15. La segunda catástrofe

Marian miró a Ezequiel, que había entrecerrado los ojos. Se preguntaba si se habría quedado dormido cuando sintió que él la miraba fijamente.

—Fin de la historia. No hace falta que le recuerde lo que sucedió. Hoy usted vive en aquella tierra que formó parte de La Huerta de la Esperanza y los Ziad continúan su exilio en Ammán. Aquella noche del 14 de mayo fue la del Desastre, un desastre que aún no ha terminado.

—¿Wädi Ziad no le ha contado nada más? —preguntó Ezequiel mirando fijamente a Marian.

—Sí, claro que me ha contado más, pero no creo que sirva de nada revisar lo que han sido los últimos sesenta años. Miles de palestinos hacinados, malviviendo en campos de refugiados incluso dentro de la que había sido su patria, otros en el exilio, algunos han optado por emprender una nueva vida y andan desperdigados por Europa, Estados Unidos, los países del Golfo… Pero ninguno ha perdido la esperanza de regresar. —La respuesta de Marian contenía un matiz retador.

—Comprendo muy bien que no hayan perdido la esperanza. Durante dos mil años los judíos repetíamos: «El año próximo en Jerusalén».

—Así que cree que dentro de dos mil años a los palestinos se les hará justicia… —En esta ocasión la voz de Marian sonaba irónica y amarga.

—Ahora estamos donde estábamos en 1948, donde estuvimos la primera vez que las potencias decidieron que la única solución era la partición y la construcción de dos Estados. Debieron aceptar. —Ezequiel parecía hablar para sí mismo.

—Yo creo que la situación es peor. Hay demasiados muertos en los dos lados.

—No, no son los muertos sino los intereses de los vivos de un bando y otro los que impiden una solución justa para alcanzar la paz.

—No puede haber una solución justa mientras Israel continúe violando las resoluciones internacionales construyendo asentamientos en los lugares que Naciones Unidas ha adjudicado a los palestinos.

—De eso trata su informe, ¿no?

—Sí.

—Espero que, además del punto de vista de Wädi Ziad, también tenga en cuenta lo que le he contado yo en nuestras conversaciones. Supongo que le habrá resultado interesante escuchar dos historias paralelas.

Marian se encogió de hombros. De repente se sentía cansada y se preguntaba si había tenido sentido dedicar tantos días y horas a escuchar a aquel anciano. Wädi Ziad la había conminado a hacerlo y se preguntaba por qué.

«No pierdes nada por escucharle», le había dicho Wädi cuando ella le contaba aquellas largas conversaciones con el israelí. Sí, Ezequiel Zucker sabía lo que era el sufrimiento, pero su sufrimiento no era mayor que el de Wädi, ni el de tantos otros palestinos a los que les habían arrebatado hasta la esperanza.

—Me gustaría que me dijera qué más sabe de lo que les sucedió a los Ziad —le pidió Ezequiel.

—Bueno, no es difícil imaginarlo, su vida no difiere de la de tantos otros refugiados. 1948 es la fecha del Desastre, a partir de ahí no hay mucho que contar.

—No, Marian, no podemos poner aún el punto final, usted sabe que no podemos.

—Ya no tiene sentido continuar estas conversaciones…

—Por favor, continúe, no falta mucho…

Marian quería decirle que no, que no seguiría hablando, pero no lo hizo y prosiguió el relato con desgana.

«Wädi y Anisa llegaron hasta Jericó, donde permanecerían durante un tiempo en casa de Naima. Su hermana les recibió aliviada al saberle vivo.

Târeq, el marido de Naima, le invitó a trabajar con él.

—Tendrás que ganarte la vida de alguna manera, y yo necesito a alguien de confianza. Tu hermana sería feliz si trabajáramos juntos.

Pero Wädi rechazó la generosa oferta de su cuñado. No quería otra cosa que ser maestro y estaba dispuesto a regresar a Jerusalén. La estancia en Jericó era sólo un alto en el camino para restañar las heridas del alma. Volvería con Anisa y su hijo a Jerusalén. No sabía qué había sido de fray Agustín, pero estaba decidido a seguir dando clases en aquella escuela improvisada y trabajar de nuevo en la imprenta de mister Moore si es que no habían huido de la Ciudad Vieja.

Dejaría a Anisa con su hermana Naima y cuando tuviera un lugar donde vivir, iría a buscarla. No quería que a Anisa y al pequeño Abder les faltara de nada. No era mucho lo que tenía, pero sería suficiente para iniciar una nueva vida.

—Palestina ha dejado de existir —se lamentaba Anisa.

Tenía razón. Palestina ya no existía, ahora parte de sus tierras pertenecían a Transjordania y las otras a Israel. Las fronteras volverían a modificarse, pero sin dar lugar al renacimiento de Palestina.

Wädi encontró una vivienda modesta cerca de donde estaba situada la escuela de fray Agustín, apenas a cien metros de la Puerta de Damasco por la que se entraba a la Ciudad Vieja. El fraile seguía vivo y no había abandonado Jerusalén.

En Jerusalén nacieron y crecieron los cuatro hijos, todos varones, que tuvo con Anisa y allí vivieron hasta que en 1967 los israelíes se hicieron con toda la ciudad y les obligaron a un nuevo exilio que esta vez les llevó hasta Ammán.

La relación de los Ziad con la familia de Abdullah se remontaba a los tiempos en que Mohamed había luchado codo con codo junto a Faysal y el propio Abdullah persiguiendo el sueño de construir una gran nación árabe, de manera que Transjordania, que pronto se llamaría Reino de Jordania, les era tan querido como la propia Palestina. Era Anisa quien no participaba del mismo afecto.

—Los vencedores de la guerra han sido los judíos y Abdullah —se quejaba a Wädi.

—El rey Abdullah es el más sensato de todos los gobernantes árabes y el único que no se llama a engaños —respondía Wädi.

Fray Agustín era de la opinión de Anisa.

—Abdullah ha ampliado su reino a costa de Palestina.

—Fraile, no seas malicioso, las tropas del rey Abdullah lucharon con más bravura de lo que lo hizo el resto de ese ejército que decían nos iba a salvar. Además, ha logrado conservar para los árabes la Ciudad Vieja. Jerusalén es nuestra —solía responder Wädi.

—Jerusalén es suya; además, te recuerdo que los judíos poseen la parte occidental, precisamente donde estaba tu casa, tu huerta, donde están enterrados tus abuelos —le replicaba el fraile, que no sentía ningún aprecio por los israelíes.

Omar Salem, que también había sobrevivido a la guerra, continuaba siendo uno de los prohombres de Jerusalén. Wädi no simpatizaba con él, pero no podía olvidar que Omar Salem había sido amigo de su familia, de manera que de cuando en cuando aceptaba su invitación para departir sobre el futuro junto a otros hombres.

Lo que separaba a Wädi de Omar Salem era el que había sido muftí de la ciudad, Husseini. Wädi despreciaba a aquel Husseini por su alineamiento con Hitler durante la contienda mundial, pero para Omar Salem el muftí no había hecho más que defender Palestina de sus agresores que no eran otros que los judíos. Por eso Omar Salem recibió como una afrenta la decisión del rey Abdullah de nombrar muftí de la ciudad al jeque Hussam ad-Din Jarallah.

Wädi nunca disimuló su simpatía por el rey jordano y no veía que eso fuera una contradicción con su anhelo de que Palestina se convirtiera en una nación. Por eso el día en que asesinaron a Abdullah, Wädi lo sintió tanto como si hubiera perdido a un familiar.

Aquella mañana de julio de 1951 era viernes y el rey había decidido ir a rezar a la Explanada de las Mezquitas. Su nieto Hussein, que más tarde sería rey, recordaría que aquel día su abuelo le dijo unas palabras que encerraban una premonición: cuando me toque morir me gustaría que fuera de un tiro en la cabeza y que quien lo dispare sea un don nadie.

Wädi se dirigía hacia la mezquita de Al-Aqsa cuando escuchó un ruido sordo y a continuación gritos. Apresuró el paso pero unos soldados jordanos le impidieron acercarse. Unos metros más adelante yacía el cuerpo del rey. Un sastre, un simple sastre le había arrebatado la vida a Abdullah. Nadie recordará su nombre, pero el asesino se llamaba Mustafá Shukri Usho.

En aquellos momentos de desconcierto sólo una persona reaccionó encarándose con el asesino, era un niño, Hussein, el nieto del rey.

Aquel asesinato estremeció a Wädi y a quienes simpatizaban con la familia hachemita.

Después la vida volvió a ser rutina hasta que en 1967 la guerra de los Seis Días provocó una segunda catástrofe. Los Estados árabes que habían pretendido de nuevo que Palestina volviera a ser Palestina fracasaron en su intento. Fueron derrotados sin paliativos por las Fuerzas de Defensa de Israel, en una guerra que duró seis días y en la que conquistaron todo Jerusalén.

Judíos y árabes lucharon casa por casa por cada palmo de terreno. Wädi y sus hijos estuvieron entre quienes defendieron la ciudad. Pero cuando aquella guerra terminó Israel había ampliado su territorio, y se había hecho con la Ciudad Vieja.

Wädi Ziad, junto a Anisa y sus hijos, emprendieron el camino de un nuevo exilio que esta vez les llevaría a Ammán.

Naima, la hermana de Wädi, le pidió que se quedaran en Jericó, pero la negativa de Anisa fue rotunda.

—Yo no quiero ser una exiliada en mi propio país, si nos quedamos en Jericó tendremos que soportar que los israelíes nos digan lo que podemos o no podemos hacer. Prefiero vivir en un lugar donde nadie dude de que soy extranjera, así al menos no me sentiré humillada.

No fueron años fáciles. Durante un tiempo malvivieron en un campo de refugiados donde Wädi se dedicó a su auténtica vocación, que era enseñar. Ayudó a levantar una escuela y allí, día tras día, intentó que los niños tuvieran un eco de normalidad.

Nunca regresaron a Jerusalén. Israel no se lo ha permitido. Además, ¿qué sentido tendría volver como extranjeros a su propia patria? En fin, para ellos como para la mayoría de los palestinos todo se acabó en 1948. Ya se lo he dicho, fin de la historia.»

Marian hizo una pausa. No quería continuar. La conversación le producía hastío. Dejó que la mirada se perdiera por la estancia.

—¿Va a volver a Ammán? —preguntó Ezequiel devolviéndola a la realidad.

—Sí, quiero despedirme de los Ziad.

—Y regresará a su casa, a su trabajo, escribirá su informe que alguien mandará a los periódicos y se comentará durante unas horas y luego todo seguirá igual.

—Sí, todo seguirá igual. Su hijo continuará impulsando la política de asentamientos, arrebatando la tierra a los palestinos, mientras que miles de hombres y mujeres rumiarán su frustración y amargura clamando para que se haga justicia.

—¿Le ha contado Wädi Ziad cómo ha vivido todos estos años?

A ella le descolocó la pregunta. ¿Qué pretendía aquel hombre?

—Sí. Claro que lo ha hecho.

—¿Podría resumirme lo que le ha contado?

—No entiendo por qué insiste… Usted sabe mejor que yo que para los palestinos el infierno comenzó a partir de 1948. No tiene sentido continuar hablando de lo mismo.

—Bueno, si hemos hablado de lo sucedido hasta el 48, deberíamos hablar de lo que sucedió a continuación, que es lo que explica que esté usted aquí. Todo lo que hemos hablado no le importa a nadie, pero lo sucedido desde la noche del 14 de mayo de 1948 es lo que la ha traído hasta aquí.

—No puedo alargar mi estancia en Israel ni un día más. Mi jefe está dispuesto a relevarme.

—Y a usted no le importa nada que lo haga.

Marian se movió incómoda. Ezequiel la estaba poniendo nerviosa.

—Le diré lo que pasó. —Ezequiel retomó la conversación.

—Difícilmente podrá usted contarme lo que les sucedió a los Ziad —protestó ella.

—Se equivoca, claro que puedo hacerlo, de la misma manera que Wädi Ziad puede relatarle con detalle cualquier cosa que me concierna.

—No entiendo…

—¡Ah! De manera que no entiende… Puede que no lo sepa todo y puede que sepa aún menos de los Ziad que lo que sabe de mí.

—Se equivoca, Wädi Ziad y sus nietos no me han ocultado nada… No tendrían por qué, confían en mí… —Marian estaba desconcertada.

—Está cansada y quiere terminar, la comprendo, yo también lo deseo. Pero me va a permitir que sea yo quien le dicte el epílogo. A Wädi no le importará. Desde 1948 hasta aquí ambos hemos padecido mucho y hemos sufrido la peor de las pérdidas, la más insoportable, la de los hijos. Porque sus hijos y los míos cayeron luchando por lo que creían justo.

—Tengo el informe prácticamente terminado. No pienso añadir ni una coma más. Además, estoy cansada…

—No se preocupe, después de escucharme tendrá mucho tiempo para usted, para pensar. Sí, después de esta noche comenzará el resto de su vida.

—No le comprendo…

—Sí, sí que me comprende, pero tiene miedo de hacerlo. Escúcheme bien…

«No volví a saber nada de Wädi hasta 1972. Ni él hubiese querido saber nada de mí ni yo encontraba motivo para querer verle. La guerra nos había separado, estábamos en dos bandos irreconciliables, donde lo que se jugaba era algo más que la vida de unos cuantos miles de hombres, lo verdaderamente importante era la posesión de un pedazo de tierra.

Los israelíes no teníamos dudas de que o luchábamos para conservar aquel pedazo de tierra o de nuevo tendríamos que convertirnos en un pueblo errante, dejando en manos de los otros nuestro propio destino. Y no estábamos dispuestos a ello. Durante siglos habíamos malvivido en los guetos, habíamos pagado tributos desmesurados a quienes nos acogían dentro de sus fronteras, habíamos sufrido campañas infamantes, y siempre, siempre, perseguidos por el odio injustificado de quienes nos hacían culpables de la crucifixión de Jesús. ¿Cuántas generaciones recibieron la misma enseñanza?: los judíos mataron a Jesús. Eso nos convertía en culpables y despreciables, de modo que durante siglos procuramos no despertar la ira de quienes ya nos odiaban por el mero hecho de existir. Sufrimos pogromos en Rusia, Polonia, Alemania… En tantos y tantos lugares… Nos expulsaron de España, de Portugal… No teníamos patria, ningún lugar que nos perteneciera; sólo teníamos un sentimiento más fuerte que el tiempo: sabíamos de dónde veníamos, dónde estaban nuestros ancestros, y el lugar no era otro que estas colinas peladas de Judea, de Samaria… «El año próximo en Jerusalén», repitieron generaciones y generaciones de judíos en todo el mundo. Hasta que un día algunos hombres y mujeres iniciaron el retorno. Mi padre, Samuel, fue uno de esos hombres. Luego Alemania desencadenó la mayor matanza de judíos jamás imaginada, el Holocausto. Seis millones de niños, mujeres, hombres, murieron en las cámaras de gas en los campos de exterminio. Lo permitimos. Nos dejamos conducir a los campos, de la misma manera que durante siglos soportamos las persecuciones, los pogromos, que quemaran nuestras casas, que asesinaran a nuestros hijos.

Cuando los judíos de Palestina supieron de los horrores perpetrados por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, tuvieron más claro que nunca que necesitábamos un hogar, y que ese hogar no podía ser otro que la tierra de nuestros antepasados. Pedimos compartirla y algunos árabes, como la familia hachemita, parecieron dispuestos por lo menos a tratar la cuestión. ¿Sabe lo que los dirigentes árabes han reprochado durante décadas a la familia real de Jordania?, pues que, de entre todos, ellos hayan sido los más realistas y tanto en el pasado como en el presente fueran capaces de conversar con nosotros. Eso nunca se lo han perdonado pese a ser los únicos que a la hora de luchar lo hicieron de verdad. Los jordanos son unos soldados formidables.

Ya le he dicho que desde aquel día de 1949 en que Wädi y Anisa dejaron su casa no volvimos a saber nada los unos de los otros. No supe que Aya murió en Ammán, ni ella supo tampoco de la muerte de Marinna ni de la de Igor.

En realidad Marinna no sobrevivió demasiado tiempo a Mohamed. Comenzó a morir la noche en que Wädi fue a La Huerta de la Esperanza para anunciarle la pérdida de Mohamed.

Marinna sufrió un infarto pocos días después. Se recuperó, pero la mejoría fue breve, de nuevo su corazón se paró para no volver a latir nunca más. Si ella no pudo soportar tantas pérdidas, Igor no pudo soportar la pérdida de Marinna. Sufrió un ictus que le condenó a una silla de ruedas.

De repente me encontré viviendo en una casa comunal con un hombre enfermo que apenas podía moverse y sin ninguna voluntad de vivir. No crea que no pensé que lo mejor sería llevarle a alguna institución para que le cuidaran. Pero no lo hice, pensaba que ni mi padre, Samuel, ni mi madre, Miriam, lo hubieran aprobado. Igor y yo éramos todo lo que quedaba de la vida que mi padre había construido en torno a aquella casa, de manera que cuidé de él, durante un largo año, hasta que una mañana cuando fui a despertarle le encontré sumido en el sueño eterno.

El día que enterré a Igor me di cuenta de que me había quedado definitivamente solo. Por aquel entonces yo formaba parte del ejército. Quizá porque hablo árabe con la misma fluidez que el hebreo, mis superiores decidieron encargarme misiones diversas en los países enemigos. La primera de ellas fue ayudar a traer a Israel a los judíos de las comunidades que vivían en Irak, Siria, Irán y Egipto y que, como sabrá o debería saber, sufrieron lo indecible. A partir del 48 les expulsaron, les arrebataron sus casas, sus tierras, sus posesiones; muchos perdieron la vida y otros, con nuestra ayuda, emprendieron el camino del exilio. La tragedia es que la mayoría no eran sionistas, todo su mundo estaba en El Cairo, en Bagdad, en Damasco, en Teherán.

Pero no le contaré más de mi propia historia salvo la que tiene que ver con Wädi Ziad, al que el destino me había unido de manera irreversible aquella noche en que me salvó la vida cuando yo era un niño.

Vendí La Huerta de la Esperanza y peleé por que la casa de los Ziad y su pequeña huerta no fueran confiscadas, pero no lo logré.

Pensaba en Wädi cuando alguno de los judíos que ayudé a traer a Israel desde lugares remotos de Irak me relataban con lágrimas en los ojos lo que suponía para ellos saber que nunca más podrían regresar al que había sido su hogar. Me hablaban de sus casas, de sus huertas, de sus pertenencias, de sus recuerdos, y sentía que su desolación sería la misma que la de Wädi.

Me casé por segunda vez. Pensé que después de Sara nunca volvería a hacerlo, pero me reencontré con Paula. La chiquilla a la que yo enseñaba hebreo en el kibutz se había convertido en abogada y en aquel momento trabajaba como analista en el Ministerio de Defensa. No le diré que no me sorprendió, quizá porque cuando nos conocimos no supe calibrar su valía e inteligencia.

Nos encontramos por casualidad en Jerusalén. Yo caminaba por la Ciudad Vieja sin rumbo fijo, siempre me ha gustado hacerlo, y de repente la vi. Ella iba sola, de manera que me acerqué. No había vuelto a hablar con ella desde el día en que la llamé al kibutz para decirle que me casaba con Sara, y temí que me diera un desplante, pero no lo hizo. Fuimos a un café y nos pusimos al día de cómo habían transcurrido nuestras vidas. A partir de aquel momento fuimos inseparables. Nos casamos tres meses después y vivimos juntos hasta que hace diez años murió de cáncer. Tuvimos tres hijos. El primero, Yuval, murió en la guerra del 73. El segundo, Aarón, ya sabe quién es, en realidad es a él a quien vino a buscar usted. Es el único hijo que me queda vivo, porque el tercero, Gedeón, murió en un atentado terrorista. Estaba cumpliendo el servicio militar cuando una bomba estalló al paso de su jeep. Murió junto a otros tres soldados. Sólo tenía diecinueve años.

Le cuento esto porque Paula fue determinante para mi reencuentro con Wädi.

Usted sabrá, o debería saber, que no todos los palestinos que encontraron refugio en Jordania se mostraron leales al rey Hussein. Jordania se convirtió en la plataforma desde la que los guerrilleros palestinos atacaban a Israel, pero no se conformaron con eso, sino que a principios de los años setenta intentaron derrocar al rey. Los enfrentamientos entre el rey Hussein y Yaser Arafat fueron sangrientos. Incluso intentaron asesinar a Hussein. En los años setenta, la OLP y otras organizaciones contaban con más de cien mil hombres, eran un Estado dentro del Estado. La confrontación fue inevitable, pero se dio la paradoja de que algunos palestinos lucharon al lado de los jordanos. Hussein ganó la partida y para el verano de 1971 se había vuelto a hacer con el control de su país. Veinte mil palestinos murieron durante los enfrentamientos, entre ellos el hijo mayor de Wädi. Ya ve, su hijo mayor murió en el 71 y el mío dos años después… Pero volviendo a Jordania, de aquel enfrentamiento entre los palestinos y Hussein nació Septiembre Negro.

Yo seguía alistado en el ejército, cuando en el verano de 1972 un soldado me avisó de que un fraile insistía en verme. «Dice que se llama fray Agustín y que usted le conoce.»

El anuncio de la visita del fraile me sobresaltó. Era una llamada del pasado, de un pasado que yo había arrinconado en algún lugar del cerebro.

Me costó reconocerle. Había envejecido y estaba más delgado. No nos estrechamos la mano. No éramos amigos y yo sabía de su animadversión por los judíos.

—¿Qué desea? —le pregunté.

—Traigo un mensaje de Wädi Ziad.

Sentí un escalofrío pero procuré que aquel fraile no notara mi incomodidad. No respondí y esperé a que me dijera a lo que había venido.

—Latîf, el hijo menor de Wädi, está preso, aquí en Israel. Es muy joven pero muy valiente, quería ir a Jericó y después llegar a Jerusalén. Le han detenido.

Continué en silencio no tanto para poner nervioso al fraile como para ganar tiempo.

—Wädi quiere que le libere. Su hijo sólo tiene dieciséis años. Es un niño, un niño valiente y audaz, que no ha hecho daño a nadie.

—Eso es lo que usted dice.

—Puede comprobarlo. No es un fedayín.

—Así que no es un fedayín alguien que cruza la frontera y pretende llegar a Jerusalén, seguramente con algún mensaje que muy posiblemente sean instrucciones para algún atentado terrorista. —Procuré que el tono de mi voz sonara indiferente.

—Los palestinos luchan como pueden. Lo que usted llama terrorismo no es más que otra manera de hacer la guerra.

—Ya, ¿cree usted que secuestrar aviones y colocar bombas contra objetivos civiles es otra manera de hacer la guerra? Eso es terrorismo y quienes lo practican son gente de la peor calaña —respondí irritado.

—No he venido a discutir sobre esta guerra, sólo a traerle un mensaje: usted le debe la vida a Wädi Ziad. Él nunca le ha reclamado nada por habérsela salvado, pero ahora ha llegado el momento de devolverle lo que él hizo por usted. Salve a su hijo. Él ya ha perdido dos hijos: uno en los enfrentamientos entre los guerrilleros de Arafat y las tropas del rey Hussein, otro en la frontera durante una escaramuza con una patrulla de soldados israelíes. No quiere perder otro más.

Fray Agustín dio media vuelta y, a pesar de su edad, caminó con paso rápido sin darme tiempo a responderle.

Le conté a Paula lo sucedido y le pedí que me ayudara.

—Tú tienes que saber dónde están los palestinos a los que detenemos pasando la frontera.

—Lo único que puedo hacer es averiguar qué es exactamente lo que ha hecho ese Latîf, pero tendré que informar a mis superiores del motivo de mi interés por ese muchacho. La verdad siempre es el camino más corto, sólo quiero saber de qué se le acusa. Tengo que pagar mi deuda.

—¡No seas ridículo, Ezequiel! Wädi te salvó la vida cuando eras un crío, es algo loable, siempre se lo agradecerás, pero eso no puede convertirte en su rehén.

No sabía cómo explicarle a Paula que su pensamiento cartesiano poco tenía que ver con cómo son las cosas en Oriente. Yo había nacido en Jerusalén, había crecido junto a niños árabes, conocía y compartía muchos de sus valores y aquél era uno de ellos, una vida por una vida, de la misma manera que la venganza era ojo por ojo. Pero Paula era alemana, había nacido y crecido en Berlín hasta que huyó con sus padres de la amenaza nazi, y aplicaba otros códigos a la vida.

—Tengo una deuda que pagar, Paula, y te pido que me ayudes a hacerlo. Si el chico no es un criminal, tengo que devolvérselo a su padre.

—¡Estás loco! Eso en ningún caso lo puedes decidir tú.

Paula confirmó la versión de fray Agustín. Le habían detenido a pocos metros del río Jordán, apenas cruzó la frontera. No le encontraron nada que pudiera comprometerle. El chico mantenía una versión: quería ir a Jericó a visitar a su tía Naima, sólo eso. Naturalmente no le creyeron. Yo sabía la verdad; sin proponérselo, fray Agustín me lo había dicho: Latîf, más que ir a Jericó lo que pretendía era llegar a Jerusalén donde seguramente tendría que entregar un mensaje a algún miembro de la OLP dentro de Israel. Aunque él no lo había confesado, quienes le interrogaron lo sabían, no era la primera vez que se encontraban con un caso así.

Hablé con mis superiores en el ejército y les expliqué el caso de Latîf manteniendo que si el chico no había cometido ningún delito importante debía ser puesto en libertad. Pero mis superiores respondieron que entrar ilegalmente en Israel ya era un delito y que si no había cometido ninguno más era porque había sido detenido.

Yo no era abogado. Había terminado mis estudios como ingeniero agrónomo aunque nunca me había dedicado al campo porque había encauzado mi vida dentro del ejército. No sabía qué podía hacer, pero estaba dispuesto a hacer lo imposible por devolver a Latîf a Wädi. Fue Paula quien me recomendó que me pusiera en contacto con un joven activista de derechos humanos.

—Es un abogado que se ha convertido en una pesadilla para el Ministerio de Defensa; defiende a los palestinos, no importa lo que hayan hecho, y ha obtenido algún éxito en los casos en que no se ha cometido ningún delito sangriento.

El despacho de Isahi Bach en Tel Aviv era una sala con tres mesas, donde además de él trabajaban otros dos jóvenes. Les expuse el caso y no dudaron en aceptar hacerse cargo del mismo.

—No será fácil, pero podemos intentarlo. Lo importante es que le condenen por un solo delito, el de entrada ilegal —afirmó Isahi.

—Ya, pero se trata de que no esté mucho tiempo en prisión —casi les supliqué a aquellos muchachos que no habían cumplido los treinta años.

—Mire, no vamos a engañarle, usted debe de conocer cómo funcionan las cosas, lo primero es obtener permiso para visitarle. Sería conveniente que ese fraile me acompañara para que así Latîf sepa que puede confiar en mí. Una vez que sepamos cómo está y me cuente su versión de lo sucedido, comenzaré a preparar su defensa. No será fácil, pero tampoco imposible.

—Ese chico no ha hecho nada —justifiqué yo.

—Le dejaré las cosas claras: creemos en el derecho de Israel a existir, pero también creemos en el derecho de los palestinos a tener su propio Estado y, sobre todo, a que nadie pueda pisotear los derechos que les asisten como seres humanos hayan hecho lo que hayan hecho. Seguramente Latîf traería algún mensaje para los activistas palestinos que operan dentro de Israel, pero si el fiscal no lo puede demostrar, entonces es inocente. Nadie es culpable si no se demuestra lo contrario.

—¿Por qué defienden a los palestinos? —pregunté con curiosidad a aquellos jóvenes.

—Porque queremos que Israel no pierda la moralidad, que es lo primero que se pierde en una guerra.

Me costaba entenderles, pero decidí confiar en ellos. Busqué a fray Agustín y le pedí que llamara a Isahi Bach.

—Es todo lo que puedo hacer —le expliqué.

—No es mucho. Wädi espera que usted obtenga de inmediato la libertad de su hijo.

—Wädi no es ningún estúpido y sabe que hay cosas que se escapan a mi voluntad de pagar la deuda que tengo con él. La pagaré, o al menos espero hacerlo, pero tendremos que seguir algunos pasos.

El proceso duró seis meses, pero al final Isahi Bach consiguió más de lo que yo esperaba. Condenaron a Latîf a un año de prisión y luego le expulsarían a Jordania. Como llevaba ya ocho meses encerrado, sólo le quedaban cuatro para obtener la libertad.

Yo no conocía al hijo de Wädi porque Isahi Bach me había pedido que no asistiera siquiera al juicio. Fui a buscarle a la entrada de la prisión, de donde salió acompañado por Isahi. Se parecía a Anisa. El mismo rostro afilado, los mismos ojos negros almendrados y el mismo porte delgado. Me acerqué a él y le tendí la mano, pero hizo como que no veía mi gesto y no insistí.

—Te llevaremos hasta la frontera, tu padre está esperándote en el otro lado —le dijo fray Agustín.

Cuando llegamos al puente Allenby, el chico se bajó del coche de un salto. Estaba impaciente por volver junto a los suyos. Ni me dio las gracias y apenas me miró. No es que yo esperara grandes aspavientos, pero al menos me hubiera gustado verle contento.

Después de hacer los trámites en la frontera y discutir un buen rato con uno de los soldados, que parecía desconfiar de nosotros y releyó los documentos y el salvoconducto al menos tres o cuatro veces, Latîf comenzó a cruzar hacia la otra orilla del Jordán.

—No es muy expresivo —me quejé mientras le veía caminar con paso apresurado.

—¿Y qué quería usted? Es un chiquillo que malvive en un campo de refugiados. Le han detenido, interrogado, seguramente con cierta brutalidad, y ha estado en prisión, no tiene nada que agradecer. Póngase en su piel —me dijo Isahi Bach.

—Yo si estuviera en su piel estaría contento de que me hubiesen liberado.

—Ni usted ni yo le hemos liberado, sólo hemos conseguido que se le haga justicia.

—Usted sabe, como yo, que traía un mensaje para los activistas de Jerusalén —protesté.

—Puede ser, pero eso no ha podido ser demostrado. Él aguantó con valentía los interrogatorios, nadie logró sacarle una palabra de más y sufrió por eso —me reprendió Isahi Bach.

—Es un futuro terrorista —sentencié yo.

—Seguramente, pero eso no lo sabemos ni usted ni yo. Pregúntese cómo sería usted, qué haría, cómo se sentiría si estuviera en su pellejo.

—Tienen que aceptar que Israel es una realidad —le respondí airado.

—Sí, algún día tendrán que hacerlo y nosotros tendremos que aceptar que tienen sus propios derechos.

Isahi Bach me irritaba, pero con el tiempo se convirtió en uno de mis mejores amigos.

Dos meses más tarde fray Agustín volvió a presentarse en mi despacho.

—Le traigo un mensaje de Wädi.

Hice como la vez anterior, no respondí aguardando conocer el mensaje.

—Le da las gracias por lo que ha hecho por su hijo.

—Se lo debía. Ya estamos en paz.

—Sí, ya están en paz, pero ahora quiere pedirle un favor.

Me puse tenso. Wädi estaba irrumpiendo en mi vida provocándome desasosiego. Yo había pagado mi deuda y no estaba dispuesto a hacer ningún favor al enemigo, porque, nos gustara o no, es lo que éramos.

—Wädi tiene otro hijo y no sabe dónde está. No tiene medios para averiguarlo, quizá usted sí pueda.

—Si han detenido a otro de sus hijos ya no es asunto mío. Dígale de mi parte que procure controlarles y que no les permita que se dediquen a actividades terroristas.

—Los fedayines no son terroristas, pero yo no estoy refiriéndome a ninguno de los hijos de Anisa.

La respuesta de fray Agustín me sorprendió. No sabía a qué podía referirse. Dudé si mandarle a paseo y cortar aquella extraña relación que se estaba tejiendo entre Wädi y yo después de más de dos décadas sin saber el uno del otro. Pero no lo hice, y hoy me alegro de mi decisión.

—Hace algunos años Wädi conoció a una mujer. Era española, una doctora española que había acudido junto a un grupo de médicos y enfermeras, todos voluntarios, para ayudar en los campos de refugiados palestinos situados en Jordania. Wädi es uno de los hombres que cuidan de la organización del campo y por tanto tiene relación directa con todas las organizaciones extranjeras que acuden a llevar ayuda alimentaria, médica o del tipo que sea. Los niños necesitan vacunas y alimentos en condiciones, y los adultos, médicos que les atiendan de sus dolencias, que les suministren los medicamentos que precisan.

»Wädi le sugirió a Eloísa que examinara a los niños en la escuela, de esa manera estarían menos asustados que si tenían que ir al dispensario del campo. Ella aceptó. Así comenzaron su relación. En realidad él se enamoró de ella desde el primer minuto en que la vio. “Parece una princesa medieval”, me dijo Wädi para describirme a Eloísa. Tenía razón. Es rubia, con la mirada azul, y un falso aspecto de fragilidad. Si yo tuviera edad para fijarme en las mujeres y no fuera fraile, tampoco habría permanecido indiferente. Lo sorprendente es que Eloísa se enamorara de Wädi. Las cicatrices que le dejó el fuego el día en que a usted le salvó la vida se han ensombrecido con el paso del tiempo deformándole aún más el rostro. Además, ya no es un niño. Acaso sean la serenidad y la dignidad que tiene lo que enamoró a esa mujer.

»Cuando terminó el verano y los voluntarios españoles regresaron a su país, ella se quedó. Había decidido trabajar en el campo de refugiados; no esperaba nada, sólo ayudar, pero sobre todo seguir al lado de Wädi.

—¿Y Anisa? —pregunté al fraile.

Yo conocía a Anisa y sabía que ella jamás aceptaría compartir a su marido. Era una mujer de carácter que había sufrido y luchado y en ningún caso soportaría no ser tratada como una igual. Pero al parecer el tiempo nos cambia a todos, de manera que aguardé con curiosidad la respuesta del fraile.

—Anisa decidió no ver ni oír más de lo que quería ver u oír. Se dio cuenta de que Wädi no podía evitar su atracción por Eloísa y que si interfería entonces le perdería para siempre. Ningún hombre debería enamorarse después de cumplidos los cuarenta, y Wädi tiene más de cincuenta.

»Anisa ha hecho lo imposible por que sus hijos no se sintieran denostados por esa pasión de su padre. Se ha mantenido digna, distante, pero sin abandonar la pequeña casa por la que Wädi cada vez aparecía menos.

»A nadie le sorprendió cuando Eloísa se quedó embarazada. Nadie preguntó de quién era el hijo que esperaba, pero no hacía falta, los cuidados y atenciones de Wädi eran demasiado explícitos para que cupieran dudas.

»Lo que ninguno de los dos podía imaginar es que ella enfermaría. Neumonía, le diagnosticó un médico de Ammán. Eloísa se encontraba muy enferma y Wädi decidió que debía ponerse en contacto con la familia de ella y explicarles la situación en la que estaba.

»La madre de Eloísa viajó desde España para hacerse cargo de su hija. Cuando conoció a Wädi no ocultó la sorpresa que le produjo saber que su hija se hubiese enamorado de un hombre con el rostro deformado. Creo que eso la sorprendió más incluso que saber que él tenía otra familia.

»Eloísa se negaba a regresar a España; quería que su hijo naciera en Jordania, lo más cerca posible de Palestina. Pero su madre, doña María de los Ángeles, hizo caso omiso de los deseos de su hija. Habló con Wädi: “Debe saber que desapruebo la relación de Eloísa con usted. Es evidente que usted ha abusado de los sentimientos de mi hija. Ella es una chiquilla que vino aquí con la carrera recién terminada y la cabeza llena de pájaros dispuesta a ayudar. La culpa es de su padre y mía por haberle permitido venir, pero lo hecho, hecho está. Usted tiene una esposa e hijos, dedíquese a ellos, y si de verdad siente algo por Eloísa ayúdeme a llevármela a España, aquí no se curará”.

»“El médico ha dicho que es peligroso trasladarla.”

»La madre de Eloísa tuvo un ataque de furia y sus gritos se escucharon por todo el campamento: “¡Es usted un egoísta! ¡Quiere sacrificar la vida de mi hija en su propio provecho! ¿Es que no ha hecho suficiente por todos ustedes? Me la llevaré por las buenas o por las malas, y le juro que haré lo imposible para que no la vea nunca más”.

»Wädi, avergonzado por los gritos de la mujer, le respondió que iban a tener un hijo. “Sí, mi hija va a tener un hijo y le aseguro que la criatura no malvivirá en un lugar como éste; dígame, ¿por qué tendría que hacerlo?”

»Eloísa no estaba en condiciones de negarse a las decisiones de su madre, que dos días después la embarcó en un vuelo con destino a Madrid. Desde entonces Wädi no ha vuelto a saber nada de ella y ni siquiera sabe si ha nacido el hijo que esperaban.

—¿Y qué tiene que ver todo esto conmigo? —respondí asombrado no sólo por la historia que acababa de escuchar sino por la pretensión de Wädi para que le ayudara.

—Wädi no tiene dinero ni medios para averiguar qué le ha sucedido a Eloísa, usted sí.

—¡Está loco! Dígale que siento lo que le ha pasado, pero que no puedo hacer nada al respecto.

—Usted tiene dinero, amistades, posibilidad de viajar a Madrid y averiguar qué le ha sucedido a Eloísa.

Miré fijamente al fraile intentando saber si me hablaba en serio. La petición de Wädi me parecía un disparate y me hacía sentirme incómodo.

—Así que usted y Wädi creen que yo puedo solicitar un permiso para ir a Madrid a averiguar qué ha sido de una médico a la que no conozco de nada pero que ha tenido una relación con alguien a quien conocí cuando era niño. Naturalmente, el ejército y mi esposa no tendrían por qué ponerme dificultades. ¡Realmente debe de estar muy trastornado para pedirme algo así!

—Pues es exactamente lo que hace, pedírselo. No conoce a nadie que pueda ayudarle en este asunto.

Fray Agustín se mostraba inconmovible a cualquier argumento que yo pudiera esbozar, como si fuera normal que un palestino refugiado en un campo de Jordania pidiera a un soldado de Israel que dejara todo lo que tuviera que hacer para ayudarle en un asunto sentimental.

Para entonces La Huerta de la Esperanza era sólo un recuerdo, como también lo eran todos los que formaron parte de mi infancia y juventud. Yo había luchado en la Segunda Guerra Mundial, en la de Independencia, en Suez en el 56, en la conquista de Jerusalén en el 67, y mi vida y mis intereses estaban centrados en la supervivencia de Israel y en intentar ser feliz con Paula y nuestros hijos. Había pagado mi deuda a Wädi cuando me interesé por su hijo Latîf, de quien albergaba pocas dudas de que fuera un fedayín. Ya había hecho más de lo que debía, de manera que le dije al fraile que no movería un dedo más por Wädi.

Aquella noche le conté a Paula lo que había pasado y ella se rió con ganas.

—Ese Wädi era tu mejor amigo, cuando nos conocimos no hacías más que hablar de él —me recordó.

—Ya, pero ahora estamos en bandos diferentes, él quiere acabar con Israel y yo haré lo imposible para que no lo consiga, de manera que poco tenemos que decirnos.

—Bueno, yo no sería tan tajante. Hubo un tiempo en que, por lo que me has contado, creías que los palestinos debían tener su propio Estado.

—Y continúo pensándolo, pero ¿debo recordarte que lo que aseguran sus líderes es que no pararán hasta echarnos al mar? No, no voy a hacer por él más de lo que he hecho, incluso tengo remordimientos por haber ayudado a su hijo Latîf. Es un fedayín.

—Eso no lo sabes.

—Ya, en eso se basó ese abogado, Isahi Bach, en que lo que no se puede demostrar no existe; pero él, tú y yo sabemos que ningún palestino que cruza la frontera ilegalmente lo hace con la intención de visitar a su tía y a sus primos.

—Quién sabe…

—Por favor, Paula, ¡cómo puedes decir eso precisamente tú que trabajas en el Ministerio de Defensa!

—Precisamente por eso sé que hay que tener en cuenta todas las variables, hasta las más absurdas y disparatadas. En cualquier caso, Wädi no te engañó.

No volví a saber ni de fray Agustín ni de Wädi hasta mucho tiempo después. Para entonces yo había perdido a mi hijo Yuval en la guerra del 73. Paula y yo estábamos destrozados, nadie está preparado para perder a un hijo. Wädi, por su parte, no sólo había perdido a su hijo mayor, sino que el segundo también había sido abatido durante un ataque perpetrado por un grupo de fedayines contra un pelotón de soldados israelíes que patrullaban a orillas del Jordán.

Yo ya no estaba en el ejército, sino dando clases en la universidad, y recuerdo que hablando con otro profesor sobre la guerra me hizo una reflexión que en aquel momento me estremeció: «Tengo tres hijos, y sé que perderé alguno; si les toca a los demás, ¿por qué no a mí?». Eso era exactamente lo que nos había pasado a Paula y a mí, también nos había tocado perder a un hijo.

Yuval era un joven soldado de apenas veinte años, una edad en la que tendría que haberse dedicado a estudiar en vez de andar con un subfusil en las manos.

Fue idea de Paula el que hiciéramos un viaje.

—Nos vendrá bien salir de Israel.

Yo protesté diciendo que aunque pusiéramos miles de kilómetros de distancia no podría dejar de pensar en la pérdida de Yuval. Paula se enfadó conmigo.

—¿Acaso crees que yo voy a olvidar a mi hijo? Sólo pretendo irme para no ahogarme. Necesito caminar por algún lugar donde no esté latente la guerra. Sólo eso, no quiero nada más.

Nuestros hijos Aarón y Gedeón sugirieron que fuéramos a Madrid. Yo les había hablado del viaje que había hecho con mis padres a España siendo niño y a ellos les pareció buena idea que visitáramos ese país.

Paula estaba haciendo la maleta cuando se acordó de la petición de Wädi de que buscara a aquella mujer de nombre Eloísa.

—Ahora que vamos a Madrid, quizá podríamos intentarlo —me sugirió Paula.

—¡De ninguna manera! ¿Cómo se te puede ocurrir algo así? ¿Crees que me importa algo que Wädi se enamorara de una médico española y haya tenido un hijo? Allá él con su vida, bastante tenemos nosotros con la nuestra.

Creo que nunca terminé de conocer bien a Paula. Si ya me sorprendía que trabajara como analista en el Ministerio de Defensa, no dejaba de sorprenderme que careciera de prejuicios a la hora de abordar cualquier asunto. Tenía una capacidad fuera de lo común para, como ella decía, ponerse en la piel de los demás, fueran quienes fueran, quizá por eso era tan buena analista.

—Será entretenido buscar a esa muchacha, ¿qué hay de malo en ello?

Me resistí cuanto pude, pero al final fui en busca de fray Agustín sin comentárselo a ella. Le encontré en la vieja escuela donde antaño diera clases junto a Wädi. Él pareció no sorprenderse al verme.

—¿Qué, por fin ha decidido ayudar a su viejo amigo? —me preguntó sin siquiera saludarme.

Me irritó su recibimiento, el que diera por hecho que estaba allí por Wädi, pero ¿por qué otra cosa podía haber ido?

Le expliqué que tenía que ir a Madrid y que si me daba algún detalle más quizá podría averiguar algo de la tal Eloísa, aunque le recalqué que no prometía nada.

Fray Agustín apenas me aportó información; sólo una dirección, a la que Wädi mandaba cartas que le devolvían sin abrir con un sello de destinatario desconocido.

Paula tenía razón, alejarnos de Israel fue un acierto. No dejábamos de recordar a Yuval, pero al menos empezamos a lograr dormir unas cuantas horas seguidas por la noche. No fue hasta pasada una semana cuando Paula me recordó que debíamos intentar buscar a Eloísa. Para entonces ya habíamos visitado Toledo, Aranjuez y El Escorial, además del Museo del Prado.

Para sorpresa mía, Paula se negó a acompañarme a la dirección que me había dado fray Agustín.

—Yo pasearé un rato y buscaré algo para llevar de regalo a los chicos.

Mi esposa era así de sorprendente, ella me había convencido para buscar a Eloísa pero me dejaba claro que ése era asunto mío y de mi pasado.

La casa estaba en un barrio señorial no lejos del hotel Palace de Madrid, que era donde nos alojábamos.

—El barrio de Salamanca es de lo mejor de Madrid —me aseguró el taxista cuando le di la dirección, satisfecho de no haber olvidado el sefardí, la lengua materna de mi madre, con la que nos hablaba a Dalida y a mí.

Un amable portero me indicó que allí no vivía ninguna señorita Eloísa Ramírez, aunque él sólo llevaba un par de años en la portería. Eso sí, había unos señores Ramírez en el quinto izquierda. Me permitió subir en el ascensor sin ponerme ningún impedimento. Yo estaba nervioso, pensando que iba a encontrarme con una familia que nada tenía que ver con aquella Eloísa de Wädi.

Me abrió la puerta una doncella que me dijo que allí no vivía ninguna Eloísa. No sé por qué, pero le pedí que avisara a la señora de la casa. La doncella dudó un instante, pero luego me hizo pasar a un pequeño gabinete y me pidió que aguardara. No me di cuenta cuando de repente tuve ante mí a una mujer entrada en años bien vestida y con el cabello cano recogido en un moño.

—Usted dirá…

—Perdone que le moleste, busco a Eloísa Ramírez.

Se me quedó mirando unos segundos y pude ver cómo la duda le nublaba la mirada.

—Lo siento, yo soy la señora Ramírez y aquí no vive ninguna Eloísa.

No la creí. No sé por qué, pero no la creí.

—Pues ésta es la dirección que ella dio cuando estaba en Jordania ayudando como médico en un campo de refugiados. Luego se puso enferma y regresó con su madre a España.

—¿Y usted quién es? —me preguntó sin insistir en que nada sabía de Eloísa.

—Un amigo de un buen amigo suyo.

—¿No me ha dicho que la conoció? —La pregunta estaba llena de ironía.

—No, exactamente. —La señora Ramírez me estaba poniendo nervioso.

—Ya, pues siento no poder ayudarle. Aquí no vive ninguna Eloísa.

En ese momento se abrió la puerta y entró corriendo una criatura que se agarró a la mano de la mujer.

—Abuela, ven.

Nos miramos sin decir palabra. Ella con altivez, desafiándome; yo con la seguridad del que se sabía engañado.

—Bueno, no quiero molestar, aunque no comprendo por qué Eloísa dio esta dirección… y, sobre todo, no comprendo por qué no hemos vuelto a saber nada de ella.

—Lo desconozco, siento no poder ayudarle, y ahora le ruego que se vaya.

Aún me pregunto de dónde saqué tanto valor para decir lo que dije a continuación.

—Así que esta niña es la hija de Wädi Ziad y de Eloísa. No puede negar quién es su padre, se parece a él.

La mujer dio un respingo y mandó a la niña que saliera de la sala.

—Mari Ángeles, ve a jugar, ahora voy yo.

La niña obedeció. La mujer y yo nos quedamos frente a frente, yo no me atrevía a decir una palabra más.

—¿Qué es lo que quiere?

—Sólo saber qué ha sido de Eloísa y del hijo que esperaba.

Se volvió a abrir la puerta y entró un hombre de edad avanzada. Se miraron y pude ver que se mostraban angustiados.

—No pretendo nada, ni mucho menos causar ningún problema o perjuicio. Les doy mi palabra.

—¿Quién es usted? —La dignidad y autoridad en la voz del hombre no me permitieron esquivar la pregunta.

—Me llamo Ezequiel Zucker, soy profesor en la Universidad de Jerusalén. Hace muchos años fui amigo de Wädi Ziad. Él me ha pedido que si venía a Madrid averiguara qué le había sucedido a Eloísa.

—Un judío amigo de un palestino, ¿pretende que le crea? —El tono de voz del hombre era de indignación.

—Cuesta creerlo, lo sé, pero fuimos amigos hace muchos años, cuando éramos niños, antes de la guerra del 48. Wädi Ziad sólo quiere saber qué le ha sucedido a Eloísa y si… bueno, y qué ha sido de su hijo.

—Siéntese —me ordenó el hombre.

—No tenemos nada que decirle… —le interrumpió su esposa, pero el hombre la miró de tal manera que ella se calló.

—No podemos ocultarnos, no tenemos por qué. Escuche bien y dígale a su amigo que no vuelva a molestarnos. Mi hija murió por su culpa, ya hemos sufrido bastante.

Me quedé en silencio sin saber qué responder. Me había conmocionado saber que aquella joven a la que Wädi había amado estuviera muerta.

—Murió durante el parto a las pocas semanas de que la trajera. Estaba en el séptimo mes de embarazo, fue un milagro que la niña se salvara —dijo la mujer clavándome la mirada.

—Lo siento —alcancé a decir.

—No queremos saber nada de ese hombre. No tiene ningún derecho sobre la niña —afirmó la madre de Eloísa.

—No lleva sus apellidos —dijo él.

—Intentamos que la niña tenga una vida normal, que sea feliz. ¿Cree usted que deberíamos enviarla a un campamento palestino con un hombre que tiene otra mujer y otros hijos? Jamás lo consentiríamos. Dígale a su amigo que si de verdad le importó Eloísa lo demuestre no condenando también a su hija. La niña es feliz.

—Pero… bueno, algún día querrá saber quién es su padre —dije yo y me sentí un estúpido nada más decirlo.

—No tiene por qué. Le diremos que no sabemos quién era, que su madre nunca nos lo dijo. —La voz de la madre de Eloísa ahora era la de una mujer vencida.

—¿Cree que su amigo nos dejará en paz? —preguntó el hombre.

—Yo le pediré que lo haga —les prometí sin saber muy bien cómo iba a cumplir aquella promesa improvisada.

A Paula le conmovió la historia. Le dije que dudaba de si debía decirle la verdad a fray Agustín, pero ella me convenció de que no me concernía a mí tomar la decisión sobre qué futuro era mejor para aquella niña. Tenía razón, de manera que cuando regresamos a Jerusalén fui a ver al fraile y le expliqué lo sucedido.

—Los padres de Eloísa son gente influyente, y Wädi no puede demostrar que es el padre de la niña.

No volví a saber nada de Wädi hasta muchos años después. Para cuando volví a saber de él ya se había firmado la paz entre Israel con Jordania y Egipto, y las negociaciones de paz entre Israel y la OLP estaban a la orden del día. Un chiquillo árabe se presentó en la universidad y me entregó una carta de fray Agustín pidiéndome que fuera a verle.

El fraile ya era anciano, estaba casi ciego y apenas podía caminar, pero desprendía la misma energía de siempre.

—Wädi quiere verle. Él no puede venir a Israel, ya sabe, las autoridades israelíes no dan permiso a los refugiados, pero usted sí puede ir a Ammán.

Me fastidiaba que Wädi diera por hecho que yo haría lo que él quería como cuando éramos niños.

Fray Agustín me dio el teléfono de Wädi en Ammán.

—Llámele cuando llegue, lo mejor será que se encuentren en algún hotel. No estaría bien que un judío le visitara en su casa del campo de refugiados.

Esta vez sí que me enfadé. Por lo que sabía, la casa de Wädi se encontraba frente a la Fortaleza, cerca del Palacio Real, ya que el difunto rey Hussein había transformado el campo construyendo casas para los refugiados, de manera que estaba seguro de que Wädi vivía en un lugar modesto pero digno, aunque aquel fraile parecía querer azuzar en mí un sentimiento de culpa que yo no estaba dispuesto a tener.

Otra vez fue Paula la que me animó a tomar la decisión. Ella estaba enferma, el cáncer la corroía, y los médicos apenas le daban un par de meses de vida.

—Tienes que ir, me gustaría saber cómo termina vuestra historia antes de morir.

—¿Qué historia? No te comprendo…, no sé qué es lo que Wädi quiere de mí…

—Ezequiel, la verdadera patria de los hombres es la infancia, y en la tuya habitaban Wädi y su familia, los Ziad. La vida os ha colocado en bandos opuestos y ambos habéis sido leales a vuestra causa, él lo sabe y tú también, pero ni siquiera el haber combatido en bandos diferentes te ha llevado a considerarle tu enemigo. Estáis unidos por lazos que ni él ni tú podréis romper por más que os empeñéis.

—No puedo ir y dejarte sola en este momento, sólo porque a Wädi se le ocurra que quiere verme.

—Temes que me suceda algo en tu ausencia, pero te prometo que estaré bien, no pienso morirme hasta que me cuentes cómo ha sido el encuentro entre vosotros. —Paula lo dijo riéndose, como siempre decía las cosas importantes.

Mi hijo Aarón no se atrevió a enfadarse con su madre, pero a mí me recriminó que estuviera dispuesto a ir a Jordania.

—Te vas a ir dejando a mamá en el hospital; además, ¿y si te sucede algo?

—No me pasará nada, muchos israelíes van a hacer turismo a Petra, ¿por qué yo no puedo ir?

Aarón me dijo algo que me dolió.

—¿Crees que podemos fiarnos? ¿Acaso has olvidado a Yuval y a Gedeón?

Precisamente porque no podía olvidar a mis hijos muertos decidí que debía ir. Y es lo que hice. Mi nieta Hanna se encargó de reservarme habitación en el hotel Intercontinental. «Es el más seguro, allí suelen alojarse los diplomáticos», me aseguró. Pero hizo algo más, se empeñó en acompañarme aun sabiendo que su padre, mi hijo Aarón, no lo aprobaba.

—El abuelo es mayor, y necesita alguien que cuide de él, y es lo que haré.

Yo esperaba en el vestíbulo del hotel Intercontinental impaciente. Wädi me había asegurado que llegaría a las cinco, y ya pasaban diez minutos. No sé cómo, pero de pronto sentí su presencia. En el arco de seguridad un anciano como yo depositaba lo que llevaba en los bolsillos. Tabaco de liar, un mechero y un rosario. Nos miramos reconociéndonos el uno al otro y caminé hacia él. Cuando estábamos a menos de un palmo de distancia, ambos dudamos de lo que debíamos hacer. Le tendí la mano y me la estrechó, pero luego nos dimos un abrazo e hicimos un esfuerzo para que no se nos saltaran las lágrimas.

Buscamos un rincón tranquilo y hablamos, hablamos durante horas, contándonos lo que había sido de nuestras vidas, lamentando las pérdidas de nuestros hijos, recordando la infancia compartida.

—Te agradezco que buscaras a Eloísa y que encontraras a mi hija.

—¿Sabes?, me costaba entender que hubieras podido enamorarte de otra mujer y que Anisa… bueno, que Anisa te lo hubiera consentido.

—No podía hacer nada para impedirlo. Me enamoré de Eloísa desde el primer momento en que la vi, y saber que ella también se había enamorado de mí me dio fuerza para afrontar cualquier cosa, aunque no te oculto que sufrí por hacer sufrir a Anisa. No la engañé, le dije la verdad y la invité a decidir. Ella decidió quedarse conmigo aunque yo no le pude prometer lo que haría. Quería lo mejor para Eloísa y aunque ella me decía que aceptaba las cosas como eran, yo no estaba satisfecho con nuestra situación. Me hubiera gustado que Anisa hubiese querido divorciarse, pero no quiso hacerlo, y yo no tenía el valor de dejarla. Habíamos tenido cuatro hijos y perdido a tres de ellos. Sí, tres fedayines, dos murieron luchando contra Israel y el otro combatiendo contra las tropas jordanas, y muy a mi pesar, porque ya sabes que mi familia siempre profesó lealtad a los hachemitas.

Me habló de Eloísa con tal pasión que parecía estar viéndola en aquel mismo momento. Me contó lo que sabía de su hija.

—No hay un solo día en que haya dejado de pensar en la hija de Eloísa, pero creo que sus abuelos tenían razón, yo no podía ofrecerle nada y, por tanto, no tenía derecho a malgastar su vida.

Después de mi visita a Madrid y con la información que le di a fray Agustín, Wädi había procurado saber cómo transcurría la vida de aquella niña, de María de los Ángeles de todos los Santos, que así es como la bautizaron.

Su padre, sus primos, sus tíos y tres hijos muertos combatiendo contra Israel. Yo había perdido a mi madre, a mi prima Yasmin, a Mijaíl, a mis dos hijos… Pero no evocamos a nuestros muertos como un reproche sino como la constatación de que precisamente por ellos era imprescindible la paz.

Dos Estados, es la única solución, coincidimos los dos. Pero Wädi me dijo algo más: «Es un sarcasmo en forma de tragedia tener que negociar con los ladrones el regreso a nuestras casas. Porque es lo que sois, ladrones que aprovechasteis las sombras de la noche para entrar en nuestros hogares y expulsarnos y ahora con la complicidad del resto del mundo decís que hay que negociar, que si aceptamos vuestras exigencias podríais dejarnos compartir un rincón de lo que fue nuestro. Pero ¿sabes, Ezequiel?, si no negociáis, si no aceptáis que Palestina tiene que ser, perderéis, no importa cuánto tiempo pase, perderéis. ¿Sabes por qué? Porque vuestras armas nunca serán suficientemente poderosas para vencer nuestra determinación para recuperar lo que es nuestro, porque cada piedra lanzada por nuestros hijos os hace más débiles, porque habéis dejado de ser David, porque continuáis estando solos, porque vuestros sufrimientos del pasado no pueden borrar el nuestro. Pero, sobre todo, porque ya habéis perdido el alma».

No le contradije. ¿Cómo podía hacerlo? No se discute con un hombre que lo ha perdido todo, que no puede llorar ante la tumba de los suyos y al que le han arrebatado su destino. Mientras le escuchaba no pude dejar de sentirme culpable.

Era noche cerrada cuando Wädi y yo nos despedimos ya en paz el uno con el otro. No prometimos volver a vernos porque a nuestra edad ya no se hacen planes para mañana. Desde aquel día, de cuando en cuando me llama por teléfono o le llamo yo. Son conversaciones breves, sin ninguna trascendencia, pero nos reconforta escuchar la voz del otro.

Cuando le conté a mi esposa mi conversación con Wädi, le reconocí que me sentía avergonzado porque había luchado en cuatro guerras, pero no había sido capaz de librar el combate más importante, el de la paz.»

Marian parecía conmovida, Ezequiel se dio cuenta de que ella luchaba por contener las lágrimas.

—Punto final, ¿no? —acertó a decir ella.

—Usted sabe que aún no hemos llegado al punto final. No, aún no. ¿No le gustaría saber qué le sucedió a la hija de Wädi?

—No… en realidad eso ya no importa.

—Aquella niña se hizo una mujer sin saber quién era su padre. Sus abuelos mantuvieron el secreto hasta el final. En realidad fue su abuelo el que en su testamento dejó una carta en la que le explicaba quién era. Para ella, saber la verdad fue un shock. De repente su mundo se le antojó una falsedad. No era quien creía que era, una chica de la buena sociedad madrileña, educada en carísimos colegios, con un título universitario y un máster a punto de terminar. De manera que aquella niña empezó a indagar sobre la que creía era su identidad perdida, pero no se atrevió a ir en busca de su padre en Ammán, sino que empezó a caminar en círculo. Hizo lo imposible por conocer a chicas y chicos palestinos de los que estudiaban en España, pero eso no fue suficiente, de modo que un día aterrizó en Ramala. Conoció a un joven, ¿se enamoró? Puede que sí, o puede que decidiera que se había enamorado porque creía que era la mejor manera de estar lo más cerca posible de aquella parte de su yo que hasta hacía poco no sabía ni que existía. Se casaron y tuvieron un hijo. Pero el matrimonio no duró mucho. No se adaptaba a vivir en Ramala, a integrarse en una sociedad en la que todo le resultaba ajeno. Y seguía sin atreverse a buscar a su padre. Un padre del que sólo sabía su nombre y que vivía en un campamento de refugiados en Ammán. Un padre al que íntimamente reprochaba que no hubiera luchado por llevarla con él aun sabiendo que él se había sacrificado por el bien de ella.

»Se marchó, dejó Ramala y regresó a Madrid llevándose a su hijo. El padre del niño al principio no puso inconveniente, pero cuando el crío cumplió doce años le reclamó. Ya no era un niño, le dijo, era hora de que estuviera con su padre. Tuvo que ceder porque las leyes estaban de parte del que había sido su marido; así pues, entregó al hijo y convirtió su existencia en un ir y venir que lo único que le provocaba era amargura.

»No estaba en Ramala el día en que su hijo murió. Había comenzado la segunda o tercera Intifada, no recuerdo bien, y aquel niño, junto a otros muchos niños, empezó a apedrear a unos soldados que protegían a un grupo de colonos que estaban levantando un nuevo asentamiento. Los críos tiraban sus piedras con fuerza, de repente sonó un disparo; una bala arrebató la vida a un chiquillo, era el suyo. Cuando ella llegó, su hijo ya estaba enterrado y desde entonces no ha dejado de llorarle.

»La hija de Wädi no ha perdonado a su padre que le diera la vida, ni a sus abuelos que le ocultaran la verdad, ni a su marido que le reclamara a su hijo, ni a Israel por existir.

»No puede perdonar ni sentir piedad por nadie que no sea ella misma. Hace años que vive angustiada por el dolor, ni siquiera un segundo matrimonio le ha servido para superar la pérdida de su hijo. En ella ha anidado un deseo más fuerte que ningún otro, el de la venganza, más fuerte incluso que su deseo de vivir. Hace unos meses conoció a su padre. Por fin se atrevió a hacerlo en un intento de comprenderse a sí misma. El encuentro llenó de dulzura el viejo corazón de Wädi, que al mirarla a los ojos encontró en ellos un destello de Eloísa. Pero a ella conocer a su padre no le ha servido de alivio. Lleva grabada en la retina la imagen de su hijo muerto y eso le impide ver nada más. Por eso ha preparado minuciosamente su venganza; no ha sido fácil, pero por fin está cerca de consumar la venganza que cree que le devolverá la paz. Necesita matar al enemigo que le arrebató la vida de su hijo, necesita hacer sufrir a quienes la hicieron sufrir. ¿Me equivoco, Marian? ¿O prefiere que la llame María de los Ángeles de todos los Santos tal y como la bautizaron en Madrid? ¿O quizá señora Miller, el apellido de su segundo marido?

Marian estaba pálida y le castañeteaban los dientes. Ocultaba la mano en el bolsillo de la chaqueta, parecía apretar algo.

—Desde cuándo lo sabe… —preguntó en voz baja.

—Desde el primer día que viniste. Wädi, tu padre, me llamó y me pidió que impidiera que vieras a mi hijo Aarón. «No quiero que muera nadie más…, ya hemos sufrido bastante los dos…, lo mejor es que no vea a tu hijo», me advirtió. Temía tu amargura. No sólo quería evitarme a mí un nuevo sufrimiento sino, sobre todo, salvarte de ti misma. Pero le dije que debía correr ese riesgo porque acaso escuchar nuestra historia, la de los Zucker íntimamente unida a la de los Ziad, quizá te ayudara a devolverte la paz. Además, jugaba con ventaja sabiendo que mi hijo Aarón no estaría aquí, de manera que no me lo podrías arrebatar.

»Me recuerdas tanto a tu abuelo Mohamed… Ya ves, la historia de los Ziad y de los Zucker no acabó en 1948.

La miró fijamente antes de proseguir.

—Soy un anciano y estoy muy enfermo, ¿qué me queda ya? Tu abuelo Mohamed decía que hay momentos en que la única manera de salvarse a uno mismo es muriendo o matando. De manera que… no te preocupes: dispara, yo ya estoy muerto.

Se hizo el silencio. Durante unos segundos, que a ambos se les antojaron eternos, no se movieron, era tal la quietud que ni siquiera escuchaban el sonido de su respiración.

Luego él, lentamente, continuó colocando las tazas sobre la bandeja mientras observaba cómo hervía el agua para el té.

Apenas les separaban unos pocos metros y a él le llegaban oleadas de su perfume mezclado con el olor del miedo.

Sabía bien a qué huele el miedo. Él también lo había sentido antaño, pero en aquel momento en que la muerte había llegado para llevárselo, no sentía miedo como en otras ocasiones que se había complacido en jugar hasta dejarle inerte para después marcharse.

Notó cómo se movía. Sabía que tenía el dedo sobre el gatillo y que estaba dispuesta a disparar. Decidió darse la vuelta para enfrentar su mirada y morir con dignidad, si es que hay alguna dignidad en ese instante en el que uno deja de ser.

Pudo ver la furia que desprendían sus ojos infinitamente negros, pero también la lucha que mantenía consigo misma. Lo sentía por ella; si disparaba se perdería para sí misma, si no lo hacía no se lo perdonaría jamás.

Y aquellos segundos en que cruzaron sus miradas a ambos se les hicieron eternos.

—Dispara, yo ya estoy muerto —repitió con apenas un hilo de voz.