—Venga, John. Di lo que sientes. Eres uno de los más importantes directores de spots publicitarios del país, sólo tienes treinta y cinco años, estás a punto de rodar tu primera película, trabajarás con gente como Lorne Guyland y Butch Beausoleil. Venga, John, di lo que sientes.
En realidad no sentía absolutamente nada. Sólo notaba que volvía a encontrarme en Londres, arrojado desde el cielo en un clima indiferente. No sentía absolutamente nada, pero seguía tomando sorbos de mi cerveza; dirigí una sonrisa al micrófono, y dije:
—Es una sensación fantástica, Bill, por supuesto. Nunca es fácil hacer una primera película, pero estoy animadísimo y encantado con este proyecto. Las perspectivas no pueden ser mejores.
—Desde luego. Debes de estar flotando.
—Sí, tengo un futuro brillante.
Bill es el corresponsal en Londres de Box Office, la revista de los profesionales de Hollywood, y por eso utiliza este tono tan entusiasta. Aunque he tenido la sensación de que Bill no estaba especialmente entusiasmado esta mañana. Parecía costarle un gran esfuerzo lo de celebrar mi éxito. Pero para eso le pagan.
—Danos algunos datos. ¿Escribirás tú mismo el guión?
—¿Yo? ¿Bromeas? No, la idea es mía, pero utilizaremos una escritora norteamericana, Doris Arthur, para que se encargue del guión. Al principio la historia transcurría en Londres, pero ahora la hemos trasladado a Nueva York, y necesitamos un escritor que conozca el argot norteamericano.
—Dime, ¿qué te parece la perspectiva de trabajar con Lorne Guyland, emocionante?
Era una pregunta irónica, sin duda, pero respondí:
—Muy emocionante. Estoy conmovido de verdad. Quiero que Lorne me ayude a saltar este primer obstáculo, es un hombre que tiene muchísima experiencia. Eh, espera, será mejor que no escribas eso. A ver. Mejor pon: Sí, Lorne es un auténtico profesional, de los de la vieja escuela. No, no. Será mejor que tampoco pongas eso. Di simplemente que es un buen profesional, ¿de acuerdo?
—¿Y qué me dices de Butch Beausoleil?
—Lo fantástico de Butch es que no es la típica rubia tonta. Es tan deslumbrante como un millón de dólares juntos, pero además es muy inteligente y sensible. Creo que tiene un gran futuro en nuestra industria.
—La última pregunta. El dinero.
—Bueno, ya he dicho que Fielding Goodney es un genio del dinero. Para él también será su primera película, pero tiene mucha experiencia en cosas de dinero. Hasta llegar a la fase de la distribución, no queremos tener ninguna relación con las grandes productoras. Hemos reunido un grupo de inversores. Parte del dinero vendrá de California, pero también contribuye gente de Alemania y Japón. Ya sabes que esta es la nueva tendencia en este terreno de la financiación.
—Exacto. ¿Cuál será el presupuesto? ¿Seis millones?
—Doce.
—Joder. Así se puede hacer cine, ¿no?
—Cierto.
Gracias a Dios, después de esto Bill se largó, y yo pude regresar al bar con mi jarra vacía. Once y media, domingo por la mañana, en el Shakespeare. Bajo la hilera de botellas de alcohol apoyadas en el gran espejo, Fat Vince y Fat Paul, dos generaciones de barmans, amontonaban cajas de cerveza con simiesca agilidad. Fat Paul se enderezó y yo me quedé mirando su cara incolora y sin una sola gota de sudor.
—¿Lo mismo? —dijo él.
—Sí. Y…, oye, Fat Paul, pon también un scotch.
—¿De los grandes?
—No, bastará con que sea doble.
Fat Paul dejó las bebidas sobre la barra. Cruzó los brazos y se apoyó en la madera. En actitud pensativa, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Hoy viene una chica nueva para el striptease. Verónica. Qué tía. Preciosa.
—No me iré muy lejos.
—Oye, ¿y Selina? ¿Se la estás pegando?
—A mí que me registren.
Oímos un ruido de cadenas. Nos dimos la vuelta: lentamente, una sombra pequeñita intentó abrirse paso, pero chocó contra la resistencia de las puertas de cristal que aún permanecían cerradas.
—¡Iros a tomar por el culo! —gritó la voz juvenil de Fat Paul.
—Deja, deja —dije—. Debe de ser mi guionista.
***
Cinco días en Londres, y sin noticias de Selina.
Veinticuatro horas antes le había apretado las tuercas a Alec Llewellyn, pero después perdí el rastro por completo. El mentiroso de Alec. Estaba metido en el agujero de un bloque de apartamentos amueblados, cerca de Marble Arch, una carísima pensión cutre para ejecutivos medios pertenecientes al tipo de los solitarios y los transeúntes. Todo el edificio tenía aspecto de hospital o laboratorio: cincuenta unidades de gente en declive, conservadas en condiciones de asepsia total. Alec cree ser un privilegiado, un buceador de las más insondables profundidades de la vida. Delincuencia, deudas, drogas: por esas zonas suele nadar. Su forma de coger con sus largos dedos la caja de cerillas y el paquete de tabaco armonizan con su cara de chiflado guaperas en estado de gran nerviosismo. Sí, está muy nervioso. Y es mucho más frágil que hace unos cuantos años. Entonces no se asustaba ante nada. Ahora ya no está seguro de llegar a todo lo que se propone.
—¿Dónde está Selina?
—No lo sé —dijo Alec—. Tumbada sobre alguna montaña de pollas. Meneando el trasero en algún ático de ejecutivo. Elige tú mismo.
—¿Con quién se acuesta ahora?
—¿Cómo quieres que lo sepa?
—Dijiste que estaba con alguien a quien yo conocía muy bien. Dime quién es. Quién.
—Da igual quién sea. Piénsalo bien, tío. Lo sabes muy bien. Selina es una buscadora de oro que ha pasado de la treintena, ¿no? Dicho de otro modo, es una perezosa que se está quedando sin recursos. No puede dejar de cavar hasta que encuentre el filón. Es lo único que puede hacer. Pues bien, cásate con ella. O busca alguna chica de otro tipo: con pecas y con diplomas, una mujer de carrera, una divorciada con dos niños, una enfermera gorda…
—Qué embustero eres. Hablas y hablas, y te da igual decir una cosa que otra. ¿Qué tal llevas eso de ser un embustero?
—Lo llevo bastante bien. ¿Qué tal llevas tú lo de ser un imbécil? ¿Dónde crees que puede estar Selina? ¿En un cursillo de verano? ¿De excursión por el distrito de los lagos?
Miré la habitación: la cama revuelta, el cepillo para el pelo, la maleta abierta, la ropa desperdigada. El flaco Alec, a sus treinta y seis años, con dos hijos, con toda su magnífica educación, con todos sus privilegios… ¿Qué coño está haciendo en este agujero? Estábamos bebiendo pernod, o paranoid, de una botella con etiqueta de Heathrow.
—Por cierto —dije—, gracias por lo que me dijiste en el aeropuerto. Me jodiste el viaje. Menudo mal rato me has hecho pasar.
—Fue sólo por precaución.
—¿Cómo?
—Selina quiere todo tu dinero.
Esto me interesó:
—¿Y qué? —dije—. Maldita sea, ¿qué tiene que ver eso contigo?
—Yo también quiero todo tu dinero. —Se rió a carcajadas, pero era una risa que no podía ocultar la mueca de dolor—. Mira, John. Este asunto es muy serio. Detesto tener que pedírtelo.
—Y yo detesto tener que oírlo. ¿Cuánto?
Dijo una cifra, una cifra que me consternó.
—Ya me debes bastante dinero —dije—. ¿Para qué lo quieres? ¿Un bisnes? ¿Deudas de juego?
—¡Pensión de alimentos! Mi ex ha logrado que los jueces se pongan de su parte. No hemos conseguido ponemos de acuerdo, y cada día me visita una pandilla de picapleitos para decirme que ella tiene razón.
—Eh, un momento. ¿No me habías dicho que seguías acostándote con ella?
—Y así es. Entre nosotros, jamás nos había ido tan bien.
—No lo entiendo.
—Las cosas están así. Esos cerdos dicen que le debo todo ese dinero. Si no tuviera ni cinco no habría problema. Pero tengo algo, en el banco. Pero es un dinero que necesito para cerrar un trato. Estoy metido en ese asunto con unos tipos de muy mala catadura, y como no cumpla con mis compromisos voy a salir muy mal parado. Me han explicado con todo detalle lo que piensan hacerme.
—¿Qué es, exactamente? —dije, muy interesado.
—Nada de golpes en la nuca. Me reventarán. Esos cerdos van muy en serio. O suelto la pasta el viernes, o acabo en la cárcel, y hecho trizas.
—Joder.
—Dame el dinero. Venga, tío… ¡dámelo! Dámelo. ¿Cuánto vas a ganar con esa película? ¿Ochenta? ¿Cien?
—De momento no he ganado nada.
—Dámelo. Si tú lo necesitaras, te lo daría.
—Siempre dices lo mismo.
—Te lo devolveré al cabo de diez días. Te lo juro. Tiene que llegarme un cheque. No es más que un préstamo-puente.
—Ya, conozco muy bien todo ese asunto de los puentes.
Y era cierto. Siempre estamos en las mismas. Alec esperaba un cobro, pero supuse que el único cobro que tenía pendiente era el de mi dinero. Parecía que yo fuese su último recurso. Y que, en cuanto le llegara ese dinero, ya no sería mío. Parecería suyo. No hay nada tan versátil como el dinero. Hay que reconocerle ese mérito al dinero.
Le expliqué algunas de estas cosas a Alec. Él no me escuchaba. Yo tampoco. Se abrió una puerta de otro cuarto del apartamento y apareció una chica muy alta y flaca, con bragas blancas. Esta chica sí que entiende de bragas, pensé. Tenía la piel de un color casi risiblemente exótico. ¿De dónde podía ser? ¿Borneo, Madagascar, Mercurio? Se tapó la cara con una mano mientras rondaba por allí, buscando a tientas su maletín. Le importaba un pimiento que le vieran aquellos pechos de caoba. Por el aspecto que tenían, se hubiera dicho que un buen montón de gente les había estado tomando las medidas. A su espalda, a través de la puerta abierta, el cubículo sin ventanas brillaba como un filamento. Conozco esa clase de baños, equipados con pilas (como si los baños no fueran ya suficientemente espantosos). Te sientes en ellos como una rata que echa una meada de rata, observada por los científicos que se encargan del control de ratas.
—No encuentro mis cosas —dijo la chica con acento cockney.
—Tómate un pernod, guapa —dijo Alec—. John… Eileen.
—Me acabo de lavar los dientes —dijo ella.
Dio media vuelta y se metió otra vez en el baño. Se movió con más naturalidad. Alec y yo contemplamos en silencio sus ágiles hombros y su regalada grupa.
—¿Dónde toman el sol estas tías? —pregunté—. ¿En una isla?
—No es más que bronceador rápido —dijo él, mirando abstraído la puerta del baño, otra vez cerrada—. A lo mejor no te lo crees, pero tiene el culo tan blanco como esas bragas. A Eileen le disgustaría que alguien pudiese creer que toma el sol completamente desnuda. Ella opina que eso es una guarrada. Curioso, ¿no?
—Me gustan esas bragas —dije animadamente—. Oye. —Estiré el índice en señal de advertencia, y di con él unos golpecitos en la botella—. Me parece que me he hartado de ti y tus asuntos de dinero. ¿Y si estuvieras mintiéndome? Me gusta saber adónde va a parar mi dinero, el que me paso la vida dándote. —Encima de la cama había un par de arrugados billetes de avión. Los cogí. París, primera clase—. ¿Qué clase de chica es esta Eileen? ¿Una enfermera gorda?
—Una mujer de carrera. Fue ella quien pagó el viaje. Se lo debo. —Alec se estremeció, e hizo un ademán desesperado con las manos—. Tengo que salir de toda esta mierda. John, no eres más que un charlatán que ha tenido un golpe de suerte. ¿Qué más te da cuáles sean mis problemas? Calla de una vez y dame el jodido dinero.
Era justamente lo que yo estaba esperando. Era justamente lo que yo necesitaba ver y oír, su saludo atemorizado al cruzarnos por casualidad. Yo, hacia la cumbre. Él, cuesta abajo. Quizá fuese esto lo que estaba pagándole.
—Bien —le dije—. Veremos qué se puede hacer.
Sonó un timbre muy fuerte, seguido por tres golpes sombríos en la puerta del rellano. Alec se puso instantáneamente en pie y, con presteza de hombre experimentado en estas situaciones, retrocedió hacia el baño diciéndome por señas que él no estaba. Me indicó con furiosos gestos que abriese yo, y se esfumó.
Con el vaso y el pitillo en una mano, abrí el cerrojo y tiré de la puerta hacia mí. Un tipo fortachón de pelo desordenado estaba apoyado, como si se encontrara exhausto, contra la jamba. Se frotaba los ojos con ambos puños. Tenía una sonrisa temible y cansada, pero en la que aún quedaba un resto de diversión. Sí, era enorme, de mi mismo peso aproximadamente. Su ancho traje brillante reflejaba la luz real procedente de la ventana de la escalera.
—Diga.
—¿Mr. Llewellyn? —dijo, estirando el cuello.
No esperaba encontrarse conmigo, con alguien como yo. Carezco del aspecto elegante de Alec, no soy ningún dandy, ni poseo tampoco la agudeza mental del truhán desesperado. No esperaba encontrarse conmigo, con alguien de su misma ralea.
—¿Quién quiere verle?
—¿Está por casualidad Mr. Llewellyn? ¿Le he pillado en casa? ¿Le importa que eche una ojeada?
—No dé un solo paso.
—No es más que una tontería —dijo—. Una gran tontería. Su amigo es bastante tonto. Nosotros, en cambio, somos gente seria. Y nos sentimos agraviados cuando la gente empieza a hacer tonterías. —Adelantó un paso—. Vamos a ver.
—Alto —dije, y también adelanté un paso—. Conozco muy bien a la gente como ustedes. Compran cheques incobrables a mitad de precio, y luego pretenden sacarle el jugo al primer infeliz. —No era el clásico matón de los que pueden romperte un brazo o dejarte la cara nueva. Se trataba solamente de un soldado raso del ejército del dinero, un simple rastreador. No pretendía arrancarme una pista a palos. Sólo hablar y hablar hasta lograr que, de puro aburrimiento, soltara lo que él quería—. Carece de fuerza legal —le dije—. Un vaquero no tiene nada que hacer aquí. Lárguese.
El fortachón dejó caer la cabeza y dio media vuelta. Por un instante le vi sentado al volante de su Culprit o su 666, colado y enrojecido de vergüenza, tratando de imaginar la manera de salir con bien de ésta. Pero luego lanzó un escupitajo al suelo y me miró con el gesto torcido.
—Dígale a su amigo que volveremos a vemos. Y lo mismo le digo a usted.
—Qué miedo —dije. Este tipo no tenía ningún futuro en el negocio del miedo. Simplemente, no asustaba.
—Muy pronto —dijo, y se fue pasillo abajo, haciendo tintinear sus llaves.
Me sentí reconfortado, cerré la puerta y regresé dando brincos al interior del apartamento.
—Se ha ido —dije, entreabriendo la puerta del baño.
… Ah, la pornografía. Eileen se había subido al borde de la bañera. Estaba desnuda. No, llevaba bragas blancas. No, estaba desnuda: esa franja blanca no era más que el fantasma de su bikini. Esta chica (pensé de repente) hace verdaderos esfuerzos por ser verosímil. Aunque, ¿cuánto han de esforzarse los bailarines cuando imitan a las marionetas? Las piernas de la chica colgaban sobre los hombros de Alec bajo la grosera luz blanca. Él se volvió hacia mí con una expresión vejada, tensa. También ella se volvió. Su mirada era chata y perezosa, como si estuviese mirándose a un espejo y supiera que no iba a gustarle lo que vería. Sus labios dibujaban un gesto más extraño incluso. De ahí colgaban las bragas. Sus bordes de encaje caían enroscados de aquellos labios como un ramo estrujado.
Dejé el cheque en la cama. Cuando avanzaba por el rellano, camino de las escaleras, oí algo, un ruido excepcionalmente claro y rítmico, el sonido que imita el dolor consentido, el sonido de un crío que se pasea al borde de un estornudo, y lo que oí me bastó para saber que Eileen era una experta en ruidos a la que le había fallado el truco.
***
Fat Paul se agachó y comenzó a abrir los gruesos cerrojos negros. Y Doris Arthur entró en el Shakespeare, preguntándose hacia dónde debía dirigir su agradecida sonrisa. Pero Fat Paul mantuvo la cabeza gacha, al igual que todos los porteros del infierno, que todos los matones de bar… Fielding Goodney me había dicho que Doris era «una feminista de mucho talento». Yo imaginé que la frase no era más que una expresión estandarizada que ocultaba una simple referencia a las habilidades de la chica en la cama, pero en este momento ya no me sentí tan seguro de que fuese así. Seguí tomando sorbos de mi copa, y dejé que siguiera buscándome en la cegadora penumbra. Al fin y al cabo, Doris era beneficiaría de una educación universitaria. Detesto a la gente con títulos, matrículas, sobresalientes, diplomas de taquigrafía… Y ustedes me odian a mí, ¿verdad? Sí, me odian. Porque pertenezco al nuevo tipo, el tipo de la gente con dinero pero que sólo disfruta con la fealdad. A lo cual yo respondo: jamás nos habían dejado ustedes un hueco, ni uno solo. Quizá creían que nos estaban franqueando la entrada, pero no era así. Se limitaban ustedes a darnos un poco de dinero.
Y nos decían, largaos… En cuanto al feminismo en general, bueno, mi actitud en este terreno era la del inabordable jefe mafioso que, irritado por ciertas molestas incursiones que amenazan con fastidiarle el conjunto de sus negocios, llama a las Señoras y les dice con toda la calma del mundo: Muy bien, así que queréis un pedazo del pastel. ¿Y por qué no lo habéis cogido? Nosotros creíamos que os lo pasabais en grande haciendo todas esas otras cosas. Os habéis callado durante un millón de años, y ahora venís con las quejas. De todos modos, soy un hombre razonable. Dentro de poco habrá un sector libre en uno de nuestros negocios de las afueras de la ciudad. Si todo va bien y no armáis jaleo, quizá pudiéramos…
—¿John Self?
Se quedó plantada delante de mí, escrutándome. Por muy bravuconas que lleguen a ser, las chicas no pierden jamás ese aire de estar a la expectativa. O yo espero al menos que no lo pierdan. Llevaba un mono holgadísimo y una cazadora de aviador con remiendos por todas partes: ropa antiviolación, ropa de macero. No le sirvió de nada. He aquí a una persona, pensé para mí, he aquí a una persona a la que valdría la pena violar. Con un buen abogado, apenas si te caen un par de años. Y tampoco se está tan mal en el talego últimamente. Hay tele y ping-pong y celdas individuales.
—Siéntate, Doris —le dije, frío como el hielo—. Te invito a una jarra. ¡Fat Paul!
—No. Sólo agua.
—¿Agua de alta costura…, o te arreglas con la del grifo?
—La del grifo me basta.
Me enderecé un poco y me acerqué a la barra. Me volví. Doris estudiaba el local con ojos de antropóloga… Algunos meses antes Fielding me había remitido un ejemplar del primer libro de esta nena, un delgado volumen de cuentos. A la joven Doris le había ido bien en los Estados Unidos. Las frases subrayadas de los recortes de prensa que la oficina de Fielding en Los Ángeles me incluyó en el paquete hablaban con entusiasmo de su originalidad y de su desacostumbrada fuerza erótica. El libro se titulaba Elocuencia ironizada, por alguna razón. Por alguna razón, también, aunque debía de ser otra, uno de los cuentos llevaba asimismo ese título. Bostecé y parpadeé a duras penas, bien entrada la noche, a través de las páginas de los cuentos, tratando de encontrar esa fuerza erótica. Leí el cuento titulado «Elocuencia ironizada». Era la historia de un vagabundo que cuando hablaba lo hacía exclusivamente con citas de Shakespeare. Se limitaba a pedir limosna, chulear algunas putas, vivir de gorra, pero siempre con frases de Shakespeare. Este viejo vagabundo…, en fin, no se imaginan ustedes la clase de imbécil que era. Sea como fuere, hasta yo pude ver que los diálogos de Doris tenían mucho ritmo, y por eso la habíamos contratado. Fielding me dijo que era una princesa judía. Su aspecto era ciertamente milagroso, algo así como el de una abeja reina norteafricana, con la tez de tinte satánico, cálidos ojos negros, unos labios ardientes, tremendos… Qué tía. No era de extrañar que ocultase sus encantos con aquel disfraz. Pero, probablemente, cuando una persona es tan despampanante, la cosa no tiene disimulo posible. No hay quien lo controle. Y aquella maravilla me dio de lleno en las narices a través de las oleadas de calor que me producía la resaca que yo llevaba encima. Era como si se estuviera quitando los siete velos de uno en uno.
Al igual que el periodista de Box Office, Doris sacó un cuaderno y me dirigió una mirada que pretendía estimularme.
—Veamos la idea original —dijo—. ¿Quieres darme algunos detalles? Quiero decir, por ejemplo: ¿dónde ocurre?
—¿Cómo?
—Digo que dónde ocurre.
—Aquí —dije, encogiéndome de hombros.
Miramos los dos de forma harto triste aquella bodega reconvertida a medias: la madera oscura, el húmedo terciopelo, las cortinas fláccidas que ocultaban parcialmente las vidrieras de colores, los bandidos mancos, los pálidos ojos de Fat Paul, su cara de pub, el gesto decaído de sus labios mientras miraba el reloj, cerca ya de las doce.
—Aquí. Yo nací arriba. El local es de mi padre.
—No estoy para bromas. —La frase hecha parecía extraña en aquellos opulentos labios oliva oscuro. Tiene los dientes como perlas, perlas en la ostra de Shakespeare. Inspiré ruidosamente y le dije:
—La cosa es como sigue. Hay un Padre, una Madre, un Hijo y una Amante. La Amante es compartida por el Padre y el Hijo. Al principio era del Padre, pero luego el Hijo también metió la nariz en el asunto. El Hijo está enterado de lo del Padre, pero el Padre no sabe nada de lo del Hijo. ¿De acuerdo? ¿Me sigues? Verás, el Padre…
—Ya lo entiendo.
—… lleva años tirándosela, y ahora también se la tira el Hijo, en secreto. Ah, sí, y la Amante está relacionada con la mafia, había hecho striptease en un pub frecuentado por gángsters. En fin, un día, en el restaurante, porque todos trabajan en un restaurante, o un pub, o un bar, o un club. Eso no lo hemos decidido todavía. La Amante también trabaja ahí. En fin, un día, la Madre y el Hijo tienen muy buenas relaciones, amistosas, y la Madre siente cierto interés, algo de tipo maternal, por la Amante. La Madre no sabe nada. En fin, un día, en el restaurante, el sitio en donde todos ellos trabajan, o en el pub o el bar o el club, llega el repartidor diario de la panadería. El Padre y el Hijo abren una caja de harina. Pero no es harina, es heroína. Porque el Padre está relacionado con la mafia. Él quiere devolver el material. Pero el Hijo…
He pronunciado este discurso un montón de veces. Si no me falta combustible, y me dejan que lo suelte sin interrupciones, a mi ritmo, no me cuesta el menor esfuerzo. De modo que, entretanto, mis pensamientos se dedicaron a divagar desagradablemente, que es como divagan en estos últimos tiempos, cuando no les entretiene el placer o la tensión. Mis pensamientos bailan. ¿Cómo llamarlo? Una danza de ansiedad y de súplica a la vez, de fútil vigilia. Creo que debo de haber contraído alguna nueva enfermedad de las vacas, un síndrome que hace que estés todo el rato preguntándote si eres real, que hace que tu vida te parezca un truco, un número de variedades, un chiste. Me siento muerto. Cerca de mi casa vive un tipo que me pone los pelos de punta. También él es escritor… Una cosa sé con toda certeza: no puedo seguir durmiendo solo. Necesito calor humano. Al paso que vamos, pronto tendré que bajar a la calle y ofrecer dinero, a ver si sube alguien. Me despierto al amanecer, y no hay nada. Y cuando me despierto por la noche… Mejor será que no me pregunten nada, que no diga nada.
Sin apartar ni un segundo de los míos sus diabólicos ojos, Doris se quitó la cazadora y se llevó un pañuelo a su brillante frente. Su camisa blanca de hombre también brillaba. Era de seda. La miré fijamente y seguí hablando. Hasta donde yo podía averiguarlo, tenía poco pecho. Pero también su delgadez era vagamente excitante, sobre todo cuando le miraba su atlética y complicada garganta. La de Selina era más gruesa, más volátil, más inflamable, al igual que sus tetas. ¿Qué coño pasa con las tetas? No hacen ninguna falta, ¿no? A Doris no… Se abrieron las puertas del pub, para no volverse a cerrar. Ahora ya no entran tantos clientes fijos como antes, no entran tantos cuarentones con sus trajes horteras y sus periódicos populares bajo el brazo. No, entran los jóvenes, con los pelos teñidos a mano y una salud animal, envueltos en ruido urbano, cargados de ropa especial, de tetas, de dinero.
—De modo que al final —dije— llegamos al gran enfrentamiento entre el Padre y el Hijo. Oh, sí, y el…
—Dime una cosa —dijo Doris—. ¿Cuáles son las motivaciones del personaje de Butch Beausoleil?
—¿Cómo dices?
—La Amante. ¿Cuáles son sus motivaciones?
—¿Cómo?
—¿Por qué se acuesta con esos dos tíos? El Padre le da dinero. Vale. Pero ¿y el Hijo? ¿Por qué? ¿No es un gran riesgo para ella? Además, el Hijo no es más que una masa de carne.
—Lo que es yo, no tengo ni idea —dije—. Quizá lo tiene salvaje.
—¿Cómo?
—Que quizá tiene un polvo salvaje.
—Eso no es una motivación. No es una cosa que podamos mostrar de forma dramática. Lo principal de la Amante, si no lo he entendido mal, es que no se trata de la clásica rubia tonta. Entonces, ¿por qué se comporta como si lo fuese? Creo que el público no lo aceptará. ¿Cómo va a aceptar que una mujer de considerable inteligencia esté dispuesta a echar su vida a perder, y sólo por el disfrute sexual? Creo que hará falta que le proporcionemos algún motivo que la induzca a actuar como lo hace.
Fat Paul pasó presuroso junto a nosotros.
—Verónica va a empezar —dijo, e hizo la señal de tetas grandes: las dos palmas ahuecadas, elevadas, tensas. Doris alzó una dulce mirada.
—Vaya con las chicas. Vaya con los escritores —dije yo—. Ven conmigo.
La tomé de su mano fría y nudosa. Cruzamos el polvo frío de una cortina de terciopelo para introducirnos en una zona más ruidosa, con mucho más humo, con bebidas más fuertes. Veinte personas vociferantes miraban a una mujer alta y grande que actuaba en el pequeño escenario. Era oscura como una araña, enorme, y una maestra de su oficio. El rostro completamente vacío, como tiene que ser. Durante unos minutos estuvo bailando lentamente, y luego se reclinó parcialmente sobre la silla de respaldo recto que había sacado al escenario. Fundió con una mano sus grandes pechos y con la otra buscó las lentejuelas de sus bragas, y la metió debajo, y comenzó a moverla, moverla. Me incliné para susurrar a la tracería del oído de Doris:
—¿Lo ves bien, o prefieres sentarte en mi cara? Dime una cosa, ¿cuáles son las motivaciones de ésa? ¿Y las de esta gente? Mira, tengo mi Fiasco ahí afuera. Vamos a comer a tu hotel. Luego te acompañaré a tu habitación y te daré una larguísima lección sobre motivaciones.
Me miró como para valorarme. Hizo un gesto de asentimiento, sonrió, y salió por la cortina, acelerada por un sonoro cachete en aquel culo suyo, duro como una roca. Yo la seguí, murmurando, la vista fija en el escenario. Fantástico, sí, que todas sean iguales, Dios las bendiga. Basta con tener el cuerpo grande…, el cuerpo grande y mucha jeta.
Con la chaqueta echada sobre los hombros, Doris había empezado a recoger sus cosas apresuradamente. Joder, tía, pensé. ¿Conque tienes prisa, eh? Bueno, pues dejamos lo de comer y subimos directamente al catre. Hasta que vi que le saltaban lágrimas, abundantes como gotas de sudor.
—Gracias —me dijo cuando me acerqué—. Es uno de los peores momentos de mi vida.
—Venga, nena, sabes que te encanta.
Se tranquilizó. Habló con esfuerzo, pero logró decirlo todo.
—Tonto del culo —dijo—. No sabía que aún andabas a la caza. Crees que las mujeres como yo nos sentimos, pese a nosotras mismas, atraídas por hombres como tú. Pues resulta que yo no quiero acostarme con hombres de tu estilo. Me gustaría que los hombres de tu estilo dejaran de existir.
Giró en redondo. Corrí tras ella, pero no logré interceptarla. Lo que hice fue caerme sobre una mesa. Esta maniobra, unida a la docena de jarras y vasos vacíos entre los que aterricé, comenzaron a convencerme de una cosa. Yo había creído que la resaca se me estaba pasando. De hecho, mi embriaguez se había esfumado sin dejar rastro bajo otra tonelada de alcohol. Cuando me enderezaba a duras penas y empezaba a sacudirme los pedacitos de cristal que se me habían pegado al traje, vi a mi padre, que estaba mirándome por el hueco que dejaba una cortina. Le miré confuso, expectante. Pero él sonrió despectivamente, olvidándome, y retrocedió hacia las sombras con su copa.
Diez minutos más tarde seguía tratando de aliviar el dolor que sentía en la frente contra la fría piedra de los urinarios del Shakespeare. Luego levanté la cabeza, fruncí gradualmente el ceño, y leí el graffiti de los alicatados color verde lima: MATAD A TODOS LOS NEGRATAS. LA VIOLACIÓN NO MOLA. JÓDETE.
—Jódete tú, mamón —musité para mí—. Da igual. Que se joda todo el mundo.
***
Después de la siesta me encontré algo mejor y, mansamente, pasé del asiento trasero al delantero, sin detenerme más que el momento que necesité para desatascar la pernera del pantalón, que se me hizo un lío con el freno de mano. Luego conduje hasta mi casa: desde Pimlico hasta Portobello en mi Fiasco cárdeno. Mi Fiasco es una preciosidad, un cupé estilo años cuarenta, con montones de cromados y brillos. El Fiasco es mi orgullo y mi alegría. Como soy amigo de mis amigos, se lo dejé a Alec Llewellyn cuando me fui a Nueva York, como siempre. ¿Y qué me encuentro a mi regreso? Un auténtico iglú de papeles de multas y cagadas de pájaro, el neumático de repuesto inutilizado, un extraño ruido a molienda en el motor, y todos los indicadores lanzando intermitentes llamadas de socorro. ¿Qué habrá estado haciendo el tío con mi fantástico, con mi incomparable Fiasco? Se diría que ha vivido en él. Hay gente que no tiene clase. Si vieran ustedes cómo esconden la cara de pura envidia y admiración los chicos del garaje cada vez que entro al volante de mi Fiasco —conduciéndolo o dejando que me remolquen, y hasta una vez colgado de un helicóptero— en su sucio taller. Mi Fiasco es muy temperamental, como los mejores caballos de carreras, o poetas, o chefs. Nadie puede esperar que se comporte como un Mistral o un Alibi. Lo compré el año pasado, y me costó una enorme suma de dinero. Hay quienes —entre los que, con toda probabilidad, se encuentra Alec— creen que el Fiasco es un poco exageradamente ostentoso, que es un coche de gusto discutible. Qué sabrán ésos.
Soltando maldiciones, mi coche y yo subimos por la calle hasta mi casa. En esta zona ya no hay modo de aparcar. Ni siquiera los domingos por la tarde. Puedes aparcar en doble fila: los demás también te lo hacen a ti. Se está duplicando el número de coches, y reduciendo el de casas a la mitad. Las casas se van dividiendo, en dos, en cuatro, en dieciséis apartamentos. Cada vez que un propietario o un constructor agarra una de esas casas, la convierte en un laberinto, en un rompecabezas chino. Los cuadros en los que van montados los timbres del portero automático se parecen cada vez más al salpicadero de una nave espacial de las antiguas. Las habitaciones se van dividiendo, multiplicando. Las casas se van fragmentando. Casas aparcadas en triple fila. También la gente se redobla, se divide, se fragmenta. Al multiplicarse los problemas subdividimos las pérdidas. No es de extrañar que salgamos rebotados por las paredes.
… Me gusta pensar que mi apartamento del oeste de Londres es la casa de un playboy. Lo cual no produce efecto alguno en mi apartamento, que sigue siendo una madriguera, un colgadizo, un calcetín. Huele a soltero, a solterón: hasta yo lo noto (no permitan ustedes que la solteronería se les meta en la vida, en los huesos). Como un adolescente, tembloroso, agitado, mi pobre apartamento suspira por una presencia femenina. Y yo igual. Tiene el ánimo destrozado, y yo igual. (El salto de cama, las cremas humedecedoras, el baúl del tesoro que era su cajón de las bragas: todo se echa en falta, todo ha desaparecido). Mi apartamento tiene moqueta rizada de color vainilla, un sofá de piel de rinoceronte, y una cama ovalada con una colcha de satén negro. Nada de esto es mío. Ni las paredes son mías. Todo es alquilado. Alquilo el agua, el calor, la luz. Alquilo el té a bolsas. Llevo viviendo aquí desde hace diez años, y nada es mío. Mi apartamento es pequeño y también me cuesta un montón de dinero.
Desde el reducto nórdico de la cocina alcanzo a ver los delgados miembros de la gente que baja haciendo jogging hacia el parque. Las cosas están aquí casi tan mal como en Nueva York. Algunos de estos locos jadeantes, de estos artistas tardíos, ponen la misma cara que si estuvieran subiendo por una tremenda cuesta, una horrible subida. Fue mi generación la que puso en marcha todo esto. Antes, todo el mundo estaba más o menos conforme con sentirse casi siempre muerto. Ahora todos quieren sentirse maravillosamente bien a cada momento. Soy un producto de los años sesenta —un producto obediente, serio, no sabe/no contesta de los sesenta—, pero en esta cuestión mis simpatías se remontan mucho más atrás, a aquellos tiempos de antaño en los que a nadie le importaba sentirse siempre como si estuviera muerto. A través de las espectrales, contaminadas ventanas con manchas de nicotina de mi calcetín contemplo a estos niños viejos disfrazados de mozalbete. Volved a casa, les digo. Volved, tendeos, comed muchas patatas. Ayer me hice tres pajas. Las tres me costaron lo mío. A veces no te queda otro remedio que acabar retorciéndote para conseguir tu propósito, al igual que en cualquier otro tipo de ejercicio. Se trata simplemente de fuerza de voluntad. El que sea capaz de venir a decirme que una paja no es un ejercicio, la verdad, no sabe lo que se dice. Durante la tercera a punto estuve de tener un ataque al corazón. También hago muchas otras clases de ejercicio. Subo y bajo andando la escalera. Me meto en taxis y reservados de restaurantes. Voy a pie hasta el Butcher’s Arms y el London Apprentice. Toso muchísimo. Vomito con frecuencia, y éste es un ejercicio que te limpia de verdad. Estornudo, subo al metro. Entro y salgo de la cama, con frecuencia varias veces al día… En fin, ya me han visto ustedes en Nueva York, en plena forma, disciplinadísimo, decidido, dinámico. Cuanto estoy aquí me noto cierta tendencia a deslizarme pendiente abajo. No tengo nada que hacer ni a nadie con quien hacer algo. Ojalá encontrase a alguien con quien serle infiel a Selina. La pequeña Doris, por ejemplo, parecía tener muchísimas ganas. ¡Mujeres! ¡Bebida! Beber mucho te pone en desventaja en relación con las mujeres, sobre todo si te pasas el día borracho. Aunque el otro día me sorprendió que Fielding afirmara lo impresionada que se había quedado Butch Beausoleil conmigo. Sí, ya me han visto ustedes en mi mejor forma, los momentos en los que estoy fino y resulto super atractivo, allí, en Nueva York. Ah, ¡qué daría por recobrar parte de esos ánimos neoyorquinos! Allí puedes andar por el mundo jodido y ojeroso y todos siguen pensando simplemente que eres un europeo con mucho talento. He cometido errores, lo admito, como nos pasa a todos cuando nos vamos allí a ver qué tal nos salen las cosas. Errores como el de pedir una copa a berridos cuando ya eran las dos y cuarto y todo el mundo se había ido del restaurante. Como animar a los demás parroquianos del bar a cantar en voz alta, o pasarme las noches tropezando y cayendo en clubs y discotecas. Una mañana, hace dos viajes, tuve un desayuno de trabajo con Fielding y tres financieros en potencia. Era en la suite de un aterciopelado hotel de Sutton Place. A mitad de mi sinopsis, el tapón de la náusea estalló bruscamente en mi garganta. Llegué por los pelos al váter, que era enorme y acústico: mi imitación del estallido de un hipopótamo se coló a través de la puerta cerrada como si lo hubiesen grabado en sistema cuadrafónico (según me explicó Fielding posteriormente). A mi regreso recibí un par de miradas extrañas, pero conseguí terminar mi exposición y creo que no me gané enemigos. Si yo hubiera estado en su lugar, habría disfrutado del espectáculo. A mi corazón le sienta muy bien ver a alguien hecho trizas, sobre todo si es culpa suya. Las víctimas de la naturaleza o la desgracia, en cambio, sólo me atemorizan. Pero en los Estados Unidos la gente es bastante puritana, de ahí las miradas solícitas pero incrédulas de las que fui objeto aquella mañana, desde el otro lado de los platos con huevos revueltos y las tazas de plata cargadas de café, cuando intenté retomar el hilo. Primero emití un ruido extraordinario; el mismo, por cierto, que oí el otro día cuando trataba de sacar por la fuerza las últimas gotas de ketchup que contenía aquel tomate de plástico. No fue nada. Sólo que tosí hasta reventar, lloré como un niño, y tuve finalmente que ser llevado en volandas hasta el Autocrat. Como si hubiese estado muriéndome. Detesto ver a mujeres en ese estado. No es frecuente verlas así, lo cual me alegra. Aunque de vez en cuando me tropiezo con casos de esos, rubias muertas en cicatrizados pubs… ¿Qué ocurrió esa noche, la noche del Berkeley? ¿Qué ocurrió? Fue… He resuelto un pequeño misterio. Ahora ya me acuerdo de cómo me las arreglé para tomar mi vuelo en Nueva York. Fielding telefoneó al JFK e informó a la TransAmerican que había una bomba en mi vuelo.
—No tiene importancia, Slick —me dijo Fielding por teléfono—. Lo hago siempre que temo perder un vuelo. A los que llegan tarde ya no les dejan subir, pero si vas en primera, pasas. De lo contrario, perderían prestigio.
Luego está el segundo de los misterios, el que sigue vigente.
Es domingo por la tarde y regreso al dormitorio desde la cocina. Abro las puertas blancas del armario empotrado y saco el traje que llevaba puesto aquella última noche de Nueva York. Tiro de los pantalones y los extiendo sobre la cama. No es la primera vez que lo hago. En las arrugas laterales de la entrepierna hay una gran mancha en forma de salpicadura, que desciende en forma de goteo por ambas perneras. Al tocar la tela manchada, se perciben claramente ciertos crujidos. ¿Qué puede ser? ¿Agua del grifo? No. Champagne, o tal vez orina. Creo que sé la verdad. En algún rincón me espera el recuerdo. El recuerdo vive aún, pero me repugna tocarlo. ¡Ay, no permitan que lo roce siquiera! Aléjenlo de mí… De modo que vuelvo a meter el traje en el armario, vuelvo a encerrarlo con sus compinches en otros actos de delincuencia, lo alejo de mí y de mi noche, de mi tacto.
***
También en el presente echo en falta alguna cosa. Creo que estarán todos ustedes de acuerdo conmigo si afirmo que el movido, fiero y brillante discurrir de mis días tiene buen aspecto, al menos sobre el papel, pero también sé que todos estamos de acuerdo en que tengo un problema. ¿De acuerdo? Vamos a ver, pues, ¿cuál era? Venga, hermano, y tú, hermana, ayudadme en esto. Decídmelo. Dicen ustedes que es la bebida… La bebida no sienta muy bien, lo admito, pero la bebida no es nada nuevo para mí. Hay otra cosa que sí lo es. Me siento invadido, engañado, porculeado. Oigo extrañas voces y hablo extrañas lenguas. Me vienen ideas que no salen de mi cabeza. Me siento violado… La otra mañana, al abrir mi periódico, un diario popular, claro, comprobé que durante mi ausencia toda Inglaterra ha sido sacudida por tumultos y amotinamientos, por un resquebrajamiento social en los chamuscados barrios bajos. El paro, averigüé, era la causa de que todo el mundo hubiera enloquecido de ese modo. Sé muy bien cómo os sentís, me dije a mí mismo. Siento lo mismo que vosotros. Tampoco yo tengo casi nada que hacer en todo el día. Me quedo aquí sentado, indefenso, con la cabeza reducida a dolor de oídos y disturbios. ¿Por qué? Ahora lo digo. Las ciudades interiores crepitan en el caos económico…, pero yo tengo dinero, mucho dinero, y voy a ganar muchísimo más. ¿Qué me falta? ¿Van a decirme que existe alguna otra cosa?
Impulsado por el azar (y ésta es la única clase de impulsos que tengo últimamente: todas mis motivaciones son casuales), pasé al cuarto contiguo y le eché una ojeada a mi colección de libros: Cómo pagar los impuestos, La isla del tesoro, Los usureros, Timón de Atenas, Multinacionales, Nuestro amigo mutuo, Compre, compre, compre, Silas Marner, ¡Éxito!, El cuento del vendedor de indulgencias, Confesiones de un alguacil, Un diamante tan grande como el Ritz, La herencia de amatistas, y esto es prácticamente todo. (La mayor parte de los libros serios son restos abandonados aquí por las predecesoras de Selina, excepto Los usureros, que recuerdo haber comprado yo). Contemplé mi equipo de sonido de la era espacial. Hace ya muchos años que me hice demasiado mayor para el rock, pero desde entonces no he crecido lo suficiente para disfrutar de ninguna otra clase de música. Estuve esperando a que ocurriese, pero no ocurrió nada. La televisión matutina no es todavía más que un sueño, un rumor. También seguiré esperando a que llegue. Tal vez sí, tal vez no. Ver televisión es una de las actividades que más me interesan, una de mis principales actividades. Los vídeos son otro de mis logros: demonismo, carnicerías, porno. Me doy cuenta, cuando tengo arrestos suficientes para pensar en ello, que todos mis pasatiempos son de tendencia pornográfica. La gratificación solitaria es el común denominador. Comida rápida, striptease, juegos espaciales, tragaperras, pornovídeo, revistas de desnudos, bebida, pubs, reyertas, televisión, pajas. Tengo un presentimiento al respecto. Me refiero a las pajas, o a su agotadora presencia. Necesito ese toque humano. No hay ningún ser humano más aquí, de modo que me lo doy yo mismo. Como mínimo, las pajas son gratuitas, de favor, sin dinero de por medio.
Sobre la mesa, junto al servicio de café, la cordillera de correo sin abrir es barrida descuidadamente por el viento. ¿Cuánto tiempo hace que todo el correo que me llega trata solamente de un tema? Cuando miro las cartas de ese montón, cuando finalmente rasgo los sobres y me abro paso a través de todas esas tramposas ofertas y demandas, estas cartas de súplica, me entran ganas de decir, Oye, ¿no podríamos cambiar de tema? Aunque sólo sea por una vez, después de tantísimos años. ¿No puedes pensar en ninguna otra cosa?… ¿Cuándo recibí la última carta de amor, por todos los dioses? ¿Cuándo escribí mi última carta de amor?
Son las seis y media. La hora del arrepentimiento. Telefoneé al hotel de Doris Arthur y le ofrecí miles de disculpas. ¿Cuántas disculpas puede contener una persona dentro de sí? Voy a necesitar mucho más material de éste cuando regrese a Nueva York, para ofrecérselo a Martina. Doris no estuvo muy exigente. Al principio, todas hacen lo mismo. Además, esa nena se lleva sus buenos cien mil dólares por el contrato, y no me extraña que no haya perdido el interés. Luego encontré un bolígrafo, un bloc, unos cuantos sobres, sellos. Abrí mi talonario de cheques. Mientras trabajaba, me hablé en susurros: me hablé a mí y le hablé a mi dinero.
La última de las cartas llevaba las señas escritas con estilográfica, y me daba un tratamiento señorial. Tras haberme librado de todas las cartas de sobre pardo el día de mi regreso de Nueva York (sentado, en Londres, a mediodía, en el apartamento vacío y con una copa en mi puño: es decir un gin tonic a las seis de la mañana, y estoy seguro de que esto tiene que ser una buena noticia tanto para el cuerpo como para el alma), y esperaba ver una mano dispuesta a ayudarme, una mano amistosa, ya le había echado una ojeada a esta caligrafía torpe, y hasta había acariciado el sobre esperando que contuviese uno de esos nomeolvides que suelen remitirte los especialistas en desviaciones de columna, los gurús de la calvicie, o los expertos en estimulantes, que tan a menudo tengo que visitar… Suelen contratar a chicas extranjeras para que les escriban a mano los sobres: así parece todo mucho más personal. Pero de repente me pareció que esta carta era personalísima. Le rajé la garganta y mi corazón se enloqueció. Y cito su contenido:
John querido:
Déjame regresar. No puedo creer que dijeras en serio todas esas cosas horribles que me dijiste. Que hayas podido pensar cosas tan espantosas de mí. Envía a alguien a recogerme, no sé qué hacer ni te tengo a mi lado para cuidarme.
Te quiere tu Selina XXXXXX
P. S. Estoy sin un céntimo.
Peligrosamente excitado, cursivizado de lujuria infalible, me serví un trago y escruté la carta tratando de encontrar alguna clave. El matasellos decía Stratford-upon-Avon. La fecha era de diez días atrás. Dentro, el membrete decía Hotel-Casino Cymbeline, con un teléfono de siete cifras en formación de dos-cinco… ¿Qué significaba toda esa historia del Déjame regresar? ¿Cuáles eran esas cosas horribles que yo le había dicho? Retrocedí, y no era la primera vez, a la víspera de mi partida hacia Nueva York. ¿Qué había ocurrido? Llevé a Selina a cenar a un sitio caro. Tuvimos una pelea por dinero. Muy mala leche por ambas partes. De regreso en casa libramos, a varios asaltos, un combate erótico de despedida, en el que Selina se mostró tan dócil y sufriente como de costumbre, y yo tan efusivamente carnal como siempre. Luego me tomé unos cuantos tragos en espera del sueño, y me preparé para dormir. En otras palabras, una velada absolutamente normal. Quizá le di un poco la bronca en el último momento, pero esto también es corriente. Cuando desperté al mediodía siguiente, Selina se había ido, y hacía mucho rato. Ni siquiera me paré a pensar en ese detalle. Me tomé un café irlandés, hice las maletas, y dejé mi número de teléfono en la pared de la cocina.
Contestó una voz de hombre, y, tranquilamente, accedió a hacer lo que yo le había solicitado.
—Sabía que serías tú —dijo ella, con una entonación apremiante, roncamente contenida, en su voz estropajosa.
—Ven a casa —dije, en el mismo tono—. Quiero tenerte conmigo. Ahora mismo.
—Ah, mi hombre. ¿Cómo he podido seguir viviendo?
—Toma un taxi.
—¡Un taxi!
—Haz lo que te digo.
—Lo haré.
—Y enseguida.
—De acuerdo.
Di varias vueltas al apartamento. Cogí la carta. Cómo me escocían los ojos. ¿Saben ustedes una cosa? Esta era la primera vez que veía su letra, su firma, tan insegura, sus besos garabateados. ¿No era increíble? En fin, quiero decir que no somos la pareja más expresiva del mundo, pero de todos modos… Maldita sea, dos años, con algunos intermedios, ¿y ni una sola nota? Maldita sea. Tiré la carta. Alcé la vista. ¿Conocía ella mí letra? Sí, la había visto muchas veces, en las facturas, los recibos de las tarjetas de crédito, los cheques.
Salí a las espumeantes calles. ¿Mi objetivo? Comprar champagne. A Selina le gustan las cosas con mucho atrezzo. No se puede hacer pornografía en plan barato. La pornografía y el dinero han firmado un concordato, hay que pagar la cuota sindical… ¿Conque Hotel Cymbeline, eh? Resulta que yo también me he alojado en ese tugurio, con algunas de las predecesoras de Selina, una modelo o una estilista, una Cindy o Lindy o Judy o Trudy. Se trata de un antro carísimo, un palacio de la ginebra, un tugurio de juego, atestado de yanquis y canadienses de hoja de arce, de pícaros, tortis, truhanes, traidores conyugales de fin semana. Se lo recomiendo. Yo estaba en Stratford-upon-Avon haciendo un spot de televisión para un nuevo tipo de invento precocinado de jamón y huevos, la Hamlette. Utilizamos un teatro e hicimos todo el rodaje en el escenario. Había un actor, vestido de negro, con su globo terráqueo y su calavera, al que siempre está fastidiando la loca de su mujer. Pero se libra de ella y de repente aparece una tía buena en bragas y sostenes, y cargada con una bandeja que contiene un par de Hamlettes recién salidos del horno. La tía buena le guiña el ojo, y asunto resuelto. En todos mis spots sale una tía buena en bragas y sostenes. Es algo así como mi marca de fábrica. Nadie dice que mis spots sean sutiles. Pero, amigo, con qué rapidez vendían la comida rápida.
Pasé de la luz blanca y húmeda a los prismas del Liquor Locker. Qué cantidades tan industriales de bebidas tienen en esa tienda, y todo de la más baja estofa: bañeras de jerez nigeriano, litros y más litros de oporto de Alaska. Incluso venden un producto llamado Alkohol, que suministran en garrafas de plástico sin etiquetar. El Liquor Locker debió de surgir en respuesta a la demanda de las numerosas mujeres desastradas con bolsa de plástico, de los vagabundos en general, y de los dipsómanos cojeantes que suelen rondar por el barrio. Había, en efecto, todo un muestrario de caras espantosas entre los estantes. Mientras estaba estudiando el departamento de whisky de malta, un viejo chiflado cuya presencia me fue anunciada por las esporas de su aliento con aromas a madera podrida, me asaltó de repente, como si se tratara de una salamandra provista de lenguas de fuego y sangre. ¡Horror! Me habló con voz cansina y entonación de súplica y disculpa, señalando al mismo tiempo una cicatriz reciente que le atravesaba una de sus hirvientes mejillas. Aquí no, tío, pensé; aquí no puedes pedir limosna, se presta a todo tipo de confusiones desagradables. Le hubiese dado una libra, sólo por quitármelo de encima, pero, como era de esperar, uno de los miembros del trío de dependientes se aproximó, bostezando, y dejó caer sobre el hombro de aquel desgraciado una de sus pesadas manos, dispuesto a sacarlo a la calle, que era el lugar que le correspondía. A la calle, abuelo. ¿Por qué? Porque aquí manda el dinero. Me quedé tres botellas del brebaje francés de siempre. En la caja comprobaron las cifras de mi tarjeta Vantage en el librito donde viene la lista de las que no tienen nunca fondos o han sido robadas… Luego entré en la tienda de al lado, un sitio que se llama Chequepoint o Chequeup o Chequeout, en donde una nena enjaulada te cambia los cheques por dinero en metálico, aunque suele quedarse con la mitad de la pasta a manera de comisión por este cómodo servicio. De hecho, se queda más de la mitad, o esa es la sensación que le queda a uno después de haber hecho la transacción. Cada día te cobran más. Un día de estos entraré en ese sitio, haré un cheque de cincuenta libras, se lo pasaré a la nena, esperaré un rato, y luego preguntaré:
—¡Eh! ¿Qué pasa con mi dinero?
Y la nena me contestará:
—¿Es que no sabe leer? Ahora nos lo quedamos todo.
Regresé a casa dando un rodeo, para matar el tiempo antes de su llegada, antes de que apareciese mi Selina tarada, mi Selina saldo, mi Selina abaratada por fin de temporada. Me encanta. Me apasiona. Al igual que Selina, este barrio está en carrera ascendente. En la acera de enfrente había antes un restaurante italiano de tercera generación, con manteles de hilo y camareras serias, vestidas de negro, con mucho trasero. Ahora es un antro de hamburguesas. Hay además un Burger Hutch en la esquina. Y también un Burger Shack, y un Burger Bower. Comida rápida igual a dinero rápido. Lo sé muy bien: yo he contribuido al éxito de estas cadenas. Quizás aún quede espacio comercial para algún local más de la misma ralea. Cada dos escaparates hay una boutique con ropa interior provocativa. ¿Cuántas más caben? ¿Treinta, cuarenta? Antes había aquí una librería, con la mercancía dispuesta en orden alfabético y clasificada por temas. Ya no está. Faltaba el apoyo de las fuerzas del mercado. Ahora es otra boutique, y en su escaparate se menean tres nenas bronceadas que sonríen como bobas. También había una tienda de música (flautas, guitarras, partituras). Se ha convertido ahora en un supermercado de souvenirs. Y una sala de subastas: que ahora es un videoclub. Y una charcutería judía: actualmente, un local de sauna y masajes. ¿Captan ustedes la cosa? Mi estilo avanza. Estoy satisfecho. En serio, lo estoy. Es una pena lo del restaurante —yo era un cliente fijo, y a Selina le gustaba—, pero el resto de las tiendas desaparecidas no me servía de nada, y me alegro de que haya desaparecido.
Siguiendo mi periplo demográfico, pasé al más relajado mundo de las plazas polvorientas y los hoteles viejos. Algunos de los edificios residenciales también van ascendiendo de categoría: los están acicalando, humidificando, marmoreando. Ejecutivos de publicidad, gente de dinero, recién casados con cara de pícaros vienen a vivir aquí. Hoy en día, en mi barrio no es tan raro tropezarse con algún famoso. Algún viejo actor que canta arias amargas en pubs de pequeñas callejas. Y hay una locutora de telediario a la que a veces veo cuando trata de meter a todos sus hijos en su viejo Boomerang. Todos los días comen en la Kebab House de Zilchester Gardens un entrevistador fracasado de televisión y un ex conductor de programa-concurso que actualmente está alcoholizado. Ah, sí, y además vive también por este barrio un escritor. Un amigo me lo señaló en un pub, y desde entonces lo veo siempre rondando por el Family Fun, el local de las máquinas de marcianitos, o llevando su bolsa azul con la ropa sucia a la lavandería. No creo que les paguen gran cosa a los escritores… Siempre se detiene y se me queda mirando. Tiene una expresión incómoda e incrédula, y también maliciosa, con cierto matiz conspiratorio en su torcida sonrisa. Me pone los pelos de punta. «Deja de mirarme, ¿quieres?», le grité una vez desde la acera de enfrente, y le hice un corte de mangas y levanté un puño amenazador. Él no se inmutó, y siguió mirándome. Me han dicho que ese escritor se llama Martin Amis. Jamás había oído hablar de él. ¿Conoce alguno de ustedes lo que escribe ese tipo?… Alcé la vista al cielo, con un estremecimiento: igual que siempre, no hace ni buen ni mal tiempo. A veces, cuando el cielo está así de gris —impecablemente gris, una negación absoluta de la idea de color— y varios millones de seres encorvados alzan la cabeza, resulta difícil distinguir el aire de las impurezas de nuestros ojos humanos, como si los diminutos gránulos flotantes de polvo que caen y se remontan por la atmósfera siguiendo serpenteantes caminos fuesen parte del propio elemento, como la lluvia, las esporas, las lágrimas, la contaminación. Es posible que en esos momentos el cielo no sea más que la suma de toda la porquería que habita en nuestros ojos humanos.
***
Todo listo. Vuelvo a estar en mi apartamento. He cambiado las sábanas, metido los calcetines en un baño de Coral, amontonado las tazas. Hasta yo mismo me he lavado y frotado. Pronto sonará el timbre y aparecerá Selina con sus ojos persas, su maletín de viaje, su cálida garganta, su omnisciente ropa interior, sus cicatrizadas muñecas, sus aromas de boudoir y, probablemente, los aromas de otros hombres. Sin embargo, desde los auspicios de la pornografía todo eso está bien, es correcto. Servirá. Tendría que esperar a conocerles un poco mejor a todos ustedes antes de revelar qué es lo que hago con Selina en la cama. Pero probablemente lo voy a contar. ¿A quién le importa? A mí no, desde luego. ¿Es infiel? ¿Se acuesta con otros hombres por dinero? No, mi Selina no. Simplemente, cuando me voy de aquí hace películas porno para que luego se proyecten en mi vieja cabezota. Esta noche habrá de todo. Y, la verdad, ahora que la pornografía viene hacia aquí en taxi, no estoy apenas preocupado.
Mientras se enfriaba el champagne en mi pequeña pero potente nevera, abrí una lata de cerveza y me tomé diez cápsulas de vitamina E. Soy adicto a las vitaminas, y adicto a la penicilina, y adicto a los analgésicos. Los analgésicos sí que son una porquería realmente buena… Camino de un lado para el otro del apartamento. Estoy aturdido, inquieto, desamparado. Me quedo quieto. Me siento. Puse en marcha la tele por control remoto. Tras un crujido premonitorio, el príncipe de Gales apareció en la pantalla de alquiler. Hola, príncipe, me dije a mí mismo. ¿Cuándo has regresado? El tipo ese va a casarse dentro de un par de meses. Se ha ligado a un encanto que se llama Lady Diana. Por su aspecto, yo no diría que esa chica vaya a causarle grandes problemas, al menos no serán como los que me causa mi Selina… En una serie de imágenes rápidas, el príncipe apareció jugando al polo, escalando montañas, pilotando cazas, comandando buques de guerra. Y charló junto a una chimenea con su madre, la Gran Belleza. Después, mirando directamente a la cámara, el príncipe contestó unas cuantas preguntas que trataban de su infancia y su juventud. Dijo que estaba profundamente agradecido por el hecho de que, desde muy pequeño, le hubieran enseñado a autodisciplinarse. La autodisciplina, dijo el príncipe, es esencial para cualquier tipo de vida civilizada… Amigo, también a mí me hubiera gustado que alguien me hubiese enseñado autodisciplina, cuando era joven, cuando aprendes las cosas sin enterarte ni esforzarte. Ojalá me hubieran enseñado orgullo, dignidad, y hasta un poco de francés, una vez puestos. Lo habría aprendido con la mayor facilidad. Pero jamás hubo nadie que me enseñara esa clase de cosas. He hecho cuantos esfuerzos estaban a mi alcance para aprenderlo por mi cuenta. Me paso los días tratando de aprender a autodisciplinarme. Pero las lecciones no me entran (esto de la autodisciplina no es en absoluto divertido), y al final siempre acabo yéndome a cualquier lado, a divertirme.
Sonó el timbre y me puse trabajosamente en pie, con las manos muy atareadas con el dinero de mis bolsillos.
—¿Has follado últimamente?
La velada ha llegado, por fin, a la fase para la que estaba destinada. Acabamos de regresar del Kreutzer’s, donde hemos cenado. Era una elección tradicional, convencional. El Kreutzer’s nos proporciona el escenario carísimo que necesitamos para nuestras reuniones, para nuestros juegos preparatorios y nuestras mentiras. Hemos comido una carne magnífica, un vino color sangre. Hemos tomado brandy, y pastel. Ya hemos dicho alguna que otra guarrada. Selina está animadísima, y yo, bueno, soy un gorgoteante mago de excesos caloríficos.
—Sí —dijo ella tras una pausa, y tomó un sorbo de champagne.
—¿Con quién? ¿Le conozco?
—… Sí.
—Será mejor que me lo cuentes.
—Estaba en mi habitación, arrodillada junto al alféizar, mirando el prado. Ahora está precioso. Entonces aparcó delante del hotel un coche negro, enorme. Era de oro y cromados. Se bajó uno de los cristales de las ventanillas y asomó una mano con doce anillos. Y esa mano me saludó.
—¿Cómo ibas vestida?
Iba vestida con unas mallas de cuerpo entero, negras, que se le amarraban a los muslos, y medias plateadas y zapatos dorados.
—Iba vestida con un vestidito blanco de cuando era más pequeña. Me llega sólo hasta aquí. Y todavía no me había puesto los pantis porque acababa de salir del baño y aún no me había arreglado del todo.
—¿Qué hiciste entonces?
Cruzó la habitación y se arrodilló en la cama, junto a mí. Se echó el pelo hacia atrás con ambas manos, dejando al descubierto su cambiante garganta.
—Crucé la habitación y bajé las escaleras. Y entré en ese coche negro y enorme.
—¿Y qué hizo él?
La tendí en la cama, boca arriba. La malla tenía cuarenta botones negros, abrochados con ojales de hilo de seda. Ya sólo le quedaban treinta y nueve. Treinta y ocho.
—Me puso encima de él. Era como sentarse sobre un cabrestante o una boca de riego. Me apoyó las manos en los hombros, y empujó hacia abajo. Yo pensé: no conseguirá entrar. Pero era fortísimo, con unas manos pesadas como el oro, unas manos increíbles.
Dolía, pero yo estaba mojada, y el dolor era agradable. Entonces pensé: soy una polla, soy solamente una polla.
Más tarde, con su cuerpo extendido sobre el satén, junto a mí, me fumé un habano y terminé el champagne y pensé en la buena vida. En cierto modo, en cierto sentido, creo que quiero vivir una buena vida.
Pero ¿cómo se hace?
***
En el fondo, soy un tipo muy alegre. La alegría es un alivio para el dolor, dicen, y por eso supongo que soy un tipo muy alegre. Es muy frecuente que sienta un alivio para mi dolor. Pero no menos frecuente que me sobrevenga el dolor. Por eso tengo tan a menudo ese alivio del que habla la gente, toda esa felicidad.
—¿Sabes qué quiero? —dijo Roger Frift—. Quiero que te tomes las cosas con calma durante las noches que faltan hasta que nos veamos.
—¿Se puede saber qué pasa ahora?
Mejor será que añada que Roger es un precioso muchacho de veintiséis años, y un homosexual hiperactivo.
—Siempre tienes la lengua… Mira, lo que te pido no es más que un poco de buena educación. Tal como están las cosas, haces que me resulte muy desagradable.
—Nadie ha dicho que tenga que resultarte agradable. Lo haces, y listo. Joder, con lo que cobras…
—Entonces, recuéstate. Y relájate… ¡Por Dios!
Ninguno de ustedes podría relajarse si estuviera sentado en la silla eléctrica de Roger. Roger es el encargado de mi higiene bucal, el entrenador de mis encías. Cuatro veces al año introduce sus puntiagudos instrumentos, sus afilados espetones, sus punzones monstruosos en mi boca, y trepana y excava las raíces mismas de mi cabeza. Es lo que se llama control de la placa y limpieza de sarro. Lo que a mí me gustaría saber es qué coño es eso de la placa. ¿Por qué no se mete la placa de los cojones con cualquier otro individuo? Por ejemplo, nunca se mete con mi padre. Ni tampoco se metía con mi madre, hasta donde yo sé. Mi madre murió cuando yo era pequeño, pensándolo bien, y no sé gran cosa de ella… Esa muela de mi Upper West Side, la que me produjo todo aquel dolor, se calmó por fin hace unos días y, desde entonces, me ha proporcionado una gran felicidad, una tremenda felicidad. Pero ayer se puso a producirme dolor otra vez. En realidad no se me había calmado del todo: la notaba, sentía sus ronroneos, sus zumbidos, sus temblores bajo la piel: estaba planeando su regreso. Espero que Roger me la arregle ahora, que me alivie el dolor y me devuelva la felicidad. También Selina sabe hacer este truco. Me produce dolor. Me lo alivia. ¿Soy feliz? No estoy seguro. Desde luego, ahora que ella ha regresado siento un notable alivio. Como mínimo, cuando está conmigo no está con otros. Al parecer, aquella noche la desenmascaré y la expulsé, justo antes del día en que tomé el vuelo hacia Nueva York. Yo no me acuerdo de nada. Parece ser que la llamé puta, la maldije, le dije que era una furcia que sólo andaba poniendo el coño por ahí para ver si encontraba de paso una mina de oro, y luego la eché a patadas. Y, así, ella desapareció sin replicar. ¿Resulta convincente? ¿Sí o no? Yo no me acuerdo de nada. Tampoco es que hablemos mucho de eso. Sólo hablamos de dinero. Selina quiere que tengamos la cuenta del banco a nombre de los dos. ¿Qué opinan ustedes?
—Ooooh —dijo Roger, que tampoco tiene el aliento tan maravilloso, si quieren que les diga la verdad.
En estos momentos ya me había metido en la boca tres aparatos diferentes, a cual más peleón.
—¡Ay! —dije como pude—. Despacio.
—¿Sientes ahí algún tipo de molestia?
—¿Te refieres a dolor? ¿Dolor? Sí, horrores. Por eso he venido.
—Sí, es lógico. Hombre, parece que esto se mueve un poco.
Dijo lo de que se movía como si se tratara de una cosa muy reconfortante, algo así como si se hubiese tratado de movilidad social, movilidad ascendente.
—¿Quieres decir que tengo la muela suelta? —balbuceé a duras penas.
—Creo que tendría que comprobar su vitalidad. —Roger agarró el miembro del robot con el que me taladra las entrañas de la boca—. ¿Notas algo?
—¿Qué tendría que notar?
—Una presión.
—¿En la muela? No.
—¿Te molesta…? Vitalidad mínima —murmuró.
Al oír esto escupí de golpe los sprays y los hierros, y me incorporé bruscamente.
—¿Qué quieres decir con eso? Habla claro, ¿entendido? Se me mueve, y la tengo muerta, y se me va a caer. ¿Es eso?
—No me dedico a las extracciones —dijo en tono mojigato—. Tengo que hablar con Mrs. McGilchrist de ese asunto.
—Entonces, límpiamelas y calla —dije.
Roger volvió a meterme las pinzas y los tubos. Me limpió, tarareando una canción. Sus instrumentos, animados por su propia cancioncilla, estuvieron picoteándome, afinándome, dolorosamente. Luego, el acero se entretuvo inmisericordemente en el punto negro, en la manzana más conflictiva de mi Upper West Side.
—Mmm —dijo Roger, una vez terminada la limpieza. Sacó remilgadamente todos sus artilugios de mi boca y murmuró—: La deformación de la raíz ha provocado un traumatismo en la encía.
—¿Traumatismo? —Sorbí un poco de aquel líquido espumoso y escupí su cortés tono rosado—. Ahora vas mejor encaminado.
—Sí. La forma de la encía me ha parecido rarísima.
—¿Y crees que la encía podrá soportarlo? ¿Opinas que la pobre encía tiene un trauma por culpa de todo ese jaleo?
—Todavía se puede salvar la muela —dijo él.
Recogí el abrigo en la sala de espera, calurosa y adornada con flores: había dos personas, indistintas y serias, como todos los fantasmas que pueblan las salas de espera. Pagué a la niña que se pasa el día haciendo calceta en la mesita de entrada: quince libras, en metálico, y un videocasete. Sin recibo. Economía sumergida. Selina forma también parte de mi economía sumergida. No llevamos libros ni ninguna otra cosa. Ni siquiera hay ningún acuerdo entre caballeros. Ni un simple apretón de manos. Pero los dos sabemos de qué va el asunto.
—Selina —le dije, dos días después de su regreso—…, cuando me acompañaba al aeropuerto, Alec me dijo una cosa extraña.
Selina, que se estaba quitando la chaqueta, vaciló un momento.
—¿Qué pasa? ¿No me das un beso de bienvenida?
—Me dijo Alec que estabas acostándote con alguien. A menudo, a todas horas. —Tomé un sorbo de mi copa y encendí otro pitillo.
—Se trata de un aristócrata inglés —dijo Selina con ironía—. Ha logrado duplicar la fortuna de su familia en Wall Street. Sus criados pasan a recogerme en un…
—Estoy hablando en serio. Hablo de la realidad. Alec me dijo que tienes a otro tío. Alguien a quien yo conozco.
—Serás estúpido. No le hagas caso. Alec quiso ligárseme una vez.
—¿Cómo? Será hijo de puta.
—Me besó las tetas. Luego me cogió la mano y se la llevó a la polla. Después…
—Joder. ¿Dónde estabais? ¿Metidos en la cama?
—Aquí, en la cocina. Pasó a verme cuando tú habías salido.
Refresqué mi copa y, con toda la calma, le dije:
—Todo el mundo te mete mano, Selina. Hasta los camareros de los restaurantes y los tíos que se cruzan contigo por la calle.
Selina cerró los ojos y se puso a reír. Pero se volvió a serenar rápidamente y dijo:
—Pero ¿no se supone que Alec es tu gran amigo?
—Todos mis amigos te meten mano.
—No tienes ningún amigo.
—Terry te ha metido mano. Keith te ha metido mano. Hasta mi Papá te ha metido mano. Y él es de la familia…
—No le hagas ningún caso. Ya sabes que Alec te tiene muchísimos celos. Quiere destruir nuestro amor.
Esto me sorprendió: era una idea que no se me había ocurrido. Mientras abría la segunda botella de whisky, de repente me saltó esta idea: Falta otra cosa. ¿Cuál? Pero me limité a decir:
—¿Lo crees de verdad?
—¡Estás derramándolo! Demonios, tío, tómate las cosas con calma. Apenas son las seis. Mira. ¿Guardas todavía aquellos impresos que te dieron en el banco? ¿Cuánto rato llevas encerrado aquí, bebiendo sin parar?
—¿Qué impresos?
—Ya sabes cuáles. Necesito tener cierta independencia.
—Sí, claro.
—Tengo veintiocho años.
—¿Veintiocho años? Nadie lo diría.
—Gracias, cariño. Creo que no estoy pidiendo nada extraordinario. Gregory le pasa un dinero a Debby. ¿Por qué te da tanto miedo lo que te propuse? Admito que eres muy generoso en cosas pequeñas. Pero en cuanto se trata de…
—Ya, ya.
Lo malo, lo grave, es que Selina es mucho más inteligente que yo. Intenté cambiar de tema. De acuerdo con mi experiencia, y tratándose de Selina, la única forma de hacerle cambiar de tema es bajar con ella al Butcher’s Arms. Porque, ¿cómo se puede cambiar de tema cuando no hay más que un tema? Ah, bueno. La violencia. Eso cambiaría el tema, de acuerdo. Durante un rato, servirá. Pero la violencia ha dejado de ser una posibilidad a tener en cuenta. Apenas la consideré durante unos instantes. Porque me he tomado muy en serio lo del curso de autodisciplina al que me he apuntado. Muy en serio. Autodisciplina. Una vida más civilizada.
De modo que bajé de la cama, le dije que cerrase el pico, y fuimos al Butcher’s Arms.
Mientras me paso la lengua por las muelas y retuerzo el cuello tratando de encontrar algún taxi, camino a lo largo de la zona dental, paso por el estuco de las calles careadas y las plazas con sarro, verjas recién pintadas, porches estampados en relieve, clínicas caras, árabes tranquilizados, sufridores dentales aturdidos y endomingados, acompañados de esposas con abrigo de pieles y laca de Harlem, con sus niños empingorotados, los unos doloridos, los otros felices, y atravieso ese barrio bajo conocido como Oxford Street, siempre atascado por los autobuses, para bajar hacia el Soho, el apelmazado territorio del sexo y la comida y el cine, seguir por sus callejas estrechas, y llegar finalmente a ese tarro de cristal para conservas que es la firma Carburton, Linex & Self.
Hoy en día, Carburton, Linex & Self es, para mí, otra sala de espera. ¡Qué lugar! Tendrían ustedes que ver la cantidad de dinero que nos pagamos los unos a los otros, lo poco que trabajamos, y lo tontos y subnormales que somos. Tendrían ustedes que ver las facturas de gastos, los billetes de avión que andan tirados por ahí, y las tías. C. L. & S. fue la revolución cuando, hace cinco años, creamos la empresa. Y sigue siéndolo. Hubo mucha gente que intentó imitarnos. Nadie lo logró. C. L. & S. es una agencia publicitaria que se encarga de producir ella misma sus spots para televisión. ¿Que parece fácil? Pruébenlo. Yo mismo fui, personalmente, la figura clave de todo el asunto, sobre todo gracias a mis polémicos spots televisivos de tabaco, bebidas alcohólicas, comida apestosa y revistas de desnudos. ¿Se acuerdan del jaleo que hubo durante el ardiente verano del 76? Mis anuncios, siempre nihilistas, obtuvieron premios y demandas judiciales. El de las revistas de desnudos no llegó a proyectarse nunca, excepto ante los tribunales. La publicidad que rodeó este escándalo nos permitió abrirnos paso, lanzamos hacia arriba, y nunca hemos vuelto la vista atrás. Nigel Trotts, el tío que lleva lo del dinero, y que está siempre instalado en la planta baja con una nena, una fotocopiadora y un bote de café instantáneo, es el único de nosotros que trabaja sin parar. Y Nigel es un tío que trabaja por placer.
—Nigel ha conseguido un contrato millonario de las Antillas Holandesas —me cuentan en mi despacho.
—Divino —contesto, pues qué voy a decir si no.
Parece que todos ganemos montones de dinero. Se diría que somos la fábrica de la moneda. Hasta las nenas viven como reinas. El coche nos sale gratis. Porque lo tenemos con la casa como garantía. Y la casa está hipotecada. Y la empresa paga la hipoteca, sin intereses. Ahora bien, lo verdaderamente interesante es lo siguiente: ¿cuánto tiempo puede durar todo esto? En mi caso, esa pregunta me provoca mucha ansiedad, muchísima ansiedad, a interés compuesto. Sin duda, todo ese jaleo es ilegal. No se puede manejar el dinero de esa forma, desde el punto de vista legal. Pero nosotros lo hacemos así. Somos codiciosos. Somos desvergonzados. Una vez vi a Terry Linex, ese gordo chiflado, sacar diez mil dólares en metálico para pagarse un fin de semana en Dieppe. La histerectomía de su mujer, y también la ortodoncia de su hija, las ha pagado como gastos de representación. Hasta consigue desgravar la cuenta que le pasa el barbero de su caniche por lavarlo y cortarle el pelo: gastos de seguridad, en los que Fifi aparece como perro guardián. Hemos calculado que Keith Carburton se gastó diecisiete mil libras esterlinas en comidas, según consta en su declaración de la renta del año 80, servicio e IVA non compris. Tendrían ustedes que ver las casas que tienen esos tíos en Londres, y los chalets del campo. Tendrían ustedes que ver sus coches, los Tomahawks, los Farrago, los Boomerang. Yo también me he pasado cinco años sisándole a la empresa y al Estado, pero ¿qué tengo? Un apartamento de alquiler, un Fiasco, más Selina, una mujer de precio prohibitivo. ¿Se puede saber en qué me he gastado el dinero? Lo he tirado. Sencillamente lo he tirado. Y, a pesar de todo, sigo teniendo montones de dinero.
—Le dije a mi esposa —me contó Terry Linex, aparcando sobre mi mesa la mitad de su tremendo peso—. «Cómprate todos los electrodomésticos que te dé la gana, pero no me vengas a mí cuando se te estropeen. ¿Entendido?». Y el viernes pasado, llego a casa, ¿y qué me encuentro? «Qué pasa, ¿es una película de terror?». Ahí está la nueva lavadora, y todo el suelo hecho un asco porque el cacharro ha soltado litros de una asquerosa pasta negra. «¡Corre a llamar por teléfono!», dice ella. E insiste, «Arréglalo tú». ¿Sabes qué hice?
—¿Qué hiciste?
—Les demandé. Telefoneé a Curtis & Curtis, encontré a Benson en su casa. Al cabo de diez minutos, entré otra vez en la cocina y ya estaba allí un paquistaní tendido de espaldas en el suelo, metiéndole la lengua a la lavadora por no sé qué tubos. Nada de factura. Nada de mierdas. ¿No te parece brillante? Ahora lo hago siempre así. El otro día. Llevo el coche a la revisión. Cuatrocientas libras. ¿Sabes qué hice?
—Les demandaste.
—Les demandé. Exacto. «¿Cómo prefiere pagar, señor?», me preguntó el tipo. «¿Metálico, cheque, tarjeta de crédito?». «Yo no pago. El que va a pagar es usted. Porque voy a demandarle, amigo». En cuanto dices eso se quedan pálidos. Todos. Terminé pagando treinta y seis libras. La semana pasada demandé al inspector de hacienda.
—Divino —dije.
—¿No es fantástico?
Le dije que lo era, y volví al lastimoso caos en que suele estar convertida mi mesa. Mi trabajo consiste, al parecer, en atar cabos, en resolver problemas. Los cajones de la mesa, una antigüedad carísima, están atascados de la cantidad de papeles atrasados que contienen: de aquí no sale ni una factura, y es por esta razón que llevo cinco años sin pagar ni un céntimo de impuestos. Mis compañeros creen que voy a dar el salto a negocios aun mejores. A veces me gustaría que me lo hubieran consultado antes de adquirir esa opinión. Pero ellos siguen poniendo los ojos en blanco, soltando silbidos de admiración, frotándose las manos para animarme. Me han entrevistado para Box Office, me han fotografiado para Turnover, han publicado un perfil mío en Market Forces. Mi corto de treinta y cinco minutos, Dean Street, obtuvo el año pasado el premio de la crítica en el Festival de Siena. Salgo en titulares, gano pasta a espuertas. Peter Sennet lo consiguió. Freddie Giles y Ronnie Templeton lo consiguieron. Jack Conn también. Y todos ellos viven ahora en California. Han desaparecido del mundo corriente. Tienen casa nueva, esposa nueva, bronceado nuevo, felpudo nuevo. Con sus Hyena V8 y sus fulgurantes Acapulco atraviesan las costas de moda, y se toman una dosis diaria de ADN y plasma que les mantiene en forma. Dos o tres veces al mes se van en su jet privado a pasar el fin de semana en una isla desierta, en un mundo paradisíaco, en un océano de felicidad. Todos creen que a mí también me ocurrirá todo esto, y pronto. Yo, por mi parte, no lo veo tan claro. Tengo más bien la inquietante sensación de que mi vida está en precario equilibrio. Es posible que nunca tenga que volver la vista atrás, pero también que me hunda para siempre. En serio, estoy aterrado, condenadamente aterrado. «¡Dadme el jodido dinero y ya está!», es lo único que se me ocurre gritar, a cada momento. Porque el que fracasa se queda en la calle… El pasado enero estuve en California, en Los Ángeles. Hice unos cuantos negocios interesantes, y todo parecía ir bien encaminado. Pero del lado del ocio las cosas no me fueron demasiado bien, y hasta me metí en algún mal asunto. Recuérdenme que se lo cuente cuando tenga tiempo. Es una anécdota interesante… Conocí a Fielding en el vuelo de regreso a Nueva York. Casualmente, los dos íbamos en primera.
—¿Dónde te apetece comer, John? ¿El Breadline, el Assisi’s, el Mahatma?
Terry Linex y los chicos quieren invitarme a comer. Acaba de llegar Keith Carburton, muy contento, felicitándome. Esta historia empieza a cansarme. Es como si fuese un nuevo método para darle la patada a la gente que estorba. Pero no me descuido. Después de una mañana en el despacho, necesito un poco de combustible, me he quedado casi seco. Me voy con ellos, claro, me voy, de la misma manera que me iré de aquí cuando llegue el momento, cuando dé el gran golpe. Espero que el gran golpe no me deje hecho papilla… Así pues, nos apeamos de los taxis, con nuestros abrigos de cachemir sobre los hombros. La nena con el traje de bollera y larga corbata color salmón (creo que, si quisiera, podría llevármela a la cama, pero es posible que el hecho de que ella misma insinúe esa posibilidad forme parte de su trabajo) nos acompaña amablemente a nuestra mesa. ¡Pero se equivoca, nos da una mesa mala! Antes de que Terry Linex demande al restaurante, Keith Carburton se lleva a la chica a un lado. Le oigo decirle que recuerde la cantidad de dinero que todos nosotros nos gastamos en este restaurante. La chica se ha quedado impresionada. Yo también. Poco después nos dan otra mesa (un anciano se retira con la servilleta colgada todavía del cuello), una mesa mucho mejor, redonda, más cerca de la puerta, con una botella gratis de champagne.
—Lo sentimos muchísimo, señor —dijo la chica, y Keith la tranquilizó.
—Esto ya me gusta más, qué cojones —dijo Terry para sí.
—Magnífico —dijo Keith—. Magnífico.
Bebemos el champagne. Pedimos otra botella. Una por una, las chicas van saliendo del tocador o de donde sea, y las van enviando a nuestra nueva mesa. Mitzi, la ayudante de Keith. Little Bella, la telefonista. Y la predadora Trudi, una vampiresa para todo y estratega de las relaciones públicas. (En lo que se refiere a la contratación de las tías, en C. L. & S. seguimos una política muy clara: sólo nos interesa su aspecto). Las chicas tendrán que pasarse el rato riendo y escuchando. Pueden hablar un poquito, pero sólo en la medida en que seamos nosotros los protagonistas de las historias que cuenten. La luz amortiguada de este junio de chiste se cuela por las ventanas. Por un momento hay demasiada iluminación sobre nosotros. Parecemos una pandilla de monstruos. Por un momento, todo el restaurante es un rebrillo de cola para peluquines y dentaduras manipuladas. Pero por fin empieza la diversión. Terry me tira migas de pan, y Nigel anda por el suelo haciendo su imitación del perro, olisqueando las medias de Trudi. Me fijo en la pareja madurita de la mesa de al lado. Se han retirado un poco, y meten la cabeza en el plato para no ver nada. Salpico a Terry con el champagne, tras haber agitado la botella, y canto a coro con Keith Carburton una estrofa de «Campeones, campeones». Me temo que esa pareja de al lado no disfrutará apenas de la comida. Imagino que en esta clase de locales, las parejas como la que forman esos dos debían de encontrar el ambiente tranquilo que necesitaban. Pero de eso hace algún tiempo. Hemos empezado a aparecer los de nuestra calaña. Y vamos a durar mucho. A ver quién nos echa. ¿Quieren intentarlo ustedes…? Llega la carta, a la que prestamos tanta atención como a las preguntas de un examen, y nos quedamos callados unos instantes, con el ceño fruncido y pronunciando bajito lo que llegamos a desentrañar en esa letra tan incomprensible.
Cuatro en punto. Bajo una luz pesada, inmóvil, rompeespaldas, Linex y yo nos tambaleamos en los urinarios de la planta baja. Oigo el lento crujido de la bragueta enorme de Terry, y luego el goteo de su meada contra el mármol. Otro día que termina, tan echado a perder como los anteriores.
—Joder —gruñe Terry.
—¿Cómo la tienes?
—Muy verde, todavía —dijo, bajando la vista. Tiene una voz de pito, incorpórea, de obeso enfermizo.
—¿Aún te dura lo que pillaste en Bali? ¿Qué era? ¿La gonorrea?
—¿Gonorrea? —dijo—. ¿Gonorrea? No, tío. Lo que pillé fue la peste.
Su sonrojado rostro adquirió una expresión grave.
—¿Te has acostado recientemente con la mujer de otro, John? ¿Te has follado a la hija de alguien?
—¿Cómo? —dije, y tuve que estirar el brazo para sostenerme en la pared.
—Quiero decir que… ¿Hay alguien por ahí que creas que tiene ganas de joderte vivo?
—Pues, sí —dije. Cambié el peso del brazo. Hay días en los que tengo la sensación de que hay mucha gente con ganas de joderme vivo.
—Pero joderte de verdad —concretó él—. ¿Algún asunto verdaderamente serio?
—No. ¿A qué te refieres?
—La otra noche estuve en el Fancy Rat —dijo Terry Linex—. Creo que bebimos bastante. Esa gente está chiflada. Hacen un concurso de scotch, a ver quien bebe más. Me encontré rodeado de una pandilla de zánganos. Uno de ellos dijo, «Eh, tú tienes un socio que se llama John Self, ¿no?». «¿Y qué pasa?», dije yo. «Que hay alguien que va a por él». Bueno, sabes muy bien que en un sitio como Fancy Rat se cuentan muchas mamonadas. Pero esos rumores suelen tener cierta base… ¿Quieres que trate de enterarme?
Miré el fiero rostro de Terry: peluca barata, media oreja arrancada de un mordisco, hocico de cerdo. Tiene los dientes tan desordenados como lo que queda de una botella cuando la rompes arrojándola contra el suelo. Terry es uno de los nuevos magnates, un gran improvisador, furioso y genial. Actualmente sueña con tener a su servicio un chófer minusválido: podría ponerse un cartel en el coche que le permitiría aparcar donde le diera la gana.
—Sí, hazlo.
—Encantado de serte útil —dijo—. Hay que ir con cuidado. ¿De acuerdo?
De modo que cuando regreso a casa a través de la arrugada tarde, abriéndome paso entre mis hermanos y hermanas, buscando y rehuyendo miradas, casi resulta encantador que todo ese asunto ya sea oficial.
***
—Jaque —dije.
Selina alzó la vista, indignada. Sus acerados ojos regresaron al tablero. Soltó un suspiro, y movió su alfil en una zona en absoluto relacionada con el problema.
—Jaque —repetí.
—¿Y qué?
—Quiere decir que tu rey puede morir. Que puedo matarlo.
—Mátalo. Tanto trabajo para nada.
—Mira, Selina. No lo entiendes. La clave del ajedrez…
—Voy a darme un baño. Odio el ajedrez. ¿Adónde vamos a ir? No me apetece nada chino ni indio. Ni griego. Vamos a Kreutzer’s.
—Como quieras.
Dispuse de nuevo todas las piezas en el tablero.
—Tienes el pelo horrible. Tendrías que dejarme que te lo cortara.
—Ya lo sé.
Esa misma tarde había ido a que me recompusieran el peinado, por veinte libras nada menos. El marica bajito estuvo revolviéndome los rizos un buen rato, torció el gesto, y me preguntó:
—¿Cuántos años tiene?
La misma pregunta que Roger Frift. Es el corazón, el corazón. La jodida maquinita que no funciona bien. Tengo el reloj estropeado.
Entré en el dormitorio y revolví el cajón de bragas, tratando de elegir un buen modelo para cuando ella saliera del baño. Hombre, éstas son nuevas… Y éstas también. Mientras palpaba experimentaba unas mallas, noté algo sólido envuelto allá dentro. ¿Qué es eso? Caramba, un paquete de billetes usados de diez. ¡Doscientas libras! Es una necedad por parte de Selina esconder las cosas en su cajón de las bragas. Porque siempre estoy revolviéndolo. Y ella lo sabe muy bien.
Salió del baño con una toalla pequeña sujeta a la cintura. Ni siquiera parpadeó al ver el dinero, que yo había esparcido negligentemente en su lado de la cama.
—¿De dónde lo has sacado?
—¡Lo gané!
—¿Cómo?
—¡En la ruleta!
—Entonces, ¿y toda esa historia de que estabas sin un céntimo?
—¡Fue con el último billete de cinco que me quedaba! ¡Lo aposté a un número cuando ya me iba!
—No pagan más de treinta por uno. ¿Qué hay de los otro cincuenta?
—¡Fue una propina!
—¿No me dijiste que en ese hotel estuviste trabajando?
—¡Sí!
—¿De qué?
—¡De croupier!
Fruncí el ceño, e hice una pausa. Era cierto que antiguamente Selina había trabajado de croupier. Y el Cymbeline suele contratar calientapollas para que animen a los clientes. Eso también es cierto. Las visten con minifaldas y blusa transparente. Las tías parecen acercársete sólo para pedir un pitillo, pero en realidad están animando el negocio y les está prohibido acostarse con los mamones que se tragan el anzuelo. Lo sé por experiencia propia. La chica se fue sola a su cama.
—Vamos a ver. ¿Cómo puedo asegurarme de que no estuviste liada allí con algún tío?
—¡Telefonea a Tony Devonshire!
—¿Y quién es Tony Devonshire?
—¡El gerente!
—Bueno…
—¡Venga! ¡Telefonéale! Por cierto, creo haberte pedido que bajaras la bolsa de basura. Hazlo ahora, si no te importa. Mañana podríamos ir a comer al centro, y luego vamos a tu banco y resolvemos de una vez el problema. Ese dinero será para el alquiler, y aún le debo sesenta libras al ginecólogo. Sería mucho más lógico que me instalara definitivamente aquí. Anda, dámelas. Sí, ésas. Vaya, se han encogido. Casi no me entran. Yaaa está. Oh, me parece que no van muy bien con este liguero, ¿no te parece?
Me senté sobre los arrugados billetes.
—Ven para acá… —le dije.
***
Tengo que hacerle una buena revisión al Fiasco. Selina Street quiere que tengamos la cuenta del banco a nombre de los dos. Alec Llewellyn me debe dinero. Barry Self me debe dinero. Tendré que regresar a los Estados Unidos, pronto, y ganar otra montaña de dinero.
Comí con Doris Arthur. Mis insinuaciones deshonestas parecían haberle gustado. De hecho, le habían gustado tantísimo que volví a las andadas. Esta vez no fue porque hubiera bebido mucho. Fue por ella. Después de comer hablamos del guión en su habitación del hotel. Esencialmente son seis las escenas que tengo pensadas y que sé cómo quiero rodar. La tarea de Doris consiste en unirlas entre sí, enlazarlas.
—¿Sabes una cosa? —me dijo, saliendo de abajo de mí y sacando mis manos de sus muslos—. Me has devuelto las ganas de combatir. Yo creí que ya habíamos ganado, pero ahora veo que todavía tenemos que recorrer un largo camino.
Gracias a Selina, la segunda de las insinuaciones no acabó tan mal como la primera. Pero, gracias a Selina, también acabó bastante mal. Selina… Oh, sí, y además me tomé unas cuantas copas con el iluminador de la película, Kevin Skuse, y con Des Blackadder, el jefe de atrezzo. Fielding dice que tendría que darles un anticipo a esos chicos, a fin de tenerlos listos para comenzar el rodaje en otoño. Pero todavía no puedo encargarles ningún trabajo. Les noto que tienen ganas de colaborar conmigo, y sé que esperarán hasta que llegue el momento, esperar otro mes.
¿Puedo esperarlo yo? ¿Dónde está el clima de este país? ¿Dónde? Tenemos un abril de verdad, con ventiscas que huelen a flores y repentinos rayos de sol y raudas nubes amoratadas. Y también tenemos un auténtico mes de mayo, con su luz helada, el cielo revuelto, cambiante. Luego llega junio, el verano, una lluvia tan fina y amarga como la huella de un patinazo en la autopista, pero sin cielo, absolutamente desprovisto de cielo. En verano, Londres se convierte en un anciano de mal aliento. Si prestas atención puedes llegar a oír los silbidos de cansancio que emiten sus pulmones. Feo Londres. Hasta su nombre suena a agotamiento.
A veces, cuando camino por sus calles, me peleo contra el tiempo. Me las veo con uno de esos dioses del tiempo. Lo aporreo. Le doy de patadas y puñetazos. Algunas personas se quedan mirando, riendo, pero no me importa. Aunque esté rechoncho, soy capaz de pegar saltos de karate, de propinar golpes de antebrazo, siempre contra el cielo. También grito, mucho. La gente cree que me he vuelto loco, pero me da lo mismo. No pienso soportarlo. Aquí tienen a un tipo que no piensa soportar que el tiempo se ponga así.
Hace algún tiempo que Selina está empeñada en convencerme de que abra una cuenta bancaria a nombre de los dos. No tiene ninguna cuenta, y quiere tenerla. No tiene dinero, y quiere un poco. Antes había tenido una cuenta: me destrozaba el corazón ver los saldos que le mandaban. Dos libras, cuarenta y tres peniques. Una libra, setenta y un peniques. Cinco libras. Pero el banco se la cerró. Nunca tenía dinero en ella. Selina sostiene que eso de la cuenta conjunta es esencial para su dignidad y su orgullo. Yo se lo he discutido, le he dicho que ni a su dignidad ni a su orgullo les pasa nada con el sistema que hemos venido utilizando hasta ahora, un sistema con primas de productividad y demás incentivos. Según yo veo las cosas, las chicas que carecen de dinero tienen dos formas de afirmarse: o bien peleando constantemente contigo, provocándote, o mostrándose infelices hasta que te rindes. (Lo que no pueden hacer es largarse: les falta la pasta). Selina no es de las que buscan pelea, porque sabe que soy de los que pegan, o de los que pegaban (ella no sabe que me he reformado, y confío en que no lo averigüe nunca). Y no tiene paciencia suficiente para hacerse la desgraciada cada vez que me ve. Este sería un plan a largo plazo. De modo que Selina ha encontrado una tercera vía… Se pasó toda una semana sin maquillarse, llevando medias arrugadas y con carreras, y poniéndose bragas espantosas, y después se metía en la cama con la cara llena de crema facial, y con los rulos en la cabeza, y vestida con un horrible camisón. No llegué a averiguar si las relaciones sexuales habían sido tachadas del menú. Ni siquiera me entraron ganas de preguntárselo.
Sin embargo, por fin decidí abrir una cuenta conjunta en el banco. Rellené los impresos, fríamente supervisado por la vigilante Selina. Ese día Selina se metió en cama con medias negras, liguero, cinturón de satén, bolero de seda, guantes de muselina, cadenita en la cintura, y collar de oro. Debo admitir que actué como un cerdo. Al cabo de una hora y media se volvió para mirarme, con una pierna todavía colgada del cabezal de la cama, y dijo:
—Hazme lo que quieras, donde quieras.
Ahora que disfrutábamos de tanta dignidad y tanto orgullo, la situación había mejorado notablemente.
Así pues, ayer noche, a las once menos veinte, me encontraba en el Blind Pig. Mañana, América. Me encontraba pensativo, expansivo, filosófico, con tendencia a interrogarme a mí mismo, por no decir que verdaderamente cocido. Selina se había ido a ver a Helle, su amiga de la boutique. Yo tenía un regalo para ella: un talonario de cheques nuevo y reluciente. Se lo tendería, y me deleitaría viéndola sonreír. También Selina tenía un regalo para mí: unos cuantos números nuevos para la cama, una selección de ropa interior de la que Helle vende en la trastienda. De modo que, como decía, yo estaba sentado en el bar, quieto, sin respirar siquiera, como si fuese el reptil doméstico del local, cuando se sentó a mi lado ni más ni menos que el mismísimo Martin Amis, el escritor. Tenía un vaso de vino y un pitillo, y un libro de bolsillo. El libro parecía de lo más serio. Como él, en cierto sentido. Bajito, compacto, con el felpudo considerablemente largo… Las dos puertas del pub estaban abiertas a la cálida noche. Es lo acostumbrado a comienzos del verano, días turbios y noches agobiantes. Es terrible. Puede ocurrir cualquier cosa.
Yo me sentía amigo de todo el mundo, como iba diciendo, de manera que bostecé, tomé un trago de mi copa, y le susurré:
—Qué, ¿ya has vendido un millón de ejemplares?
El tipo levantó la vista, con un destello de paranoia en su expresión que me pareció extraño en él, tan candoroso, tan osado. Aunque la reacción quizá sea de esperar en un pub como éste. Suele estar repleto de turcos, locos, marcianos. Cuánto extranjero. Ya sé que no saben inglés, pero ¿no podrían hablar algún dialecto terrícola? Porque hablan más bien en estéreo, ruidos de radio, interferencias. Hablar en sonar, en crujidos, en pterodáctilo, en zumbido de pez.
—¿Disculpe? —dijo él.
—Digo que si ya has vendido un millón de ejemplares.
Se relajó. Su sonrisa descentrada pretendía no entender nada.
—Menos bromas —me dijo.
—¿Cuánto vendes?
—Oh, cifras sensatas.
Eructé y me encogí de hombros.
—Joder —dije—. Perdón.
Bostecé. Miré hacia el resto del local. Él volvió a su libro.
—Eh —dije—. ¿Es cada día…? Quiero decir que, ¿escribes todos los días? ¿Tienes unas horas fijadas y todo eso?
—No.
—Ojalá pudiese dejar de eructar —dije.
—Él se puso a leer otra vez.
—Eh —le dije—. Cuando te pones digamos que te lo vas inventando, o, simplemente, cuentas lo que pasa.
—Ninguna de las dos cosas.
—¿Autobiográfico? —pregunté—. No he leído ninguno de tus libros. Apenas me queda tiempo para lecturas.
—Curioso —dijo él. Se puso a leer otra vez.
—Eh —dije—. Tu padre, ¿verdad que también es escritor? Seguro que eso te facilitó las cosas.
—Por supuesto —dijo—. Es como coger a la familia y llevarla al pub.
—¿Cómo?
—La hora del cierre —dijo el tipo del mostrador—. La hora. La hora.
—Eh, quieres tomar otro —le pregunté—. Te invito a un scotch.
—No, gracias.
—Ya. Bueno, yo estoy bastante cocido. Pronto regresará mi novia.
Ha ido a uno de sus almuerzos de trabajo. Tiene una tienda de ésas, una boutique. Busca gente que invierta en el negocio.
No contestó. Bostecé y me desperecé. Eructé. Cuando me estaba levantando, le di un golpe a la mesa con la rótula. Su vaso se tambaleó, pero lo agarró a tiempo. Casi no se derramó nada.
—Joder —dije—. Bien, Martin, nos veremos por ahí.
—Seguro.
—… ¿Qué quieres decir con eso? —No me gustó nada de nada su tono de superioridad o, pensándolo bien, tal vez lo que no me gustó fuera su bronceado, o su libro. O esa forma que tiene de mirarme en la calle.
—¿Eso? —dijo—. ¿Qué crees que significa?
—¿Me estás llamando mamón? —dije a gritos.
—¿Cómo?
—Me has llamado mamón.
—Lo siento, pero te equivocas.
—Ag, conque ahora me llamas mentiroso. ¡Me has llamado mentiroso!
—Eh, tío, tómatelo con calma, joder. No pasa nada. Eres un tipo magnífico. Fantástico. Ya nos veremos.
—Eso…
—Cuídate.
—Sí. Muy bien, Martin —dije, y, zigzagueando, me dirigí a la calle.
Once en punto. La hora de los disturbios. Los policías en mangas de camisa (hoy en día nos tomamos con mucha tranquilidad lo de la delincuencia), haraganean de seis en fondo junto a sus furgonetas blancas, sus ambulancias del dinero adornadas con esa elegante franja roja, aguardando a la vuelta de la esquina, junto a la calle mayor. En algún lugar, dispuestos a organizar el alboroto, aguardaban los chicos, los peleones. Aparentemente, el último sábado por la noche se declaró la revolución en este barrio. Yo estaba cenando solo en el Burger Bower, junto a la ventana, y no me enteré de nada. Pero, si quieren saber mi opinión, cada noche hay una revolución por estos contornos. Siempre las ha habido, y seguirá habiéndolas. A las once en punto, Londres es una tormenta, una locura, un jaleo, todos a por todas… Ya vienen otra vez. Sí, les digo yo, venga, adelante. Estoy destrozado; estáis destrozados. Al alboroto. Adelante.
Rompedlo todo.
—De acuerdo, Selina —dije, una vez terminada mi propia revolución—, escúchame bien, y a ver si te enteras. Mientras esté fuera, vas a comportarte como una señora. ¿Entendido, Selina? ¡Se acabó el cachondeo! ¿Entiendes, Selina? Ahora te tengo contratada y, óyeme bien, o haces exactamente lo que yo te diga, maldita sea, o… ¡Nadie se folla a mi tía! ¡NADIE va a joder a John Self! ¿Me oyes? ¡NADIE!
—Pero ¿qué dices? No oigo nada. ¿Quieres sacar la cabeza de la almohada?
—Pronto se arrepentirán de haber nacido los que me estafen. Sabrán que se han pasado de la…
—¿Qué? Saca de ahí la… uuf. Por fin. ¿Qué decías?
Soltando un gruñido, me di media vuelta. Secamente, Selina me dijo:
—¿Viste a Martina Twain en Nueva York?
—En cierto modo. Íbamos a vernos, pero hubo… un problema de horarios.
—Crees que Martina es lo mejor de lo mejor, ¿verdad? Crees que con sus títulos universitarios y su enorme culo…
—Bueno, sí.
—Tu gran oportunidad, ¿eh? Pues, olvídate de ella. Está casada y bien casada. ¿Sabes cuál es la única manera de retener a la mujer que te gusta? Casándote con ella.
—Ya, ya.
Me levanté de la cama y me fui a la sala para prepararme una copa. Al cabo de una o dos horas me pareció oír la voz de Selina. Nada, un murmullo, un gemido. Con mucho esfuerzo, logré levantarme del sofá y entré sigilosamente en el dormitorio. Estaba desnuda, en la cama, se había quitado toda la corsetería fina, todos los fetiches. Les aseguro que la boutique de Helle había demostrado su capacidad de hacer maravillas… Me acerqué un poco más. Selina estaba durmiendo, tranquila, sin trucos, sin sorpresa. Se le notaba un resto de carácter infantil en los párpados y en su levísima sonrisa: sí, se le notaba que aún era una niña. Está viajando a través del tiempo, pero ¿hacia dónde? En ese momento Selina se agitó, suave, perezosamente, buscando una posición más horizontal, de la misma manera que el agua busca siempre tener la superficie plana.
Selina Street no tiene dinero, nada de nada. Imagínenselo. En su vida se ha encontrado muchas veces sin dinero ni para el billete del autobús, para una taza de té. Selina ha robado. Ha empeñado su ropa. Ha jodido por dinero. No tener dinero es doloroso, como un aguijonazo. Y está bien, muy bien, darle un poco de dinero. Siempre ha dicho que los hombres usan el dinero para dominar a las mujeres. Y yo me he mostrado siempre de acuerdo con ella. Por eso nunca había querido darle dinero. Pero está bien, muy bien, haberle dado dinero. Toma. Un poco de dinero… Me arrastré hasta la ventana del dormitorio y metí la mano entre las cortinas negras. Era la primavera más fría del siglo. La nevisca de junio golpeaba los cristales. Ahí afuera debe de hacer mucho frío. Es cuando hace frío. Este es el momento en que realmente notas que tienes dinero.