabía yo que pasaba alguna cosa así. La muy puta

—¿Lo intentaste?

—Por supuesto. ¿Y tú, ni siquiera intentarlo?

—No, lo sabía desde el principio. En los relatos se notaba mucho.

—¿Qué relatos?

—Los relatos cortos, John. Su libro, ¿recuerdas?

—Ah, eso.

Pero en ese momento vi hacia donde iban las calles, vi que se oscurecían a pesar del sol, que el aire era más espeso bajo la inocencia de la tapadera azul. Tres manzanas atrás había toldos en las puertas, porteros con librea, fachadas de elegante piedra. Ahora en cambio las calles estaban descuidadas, era un mundo sin ley. Sorteamos los obstáculos esponjosos de los colchones rotos y las maletas abiertas y boca abajo, vimos los oscuros perfiles ocultos tras las ventanas y los alambres de gallinero: estábamos en un mundo sin dinero, sin agua caliente, sin coches. Y el cambio había sido repentino, de golpe y porrazo veías que allí se habían acabado los acuerdos, los consensos, como no fuera el compartido odio contra el dinero que suele aparecer en todas las ciudades en donde las fronteras entre ricos y pobres son tan estrechas, tan finas como las dos caras de una navaja. Me fijé en la pobreza, y la pobreza se fijó en mí. Noté también —de forma perversa, innecesaria, malograda— lo gays que Fielding y yo debíamos de parecer, él con sus zapatos ligeros y su mono color estroncio y su peinado de peluquería, y yo con mi ropa amariconada y mis zapatos redondeados. Hasta los peores maricas del barrio (pensé) deben estar mirándonos con preocupación desde sus altillos y buhardillas, pensando: nosotros somos de miedo, pero ésos de ahí, Dios mío, van a pervertir a todo el barrio.

—¡Eh! ¡Hermano! ¡Negrata!

Calle Noventa y ocho. Volví la cabeza. Dos negros enormes con un perro atado con una correa.

—No te jode, tío. Me parece que mi perro tiene ganas de morder a uno de esos blancos subnormales.

—Fielding —dije, muy tenso—. ¿Crees oportuno seguir? Subamos al coche. Esto es el reino de los navajeros.

—Sigue caminando, Slick, con la cabeza bien alta. No pasa nada.

Se equivocaba. Fielding se equivocaba. Estaba pasando algo, seguro. Cuando alguien se ha pasado la vida metiéndose en jaleos, como me ocurre a mí, los sensores te avisan enseguida, de modo que pronto te das cuenta de lo difícil que va a ser salirte de según qué embrollos. Y sabes cuándo tienes que ceder. A menos de una manzana de distancia, los restos de individuos de colores diversos, todos ellos pertenecientes a las castas más bajas, habían comenzado a amontonarse para formar un grupo o zona peligrosa. Pude ver camisetas horteras, gruesos bíceps, caras vellosas. Esta gente no tenía nada que decirnos, aparte de recordarnos que éramos blancos y teníamos dinero. Tal vez dijeran también: eso de hacer visitas a los barrios bajos no mola, al menos en Nueva York. No se pueden hacer expediciones de buena voluntad a los barrios bajos porque tales expediciones tienen la pretensión de negar que los barrios bajos son reales. Y el sitio en donde estábamos era real. Y esos tíos tenían intención de demostrárnoslo. A estas alturas del asunto yo empezaba a seguir los dictados del instinto, o del hábito, investigando los puntos débiles del enemigo, buscando salidas. Evitar las calles de la izquierda. Mantenerse en la acera, pero junto a la calzada. Sí…, cuidado con ese chico de ahí, seguro que lleva un palo. En cuanto llegues, dispara puñetazos contra todos y corre como un hijo de puta hacia la cuesta con césped que hay al final. Miré fugazmente a los lados. Fielding alzó un brazo, dándole instrucciones al chófer del Autocrat, pero su mirada y su paso eran tranquilos. El coche se nos acercó con un rápido acelerón, y luego continuó avanzando lentamente, a nuestro lado. Fielding desaceleró el paso. Hizo un ademán explicativo, super sincero. Y no pasó nada. El camino quedó despejado, y seguimos caminando.

—Columbia, Slick… Chicago, Los Ángeles, cualquier sitio… En este país, las sedes del saber, las grandes universidades, están rodeadas por los peores, mayores y más desesperados barrios bajos del mundo civilizado. Parece ser el estilo americano, ¿entiendes? ¿Captas la idea? Ahora por ahí, Slick, tendremos una magnífica panorámica de Harlem.

Lancé una ojeada hacia la universidad de Columbia. Comprobaciones. Ya he visto otra veces esta clase de edificios de columnas altas y mentón alzado, con su orgulloso pecho adelantado en un ademán de soberbia cultural. Todo aquello no me decía nada nuevo. Con la muñeca de Fielding apoyada en mi hombro, me acerqué a las murallas del castillo. Nos apoyamos en la barandilla, y miramos abajo a través de la sucia celosía de los árboles entrecruzados cuyas rotas espaldas eran testimonio de su último intento de ascender hasta la cumbre. Más allá de sus copas se extendían los kilómetros cuadrados de Harlem, es decir de la segunda parte de Manhattan, el otro Manhattan, la mitad oculta y joven de la isla.

—¿Qué ha pasado? —pregunté, y encendí otro pitillo, notándome todavía con las baterías cargadas, con las glándulas en pie de guerra tras la reciente y frustrada pelea.

—Ha sido gracias al coche, sencillamente.

—¿Estaba apuntándoles tu chófer con un arma? No he visto nada.

—No. Bueno, supongo que tenía la pistola preparada. Pero no le hubiera hecho ninguna falta. Con el coche basta, cuando no se trata más que de un par de minutos. No necesitábamos nada más.

Lo entendí, o eso supongo. El Autocrat, el chófer, el guardaespaldas: era suficiente para que aquellos chicos comprendieran la distancia enorme, mágica, que nos separaba de ellos. ¿Cuál fue exactamente el ademán que hizo Fielding? Una mano apoyada sobre el corazón, y la otra señalando hacia el coche, educadamente, como diciendo: «Esto es dinero. ¿Se conocen ustedes?». Luego unió las manos, alzó la cabeza, dejándoles contemplar a su aire la prueba definitiva. Ante lo cual ellos retrocedieron con esa precipitación, esa nula agilidad, esa ceguera con la que los coches se apartan cuando pasa una ambulancia o algún miembro de una familia real.

—¿Por qué? —le dije.

—Vistas urbanas, color local. El coche es tuyo, Slick. Yo regresaré corriendo.

Me quedé mirándole cuando se alejaba a paso de jogging, con la cabeza alta durante los veinte primeros metros, para oxigenar mejor sus pulmones, y luego más baja, para medir el ritmo de sus pasos. Me di media vuelta y miré de nuevo la apretujada cuña de calles y robustos edificios de pisos, y, a manera de excepción a la regla, la tensión de mis oídos dio la nota justa. Acompañados por un débil zumbido premonitorio, mis ojos trazaron una panorámica sobre Harlem, como si allí, entre las chimeneas y los tejados, habitara mi dolor, mi dolor especial, esperando el parto, la libertad, el poder.

***

Sólo existe un terrícola al que le preocupo. Como mínimo, este ser humano al que me refiero me sigue fielmente por todas partes, me vigila y me telefonea a menudo. Es el único. Selina nunca está cuando la busco. En cuanto a los demás…, es cuestión de dinero. No tenemos en común más que el dinero. Billetes de dólar, de libra esterlina: notas de suicida.[5] El dinero es una nota de suicida. Pues bien, el tipo al que me refería hace un momento también habla de dinero, pero su interés por mí es personal. Personalísimo, vamos.

—Nunca piensas en ellos —me dijo, por ejemplo—. No piensas en ellos. Visitas los barrios bajos, pero nunca piensas en ellos…, en los otros.

—¿Quién dices? —le pregunté—. ¿En vosotros, los pobres?

—Escúchame bien. He robado comida, de puro hambre, para mantenerme con vida. Pero eso puede durarte una semana. Al cabo de un mes se te empieza a notar. Tienes la pinta del tipo que tiene que robar comida para no caerse muerto. Y entonces ya está. Se acabó. No puedes seguir robando comida. ¿Por qué? Porque ellos lo adivinan, en cuanto pisas la tienda. Ven que no tienes ni cinco. Ni siquiera te queda el recuerdo de qué cosa sea el dinero. Imagínatelo.

—Parece duro. Lo cual, sin embargo, sólo sirve para demostrar que ser pobre es un paso en falso, es de tontos. Mira, ya conozco todo eso. No es nuevo para mí, amigo. Llevo toda la vida oyendo eso mismo.

—Eres pobre. Sigues siendo pobre.

—Te equivocas. Tengo montones de pasta y voy a ganar mucho más. En cambio, tú sí que pareces andar mal de dinero.

Telephone Frank parece ser no solamente un experto en tener dinero sino también en no tenerlo. También habla mucho de las tías. Por ejemplo:

—¿Las mujeres? Te limitas a usarlas, y luego las tiras, como una hoja de lechuga.

—Vuelves a equivocarte. Intento hacerlo, es verdad, pero no hay ninguna que me lo aguante.

—Para ti las mujeres no son más que pornografía.

—Mira, chico, tengo una cita. Hay un montón de gente con pasta que me espera ahí, en el centro de la ciudad.

—Ya nos veremos, cualquier día.

—Me encantará… Bien, Frank, nos veremos.

Llegué a Bank Street a las ocho en punto, con la última luz. Arriba, el cielo seguía centelleando, pero una película de color verde se había colocado entre los rosas y los azules, un ramalazo aguacate de embellecedora morbidez urbana… Mi mejor traje: gris marengo, con finísimas listas blanco tiza. Me puse además una ancha corbata plateada, con un rollizo nudo. Era la zona oeste del Village, esa parte en donde las calles tienen nombres.

Bank Street parecía un pedazo nostálgico de Londres, con sus rejas negras y sus pálidas flores ciñendo las tímidas casas de piedra arenisca, y hasta con un deje de olor a hojas y tallos en el aire. Mientras paseaba por allí me fijé en un chico negro, muy elástico, de la edad de Félix o quizá algo mayor, que pasaba con su amiguita. Negligentemente, se metió en un jardín y arrancó una flor de la rama de un árbol. Ofreció el capullo rosa a su amiga, que lo hizo girar ante sí un momento para después dejarlo caer al suelo.

—Eh —dijo el chico—. Eh, eso que he hecho era muy bonito. Era bonito regalarte una flor. ¿Se puede saber, coño de tía, por qué la has tirado?

El chico siguió caminando, algo más envarado, mohíno y con los hombros tiesos. Ella retrocedió y se agachó para recoger la flor rota, y se guardó algunos pétalos en la falda.

Calculé que tenía media hora de tiempo sobrante. Había que matar el tiempo, de modo que torcí un par de veces a la derecha y me encontré en la rampa de la Octava Avenida. Supuse que se trataba de una zona de clase media pobre. Shoe Hospital, Asia de Cuba Luncheonette, Agony and Ecstasy Club, ESP Reader and Adviser, Mike’s Bike World, y también LIQ, BEE y BA. Me pregunté si los carteles de las tiendas están hechos de forma que la gente crea que se trata de las plantas de unos pies gigantescos. Jovencillos jugando al ajedrez sobre los capós de los coches aparcados. Un pálido tatuaje en un brazo pálido y viejo. Ahí están otra vez, jóvenes y viejos, sanos y enfermos entremezclados como prodigios americanos de gente con dinero y sin él, de gente guapa y gente deforme, milagros de frío y calor en Manhattan. Hay personas espantosamente necesitadas de una buena reparación. Lo bien que les iría una pequeña inversión de señorío. Pero adoro la densa variedad de estas calles. Sí, me estimula. Después de ver esto, Londres parece despoblado, desleído… Paseé bajo la luz amarillenta de los bancos, oficinas y negocios cerrados. ¿Por qué los bancos no rebosan capacidad de improvisación, como el resto de empresas norteamericanas? ¿Por qué no nace un banco llamado Mike’s Bank World? No lo sé, pero me siento bastante tranquilo. No me he emborrachado ni una vez en todo el día. No he bebido nada, ni siquiera a la hora de comer, cuando me han servido esa horrible Sorpresa de las Malvinas que he pedido (una parrillada triple). Esta noche quiero estar en plena forma. Me he duchado y arreglado, y no tengo mal aspecto. Ese paseo con Fielding, ese safari hacia la parte alta me ha hecho muy bien. Lo necesito, necesito estar fuerte. Ustedes creen que soy un paranoide, pero se lo aseguro, aquí pasa algo. ¿Están metidos ustedes en ese asunto? Tengo esta horrible sensación desde la última vez que vine a Nueva York, una sensación…, una sensación de espantosa ulterioridad. Trato de convencerme a mí mismo de que todo es consecuencia de mi pasado, de mi infancia pobre y mi temor al éxito. No es por la película. La película va bien. La haremos. Triunfará. Pero hay alguna otra cosa que no marcha, una cosa más importante incluso. Más importante que todo lo que Frank me dice por teléfono, sea lo que sea. Más importante que lo que me está haciendo Selina, sea lo que sea. Más importante que lo que me estoy haciendo yo a mí mismo… Al volverme del escaparate de una tienda —¿y por qué tiene que ocurrir siempre así?— fui abordado por una mujer de metro ochenta y pelo color jengibre, sombrero negro y velo de tul hasta el mentón. Tenía una presencia firme, desafiante: me parece que hasta noté su aliento en el cuello.

—¿Qué? —dije. Pero ella permaneció quieta y callada, mirándome a través de su máscara… ¿Dónde he visto antes a esta chalada de los cojones? Vaya. Ya vuelve a acercarse. En algún sitio, la he visto en algún sitio.

Retrocedí pasando por Christopher Street, el barrio de los maricas. También pasé cerca del barrio de las tortilleras. Como mínimo hubo un par de tías que me prohibieron entrar en su santuario color cárdeno. Luego encontré un sitio cuyo anuncio mostraba a las claras que era un bar de solteros, y nadie me cerró el paso… Bien, yo había leído algo, en Scum y Miasma, acerca de esos locales especializados en enfermedades venéreas. Las dos revistas les daban un tratamiento bastante duro. Había corrido la voz de que, hace uno o dos años, estos tugurios estaban poblados por azafatas, modelos y mujeres con cargo de ejecutivo: cinco minutos, dos cervezas, y enseguida te encontrabas en una habitación de hotel o un apartamento amueblado, con la tía haciendo números delante mismo de tus narices. ¡Falso!, decía Scum. Quizá fue así durante una breve temporada, explicaba Scum, pero poco después entró en acción la gente bien pensante y se acabó la ganga. Las tías se largaron a otra parte. Miasma llegó al extremo de enviar un grupo de agraciados reporteros para que comprobaran por sí mismos la situación, y ninguno de ellos consiguió ligar… Bueno, para mi gusto este sitio estaba bien, y sólo resultó tener un inconveniente: no había allí ni una sola mujer. Seguro que se habían ido todas a los bares de cowboys y las discos diesel. De modo que aumenté el número de tipos solitarios y callados que estaban en la barra, apenas media docena, y me concentré en mis copas. Por ti, Martina, me dije a mí mismo, y de un manotazo dejé un billete de veinte dólares en el húmedo zinc.

¿Se acuerdan ustedes de Martina, Martina Twain? No me digan que ya se han olvidado de ella. ¿Qué tal andamos de memoria, amigo? ¿Cómo vamos de recuerdos, hermana? Seguro que la recuerdan. Ella y yo, hace poco tiempo. Con Martina, la cosa es que… La cosa con Martina es que no consigo encontrar la voz adecuada para atraerla. Las voces del dinero, del tiempo y de la pornografía (todo ese incontrolable jaleo), no están a la altura de las circunstancias cuando se trata de Martina. En cuanto pienso en ella se me produce una conmoción de silencio. Me pasa lo mismo cuando estoy en Zurich, en Frankfurt, en París, y me encuentro con gente que no habla mi idioma. Mi lengua suele buscar entonces formas y retículos que, simplemente, no están ahí. Así que me pongo a gritar… Piensen ustedes en la gentuza que me rodea de ordinario, estilistas, modelos, actores, productores, calientabutacas, olisqueadores, quebrantarrodillas, lectores de tarjetas de crédito, gente de pasta: tipos raros. Ni uno solo al que se pudiera llamar normal. Y mujeres raras, tías que hacen malabarismos con el sexo y el tiempo y la pasta. ¿Alguien de tipo corriente? A mí que me registren. Yo soy un tipo retorcido, encorvado, tironeado y apretujado, y así están las cosas. Cada vida es una partida de ajedrez que se fue al carajo a la séptima jugada, y el resto de la comedia se arrastra desde entonces lenta y tediosamente, un sueño de compresiones y traspiés, cada jugada forzada con antelación, todas las piezas inmovilizadas y paralizadas y aherrojadas… Pero de vez en cuando veo aparecer alguna pieza que sigue moviéndose libremente, y su ejemplo es terrible para mí. Por lo general, son gente rica.

Ossie, el inglés que está casado con ella, tiene una fortuna como para vivir a lo grande toda su vida, pero trabaja en cosas de dinero, dinero puro. Su empleo no tiene nada que ver con nada que no sea dinero, la cosa en sí. Nada de andar jodiendo con acciones, bonos de caja, bienes muebles o inmuebles. Dinero, simplemente. Instalado en sus espectrales torres de la esquina de la Sexta Avenida y Cheapside, el rubio Ossie usa el dinero para comprar y vender dinero. Equipado con un teléfono, compra dinero con dinero y vende dinero por dinero. Trabaja en las grietas y orificios de ventilación del mercado de divisas, comprando y vendiendo, cabalgando la marea cotidiana del cambio. Por estos servicios, le premian con dinero. A montones. Es precioso, y él también lo es.

Pasé de un combinado a otro. De todos modos, siempre llego demasiado temprano a esta clase de cenas. Me voy tarde, pero nunca suficientemente tarde. Barman, otra de lo mismo. Mientras festejaba mis copas, noté de repente el zumbido, el caramelo de la presencia femenina. Me volví, y me encontré con que una chica se había sentado junto a mí. La tía pidió con voz cargada un vino blanco. Cambié de combinado otra vez, ahora un Manhattan. Nueva York tiene gran abundancia de chicas que te dejan el corazón parado un segundo, tías con mucho colorido, dientes vainilla, y unas grandes tetas que todas lucen como si fuese lo más normal. Seguro que aquí hay algún truco. (Y lo hay. La mayoría están locas. Vale la pena no olvidarse nunca de este detalle). La tía del taburete contiguo…, bueno, parecía Cleopatra. No sé por qué, pero al instante la encajé en el apartado de los putones aficionados, las idólatras de las pollas, etc. Siempre las calo a la primera. Miré mi reloj: ocho y media… No, nueve y media. ¡Eh, chico! Es hora de irse.

—¿Te invito a una copa? —dije.

Se le destensó la cara. Temblorosamente, dijo que no con la cabeza.

—¿Vino blanco? —dije.

—No, gracias.

—¿A qué viene eso de no gracias? ¿No sabes leer? Este es un bar de solteros.

—Disculpe —dijo—. ¡Camarero, este hombre está molestándome!

—Y una mierda que te molesto. —Le di un golpecito en el hombro—. ¿Y qué esperabas, nena? A ver, ¿por qué has entrado aquí? ¿Te gusta el chablis californiano, o vienes a ver los patos del empapelado?

—Eh, eh, eh. O se calla, o fuera.

Este era el barman.

—¿Qué pasa aquí? ¿Ninguno de los demás sabe leer? Ahí afuera dice «bar de solteros», en letras de neón. Yo soy soltero. Ella también. ¿Dónde está el problema?

—Está borracho.

Este fue uno de los solitarios.

—Vale, ¿quién ha dicho eso?

Me dejé caer cautelosamente del taburete. Aquí hacía falta una maniobra estratégica que acompañara a la anterior. A saber: levantarme del suelo.

—Si no me he tomado más que diez combinados, joder.

—Cuidado con él… Llevémoslo a la… Fuera…

Varias manos me agarraron de los brazos, una rodilla se me hincó en la espalda, y alguien tiró de mi felpudo. En fin, el tiempo estaba en marcha, y pensé que, de todos modos, lo mejor sería ponerme en marcha.

Al cabo de quince minutos, o tal vez fueran veinte, me encontré plantado frente a un ascensor encerrado en una jaula: la reja con dibujos de encaje, las puertas de acordeón. Me tambaleé y recorrí como pude un pasillo hasta el final. Llamé al timbre. Estaba borracho, vale, pero ya empezaba a reanimarme. Es lo que pasa con la bebida: hay gente que aguanta, y otros que no. En cuanto me den unas cuantas rondas más, estaré tan fresco. Enderecé el nudo de mi corbata y me tiré el pelo hacia atrás con las manos. Llamé al timbre, largo y tendido. Alguien descendió sonoramente una escalera de madera. La puerta se abrió.

Al otro lado estaba Ossie, en chaleco y mangas de camisa. Vi a Martina, al fondo, con el delantal de cocina y bandejas en las manos.

—¡Hombre, amigo mío! —croé—. ¡Ya estoy aquí!

Ossie se adelantó un paso.

—Es tarde —dijo. El rostro curioso de Martina apareció al otro lado de su hombro—. Vete a casa, John —dijo Ossie—. Anda, vete a casa.

Cerró de un portazo. ¿Se puede saber qué le pasa a éste?, pensé. Hay tíos que… Vale, llego ligeramente tarde, pero… Miré el reloj. Decía la una y cuarto. Entonces recordé una cosa. No sólo había llegado tarde. También me iba demasiado tarde.

Exacto. Ya había estado en la cena. Y algo me decía que mi comportamiento no había sido muy correcto.

***

Hoy es mi cumpleaños. He cumplido los treinta y cinco. Según el último libro bueno que he leído, esto significa que estoy a mitad de mi viaje a través del tiempo. La sensación que tengo no es exactamente ésa. No noto que esté a mitad de camino. La matrícula de postín que llevo en mi Fiasco dice OAP 5.[6] Tengo mentalidad de crío, pero soy un cliente muy importante de los médicos de la boca y las tripas. Tengo la sensación de haber empezado ahora mismo.

Y también que estoy a punto de acabar, a punto de acabar. Así es como me siento.

Llegó la mañana y me levanté… Cosa que no parece especialmente interesante o difícil, ¿verdad? Seguro que ustedes lo hacen cada día. Pero, miren, la cuestión es que me encontré con un problema. A saber, estaba tendido boca abajo, al pie de un matorral o un seto o alguna maldita planta, en un solar húmedo salpicado de ortigas, paquetes aplastados de cigarrillos, condones usados y latas vacías de cerveza. Era un lugar sumamente apropiado para volver a nacer, y tal era la sensación que yo tenía. Duele, sin duda, eso de nacer: por eso la gente llora y chilla. Luego tenía que hacerme la revisión. Comprobar que todavía tuviese la cartera, los miembros, la cara, la polla, el ser. Luego tenía que ponerme a correr llorando por entre los pasadizos de cemento y bajo la lluvia del amanecer hasta lograr que se me pasara un poco el pánico, hasta reconocer la ciudad y reconocerme a mí mismo en las calles mojadas y enmudecidas. Luego tenía que encontrar un taxi y regresar al hotel. El tipo aquel no quiso cogerme hasta que le enseñé el dinero. No le culpo. Había estado soñando —¿y quién necesita sueños cuando lleva una vida nocturna como la mía?— en torturas, risas, dolores en mi frágil espina dorsal.

Me desnudé lentamente en el baño, frente al espejo. Primero la cara: tenía una hinchazón gris encima del ojo izquierdo, y el felpudo estaba muy maltrecho en ese mismo lado. ¿Una pelea? No era probable. Si hubiese sido una pelea, habría ganado yo. Y allí estaba también todo mi cuerpo, temblando, estremeciéndose bajo la delatora luz, pero entero. Me volví, y solté un respingo. ¡Ah…! Joder… Mi espalda, mi ancha y blanca espalda tenía de treinta a cuarenta verdugones limpiamente perfilados, iguales los unos a los otros, como si hubiese dormido en una cama de fakir. Agarré con ambas manos un buen pedazo del neumático de recambio, conseguí tirar de la piel y ver con detenimiento una de aquellas heridas sin sangre. Una muesca, un agujero rojo: me cabía todo el meñique hasta media uña de profundidad. Retrocedí. No había más daños. Mi repleta cartera estaba intacta: tarjetas de crédito, unos ochenta dólares, unas treinta libras. La resaca seguía su curso. La resaca había salido bien librada del percance.

De modo que me había pasado la noche, o una buena parte de ella, en un pedazo de tierra del país del alfabeto, junto a la Avenida B, en el East Side. Tras una velada placentera y beneficiosa con mis amigos de Bank Street, debí de salir a tomarme un par de copas, seguro. ¡Mala idea! ¡Malísima! Alguien, en algún momento, me había trabajado la espalda con una herramienta, un objeto contundente, lo que fuera. Tenía algunos agujeros en la camisa, pero no en la americana: mi americana buena, la mejor. Eran las ocho treinta. Me lavé la cara con agua y noté como si unos dedos calientes me hicieran cosquillas por detrás. Durante diez minutos estuve vomitando detenidamente, con convulsiones parecidas a las de una maza mecánica, unas convulsiones que rae sentí incapaz de resistir o frenar. Luego, durante el doble de tiempo, me quedé sentado en la ducha, con el grifo plateado abierto al máximo de presión y de calor, aunque apenas sirvió para limpiarme la mugre. Debo de ser muy infeliz. Sólo así puedo explicarme mi comportamiento. Amigos, qué depresión llevo encima. Seguro que soy un jodido suicida. Y me gustaría saber por qué.

Fíjense en mi vida. Ya sé lo que están pensando. Están pensando: ¡pero si es una vida fantástica! ¡Magnífica! Están pensando: ¡hay tíos con suerte! Bueno, supongo que parece fantástico con tantos vuelos y tantos restaurantes, y taxis y estrellas de cine, y Selina, y el Fiasco, y el dinero. Pero mi vida también es mi cultura particular: eso es lo que estoy mostrándoles al fin y al cabo, ése es el lugar a donde les estoy conduciendo, dejando entrar: mi cultura particular. Y quiero que miren mi cultura personal. Que vean en qué estado se encuentra. No es un lugar bonito. Y por eso me muero de ganas de salir disparado del mundo del dinero para irme… ¿Adónde? Díganmelo ustedes, por favor. Yo solo jamás lo conseguiré. No sé cómo.

***

Durante un par de días no ocurrió gran cosa; para mí, perfecto. No pasó nada. Bueno, digo eso, pero yo y mi dolorida espalda estuvimos muy activos.

Yo y mi dolorida espalda redactamos conjuntamente una carta dirigida a Martina. Sí, una carta. Incluso salí a comprarme un diccionario en la Sexta Avenida, como indispensable ayuda para mi proyecto. ¿Saben cómo son esas resacas en las que te sientes incapaz de escribir eres para mí, o lo siento u otra vez sin faltas de ortografía?

Me costó un día entero escribir esa carta, otro tanto ponerle el sello y lo mismo echarla al correo, pero al final conseguí dejar listo ese asunto. Pedí disculpas por mi comportamiento (ya saben ustedes lo que pasa: unas copas, unas carcajadas, y empiezas a meter la pata), y le pregunté si podía invitarla a almorzar algún día. Al fin y al cabo, señalé, almorzar era una de las pocas formas de vernos que todavía no habíamos ni siquiera probado. Habíamos tomado juntos unas copas, algún desayuno, varias cenas, pero no habíamos almorzado nunca en la misma mesa. Le dije que comprendería «perfectamente» que decidiera recuperar pérdidas y dejar que yo pagara. Afirmé que me negaría en redondo a que pagase ella, y le aseguré que estaba hablando muy en serio. En fin, que no estaba yo para dejarme invitar después de lo ocurrido.

Yo y mi dolorida espalda tomamos unos combinados con Butch Beausoleil. No hubo mención alguna de la debacle del Berkeley, por fortuna. Butch estaba preciosa —toda ella juventud y salud—, y se mostró notablemente dócil, al menos por ahora. Es lógico. Se llevará una tajada de setecientos cincuenta mil dólares. La única condición que pone es que no hará ningún tipo de tarea doméstica. En la película. No barrerá ningún suelo. Ni siquiera aclarará una taza de café. La liberación de las tías. ¿Quién quieres que haga de galán?, le pregunté. ¿Christopher Meadowbrook, Spunk Davis o Nub Forkner? Butch contestó que le gustaría que fuese un chico de tez morena. Lo bueno de Butch es que no es la rubia tonta de siempre, tal como ella misma subrayó varias veces. Me mostré de acuerdo con ella. Quizá lo parecía. Quizá hasta se comportaba y hablaba como si lo fuese, a veces. Pero no lo era. Eso es lo grande de Butch.

Yo y mi dolorida espalda celebramos varias reuniones con la gente del dinero que Fielding había engatusado. Cenamos en La Cage d’Or con Steward Cowrie, Bob Cambist y Ricardo Fisc. Visitamos varios clubs nocturnos, Krud’s y Parlour 39, con Tab Penman, Bill Levy y Gresham Tanner. Qué gente tan rara, los tíos del dinero: hoteleros de Miami, terratenientes de Nebraska, petroleros de Maryland. Sus únicos temas de conversación son las estrellas de cine y el dinero. Hablan de dinero con ese tiburonesco estilo tan propio de los norteamericanos, como si el dinero fuese la única llave para todo, el único patrón de todas las medidas. Encuentro que son gente con la que te puedes relajar a gusto. Fielding se encarga de todas las cuentas. Fielding se encarga también de embolsarse todos los cheques. Cada una de las reuniones termina con los tíos del dinero diciendo cosas como Contad conmigo, o Quiero participar o Dicho y hecho o Hagámoslo. Fielding ha comenzado a pensar en darles la patada a tres o cuatro de los socios menos importantes.

Ah, sí, y yo y mi dolorida espalda logramos localizar a Selina una noche, bastante tarde. De hecho eran las siete de la mañana aquí. Habló con voz fina y fría, que es como a mí me gusta. Al cabo de un ratito, con arrullos e insultos, me devolvió la paz. Tengo que comunicarles a ustedes que estas mamadas a larga distancia, estas llamadas tórridas, son sólo una más de nuestras lamentables costumbres… También esta perversión en particular, según he podido observar, y al igual que todas las demás, ha empezado a funcionar en plan negocio en Nueva York. Las columnas de anuncios de letra pequeña que aparecen en Scum van repletas de busconas a control remoto que se pasan el día sentadas junto a un teléfono. Por dinero, claro. Como Ossie Twain, por cierto. Las telefoneas, les das tu número de tarjeta de crédito, y ellas te dicen guarradas durante todo el tiempo que alcances a pagar. Probablemente salgan más baratas que Selina, pensándolo bien. Además, ellas están aquí, y Selina allí… Había decidido colgar cuando Selina comenzó a decirme, en un tono de alarmante excitación erótica, no sé cuantas cosas acerca de un nuevo novio suyo, un adinerado norteamericano que, según me contó, se la llevaba a los hoteles de su propiedad, la vestía elegantemente, y se la tiraba en el suelo, como a un perro. La historia y los detalles eran muy normales, pero deploré su entonación. Déjalo correr, le dije. Su vocecita continuó provocándome. Me dijo que siempre estaba aquí o allí, con él, haciendo todo eso. Ya basta, dije.

—Entonces, cásate conmigo —dijo Selina, pero lo dijo de una forma muy fea.

***

Fielding apoyó su espalda en el elegante asiento de la limusina, como un gato. Se estiró los puños de la camisa y dijo firmemente:

—Nos quedamos con Spunk.

—Supongo que no es su verdadero nombre, ¿no?

—Lo es —dijo Fielding, y me contó que había dos actores del sur que se llamaban Sod MacGonagall y Fart Klaeber.[7] Luego soltó una de sus carcajadas, una de sus ricas, millonarias, contenidas carcajadas adorables. Cómo me gusta oír ese sonido. Daría cualquier cosa por ser capaz de provocarlo más a menudo—. Pero —añadió Fielding—, es posible que para el mercado inglés le llamemos Scum.[8]

—Es un problema, tendrás que admitirlo.

—He hablado con su agente. Él ya sabe que algún día habrá que arreglarle lo del nombre a Spunk, pero el problema es que así es como fue bautizado, y que es uno de esos tipos que detestan las clásicas mentiras del estrellato. No es más que un muchacho del Bronx, un tipo duro, pero en la pantalla es tremendo. ¿Quieres una copa?

—No, gracias.

—¿Qué te pasa? Son las cinco.

—No, gracias.

Tenía mis motivos. ¿Qué prefieren, que les cuente primero las buenas noticias, o que empiece con las malas? La buena noticia es que esta mañana me ha llamado Martina. Mañana almorzaremos juntos. La mala noticia es que la buena noticia me dejó tan aliviado y excitado que, de inmediato, me he metido en un bar y me he bebido un montón de copas. ¿Sí?, dirán ustedes. ¿Y qué? No es ninguna novedad. De acuerdo, pero la parte mala de la mala noticia es que el alcohol me ha producido un efecto verdaderamente horrible. No me ha emborrachado, que es lo que yo quería conseguir. Me ha dado resaca, directamente. En serio. Incrédulo, he seguido pidiendo copas, en un intento de cambiar las cosas, pero estaba condenado al fracaso. Por eso me he metido tantísimas. Lo cual contiene además una nota de ironía, porque esta mañana, al despertar, me sentía condenadamente bien después de una noche de televisión hasta última hora. Me pregunto si este fenómeno es una nueva consecuencia derivada del jet-lag, o la rebelión final, terminal, de la mierda de cuerpo con el que convivo. Amigos, mejor será que me vaya pronto a California, ahora que la gentuza esa de los trasplantes todavía está a tiempo de arreglarlo. Quizá lo mejor sería agarrar inmediatamente un vuelo hacia allí, y pedirles que me revisaran de pies a cabeza. Pero es que, además, la cabeza también se duele lo suyo. La mente también tiene sus padecimientos. La sentía atestada de pecados y delitos, perdidos por completo mis pensamientos, como si estuviera en plena caída libre. Tengo que sacarme de encima toda esa mierda. Eso, y muchas otras cosas más. Tengo que agarrar todo mi sistema y despedirlo a patadas de mi sistema. Eso.

—Concéntrate, Slick —dijo Fielding—. Esto es semicircular. Todo el asunto gira sobre este eje. Desde el punto de vista económico, lo más seguro es quedarse con Meadowbrook. Me parece que Nub Forkner daría juego junto a Butch Beausoleil, Pero Davis, por su parte, es la apuesta a largo plazo, con mayor riesgo y mayor futuro, y eso me atrae mucho. Pon todo tu instinto a trabajar en este asunto, Slick. Yo digo que nos quedamos con Spunk.

—Mejor será que me des un scotch.

El asunto requería cierta introspección, puesto que el personaje estaba basado en mí mismo: Doug, el Hijo, el ambicioso, el adicto, el traidor. Tal como iban las cosas, parecía que la elección tenía que estar entre Christopher Meadowbrook y Spunk Davis, mientras que Nub Forkner quedaba un poco al margen, como una tercera posibilidad de última hora. De Meadowbrook sabía todo cuanto había que saber, era un tipo que encajaba bien en todas partes, pero que difícilmente asomaría a un titular de prensa. Ya le conocen ustedes. Es ese sujeto pecoso con cara de yanqui tonto, de tipo algo descompuesto y casi cómicamente flacucho. Generalmente interpreta papeles de hermano mayor, chico tímido, universitario sonriente. En el papel de Doug, Meadowbrook se encontraría haciendo un papel para el que no da el tipo, pero ésta era precisamente la clase de efecto ambiguo que yo pretendía conseguir. En cuanto al otro, a ese tal Davis, había oído hablar de él pero no le había visto nunca. Era un chico de Broadway, con una sola película en su haber, Prehistoric, aún en fase de montaje. Nos iban a proyectar un montaje no definitivo de la película. Las referencias eran buenas. Según Fielding, Davis iba para estrella.

Aterrizamos en unas señas de Park Avenue. La persona que nos abrió, un tipo con aspecto de guardaespaldas del presidente, nos señaló el pasillo y la puerta de una sala de proyección para ejecutivos: seis butacas solamente, pero todo muy lujoso, con espejos unidireccionales, propaganda de gran multinacional. Ya se encontraba allí el agente de Davis, Herrick Shnexnayder, un ser humano francamente horrible, con un blusón afrancesado, una corbata prosciutto, y con el peinado más complejo con el que me hubiera tropezado en diez años de relación con el mundo del espectáculo. Un mechón amarillento procedente de la base de la nuca había sido dirigido hasta la frente, y otro, que nacía en su patilla izquierda iba a encontrarse con el primero en una zona descentrada. Su cabeza parecía uno de esos helados tan complicados que venden en América. Juro que me entraron ganas de meterle una cucharilla en la oreja y clavarle una guinda en la coronilla, y no creo que su aspecto hubiera empeorado con estos dos detalles. Me puse a beber el champagne ilimitado que me ofrecieron (aunque casi todo lo retuve primero en la boca, acariciando el coral de mi reseca lengua), y estuve escuchando el parloteo obsequioso de Herrick. Los agentes, últimamente, parecen altos ejecutivos, pero este Herrick era bastante parecido a la gente de la farándula. Fielding mencionó en cierto momento el asunto del dinero. El agente esbozó una sonrisa como las que ponen los médicos cuando tratan de una muerte cercana, y dijo:

—Oh, creo que, después de Prehistoric, pediremos cinco.

En otras palabras, el precio de Davis había subido ahora al medio millón de dólares. Fielding se limitó a hacer un gesto de asentimiento y dijo:

—¿Y qué tal estará de fechas y compromisos?

Lo de las fechas y compromisos no representaba problema alguno porque, después de Prehistoric, no había nadie en condiciones de pagar lo que pedía.

Prehistoric empezaba con una larga panorámica que recorría una larga serie de pinturas rupestres: un hombre, una mujer, una pelea, un polvo, un tigre…, una nave espacial. La cámara retrocedía. Una banda o tribu de hombres-mono anteriores al descubrimiento del fuego permanecía amontonada por allí: Spunk se encontraba en medio del grupo, afilando su lanza. Cabeza cuadrada, labios rectos, denso y fibroso su rostro oscuro. A la mañana siguiente, o poco después, da lo mismo, Spunk, bajo unos focos, ascendía por el puente de una nave espacial hacia la que le conducían unos malvados extraterrestres de forma cónica y voz de ordenador, que llevaban a Spunk en un viaje a través del tiempo y luego le depositaban en Greenwich Village, en 1980. Era una noche de verano, de modo que Spunk no llamaba la atención a pesar de su cuerpo peludo, de sus pinturas de guerra, de la piel que llevaba sujeta a la cintura. Después de mirar a su alrededor y de soltar un montón de gruñidos, Spunk salvó a una chica muy bebida que estaba siendo agredida en la acera, junto a la puerta de un bar para solteros. Ella se lo llevó a su casa, que es un apartamento de lujo. Más gruñidos. La chica imagina que Spunk es lituano o albanés o lo que sea: en las calles de Nueva York hay terrícolas de las especies más inesperadas. Spunk acepta un par de copas de aguadefuego, y luego le conducen a la cama, en donde le pega a la tía el polvo de su vida. Amanece, la chica se ha largado, pero Spunk aún ronda por el apartamento… A continuación vimos una escena muy brillante. Spunk, tambaleante —seguro que no estaba bien alimentado en su época prehistórica—, se enfrenta con las chicas que comparten el apartamento con su pareja de la noche anterior. Estas chicas están acostumbradas a que su amiga recoja tipos increíbles por la calle, pero Spunk (que parte nueces con los dientes, que se come los huevos sin quitarles la cáscara y las salchichas sin cocerlas) es otra cosa. Después de varios planos de transición durante los cuales, suspirando, estuve deseando que la cosa pasara a mayores, la película adoptaba otro tono, el de una suavemente paródica historia de amor en la que la chica iba civilizando poco a poco a Spunk —le enseñaba a vestirse, a comer, a hablar—, mientras que Spunk incivilizaba a la chica: le enseñaba a abandonar la bebida, los ligues callejeros, la autodestrucción, el dinero (durante una temporada incluso viven en plan primitivo, después de un choque urbano por parte de Spunk. Incluyo yo, pese a mi exaltación, detecté cierto sentimentalismo en esas escenas). A todo lo largo de la película, Spunk usaba una máscara silenciosa de sorpresa y reserva estoicas, una máscara cómica pero digna al mismo tiempo. Formidable. Y estaba especialmente bien al final, cuando los extraterrestres (que se habían pasado el rato observando los incidentes con sus pantallas, e interviniendo a veces para salvarle de algún apuro) le devuelven a la prehistoria. Spunk sabe más o menos qué va a ocurrir, intenta explicárselo a la chica con sus escasísimos recursos verbales y gestuales. Pero al final se va. Spunk se encuentra en lo alto de un risco, bajo un potentísimo foco extraterrestre. Soplan y silban los vientos. Spunk se pone tenso, frunce el ceño. La chica permanece agachada, murmurando en voz baja, temblando, con su último pitillo y su mechero electrónico. Títulos de crédito. Me conmovió profundamente. ¿Conmovió? Me produjo una crisis nerviosa. Huí corriendo al váter porque mis ojos meaban interminables lágrimas. Seguro, absolutamente seguro: Davis acabaría convirtiéndose en una gran estrella.

Una vez en el Autocrat me volví a Fielding y, con voz afónica, le pregunté:

—¿Sabe hablar? Quiero decir si sabe hablar de forma normal.

—¿Spunk? Claro. El pasado otoño interpretó a Ricardo II en un teatro off Broadway. Estaba un poco nervioso por lo de su acento, pero la articulación, si te refieres a eso, fue soberbia. Bien, Slick, ¿qué opinas?

—Opino que nos quedamos con Spunk.

Fuimos directamente en el coche a un restaurante de la zona entre la Quinta y la Sexta, para celebrar una reunión exploratoria con Christopher Meadowbrook. Después de Prehistoric, fue deprimente. Me bastó echarle una ojeada a Meadowbrook para saber que no nos serviría de nada. Sólo faltó que las sillas especialmente tiesas del restaurante, que me recordaron la erecta triangularidad del torso de Selina, estuvieran especialmente contraindicadas para clientes con la espalda dolorida. Al final acabé retorciéndome más que Meadowbrook, y eso que él no paró de retorcerse, víctima al parecer de la timidez. El tipo no estaba en plena forma, desde luego. No tenía aspecto de bueno. Pero tampoco de malo. Parecía, sencillamente, un tipo débil, poco viril: la clásica víctima. Tenía la misma expresión fláccida de labios y ojos que un desvencijado marica al que me encontré tirado en la acera de Sunset Boulevard, un desgraciado al que acababan de meársele encima y que parecía estar pidiendo que alguien repitiera el número. Después de los aperitivos y las presentaciones y unos minutos de entrecortada charla introductoria, como si los tres fuésemos dioses o monos o astronautas, Fielding hizo lo que jamás tendría que haber hecho. Se largó, para irse a cenar con Butch y Caduta en el Cicero. Luego me juró que ya me había avisado de que ése era su plan. Seguro que me había avisado, segurísimo. Le miré, horriblemente desamparado, y él me dijo adiós y prometió regresar a eso de las diez.

En cuanto nos encontramos solos, Meadowbrook me cogió las manos, se adelantó, y me dijo:

—Necesito ese papel, señor, lo necesito. Tiene que dármelo, señor.

Y rompió a llorar. Justo lo que menos me convenía en ese momento… El problema era de dinero, claro. Aquel pobre actor debía setenta y cinco de los grandes. Cocaína, dijo, pero añadió que la había dejado hacía tiempo. Lo peor era que un amigo (un amigo queridísimo) le había abordado pidiéndole ayuda porque su madre necesitaba ser operada, y hasta él necesitaba ser operado. Y así siguió la cosa. Supongo que, en teoría, he pasado momentos peores, pero no muchos, ni mucho peores. Santo Cielo, ¿me he portado yo alguna vez de esta manera tan ridículamente penosa? ¿Me muestro a veces tan triste y repetitivamente frágil? Se tragó cuatro combinados. Estuvo a punto de pelearse con el maître. Tras mucha confusión, un camarero le sirvió un plato de sopa. Meadowbrook se derramó sobre los pantalones el plato entero y soltó un grito de potencia tan inhumana que el gato del restaurante (un persa adormilado y perezoso) saltó como un kamikaze a través de un tabique acristalado, para ir a darse de bruces en el vestíbulo. Meadowbrook se fue luego al lavabo, se pasó allí veinte minutos y regresó empapado y tembloroso, con el pulso más loco que un contador geiger. Fue entonces cuando me fijé en que sólo tenía un orificio nasal. La gente que abusa del esnifado suele tener estos problemas: se les pega la piel al tabique hasta que el orificio se les cierra del todo. En Inglaterra conozco a un tipo, uno de los que trabajan en la tienda de bebidas alcohólicas que tengo cerca de casa, con un narizón que parece una fresa hemorrágica. Siempre le evito. Prefiero ir a la otra tienda, la que está un poco más lejos, en donde el dependiente tiene la nariz normal, todavía… Meadowbrook comenzó ahora a recitar su Shakespeare. Ser o no ser. Mañana y mañana y mañana. Jamás jamás jamás jamás jamás. Desesperado, y a pesar de mi despiste mental, de mi desesperación, de mis propios problemas alfabéticos causados por mi tratamiento alcohólico, comencé a darle al scotch. Fielding regresó. Haciendo señales con su tarjeta de crédito, Meadowbrook se empeñó con grandes aspavientos en hacerse cargo de la cuenta.

—¡Y no vuelvan a servir esa sopa nunca más! —advirtió.

La tarjeta le fue devuelta en bandeja de plata, rota en cuatro pedazos.

—Me van a matar —dijo Meadowbrook.

—Está caducada —dijo el camarero.

—Joder, larguémonos.

Eso lo dije yo. Me puse en pie.

Lo mismo hizo Fielding.

—Chris, quedas descartado —dijo, y sacó su clip de oro y dejó dos de cincuenta sobre la mesa.

***

Se tiene la sensación, sentado en el taxi y pasando por los túneles, surcos y trampas, se tiene la aguda sensación de que las preocupaciones humanas no son más que pequeñeces; y esa sensación es especialmente intensa en Nueva York, en donde siempre notas la enorme altura, el tremendo peso de las instancias superiores. Allá arriba está todo el control, todo el poder, todo el significado. Aquí abajo no hay nada de eso. Dios ha agarrado las columnas de Nueva York entre los nudillos de su mano derecha, y las ha apretujado. Y nosotros aquí, abajo del todo. Me he sentado en un taxi, voy hacia alguna parte, dirijo las cosas por medio del dinero. Soy más importante que la gente que veo por la ventanilla, los nómadas, los que se dejan arrastrar por las mareas. Ellos no dirigen nada. Calle Veintitrés. Perros que van y vienen.

Ya estoy seguro de que Selina Street no está acostándose con Alec Llewellyn, o al menos no lo está haciendo ahora. Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que no he sabido juzgar a la pobrecita Selina. Selina me es fiel, mi Selina. Ciertamente, se comporta como si estuviera siéndome constantemente infiel. Se comporta como si fuese una chica hiper infiel. Pero se comporta así porque sabe que a mí me gusta. (¿Por qué me gusta? Porque, gustarme, seguro que me gusta, sí. Entonces, ¿por qué no me gusta?). Selina lo hace para satisfacerme. Si en realidad estuviera siéndome infiel, seguro que no se comportaría así. ¿A que no? Se comportaría como alguien que no está siendo infiel, y nadie podría acusarla de esa clase de comportamiento. Fantástico.

Qué infiernos, no tengo más que buenas noticias.

—¿Sí? —dije en tono cansino, suponiendo que quien me llamaba era Lorne, o Meadowbrook o Frank, mi conciencia telefónica.

—¿John? Soy Ella Llewellyn. Te he llamado porque hay una cosa que creo que tendrías que saber. Es una mala noticia, lo siento.

Oh, venga, Ella, no hace ninguna falta que adoptes este tono para hablar conmigo. Te follé una vez —en la escalera, ¿te acuerdas?—, el día en que Alec se quedó dormido en la cocina.

—Hola, Ella. Bien, dime lo que sea —dije, y me preparé para lo peor.

—Alec está en la cárcel. En Brixton, pendiente de un juicio. Ya se lo temía. Pero quiso que te lo contara.

¿Malas noticias? ¿Malas? No, son noticias de las mejores. Mucho antes de que la picara de Selina invadiera mi mente, sentí un placer inocente y luminoso al pensar que mi mejor amigo, mi más antiguo amigo, se había metido en semejante brete. Mmm, es fantástico que uno de tus iguales se hunda así. ¿Conocen ustedes esa sensación? Anima de verdad, reconforta. No hay que avergonzarse por eso. Ahora Alec no podrá salir, no podrá escaparse, largarse. Jamás conseguirá remontarse, escalar, subir hasta lo más alto. Tendrá que quedarse en el primer peldaño, abajo, conmigo. Tendrá que bajar más abajo, mucho, muchísimo más abajo.

Esta cita ocupaba una de las posiciones más importantes en mis cuarenta principales. ¿Por qué? ¿Cómo es posible que un tranquilo almuerzo con una chica guapa e inteligente, en un buen restaurante, pueda provocarme pánico? Suban a la montaña y pregúntenlo allí. (No era la primera vez que temía encontrarme con ella, ¿no es cierto?). Pero al final resultó consolador. Sólo cuando te sientes consolado llegas a darte cuenta de hasta qué punto necesitabas ese consuelo. Estaba volviéndome loco. Estaba muriéndome. Eso es, muriéndome, muriéndome.

Antes de hablar de la cena fantasma estuvimos hablando de estética. Bueno, fue Martina. La estética es un asunto que hasta entonces sólo había tratado con mi dentista cosmético, Mrs. McGilchrist (cosas como «va a salirle bastante cara la estética»), así como con algún que otro chiflado iluminador o cámara que pretendía que escuchara sus opiniones personales acerca de la estética de un fundido del anuncio de las Bulky Bars, o de un primer plano de una Rumpburger, o de un zoom del spot de Zaparama. Martina habló de estética en un sentido más amplio. Habló de percepción, representación y verdad. Habló de la vulnerabilidad de una figura observada sin que ella lo sepa: de la diferencia entre un retrato y un boceto de una persona que no posa para el artista. En ficción también hay, dijo, una distinción análoga: el narrador consciente y el narrador a pesar suyo, el triste narrador inconsciente. ¿Por qué sentimos deseos de protección cuando vemos al amado y el amado no sabe que estamos viéndole? ¿Por qué nos duele el corazón cuando vemos un par de zapatos abandonados? ¿O al ser amado cuando está dormido? Es posible que el cuerpo muerto del amado exprese todo el patetismo de esta ausencia, el desamparo del que es visto sin saberlo… Los actores cobran por fingir que no se dan cuenta de que les miran, aunque de hecho confían en obtener la colusión del mirón, y casi siempre la consiguen. También hay actores que no cobran (pensé yo): a esos sí que hay que mirarles.

Yo permanecía sentado en el borde de la silla. Seguía a duras penas la evolución de sus pensamientos durante unos cuantos segundos seguidos, hasta que el semigratificado sentimiento de esfuerzo —o mi conciencia de estar mirándome a mí mismo— comenzaba a intervenir y dispersaba mi atención. Me sentía tenso. ¿Muy tenso? Quizá no tanto… Estábamos almorzando en un esmerilado chalet próximo a Bank Street, en el West Village: un restaurante con bebidas alcohólicas, sí, pero que además olía a comida sana, lentamente masticada, a macrobiótica y a longevidad. Unos airosos camareros, hombres y mujeres, servían las mesas en los reservados de madera. Allí va Hansel. Allá va Gretel. Vestidos de blanco, como médicos y enfermeras. Y te traían la comida como si estuvieran administrándote una medicina, un elixir. Y las cosas que llenaban los platos eran de lo más saludable, sin relación alguna con toda esa mierda que te dan en otros barrios. Me moría de ganas de tomarme una copa, pero sobreviví a base de frecuentes vasos de vino blanco. Martina se conformó con té, y sostenía la taza con ambas manos, como suelen hacer las chicas, con los dedos pegados a la loza para sentir el calorcillo. Al comer, hundía la cabeza en cada bocado, sin apartar sus ojos de los míos. Sus ojos redondos, oscuros, limpios.

—Quizá es lo mismo que les pasa a los borrachos —dije—. Bueno, como mínimo, no saben que les miran. No saben nada. Yo no sé nada.

—Pero tampoco son ellos mismos en ese momento —comentó ella—, lo cual reduce la intensidad del patetismo.

—Sí, sin duda. Por ejemplo, tendrías que contármelo tú. Lo de la otra noche. Tanto suspense acabará conmigo.

—¿De verdad que no logras recordarlo? ¿No estás fingiendo?

Medité en torno a esa pregunta, y dije:

—No soporto recordarlo. Quizá, si lo intentase, lograría recordarlo. Lo insoportable es el esfuerzo de intentarlo. A ver, por ejemplo, ¿quién más estuvo en esa cena?

—Los mismos de la otra vez. Mis únicos amigos. Los amigos de Ossie son todos… Estaba esa señora del Tribeca Times. Fenton Akimbo, que es el escritor nigeriano. Y Stanwyck Mills, el especialista en Blake y Shakespeare. Ossie quería que le explicase algunas cosas sobre los dos caballeros de Verona.

—¿Cómo? —Menuda pandilla, pensé—. Vale. Cuéntame qué pasó.

Me lo contó. Tampoco fue tan grave. Me sentí aliviado. Entre nosotros, hasta me quedé gratamente impresionado. Al parecer, llegué hecho un torbellino a eso de las diez menos cuarto, con tres botellas de champagne. Las rompí, todas, cuando trataba de hacer un arriesgado número de prestidigitación. El suelo de la cocina, dijo Martina, parecía un jacuzzi. Por fin tomé asiento. La cena estaba muy avanzada. Después, durante los siguientes veinticinco minutos, conté un chiste.

—Santo Cielo. ¿Qué clase de chiste? ¿Muy guarro?

—No lo recuerdo. Ni tú lo recordabas tampoco. ¿Algo de la mujer de un granjero? Sí, ella y un vendedor.

—Joder. ¿Y luego?

Luego me quedé dormido. No me derrumbé en la mesa. En absoluto. Me levanté, bostecé y me desperecé, y me tiré en el sofá. Allí estuve roncando y gimiendo y resoplando durante casi tres horas, y me desperté reconfortado, fresco, y pensando que lo mejor sería que no me fuera muy tarde. Se habían ido todos. Yo también me fui. Luego regresé. Por fin, me fui.

—¿Qué le dije a Fenton Akimbo? ¿Le dije algo?

—¿Qué quieres decir?

—Que si le llamé negrata de mierda o algo así.

—Oh, no. Contaste el chiste, y eso fue prácticamente todo.

—Fantástico.

—A mí sí que me dijiste una cosa. Cuando te ibas. La primera vez.

—¿Qué?

Martina sonrió. No fue una sonrisa de adulto, sino más bien salvaje, tremenda. Una sonrisa de tío cachas. No le costaba apenas esfuerzo regresar a la adolescencia. La muchacha siempre estaba muy a mano.

—¿Qué? —repetí.

—Dijiste que me amabas. —Y volvió a reír con su risa especial, aquella carcajada escandalosa que hacía volver las cabezas y que acabó sonrojándola, obligándola a llevarse la mano a la boca.

—¿Y qué dijiste ?

—Te dije… A ver si me acuerdo. Te dije: No seas idiota.

—Bueno, quizá sea cierto —dije, envalentonado—. In vino…, ya sabes, que cuando uno bebe dice la verdad. Todo eso.

—No seas idiota —dijo Martina.

Sí, parece muy cuerda, verdad, en medio de toda esa otra gente entre la que suelo moverme. Pero, claro, siempre ha tenido dinero; nunca ha estado sin dinero, sin blanca. El dinero está descuidadamente presente en el corte de su ropa, en sus complementos de cuero, en el brillo de su felpudo y en la vitalidad de sus labios. Sus largas piernas han viajado, y no solamente a través del tiempo. Su limpia lengua domina el francés, el italiano, el alemán. Sus ojos expectantes han visto muchas cosas, y esperan ver todavía más. Incluso de jovencita sus novios eran selectísimos, miembros de alguna élite, muy por encima de los típicos irregulares, mercenarios, desarrapados. Su sonrisa es juguetona, sabia, estimulante, pero también inocente, porque el dinero, cuando te ha acompañado desde el principio, te hace inocente. De otro modo, ¿cómo se podría haber rondado treinta años por este planeta sin perder la libertad? Martina no es una mujer de este mundo. Pertenece a otro mundo.

—Oye —le dije—. ¿Cómo es que siempre te enteras cuándo estoy en Nueva York o cuándo me vuelvo a casa?

Se encogió de hombros:

—Me lo cuenta Ossie.

—¿Y cómo se entera él?

—Va y viene constantemente de Londres. Debe conocer a la misma gente que tú.

—Supongo que sí —dije.

—¿Qué tal está tu… novia?

—¿Selina?

—Sí. ¿Cómo os van las cosas? Estás con ella, ¿no?

Reflexioné un poco. Luego dije, o quizá fue una de mis voces, que habló por mí:

—No sé. Se puede estar con alguien y, al mismo tiempo, estar solo.

—… Es muy guapa, ¿verdad?

—Cierto —dije—. ¿Y Ossie?

Ella calló.

—Ossie es muy guapo —dije.

Pero ella permaneció callada también ahora. Luego me preguntó por qué razón creía yo que bebía tantísimo, y yo le dije por qué razón creía que lo hacía:

—Soy alcohólico —dije.

—No, no lo eres, no eres más que un chico ambicioso que no tiene nada que hacer. ¿No estás cansado de todo eso?

—Sí, lo estoy. Llevo años muy cansado… Sí, estoy cansado.

Veinte minutos más tarde nos encontrábamos en la calle, pisando la esponjosa acera. Ante nosotros, al otro lado de la calzada, brillaba la fila de escaparates como un pedazo de película: Manhattan y sus pequeños intereses. Una lavandería tailandesa, un hospital para bolsos, un delicatessen («Lonnie’s», «El Mejor Emparedado», «Nuclear, no», «Lo sentimos-Cerrado»), el bosque de una floristería, una tienda de tontadas zen en donde aceptaban todas las tarjetas de crédito más importantes, una librería diesel. Martina y yo interpretamos la danza de dos personas indecisas en el momento de separarse, con sus limitados pasos. Ella seguía de cara a mí, pero sus hombros ya se habían vuelto… Si eres pequeño y aquello de lo que te evades es grande (¿no han tenido nunca este sueño?), el único escondrijo posible es algún reducto muy pequeño en el que la cosa grande no pueda entrar. Pero lo malo es que tienes que quedarte ahí, en ese sitio tan pequeño, y a veces hasta encogerte para retroceder más aún. Estoy cansado de ese sitio tan pequeño. Estoy hasta los putos cojones de ese sitio tan diminuto. Estoy harto de que me miren sin yo enterarme. Estoy harto de todas esas ausencias.

—Eh, espera —dije, con desesperación—. ¡Ayúdame! Dame libros, cosas para leer. Dime un buen libro, recomiéndame lo que sea. —Y señalé con ademanes frenéticos la tienda de la acera de enfrente—. Algo educativo.

Martina cruzó los brazos y estuvo un momento pensando. Estoy seguro de que se sentía satisfecha.

—¿De acuerdo? —le dije.

Cruzamos juntos la abollada calzada. Me dijo que la esperase en la calle. En el escaparate de la librería hay montones de ejemplares del último éxito del frente feminista, un revientaescrotos de verdad. Se titulaba Jamás en nuestras vidas, y era de Karen Krankwinkl. Estuve mirando las fotocopias de las reseñas, los textos de las solapas. Karen, mujer casada y con tres hijos, estaba convencida de que hacer el amor constituye, siempre, una violación, incluso cuando ninguno de los participantes cree que lo sea. Su rostro, valeroso y resplandeciente, aparecía en las tapas. Pues bien, Karen, no podría violarte ni con un poste de teléfonos. Aunque claro, es posible que todas las chicas tengan ese aspecto cuando las han violado unos cuantos miles de veces.

Martina reapareció. Me había comprado un libro de tapa dura. Quizá fuera de segunda mano, pero admití que aquel libro tenía aspecto de haber costado cinco dólares como mínimo.

—¿Cuánto me costará la broma? —pregunté.

—Nada. Te lo regalo.

—¿Cuándo te llamo?

—Cuando lo hayas leído —dijo, y se fue.

***

Mr. Jones, el dueño de Manor Farm, había cerrado los gallineros para la noche —leí—, pero estaba tan borracho que no se acordó de cerrar los pop-holes. Me desperecé, y me froté los ojos. ¿Iba a seguir así todo el libro? Quiero decir que no estaba captando ahí ni la menor intención satírica. En fin, no pasaba nada. Sé aceptar las bromas. Entrelacé las manos en la nuca y medité: ¿qué coño son los pop-holes…?[9] ¿Me entienden? La vida libresca, contemplativa. Martina ha logrado hasta curarme de mi tinnitus, lleva horas sin chirriar ni una sola vez. Lo fantástico de leer y todo eso es…, que tienes que estar en muy buena forma para hacerlo. Hay que estar tranquilo. Sereno. Tienes que ser capaz de soportar tus propios pensamientos, sin interferencias. Al regresar del almuerzo (volví andando), ya me pareció encontrar menos pesadas las calles. Entendía un poco mejor lo de quienes miran y quienes son mirados. Este libro de Martina (la comida la pagamos a medias) es un regalo, un auténtico regalo, maldita sea. ¿Cuánto tiempo hace que ninguna chica me hacía un regalo? Voy a telefonearle para darle las gracias. Nada más sencillo.

Tomé delicadamente el teléfono. Me detuve con los dedos en los números. Fatal. Y entonces me estalló la bomba en plena cara.

—El gran chollo, tío. Que te crees tú eso. Olvídalo ahora mismo. ¿Tú y ella? ¿Tú? ¿Ella? ¿Qué clase de libro te ha dado, tío? ¿De esos de «Aprenda a mejorar por su propio esfuerzo»?

Y el tipo se puso a reír, y siguió riéndose. Sus carcajadas producían un sonido horrible: indescriptible, de verdad. Pero apreté el teléfono con fuerza y respondí:

—Anda corriendo a que alguien te repare la risa, tío. O que vuelvan a arreglártela. Suena fatal. Eh, eh. ¿Por qué no me dejas en paz? ¿Qué te parece la idea?

—¿Y perderme todo esto? ¿Bromeas? Contéstame una pregunta. ¿Le has contado a ella lo del domingo por la noche? ¿Le has dicho dónde te quedaste dormido?

—¿Cómo?

—El domingo por la noche. ¿Te acuerdas? La noche en que terminaste pisoteado.

—Ah —dije yo—, conque fuiste tú.

Ya se me había ocurrido esa posibilidad, pero preferí pensar que el ataque había sido casual. En mi estado, siempre confío en que las cosas sean casuales. No me gusta pensar que los acontecimientos me persiguen.

—Bueno…, sólo estuve mirando.

—Fuiste tú, maldito hijoputa.

—¡No! No fui yo. Lo hizo una mujer. Llevaba tacón alto, y te pisoteó con sus tacones altos.

La voz se interrumpió aquí, pero mi cabeza se puso a funcionar a toda marcha. Se abrió una puerta, y salieron por allí todos los ruidos encerrados. Durante un espantoso instante volví a notar su tembloroso peso femenino sobre mi espalda, pisándome, y diciendo… ¿Qué? Nada, nada: abortemos este recuerdo ahora mismo. Hice algunas llamadas por teléfono. La compañía aérea. El número de casa, pero nadie contestó. Y el de Martina, pero sólo para despedirme. Estas llamadas no me produjeron dolor alguno. El único que me exigió alguna cosa fue Fielding. El único que quiso arrancarme alguna penitencia fue Fielding.

***

—Spunk —dije—…, es un honor.

Miré de soslayo, hacia Fielding Goodney, que se encogió de hombros.

Prehistoric nos ha encantado —proseguí—. Estás fantástico. Lo digo en serio. Absolutamente fantástico, Spunk.

Noté el codazo de Fielding en la penumbra.

—No tengo palabras para… En serio, Spunk, tu interpretación me llegó hasta el fondo. Queremos contratarte. Queremos contratarte para nuestra película. Por eso hemos venido a verte… Joder, Fielding —dije—. Quedémonos con Meadowbrook o con Nub Forkner o con quien sea. No soporto esto.

—Bien. Muy bien. Sentaos, por favor —dijo Spunk Davis.

Estábamos en el piso cuarenta del Plaza de la ONU. Fielding y yo habíamos sido inspeccionados, cacheados, pasados por rayos X, y así sucesivamente, por un par de guardias de seguridad vestidos con blazer color ciruela.

—Davis, Spunk —repitió el hombre en tono reflexivo, entre las macetas con plantas, las centralitas de intercomunicación, las pantallas de TV de circuito cerrado—. Lo tengo por otro nombre.

Nos dejó pasar, sufrimos la náusea del ascensor, subimos, subimos.

—Soy Mrs. Davis —dijo la señora bajita que abrió la puerta. Bueno, quizá no fuese tan vieja, pero su encogido rostro tenía muchas arrugas, cuidadosos pliegues, muy concentrados en torno a los ojos y los labios. Arrugas, más arrugas, muchísimas arrugas. Para obtener el mismo efecto basta con mirar una hilera de árboles deshojados en Londres: las ramas desnudas se cruzan y vuelven a cruzar hasta que no ves más que diminutas motas de luz, diminutos triángulos. Una cara trabajada y trabajadora. Pero los ojos eran brillantes.

—Oh. Hola —dijo.

—Mrs. Davis —dijo gravemente Fielding. Luego le besó la mano y se la acercó al pecho. Esta cortesía, realizada con afecto, me pareció fuera de lugar, pero fue aceptada por Mrs. Davis, que estuvo mirando un buen rato a Fielding antes de decir:

—¿Han alcanzado ustedes la salvación?

Mientras Fielding se hacía cargo de esta pregunta («Desde luego, señora», comenzó a decir), me volví hacia una habitación contigua, cocina o salita, de formas sencillas pero repleta de cortinas y colores manufacturados. Un caballero moreno y de frente estrecha permanecía sentado de perfil, con su antaño fortísimo esqueleto envuelto en un traje de listas finas y chaqueta cruzada. Spunk Padre, seguramente. Estaba mirando la TV del aparador (baloncestistas saltones), y luego miró su reloj (un movimiento fláccido y estoico), y finalmente me miró a mí. Cruzamos sendas miradas brutales y breves. Nos reconocimos mutuamente, supimos quiénes éramos. Hizo un ruido con la lengua entre los dientes y desvió su mirada, aburrido, vejado o disgustado. Sí, me bastó echarle una ojeada para que hasta yo mismo tuviera que murmurar para mí: las señoras, pobres señoras. Siempre les toca. Yo no me sentía en absoluto con ganas de celebrar esta reunión. Lo admito. Estaba empapado de miedo y de scotch, y mi casa comenzaba a tirar fuertemente de mí. En este momento la mano de Mrs. Davis se había apoyado en mi brazo, y su rostro suplicante me preguntaba:

—¿Y usted, señor, también ha alcanzado la salvación?

—¿Cómo?

—Sí, él también —intervino Fielding. Y yo dije:

—Sí, yo también.

—Me alegro. Spunk está al final del pasillo.

Nos condujo por una serie de antesalas de color pardo a través de cuyas ventanas asomaban los bruñidos kilómetros finales del East River, haciendo arder todas sus llamas. Vi una mesa de billar, un traje con chaleco metido en una bolsa de plástico, varios adornos religiosos con su característico y pálido fulgor. Era un fulgor que me sobraba. Entramos en un comedor oscuro como un cine, con una figura que destacaba entre las sombras, sentada en la cabecera de la mesa. Mrs. Davis se deslizó hacia la zona iluminada. Eran las cinco en punto de la tarde.

—Hace dos años —prosiguió el actor—. Me hiciste una prueba. —Rió sin alegría—. Para un anuncio.

—¿Sí? —dije yo—. La verdad, no lo recuerdo.

Su voz: cierto músculo, cierta válvula la modulaba. Era una tensión que me resultaba conocida. Yo también hablaba así cuando tenía su edad, cuando combatía en contra de mi acento barriobajero. También Spunk intentaba, ante mi presencia, domar sus salvajes terminaciones de palabras y sus resbaladizas vocales. No crean, ahora ya hablo bien. Pero les aseguro que sólo lo conseguí después de diez años de tremendos esfuerzos.

—No te parecí suficientemente bueno. Para tu anuncio.

—Vaya —dije—. ¿Y te acuerdas de qué anuncio era?

—No, no me acuerdo. ¡Apágalo!

Se refería a mi pitillo.

—¿Dónde?

—¡Apágalo!

—Joder —dije, y miré a Fielding en solicitud de ayuda. Esto no es más que una resaca desorbitada, pensé. Me arrastré en la penumbra hasta distinguir en la tenue luz malva a Davis, sus hinchados músculos. Su cabeza estaba un poco inclinada, extrañamente ladeada sobre sus hombros, como si mirase hacia arriba desde el manillar de carreras de una bicicleta. Pero vi que sonreía.

—De acuerdo —dijo—. Fuma. Desde que la gente se enteró de lo de Prehistoric, me han ofrecido montañas de guiones. Road movies, historias de vaqueros, amoríos con la chica de al lado, final feliz. —Dijo que no con la cabeza—. En cambio, Dinero limpio me interesa, de verdad. Pero quiero que me expliquéis algunas cosas. ¿Qué actitud tienes en relación con ese personaje, John?

—Uh, en general me cae bien.

—Ese tipo es un degenerado.

—Tiene muchos problemas.

—Mira. No tengo intención de fumar, ni tengo intención de beber, ni tengo intención tampoco de tener relaciones sexuales.

—En la pantalla.

—En la pantalla.

Bueno, se acabó, pensé. Pero luego le di unas cuantas vueltas más al asunto y levanté el dedo índice:

—¿Estás dispuesto a tener resacas?

—Desde luego —dijo—. Soy un actor.

—Alto, un momento. En Prehistoric tienes relaciones sexuales.

—Ese era un primitivo, John. Hay otro asunto que también me preocupa. La pelea. A ver, dime una cosa ¿Por qué razón podría querer yo pelear con un viejo?

Noté que también Fielding me miraba con mucha atención. Esto no durará mucho más. Como las demás cosas, esto está cerca del final.

—Es la escena…, digamos que la culminación de la historia —dije—. Tú y Lorne peleáis por la chica. También por el dinero. Es…

—Entiendo, entiendo. Pero yo no me pelearía con ningún viejo. No lo haría así. A puñetazos.

—¿Y si fueses tú el que perdiese la pelea? ¿Qué te parecería entonces? ¿O si, por ejemplo, le dieses en la cabeza con una llave inglesa?

Me miró compasivamente, sus gruesos labios inscritos en la abultada mandíbula.

—Eso es imposible —dijo—. Le dominaría por cualquier otro procedimiento. Hay otras técnicas… La hipnosis, el poder mental. En fin, creo que podemos arreglarlo. Me ha dicho Herrick que el primer borrador del guión estará listo en cuestión de dos semanas. Vuelve aquí para entonces, y lo discutiremos otra vez. Mi madre os acompañará hasta la puerta.

A mitad de camino de la puerta, giré sobre mis talones y, como si estuviera limitándome a hacer lo que decía el guión de esta resaca particular, regresé a paso lento hasta la mesa y, con las manos en los bolsillos, me detuve bruscamente a unos tres palmos de la silla de Davis. Él alzó la vista. Sí, hasta su cara era musculosa, como si se alimentara de hierro.

—Algún día nos veremos —dije.

—¿Eh?

—Habitación 101.

—¿Cómo dices?

—Olvídalo. Sabes una cosa, tu película me ha gustado, de verdad. Me ha dicho algo. Nos veremos, Spunk.

***

Nos quedamos plantados en el balde caliente de la calle, contemplando el muro de la muerte de la Primera Avenida. La calle asciende en este punto en fuerte cuesta hasta desaparecer en un túnel que se remonta por los aires. Los coches estaban detenidos en la rampa, parachoques contra parachoques, en una estampida de animales que huyen de las trampas de la parte baja de la ciudad. Fielding había hecho una señal al Autocrat, indicándole que se fuera, y nos quedamos ociosamente detenidos, reflexionando, vestido el productor con su traje gris paloma, y el director con su holgada ropa color carbón y su turbada piel. Saben una cosa, al entrar en esa casa comenzaron a escocerme los verdugones de la espalda. Un dolor detestable. Quizá sería una buena idea dejar que algún médico metiera el hocico en esta cuestión: es posible que las heridas estén sucias, infectadas. Aunque también es posible que se pueda arreglar todo con mucha penicilina, y para eso me bastaría con mi abastecimiento personal. ¿A cuánto van las espaldas de repuesto en California? Aunque, pensándolo bien, pasar toda una noche con la espalda pegada al poliéster del avión resolvería el problema, en un sentido o en otro. A casa. Tengo que regresar a casa.

—Bien —dije—, otro chiflado. Justo lo que nos hace falta. ¿Y qué coño es toda esa historia del estar «salvado»? ¿Qué significa Salvado?

—Renacido. Se trata del fundamentalismo, Slick, el más tosco y proletario de todos los credos norteamericanos. Nicodemo, Juan III. Si el hombre no vuelve a nacer, no llegará a ver el Reino de Dios.

—¿Cómo?

—La Biblia, Slick. ¿La has leído alguna vez?

—Sí, eso sí que lo he leído.

—Spunk es un joven muy religioso. Ese chico es un santo, ¿no lo sabías? Trabaja en los hospitales, baja al Bronx a colaborar en los proyectos sociales. Todo el dinero que su padre no se gasta con tías o caballos, Spunk lo entrega para obras benéficas.

—Lo que yo te decía. Otro chiflado.

—Le necesitamos. Le necesitamos de verdad. Con él, el combinado sería fantástico. Encaja a la perfección. Ese chico va a ser un actor importante, importantísimo. Spunk está subiendo, Slick. Oye —dijo, y soltó una breve carcajada—, ¿crees que tiene permiso para usar toda esa musculatura? Mira, sé lo que te preocupa, y te aseguro que puedes tranquilizarte. No es incontrolable. Doris conseguirá que encajen todos los detalles en el guión, y en cuanto ese chico lo lea en letra impresa lo aceptará todo. Todos lo aceptarán. Además, tú le gustas. Les gustas a todos. Es una pena que tengas que irte. Las cosas avanzan, John.

Al diablo con todo, dije, y añadí que podía llevar a cabo todos los estudios de presupuesto y todo el diseño de las secuencias en Londres. Si Doris Arthur terminaba el guión antes de lo previsto, podía mandármelo por correo urgente en cosa de veinticuatro horas. Entretanto, me prometió Fielding, él mismo se encargaría de contratar el estudio o el local que fuera para las pruebas de los papeles secundarios: los camareros, los bailarines, los gángsters.

—Eso sí que va a ser divertido —dijo—. El futuro nos sonríe, Slick.

Nos abrazamos, un fuerte abrazo en el que se rozaron nuestras mejillas, pero en plan macho, naturalmente. Cómo necesitaba ese apretujón. Cuánta vida me devolvió. El Autocrat se había acercado al bordillo. Me hizo firmar unos contratos con el papel apoyado en el capó. Después me despidió con la mano, y desapareció tras el cristal ahumado.

Bajé hacia el centro observado por la roja mirada del sol. En la recepción de Ashbery me informaron de que se había hecho cargo de mi cuenta Mr. Goodney, que, además, había reservado la habitación 101 hasta nuevo aviso. Era toda una concesión. Porque yo sabía que a Fielding no le parecía nada bien este hotel, y siempre insistía en que tenía que alojarme en una suite, o en un piso entero, del Bartleby o del Gustave, en Central Park South. Pero a mí el Ashbery me iba más. Y ahora me sentía muy bien instalado allí.

Así que sólo me quedaba hacer el equipaje y todo eso. Cuando estaba metiendo el libro de Martina entre los pliegues de mi mejor traje, alguien llamó a la puerta. Era Félix, que traía un paquete blanco, de tamaño de un ataúd pequeño, fantasiosamente atado con una cinta rosa oscuro. Selina tiene un conjunto de sostenes y bragas justamente de ese mismo color. Selina. Tengo grandes planes para Selina. Bien, así que otro regalo, ¿eh?

—Han venido a traerlo —dijo, enderezándose. Incluso cuando pretendía adoptar la posición de descanso, Félix parecía estar haciendo jogging sin moverse del sitio.

—Toma, Félix. Te has portado como un verdadero amigo.

Tomó el billete pero su rostro permaneció extrañado.

—Es mucho dinero, tío. ¿Está borracho? —preguntó de forma simpatiquísima, y sonrió.

Hay pocas cosas mejores que la sonrisa a regañadientes de un negro. Esa sonrisa vale cien dólares. Más incluso. Las pendientes de sus párpados eran infinitamente oscuras, y esta circunstancia hacía que su mirada fuera más intensa, que su sonrisa fuese más furtiva. Debido a ese hecho, Félix seguiría siendo siempre un tipo con aspecto de descarado, incluso cuando dejara de ser un crío negro y se convirtiera en un negro adulto. Quizá también yo tuve antaño un aspecto parecido, pero ahora ha desaparecido. En la escuela, los maestros me repetían una y otra vez que borrase esa expresión de mi cara. Pero yo ni siquiera me enteraba de qué cara ponía. ¿Cómo hubiese podido borrar esa expresión?

—Quédatelo —le dije—. En realidad, el dinero no es mío. Hazle un regalo a tu novia. O a tu madre.

—Y ahora, tómese las cosas con más calma —dijo Félix.

La maleta negra reposaba sobre la cama al lado de la caja blanca. Tiré de la cinta, levanté la tapa, y me oí a mí mismo soltar un áspero grito de ira y rechazo y, probablemente, también de vergüenza. Lo rompí en pedazos con mis propias manos. Luego me planté en el centro de la habitación. Pensé, bueno tío, tómatelo con calma, con mucha calma. Pero se me habían atascado unas cuantas lágrimas a mitad de camino, y el momento era tan malo como cualquier otro. Y ahí mismo me salió todo. Ahora les explicaré en qué consistía el regalo que había recibido, y me parece que de esa manera lo entenderán mejor. La caja no contenía mensaje alguno, sólo una tía de plástico, pálida como la carne de ternera, de aspecto húmedo, con una sonrisa burlona en los labios.

Saben, a veces me han dicho que a mí no me gustan las mujeres. Y la verdad es que me gustan. Las tías me encantan. Me han dicho que a los hombres no les gustan las mujeres, y punto. ¿Ah sí? Entonces, ¿a quién le gustan? Porque a las mujeres no les gustan las mujeres.

A veces la vida parece una cosa muy conocida. Tiene ese aspecto tan familiar en la mirada. La vida no es más que venganza, conspiración, sentimientos intensos, arranques de orgullo, fe en uno mismo, fe en la justicia de sus mareas, de sus inundaciones.

Este es el secreto que nadie conoce: Dios es una mujer. ¡Miren a su alrededor! Pues claro que es una mujer.