Cuando mi taxi salió del FDR Drive, a la altura de las primeras Hundred, un Tomahawk con la suspensión baja, rebosante de jóvenes negros, salió como un tiburón de una calle lateral y se cruzó justo por delante mismo de nuestra proa. Nosotros nos escoramos, y nos dimos contra un repliegue o arruga afilada: acompañado de un estampido semejante al disparo de un rifle, el techo del taxi se hundió y me dio en plena cabeza. En realidad no me hacía falta nada de eso, se lo aseguro, porque de todos modos la cabeza y la cara, la espalda y el corazón, ya me dolían constantemente, y porque aún estaba borracho y enloquecido y desesperado tras el viaje en avión.
—Joder —dije.
—Eso —dijo el taxista desde el otro lado del tronchado plástico de separación—. Su puta madre.
Mi taxista era cuarentón, flaco, más bien calvo. El poco pelo que le quedaba le caía, largo y húmedo, sobre el cuello y los hombros. No otra cosa son, para el pasajero, todos los taxistas de ciudad: cuellos locos, pelambres locas. Este cuello loco estaba explosivamente picado de granos y pecas, y poseía un resto de virulencia adolescente en el vivo bermellón de las orejas. Se quedó tumbado en su rincón, con las manos inertes sobre el volante.
—Bastarían unos cien tíos, cien tíos como yo —dijo, disparando su voz hacia atrás—, para echar de esta ciudad a todos los negratas y demás gamberros.
Yo le escuchaba, desde mi asiento. Debido a esa reciente enfermedad a la que ha bautizado con el nombre de tinnitus,[2] desde hace unas semanas mis oídos oyen cosas, cosas no estrictamente auditivas. Despegues de reactores, roturas de cristales, hielo machacado. Ocurre casi siempre por la mañana, pero también a otras horas. Me ha ocurrido, por ejemplo, en el avión, o eso creo.
—¿Cómo? —grité—. ¿Cien tíos? No son muchos.
—Podríamos lograrlo. Provistos de los tiros adecuados, lo lograríamos.
—¿Tiros?
—Sí, tiros. Automáticos. Del cincuenta y seis.
Me recosté en el respaldo y me froté la cabeza. Me había pasado dos horas de Inmigración, maldita sea. Soy un antigenio para las colas. Ya saben cómo va la cosa. Jojojo, pienso cuando, a empujones y codazos, me coloco al final de la cola más corta. Pero la cola más corta es la más corta de las colas debido a un interesante motivo. Todos los que están delante de mí son venusinos, pterodáctilos, hombres y mujeres procedentes de un flujo temporal alternativo. Todos y cada uno de ellos han de ser viviseccionados e inspeccionados por el nada sonriente monstruo de ciento veinte kilos que aguarda en su cubículo iluminado.
—¿Negocios o placer? —me preguntó finalmente ese tipo.
—Espero que sólo negocios —le dije, y hablaba en serio.
Con los negocios no suelo tener problemas. Es el placer lo que me mete en todos estos carísimos líos… Después, media hora en la aduana, y otra media hasta que tomé este taxi; sí, y luego todo ese serpentear demencial, todos esos regateos del taxi por las calles. He conducido por Nueva York. Cinco manzanas bastan para dejarte reducido al llanto y la náusea, de tanta barbarie. De modo que, ¿qué pasa con la pandilla de mamones que se ganan la vida conduciendo taxis? Que lo pruebe el que se atreva.
—¿Y por qué tendrían que hacer ustedes una cosa así? —le dije.
—¿Eh?
—Lo de matar a todos los negratas y demás gamberros.
—Porque creen que todos los taxistas —dijo, y alzó una mano destrozada del volante— somos unos mierdas.
Suspiré y me incliné hacia adelante.
—¿Sabe una cosa? —le dije—. Es usted un mierda. Hasta ahora pensaba que eso no era más que una palabrota. Usted es el primer auténtico mierda con el que he tropezado.
Nos enfrentamos. Alzándose en su asiento, el taxista se volvió poco a poco hacia mí. Tenía la cara mucho más horrible, sabrosa, mucho más útil de cuanto hubiera podido imaginarme: una cara de percebe, algo femenina, con ojos brillantes y labios gazmoños, como si hubiese otra cara, la cara real, debajo de esa máscara de piel.
—Vale, tío. Bájese del taxi. ¡He dicho que se baje del jodido taxi!
—Bueno, bueno —dije, empujando la maleta a través del asiento.
—Veintidós dólares —dijo él—. Lo que marca el taxímetro.
—No pienso darle ni cinco —dije—. So mierda.
Sin variar el ángulo de su mirada, metió la mano bajo el salpicadero y tiró de una palanca especial. Las cuatro puertas quedaron cerradas con un ruido de metal engrasado.
—Óigame bien, cacho cabrón —comenzó—. Estamos en el cruce de la Noventa y nueve y la Segunda. El dinero. Deme el dinero.
Dijo que me llevaría veinte manzanas más allá y que me echaría de un puntapié, en medio de la negrada. Dijo que para cuando los negros acabaran conmigo, yo habría quedado reducido a un montón de pelo y dientes.
Llevaba algunos billetes de mi último viaje. Le di uno de veinte dólares a través del plástico roto. El taxista liberó las puertas y salí. No había nada más que decir.
***
De modo que ahora me encuentro aquí, con mi maleta, golpeado por la luz, en una isla de lluvia. A mi espalda hay una tremenda masa de agua, y el corsé industrial del FDR Drive… Ya deben de ser cerca de las ocho, pero el sollozante aliento del día esconde aún su brillo, un brillo de cloaca, muy desdichado: con lluvia y goteras. Al otro lado de la sucia calle, tres críos negros haraganean en el portal de una tienda de bebidas alcohólicas. Pero yo soy mayor, fuerte, una madre temible, y los críos parecen estar demasiado deprimidos para venir a buscarme las cosquillas. Desafiante, echó un buen trago de mi whisky libre de impuestos. Y eso que hace horas que fue medianoche, mi límite para la bebida. Dios, cómo detesto esta película. Y eso que apenas está empezando.
Busqué un taxi, pero no se presentó ninguno. Me encontraba en la Primera; no, en la Segunda, la Primera está en la parte alta de la ciudad. Todos los taxis debían de estar desviándose hacia el otro lado, para tomar la Segunda y Lexington. Llevo medio minuto en Nueva York y ya empiezo a caminar, el largo recorrido por la Noventa y nueve hacia abajo.
Hace un mes no hubiera hecho una cosa así. Entonces no lo hubiera hecho. Entonces trataba de eludir los líos. Ahora, sólo espero. Las cosas me sobrevienen. En serio. Aparecen y ocurren. Me quedo mirando, esperando… Dicen que la inflación está limpiando la ciudad. La gente de pasta se está arremangando la camisa y barriendo la inmundicia. Pero aquí siguen pasando cosas. Bajas del avión, miras a tu alrededor, aspiras profundamente…, y cuando vuelves en ti te encuentras en calzoncillos, en algún lugar al sur del Soho, o en una camilla con bandeja de plata y una chapa en el pecho y un tipo que te dice, Buenos días, caballero. Qué tal se encuentra hoy. Serán quince mil dólares… Aquí siguen ocurriendo cosas, y alguna cosa espera a que yo llegue para ocurrirme. Lo sé. Recientemente, mi vida es como un chiste de los que te hielan la sangre. Recientemente, mi vida ha comenzado a adquirir forma. Hay algo que me espera. Yo espero. Pronto, esa cosa dejará de esperar, el día menos pensado. Pueden ocurrir cosas espantosas en cualquier momento. Esto es lo más espantoso.
El miedo pisa fuerte en este planeta. El miedo manda y ordena y domina. El miedo nos tiene bien cogidos a todos los que vivimos aquí abajo. Es cierto, tío. Tía, no te engañes a ti misma… Cualquier día avanzaré un paso y me daré de bruces contra el miedo. Y pienso seguir andando. Alguien tiene que hacerlo. Seguiré andando y diré. Vale ya, joder. Esto se acabó. Llevas demasiado tiempo empujándonos a todos. Te has tropezado con un tipo que no traga. Se acabó. Aparta. Los matones, según he oído decir, son en el fondo unos cobardes. El miedo es un matón, pero algo me dice que el miedo no es ningún cagado. El miedo, me temo, es en realidad increíblemente valiente. El miedo me llevará hasta la puerta, me empujará a un callejón, entre vacías cajas de embalaje y cubos de basura, y me enseñará quién manda aquí… Quizá pierda un par de dientes, no sé, o tal vez me rompa el brazo, ¡o me dejará un ojo jodido! El miedo podría ponerse como un loco furioso, son cosas que he visto ocurrir, convertirse en destrucción pura para la que nada importa. Quizá yo necesite algún apoyo, alguna herramienta, algún ecualizador. Pensándolo bien, quizá será mejor que deje al miedo en paz. Puestos a pelear, soy valiente o implacable o indiferente o injusto. Pero el miedo me asusta de verdad. Pelea como nadie, y de todos modos estoy muy asustado.
Caminé una manzana en dirección oeste, luego torcí hacia el sur. En la Noventa y nueve paré a un taxi que estaba detenido junto al semáforo. Abrí la puerta y metí la maleta dentro. El taxista se volvió: nuestras miradas se encontraron, horrible.
—Al Ashbery —le dije, por segunda vez—. En la Cuarenta y cinco.
Me llevó al hotel. Le di al tipo los dos dólares que le debía, y dos más. El dinero cambió de manos de manera elocuente.
—Gracias, amigo —dijo él.
—De nada —dije—. Gracias a usted.
***
Estoy sentado en la cama de mi habitación del hotel. La habitación está bien, muy bien. Ni una queja, en absoluto. Vale más de lo que cuesta.
El dolor de mi cara se ha partido en dos, pero duele lo mismo que antes. Ahora me ha salido una hinchazón inequívoca en la mandíbula, en mi Upper West Side. Se trata de un jodido absceso o algo parecido, quizá algún rollo del nervio o un truco de la encía. Qué leches, supongo que tendré que ir al dentista. Que mi dentista se prepare para un buen susto. Está condenada dentadura, esta dentadura inglesa es, digo yo, tan buena como la del cadáver norteamericano medio. En fin, eso es al menos lo que me va a costar. Aquí hay que largar mucha pasta por todo, como decía antes. Tienes que decirte, antes de venir, que el cielo es el límite. La gente de la calle, toda la panda de extras y actores de reparto, cobran lo suyo para seguir ahí. Las ambulancias de esta ciudad también llevan taxímetro, relojes que marcan la cuenta: así es la ciudad en donde me he metido. Me fijo en otro dolor que acaba de abrir la tienda en las colinas de mis ojos. Hola, muy buenas.
Bebo whisky libre de impuestos en el vaso de la dentadura postiza, y mantengo el oído atento, por si oigo cosas. Lo peor son las mañanas. Esta mañana ha sido la peor de la historia. He oído fugas de ordenadores, jam sessions japonesas, dubiduás. ¿Qué se propone mi cabeza? Ojalá supiera qué planes trama para mí. Quiero telefonear a Selina ahora mismo y darle un pedazo de lo que pienso. Allí son la una de la madrugada. Pero aquí también son la una de la madrugada, al menos en mi cabeza. Y Selina, tal como tengo la cabeza, sería justo el contrincante adecuado… Ahora he de enfrentarme a una nueva noche. No quiero tener que enfrentarme a una nueva noche. Ya he tenido que hacerlo una vez, en Inglaterra y en el avión. No me hace ninguna falta otra noche. Alec Llewellyn me debe dinero. Selina Street me debe dinero. Barry Self me debe dinero. Compruebo que, afuera, la noche ha caído rápidamente. Bien, tranquilo. Las luces, ahí arriba, en el cielo nublado, no parece que estén fijas ni sean estables.
Refrescado después de un breve apagón, me puse en pie y fui al otro cuarto. El espejo me miró, sin dejarse impresionar en absoluto, mientras yo llevaba a cabo toda una serie de replanteamientos mentales bajo la luz brillante del baño desprovisto de ventanas. Me lavé los dientes, me peiné el felpudo, me recorté las uñas, me froté los ojos, hice gárgaras, me duché, me afeité y me cambié de ropa, y pese a todo seguí teniendo un aspecto fatal. Joder, qué gordo estoy últimamente. Lo juro, cuando voy a la bañera o el váter, me escandalizo de mí mismo. Me desplomo sobre la taza como un pedazo de cañería, como el serpentín de la caldera de un maltrecho vagabundo. ¿Cómo ha ocurrido? No puede ser sólo por todo el alcohol y la porquería de comida rápida que he ingerido. No, seguro que hace tiempo me marcaron para que acabara así. Papá no está gordo. Mi madre tampoco lo estaba. ¿Qué pasa aquí? ¿Se resuelve este problema con dinero? Necesito que me reparen y arreglen todo el cuerpo, que me lo cambien. Mi cuerpo necesita una inyección de capital. Con la máxima urgencia.
Selina, mi Selina, Selina Street… Hoy ha habido alguien. Alguien me ha contado hoy uno de sus horribles secretos. Todavía no quiero comentarlo. Lo contaré luego. Antes de hacerlo quiero salir, beber un poco más y cansarme muchísimo más.
***
Las puertas batientes se separaron y entré tambaleándome en los brillos y maderas del vestíbulo. Impasibles, como soldados en sus trincheras, unos cuantos hombres permanecieron en sus puestos.
Dejé de un palmetazo la llave en el mostrador, y saludé con la cabeza. Iba tan cocido que me sentía incapaz de averiguar si ellos podían ver lo cocido que iba. ¿Les daba igual? Yo iba tan cocido que me daba igual. Avancé hacia la salida con zancadas perrunas y hombros encorvados.
—¿Mr. Self?
—Yo soy —dije—. Diga.
—Verá. Han llamado esta tarde preguntando por usted, ¿Caduta Massi? ¿Es posible que sea Caduta Massi, la…?
—Esa es. ¿Ha dejado algún recado?
—No, señor. Ninguno.
—Bien. Gracias.
—Mmhm.
De modo que me encaminé hacia el sur, por Broadway. ¿A qué viene esa mierda de mmhm? Anduve a grandes zancadas por entre duendes comehombres de aliento subterráneo. Oí el mellado aullido de las sirenas, los silbatos de ciclistas y patinadores, gocarters y windsurfers. Vi el amontonamiento de coches y taxis, empujándose con sus claxons. Noté toda la reserva, la democracia, la cursiva, que flotaban en el aire. Son gente decidida a ser ella misma, pase lo que pase, aunque dé vergüenza. Expulsado de la cola de apresurados y vagos, de mirones y haraganes, un altísimo rubio despampanante se debatía al borde de la acera, denunciando el tránsito. Tenía el pelo de ese color amarillo especialmente enloquecido que recuerda a las tortillas, un felpudo de tortilla. Mientras boxeaba con su propia sombra, balbucía cosas contra no sé qué fraude, no sé qué traición o redundancia o desahucio.
—¡Ese dinero es mío y lo quiero ahora! —gritaba—. ¡Quiero mi dinero y lo quiero ahora mismo!
Esta ciudad está llena de tipos de esos, tíos y tías que gritan y rezongan y se quejan de su mala suerte, todas las horas del día y de la noche. Leí en no sé qué revista que son enfermos crónicos salidos de los manicomios municipales. Les echaron a la calle hace diez años, cuando comenzaron a flaquear las finanzas del ayuntamiento… Ahora viene un buen chiste, un chiste mundial, que suena a dinero. Un árabe se cierra la bragueta en el corral de las ovejas, deja que su mirada satisfecha recorra el desierto, y dice: «Eh, Basim, busquemos petróleo». Al cabo de diez años un blanco altísimo y rubio agita los brazos en Broadway, ante las miradas de todo el mundo.
Vi un bar topless en la Cuarenta y cuatro. ¿Han entrado ustedes alguna vez en uno de esos antros? Siempre supuse que serían algo así como un club de estudiantes pijos servido por camareras semidesnudas. Pues no lo son. No hay más que un puñado de nenas en bragas que bailan en una rampa situada detrás de la barra: tú te sientas y te tomas tus copas, y ellas, por su cuenta, menean el culo. Pedí los whiskies en serio, a tres dólares y medio la ronda, e hice enjuagues con el líquido por mi Upper West Side. También me apliqué el vaso frío a mi dolorida mejilla. Ayuda, o lo parece. Resulta un consuelo.
Había tres chicas trabajando en la rampa, separadas, con un espejo detrás de ellas. La chica que bailaba en plan topless para mi recreo, y para el de la figura mojigata y hermafrodítica que estaba sentada un par de taburetes más allá, a mi derecha, era bajita y tímida y con aspecto de cachorro. Bien, vamos a echarle una buena ojeada. Bajo los focos, parecía tener la piel muy pálida, y con aspecto enfermizo junto a los ojos, como si tuviese propensión a las erupciones, a las alergias. Unos pechos grandes y lamentables, con arrugas, y un alerón de carne fofa sobre el borde superior de las bragas, que eran de color azul marino, de gimnasio. Sí, la parte superior de sus pechos estaba suavemente almenada, y era más blanca incluso que el resto de su piel. Esas marcas a los veinte o diecinueve años: aquí hay algo que anda mal, la forma delata fatiga, muestra los errores, a una edad muy temprana. Esa pobrecita mía lo sabe. Su vulgar rostro varonil trataba de ponerse la sonrisa estandarizada del hechizado orgullo que hubiese debido sentir por su cuerpo, pero sólo mostraba turbación: por el cuerpo, no por lo otro. Si quieren que les dé mi más ponderada opinión, esa nena carecía por completo de futuro en el negocio de las go-go. De todos modos, era mi nena, al menos durante la siguiente media hora. Sus dos rivales, situadas en puntos más alejados de la rampa, eran más de mi estilo, pero cada vez que me volvía hacia ellas la cara empezaba a latirme de dolor, avisándome. Además, tenía que pensar en mi nena, no debía ofenderla. Estoy contigo, tía, no te preocupes. Tú sí que vales. De vez en cuando, ella me dirigía una sonrisa. Una sonrisa absolutamente desamparada, vacilante. Sí, una sonrisa avergonzada.
—¿Otro scotch? —dijo la matrona que estaba detrás de la barra, una vieja dama de pelo encerado y voz rasposa. El body-stocking o tutú que vestía era de un poco amistoso tono pardo mate o caramelo. Delataba hernias y fajas ortopédicas.
—Sí —le dije, y comencé a filmar otro pitillo. A no ser que les informe de lo contrario, siempre estoy fumando un pitillo.
Me cuidé un rato la mejilla con el vaso. Hablé entre dientes y me cagué en todo. Cuando volví a levantar la vista mi nena se había ido. En su lugar estaba serpenteando una mexicana de metro ochenta, boca de oreja a oreja, grandes pechos aceitosos, y en el vientre un matojo de pelo negro que se le metía como un reguero de pólvora en la afilada cartuchera blanca de sus bragas. Me acordé de Selina. Y esas bragas mostraban unos profundos conocimientos de la tecnología de la cama. Bailaba como un sueño polucionado, pecaminoso e inane. Su sonrisa, atestada de dientes, se dirigía a todas partes y a ninguna. La cara, el cuerpo, el movimiento, todo en ella era aplomo, seguridad en su actuación, en su arte, en su pornografía.
—¿Quiere invitar a Dawn a una copa?
Giré la cabeza. La vieja dama de la barra señalaba vagamente hacia el taburete que estaba a mi lado, en donde, efectivamente, se había sentado Dawn, mi nena, envuelta ahora en un batín de lana.
—Y bien, ¿qué toma Dawn? —pregunté.
—¡Champagne! —Un vaso chato que parecía contener glucosa on the rocks cayó bruscamente delante de mí—. ¡Seis dólares!
—¡Seis dólares! —Dejé otro billete de veinte en la barra húmeda.
—Disculpa —dijo Dawn, con un respingo. Tenía acento pueblerino—. Esta es la parte del trabajo que menos me gusta. No está bien.
—Tranquila.
—¿Cómo te llamas?
—John —dije.
—¿A qué te dedicas, John?
Ah, entiendo… Una conversación. Menudo negocio. A cinco palmos de mi nariz, tengo un milagro desnudo que culea como una diosa, pero pago una pasta por charlar con Dawn, envuelta en su batín.
—A la pornografía —dije—. Estoy metido hasta aquí en el porno.
—Ah, qué interesante.
—¿Otro scotch? —La vieja furcia metida en su malla terapéutica, se interpuso entre los dos con el cambio.
—Por qué no —dije.
—¿Quiere invitar a Dawn a otra copa?
—La leche. Bueno, sí. Póngasela.
—¿Eres inglés, John? —me preguntó mi nena, demostrando así una gran intuición, como si este detalle explicara un montón de cosas.
—Si quieres que te diga la verdad, Dawn, medio americano y medio dormido. Acabo de bajarme del avión, ya sabes.
—Yo también. Bueno, del autocar. Ayer mismo bajé del autocar.
—¿De dónde venías, Dawn?
—De Nueva Jersey.
—¿En serio? ¿De qué parte de Nueva Jersey? Yo me crié…
—¿Otro scotch?
Noté que mis hombros cedían. Me volví lentamente.
—¿Cuánto cuesta —dije— tenerla alejada de mí durante diez minutos? Diga una cifra, ¿cuánto?
Dije eso y mucho más. Ella se negó a ceder. Aquella vieja dama tenía una larga experiencia. Me volví del todo hacia ella, para que me viera toda la cara, y es una cara capaz de tumbarlas, ancha y gris, marcada por la arqueología juvenil y las comidas baratas y el dinero del narcotraficante, una cara de serpiente gorda, en la que se notan todas las señales de los pecados que ha cometido. Durante unos segundos ella se limitó a mirarme también de frente, con toda la cara y una mirada fría en sus ojos, mucho más duros que los míos, oh sí, mucho más. Apoyando sus puños pequeños en la barra, se inclinó hacia mí y dijo:
—¡Leroy!
Al instante se calló la música. Varios perfiles pecosos se giraron hacia mí. Con las manos en jarra, más vieja en el silencio, quietos ahora sus pechos, la bailarina mulata me miró con curtido desprecio.
—He venido a ver qué encuentro. —Esta era Dawn—. Siento verdadero interés por la pornografía.
—No es verdad. No te interesa —dije yo. Y tampoco la pornografía siente el menor interés por ti—. Vale, Leroy, tranquilízate. No hay ningún problema, amigo. Ya me voy. Aquí está el dinero. Dawn, cuídate.
Me deslicé del taburete, pero mis pies no encontraron el equilibrio. El taburete giró sobre su base, como una moneda. Les dije adiós con la mano a las mujeres que se habían quedado mirándome —qué miráis— y tomé la diagonal que me llevaba hacia la salida.
***
Afuera ofrecían de todo. Chaperos, duchas con ayudante incluida, jodiendas en directo, todo un emporio erizado de electricidad estática, un negocio abierto-a-todas-horas-del-día. Pero yo no tenía intención de comprar nada, al menos esta noche. Regresé al hotel sin incidentes. No pasó nada. Nunca pasa nada, pero pasará. La puerta giratoria me empujó al interior del vestíbulo, y el empleado de la recepción se agitó en su estacada.
—Eh, oiga —dijo—. Mientras usted estaba fuera le ha llamado Mr. Lorne Guyland.
Me ofreció mojigatamente mi llave.
—¿Es posible que fuese Lorne Guyland, el famoso…?
—Yo no diría tanto —dije, o quizá sólo lo pensé. El ascensor me chupó en dirección al cielo. Aún me dolía horrores la cara. En mi habitación, cogí la botella y me hundí en la cama. Mientras esperaba que llegasen los ruidos, pensé en viajar a través del tiempo y del espacio, y en Selina… Sí, ahora ya puedo dar algunos datos sobre esta cuestión. Quizá me sienta incluso un poco mejor cuando lo haya contado, cuanto lo saque afuera.
Hoy mismo, hace unas horas —¿hoy? Dios mío, pero si parece que haya ocurrido en mi infancia—. Alee Llewellyn me llevó al aeropuerto de Heathrow al volante de mi potente Fiasco. Se quedará el coche mientras yo esté fuera. El muy embustero. Yo flotaba en alcohol y Serafim, por lo del vuelo. Volar me da miedo. Aterrizar, también. No dijimos casi nada. Alee me debe dinero… Hicimos cola para comprar un billete standby. Yo confiaba en que el vuelo estuviera completo. No lo estaba. El tikitik del ordenador cantó el número de mi asiento.
—Pero mejor será que se dé prisa —dijo la chica.
Alee corrió conmigo hasta el control de pasaportes. Me revolvió el felpudo y me empujó hacia adelante.
—Eh, John —me gritó desde el otro lado de la valla—. ¡Eh, drogota!
Tenía a su lado a un anciano diciendo adiós, pero no había nadie a quien decírselo.
—¿Qué?
—Acércate.
Me sonrió. Jadeando, me aproximé.
—¿Qué?
—Selina. Está jodiendo con otro… Y mucho, todo el día.
—Serás embustero.
Me parece que llegué a dirigirle un cansado puñetazo al rostro. Alec siempre juega a bromas como ésta.
—Me ha parecido que era mejor que lo supieras —dijo, haciéndose el ofendido. Sonrió—. Por detrás, con una pierna en alto, poniéndose ella encima. En todas las posiciones.
—¿Ah sí? ¿Con quién? Falso. ¿Por qué diablos tienes que…? ¿Quién, quién, quién?
Pero no ha querido decírmelo. Sólo que hacía mucho tiempo que las cosas estaban así, y que era con alguien a quien yo conocía perfectamente bien.
—Contigo —dije, y me di media vuelta y salí corriendo…
Ya está. No me siento mejor. No me siento nada mejor. Ahora me doy la vuelta en la cama, trato de dormir. Londres estará despertando ahora. Y Selina también. Vuelve a sonar en mi nuca ese burbujeo o silbido o siseo de siempre, modulándose poco a poco, buscando su escala.
***
Joder, hay veces en que me despierto como un gato atropellado.
¿Conocen ustedes los aspectos más estoicos de la bebida, del pasarse mucho con la bebida? Tremendo. Durísimo. Nada fácil. Joder, pero si no quería hacerme ningún daño a mí mismo. Sólo pretendía pasar un buen rato.
La enfermedad a la que doy cobijo, y que se llama tinnitus —más segura y más infalible que cualquier despertador—, me tenía en pie a las nueve en punto. El tinnitus me llamó con notable exasperación, como si llevase horas tratando de despertarme. Dejé que mi hinchada lengua se fuera a comprobar el estado de la inflamación que tengo en el Upper West Side. Más o menos igual, aunque algo más blanda. Mi garganta me informó de que, además, la resaca me estaba afectando esa zona. El primer pitillo encendería la mecha que haría estallar el polvorín, el arsenal de mi pecho. De todos modos, después de rebuscarme en los bolsillos, lo encendí.
Al cabo de cien minutos salí de ese desastre en cueros, convertido en un cocodrilo pálido y arrepentido que lamentaba de verdad el barato alcohol y toda la porquería que había ingerido la noche anterior. Rodé en la cama hasta ponerme boca arriba, y comenzaba a desanudarme y desabrocharme la camisa, cuando sonó el teléfono.
—¿John? Lorne Guyland.
—¡Lorne! —dije. La leche, menudo graznido—. ¿Qué tal estás?
—Bien —dijo—. Estoy bien, John. ¿Y tú?
—Magnífico, magnífico.
—Muy bien, John. ¿John?
—¿Lorne?
—Me preocupan ciertas cosas, John.
—Cuéntamelas, Lorne.
—No soy ningún anciano, John.
—Ya lo sé, Lorne.
—Estoy en forma. Mejor que nunca.
—Me alegro, Lorne.
—Por eso no me gusta que digas que soy un anciano, John.
—Pero, si no lo digo, Lorne.
—Vale, pero lo insinúas, implícitamente, John, y es, bueno, es lo mismo que si lo dijeras. En mi texto. Y también dices implícitamente que tengo muy poca actividad sexual y que no soy capaz de satisfacer a las mujeres. Y eso no es cierto, John.
—Estoy seguro de que no lo es, Lorne.
—Entonces, ¿por qué lo insinúas? Me parece, John, que tendríamos que vernos para hablar de todo esto. Detesto comentar cosas así por teléfono.
—Naturalmente. ¿Cuándo?
—Soy una persona muy atareada, John.
—Lo cual me merece todos los respetos, Lorne.
—No esperes que lo deje todo así, por las buenas, y sólo para reunirme contigo, John.
—Claro que no, Lorne.
—Vivo una vida completísima, John. Completa y activa. Superactiva, John. A las seis en punto ya estoy en el gimnasio. Cuando termino mi programa, hago judo con mi profesor. Por las tardes les doy a las pesas. Y cuando estoy en casa, bueno, golf, tenis, esquí náutico, buceo, squash y polo. Sabes, John, a veces salgo simplemente a la playa y me pongo a correr como un chiquillo. Las chicas, esas tías que tengo en casa, me riñen cuando regreso tarde de correr, como si fuese un mocoso. Y luego me paso la mitad de la noche jodiendo. Ayer mismo…
Y siguió así, lo juro ante Dios, durante una hora y media. Al cabo de un rato me quedé callado. Lo cual careció de efectos. De modo que me quedé escuchándole, sentado, fumando y pasándomelo realmente mal.
Cuando aquello terminó, di un trago de scotch, me sequé las lágrimas con un klínex, y llamé al número del servicio de habitaciones. Pedí café. Quiero decir que, a veces, hay que tomarse las cosas con calma.
—¿Cómo lo quiere? —preguntó una voz recelosa.
Le expliqué que con leche y azúcar.
—¿Son grandes las cafeteras?
—Para dos tazas —dijo él.
—Súbame cuatro.
—Ahora mismo.
Me tendí en la cama provisto de mi arrugada agenda, que más bien parece un abanico. Anoté a lápiz, en una hoja en blanco, todos los sitios en donde esa nómada de Selina podía encontrarse en esos momentos. Selina ronda mucho por ahí. Me pregunté, interesado, cuánto iban a costarme todas esas conferencias.
Me desnudé y llené la bañera. Luego llegó el impecable camarero con mi bandeja. Salí, firmé la cuenta y le di un dólar al chico. Era un chico con buena pinta, de paso y sonrisa agradablemente agitados. Frunció inocentemente el ceño y olisqueó el aire.
Bastaba con que me echase una mirada, a mí, al cenicero, a la botella, a las cuatro cafeteras, a mi cara y a mis partes, como una piedra debajo de la faja blanca de la toalla, bastaba con eso para comprender que me había cargado de carburante pesado.
Hay un perro atado en la columna de ventilación que se encuentra junto a mi cuarto. Un gran ladrador, que suelta resonantes ladridos. Me pasé un buen rato escuchándole mientras Lorne hablaba por teléfono. Sus ataques de furia ladradora, que se repiten cada treinta minutos, reverberan como una monstruosa señal de alarma en las paredes del hueco que recorre el edificio de arriba abajo. Ese perro necesita soltar esa furia subterránea. Tiene grandes responsabilidades: ladra como si guardase las puertas del infierno. Tiene unos pulmones insondables, siente una tremenda furia de perro del infierno. Necesita esos pulmones, aunque, ¿para qué? Para que no entre nadie. Para que no se escape nadie.
***
Mejor será que cuente la verdad sobre Selina, y que lo haga pronto. ¿Qué estoy dejando que me haga esa perra cachonda?
Al igual que muchas otras tías (según creo), y sobre todo las de tipo pequeño, flexible, nervioso, ágil, y listas como el diablo para la cama, Selina vive su vida en constante temor de asaltos y violaciones. El mundo la ha violado con frecuencia en el pasado, y está convencida de que le quedan ganas de repetir. Tendida junto a mí en la cama, o recostada a mi lado en los largos y ansiosos viajes en mi Fiasco, o sentada frente a mí en las prolongadas heces de los banquetes, Selina me ha refrescado frecuentemente contándome historias de insultos y violaciones padecidas por ella durante su infancia y su adolescencia: un sicópata de aliento almizclado que le ofrecía tofes en el parque; las investigaciones en el armario de las escobas de sudorosos párkings; las portentosas sombras que emergen en callejones nocturnos; de todo, incluidos los fotógrafos narcisistas y los atrezzistas priápicos que andaban a la caza de su cuerpo mientras ella trabajaba; y, últimamente, los ceñudos punks, los gamberros a la salida del fútbol, así como abusones de parada de autobús y demás gentuza que se ha pasado la vida pellizcándole el culo o metiéndole mano a las tetas, y, en general, lanzándose por las buenas a hacer lo que tenían ganas de hacer… Debe de ser agotador saber que la mitad de los habitantes del planeta pueden hacerte lo que les dé la gana.
Y debe de ser especialmente duro para una chica como Selina, cuyo aspecto, tras muchas horas ante el espejo, es un frágil equilibrio entre la niña remilgada y el putón verbenero. Sus gustos son, además, propios de gente con pasta, y prometen una tecnología de burdel combinada con ropa interior carísima. He ido en pos de Selina, por ejemplo, cuando va de compras, y la he visto adelantarse, con sus tejanos serrados a medio muslo y una camisa desteñida con lejía, o con una faldita con volantes que apenas roza el comienzo de sus magníficos muslos, o con una segunda piel semitransparente, se diría que un condón, o con un uniforme abreviado de colegiala… Los tíos se estremecen y miran, se estremecen y miran. Dan media vuelta y se esconden un poco. Cierran los ojos y se agarran el paquete. Y a veces, cuando me ven corriendo detrás de ella, y pasándole la mano por su delgada y musculosa cintura, me miran como diciendo: a ver si lo arreglas, tío. No permitas que ande por el mundo así. Joder, el responsable eres tú, ¿no?
Le he comentado a Selina lo de su aspecto. Le he informado de las estrechas relaciones que hay entre las violaciones y su vestuario veraniego. Ella se ríe. Se sonroja, complacida. Y yo tengo que seguir peleándome en defensa de su honor en las fiestas y los bares. Le meten mano, le dicen cosas, le sugieren procacidades, y ahí aparezco yo otra vez, alzando mis cicatrizados puños. Le digo que estas cosas le pasan porque anda por ahí como si fuera una revista de tías en pelotas. También eso le hace mucha gracia. No la entiendo. A veces creo que Selina se quedaría plantada en plena carretera, con uno de esos camiones monstruosos lanzado contra ella a toda velocidad, y que, a condición de que el conductor no le quitara ojo de las tetas, no se apartaría ni un milímetro.
Además de tener miedo de las violaciones, a Selina le asustan las ratas, las arañas, los perros, las setas, el cáncer, la mastectomía, las jarras de cerveza con el borde partido, los cuentos de fantasmas, las visiones, los portentos, las echadoras de cartas, las secciones de astrología, el mar, los incendios, las inundaciones, los tordos, la pobreza, los relámpagos, los embarazos ectópicos, la herrumbre, los hospitales, conducir coches, nadar, ir en avión y envejecer. Al igual que su gordo y paliducho amante, jamás lee libros. Tampoco tiene ya empleo, ni dinero. Tiene veintinueve o treinta y un años, o tal vez treinta y tres. Está tardando mucho en despedirse de todo eso, y lo sabe. Tiene que dar el paso, y sabe que tiene que darlo pronto.
No me creo a Alec, no por fuerza, pero seguro que no me creeré a Selina. Según mi experiencia, con las tías siempre pasa lo mismo: nunca se sabe. Nunca. Aunque les pilles con las manos en la masa —dobladas en tres en mitad de un salto mortal, por ejemplo, y rozando con los dientes la punta del capullo de tu mejor amigo—, nunca se sabe. La tía lo negará, indignada. Y hasta se creerá lo que dice. Sostendrá el capullo ahí, como un micro, y te dirá que no es cierto.
Hace más de un año que le soy fiel a Selina Street, maldita sea. Es cierto. Intento no serlo, pero nunca me sale bien. No encuentro a nadie con quien serle infiel. No quieren lo que les ofrezco. Lo que quieren es sinceridad y compromiso y simpatía y confianza y todas esas otras cosas de las que parezco estar tan desprovisto. Ya hace tiempo que han superado lo de irse a la cama con un tío por el polvo y nada más. También Selina lo ha superado, hace muchísimo tiempo. Es cierto que todo el mundo sabía que aceptaba siempre, pero ahora tiene que pensar en la seguridad de su futuro. Tiene que pensar en el dinero. Ah, Selina, anda. Di que no es cierto.
***
Me pegué una buena sudada y un buen mareo aquella mañana con lo del teléfono. Ensordecido de cafeína, me había convertido en un simple robot al rojo, en un manojo de nervios con jet-lag, desconcierto horario y resaca. El teléfono resultó ser de anticuario, con el viejo sistema de la esfera. Y tenía los dedos tan doloridos y mordisqueados que cada uno de los botones de la camisa me pareció una gota de plomo fundido… A mitad de la sesión tuve que ponerme a marcar con el meñique de la izquierda.
—Número de habitación, por favor —dijo la telefonista, cada vez, con su voz mecánica.
—Soy yo otra vez —le decía yo cada vez—. Habitación 101. Soy yo.
Probé primero el número de mi casa, y luego llamé varias veces más allí. Selina tiene llaves propias. Siempre está entrando y saliendo… Hablé con Mandy y Debby, sus fantasmales compañeras de apartamento. Llamé a la oficina donde trabajaba antes. A su escuela de danza. Incluso a su ginecólogo. Nadie sabía dónde estaba. Siguiendo una ruta paralela, peiné las ondas en busca de Alec Llewellyn. Hablé con su esposa. Hablé con tres de sus amiguitas. Hablé con su funcionario de libertad condicional. Nada. No es fácil soportar una idea así estando a casi cinco mil kilómetros de casa.
El perro ladró. Tuve la sensación de que mi cara, entre las gordas y rojas orejas, era pequeña y desorientada. Me tumbé un rato, mirando fijamente al teléfono. Este sostuvo mi mirada unos segundos, y luego sonó. De modo que, naturalmente, pensé, es ella, y me lancé a descolgarlo.
—¿Sí?
—¿John Self? Soy Caduta Massi.
—Por fin —dije—. Caduta, es un honor.
—Me alegro de hablar contigo, John. Pero, antes de que nos conozcamos personalmente, quisiera aclarar unas cuantas cosas.
—¿Como cuál, Caduta?
—Por ejemplo, ¿cuántos hijos crees tú que debería tener?
—Bueno, yo diría que uno.
—No, John.
—¿Más?
—Muchos más.
—¿Cuántos, más o menos? —dije yo.
—Creo que debería tener muchos hijos, John.
—Ah, pues muy bien. Claro. Por qué no. Digamos que dos o tres más, ¿te parece?
—Ya veremos —dijo Caduta Massi—. Me alegro de que seas tolerante en esta cuestión, John. Gracias.
—Nada, nada.
—Otra cosa. Creo que debería tener madre, una señora de pelo blanco y vestido negro. Pero eso no es tan importante.
—También de acuerdo.
—Una cosa más. ¿Te parece que debería cambiarme de nombre?
—¿Para qué, Caduta?
—Aún no lo sé. Pero un nombre que fuese algo más apropiado.
—Lo que tú digas, Caduta… Veámonos.
Después de esta conversación pedí que me subieran una bandeja con cócteles y canapés. El mismo botones negro de antes cruzó ágilmente la habitación con las bandejas de plata posadas sobre las tensas puntas de sus dedos. No tenía nada más pequeño, de modo que le di un billete de cinco dólares. Él miró las bebidas, y me miró a mí.
—Tómate uno —le dije, y cogí uno de los vasos.
Él negó con la cabeza, contuvo una sonrisa, desvió su móvil rostro.
—¿Qué pasa? —le dije fríamente, y bebí—. ¿Demasiado temprano para ti?
—¿Estuvo usted de fiesta ayer noche? —me preguntó. Era incapaz de mantener la misma expresión en su rostro durante más de dos segundos.
—¿Cómo te llamas?
—Félix.
—Pues no, Félix —dije—. Me las arreglé solo.
—¿… Va ahora a una fiesta?
—Sí, pero otra vez solo. Maldita sea. Si te contara mis problemas, no te los creerías. No vivo con el mismo reloj que tú, Félix. En el mío, hace horas que terminó el almuerzo.
Alzó su redondo mentón e hizo un severo gesto de asentimiento.
—Con mirarle una vez —dijo—, me basta para saber que beberá hasta reventar.
Ese día no intenté nada más. Me tomé las bebidas y me comí esa porquería. Me afeité. Me la casqué, estructurando la operación sobre lo acontecido la última noche que pasé con Selina. O eso al menos intenté. No recordaba gran cosa de lo que hicimos, y encima hubo todo aquel montón de tíos que entraban y salían de la habitación todo el rato… Y, así, yo y mis doloridas muelas sufrimos unas horas de televisión: confuso, murmurando como un fantasma jubilado, trasnochado de tanto hechizar a la gente, me pasé el tiempo viendo programas deportivos, seriales, anuncios, noticiarios, el otro mundo. Lo mejor fue un programa de variedades presentado por un veterano del mundo del espectáculo, un tipo que, cuando yo no era más que un crío, ya llevaba tiempo cayendo por la pendiente. Es asombroso que esa gente ande todavía por ahí, no sólo ganándose el jornal con lo mismo, sino, lo que es más asombroso, aún con vida. Ya no los fabrican así. Aunque, no, seamos exactos: sólo ahora, en 1981, los fabrican así. Antes no podían, les faltaba la tecnología necesaria. Por Jesucristo, seguro que a ese viejo mamarracho le han saturado y recosido en un laboratorio de cosmética y reparaciones generales. El fulgor de escalopa, que se le nota en el puente de la nariz, producto de la habilidad del cirujano, sólo puede parangonarse con el brillo macabro de su capullo con volantes y fruncidos. Sus lentes de contacto arden con un verde atigrado. Y el bronceado: parece que le hayan dado una mano de pintura. Está tremendo, fresco y sonrosado. El felpudo estilo latino que corona su testa debe de sudar vitaminas. Sus orejas postizas tienen un aspecto suculento, crujiente. Cuando gane todo el dinero que voy a ganar, y me largue a California para que me hagan ese trasplante de cuerpo que me tengo prometido a mí mismo, mencionaré el nombre de este viejo ojos verdes y les diré a los médicos, antes de quedarme dormido, Así. Justo así quiero quedar. Un cuerpo como ése… Pero este viejo androide presenta a una serie de tipos más viejales incluso, tan frescos y deslumbrantemente metálicos como él, toda una pandilla de coristas que se llaman cosas como Mr. Music and Entertainment en Persona. Alto ahí. Estoy seguro de que uno de ellos murió hace más de veinte años. Pensándolo bien, todo este programa tiene el aire suspendido y la textura mórbida de una película reciclada, el mismo fulgor que un sarao de pompas fúnebres: tan insensible, tan en trance, tan reluciente como un cadáver. Cambié de canal y permanecí sentado, frotándome la cara dolorida. En la pantalla salió un paisaje lunar con los cráteres repletos de coches fenecidos, montañas de detritos aporreados al ritmo del tinnitus, la nueva acrópolis de los dioses americanos. Telefoneé, y no encontré respuesta en ningún sitio.
Pasó el tiempo y llegó la hora de irse. Me introduje en mi traje y me aparté el pelo de la cara. Esa tarde llamé una vez más. Fue una llamada rara, curiosa. Más tarde contaré lo que pasó. Un gilipollas. Nada importante.
¿Dónde está Selina Street? ¿Dónde? Ella sabe dónde estoy yo. Tiene mi número apuntado en la pared de la cocina. ¿Qué hace? ¿Cómo se gana la pasta? Un castigo, eso es. Estoy recibiendo un castigo.
Sólo pido una cosa. Soy comprensivo. Maduro. Y no pido nada del otro mundo. Quiero regresar a Londres, encontrarla, y estar solo con ella, con mi Selina; con ella, aunque no sea a solas, maldita sea, basta con que sea cerca de ella, lo suficientemente cerca como para oler su piel, para ver el moteado retículo limón de sus ojos, la moldeada forma de sus hábiles labios. Sólo unos pocos y preciosos segundos. El tiempo necesario para darle un puñetazo, fuerte y limpio. Es todo lo que pido.
***
De manera que ahora tengo que irme a la parte alta de la ciudad para encontrarme con Fielding Goodney en el Hotel Carraway: Fielding, mi financiero, mi contacto, mi amigo. Por él estoy aquí. Por mí está él aquí. Vamos a ganar juntos montañas de dinero. Ganar montañas de dinero no es tan difícil, no sé si lo saben. La gente suele sobreestimar las dificultades. Ganar montañas de dinero es fácil. Ya lo verán.
Bajé la escalera y salí a la calle. Arriba, luminosidad oceánica: las nubes habían sido trazadas, contra el achatado cielo azul, por una mano poseedora de una presteza y una seguridad impresionantes. Qué talento. Me gusta el cielo, y a menudo me pregunto dónde estaría yo sin él. Lo sé: estaría en Inglaterra, el país en donde estamos desprovistos de cielo. Gracias a cierta chiripa fisiológica —gracias a que los venenos y la química corporal llegaron a un pacto en su habitación llena de humo— me sentía en forma, me sentía bien. Manhattan vibraba en su ozono primaveral, acicalándose en preparación para los fuegos de julio y la revolución del calor de agosto. Vayamos caminando, pensé, y comencé la travesía de la ciudad.
En la masculina Madison (una calle abotonada hasta arriba, como el chaleco de un jugador de billar), torcí a la izquierda y me dirigí hacia el norte, hacia la infinita trampa de aire. Los coches y los taxis se maldecían mutuamente a gritos, buscando pelea, listos para combatir, para enfrentarse. Y aquí están las calles pobladas de sus extraterrestres. Aquí están los artistas callejeros. En la esquina de la Cincuenta y cuatro, un altísimo negro se retorcía en el interior de una cabina de cristal y acero. Quedaba claro, como mínimo, que estaba pasándoselo horriblemente mal ahí dentro. Mientras yo me acercaba, sacaba la mano y le daba golpes al ardiente metal exterior de la cabina con su pálida y carnosa palma. Gritaba, no sé qué. Apuesto a que era un asunto de dinero. Siempre hay dinero de por medio. Tal vez también mujeres, o drogas. ¿Cuánta violencia crepitaba en todo Nueva York por el conducto de los cables subterráneos o por el de los abstractos caminos aéreos del cielo? ¿Cuál sería el resultado final? Malo, seguramente. Cada una de las líneas que estaba vinculando a dos amantes debía de estar retorciéndose entre otras cien en las que sólo se hablaba de obscenidades y amenazas… He pegado a algunas mujeres. Sí, ya lo sé, no está bien. Lo gracioso es que hacerlo cuesta lo suyo, en cierto sentido. ¿Lo han hecho ustedes alguna vez? Chicas, señoras, ¿han encajado ustedes algún tortazo? No es fácil. Es todo un paso, sobre todo la primera vez. Después, sin embargo, cada vez resulta más fácil. Al cabo de cierto tiempo, pegarle a una mujer es como hacer rodar un tronco. Pero supongo que será mejor que deje de hacerlo. Supongo que será mejor que acabe un día de estos… Cuando pasé junto a la cabina, el negro colgó violentamente y salió lanzado hacia mí. Pero dejó caer la cabeza, golpeó una última vez la estructura metálica, ahora sin apenas fuerza. En lo alto, el tiempo y la temperatura lanzaron sus destellos.
Fielding Goodney ya estaba esperándome en la Sala Dimmesdale cuando entré en el Carraway, pasadas las seis. Tieso y en pie entre butacas desorientadas, se encontraba de espaldas a mí, en lo más profundo de esta gruta de cristal, con un par de fláccidos dedos alzados en un ademán de advertencia o estipulación. Vi su cara parlanchina, blanqueada hasta adquirir un brillo acerado por el cristal deslustrado del espejo. Un barman ceñudo escuchaba sus instrucciones con aire responsable.
—No me eche hielo. Sólo quiero que lave el hielo con el licor, ¿entendido? Sólo lavarlo.
Se volvió, y noté toda la oleada de su buena salud y de su bronceado: su piel californiana, con un moreno a lo mantequilla de cacahuete.
—Qué hay, Slick[3] —dijo, y me tendió la mano—. ¿Cuándo has llegado?
—No sé. Ayer.
Me miró con espíritu crítico:
—¿Has venido en clase turista?
—Standby.
—Paga más dinero, Slick. Vuela en primera, o en Concorde. En clase turista es fatal. No es un verdadero ahorro. Eh, Nat. Ponle a mi amigo un Rain King. Y, recuerda, sólo hay que lavar el hielo. Tranquilo, Slick, tienes buen aspecto. ¿Verdad que sí, Nat?
—Cierto, Mr. Goodney.
Fielding se apoyó en la rica madera de la barra, dejando que su cuerpo distribuyera satisfactoriamente el peso entre los codos y una de sus largas piernas de yanki. Me miró con sus ojos embarazosos, de un super sincero azul de flor de maíz, los que se pusieron de moda cuando aparecieron las primeras estrellas del tecnicolor americano. Llevaba su espesa melena peinada completamente hacia atrás a partir de la elevada y extraña frente. Sonreía… Como inglés que soy, diré que una de las grandes ventajas de Nueva York es que en esa ciudad te da la sensación de que eres un tipo muy bien educado y de clase alta. Quiero decir que por fuerza has de sentirte hasta inteligente y de sangre azul, todo un exquisito, cada vez que pasas por la calle Cuarenta y dos y por la Plaza de la Unión, o incluso por la Sexta Avenida, a mediodía, entre oficinistas con cara de comida rápida y mirada de pillete. Con Fielding no tengo nunca esta sensación. No, en absoluto.
—¿Qué edad tienes ahora? —le pregunté.
—En enero cumpliré los veintiséis.
—La leche.
—No te deprimas, John. Toma, tu copa.
Ceñudo y expectante, Nat deslizó el vaso hacia mí. Parecía que contuviese un líquido pesado como el mercurio.
—¿Qué le habéis metido?
—Cielos veraniegos y nada más, Slick… Todavía te dura el trastorno del vuelo, ¿verdad? —Apoyó una mano morena en mi hombro—. Vamos a sentarnos. Sigue preparando más, Nat.
Le seguí hasta una mesa, calmado por ese contacto humano. Fielding se ajustó los puños de la camisa y me dijo:
—¿Se te ha ocurrido algo sobre la esposa?
—Acabo de hablar con Caduta Massi.
—¿En serio? ¿Te ha llamado ella misma?
—Sí, esta tarde —dije, encogiéndome de hombros.
—Entonces, se muere de ganas. Fantástico. ¿Qué te ha dicho?
—Que quiere muchísimos más hijos.
—¿Cómo?
—En la película. Quiere tener un montón de hijos.
—Cuadra con lo que yo sabía —dice Fielding—. Según los rumores, se hizo ligar las trompas. Poco antes de cumplir los treinta. Era católica, muy devota, y, además, se iba a la cama con el primero que se lo proponía. Ya sabes, así no hace falta abortar.
—Oye una cosa —dije—. No sé, Fielding, pero me parece que es demasiado mayor para lo que nosotros necesitamos, ¿no crees?
—¿Has visto La extraña hermana?
—Sí. Espantosa.
—De acuerdo. La película era horrible, pero Caduta estaba preciosa.
—Ahí está el problema. Parecía una estrella de cine super mimada por Hollywood. Y eso no nos sirve de nada. No quiero una película de esas… —Lo que yo necesitaba era una de esas actrices nuevas, con aspecto de vapuleada ama de casa promedio. Los críticos se pasan la vida diciendo lo sexy y lo reales que son esas actrices. Yo no creo que sean sexy, pero sí me parecen reales. Esto era al menos lo que me decía el instinto, y no contaba más que con mi instinto—. ¿Tenemos a alguien más? ¿Y Happy Jonson?
—Imposible. Está en el Hermitage.
—¿Qué le pasa?
—Depresión, super profunda, prácticamente catatónica. Esa tía es un muermo, Slick.
—Vale. ¿Y qué pasa con Sunny Wand?
—Otro desastre. Una vaca. Por encima de los ochenta kilos.
—Joder… Bueno, Day Lightbowne.
—Olvídala. Acaba de terminar dos años de análisis. Y ha sido violada en Bridgehampton por su terapeuta de fines de semana, que al mismo tiempo era su tío.
—¿Su tío? Caray. Eso es incesto, ¿no?
—Su tío, su novio, su amante. ¿Entiendes? De hecho, no es una violación corriente. En las violaciones corrientes no entra la lujuria. Se trata de tipos que sólo quieren tener sensación de poder, de dominio, de violencia: perdedores a los que no se les levanta. En cambio, cuando el violador es al mismo tiempo el amante sí que interviene la lujuria. —Hizo una pausa y luego, como si tal cosa, volvió al grano—. En fin, que el comecocos de Day Lightbowne la dejó hecha trizas y ha tenido que cerrar la tienda. Lo mejor es que trabajemos con Caduta, Slick. Nos va bien, muy bien. Piénsalo. Piénsalo un momento. ¿Has hablado con Lorne?
—Sí.
—Lorne está pasando una época terrible.
—Joder, y que lo digas.
—Su carrera empieza a deslizarse cuesta abajo, y acaba de invertir ochenta de los grandes en arreglarse la dentadura. Está deprimido.
—¿Deprimido? ¿Y qué hace cuando está animado? Me tuvo dos horas al teléfono. Mira, Fielding, ese tipo me va a matar. Soy incapaz de manejarle.
—Mantén la calma, Slick. Lo cierto es que Lorne Guyland hará hasta lo imposible por salir en esta película. ¿Has visto La sanción Cyborg?
—No.
—¿Y Pookie emprende el camino? ¿Y Dick Dinamita?
—Desde luego que no.
—Lorne está dispuesto a hacer lo que sea. Óperas espaciales, películas de carretera, comedias clásicas, series B para televisión. Su agente le ata al caballo, y le lanza a donde sea. Este es el primer auténtico papel que le ofrecen desde hace cuatro o cinco años. Está loco por interpretarlo.
—Entonces, ¿de qué nos sirve?
—Confía en mí, Slick. Con el nombre de Guyland en los créditos, la producción adquiere cierta respetabilidad. Piensa que ninguna película de Lorne Guyland ha perdido jamás dinero. Y aumenta en un cincuenta por ciento las ventas para televisión y cable y vídeo. Y significa que salimos con beneficios hasta en Taiwan y Guadalupe. Tengo a una pandilla de viejos mamones con quinientos de los grandes escondidos en el colchón. Y no los sacarían de ahí por Christopher Meadowbrook ni por Spunk Davis ni por Butch Beausoleil. Ni siquiera han oído hablar de ellos. Pero nos los darán por Guyland. Nuestro hombre es Lorne, Slick. Tienes que aceptarlo.
—Está chiflado. ¿Cómo voy a manejarle?
—Yo te lo explico. Di que harás todo lo que él diga, y luego, llegado el momento, haces sólo lo que te dé la gana a ti. Si se te rebela, ruedas la escena y luego pierdes la película. Tú controlas el montaje final, John. Te lo juro.
Bueno, esto ya me gustaba más.
—¿Qué hay del dinero? —le dije.
—El dinero —dijo Fielding—, el dinero va bien, muy bien. Oye, Slick, ¿no haces nunca ejercicio?
—Sí. ¿Por qué?
—¿Qué clase de ejercicio?
—Bueno, ya sabes. A veces nado un poco. Juego a tenis.
—No lo dejes.
Pidió la cuenta. Me metí la mano en el bolsillo y busqué los arrugados billetes. Fielding, con su fortísima mano izquierda, retuvo mi muñeca. Cuando me puse en pie le vi sacar un billete de cincuenta dólares, uno de los muchos que llevaba sujetos con un clip.
***
El coche de Fielding esperaba afuera: un Autocrat de seis puertas, de media manzana de largo, con todo incluido, hasta con chófer guaperas y un guardaespaldas negro, armado con un rifle. Me llevó a un restaurante mañoso de los Heights. Era magnífico. Hablamos de dinero. Con el grupo de inversores que Fielding había conseguido, todo parecía arreglado. Qué coño, pensé: si las cosas fueran muy mal, ya se encargaría su papá de arreglarlas. El padre de Fielding se llama Beryl Goodney y es el dueño de la mitad de Virginia. Es probable que su mamá se llame Beryl también, y que sea la dueña de la otra mitad. Fielding no habla nunca de su propia pasta, pero todavía no he conocido a nadie que huela tanto a dinero: tiene montones, y quiere más…
—Dime, Slick, en términos generales, ¿qué sabes de dinero?
Le dije que muy poco.
—Yo te lo explico —comenzó. Y siguió lanzado, hablando con una voz en la que vibraba el apasionamiento del experto. Con toda clase de comparaciones y precedentes, me habló de la banca italiana, de las preferencias de liquidez, de las falacias fiduciarias, de la hiperinflación y del síndrome de la desconfianza, de los booms y los pánicos en la bolsa, de las macro empresas norteamericanas, de la sobriedad que posee la arquitectura financiera, del Crac del 29, de los suicidios en La Salle y Wall Street… Y me encontré preguntándome si Alec habrá visto la solitaria flor marchita que hay metida en el tarro de mermelada junto a la cama de Salina, si la habrá oído mear y tararear en el silencioso cuarto de baño, con las negras bragas como un cable que contacta sus gemelos. Algo parece ocurrir entre tus novias y tus mejores amigos. Yo siempre me encapricho, también, de las mejores amigas de mis novias. Debo admitirlo. Me apetecen Debby y Mandy, y esa tal Helle, la de la boutique a la que suele ir Selina. Es posible que te encapriches de las mejores amigas de tus novias porque tienen mucho en común. Son muy parecidas en todo, menos en una cosa. Sólo te acuestas frecuentemente con tu novia. De modo que sus mejores amigas pueden darte una cosa que no está al alcance de tu novia: un cambio de pareja. Eso es algo que ni siquiera Selina puede darme. ¿Se la está tirando Alec? A ver, ¿qué opinan ustedes? ¿Está haciéndole ella todos esos maravillosos favores? Podría ser, ¿no? Mi teoría es la siguiente. Creo que no. No creo que Selina Street joda con Alec Llewellyn. ¿Por qué? Porque Alec no tiene dinero. Yo sí. ¿Por qué creían ustedes que Selina se había ligado conmigo? ¿Por mi tripa hinchada, por mi horrible felpudo, por mi personalidad? No está metida en este rollo por cuestiones de salud, desde luego. Pues miren, estas reflexiones lograron reanimarme de verdad. Con las necesidades económicas no hay duda que valga. Cuando gane todo ese dinero que voy a ganar, mi posición se verá notablemente fortalecida. Entonces podré darle la patada a Selina y buscar a otra que sea mejor incluso.
Fielding firmó el cheque. Yo firmé unos cuantos contratos. Gracias a los cuales aumentó la cantidad de dinero que se desvía hacia mis propias cuentas.
Me dejó en Broadway. Once en punto. ¿Qué puede hacer un hombre adulto que se encuentra solo en Manhattan, una noche cualquiera, como no sea ir a buscar pelea o pornografía?
Yo me pasé cuatro beneficiosas horas en la calle Cuarenta y dos, entre una sala de videojuegos y un gogo bar que había en el sótano de al lado. En la sala de videojuegos, encorvados sobre sus mandos, reflejados sus rostros aterrorizados en las pantallas, juegan a marcianitos los fantasmas proletarios de Nueva York, los adoradores de las tinieblas. Parecen formas humanas de topos y murciélagos mutantes, imantados por los radares, los ruidos y los aplausos de estos nuevos y robustos robots que están dispuestos a jugar contigo si les das el suficiente dinero. Y por el mismo precio hasta te hablan. Misión cumplida, Fase de lanzamiento, Tormenta de fuego, Final de partida. Nave destruida, Curva temporal, ¡Desastre absoluto! Los críos y vagabundos y solitarios que se amontonan en esos antros son los mineros de una nueva era. Seguro que sus abuelos trabajaban bajo tierra. En el gogo bar permanecen perpetuamente enfrentadas las filas de hombres y mujeres, separados por muros de vasos de whisky, fosos de veneno por los que pasean locas matronas y malévolos forzudos.
A las once y media, aproximadamente, la vieja camarera me dijo:
—¿Lo ves? Está hablando contigo. Cheryl habla contigo. ¿Quieres invitarla a una copa?
Pagué los diez dólares y me abstuve de hacer comentarios. La vieja camarera embutida en su pardo condón se parecía mucho a la de la noche anterior. Podía haber sido la misma. Así es mi vida: repetición, repetición. Es cierto que las nenas de la rampa proporcionaban ciertas variaciones. Ninguna de ellas llevaba bragas. Al principio supuse que, por hacer este número, cobraban mucho más. Viendo, sin embargo, el aspecto del local, y viendo luego el estado de las nenas, acabé dando por supuesto que cobraban mucho menos.
Dos horas después me encontré dando vueltas por Times Square, buscando lío. Y lo encontré. Se me acercó una prostituta jovencísima. Tomamos un taxi y recorrimos treinta manzanas, hacia la parte baja, oeste, camino de Chelsea. En el coche sólo la miré una vez. Era morena, con los labios color sangre y una melena española tan revuelta que no brillaba. Me consolé pensando que, para completar los regalos —un frasco de Je Rêve, un cartón de Executive Lights, y un puñetazo en las tetas—, cuando regresara a Londres le llevaría a Selina unas magníficas purgaciones: Herpes I, Herpes II, Herpes, el film. Recuerdo el rudimentario vestíbulo de una floreciente pensión de baja estofa. Pagué la habitación, nada más llegar. Ella me condujo. Mencionó la cifra de cuarenta dólares, y yo la aprobé. Ella empezó a desnudarme, y yo hice lo mismo. Pero me detuve a la mitad.
—Eh, pero si estás embarazada —recuerdo que le dije, con infantil sorpresa.
—Da igual —dijo ella.
Me quedé mirando su fuerte y brillante vientre. Esperaba que fuese blando, pero era fuerte.
—No da igual —le dije.
Hice que se vistiera y se sentara en la cama. Le cogí la mano y estuve hora y media escuchándome decir estupideces. Ella se pasó el rato asintiendo con la cabeza. Ya le había dado el dinero. Incluso pareció escuchar parte de lo que le dije: en realidad me salía solo. Hacia el final pensé que, como mínimo, podía tratar de conseguir que me la cascara a mano. Seguro que se hubiera mostrado muy dispuesta. Era como yo. Sabía que no debía hacerlo, sabía que lo mejor era dejar de seguir haciéndolo. Pero no lo dejaba. En cuanto a mí, no podía echarle las culpas al dinero. ¿En qué consiste eso de ser capaz de distinguir entre el bien y el mal, y hacer el mal, o consentir el mal, aceptar el mal?
No pasó nada. Le di otros diez dólares para el taxi. Ella se fue a por más hombres y más dinero. Yo regresé a mi hotel, y me tendí completamente vestido, dispuesto a dormir mi segunda noche en esta ciudad en la que todas las cerraduras e interruptores funcionan al revés, y en donde las sirenas dicen «passa, tío» y ¡wow!, y ay, ay, ay.
***
Mi cabeza es una ciudad, y diversos dolores han tomado residencia en persas partes de mi cara. Cierto dolor de encía-y-hueso combinados ha abierto una cooperativa en mi Upper West Side. Al otro lado del parque, frente por frente, la neuralgia ha alquilado un dúplex en una zona residencial. En los barrios bajos, me late la mandíbula en viejos barracones abandonados. En cuanto a mi cerebro, las calles Cien de mi ciudad, eso es Harlem, un Harlem incendiado con hogueras veraniegas. Hierve. Y cualquier día me va a estallar.
La memoria es muy graciosa, ¿verdad? ¿No están de acuerdo? Yo tampoco. Jamás me ha divertido la memoria, y a medida que voy haciéndome mayor, menos graciosos me parecen sus chistes. Es posible que la memoria no cambie, pero conforme van pasando los días cada vez tiene menos cosas que registrar. Me parece que mi memoria está en forma. Lo único que pasa es que mi vida me parece cada vez menos memorable. ¿Te acuerdas de dónde dejaste aquellas llaves? ¿Y por qué tendría que acordarme? ¿Te acuerdas de aquel día en la bañera? ¿Te lavaste también los dedos de los pies? (Qué aburrido es echar una meada, sobre todo después de las primeras mil veces. Fíu, que rollo, ¿no?). Ya no consigo recordar ni la mitad de las cosas que hago. Pero tampoco hago gran cosa.
Al despertar ahora, al mediodía, tengo por ejemplo la intensa sensación de haber hablado por la noche con Selina. Muy suyo, eso de venir a rondarme en las horas más sombrías, cuando me siento débil, asustado. Selina sabe una cosa que a estas alturas ya debería saber todo el mundo. Sabe lo fácil que es obsesionar y asustar a la gente. Lo fácil que es conseguir que la gente se aterrorice. Hasta en mi caso, y soy de los más valientes. O de los más borrachos. Ayer noche me metí en una pelea. Digámoslo así: cuando estoy dormido soy un chico encantador. Comenzó en el bar y terminó en la calle. La pelea la empecé yo. También yo le puse el fin, por suerte, y por los pelos. Porque el otro peleaba mucho mejor de lo que indicaban las apariencias… No, Selina no me telefoneó. Eso no ha ocurrido. Lo recordaría. Estoy enfermo del corazón, y me duele todo el día, pero este dolor es nuevo, siento un nuevo pellizco en la maquinita. No sabía que Selina pudiese producirme tantos dolores. Es ese sentimiento de desamparo que suele aparecer cuando estás lejos de casa. He oído decir que la ausencia redobla el afecto. Es cierto, me parece. Desde luego, echo de menos mi promiscuidad. Trato de recordar cuáles fueron las últimas frases que le dije, o las últimas que me dijo ella a mí, la noche anterior a mi partida. No es posible que sean tan interesantes como supongo, tan memorables. Y cuando al día siguiente me desperté y comencé a prepararme para el viaje, ella ya se había largado.
Doce y quince, y llegó Félix, con un par de cócteles en la bandeja que sostenía con la palma a la altura de sus hombros. Tal como van las cosas, mi consumo de café ya es excesivo.
—Gracias, amigo —le dije, y le di un billete de diez.
Oh, sí, y ahora que me acuerdo, todavía no les he informado acerca de mi llamador misterioso. ¿O ya lo he hecho? ¿Lo he hecho? Ah, es cierto, ya se lo había contado todo. Exacto. Algún gilipollas. Nada importante… Eh, alto, miento. No les he contado nada de eso. Lo recordaría.
Ayer tarde. Estaba haciendo lo mismo que hago ahora. Es una de mis actividades favoritas: hasta podríamos llamarlo un hobby. Me encontraba tendido en la cama, bebiendo combinados y viendo la televisión, todo al mismo tiempo… La televisión está convirtiéndome en un cretino, lo noto. Muy pronto seré como los artistas de la TV. Ya saben a quienes me refiero. Chicas que imitan subliminalmente a las presentadoras de los programas infantiles, pura melodía, puro júbilo, Melodía y Júbilo. Hombres cuyos modales denotan interferencias del modelo del presentador de telediarios, manchas de actor de serial, toques peliculeros. O quienes ya han alcanzado un alto grado de cretinez, esa gente que, en la calle, en el autobús, habla de la TV como si los programas fuesen reales, que telefonean a las emisoras para formular las más extrañas preguntas, para hacer peticiones más extrañas incluso… Si pierdes el felpudo, puedes obtener otro artificial. Si pierdes la risa, puedes conseguir otra artificial. Si pierdes la cabeza, puedes conseguir otra artificial.
Sonó el teléfono.
—¿Sí?
Hubo un silencio; no, no era silencio sino un leve silbido requemado, tedioso y monótono, como el sonido que habita en el interior de mi cabeza. Tal vez sea el ruido que hace el Atlántico, con toda su masa, su enorme espacio.
—¿Diga? ¿Selina? Di algo, por Dios. ¿Quién paga esta conferencia?
—El dinero —dijo una voz masculina—. Siempre es el dinero. El dinero.
—Alec. ¿Eres tú?
—No es Selina quien te habla, tío. No es Selina.
Esperé un momento.
—Oh, no soy nadie en especial. Simplemente el tipo al que le jodiste la vida por completo. Ese soy.
—¿Quién eres? No te conozco.
—Y encima el tío dice que no me conoce. ¿A cuánta gente le has jodido la vida últimamente? Quizá convendría que llevaras las cuentas.
¿De dónde venía todo esto? ¿Lo sabría tal vez la telefonista del hotel? ¿Había jodido recientemente la vida de alguien? No conseguí recordarlo…
—Venga ya —dije—. Estoy harto. Voy a colgar.
—¡ESPERA! —dijo él, y, en ese mismo instante, aliviado, pensé: bueno, este tío está loco. De modo que no se trata de ningún problema grave. La culpa no es mía. Todo va bien, muy bien.
—De acuerdo. Di lo que tengas que decir.
—Bienvenido a Nueva York —empezó—. Vuelo 666, habitación 101. Gracias por volar con TransAmerican. No arme líos con los taxistas, no se pelee con los borrachos. No pase por la calle Noventa y nueve. No visite los bares topless. ¿Quiere invitar a Dawn a una copa? Deje de frecuentar esos locales porno en donde se mete continuamente. Acabará con la cabeza hecha un asco. Siga borracho hasta el momento de encontrarse conmigo. Y devuélvame mi dinero, joder.
—… Espera. Eh. ¿Quién es?
Colgaron. Yo también colgué y volví a descolgar.
—Ha sido una llamada local, señor —me dijo la telefonista—. ¿Algún problema?
—Ninguno —dije—. Gracias. Ningún problema, ninguno.
Caray, pensé: más líos. Era una llamada local, sin duda. Una llamada super local.
***
Dos cuarenta, y me encontraba en Broadway, en dirección norte. Y bien, ¿hasta qué punto suponen que me encuentro mal?… Pues, se equivocan ustedes. Me conmueve la simpatía que muestran por mí (y quiero montones, toneladas de simpatía; quiero que la gente simpatice conmigo a pesar de lo difícil que me resulta comportarme de modo que caiga simpático). Pero, te equivocas, hermano. Hermana, has metido la pata. No me sentía muy en forma esta mañana, es cierto. Por otro lado, una visita de noventa minutos al Pepper’s Burger World resolvió esa cuestión. Me he tomado cuatro Wallies, tres Blastfurters, y un American Way, más nueve latas de cerveza. Estoy un poco cocido y algo adormilado, sí, pero aparte de eso estoy dispuesto a todo.
Me pregunté, mientras subía por Broadway, me pregunté cómo parieron esta ciudad. Seguro que fue algún tío que se puso a soñar grandezas desaforadas. Tras empezar en Wall Street para después hociquear hacia arriba camino de las ruinas del West Side, Broadway serpentea a lo largo de la isla, única curva en un mundo reticulado. Y Broadway se las arregla, no sé muy bien cómo, para ser un poquitín más repugnante que las zonas que va atravesando. Por ejemplo, el East Village: Broadway es mucho más repugnante. O miremos hacia arriba, a Columbus: también Broadway es mucho más repugnante. Broadway es la piel abandonada por una serpiente pitón después de la muda, y esa pitón es el Nueva York más escrupuloso. A veces yo también me siento así. Los bobos se balancean aquí al ritmo de Manhattan.
¿Se puede saber qué es eso de que yo tenga que jugar a tenis con Fielding Goodney? ¿Recuerda alguno de ustedes que yo me comprometiera a hacer esa necedad? Esta mañana, mientras sollozaba con mi primer pitillo, Fielding me ha telefoneado:
—Vale, Slick. Tenemos pista. Juguemos.
Naturalmente, yo me mantuve en silencio, y tomé nota despreocupadamente de las señas que me dictó. Por casualidad, llevo conmigo unas zapatillas, y una camiseta. Fielding me proporcionará los pantalones cortos. En cuanto al tenis, me dije a mí mismo: sí, a eso puedo jugar. Hace apenas cuatro o cinco veranos me hubiesen podido ver haciendo cabriolas por toda la pista. No he vuelto a jugar desde entonces, pero he visto montañas de tenis por televisión.
Con mis cosas metidas en una bolsa de plástico de las que dan en las tiendas libres de impuestos, seguí subiendo por Broadway, pasé junto a la esquina del Central Park y me metí en el West Side con sus solares vacíos y sus abiertas grutas para coches. Las calles numeradas iban quedando lentamente atrás. Yo esperaba encontrarme de un momento a otro con algún complejo deportivo o gimnasio, una de esas verdes plazas cuadradas que, en Londres, te sorprenden de vez en cuando. «Has vuelto a joderla», pensé cuando llegué al edificio que Fielding me había dicho. Era un rascacielos, y sus líneas acristaladas ascendían hacia el cielo como un trozo de película. De todos modos, entré y le pregunté al conserje.
—Decimoquinto piso —me dijo.
¿A qué jugaba Fielding? Me metí en el ascensor, que me lanzó a través de los pisos deshabitados marcados con una X. En el pasillo me crucé con un rostro conocido, el de Chip Foumaki, un morenísimo profesional que suele caer derrotado, cosa que le pone de malísimo humor, en las semifinales de todos los campeonatos. Segundos más tarde vi a Nick Karebenkian, pareja de Chip en los partidos de dobles.
La puerta emitió un zumbido y entré en el chirriante verde de una antesala ecuatorial. Tendido en la alfombra de césped artificial estaba Fielding, sirviéndose jugo de naranja natural con una alta jarra. Su piel poseía ese bronceado permanente que hacía resaltar el lechoso vello de sus miembros y las blancas arrugas de sus inmaculados pantalones cortos y la camisa, y el brillo de su calzado deportivo de alta tecnología.
—Hola, Slick —dijo, volviéndose hacia la pared de cristal. Me reuní con él. Miramos la pista como si estuviéramos en el puente de mando de un buque. Aquello era televisión: un par de jugadores del gran slam gruñendo y esprintando. Al otro extremo del puente había una ventana: veinte o treinta personas miraban el partido. La pista debía de estar unos dos o tres pisos más abajo. ¿Cien dólares la hora? ¿Doscientos? ¿Trescientos?
—¿Quiénes son esos que están sentados ahí?
—Sólo vienen a mirar. ¿Ves ese crío de allí? Joburg, de Texas. Es el undécimo según la clasificación por ordenador. La Asociación Profesional de Tenistas está investigando su caso. Cobra fijos por jugar en los torneos de segunda. Sobornos. Es ilegal, pero prácticamente todos los que están entre los treinta primeros del ranking cobran de tres sitios diferentes. Dentro de un par de años habrá una auténtica tormenta de mierda. Lo que tendrían que hacer es legalizarlo, y pronto. Soy un capitalista, Slick. Un buen capitalista. Oferta y demanda. ¿Por qué rebelarse contra eso? Tus pantalones cortos, allí.
Señaló una puerta.
—Oh, Mr. Goodney —le oí canturrear a una dama de blanco—. Espero que termine a la hora. Sissy Skolimowsky tiene que empezar a las cuatro, y ya sabe cómo es.
También yo sabía cómo es Sissy Skolimowsky. La campeona mundial.
Así que me puse mis cosas. Una camiseta rojo-hippy de batería roquero, los espantosos pantalones cortos de Fielding (no eran de los de tenis, en absoluto, sino unos bermudas que se te pegaban a la piel, unos bermudas a cuadros de jugador de golf), unos calcetines negros, y mis agrietadas y remendadas zapatillas… Por lo general, como creo haber comentado antes, Nueva York es una fiesta para mí, de nueve a cinco. Pero en ese momento sentí una mala premonición: intensa, adolescente. Fui de puntillas al váter.
Las zapatillas me daban unos pellizcos horribles: debía de tener los pies todavía hinchados, despistados por el viaje en avión. Me bajé la cremallera y meé. El pis tenía un color horrorosamente pálido en contraste con las bolas color vitamina B que reposaban en el fondo de aquella taza en forma de jarra abierta y que pretendían desodorizar el ambiente. Me volví hacia otro lado. Había un espejo. Olvídalo, tío. De todos modos, con esta pinta no te dejarán jugar.
Pero me dejaron. La dama de blanco me lanzó una mirada sobresaltada: dirigida, sin duda, al bulto de mis partes, muy marcadas en los anchos cuadros de las bermudas. Pero, pese a todo, me dio la raqueta y me abrió la puerta. Bajé la escalera y salí a la pista. Con ganas de jugar, Fielding ya se había ido al otro lado de la red, y sostenía en una mano una raqueta de acero que me pareció desproporcionadamente enorme, y doce pelotas amarillas en la otra.
—¿Quieres pelotear un poco? —gritó, y la primera de las pelotas de tenis ya había comenzado a quemar el aire en su veloz trayectoria hacia mí.
***
Hubiese debido comprender que cuando los ingleses dicen que saben jugar a tenis no quieren decir lo mismo que los americanos cuando dicen que saben jugar a tenis. Los americanos quieren decir que saben jugar. Incluso en mis mejores tiempos, jamás fui otra cosa que un jugador de parque público. Cierto error de fabricación de mis pies me ha permitido siempre obtener, a trancas y barrancas, victorias sobre jugadores mejor dotados. Pero, esencialmente, puesto en la pista soy como un perro. Oh, Fielding sí que es un buen jugador. Y había que contar además con la diferencia a su favor en salud, fuerza muscular y coordinación de movimientos. Moreno, fibroso, con unos arreglos dentales más caros que el rescate que se pagaría por un rey, alimentado a base de filetes y leche endulzada con hierro y zinc, con apenas veinticinco años, Fielding golpeaba la pelota con fuerza, imprimiéndole además un efecto endiablado gracias a su portentosa muñeca. En cuanto a mí, me limité a correr y tirarme de un extremo a otro de la pista tratando de salvar la vida, ochenta kilos de genes proletarios, alcohol, comida rápida, con diez años más que él, chamuscado y asfixiado por combustibles de mala calidad, sin otra cosa que ofrecer que no fuese un drive y un revés de circunstancias. Miré la pared de cristal que estaba encima de Fielding. Los ejecutivos de Manhattan seguían mirando, delgados sus rostros como tarjetas de crédito.
—Vale —dijo Fielding—. ¿Quieres sacar?
—Saca tú.
Fielding se inclinó hacia adelante, preparó la pelota, y luego se enderezó para lanzar un cañonazo. Mi saque no es más que una convulsión que a veces entra, pero sólo a veces. Fielding componía en cambio una figura perfecta, medía sus movimientos, actuaba con un aire de gravedad común a todos los que tienen talento para el tenis. ¿Qué tienen de especial estos ases del tenis? ¿Por qué entienden este juego mejor que los demás? La pelota es redonda. El mundo también es redondo. Y también lo entienden mejor.
Su primer saque me pasó desapercibido. Ni me enteré. La pelota silbó cerca de mí, pero ya había desaparecido como objeto definido cuando voló por encima de la red, para después quedar botando a mi espalda. Tuve la sensación de que el paso de la pelota había dejado una amarilla cola de cometa sobre el verde artificial de la pista.
—Muy bueno —grité, y crucé hacia el otro lado de la pista con mis calcetines negros y mis bermudas a cuadros. Esta vez llegué a saber algo más del saque de Fielding: arrancó de la cinta un ruido que me hizo temblar: como el de un bofetón propinado por una mano dura contra una tripa tensa. Me adelanté un paso mientras Fielding sacaba con la punta de los dedos la segunda pelota del bolsillo de sus pantalones cortos firmados por un diseñador de alta costura. Hice girar mi raqueta sobre sí misma, y moví lateralmente mi cuerpo… Pero su segundo servicio también era una bala. La pelota, golpeada tardíamente, cuando ya había descendido bastante, salvó con gracia la red y fue a dar cerca de la línea, para luego salir disparada. Pegó un bote tan alto que sólo pude responder con un sorprendido semismash. Con tres brincos Fielding se había plantado ya junto a la red, naturalmente, y contestó con un inteligente y ágil golpe esquinado, lejos de mi alcance. Me metió otro ace y se puso treinta a cero, pero en el último punto del juego conseguí alcanzar su segundo servicio. Resistí, me salió una bolea bastante precisa que le obligó a retroceder corriendo hasta la línea de saque, pero ese fue en realidad mi último golpe. Después de eso no fui rival para Fielding. Mientras él permanecía en el centro de su lado, yo bailaba por toda la pista. Dejémoslo correr, iba diciéndole yo, pero todavía intercambiamos algunos golpes antes de que él decidiese poner la pelota fuera de mi alcance.
Cambiamos de lado. No le miré a los ojos. Confié en que no llegase a notar los jadeos con los que yo trataba de recuperar la respiración. Confié en que no llegase a oler, a ver: mi cara humeaba de apestoso sudor. Cuando me coloqué en mi sitio, alcé la vista para mirar el acuario en donde estaba encerrado nuestro público. Sonreían.
Mi primer servicio golpeó blandamente la red, a un palmo del suelo. Mi segundo servicio es un regalo, y Fielding lo asesinó tomándoselo con toda la calma del mundo, inclinándose primero hacia atrás para a continuación cargar todo su peso sobre el golpe. No pude ni siquiera rozar su resto. Lo mismo ocurrió en el siguiente punto. Con cero-treinta hice un saque tan a ciegas y a locas que Fielding se limitó a abrir el brazo y pararlo con una volea. Apartó la pelota de una patada, y se adelantó varios pasos. Varios. Yo me alejé del centro, dispuesto a probar mi segundo saque, y lo lancé como si fuese el primero. ¡Entró! Fielding se quedó menos sorprendido que yo, pero apenas si logró tocar la pelota con su raqueta. Además, estaba tan insultantemente adelantado que su resto no fue más que un botepronto bastante alto. La pelota amarilla botó en mi lado suavemente, invitándome a propinar un golpe mortal. Yo la lancé fuerte y baja, hacia el revés de Fielding, y me adelanté pesadamente hacia la red. Grave error. Fielding eligió este momento para disparar a dos manos un drive caracolero. La pelota pasó chillando justo por encima de la cinta, la rozó, varió un poco su trayectoria, recuperó toda su potencia, y me dio de lleno en la cara. Retrocedí tambaleándome y se me cayó ruidosamente la raqueta. Durante unos conmocionados segundos me quedé tumbado como un perro viejo, un perro viejo que tiene ganas de que le acaricien la barriga. ¿Qué va a pensar la gente? Me puse en pie. Me froté la nariz.
—¿Estás bien, Slick?
—Sí, tranquilo —murmuré. Me agaché a recoger la raqueta, y me enderecé. Desde detrás de la pared de cristal aquellos seres seguían observándolo todo. Caras afiladas. Ya vale de mirar.
Y así siguieron las cosas. Gané media docena de puntos: por las dobles faltas de Fielding, golpes dados con la madera, pelotas desviadas por la red, y gracias a que metí un par de pelotas dudosas. Todo el rato tenía ganas de decide: «Mira, Fielding, ya sé que esto te está costando mucho dinero. Pero ¿te importaría que lo deje? Porque, como no lo deje, me temo que me voy a MORIR en esta pista». Pero me faltaba aliento para hablar tanto rato seguido. Al cabo de cinco minutos yo jugaba con el vómito en la punta de la lengua. Fue la hora más lenta de toda mi vida, y he vivido algunas bastante lentas.
El primer set terminó seis a cero. Y lo mismo ocurrió en el segundo. El tercero estaba yendo igual cuando Fielding dijo de repente:
—¿Quieres seguir el partido, o prefieres pelotear simplemente?
—… Peloteemos.
Finalmente sonó un timbre, y apareció Sissy Skolimowsky con su entrenador. Fielding parecía conocer a aquella chica de piel muy blanca y protuberantes músculos.
—Hola —dijo ella.
—Qué hay, Siss —dijo Fielding—. ¿Te importa que nos quedemos a mirar?
Ella ya estaba en su sitio, preparada para trabajar de firme.
—Te dejo que mires —dijo—, pero no quiero que escuches. ¡Mierda!
Pero a estas alturas yo ya no me tenía en pie. Diez minutos más tarde me encontraba todavía resoplando, hundido en una butaca de ejecutivo, cuando regresó Fielding de la pista. Había subido la escalera a un trote ágil. Me estrujó el hombro.
—Lo siento…
—Tranquilo, Slick —dijo Fielding—. Sólo te hace falta gastarte unos dineros en conseguir que alguien te enseñe a mejorar el revés, y quizá también el saque. Aparte de dejar de fumar, beber menos y comer mejor. Tendrías que hacerte socio de algún gimnasio de los caros, y visitar casas de masajes. Tal vez te convendrían también unas cuantas operaciones, de esas largas, dolorosas y carísimas. Y también…
—Cállate de una vez, joder. No estoy de humor para…
—Vas de cara al funeral, Slick. Sólo querría que me durases un poquito más. Cuando termine contigo vas a ser un hombre rico. Lo único que deseo es que disfrutes de la vida.
Poco después, Fielding se fue, haciendo footing, al Carraway. Yo me quedé sentado en el vestuario, mirando los azulejos. Pensé que si lograba permanecer absolutamente quieto durante la siguiente media hora, quizá lograse evitar que me ocurriese alguna desgracia irreparable. Oí un ruido, se encendió una luz, y supe que aquel vestuario sería pronto escenario de unos efectos especiales de carácter privado… Entraron, en efecto, seis tipos enormes, procedentes, supongo, de las pistas de squash. Aquellos relucientes y vociferantes sujetos se pusieron a soltar berridos y maldiciones y pedos mientras se desnudaban para la ducha. No llegué a verles las caras. Si hubiese levantado la cabeza habría tenido que vérmelas con algún hediondo sobaco o algún peludo trasero. La vez que abrí uno de mis ojos capté una gran polla que se bamboleaba a cinco centímetros de mi nariz, a modo de represalia pornográfica. Luego hubo entre ellos una pelea a toallazos. Duró sus buenos diez minutos. La chica de blanco llegó a asomar la cabeza por la puerta y les gritó algo a través del vapor. No pude soportar aquello ni un momento más. Sollozante, recogí la ropa y la metí en la bolsa de plástico. Salí a la calle Sesenta y seis equipado con mi sudada camiseta, las bermudas hasta las rodillas, los calcetines negros y las viejas zapatillas deportivas. Pensándolo bien, seguro que no me diferenciaba en nada del resto de los peatones. Mi cuerpo ansiaba encontrar oscuridad y silencio, pero los controles del sol estaban puestos al máximo, y tuve que desgañitarme bajo aquella turbulencia amarilla para lograr que se detuviera un taxi.
***
Sólo hay un modo de aprender a pelear: peleando mucho. El motivo por el cual hay mucha gente que no sabe pelear es que pelean muy de vez en cuando, y, en estos tiempos de especialización al máximo grado, nadie puede llegar a triunfar en ningún terreno a no ser que se dedique a él en serio y todo el tiempo que le sea posible. En el caso de la violencia, hay que practicarla, hay que tener un buen repertorio. De pequeño, en Trenton (Nueva Jersey), y más adelante en las calles de Pimlico, aprendí cada golpe y cada treta, de uno en uno. Por ejemplo, ¿cuál de ustedes sabe embestir (técnica consistente en golpear la cara del rival con la propia frente, y que constituye una manera muy íntima de pelearse, aparte de tener una tremenda capacidad de desconcertar y asustar al contrario)? Yo comencé a practicar la embestida a los diez años. Poco después, una vez adquirida cierta costumbre (lo mejor es golpearles con la base del cuero cabelludo, y darles en la nariz, la boca, la mandíbula, da lo mismo), pensé: «Vale, ahora ya sé embestir». A partir de entonces, lo de las embestidas se convirtió en una opción que tenía siempre a mi alcance. Y lo mismo ocurrió sucesivamente con el rodillazo en los huevos, la patada en el mentón, el dedazo en el ojo; eran nuevas formas de expresar mi frustración, mi furia y mi miedo, y de conseguir que las discusiones terminaran con una victoria por mi parte. Pero hay que practicar mucho. Para aprender hacen falta muchos años, numerosas pruebas, numerosos errores. Nadie aprende estas cosas sólo con ver la televisión. Hay que utilizar municiones de las de verdad. Así, suponiendo que alguno de ustedes tuviera una pelea conmigo, y acabásemos llegando a las manos, y tratara de embestirme a mí, de darme un cabezazo en la cabeza, seguramente lo haría bastante mal. No me dolería apenas. No me causaría daño alguno. Sólo me pondría más furioso. Y entonces yo le daría a quien fuese un cabezazo con mi cabeza super fuerte, y eso provocaría mucho dolor, y seguramente daños bastante irreparables.
Además, lo más probable es que yo le embistiera antes de ser embestido. En las peleas de bar, en las peleas callejeras, sólo cuenta una regla: máxima violencia, y al instante. Nada de pensárselo, nada de esperar a que el otro tome la iniciativa. Hay que usar el ataque atómico desde el primer momento. Darle al contrario con lo que sea, botellas de leche, llaves inglesas, objetos contundentes de cualquier tamaño. El primer golpe tiene que producir el efecto definitivo. Si el otro logra encajarlo, de todos modos acabará sacando a relucir todas sus artimañas. Pero se habrá llevado lo suyo. De modo que, usar desde el principio la peor y mayor violencia posible. El único elemento de sorpresa es la brutalidad extrema. Péguenles con lo que sea. Jamás les den cuartel.
***
Les aseguro que en esa pista de los cojones me dejé hasta la piel, en serio. Me pasé setenta y dos horas tendido en mi cuarto del hotel. El tinnitus funcionó a pleno rendimiento y sin cesar, y encima se me complicó horriblemente el dolor de muelas: sus sirenas de dolor me despertaban a patadas, con un estruendo fortísimo, enloquecido, retorcido, como los remolinos de un río. También me había jodido la espalda, en la pista, y además me había salido un extraño bulto en la parte posterior del muslo, por culpa de la caída que sufrí cuando Fielding me pilló con un golpe a contrapié. Resbalé, y me deslicé varios metros por el césped artificial. Finalmente, parecía haberse iniciado una gastritis aguda, quizá a consecuencia de todos esos junkfurters. O quizá fuese sólo una resaca mixta, no lo sé. Durante el primer día estaba hecho un turbo, un hovercraft humano pegado a la taza cada dos por tres. Qué horas… La camarera metió la cabeza un momento, pero no llegó a limpiar la habitación. Pronto comenzó a notarse.
Félix, el botones, se portó como un buen amigo en esas circunstancias. Fue a buscarme cosas a la farmacia y a la tienda de bebidas alcohólicas. Su presencia, su despreocupada vitalidad, me salvaron la tarde. Poco a poco fue mostrándose más firme. Me echó la gran bronca cuando me encontró hipnotizado una mañana ante un concurso de televisión, El juego del dinero, y me miró como si tuviera intención de resistirse cuando yo le pidiera una botella. Le eché a cajas destempladas.
—Vete a la mierda, Félix —le grité—. Usaré el servicio de habitaciones.
Pero acabó haciendo lo que yo le pedía, algo inquieto, sin mirarme a los ojos. Me conmovió. Félix estaba ganándose algún dinero con todo eso: a esas alturas ya le había pasado veinte dólares. Pero hubiese ganado mucho más si me hubiese mantenido mejor abastecido de whisky. Me encontraba tan mal que fui incapaz de soportar el roce de su censura, y, en conjunto, traté de tomarme las cosas con calma.
Tenía fiebre. Y, encima, ardía en deseos de tener noticias de Selina. Tendido en esa zona de nadie en la que ni duermes ni estás despierto, allí donde todas las palabras y todos los pensamientos te salen del revés y, sin embargo, la cabeza trata de resolver tus problemas, vi a Selina envuelta en humos rosados. Vi su carne contorsionada y convulsionada, su cara con una sonrisa distraída, sus ojos adulados con una mirada cómplice, sus afilados hombros, su fiera melena, el cuerpo arqueado haciendo lo que ese cuerpo mejor sabe hacer: y la conmovedora prueba, tan terriblemente pornográfica, de que Selina no hace nada de eso por pasión, ni por comodidad, ni por amor, la prueba de que sólo lo hace por dinero. Desperté a media noche, balbuceando: Sí, oí mi voz que decía: Resuélvelo, resuélvelo, sin estar del todo despierto. Y sé que dije: Me gusta. La quiero… Adoro su corrupción.
El teléfono es un instrumento unidireccional, un instrumento de tortura. Llamó Caduta. Llamó Lorne Guyland. Llamó un trío de chiflados: Christopher Meadowbrook, Nub Forkner y Herrick Shnexnayder, también llamaron esos tres. Y el loco, el verdadero demente, ese caso clínico, el muy hijo de puta, llamó una, dos, hasta tres veces, qué cabrón. Lo admito, me tiene bien cogido. Me pongo al rojo cuando descuelgo y oigo el vacío al otro lado de la línea, antes de que él me dispare su arenga. Tiene una voz abyecta, amarga, paupérrima. Una voz mezquina. Notas en ella cuánto se odia a sí mismo, qué repugnante y dolorosa es su vida. Parlotea. Grita. Pero sus amenazas, detalladas y gráficas, suponen un gran alivio para mí. Sé cómo arreglármelas con las amenazas.
—¿Cómo quieres que te llame? —le pregunté una vez.
—Seré Frank[4] —dijo él, y estuvo riéndose un buen rato, sin disfrutarlo.
Estaba enterado de lo del tenis, y se carcajeó un buen rato de mi humillación. Supongo que pudo verme desde lo alto de la galería acristalada, tras haberme seguido hasta la pista.
—Calcetines negros —dijo—. Joder, tío, dabas pena.
¿Cuál era su tema central? Su tema central era que yo le había arruinado su vida. Que le había engañado y estafado un montón de veces. Por mucho que yo hiciese, jamás le compensaría mis putadas. La única compensación real sería mi propia ruina. No se lo discutí. No dije casi nada. Sólo deseaba que me llamase en un momento en que yo estuviera cocido de verdad: entonces sabría lo que pienso. A veces su voz sonaba altiva; otras, empequeñecida. Y siempre dolida. Una vez puestos, ¿quién sabe? Con unos cuantos brandies en el estómago me sentía capaz de manejarle, gracias a mi breve pero maligno repertorio de trucos callejeros. Pero con los locos no se sabe nunca. Una vez me destrozó un loco que no tenía ni media torta de las mías; pero en aquel estado era cualitativamente superior, estaba imbuido de una rectitud feroz, ilimitada. Llevan los motores super acelerados. Son capaces de levantar autobuses y cosas peores cuando la locura les pone a todo gas.
Fielding también me llamó varias veces. Se mostró amable y solícito, y reconoció haberse pasado conmigo en la pista. Pero la culpa había sido mía, y así se lo dije. No estuvo jugando conmigo, se limitó a usar sus conocimientos y su técnica de siempre. Si ni siquiera tuvo que esforzarse…
—Oye una cosa —le dije—. Dime, ¿quiénes eran todos esos tíos que miraban desde arriba?
—Pues, la verdad, Slick, no lo sé. Creo que dejan entrar a todo el mundo. Quizá sean amigos de los jugadores, no tengo ni idea. ¿Por qué lo preguntas?
—Uno de ellos me ha telefoneado —dije, sin concretar.
—¿Quién era? ¿Un cazatalentos?
—Seguro —dije, y alargué el brazo para coger mi scotch.
Fielding se ofreció a enviarme su médico personal para que me atendiera, pero me pareció que no había motivos para hacer que el pobre médico sufriera una experiencia tan brutal.
También me llamó otra persona. Me llamó alguien más, desde aquí mismo, desde Nueva York. En mitad de mi fiebre, en mitad de mis balbuceos, un día oí una voz humana.
A estas alturas ya había comprendido que el teléfono es un objeto malicioso e histérico, un muñeco de ventrílocuo, cargado de amenazas, de mimos. Haz eso, piensa lo otro, finge lo de más allá. Hasta que llegó la voz humana.
Estaba en la cama, me sentía enorme, varonil, en braslip. Menudo tío soy yo. Estaba sudando, maldiciendo, tratando de dormirme. Hasta que, de repente, el teléfono me montó su número. Una de mis quejas más graves contra Selina era que, con su desaparición, me obligaba a descolgar el teléfono cada vez que sonaba. También podía ser Fielding, supuse, anunciándome nuevas remesas de dinero dirigidas a mi cuenta.
—Hola —dijo la voz conocida—. ¿John?
—¡… Selina! Ah, fantástico, mala puta. Haz el jodido favor de decirme dónde cojones…
—Lo siento. Soy Martina. Martina Twain.
Sentí…, sentí varias cosas a la vez. Sentí el hundimiento de mi escandaloso desconcierto. Sonreí, y sentí que mi cara abandonaba su viejo molde de dolor. Sentí, durante un segundo, la hinchazón de la muela, despertada por la leve contorsión de la mejilla. Sentí que se apaciguaba la corriente estática que me zumba en la cabeza. Y sentí también que, la verdad, no estaba a la altura de las circunstancias, que ni lo estaba en ese momento ni lo estaría jamás.
Mi silencio le hizo reír. La risa me colocó en la posición del gilipollas, del despistado, pero con amabilidad, pensé. En esos momentos ya me encontraba sentado, fumando, bebiendo, tratando de recomponerme. Porque debo explicar ahora mismo que Martina Twain es una tía de categoría, una de las que cualquier presidente de multinacional elegiría como pareja, una tía con clase vista desde todos los ángulos que se quiera, incluso desde los de ustedes, desde sus criterios de valor y sus patrones de conducta, sean lo que sean y sean ustedes quienes sean, oh desconocidos terrícolas. Menuda clase tiene esa chica, y qué educación, aparte de un cuerpo de primera, porque es una de esas niñas que de jovencitas han sido altas y flacuchas, pero que, sea como fuere, acaban teniendo unas tetas considerables y un buen culo. Posee, por si todo eso fuera poco, una lengua vivaz y bien salpimentada. Es norteamericana, pero se crió en Inglaterra. Siempre he sentido por ella una cosa remota y desesperada, desde los tiempos de la escuela de cine.
—Martina, ¿qué tal estás? Ni siquiera sabía que estabas enterada de mi venida aquí.
—Me lo dijo mi marido.
—Ah —dije, entristecido.
—Él está en Londres. Acaba de llamarme ahora mismo. Bien, ¿cómo es que has venido?
—Oh, suelo pasarme por aquí a menudo, últimamente. Por fin he conseguido poner en marcha una película.
—Ya, me lo ha dicho Ossie. Esta noche vienen a cenar unos amigos. ¿Quieres pasarte tú también?
—Oh, sí. ¿Quién habrá?
—Siento decirte que la mayoría serán escritores.
—¿Escritores? —dije. Hay un escritor que vive cerca de mi casa, en Londres. Cuando me ve por la calle me mira de una forma muy rara. Me pone los pelos de punta, el muy jodido.
—Eso he dicho. Escritores. Una mujer que escribe crítica en el Tribeca Times. Y Fenton Akimbo, un novelista nigeriano. Y también estará Stanwyck Mills, el crítico.
—Esta noche no podrá ser —dije—. Tengo que ir a un rollo de fiesta, con…, Butch Beausoleil y Spunk Davis.
Pareció impresionada. O eso me dio a entender su silencio.
—Ya me temía que estuvieras ocupado.
—Oye, espera un poco. ¿Y mañana, a la hora de desayunar? Tengo muchas cosas que hacer, pero creo que para el desayuno conseguiré arreglármelas.
Acordamos vernos a la mañana siguiente en el Bartleby de Central Park oeste. A las nueve en punto. Puse en marcha de inmediato mi sistema para curarme las gripes por la vía rápida. Te metes en cama, te envuelves con muchas mantas, y te bebes una botella entera de scotch. Técnicamente suele bastar con media botella, pero quería asegurar el resultado. Suspendí todas las llamadas, puse el cartel de No molesten en la puerta, y antes de las diez ya estaba durmiendo como un angelito.
El reloj marcaba las ocho y cuarto. Salté de la cama sintiéndome peleón, verdaderamente en forma aparte de los sudores, los estremecimientos, los temblores y un pronunciado mareo, más otra cosa, difícil de describir y más difícil aún de sobrellevar, algo así como si me hubiera saltado mi parada del transbordador espacial y hubiese faltado ayer a una cita que tenía en el planeta que ya he dejado atrás. Inspeccioné desde la ventana trasera la palidez matutina… Me llegó el café cuando estaba fumando en la bañera, con una temblorosa pierna apoyada en el frío borde blanco. Me corté al afeitarme, y luego tuve un buen altercado con mi felpudo. Me gusta que quede todo hacia atrás, pero las mechas gris apizarrado se empeñaron en seguir haciendo reverencias que cubrían mi despejada frente en zigzag. Mojé el cepillo y aplasté la rebelión por la fuerza. Luego me bebí el café a grandes sorbos jadeantes. Ocho y cuarenta. La mejor ropa: americana larga y acampanada, pantalones pitillo, zapatillas negras de chulo. No tomé ninguna copa, pero al cerrar la puerta ensayé un par de veces el saludo que le dirigiría a Martina, y el modo en que, riendo, pediría champagne.
Me encaminé hacia el este primero, luego al norte. Fíu, qué día tan raro: mucha luz, pero lívida, biliosa, como si en los pulmones del nuevo amanecer quedara todavía algún nudo de porquería anti ecológica. Anda, escúpelo de una vez. Y las tiendas aún dormían… ¿Dónde está el ruido? ¿Dónde está la gente ruidosa? Apenas unos cuantos coches, con ojos de resaca de gimlet. Sintiéndome extrañísimo, abordé a un poli uniformado.
—¿Qué pasa, tío? —dije animadamente, y me parece que incluso le cogí del brazo—. ¿Dónde está la gente? ¿Es fiesta? Joder, qué oscuro está todo. ¿Hay eclipse o algo así?
—¿Qué hora tiene usted? Son las nueve.
—Yo también tengo las nueve.
—Nueve de la noche, hijo mío. Aquí siempre oscurece a esta hora en esta época. Y todo el mundo se ha ido a casa.
No pude soportarlo, ignoro por qué razón. Me puse a llorar, sin hacerlo ni siquiera a gusto, sino con esfuerzo, haciendo trabajar las bombas del pecho. Con extraordinaria tolerancia, el tipo aguantó, me puso las manos en los hombros, y me dijo:
—Tienes que soportarlo, chico. Y creo que llevas toda la razón. De verdad. Pero se arreglará. Tranquilo, hombre. Mañana será otro día.
***
Y el tipo tenía razón. A la tercera mañana, cuando desperté, vi que las sábanas estaban secas. Abrí cautelosamente los ojos y me senté. Sí, había acabado, se me había pasado, aquel tormento se había ido de paseo, a por otro. Y pensé: vete a casa, a casa.
Me bajé de la cama y llamé al servicio de habitaciones. Durante más de un minuto hice jogging en el cuarto. Así debería ser siempre el despertar. ¿Me engañaba, o había perdido algún que otro kilo? Me di champú al felpudo. Encontré un frasco de desinfectante y le pegué un buen trago. Hice reflexiones. Llamé a la compañía aérea.
A mitad de mis dos primeros litros de café encendí un pitillo. Mmm, qué bien sabía. El tabaco y la fiebre no combinan nada bien. Me reprocho a mí mismo por ser incapaz de disciplinarme un poco, pero en lo del tabaco no me gana nadie. Comprendí que durante mi enfermedad había conseguido controlar mi ritmo de esputos gracias a la pura fuerza de voluntad. Cuando empecé el segundo cartón hasta descendió un poco la curva estadística, pero me sentía de nuevo capaz de arreglarlo. Si hacía falta, ahora podía fumar a dos manos.
Me toqué los dedos gordos de los pies. Me serví más café y abrí otra cajetilla. Bostecé con satisfacción. Y bien, muchacho, me pregunté, ¿qué tal una paja ahora?
Saqué un par de revistas de desnudos que llevaba en la maleta y volví a meterme en la cama para echarles una ojeada. Veamos que hay por aquí… La idea misma constituía una grave equivocación. No era nada divertido y acabé con un terrible dolor de nuca. Además, la pornografía crea hábito, no sé si lo saben ustedes. Desde luego que sí. Por ejemplo, yo soy adicto a la pornografía, y tengo que mantener unos hábitos de tres revistas y una película a la semana, por lo menos. Mientras me frotaba pensativo la nuca delante del espejo del baño, y soportaba como podía la mirada de mi maldita cara, tuve un recuerdo de mis desastrosas noches de fiebre en este caluroso Nueva York. Alguien había recorrido hasta el final el largo pasillo que conduce a la habitación 101, una vez, dos, quizá más veces, alguien que se había puesto a sacudir mi puerta, y no porque sintiera necesidad de entrar sino de pura furia, a modo de advertencia. ¿Ocurrió de verdad, o no era más que una nueva clase de sueño? Últimamente me vienen nuevos sueños de todos los tipos imaginables, sueños de tristeza, sueños de borrachera, sueños de aburrimiento que no se acaban nunca, y sueños que sólo soy capaz de comparar con la tensión de la búsqueda que me imagino deben tener que soportar los poetas en espera de que sus versos adquieran forma. Lo digo de forma tentativa simplemente. No tengo ni idea de qué pueda ser eso de escribir poemas. Ni tampoco de qué pueda ser lo de leerlos… Por lo que se refiere a mis relaciones con la lectura (en realidad, no sé por qué les digo esto: ¿lee mucho alguno de ustedes?): soy incapaz de leer, me duele la vista. Y no puedo llevar gafas, me duele la nariz. Ni puedo ponerme lentillas, me pone nervioso. De modo que, ya lo ven, no me quedó más remedio que elegir entre el dolor o dejar de leer. Decidí dejar de leer. No leer: una gran inversión para mi dinero.
Telefoneé al Carraway y pregunté por Fielding.
—Lorne quiere que le demos garantías —me dijo.
—Pues, bueno, dale garantías tú un rato. Yo me voy a casa.
—¡Tan pronto!
—Regresaré. Tengo que resolver algunos asuntos.
—¿Qué clase de asuntos? ¿Dinero o mujeres?
—De las dos clases.
—Son el mismo problema. ¿Cuándo sale tu vuelo?
—A las diez.
—Entonces, te vas hacia el aeropuerto a las ocho cuarenta y cinco.
—No. Tengo que estar en el aeropuerto a las ocho y cuarenta y cinco. Vuelo con la Airtrack.
—¿Airtrack? ¿Qué ganas yendo con Airtrack, Slick? ¿Ensalada, marihuana, números de variedades?
—Da igual. Pero voy con la Airtrack.
—Mira… Antes de que te vayas quiero que hables con Butch Beausoleil. ¿Puedes estar en mi club a eso de las siete? Es el Berkeley. Cuarenta y cuatro oeste. Deja las maletas en la entrada y pasa al bar.
Y también Llamé a Martina, que aceptó mis disculpas. Al principio, todas las aceptan. De hecho, simpatizó con mi situación. Quedamos a las seis, para tomar una copa en el Gustave, de la Quinta Avenida. Me las arreglé muy bien con ella, le conté lo enfermo y solo y jodido que había estado.
***
La jornada comenzaba a ser atareadísima. A mediodía me encontré haciendo cola en la Sexta Avenida, haciendo cola con sementales y leñadores que también querían comprarse un billete para ocupar uno de los asientos más baratos del avión grande e inseguro en el que yo iba a volar. Todas las compañías han rebajado sus precios, y actualmente sólo los abyectos volamos en Airtrack. Es la compañía aérea del pueblo: y nosotros somos el pueblo. Una chica uniformada con el pelo teñido color tomate y una increíble boca de tragona desapareció durante varios ominosos minutos en los que estuvo comprobando los números de mi tarjeta Approach americana. Luego regresó, con la dentadura brillante de satisfacción ante el magnífico crédito de mi tarjeta.
—¿Qué película echan? —le pregunté.
Tecleó con sus uñas rojas el ordenador, fastidiada por la pregunta.
—Pookie Hits the Trail —dijo.
—¿En serio? ¿Quién sale?
La máquina también tenía la respuesta.
—Cash Jones y Lorne Guyland.
—Ande, dígamelo. ¿Cuál de los dos le gusta más?
—No lo sé —dijo—. Son un par de mamones.
Entré a echar una ojeada en un bar de aspecto crepuscular pero sin gogos, en la calle Cincuenta. Estuve leyendo mi billete durante un rato. En el taburete de al lado, un tembloroso ejecutivo se tragó a toda prisa tres combinados oscuros, soltó un espantoso suspiro y salió corriendo… Yo tomé vino blanco: quería mantenerme en forma. Era el primer alcohol que ingería en, no sé, quizá dos días. Después de toda esa lacrimógena confusión, después de haberme sentido la noche anterior, cuando salí a la calle, como un niño de meses, fui incapaz de tragar nada. Pero lo intenté. Sabía a veneno, a cicuta. De modo que me largué. Tenía un puñado de caramelos. La verdad, si no hubiese visto al pobre tipo aquel, tan trajeado, no sé qué hubiera hecho. Mientras masticaba pensativamente un caramelo, algo brincó contra mi peleona muela. El conocimiento es doloroso, y en aquellos momentos yo sabía muy bien que Selina tenía algún nuevo ligue en su agenda. Pues claro que sí. Es lista. Es práctica. Se habrá liado con algún agente inmobiliario, con algún hijo de papá, alguien de dinero. A lo mejor ni siquiera ha empezado a tirárselo, es posible que se esté limitando a dejarle boquiabierto, permitiéndole vislumbrar apenas el encaje de su ropa interior, dejándole pasar un instante al baño: sí, eso, y alguna que otra paja, seguro. Al fin y al cabo, así fue como me procesó a mí al principio, cuando todavía andaba con aquel ejecutivo de publicidad, y mantenía en la reserva a aquel veinteañero especialista en la búsqueda de localizaciones. Selina sabe muy bien qué tiene que hacer para llamarles, para desviarles cuando le conviene, para que no se le metan en el hangar hasta que ella quiera: tiene gran experiencia en eso del control aéreo. Hasta que, un día, te lo da todo… ¿Dónde puede estar metida? Aquí son las seis, empieza a oscurecer. Estará vistiéndose para la noche, y estará preocupada. Está preocupada. La noche es joven aquí, pero Selina ha dejado de ser joven, ya no lo es. ¿Saben una cosa? Tengo que casarme con ella, tengo que casarme con Selina Street. Si no lo hago yo, no lo hará nadie, y habré arruinado otra vida.
Terminé el vino y me bajé del taburete, sorprendentemente alto, por cierto. Era como si me hubiese tomado seis vasos, o jarras, de aquel amistoso vino californiano. Regresé al hotel por entre la muchedumbre (ya están aquí otra vez) de extras y aspirantes, de actores de una frase y de ninguna, de terrícolas desconocidos que pueblan las calles de Manhattan. Furiosos taxis maldecían, deprimidos. Luego me fijé en unas pancartas: BRITÁNICOS FUERA DE BELFAST y AMO EL IRA y ¿QUIÉN MATÓ A BOBBY SANDS? Bobby Sands, muerto tras su huelga de hambre. Hacer huelga de hambre debe de resultarle especialmente atractivo a esos manifestantes, que suelen tener un cuello grueso como el de un buey.
—¿Habla usted conmigo? —le grité a uno de ellos.
—Lárgate ya. Qué sabrás tú.
Y entonces recordé que el príncipe de Gales también estaba en Nueva York. Probablemente la manifestación fuese por él. De hecho, eso fue lo que pude comprobar en ese momento leyendo otra de las pancartas. Pues bien, aguanta, príncipe, pensé. No hagas caso de estos gansos. Tú eres el que tiene razón, seguro.
De nuevo en el hotel, hice un trato con el tipo que estaba detrás del mostrador. A cambio de diez pavos y una conversación de otros tantos minutos acerca de Lorne Guyland y Caduta Massi, me dejó conservar mi habitación hasta la seis de la tarde sin cobrarme ni un céntimo más. Era un fan de Caduta, de los de toda la vida, y también estaba encantado con el viejo Lorne.
—Ha aguantado en la cresta durante treinta y cinco años —me explicó—. Así es como se ha ganado mi respeto.
La poco apreciada habitación soportó calladamente el martirio mientras yo hacía el equipaje. Como recordaba mi cita con Martina, y quería seguir portándome tan bien como durante los dos últimos días, me había reservado una botella de Chablis para no quedarme sin combustible durante la tarde. Pero la habitación estaba llena de scotch y gin y brandy, y deploro el despilfarro. Toda una familia africana podría pasarse un mes borracha con todo lo que iba a dejarme allí. No probé de localizar a Selina. Quería darle una bonita sorpresa.
Aunque al principio lo hacía con orden, acabé haciendo el equipaje de forma brutal y caótica. Encontré bajo el colchón una botella de ron sin abrir; seguramente la había escondido Félix. También me puse a darle tragos. Pegué unos cuantos botes encima de la maleta después de haberme hecho mucho daño en el pulgar con la cerradura. En no sé qué momento debí desplomarme sobre la cama y estuve dormido unos cuantos minutos. Me despertó el teléfono. Tomé un trago de ron y encendí lentamente un pitillo.
—Joder, tú otra vez.
—So cabrón —dijo la voz—. Te vas a casa. A joder unas cuantas vidas más. ¿Qué ha pasado? ¿Otro día de los tuyos? Te he visto en la calle, gritando. Estás acabado, tío.
Era mi oportunidad. Me había pillado en forma. En un caso como éste hay que recurrir a todas las posibilidades del idioma. Y siempre tengo cerca esas posibilidades. Sobre todo si estoy bebido. Agarré el teléfono por la garganta, me adelanté un poco y dije:
—Vale, chupapollas, ahora te toca escuchar a ti. Necesitas que te ayuden, ¿de acuerdo? Vete al asistente social de tu barrio, busca al que se encarga del programa de desintoxicación para drogotas, o al especialista en psicóticos, o a la patrulla de barrenderos, y apúntate en lo primero que encuentres. Estás enfermo, tío. La culpa no es tuya. La culpa es de tu química corporal, que no te funciona. La culpa es del dinero. Ya verás como te dan unas cuantas pastillas gratis. Durante un ratito te sentirás mejor.
—Sigue —dijo él—. Me gusta tu estilo. Plan macho… Algún día nos veremos las caras.
—Eso espero. Y para cuando haya acabado contigo, guaperas, no quedará más que un mechón de pelo y un par de dientes.
—Nos veremos…
—Nos veremos las caras. Y cuando llegue ese día te mato, tío, te mato.
Colgué violentamente y me quedé sentado en la cama, jadeando. Sentí necesidad de escupir. Uf cómo detesto tener que hacer esta clase de amenazas telefónicas. Miré la hora… Cristo. Debía de haberme quedado dormido una hora o más, aunque quizá dormir no sea la palabra adecuada. Dormir es una exageración, porque lo que yo hago últimamente apenas se le parece. Lo mío son apagones, tío. Apuré la botella de ron, terminé de hacer el equipaje a la luz ácida del final del día, reuní mi documentación de viajero, y pulsé el timbre del botones.
***
Al final tuve tiempo de sobra para despedirme de Nueva York. Para empezar, le di a Félix un billete de cincuenta. Me pareció que el chico estaba extrañamente excitado o preocupado, y, no sé por qué, se empeñaba en conseguir que me tendiera en la cama. Pero la pasta le tranquilizó, supongo. Me encanta dar dinero. Si alguno de ustedes se encontrara ahora aquí, probablemente le daría algo de dinero, veinte, treinta, quizá más. ¿Cuánto quieren? ¿Qué van a tomar? ¿Qué me darías tú, hermano? ¿Y tú, hermana? ¿Habría alguien dispuesto a ponerme el brazo sobre los hombros y decirme que soy la clase de tipo que más le gusta? Pagaría por eso. Le daría un buen dinero a quien Riese.
Tras dejar la maleta en la recepción salí directamente camino de la House of the Big One, en donde me comí siete fastfurters. Estaban tan deliciosas que, mientras las devoraba, se me saltaron las lágrimas. Después le compré un canuto, una píldora estimulante, un poco de cocaína y otro poco de opio a un camello listo que me abordó en Times Square, y me metí en los lavabos de un bar de gogos para tomármelo todo de golpe. Dicen que esto es un grave error pues, según parece, se te pueden cruzar los cables si combinas la hierba con cosas como la heroína. Aunque, me gustaría saber cuál es el principio económico en el que se basa esa suposición. Lo que suele hacer la gente es combinar la hierba con cosas flojas, de manera que en realidad lo único que hacen es mezclar aspirinas con cagarrutas de perro. En fin, que lo que yo hice, como iba diciendo, fue tragármelo todo, y de inmediato noté un acelerón y salí del váter hecho una fiera.
Crucé la calle empujado por los coches y su orquesta de viento, y entré en el emporio del porno que hay en la esquina de Broadway y la Cuarenta y tres. ¿Cómo describir ese local? Es un lavabo de caballeros. Sus cubículos a veinticinco centavos son en realidad váteres: metes la moneda, te introduces en el pequeño recinto, te sientas y haces tus necesidades. Hay graffiti escritos con rotuladores fosforescentes de color negro en tarjetas amarillas, con fotos de las tías más extrañas. El coño de esa puta es enorme. Aquí estuvo una pandilla de cerdos jodiendo entre torrentes de semen. A Juanita de Pablo le dan por el culo. ¿Quién escribe estas cosas? Es evidente que se trata de alguien que tiene muy buenas relaciones con el otro sexo. Mientras, los encargados, todos negros, pasean con su bolsa de tintineantes monedas… Primero me metí en el reservado 4A para probar un número sadomasoca. Tenían a la chica doblada en tres y le metieron un bate de béisbol por entre las piernas. Luego le daban corrientes. Todo en plan muy realista. Ahora bien, ¿era real? Se veía una línea blanca de zigzagueante corriente estática, y la chica se retorcía y chillaba, sin duda. Me largué cuando iban a meterle una lavativa, tal como estaba anunciado en el escabroso programa sujeto con una chincheta en la puerta. Si la chica hubiese sido un poco más guapa, un poco más de mi tipo, me habría quedado un rato más. En el siguiente reservado vi una película de veinticinco centavos y ambiente selvático: el foco de interés romántico radicaba en los amores entre una chica y un asno. Ella sonreía tranquila, dispuesta a cargar con aquella bestia de carga. El asno no parecía especialmente emocionado.
—Espero que te paguen bien por eso, nena —murmuré cuando salí. No estaba mal… Finalmente, dediqué otra parte importante de mi tiempo a un número bastante ortodoxo en el que un vaquero de mandíbula cuadrada le sacaba todo el partido posible y desde todos los ángulos posibles a la tal Juanita de Pablo. Justo antes de que el buen mozo alcanzara la culminación, la pareja se separó bruscamente, con muchas prisas. Entonces ella se arrodilló delante de él. Y había una cosa que quedaba clarísima: que el vaquero debía de haber soportado una abstinencia de seis meses por lo menos, a dieta de yogur y helado y mantequilla exclusivamente, con prohibición explícita de la paja por si fuera poco. Para cuando el tío acabó, Juanita estaba cubierta de una granja entera de leche. La cámara se acercó orgullosamente a su rostro para mostrar a la pobre escupiendo, atragantándose, parpadeando… No es fácil decir, la verdad, quién es el que sale perdiendo en esta curiosa transacción: ella, él, ellos, yo.
Así pues, llego tambaleante y tembloroso hasta la recepción del club de Fielding, tras haberme parado por el camino para tomar un par de copas. Seguro que creen ustedes que a estas alturas ya soy un caso terminal, con todo el ron, la coca y todo el acompañamiento de orquesta. Pues no. No señor: este chico aguanta lo que le echen. Seguro que ahora ya se han hecho una idea de quién soy. Hay gente a la que le entra el sueño en cuanto bebe un poquito. Yo pertenezco al otro tipo. Al tipo de los que cuando beben se sienten fuertes y con ganas de hacer cosas… No hagas nada es la máxima que yo sigo cuando me emborracho. Pero siempre hago montones de cosas. Estoy borracho. «No hagas nada», una buena norma. El mundo sería mucho mejor, y mucho más seguro para mí, si nadie hiciera nunca nada. En fin, como iba diciendo, me encontraba de excelente humor cuando me metí en la puerta giratoria, y fui empujado por ella al interior de la recepción. Y allí debía encontrarme con Fielding y con Butch Beausoleil, Butch Beausoleil en persona.
Había un viejo robot de pelo cano en el mostrador, y estuvimos manoteando el aire los dos un buen rato mientras él trataba de anunciar mi llegada por la megafonía. Por cierto, le conté un chiste. ¿Cómo va el chiste ese? Ah, sí, hay un tipo que va en coche y se le avería, y entonces… No, alto ahí, empecemos de nuevo… En fin, que nos reímos lo nuestro con el chiste cuando lo terminé, o lo dejé a mitad, y él me dijo adónde debía dirigirme. A continuación me perdí. Entré en una sala donde un montón de gente vestida en plan fiesta de lujo jugaba a naipes y al backgammon. Salí presurosamente y de paso derribé la lámpara que estaba junto a la puerta. A quién se le ocurre colocar una lámpara ahí, con ese pie tan ancho y sobresaliente. Me pasé unos cuantos momentos peleándome en el interior de un armario, pero terminé encontrando la salida. Bajé otra vez las escaleras, pero tropecé y me caí de espaldas. Un buen golpe que, curiosamente, apenas me dolió, de modo que aparté a manotazos al apesadumbrado lacayo que intentó ayudarme. Luego le canté las cuarenta al subnormal de la recepción. Esta vez se aseguró de que llegaba a mi destino encargándose personalmente de acompañarme hasta la puerta de la Sala Pintón, lugar en donde, tras hacerme una profunda reverencia, me dijo:
—¿De acuerdo, señor?
—Fabuloso —dije yo—. Oiga, tome esto, hombre.
—Gracias, pero no, señor.
—Venga ya, que son cinco dólares.
—En este club no aceptamos propinas, señor.
—Por una sola vez, no creo que vayamos a perjudicar a nadie. No nos miran, aproveche… ¿No? Váyase a la mierda.
Bueno, con eso quedó zanjado el asunto. Me colé en la Sala Pintón. Me aflojé el nudo de la corbata y estiré el cuello. Qué sitio tan oscuro, y qué calor hacía allí. La larga barra se alejaba hacia el fondo, con mujeres de espalda encorvada y hombres de actitud atenta hasta el final. Me compliqué la vida con un taburete alto y acabé saliendo lanzado, con la cara por delante, contra una pilastra, pero, a tropezones, recobré el equilibrio y conseguí llegar hasta el sitio en donde se encontraba Fielding, al otro extremo de la barra. Llevaba un smoking blanco y hablaba en susurros junto al aura dorada que se expandía en torno a una chica de extraordinario glamour. Ella iba vestida con un vestido gris de seda, muy escotado, que ondeaba como la televisión. Su ferozmente azabachada melena caía en sólidas curvas sobre las válvulas vulnerables de su garganta y su deslumbrante piel. Sin dar tiempo a que Fielding me interceptara, me lancé directamente hacia la tía y le di un suave beso en el cuello.
—Hola, Butch —dije—. ¿Qué tal?
—Eh, hola, John Self. Es un honor —dijo Butch Beausoleil.
—Cómo vamos, muchacho —dijo Fielding—. Oye, Slick, estás encantador. Antes de que se me olvide, toma, un regalo.
Y me dio un sobre. Contenía un billete de avión, Nueva York-Londres, primera clase.
—Sale a las nueve —dijo Fielding—, pero te garantizo que llegarás a tiempo. Bien, John, yo diría que una copa te sentará muy bien.
Ellos tomaban champagne, y enseguida me puse a pedir a gritos otra botella. Derramé buena parte de su contenido y volví a gritar para que renovasen el suministro. Butch era un millón de carcajadas, y una chica marchosa. Tendrían que haber visto cómo me ayudó a frotarle el regazo con una servilleta, y con qué sentido del humor iba sacándose del escote los cubitos de hielo que yo le iba metiendo. Menuda electricidad desprendía aquella zorra en celo, sobre todo después de haber recargado mis baterías con la pornografía. Calor, dinero, sexo y fiebre: esto es Nueva York, esto es clase, esto es la cresta de la ola. Ahí, en la Sala Plutón, fui feliz, y luego apareció otra botella, y la nariz me cosquilleaba todo el rato, y había luego otra sala, una enorme confusión, y alguien me cogió del hombro, y me sentí todo mojado, y vi que la cara de Fielding me decía…
***
El taxi amarillo se abrió paso a empujones por entre el tránsito de las calles de Nueva York. Era la ambulancia con rejas que llevaba a este perro loco a su casa. Con una sola mano, flexionado el moreno brazo en la ventanilla, el taxista comenzó a saltarse todos los ámbar y nos llevó como una bala. No hagas nada. No hagas nada. Estuve fijándome en ese brazo moreno, con su piel salpicada de puntitos y de erizados pelos negros. Estuve fijándome en las extensas zonas desconocidas de la ciudad que iban deslizándose a mi lado. Hasta que los carteles y las luces blancas del aeropuerto comenzaron a volar junto a mi rostro.
—¿Qué compañía? —preguntó el taxista, y se lo dije.
Mentí. Hasta donde yo podía saber —a partir de los datos de mi reloj, y de los dos billetes— ambos vuelos habían despegado ya. Pero me aguardaba una buena dosis de sorpresas en la terminal. La partida del avión de las nueve había sido retrasada, gracias a una oportuna falsa alarma de bomba. Acababan de comenzar la operación de cargar de nuevo el equipaje, y suponían que el despegue sería a las once. Me dirigí al mostrador de primera clase. Qué bien te tratan en primera.
—¿Cuántas maletas, señor? —me preguntó la chica.
—Sólo esto —dije, señalándome a mí mismo con un elegante ademán.
—¿Perdón, señor?
—Nada de maletas. Sólo yo —dije con una sonrisa horrible.
Telefoneé a Félix, al Ashbery. Él me guardaría el equipaje. Pronto tendría que regresar… Bajo los calientes focos de dentista, crucé el edificio en busca de algún bar, pues se me había ocurrido la idea de brindar por mi despedida de Nueva York. Cuánto tuve que andar.
—Apenas son las diez, ¿y ya están cerrando? —me oí aullar—. ¿Y esto es el aeropuerto JFK?
En este momento tenía agarradas en mis puños un par de solapas de sarga azul marino. El tipo volvió a abrir el mostrador libre de impuestos y me vendió una jarra. Me senté a bebérmela en la sala de espera. Nos hicieron subir al avión, los de primera delante. Me levanté y me metí en el tubo.
Y continué viajando hacia el fondo de la entubada noche, viajando por la noche a medida que la noche se acercaba desde el otro lado, barriendo violentamente la tierra. Bebí champagne en el ancho trono rojo, sin amigos, en el ojo del avión, cortésmente separado por unas cortinas de las toses, ronquidos, gritos, llantos y chillidos de parto de las clases Negocios, Turista y Tarifa Especial. Cómo detesto la vida que llevo. Pedí que me dieran las cartas para apinar mi porvenir. He dejado de ser joven. ¿Por qué? Me está matando, lo de ser joven me está matando. Me tomé la cena. Vi la película: me dejaron elegir y preferí Pookie: era espantosa, el viejo Lorne estaba fatal. ¿Qué ha pasado allí, con Fielding y Butch? Oh, no, alejaos de mí. No quiero ni tocaros. No puedo ceder. Tengo que hacerme mayor. Ha llegado la hora.