Ezequiel miró fijamente a Marian y ésta se sobresaltó. Le había escuchado con tanta atención que apenas se había movido. Hacía tiempo que las sombras habían desalojado a la tarde.
—Estoy cansado —murmuró Ezequiel.
—Lo siento, tendría que haberme ido hace un buen rato. Sus nietos se enfadarán conmigo y tendrán razón, le hago hablar y hablar… y usted aún tiene que recuperarse.
—Aún no hemos terminado, ya no falta mucho, ¿no es así?
Marian no pudo por menos que sonreír. Aquel anciano era tozudo y duro como el acero.
—Tengo otras entrevistas que hacer. Si le parece, volveré dentro de dos o tres días…
—Sí, llámeme. Ahora es usted a la que le toca hablar. Supongo que sus amigos palestinos le habrán contado el resto de la historia.
Ella se puso tensa. No sabía cómo interpretar las palabras de Ezequiel. Sí, conocía el resto de la historia. Se la habían contado sin escatimar detalles.
—Le contaré todo lo que sé. Pero ahora descanse, le llamaré. Mañana tengo un par de entrevistas en Ramala, y también tengo previsto ir a Belén.
—La esperaré.
Cuando llegó a su habitación del American Colony sintió la necesidad de telefonear a su ex marido. Eran las ocho en Israel, y las dos de la tarde en Nueva York; a esa hora Frank estaría en su despacho.
Continuaba necesitándole. Sólo escuchar su voz le devolvía la calma. Siempre se había mostrado dispuesto a dejar lo que tuviera entre manos para atender sus necesidades. Y Marian lo que más necesitaba era hablar, decir en voz alta aquellas palabras que iban formándose en su cabeza.
La secretaria de Frank hizo como si no reconociera su voz.
—El señor Miller está ocupado, ¿desea dejar algún mensaje?
—Soy la señora Miller —respondió Marian con sequedad.
—¡Ah!, señora Miller, no la había conocido… Veré si el señor Miller puede atenderla.
Un segundo después escuchó la voz de Frank y suspiró aliviada.
—¿Cómo vas con tus pesquisas? —quiso saber él.
Y Marian le contó su última visita a Ammán, además de todo lo que le había contado ese mismo día Ezequiel Zucker.
—¿No crees que deberías dar por cerrada esta historia? Escribe tu informe y regresa a casa. Estás abusando de la paciencia de Michel y te recuerdo que él es tu jefe.
—No puedo hacer el informe si no escucho a las dos partes —se disculpó ella.
—Marian, estás hablando conmigo, los dos sabemos lo que supone para ti este viaje. Te has obsesionado con Palestina y eso no es bueno, ni para ti ni para tu trabajo. Vuelve, Marian. Si quieres podemos encontrarnos en París. Estaré allí dentro de un par de días.
Ella dudó. Necesitaba saber que la apoyaba, que hiciera lo que hiciese contaría con su comprensión.
—No puedo, Frank, aún no puedo irme.
Después de hablar con Frank, telefoneó a su jefe. Le localizó en el móvil.
—¿Michel?…
—¡Vaya, menos mal que te dignas responderme! Te he mandado dos correos y te he dejado cuatro mensajes en el buzón de tu móvil…
—Lo siento, he estado ocupada yendo de un sitio para otro…
—Marian, no puedo cubrirte más tiempo. Nadie entiende que continúes en Palestina. Mira, a todos nos ha pasado en alguna ocasión, llegamos a un lugar para hacer un informe y sin saber cómo nos implicamos con los problemas de ese lugar… Eso hace que perdamos la perspectiva. Aquí en la oficina ya hay quien dice que tu informe no servirá de nada.
—Supongo que eso lo dirá Eleonor. Es muy propio de ella denostar el trabajo ajeno —respondió enfadada.
—¿Cuándo regresas?
—Estoy terminando, ahora sí. Creo que la próxima semana regresaré a Bruselas.
—¡Otra semana! ¡Tú estás loca!
—No, Michel, estoy haciendo un trabajo, y no es fácil, te lo aseguro.
—Pues yo creo que es muy fácil. Sólo has ido a constatar lo que sabemos: la política de asentamientos es una mierda. Los israelíes están quedándose con las pocas tierras que les quedan a los palestinos. Es una política de hechos consumados. Van a un sitio, construyen, mandan a sus colonos y de esta manera pretenden que sea irreversible la judaización de ese lugar. ¿Quieres que siga?
—No es tan simple.
—¿Ah, no? Espero que los judíos no estén comiéndote el coco. Son muy hábiles con la propaganda. Es más, si son capaces de ganarte a ti para su causa, entonces estamos perdidos.
—Intento hacer un trabajo objetivo y profesional. Y nadie me ha ganado para su causa. Sólo trato de describir la realidad, y exponer en mi informe los puntos de vista de ambas partes. Es lo correcto, ¿no?
—Lo único correcto es hacer el trabajo a su debido tiempo y sin malgastar el dinero de los contribuyentes. No podemos permitirnos que continúes allí. Has sobrepasado el presupuesto. ¡Ah!, y en Administración preguntan por tu querencia con el American Colony. ¡¿Es que no hay hoteles baratos en Jerusalén?!
—El American Colony está en la zona palestina, aquí se reúnen los líderes palestinos y, por cierto, también se alojan aquí los negociadores de la UE para el proceso de paz…
—Ya, pero a ellos nadie les pide cuentas, y a nosotros, en cambio, sí. Ya está bien, Marian, vuelve, no pienso seguir cubriéndote. Una semana, ni un día más, te lo aseguro.
Los dos días siguientes los dedicó a terminar las visitas que tenía programadas en Ramala y en Belén. Se sentía desazonada después de conversar con los dirigentes palestinos. La misma desazón que sentía cuando escuchaba a los líderes israelíes.
Cualquier observador imparcial diría que la única solución era la coexistencia de dos Estados. No había otra salida.
Ella no podía dejar de admirar a los palestinos. Tenía buenas razones para ello, pero la principal no era otra que su firmeza y sacrificio a la hora de defender sus derechos arrebatados. No les habían rendido, continuaban allí esperando justicia.
No volvió a casa de Ezequiel hasta tres días después. Hanna, la nieta de Ezequiel, la recibió con una enorme sonrisa. La joven había vencido todas sus reticencias y parecía simpatizar con ella.
—He dejado la comida preparada por si se alargan en la conversación.
—No tenía que haberse molestado.
—No es nada, una ensalada, un poco de hummus y un guiso de pollo. Así no tendrán que preocuparse más que de hablar.
Cuando la joven los dejó solos, Marian sintió la mirada de Ezequiel escudriñándola.
—Bueno, es su turno —le dijo.
—No va a ser fácil, al fin y al cabo se trata de contar el final de una historia que también le pertenece a usted. Son hechos que usted ha protagonizado o que le conciernen.
—Es importante para mí que me cuente la versión de la familia Ziad. Supongo que no tendrá dudas respecto a lo que los Ziad significan para mí. Estoy seguro de que no se habrán alejado ni un ápice de la verdad. Pero la verdad a veces es poliédrica.
—La verdad es la verdad —respondió Marian procurando embridar su mal humor.
—No, no lo es. La verdad está rodeada de otros elementos, de la sustancia de cada cual, de nuestras vivencias, del momento. Por ejemplo, es verdad que Jerusalén es una ciudad santa para cristianos y musulmanes. Pero muchos siglos antes de que lo fuera para los unos y los otros, además de ser la capital de nuestro reino, ya era una ciudad santa para nosotros los judíos. Ahora nos la disputamos. Mi verdad es tan tangible al respecto como lo es la verdad de los Ziad. Pero no discutamos. La escucho.
«Wädi Ziad estaba resuelto a ser maestro. No dejaba de pensarlo mientras luchaba junto a los británicos en las arenas egipcias contra el Afrika Korps de Rommel.
Le repugnaba la violencia y sin embargo allí estaba con un fusil en la mano disparando. «Sé por qué lucho», se decía en los momentos de desánimo. Había ocasiones en las que tenía que repetírselo varias veces para poder continuar disparando.
Sintió náuseas la primera vez que vio los cadáveres de otros soldados como él, aunque llevaran el uniforme alemán. Pensó que quizá alguno habría sucumbido a sus disparos.
Le sorprendía sobrevivir a las escaramuzas y batallas en las que participaba. No se engañaba. Un día el muerto era un soldado alemán, pero al siguiente podría serlo él. Así que pasó la guerra aguardando el momento en que una bala le atravesara el pecho y le arrebatara la vida. Pero no sucedió, de manera que pudo regresar a Palestina con la felicitación de sus superiores tras recibir una mención al valor en el campo de batalla.
Había llegado a conocer a fondo a los británicos. Es difícil no conocer a los hombres junto a los que uno arriesga la vida. Admiraba su determinación, sabían por qué luchaban y lo que querían. «Si los árabes fuéramos capaces de actuar unidos…», se decía. Pero cuando regresó a casa no fueron pocos los amigos que le recriminaron que hubiera luchado con los británicos que, le decían, no dejaban de ser más que unos colonizadores que sólo defendían sus propios intereses.
Pero la guerra había sido distinta. Él no había dudado al elegir bando. Hitler le parecía un hombrecillo maligno. Nunca habría arriesgado su vida por un hombre como aquél. Estaba seguro de que las intenciones de Hitler no eran otras que las de convertir Palestina en una colonia alemana. Tampoco compartía su odio a los judíos.
Muchos de los amigos de Wädi eran judíos. Había crecido junto a La Huerta de la Esperanza y sentía un afecto sincero por todos cuantos allí vivían. Sonreía al recordar a Ezequiel, aquel chiquillo que le seguía por todas partes agradecido porque le hubiera salvado la vida. Nunca se había lamentado por las cicatrices con que el fuego le había señalado el rostro, pero sabía de su efecto en quienes le miraban.
No avisó a su padre del día de su regreso. Vio a lo lejos a su madre regando las flores. Sonrió. Salma cuidaba con mimo aquel trozo de huerto que sentía más suyo que de nadie y en el que cultivaba hierbas medicinales, además de flores. No le sorprendió que de repente su madre se levantara colocándose las manos sobre los ojos a modo de visera y escudriñara el horizonte. Salma aún no le había visto pero había intuido la presencia de su hijo. Todavía tardó unos minutos en acercarse hasta que ella le vio y gritó su nombre. ¡Cuánto se habían extrañado el uno al otro! Durante la guerra, en los momentos de desánimo, de miedo, de hastío, pensaba en su madre, en el momento en que ella volviera a cobijarle entre sus brazos.
Su madre lloró al verle y su padre contuvo como pudo la emoción. Wädi sintió la ausencia de su hermana Naima. No se lo dijo a su padre, pero le disgustaba que la hubieran casado. Quizá deberían haber esperado a su regreso, o darle a ella la oportunidad de elegir. Sabía que Târeq era un buen hombre, de lo contrario su padre nunca le habría entregado a Naima, pero, aun así… Le habría gustado que Naima compartiera aquel instante de su regreso de la guerra; la imaginaba riendo, dándole palmadas, preguntándole curiosa por todo lo vivido. Pero Naima tenía obligaciones, ya había tenido su primer hijo.
—Vendrá en cuanto sepa que estás aquí —le aseguró Mohamed, consciente de la desilusión de Wädi ante la ausencia de su hermana.
—Târeq la cuida como si fuera una joya —le aseguró Salma.
Su madre también le contó que Naima y Târeq tenían su propia casa en la que reinaba su hermana pequeña. Algunas mujeres sufrían en silencio cuando tenían que vivir en casa de su suegra. No todas habían tenido la suerte de la propia Salma, que había encontrado en Dina, más que a una suegra, a una segunda madre.
Salma había conservado su cuarto tal y como él lo había dejado. Encontró sus camisas limpias y dobladas en los cajones de la vieja cómoda. Y las sábanas olían a la lavanda que la propia Salma cultivaba.
La primera noche le costó dejarse llevar por el sueño. La blandura de la cama le resultaba extraña después de las noches pasadas durmiendo al raso y de cualquier manera. Se había acostumbrado a los catres del ejército por más que no dejaba de añorar su propia cama mientras estaba en Egipto.
Su madre le acompañó a visitar La Huerta de la Esperanza, que se le antojó triste por la ausencia de Ezequiel y de Ben. Miriam había envejecido y Marinna había adelgazado más de lo debido. Las dos mujeres no daban abasto trabajando de sol a sol en la huerta. Igor continuaba al frente de la cantera y apenas encontraba tiempo para echar una mano. Le entristeció ver aquel lugar sumido en el silencio.
Louis, le dijeron, pasaba más tiempo en Tel Aviv que en Jerusalén, y Ezequiel y Ben aún no habían regresado pese a que la guerra había acabado unos meses atrás.
Wädi se ofreció en sus ratos libres a ayudar a las dos mujeres con la huerta, aunque aún no sabía de cuánto tiempo libre dispondría porque estaba decidido a comenzar a trabajar cuanto antes como maestro. Antes de la guerra se había preparado para ello.
—Yusuf te puede ayudar —le dijo Mohamed.
—Padre, no quiero deber favores a nadie —le respondió Wädi.
—Es tu tío, está casado con mi hermana Aya. Si te ayuda no le deberás nada —insistió Mohamed.
—Me gustaría intentarlo yo solo. Iré a visitar a mis antiguos maestros, ellos sabrán orientarme.
Mohamed asintió. Le enorgullecía la actitud de su hijo. Aun así, le comentaría a Yusuf que Wädi buscaba trabajo. Lo haría el viernes. Salma había invitado a Aya a compartir con ellos una cena familiar a la que también acudirían Hassan y Layla con su hijo Jaled, además de Naima con Târeq. Era bueno tener una familia, pensaba Mohamed, por más discrepancias que él mismo mantuviera con su tío Hassan y con su cuñado Yusuf. Le molestaban las dudas de éstos. Durante la guerra se habían mostrado bien dispuestos con el muftí. Él solía reprocharles su actitud recordándoles que tenía un hijo combatiendo contra los alemanes.
Para Wädi fue un motivo de alegría reencontrarse con su primo Rami. El hijo mayor de Aya le sacaba un año y de niños habían sido inseparables. A su prima Noor la encontró tan bonita y tímida como cuando era niña.
—Me alegro de que hayas regresado a tiempo para la boda de Noor —le dijo Aya mientras le abrazaba.
Noor bajó la mirada azorada. Apenas faltaban unos días para desposarse y por más que procuraba parecer alegre, no lo estaba. Temblaba al pensar que debía abandonar su casa para irse con un desconocido a la otra orilla del Jordán. Aya, su madre, le había contado que ella misma sufrió la misma experiencia. Pero su madre había tenido suerte y no había pasado mucho tiempo viviendo en casa de su suegra. Éste no iba a ser su caso. El hombre que habían elegido como esposo para ella tenía su hogar en el corazón de Ammán, y era un leal servidor del emir Abdullah.
Yusuf había convencido a Aya de que Emad sería un buen marido. Su padre, durante la guerra contra los turcos, había sido compañero de armas del propio Yusuf, era un beduino y a lo largo de los siglos su familia había permanecido leal a los hachemitas.
Salma estaba cocinando un cordero y tanto Aya como Noor y Naima la ayudaban mientras hablaban sobre la próxima boda. Layla descansaba cerca de ellas. Había engordado tanto que apenas se podía mover; además, con la vejez dormitaba buena parte del tiempo sin atender a quienes la rodeaban.
Los hombres bebían zumo de granada y fumaban aquellos cigarros egipcios que tanto gustaban a Mohamed y que Wädi le había traído de regalo. Conversaban como siempre hacían sobre el futuro de Palestina.
—Sé por Omar que desde que ha terminado la guerra la Haganá ya no se muestra tan beligerante con la gente del Irgún. Incluso han decidido unir fuerzas contra los británicos —explicó Yusuf.
—¿Y eso es bueno o malo? —preguntó Wädi.
—Intentan que los británicos abran la mano a la emigración de los judíos europeos liberados de los campos, pero los británicos se niegan. Aun así, la Agencia Judía no ceja de fletar barcos en los que traen a los judíos supervivientes. Además, la Agencia Judía ha encontrado un aliado en el presidente americano Harry Truman, que presiona a los británicos para que dejen entrar en Palestina al menos a cien mil judíos —respondió Yusuf a su sobrino.
—De manera que Truman es sionista —afirmó más que preguntó Mohamed, al que siempre le asombraba la excelente información que poseía su cuñado Yusuf.
—Dicen que es un gran conocedor de la Biblia y que para él no hay duda de que esta tierra pertenece a los judíos —asintió Yusuf.
—Ahora tenemos otra comisión en Palestina. Una de esas comisiones que tanto les gustan a los europeos para decidir qué hacer con lo que no es suyo. Los británicos, para no contrariar al presidente Truman, han accedido a la creación de esta comisión —le explicó Jaled a Wädi.
Mohamed escuchó con atención a su primo. Jaled era un hombre templado como él. Habían combatido juntos en las tropas de Faysal cuando ambos soñaban con una patria para los árabes. Sabía de su valor y lealtad y a lo largo de los años había aprendido a confiar en su buen juicio. A pesar de que Jaled evitaba toda disputa con su padre, para Mohamed no era ningún secreto que ambos diferían en sus opiniones. Hassan, el tío de Mohamed, era un firme partidario del muftí Husseini, mientras que su hijo Jaled se había mantenido estratégicamente distante.
—En cualquier caso, pese a las presiones de los norteamericanos, los británicos no van a facilitarle las cosas a la Agencia Judía. Para los judíos ha sido un contratiempo que Winston Churchill perdiera las elecciones. Al nuevo premier, el laborista Clement Attlee, no le conmueven las dificultades de los judíos que han sobrevivido a los campos. Ernest Bevin, el nuevo ministro de Exteriores, se muestra inflexible con el viejo Weizmann —añadió Yusuf.
—Lo que es una evidencia más de la ingenuidad que supone creer a pies juntillas a los políticos. Los laboristas se habían venido manifestando en favor de la causa de los judíos, pero ahora que gobiernan han cambiado de opinión y de política —reflexionó Wädi.
—Tienes razón, hijo, por eso te he dicho siempre lo mismo que me decía mi padre: debemos actuar de acuerdo con nuestra conciencia para que, suceda lo que suceda, no llevarnos desengaños. Imagina la de judíos que confiaron en que cuando gobernaran los laboristas su causa sería mejor atendida, y sin embargo ahora se ven traicionados —sentenció Mohamed.
—Lo que sin duda favorece a nuestra causa. —Hassan sonreía satisfecho por lo que consideraba una obviedad.
—Seríamos unos estúpidos si creyéramos que los británicos harán algo más que defender lo que a ellos les convenga. No caigamos en el mismo error que los judíos —les recordó Rami.
—Mi primo tiene razón. Nuestro futuro será lo que nosotros seamos capaces de construir, pero sin esperar nada de los británicos. He combatido con ellos y sé cómo piensan, y aunque muchos oficiales sienten simpatía por nosotros, obedecen como un solo hombre a su gobierno y siempre antepondrán los intereses de Gran Bretaña a sus propias ideas —añadió Wädi.
Comieron y hablaron hasta bien entrada la noche disfrutando de aquella reunión familiar a la que se había unido un nuevo miembro, Târeq, el marido de Naima.
A Wädi le costaba aceptar que su hermana se hubiera convertido en la esposa de aquel hombre que les escuchaba sin apenas intervenir en la conversación. No sabía si la actitud de Târeq se debía a la discreción o al cálculo, pero le hubiera gustado escuchar alguna opinión.
Naima parecía tranquila, intentó escudriñar en su mirada algún signo de infelicidad pero no vio nada. Su hermana se había convertido en una matrona que mecía con delicadeza a su hijo. El pequeño Amr se parecía a Naima y eso le llenó de satisfacción.
—Estamos tomando el relevo —le dijo Rami, sonriente.
—Sí, tienes razón. Miro a mi hermana y me cuesta imaginarla como esposa y madre, pero es lo que es.
—A mí me sucede lo mismo con Noor, para mí siempre será una chiquilla, pero, ya ves, mi hermana se casará en unos días y al igual que la tuya pronto tendrá su propio hijo en los brazos. Nuestros padres han envejecido, y ahora nos toca a nosotros batallar por el futuro.
Rami tenía razón, pensó Wädi mientras observaba a su padre. Mohamed tenía el cabello encanecido y sus ojos reflejaban el cansancio del paso de los años. Pero la edad no le había vencido. Continuaba siendo el hombre leal a sus ideales y a sus amigos, sin importarle las consecuencias.
Su padre le había hablado de la brecha cada vez más profunda que se había ido abriendo entre árabes y judíos.
—Me gustaría que nos reuniéramos con Ben y con Ezequiel…, eran nuestros mejores amigos —le confesó Wädi a Rami.
—Sí, nosotros somos primos y además hemos vivido juntos buena parte de nuestra infancia, pero ellos eran como de la familia. Creo que Ezequiel regresa a Jerusalén; en cuanto a Ben, no lo sé, supongo que se llevará un disgusto cuando vea que tu hermana Naima se ha casado. Siempre estuvo enamorado de ella —respondió Rami.
—¿Te habías dado cuenta? —preguntó Wädi con sorpresa.
—Habría que estar ciego para no ver algunas cosas… —respondió Rami.
—Sí, tienes razón.
Guardaron silencio. Ninguno de los dos se atrevía a decir en voz alta que antes de que Ben, el hijo de Marinna e Igor, se enamorara de Naima, fueron muchas las ocasiones en las que sorprendieron a Mohamed mirando a Marinna y a Marinna devolviendo aquellas miradas.
Rami no dijo nada, porque hablar hubiese supuesto ofender a Wädi. Wädi agradeció el silencio de su primo. Cuando era pequeño no alcanzaba a comprender la intensidad de aquellas miradas que tanto incomodaban a Igor, el esposo de Marinna, y que helaban la sonrisa de Salma. Pero jamás había escuchado una palabra de reproche de su madre. En realidad no recordaba que sus padres hubieran discutido nunca. Aun así, cuando él se convirtió en un hombre, comprendió que aquellas miradas no eran otra cosa que el eco de un amor que nunca fue.
Mohamed se acercó a Wädi y a Rami. Le enorgullecía que se hubieran convertido en dos hombres cabales.
Yusuf había conseguido que Omar Salem colocara a su hijo al frente de una de sus empresas, dedicada al comercio textil. El buen hacer de Rami había logrado que en pocos años se duplicaran los beneficios.
—Los viejos aburrimos a los jóvenes siempre hablando de política —dijo Mohamed.
—Todo es política, padre; la guerra y la paz son sólo dos caras de la política —le respondió Wädi mirando con afecto a su progenitor.
Era tarde cuando terminaron de cenar. Hacía frío, como siempre hace en febrero en Jerusalén. Y aquel mes de febrero de 1946 no fue una excepción.
Wädi fue a visitar a sus antiguos profesores de la escuela británica de St. George. Le recibieron con afecto y más sabiendo que durante la guerra había combatido en su bando. Él les pidió que le aconsejaran cómo encontrar un trabajo de maestro. Uno de aquellos profesores, el severo mister Brown, le prometió darle una carta de recomendación que debía entregar a un fraile franciscano que había abierto una escuela para niños árabes cuyas familias no disponían de recursos.
—El fraile es un buen hombre —aseguró mister Brown—aunque es un soñador, mantiene su escuela gracias a las limosnas. No es raro verle por las calles de la Ciudad Vieja con un recipiente de aluminio pidiendo para su escuela.
Mohamed no quiso desilusionar a su hijo cuando éste le enseñó muy ufano la carta de recomendación de mister Brown. Había oído hablar de aquel fraile loco que a pocos metros de la Puerta de Damasco había acomodado un viejo almacén como escuela. Precisamente aquel almacén pertenecía a Omar Salem, que se lo había cedido gratuitamente a aquel fraile insistente empeñado en enseñar a quienes no tenían medios para acudir a una escuela como es debido. A Omar Salem le disgustaba que fuera un cristiano quien se encargara de la educación de los niños árabes, pero el fraile le convenció de que su objetivo no era cristianizar a los pequeños, sino ayudarles a aprender a leer y a escribir, con eso se conformaba. De manera que Omar Salem terminó cediéndole gratuitamente el almacén.
—Ya ves, no querías que pidiéramos ayuda a Omar Salem y el destino te lleva hacia él —le dijo Mohamed a su hijo.
Apenas estaba saliendo el sol cuando Wädi se presentó en la escuela del fraile y de inmediato supo que no querría trabajar en otro lugar que no fuera ése.
Encontró a fray Agustín barriendo el suelo. El fraile no tendría más de cuarenta años y era alto, magro y fuerte. Tras los saludos de rigor le entregó la carta de mister Brown que el fraile leyó de inmediato.
—De manera que quiere trabajar… Me gustaría decirle que se quede, pero ya ve que esto no es una escuela, sólo es un lugar donde enseñar a leer y a escribir. Omar Salem nos regaló la pizarra y un comerciante tuvo a bien cedernos dos alfombras para que los niños no se sienten en el suelo. Con las limosnas apenas saco para comprar cuadernos y lápices, así que difícilmente podría pagar lo que un maestro merece.
—No necesito mucho —respondió Wädi.
—Pero, hijo, es que apenas tengo con qué mantener este lugar. Me gustaría contar con un buen maestro, pero no puedo abusar de su buena disposición. Usted es un hombre joven, tendrá esposa e hijos a los que mantener, y le aseguro que con lo que yo pudiera darle no le alcanzaría ni para comer.
Pero Wädi no estaba dispuesto a rendirse, de manera que logró convencer al fraile para que le tomara a prueba.
—Bueno, quédese, me echará una mano y después ya decidiremos.
Según avanzaba la mañana los niños comenzaron a llegar. Unos a una hora, otros a otra. Llegaban, se sentaban y fray Agustín, con paciencia, les enseñaba a leer. Algunos estaban una hora, otros se quedaban más tiempo. De vez en cuando se escuchaban los gritos de alguna madre reclamando la presencia de su hijo y entonces se veía a algún pequeño levantarse y, sin despedirse, salir corriendo.
Wädi se sentó junto a un grupo de niños que tendrían seis o siete años y que observaban con admiración cómo escribían los mayores. Eran los más pequeños y fray Agustín apenas podía prestarles atención, de manera que les daba un papel y un lápiz invitándoles a dibujar lo que les viniera en gana mientras él se esforzaba en enseñar a los mayores.
Al cabo de un buen rato Wädi había logrado enseñar un par de signos fonéticos a los pequeños, que parecían entusiasmados aprendiendo.
A media mañana, fray Agustín repartió entre todos los niños una hogaza de pita con algo de queso.
Era la hora del descanso, de estirar las piernas y llenar el estómago con aquel modesto refrigerio.
—Hay un panadero cerca de aquí, un buen hombre, que de vez en cuando me regala pita para los niños. Hoy hemos estado de suerte. El queso lo hacen unas monjitas. A los niños les viene bien tener algo en el estómago.
Cerca de las dos ya no quedaba ni un solo niño. Fray Agustín se dedicó a ordenar el desbarajuste que habían dejado los pequeños. Wädi le ayudaba haciendo lo que le mandaba. Cuando terminaron, el fraile le miró agradecido.
—¿Puedo volver mañana? —preguntó Wädi ansiando una única respuesta.
—Si pudiera pagarle…, pero no puedo abusar de su bondad. Usted es joven…
—Puedo ayudarle a obtener fondos para la escuela, no creo que se necesite mucho para mantenerla. ¿Sólo vienen niños árabes?
—Bueno, también hay algún cristiano, pero son los menos, y ningún judío. Lo único que pretendo es que los más desfavorecidos no se queden sin la oportunidad de aprender a leer y a escribir. No pretendo más, porque no puedo hacer más.
»Abro la puerta cada mañana y a veces vienen veinte niños, a veces treinta, otras no llegan a cinco…, todo depende de lo que tengan que hacer, de lo que les manden en casa. No es fácil convencer a las familias que nada tienen de que prescindan de sus hijos para enviarles a la escuela. Si les permiten venir aquí es porque no les cuesta nada.
—¿Por qué hace esto? —preguntó Wädi con curiosidad.
—Yo nací en un pueblo miserable perdido en la llanura castellana, en España. Mi padre era pastor y a duras penas sabía leer y escribir, mi madre ni siquiera eso. Ella intuía que sólo aprendiendo podría escapar de aquel mundo minúsculo en que se desenvolvía nuestra miserable existencia. Mi madre soñaba, soñaba en voz alta. Cuando mi hermano y yo éramos pequeños, mi madre nos contaba historias fantásticas. No sé cómo lo consiguió, pero convenció a don Fulgencio, el cura del pueblo, para que me recomendara y me admitieran en un seminario de Toledo. No tendría más de nueve años cuando mis padres me despidieron a la puerta de nuestra humilde casa entregándome al cura que iba a llevarme al seminario. Yo no paraba de llorar y me negaba a irme con el cura, quien empeñado en agarrarme de la mano, tuvo que soltarme ante el mordisco que le di. Mi madre temió que don Fulgencio se echara atrás y decidiera que no me llevaba a Toledo. De manera que dijo que ella misma nos acompañaría aunque tuviera que regresar andando, y así lo hizo, a pesar de las protestas de mi padre.
»En la puerta del seminario me reprendió con cariño por mi negativa a desprenderme de sus brazos. “Lo que estoy haciendo por ti lo tendrás que hacer por otros niños en el futuro. Serás un hombre de Dios y nada mejor para honrar a Nuestro Señor que enseñar al que no sabe. Prométeme que lo harás así”, me dijo.
»Se lo prometí sin saber muy bien en qué consistía la promesa. Lo comprendería años más tarde cuando me lo recordó en su lecho de muerte: “Ahora ya eres fraile y Dios te tendrá en cuenta por haber elegido vivir en la pobreza, pero lo que no te perdonará es que no ayudes a los demás enseñándoles lo que has aprendido. Busca a quienes no saben y enséñales. Toda mi vida he sentido un dolor profundo al no poder leer las letras de los libros, al no comprender los signos de la escritura. Ese dolor me oprimía el pecho y me hacía llorar. Ya ves, seguramente de tanta opresión he enfermado, pero tú enseñarás; sí, enseñarás a los demás”.
De manera que aquel fraile estaba cumpliendo la promesa hecha a su madre, una mujer sencilla con un ansia inalcanzable de saber.
Cuando por la tarde regresó a casa, Wädi se sentía más feliz de lo que se había sentido en los últimos años cuando su única expectativa había sido matar para no morir.
Salma escuchaba atentamente a su hijo. No se atrevía a decirle que ir a ayudar a un fraile cristiano no era precisamente lo que se decía un buen trabajo. Ansiaba lo mejor para su hijo. Mohamed y ella no habían dejado de hacer planes para cuando él regresara de la guerra. Pero Wädi carecía de ambición. Actuaba con rectitud, de acuerdo con su conciencia, y ésa parecía ser su única satisfacción.
—Quizá podrías encontrar un trabajo en una de las escuelas de Deir Yassin. En la aldea donde vive tu tía Aya hay dos escuelas de chicos y una de chicas. Puede que Yusuf pueda recomendarte. La aldea es cada vez más próspera, ya sabes que está muy cerca, al oeste de Jerusalén. No tardarías mucho en ir y venir.
—Sí, seguramente Yusuf podría recomendarme, pero prefiero el trabajo que yo mismo he encontrado. Esos críos que hoy he conocido necesitan que alguien les enseñe. Y el fraile no puede hacerlo solo.
Salma no insistió, pero más tarde Mohamed sí expresó su disgusto.
—Puedes echar una mano a ese fraile, pero antes debes encontrar un trabajo. Los frailes viven haciendo caridad, pero tú no eres un fraile cristiano y tienes que trabajar. También tendrías que ir pensando en casarte y en formar tu propio hogar.
—Me gustaría que ese almacén se convirtiera en una escuela como es debido. Que los niños no tuvieran que sentarse en el suelo… Quizá Omar Salem podría hacer algo más que ceder el uso del almacén, él y sus amigos cuentan con dinero suficiente como para ayudar a los que nada tienen. Y esos niños necesitan que alguien les preste atención y les enseñe. Ahora sólo van niños, pero también hay sitio de sobra para construir un aula para niñas. Fray Agustín mantiene la escuela pidiendo limosna. Yo haré lo mismo. Pediré limosna a todas las personas que conozco, su dinero servirá para un buen fin.
—Es muy loable tu actitud, pero también debes pensar en ti —insistió Mohamed.
—Padre, te aseguro que no seré una carga para ti. Cuando termine en la escuela, trabajaré de lo que sea en cualquier lugar y obtendré un salario.
—No es eso lo que estoy pidiéndote. Alá siempre se ha mostrado generoso con nosotros. Esta casa y la huerta serán para ti. Aquí vivió mi padre y antes que él tu abuelo y tu bisabuelo… Desde hace generaciones los Ziad hemos vivido en este trozo de tierra y así debe seguir siendo. Te casarás y traerás a tu esposa, aquí nacerán tus hijos y luego los hijos de tus hijos. Nuestro deber es ayudar al prójimo pero también, y aun antes, a nosotros mismos.
Sin embargo, Wädi estaba decidido a seguir su propio rumbo aunque le doliera que su padre no estuviera de acuerdo.
—Yo necesito poco para vivir, y si encuentro una mujer para casarme, deberá ser capaz de renunciar a lo superfluo. ¿Sabes, padre?, somos afortunados porque sin ser ricos tenemos todo lo necesario para vivir con dignidad.
—Precisamente gracias al trabajo. —Mohamed estaba disgustado por el cariz de la conversación con su hijo.
—Aportaré un salario y enseñaré a esos niños. Te prometo que te sentirás orgulloso de mí.
Wädi cumplió su promesa. Todas las mañanas antes de las ocho se presentaba en el almacén y allí permanecía hasta mediodía ayudando a fray Agustín con aquellos chiquillos vivaces con hambre por aprender.
—Eres un buen maestro, los críos están cogiéndote afecto.
—Me gusta enseñar, disfruto viendo cómo aprenden.
—Y tienes paciencia, una virtud que no siempre a mí me acompaña. En ocasiones, cuando no prestan atención, alguno de estos chicos se lleva un coscorrón y eso no está bien, pero no sé cómo evitar enfadarme —le confesó el fraile.
—Bueno, todos hemos recibido algún coscorrón de nuestros maestros, los chicos pueden llegar a ser desesperantes.
Pero fray Agustín pudo comprobar que a Wädi nunca se le escapaba la mano y que ni siquiera se enfadaba cuando alguno de aquellos críos, en vez de prestar atención, se ponía a jugar en clase. Wädi había sido bendecido con el don de enseñar.
Tampoco tardó demasiado en encontrar un trabajo remunerado. Fue fray Agustín quien le habló de una imprenta regentada por un británico que necesitaba un empleado que supiera escribir correctamente en inglés, además del árabe, y si tenía conocimientos de hebreo, mejor que mejor.
Mister Moore era jerosolimitano. Hijo de un pastor anglicano, cincuenta años atrás su familia se había instalado en Jerusalén. El padre de mister Moore era un renombrado especialista en textos sagrados y nada más pisar Jerusalén acompañado de su esposa embarazada, supo que no regresaría jamás al Reino Unido. Allí nació su hijo Fred al que educaron como si vivieran en el mismo corazón de Londres. En realidad no fue hasta cumplir los dieciséis años cuando Alfred Moore aprendió algo de árabe y un poco de hebreo.
Sus padres murieron de viejos en Jerusalén y allí les enterró convencido de que el día del Juicio Final, Dios les distinguiría entre todos sus hijos.
A Wädi le resultó un misterio que un fraile hiciera tan buenas migas con un anglicano como Moore, pero cada vez tenía más claro que, o bien él no sabía nada de frailes, lo cual más bien era cierto, o acaso fray Agustín fuera un fraile especial, lo cual le parecía más cercano a la realidad. El caso es que, recomendado por fray Agustín, Fred Moore le contrató en su imprenta. Comenzaba a trabajar al filo de la una y la tarde se convertía en noche cuando terminaba. Cada viernes que Wädi acudía a la mezquita no podía dejar de dar gracias a Alá por su buena suerte. El sueldo que recibía en la imprenta le parecía justo, y a mister Moore no le importaba que no fuera a trabajar hasta mediodía con tal de que sacara adelante todo lo que le encomendaba. A media tarde, Elizabeth, la esposa de Alfred Moore, le ofrecía una taza de té que él no rechazaba. Los Moore no tenían hijos. «Si Dios no ha querido bendecirnos con ellos, sus razones tendrá», le dijeron. No obstante, la señora Moore ayudaba cuanto podía a fray Agustín cocinando pasteles para que los repartiera entre los niños. Mister Moore era extremadamente discreto y no hacía comentarios que no tuvieran que ver con la marcha de la imprenta, pero su esposa era menos rígida en cuanto a la discreción. Una tarde en que ella le entregó un paquete voluminoso con cuadernos para la escuela, Wädi comentó que se los iría a entregar al fraile antes de regresar a su casa. Le sorprendió la respuesta de la señora Moore.
—Es mejor que los lleves mañana, ¿quién sabe dónde puede estar fray Agustín?
—Bueno, supongo que le encontraré en el convento de los franciscanos —respondió Wädi, extrañado por lo que acababa de escuchar.
—No, allí no le encontrarás… Bueno, fray Agustín no se lleva bien con sus hermanos franciscanos…
—Entonces ¿dónde puedo encontrarle?
Elizabeth se encogió de hombros mientras dudaba si debía o no darle una respuesta.
—No lo sé…, en realidad duerme en cualquier parte… Incluso en ocasiones se queda en la misma escuela. Él… bueno, él no es un fraile como los demás, ni siquiera sé si continúa siendo fraile… ¿No te ha contado nada?
Por el rostro de sorpresa de Wädi comprendió que ignoraba todo sobre el fraile.
—Mi esposo se enfadará por mi indiscreción… En fin, no es que nosotros sepamos mucho de fray Agustín, sólo sabemos que tuvo problemas en España y que dejó el convento, al parecer decidió venir a Tierra Santa a expiar sus pecados, sean cuales sean. Hay quien dice que fue expulsado de la orden…
—Pero lleva el hábito de los franciscanos —alegó Wädi.
—Lleva un hábito viejo y remendado. Pero hay muchos penitentes que también se ponen hábitos —explicó Elizabeth.
—Pero alguien sabrá sobre él…
—No, te aseguro que nadie sabe demasiado sobre fray Agustín. Hace unos años apareció en Jerusalén y desde entonces vive de la caridad.
—Pero… bueno, ustedes le conocen…
—Salvó a mi marido. Una noche, mi esposo se quedó hasta tarde trabajando en la imprenta. Cuando salió para regresar a casa se dio cuenta de que alguien le seguía, aceleró el paso, pero un hombre le asaltó exigiendo que le diera cuanto llevara encima. Él no llevaba nada de valor, de manera que el atacante se enfadó y empezó a golpearle. Fray Agustín apareció de repente y se enfrentó a aquel desalmado y de un puñetazo le derribó. Luego ayudó a levantarse a mi esposo, que estaba en el suelo aturdido por los golpes que había recibido. Le acompañó a nuestra casa. Puedes imaginar la impresión que me dio verle llegar en tan mal estado. El fraile me ayudó a acostarlo y a limpiarle las heridas, mi esposo gemía de dolor. Tenemos una deuda de gratitud con él. De manera que sean cuales sean sus pecados, nosotros le tenemos por un buen hombre.
Para Mohamed y Salma resultó un alivio ver que su hijo había encontrado un buen empleo y creían que ya sólo faltaba encontrarle una esposa adecuada.
—La vida es generosa con nosotros —le comentó Salma a Mohamed una noche mientras esperaban la llegada de su hijo.
—Sí, hemos tenido suerte. Wädi parece haber encontrado su camino y nuestra Naima parece feliz al lado de Târeq. Me cuesta hacerme a la idea de que nuestra hija ya es madre. Cuando la miro sigo viendo en ella a una chiquilla.
Mohamed cogió la mano de Salma entre las suyas y la miró con afecto. Se reprochaba no haber podido amarla como ella merecía. Estaba seguro de que Salma sabía de su amor por Marinna, pero de sus labios jamás había dejado escapar un reproche. No, no se arrepentía de haberse casado con ella. Su madre acertó al señalarla como esposa y pese a la ausencia de sentimientos más profundos, la había querido a su manera y había sido feliz con ella.
Se miraron durante unos segundos a los ojos y ella le sonrió. Aquella mirada le decía que para ella también había sido un buen matrimonio por más que le habría gustado que la hubiese querido con la misma intensidad que quería a Marinna. Ninguno de los dos dijo una palabra. No era necesario.
—Deberíamos empezar a buscar una esposa para Wädi —sugirió Salma a su marido.
—Antes de hacer nada, le consultaremos. No creo que Wädi se deje imponer una esposa. Querrá elegir él.
—Pero si no tiene tiempo para buscarla, se pasa el día trabajando —protestó Salma.
—Aun así, es él quien debe decidir —sentenció Mohamed.
Salma no protestó. Disfrutaba de la compañía de su hijo y de su marido. Nunca les había sentido tan cerca.
La rutina de sus vidas la rompió la llegada de Ezequiel.
Miriam no había resistido la tentación de ir a casa de los Ziad para anunciarles la llegada de su hijo.
—Iremos a buscarle a Haifa —les dijo entusiasmada.
Wädi no lo dudo. Él iría también. Sentía curiosidad por saber si la guerra había transformado a Ezequiel. Ningún hombre sale indemne de semejante experiencia.
Si a Wädi le sorprendió la presencia de Sara, no se lo dijo a nadie, y cuando Salma comentó que se notaba que Ezequiel estaba enamorado de aquella muchacha, tampoco dijo palabra.
Ezequiel no tardó mucho en buscar la ocasión para hablar a solas con su amigo. Wädi le escuchó paciente, comprendiendo que el dolor por la pérdida de su padre y de su hermana se habían mezclado con el dolor de Sara. Se daba cuenta de que Ezequiel necesitaba salvar a Sara porque de esa manera intentaba rescatar a Samuel y a Dalida y salvarse a sí mismo. Ezequiel había luchado en la guerra pero eso no le había servido para evitar que su padre y su hermana murieran en las cámaras de gas.
—¿Qué te parece Sara? —le preguntó Ezequiel, siempre directo y sincero con él.
Wädi tardó en darle una respuesta. Cuando miraba a Sara a los ojos veía el reflejo del infierno al que la joven había sobrevivido. Dudaba que Sara se curara nunca. De manera que buscó cuidadosamente las palabras que más pudieran ayudar a su amigo.
Poco a poco Sara fue convirtiéndose en una presencia silenciosa en sus vidas. A ella le gustaba salir a caminar sin rumbo. En ocasiones se cruzaba con Salma, que siempre la invitaba a compartir una taza de té. Ella aceptaba con una inclinación de cabeza. Se sentaba en la cocina y unas veces bebía entornando los ojos y otras los cerraba. Salma no intentaba sacarla de su ensimismamiento. Continuaba con lo que estuviera haciendo aunque siempre permanecía atenta a cualquier movimiento de Sara. La joven solía quedarse un buen rato, después se levantaba, daba las gracias y regresaba a La Huerta de la Esperanza.
—Me inquieta su silencio —les confesó Salma a Mohamed y a Wädi.
—Cuando se ha vivido en el Infierno es difícil regresar a la Tierra, al mundo real —la justificaba Wädi.
—Hijo, sé que la guerra ha sido terrible y me estremece pensar en lo que ha pasado esa muchacha… Haber servido de prostituta con la esperanza de salvar la vida de sus hijos y luego saber que los torturaban y experimentaban con ellos…
En ocasiones era Salma quien acompañaba a Miriam en los paseos que daba con Sara. Se unía a ellas en el camino y a veces llegaban hasta la Ciudad Vieja para ver a Yossi y a Yasmin. El cuñado de Miriam continuaba ejerciendo la medicina. Mijaíl solía estar ausente. Ni Yossi ni Yasmin explicaban dónde, pero a Salma no le hacía falta que se lo dijeran, estaba segura de que era un miembro activo de la Haganá.
Junio de 1946 fue el mes elegido por el general Evelyn Barker para intentar golpear a las organizaciones sionistas que campaban a sus anchas desafiando al imperio británico ya fuera llevando hasta sus costas barcos repletos de refugiados o atentando contra instalaciones británicas.
El día estaba a punto de despertar cuando los hombres al mando del general Barker comenzaron a irrumpir en los domicilios de los principales dirigentes sionistas llevándoselos detenidos. A mediodía ya había centenares de arrestados.
—Voy a acercarme a La Huerta de la Esperanza —le dijo Mohamed a su esposa.
Salma no se atrevió a contrariarle. Al igual que él, llevaba todo el día preocupada y había salido varias veces a la puerta de la casa inquieta por si había algo extraño en los alrededores. Pero no vio nada que la alertara.
—Iré contigo.
Mohamed hubiera preferido ir solo, pero no podía negarse, de modo que se dirigieron a La Huerta de la Esperanza. Les extrañó el silencio y que la puerta estuviera cerrada. Mohamed golpeó suavemente con los nudillos y esperaron impacientes. Al cabo de un rato les abrió Miriam, y detrás de ella apareció Marinna.
—Estábamos preocupados… —dijo Mohamed.
Les invitaron a pasar y mientras Miriam preparaba una taza de té Marinna les explicó la situación.
—Anoche vino Mijaíl para prevenirnos sobre lo que iba a suceder… Gracias a él Igor ha podido escapar. Pero estamos preocupadas por Louis. No hemos sabido nada de él desde que salió de casa ayer por la mañana.
—No tienes de qué preocuparte, Louis no se dejará coger —respondió Mohamed para tranquilizarla.
—¿Y Ezequiel? —preguntó Salma.
—Se marchó con Igor… —La voz de Miriam reflejaba angustia.
—Mijaíl sabrá cuidar de ellos —aseguró Mohamed, aunque él mismo estaba preocupado.
Buena parte de la tarde la pasaron juntos comentando la situación política. Sara parecía inquieta. La ausencia de Ezequiel la afectaba e, incapaz de permanecer sentada más que unos instantes, no dejaba de caminar de un lado a otro de la casa.
Caída la tarde y preocupado por las detenciones, Wädi también acudió a La Huerta de la Esperanza.
—Me he encontrado a Omar Salem, me ha contado que los británicos no van a parar con las detenciones. Al general Barker le hubiera gustado detener a Ben Gurion, pero no le ha encontrado, parece que está fuera de Palestina. —El tono de voz de Wädi era de preocupación.
—Los británicos están más que dispuestos a acabar con la inmigración ilegal y demostrar a los sionistas quién manda en Palestina —afirmó Mohamed.
Sara les escuchaba cada vez más inquieta y de repente comenzó a gritar. Se fue hacia la puerta y empezó a correr en dirección a los olivos. Wädi corrió detrás de ella y cuando la alcanzó a duras penas pudo sujetarla.
—No pasará nada…, confía en mí…, ya verás cómo Ezequiel vendrá…, yo mismo iré a buscarle…
Pero Sara gritaba cada vez con más fuerza. Marinna les alcanzó y abrazó a Sara intentando calmarla.
—Vamos, no llores, no debes preocuparte, esto no es nuevo para nosotros, no pasará nada —le decía mientras la abrazaba.
—Van a matarnos…, ellos también…, lo sé… Todos nos odian…, quieren matarnos… —gritaba.
Sin la ayuda de Mohamed y Wädi, pero sobre todo sin Salma, ni Miriam ni Marinna hubieran conseguido que Sara regresara. Por extraño que resultara, Sara parecía encontrar sosiego en Salma. De manera que cuando Salma se acercó a la joven y le tendió los brazos, Sara se refugió en ella. Salma le hablaba en voz baja y le acariciaba el cabello como si fuera una niña pequeña.
Cuando por fin regresaron a su casa, tanto Mohamed como Wädi estaban aún más preocupados.
—Espero que no les pase nada —murmuró Mohamed.
—Alá no lo quiera. Me apena tanto el sufrimiento de Sara… No sé qué podríamos hacer por ayudarla —respondió Salma.
Hablaron un buen rato sobre la situación creada. Omar Salem se había mostrado contundente al asegurar que los británicos iban a meter en vereda a los sionistas. A esa hora ya había cientos de detenidos y todos pensaban que Igor y Ezequiel podían estar entre ellos.
Se fueron a dormir con la aprensión que provoca el no saber qué suerte habían corrido sus amigos.
Si bien los hombres terminaron dormitando, Salma se levantó al poco rato incapaz siquiera de cerrar los ojos. Se preparó una taza de té y se sentó en la vieja mecedora a coser una camisa de Mohamed. Era noche cerrada cuando le llegó el eco de un leve ruido en el jardín. Se acercó a la ventana pero no vio nada. No se atrevía a salir, tampoco a molestar a Mohamed ni a su hijo, de manera que permaneció en silencio intentando escudriñar entre las sombras de la noche. Miró el reloj, eran las tres de la madrugada, y aunque la primavera ya se había instalado en Jerusalén, sintió frío. No tardó en oír otro ruido, parecían pasos que se acercaban a la puerta trasera de la casa, justo donde ella estaba, en la cocina. Temió que fuera algún merodeador quién sabe con qué intenciones. Creyó escuchar que alguien la llamaba. No, no podía ser, se dijo que estaba confundida. Pensó en apagar la luz, pero otra vez escuchó con nitidez su nombre y distinguió la voz de Igor. Abrió la puerta asustada y se encontró a Igor y a Ezequiel acompañados por Mijaíl. Parecían agotados. Les hizo pasar sin preguntarles nada.
—Llamaré a Mohamed y a Wädi.
—Gracias, Salma —respondió Igor mirándola con tal intensidad que ella esquivó la mirada y fue a despertar a su marido y a su hijo.
Mohamed sonrió aliviado cuando les vio, mientras que Wädi abrazó a Ezequiel. Inmediatamente pidieron que les contaran lo sucedido.
—Les había escondido en casa de un rabino amigo, pero no es un lugar seguro, por eso les he traído aquí —explicó Mijaíl.
—Has hecho bien. Aquí nadie os buscará —respondió Mohamed sin un atisbo de duda.
—En la lista del general Barker está Louis, menos mal que lleva varios días en Tel Aviv y allí le será más fácil ocultarse. En realidad en la lista de Barker estamos todos, puede que el único que no esté sea Ezequiel; no tienen por qué desconfiar de él, hasta hace poco ha pertenecido a su ejército —continuó hablando Mijaíl.
—A ti también te buscan —afirmó Wädi mirando a Mijaíl.
—Sí, a mí también me buscan —le respondió Mijaíl.
—Entonces, tú también debes quedarte —dijo Mohamed.
—No, yo tengo que irme. Hay miles de detenidos, creo que pasan de tres mil, entre ellos algunos con responsabilidades en la Agencia Judía. Además, durante los registros los ingleses se han incautado de documentos importantes… —continuó explicando Mijaíl.
—Si te vas, te detendrán —afirmó Salma, que en aquel momento entraba en la sala llevando en las manos una bandeja con tazas de té.
—No tengo otro remedio que arriesgarme —aseguró Mijaíl con pesar.
Igor insistía en acompañar a Mijaíl pero él se negaba.
—Tú ahora no podrías hacer nada y no nos conviene que te detengan, de manera que lo mejor para todos es que Mohamed te oculte aquí. En cuanto a Ezequiel…, no creo que le suceda nada, no está en la lista de los británicos… —continuó diciendo Mijaíl.
—Pero para los británicos todos los que vivimos en La Huerta de la Esperanza somos sospechosos, no olvides que buscan a Louis… —argumentó Igor.
—Correremos el riesgo. Creo que Ezequiel puede regresar a primera hora a casa, pero tú permanecerás aquí. —Mijaíl estaba dando una orden a Igor y éste, aunque de mala gana, la aceptó.
Mohamed le pidió a Salma que preparara el antiguo cuarto de Aya para que los hombres pudieran descansar. Mijaíl se lo agradeció, pero él no se quedó. En aquel momento la noche todavía era su aliada.
—No hace falta que os diga que nadie debe saber que Igor está aquí —les advirtió Mijaíl antes de marcharse.
—Nadie lo sabrá —le aseguró Wädi.
—Debéis comportaros con normalidad, id a trabajar, haced lo que todos los días —insistió Mijaíl.
—No te preocupes, nadie sospechará que Igor está aquí.
Mijaíl se marchó tranquilo. Si en alguien podía confiar era en los Ziad. Sabía que si fuera necesario pondrían sus vidas en peligro con tal de defender a Igor.
—Necesitáis descansar aunque sean pocas horas —les dijo Salma y les invitó a ocupar la antigua habitación de Aya.
—No sé si podré dormir —respondió Ezequiel.
—Al menos deberías intentarlo, cuando uno está cansado no piensa bien, y mañana será un día complicado —respondió Salma.
Cuando Salma y Mohamed volvieron a su habitación, Wädi regresó a la cocina con la esperanza de encontrar a Ezequiel. Le conocía demasiado bien como para no saber que su amigo estaría esperándole porque necesitaría hablar con alguien.
La cocina estaba en penumbras, apenas iluminada por el reflejo de la luna en las ventanas.
—Mi madre tiene razón, deberías intentar dormir.
Ezequiel se sobresaltó al escuchar la voz de Wädi.
—No es fácil sentirse un fugitivo en tu propio país —le respondió a su amigo.
—Mijaíl ha dicho que los británicos no tienen nada contra ti. Tú no eres uno de los jefes de la Yishuv, ni que yo sepa perteneces a la Haganá ni a ninguno de esos grupos que atacan a los británicos.
Se miraron a través de la oscuridad. Wädi sabía que Ezequiel tendría que decidir entre confiarse a él o no contestar.
—Si me preguntas si quiero o estoy dispuesto a luchar con los grupos de defensa judíos, mi respuesta es que sí. ¿Qué otra cosa podría hacer? Durante la guerra he combatido junto a los soldados ingleses, nos hemos jugado la vida juntos, hemos matado juntos. Me cuesta mucho verles como a mis enemigos, en realidad no puedo verles así por más que ahora persigan a los judíos en Palestina y se nieguen a permitir que los supervivientes de los campos de exterminio que así lo desean encuentren aquí un hogar.
—No puedes permitirte ser neutral —replicó Wädi.
—Tienes razón, no me lo puedo permitir. Pero tampoco me gusta luchar contra quienes hasta ayer fueron mis compañeros de armas. Si me obligan a elegir, y ya me han obligado, mi lealtad es para con mi familia y mis amigos. ¿Sabes?, mi padre nunca supo de dónde era. Cuando era pequeño le escuchaba hablar con mi madre. Ella siempre ha sabido de dónde es, nació aquí y se siente palestina, lo mismo que tú. Pero mi padre nació en una aldea de Polonia que pertenecía al imperio ruso, allí asesinaron a su familia en un pogromo, huyó con su padre a San Petersburgo y allí se hizo hombre. Su madre era francesa, judía, sí, pero francesa. Él pasó largas temporadas en París, luego vino a Palestina. Creo que hasta que se reencontró con Katia, aquí fue más feliz que en ninguna otra parte.
—Tú naciste aquí —le recordó Wädi.
—Sí, yo nací aquí, no soy un apátrida como lo fue mi padre. Tú lo has dicho, no puedo elegir. Si la Haganá me acepta, lucharé en sus filas, pero aunque no lo hiciera, su guerra es mi guerra. Dime, Wädi, ¿crees que podemos vivir todos aquí?
Wädi permaneció callado un buen rato mientras buscaba una respuesta de la que no estaba del todo seguro.
—No lo sé, Ezequiel. Algunos de nuestros líderes piensan que los judíos queréis Palestina sólo para vosotros, que si continúan viniendo judíos terminaremos siendo extraños en nuestra propia tierra. Desconfían de vuestros líderes, de vuestras intenciones. ¿Tienen razón para hacerlo? Dímelo tú.
—Yo tampoco lo sé, Wädi. Puedo responderte sobre lo que yo pienso y siento, sobre lo que creo que debe ser, pero que puede que no sea. Así quiero creer que podemos compartir Palestina, que entre todos podríamos construir un Estado democrático a la manera de Inglaterra. ¿Podemos, Wädi? Dependerá de nosotros.
—No, no dependerá de nosotros, ése es el problema.
—Pero sí dependerá de nosotros no dejarnos arrastrar por la locura ajena…
Hablaron hasta que la luz del día les permitió verse las caras. Aquella noche sellaron un compromiso: pasara lo que pasara, jamás alzarían la mano el uno contra el otro.
Mohamed acompañó a Ezequiel hasta La Huerta de la Esperanza. Miriam abrazó a su hijo y en el rostro de Sara se reflejó una mueca de alivio.
—No tienes que preocuparte, Igor se quedará con nosotros hasta que pase el peligro —le dijo Mohamed a Marinna.
Ella se lo agradeció. Sabía que Mohamed, si fuera preciso, defendería a Igor con su propia vida.
Acordaron no prodigar las visitas para no levantar sospechas caso de que alguien estuviera vigilándoles. Miriam temía por la suerte que pudiera correr Ezequiel, pero él la tranquilizó:
—Madre, es pronto para que los británicos me consideren su enemigo.
A Mohamed le producía cierta inquietud que Igor se quedara a solas con Salma y decidió ir a buscar a Naima. No le costó convencer a Târeq para que permitiera a su hija pasar unos días en la casa paterna.
—Salma extraña a su hija y a su nieto. Si les permitieras venir con nosotros unos días, su madre sería la mujer más feliz del mundo.
Târeq aceptó. La distancia entre Jerusalén y Jericó era demasiado corta para alegar que Naima y su hijo Amr podrían fatigarse con el viaje.
Salma no dijo nada cuando vio a Mohamed regresar a casa acompañado de su hija y de su nieto. Para ella era una alegría tenerlos a ambos. Comprendió de inmediato que lo que Mohamed quería evitar es que estuviera a solas con Igor. No se lo reprochó. Sabía que su esposo protegía su reputación aunque en aquella ocasión era de suponer que nadie debía estar al tanto de la presencia de Igor.
Para Mohamed no resultaba fácil cobijar al marido de Marinna. No es que hubiese dudado. Su sentido de la lealtad y la amistad estaba por encima de cualquier otra consideración, pero ver a Igor fuera de la cantera le hacía recordar con más fuerza que era el hombre que compartía las noches de Marinna, y eso aún le dolía.
Una noche, Louis se presentó de improviso en casa de Mohamed.
—Igor puede regresar a La Huerta de la Esperanza —anunció para alivio de Mohamed.
—¿Estás seguro de que ya no le buscan? —preguntó Wädi.
—Han detenido a demasiada gente y están demasiado ocupados con toda la documentación que nos han confiscado y que ahora custodian en su cuartel general —respondió Louis.
—Hay que reconocer que los británicos tienen buen gusto, no creo que haya un lugar mejor que el King David para instalar un cuartel general —bromeó Wädi.
Pese a lo que creía Louis, a Igor le detuvieron, aunque no estuvo en prisión demasiados días. Fue precisamente Mohamed quien acudió a las autoridades británicas a interesarse por Igor y quien, a través de los contactos de su cuñado Yusuf, logró que los ingleses consideraran que el detenido no era relevante. Ante sí mismo Mohamed sentía que era la forma de lavar parte de la culpa por amar a Marinna.
El 22 de julio de 1946, cuando oyó la explosión, Wädi se encontraba en la escuela. Los niños gritaron asustados. Fray Agustín les mandó callar pero no le hicieron caso. De repente, en las calles de Jerusalén retumbaron los gritos de miedo, de angustia, de desesperación.
—Algo gordo ha sucedido —comentó el fraile a Wädi.
—Voy a salir a ver qué ha pasado.
—¡Ni se te ocurra! Nos quedaremos con los niños hasta que estemos seguros de que no hay peligro —replicó el fraile.
No tardaron mucho en aparecer por la escuela un grupo de mujeres en busca de sus hijos. Estaban aterradas y una de ellas les explicó que el hotel King David había explotado.
Fray Agustín sonrió haciendo un gesto con la mano a Wädi para que no se tomara al pie de la letra lo dicho por la mujer. Pero Wädi no pudo por más que inquietarse. Desde una de las alas del hotel King David los británicos gobernaban Palestina, y Wädi no se atrevía a pensar que aquella explosión se debiera a que alguna organización judía hubiera decidido devolver a los británicos el «ojo por ojo» por el «Sábado negro» en que cientos de judíos habían sido detenidos.
Cuando por fin no quedó ni un solo niño en la escuela, Wädi se dirigió hacia el hotel que se encontraba no muy lejos.
Los soldados británicos impedían que los curiosos se acercaran al King David, pues la explosión había convertido en un montón de escombros el ala sur del hotel. Más tarde supo que la tragedia se había cobrado la vida de noventa personas y de más de un centenar de heridos.
Wädi creyó distinguir a Omar Salem entre los heridos que estaban recibiendo atención médica, y le insistió a un soldado para que le dejara acercarse.
Omar Salem estaba conmocionado pero no había sufrido ninguna herida de gravedad. Se encontraba en el jardín del hotel cuando se produjo la explosión y eso le salvó la vida.
—¡Yusuf! —acertó a decir Omar Salem cuando vio a Wädi inclinarse sobre él.
—¿Estaba contigo? —Wädi se alarmó pensando que el marido de su tía Aya estuviera bajo los escombros.
—No… no…, le esperaba… Tenía que traerme unos papeles para una reunión… Yo… no sé…, pero no le he visto.
Dudaba entre dejar allí a Omar Salem e ir a buscar a Yusuf, pero la enfermera le ayudó a tomar la decisión.
—Busque a esa persona y no se preocupe, él está bien —dijo señalando a Omar Salem.
No tardó en encontrar a Yusuf y se abrazaron reconfortándose el uno al otro.
—Omar Salem me esperaba, me retrasé y cuando he llegado… —Yusuf contuvo las lágrimas. No podía dejar de pensar que podía estar entre los muertos.
Cuando Omar Salem vio a Yusuf no pudo evitar emocionarse. «Te has salvado», dijo al tiempo que le abrazaba. Después decidieron que lo mejor era alejarse de allí.
Cuando llegaron a la casa de Omar, su esposa estaba en la puerta, nerviosa porque ya sabía de la explosión y temía por su marido pues aquella mañana al despedirse le había comentado que tenía una reunión en el King David.
La mujer insistía en que debían llamar a un médico para que examinara a Omar, pero éste se negaba.
Ante la insistencia de su esposa al final cedió. Le dolía la cabeza y le costaba entender lo que le decían. La explosión le había dejado sordo.
Yusuf se hizo cargo de la situación y, siguiendo las indicaciones de la esposa de Omar, fue en busca del doctor.
No era mucho lo que Wädi podía hacer en aquel momento de manera que se dirigió hacia la imprenta, pensó que acaso los Moore tuvieran alguna información acerca de lo sucedido.
Mister Moore parecía haber perdido su flema británica. Caminaba de un lado para otro con síntomas de agitación interior. Mientras que su esposa Elizabeth le pedía que se calmara.
—Me han dicho que poco antes de la explosión unos soldados se enfrentaron a unos hombres, al parecer se hacían pasar por empleados del hotel… Parece que han sido ellos los que provocaron la explosión… ¡No quiero ni pensar de qué calaña pueden ser los responsables de tamaña atrocidad! —clamaba mister Moore.
—Quizá podríamos ayudar —dijo Wädi.
—Ahora el principal objetivo será encontrar a los culpables y ahorcarlos. Que Dios me perdone, pero es lo que merecen los que han provocado semejante tragedia —respondió Moore.
—Estamos inquietos porque algunos de nuestros conocidos podrían encontrarse entre las víctimas —confesó Elizabeth Moore.
Aquél ya no podía ser un día cualquiera, de manera que los Moore despidieron a Wädi hasta el día siguiente.
—Tenemos que hacer algunas visitas… —se disculpó Elizabeth.
Para Wädi fue un alivio no tener que quedarse. Ansiaba ir a su casa, comprobar que su padre estaba bien. Era difícil que Mohamed hubiera estado en el King David aquel día a mediodía, no tendría por qué, pero aun así, necesitaba comprobarlo y comprobar también que Hassan, el viejo tío de su padre, y su hijo Jaled se encontraban bien. Jaled se había convertido en un próspero comerciante y como todos los que eran alguien en Jerusalén, no era insólito que acudiera al King David a cerrar algún negocio.
Apenas le vio abrir la puerta de la cerca que daba paso a su huerta, Salma corrió hacia Wädi.
—¡Alá sea alabado! Tu padre está buscándote en la Ciudad Vieja, estábamos preocupados por ti.
—Estoy bien, madre, estaba en la escuela cuando oímos la explosión, pero ¿dónde ha ido a buscarme padre?
—Ha dicho que iría a la imprenta.
—Vengo de allí, espero que llegue antes de que se hayan ido los Moore y puedan decirle que estoy bien y que venía hacia aquí. Debería ir a buscarle…
—¡No! Es mejor que te quedes aquí. No sería sensato que os dedicarais a ir el uno detrás del otro.
—¿Y el tío Hassan y Jaled? —preguntó Wädi sin ocultar su preocupación.
—Hassan está bien, ya sabes que apenas sale, pero Jaled…, tu padre también estaba inquieto por él.
Wädi le contó que se había encontrado con Yusuf y con Omar Salem y que los dos estaban bien.
—Alá ha querido protegerles. Dime, hijo, ¿qué es lo que ha pasado?
—Sólo sé que el King David se ha venido abajo. Mister Moore me ha contado que unos soldados sorprendieron a unos falsos empleados y que hubo un tiroteo… pero no sé si tiene que ver con el desplome del hotel.
—Y si alguien hubiera querido destruir el King David… —Salma casi no se atrevía a decir lo que estaba pensando.
—Eso mismo me he preguntado yo, pero la explosión pudo ser fortuita… No sé qué pensar, madre…
—Puede que alguien haya decidido dar su merecido a los británicos atacando el corazón de su cuartel general. —Salma miró a su hijo arrepentida de lo que acababa de decir.
—Yo también lo he llegado a pensar.
Mohamed aún tardó un par de horas en regresar y suspiró aliviado al ver a Wädi, aunque para entonces ya sabía que se encontraba bien porque había conseguido llegar a la imprenta antes de que salieran los Moore.
—He ido a la casa de Omar Salem, allí estaba Yusuf. Me ha contado que a la una tenían una cita con un comerciante egipcio y eso les ha salvado la vida. Si hubieran llegado antes les habría sorprendido la explosión, aunque como Omar Salem siempre es muy puntilloso con las horas se había adelantado unos minutos a Yusuf y pudo ver cómo el hotel se derrumbaba.
—Se quejaba de un fuerte dolor de cabeza y de que no oía bien —recordó Wädi.
—El médico ha dicho que la pérdida de audición es a consecuencia de la onda expansiva —explicó Mohamed.
—¿Se quedará sordo? —preguntó Salma.
—No lo sé, el médico ha dicho que habrá que esperar un tiempo antes de dar un diagnóstico definitivo. Sin embargo ahora quien me preocupa es mi primo Jaled. He estado por los alrededores del King David. Me he acercado a los hospitales, pero nadie ha sabido darme ninguna noticia de Jaled. Omar Salem ha prometido que pondrá a sus hombres a buscarle. Mi tío Hassan es demasiado anciano para hacer nada; en cuanto a su esposa Layla, ya sabéis cómo es. No deja de llorar. Salma, quiero que me acompañes a casa de Hassan, así podrás ayudarlos. Y tú, Wädi, acércate a La Huerta de la Esperanza y comprueba que todos están bien.
Marinna se alegró de verle y le abrazó con el afecto con que una madre abraza a un hijo. «En realidad podría haber sido su hijo», pensó Wädi.
Ni Ezequiel ni Igor se encontraban en casa. Pero para entonces Marinna ya sabía que ambos estaban bien. Ezequiel había salido con Sara a primera hora de la mañana. Quería que conociera el kibutz donde él había crecido. En cuanto a Igor, había pasado el día en la cantera y allí seguía.
—Miriam ha ido a la ciudad, estaba preocupada por su cuñado Yossi y por su sobrina Yasmin. Ya sabes que Yasmin no se separa de su padre y no es que Yossi últimamente salga mucho, pero de vez en cuando le gusta reunirse con sus amigos a charlar en la terraza del King David. En cuanto a Mijaíl, esta semana estaba en Tel Aviv —le informó Marinna.
—¿Y Louis? —quiso saber Wädi, preocupado.
—Ya sabes que Louis va y viene y nunca sabemos dónde está. Pero si hubiera estado en Jerusalén habría venido a La Huerta de la Esperanza, de manera que no está aquí.
Jaled se encontraba entre los heridos. No lo supieron hasta el día siguiente, tal era la confusión. Los médicos no parecían optimistas respecto de su estado y Mohamed maldecía a quienes habían estado a punto de arrebatar la vida de su primo.
—Tienen que pagarlo —decía Mohamed, y Salma temblaba al escuchar a su marido, porque sabía que no cejaría hasta encontrar a quienes habían segado tantas vidas.
En los días posteriores se supo que la explosión del King David había sido fruto de un atentado del Irgún. Habían colocado más de trescientos kilos de dinamita en el sótano del hotel. Desde el Irgún aseguraban que habían llamado al hotel avisando de que iba a explotar una bomba. Pero nadie parecía haber recibido aquella llamada. La explosión se cobró la vida de británicos, árabes y judíos.
Por más que la Agencia Judía y el propio Ben Gurion condenaron el atentado, nadie dudaba de que la Haganá, el ejército secreto de Ben Gurion, también tenía su parte de culpa, ya que en los últimos tiempos habían limado diferencias y se habían aliado con los hombres del Irgún para plantar cara a los británicos.
—Aunque no hayan puesto los explosivos, lo sabían. Sabían lo que iban a hacer sus amigos del Irgún, y por eso son igualmente culpables —aseguraba sin vacilar Mohamed.
Salma le pidió a Wädi que hablara con Mohamed.
—Si muere Jaled, tu padre querrá vengarle y tienes que evitarlo.
Wädi se preguntaba cómo podría impedir que su padre hiciera lo que le dictaba su conciencia. Mohamed era un hombre de ideas firmes, honrado, tenaz, leal hasta la muerte a quienes quería, y por eso mismo consideraba que si alguien dañaba a los que él amaba debían pagar por ello. A lo más que se atrevió Wädi fue a recordarle que la venganza, «el ojo por ojo», era lo que decía el Libro de los judíos.
—Si un hombre no es capaz de defender a los suyos, entonces ¿qué clase de hombre es?, ¿quién podrá confiar en él? —respondió Mohamed.
Padre e hijo no podían ser más diferentes. Wädi había heredado el carácter apacible y conciliador de Salma. Al igual que ella, era un soñador al que le repugnaba la violencia, mientras que Mohamed era un guerrero a la vieja usanza. Incluso Aya, su hermana, le decía a veces en broma que no se parecía a nadie de la familia a quien ella conociera.
—Padre no era como tú, nunca se dejó arrastrar por sus emociones.
Para alegría de todos, Jaled se recuperó. Pero mientras permaneció en el hospital, su madre, Layla, sufrió un ataque al corazón del que no se recuperó. Murió sin que su hijo pudiera acompañarla a su tumba.
Hassan perdió todas las ganas de vivir. Ni siquiera la esperanza de una mejoría de su hijo lograba sacarle de su apatía. Había vivido cincuenta años con Layla, habían tenido dos hijos, Salah, muerto por un sueño, el de un gran Estado árabe, y ahora Jaled, que estaba luchando por su vida. Ambas desgracias podía soportarlas, pero siempre y cuando tuviera a su lado a Layla, sin ella no encontraba fuerzas para seguir respirando.
Salma acudía a diario a su casa para limpiar y solía llevarle parte de la comida que cocinaba para Mohamed y Wädi.
—Me preocupa tu tío Hassan, lleva varios días sin querer levantarse de la cama —comentó Salma a Mohamed.
—Iré a verle, le insistiré en que me acompañe a ver a Jaled, eso le animará.
El día en que Jaled salió del hospital toda la familia acudió a visitarle a su casa. Salma se había esmerado preparando varios platos para obsequiar a los invitados.
—¡Por fin me podré casar! —exclamó Noor, la hija de Aya, mientras saludaba a su tía Salma.
—No tengas tanta prisa por casarte, el matrimonio es muy largo —le respondió Aya.
Noor no contestó a su madre, de haberlo hecho le habría dicho que ella estaba enamorada del joven que su padre había elegido para ella. Emad era alto y vigoroso y la trataba con delicadeza. Ella ansiaba vivir con él. Siempre se había preguntado si su madre amó alguna vez a su padre, como ahora ella amaba. Acaso el paso de los días va apagando la ilusión en los matrimonios y por eso nunca vio los ojos de su madre brillar cuando estaba cerca de su padre.
Mohamed había convencido a su tío Hassan para que se levantara y aseara para recibir a Jaled.
—Tu hijo se apenaría si te viera en este estado.
Fue Wädi el encargado de buscar a Jaled al hospital para llevarle a casa sin advertirle de que le esperaba toda la familia para celebrar su recuperación, por eso Jaled se emocionó tanto cuando encontró a todos los suyos esperándole en el umbral de la casa.
En aquella ocasión Mohamed no invitó a ningún miembro de La Huerta de la Esperanza. Wädi se lo había sugerido, pero Mohamed se mostró inflexible.
—¿Cómo vamos a invitarles? Ha sido una bomba judía la que por poco acaba con la vida de Jaled.
—Pero nuestros amigos no son responsables de lo que hayan hecho otros judíos —protestó Wädi.
—No seas ingenuo, hijo, sabes bien que en los últimos meses todos los grupos judíos armados han venido colaborando en su lucha contra los ingleses. Ben Gurion ha condenado el atentado contra el King David, pero la Haganá sabía que algo así podía suceder. No, ni ellos ni nosotros nos sentiríamos a gusto. Dejemos que corra el tiempo.
Y mientras el tiempo corría, Noor se casó con Emad y a su boda sí asistieron los habitantes de La Huerta de la Esperanza. Aya no habría consentido que fuera de otra manera. Marinna seguía siendo para ella como una hermana. Aun así no estuvieron cómodos los unos con los otros. Los amigos del novio miraban con desconfianza a aquel grupo de judíos a los que los Ziad trataban como si fueran de la familia.
El mismo Omar Salem recriminó a Yusuf la presencia de Louis, de Igor, de Marinna, de Miriam, de su hijo Ezequiel y de Sara, aquella extraña muchacha de la que apenas se separaba. Incluso asistieron Mijaíl y Yasmin.
Marinna le contó a Aya que su esposo Igor había ponderado no asistir, pero ella le había dejado claro que «por nada del mundo dejaría de asistir a los esponsales de Noor».
Mohamed sabía que la presencia de Louis no estaba motivada únicamente por el afecto que pudiera sentir por Noor. En la boda podría hablar sin despertar demasiados recelos con el propio Omar Salem y con otros notables. En cuanto la ceremonia concluyó, Louis se dirigió sin disimulo hacia Mohamed.
—Siento lo que le ha sucedido a tu primo Jaled —le dijo.
—Díselo a él, ha estado a punto de morir —respondió Mohamed de mala gana.
—Se lo diré, pero también te lo quería decir a ti. La Haganá no ha tenido nada que ver con lo del King David.
—¿Pretendes que me lo crea?
—Sí.
—Creía que en la amistad que nos une no cabía la falsedad.
—Te aseguro que no hemos tenido nada que ver con el atentado y, créeme, nunca lo habríamos permitido de haber sabido cuántos muertos y heridos se cobraría. Te recuerdo que también hay judíos entre las víctimas.
—¿Qué quieres, Louis? —inquirió Mohamed, que conocía demasiado bien a aquel hombre que por su edad podía ser su padre.
—Lo que he querido siempre, evitar el enfrentamiento entre árabes y judíos. Los ingleses se irán y vosotros y nosotros nos quedaremos aquí y tendremos que vivir juntos.
—¿Y cómo lo haremos si lo que pretendéis es crear un Estado propio?
—No sé cómo lo haremos, pero tendremos que hacerlo, tendremos que ser capaces de construir juntos el futuro.
Omar Salem se unió a la conversación, algo que ya esperaba Louis.
—Los británicos pretenden que volvamos a reunirnos en Londres —afirmó Omar Salem mirando fijamente a Louis.
—Sí, lo sé. Palestina comienza a pesarles. Pretenden que lleguemos a una solución razonable para todos, también para ellos —respondió Louis.
—¿Y cuál es esa solución? —preguntó Omar Salem.
—Creo que árabes y judíos coincidimos en que los británicos deben marcharse. Ése es el primer paso que se debe dar, luego tendremos que llegar a un acuerdo entre nosotros.
—¿Un acuerdo? No hay nada que acordar. Palestina nos pertenece, los judíos pueden vivir aquí siempre y cuando lo tengan presente. ¡Ah!, y debe cesar de una vez por todas la llegada de barcos con judíos.
Louis se encogió de hombros y en ese gesto estaba su respuesta. Ni la Agencia Judía ni la Haganá estaban dispuestos a que cesara la inmigración ilegal a Palestina. Estaban desafiando al imperio británico burlando sus controles en el mar para llevar hasta las costas palestinas barcos cargados con judíos supervivientes de la guerra y de los campos de exterminio, e iban a continuar haciéndolo.
—Nuestra intención es llegar a un acuerdo con vosotros —insistió Louis.
—Y la nuestra, tener las riendas de nuestro propio país.
—Tendremos que entendernos, estamos aquí y seguirán llegando judíos. Ésta es la tierra de nuestros antepasados.
—¿Pretendes que cedamos nuestra tierra porque hace dos mil años ya había judíos aquí?
—No hablo de ceder, hablo de derechos y de compartir. Siempre ha habido judíos en Palestina, siempre.
Ahora fue Omar Salem quien se encogió de hombros. No tenía nada en contra de Louis, de hecho, cuando habían llegado a algún acuerdo, había bastado un apretón de manos o la palabra del otro para cerrarlo. Pero aquellos judíos estaban locos si creían que después de que se marcharan los ingleses podrían hacerse con Palestina; no les permitirían que se quedaran ni siquiera con un pedazo. Se miraron sabiendo que empezaba a fraguarse un abismo que, de continuar, sería insuperable. Pero no dijeron más. Ambos eran invitados en la boda de Noor y ninguno se habría perdonado que una discusión hubiese ensombrecido la boda de la hija de Aya y Yusuf.
No pasaron muchos días desde aquella boda cuando Hassan apareció muerto en su cama. El anciano había tenido la misma muerte que su querida Layla, se le paró el corazón mientras dormía.
Mohamed lloró la muerte de su tío materno. Hassan había sido un buen hombre. Aunque Jaled parecía recuperado, la pérdida de su padre le sumió en la melancolía.
—He pensado en ir a Beirut o quizá a Damasco —le confesó a su primo Mohamed.
—Pero ¿por qué quieres irte? Lo que deberías hacer es buscar una esposa. A tus padres les preocupaba que no te hubieras vuelto a casar para darles unos cuantos nietos.
Se quedaron en silencio durante unos segundos. Jaled pensó en Fadwa, su esposa fallecida intentando traer al mundo un hijo que había muerto en sus entrañas. Al perder a Fadwa había perdido una parte de sí mismo.
—Sí, debería haberlo hecho —respondió—, pero hasta ahora no he encontrado una mujer con la que quiera compartir el resto de mi vida. Cuando conozca alguna que me despierte cierto interés, lo pensaré.
—El matrimonio es un deber —le recordó Mohamed.
—Eso es precisamente a lo que me niego. Primo, permíteme que te ponga como ejemplo. Te casaste con Salma, que es la mejor de las mujeres, pero todos sabemos que ni un solo día has dejado de pensar en Marinna. Os recuerdo de niños, siempre juntos, hablando, compartiendo confidencias. Cuando estabais juntos, para vosotros el resto carecíamos de importancia. ¿Has sido feliz? ¿Y Marinna lo ha sido? Me pregunto cómo habéis sido capaces de vivir tan cerca el uno del otro…
Por más que Mohamed apreciaba a su primo no le gustó que se atreviera a entrometerse en lo más hondo de su ser. Él y Marinna siempre habían actuado con decoro y no habían hecho nada de lo que tuvieran que avergonzarse ni dar cuentas a sus familias. No había sido fácil para ninguno de los dos, pero habían logrado domeñarse a sí mismos y actuar con dignidad.
—Siento haberte incomodado —se disculpó Jaled.
—No… no es eso… No me gusta hablar de mis asuntos y mucho menos de mis sentimientos. Tú lo has dicho, Salma es la mejor esposa que un hombre puede desear y te aseguro que ni un solo día me he arrepentido de haberme casado con ella. ¿Sabes?, Jaled, nos debemos a nuestro honor, a nuestra familia, a nuestras tradiciones, a nuestros amigos, a nuestros ideales. Si nos dejáramos llevar sólo por las pasiones… Yo he cumplido con mi deber, y por nada del mundo cambiaría el haber tenido dos hijos tan magníficos como son Wädi y Naima.
—Sí, eres un hombre afortunado.
—No puedes seguir guardando luto a Fadwa —le reprochó Mohamed.
—En un par de semanas me iré. ¿Querrás hacerte cargo de mi casa? No quiero venderla, pero tampoco me gustaría que terminara en ruinas. Regresaré algún día.
Mohamed le prometió que lo haría.
Ezequiel se presentó una tarde en la imprenta de los Moore en busca de Wädi.
—¡Ben llega dentro de una semana! —le anunció a su amigo.
—Debemos avisar a Rami para celebrarlo. —Wädi compartía su alegría.
—Por eso he venido a decírtelo. Marinna e Igor están felices por el regreso de su hijo. No le han visto desde que nos marchamos al frente.
—Otra vez los cuatro juntos, Ben, Rami, tú y yo… —Las palabras de Wädi estaban cargadas de nostalgia.
Los dos amigos recordaron los años de infancia cuando Wädi y su primo Rami, el hijo de Aya y Yusuf, se escapaban con Ben y Ezequiel. Los cuatros habían sido inseparables.
—Cómo ha cambiado todo… Ahora Rami se dedica a llevar los negocios agrícolas de Omar Salem, pero por lo que sé, quiere independizarse; tú estás estudiando en la universidad; Ben… bueno, ya me has contado que Ben se dedica a ayudar a los judíos a llegar a Palestina, y yo soy lo que siempre he querido ser, maestro —dijo Wädi.
—¡Cómo pasa el tiempo! —respondió Ezequiel.
—Hablas como si tuviéramos mil años… Rami tiene veintisiete, Ben veinticuatro, y yo veintiséis, y tú sigues siendo el benjamín con veintidós —le recordó Wädi.
—Pero he combatido en una guerra y he sobrevivido para contarlo —replicó Ezequiel.
—Sí, la guerra nos ha hecho a todos más viejos, pero si Alá lo permite tendremos una larga vida por delante.
—¿Sabes?, me alegro de que venga Ben porque voy a casarme.
A Wädi no le sorprendió la confesión de Ezequiel. Se dio cuenta de que en realidad eso era lo que había venido a decirle y que prefería hacerlo lejos de La Huerta de la Esperanza.
Mister Moore permitió a Wädi irse un poco antes y los dos amigos decidieron pasear por la Ciudad Vieja. Les gustaba recorrer el perímetro de sus murallas, pasar de un barrio a otro.
—Te casarás con Sara. —Wädi no lo preguntaba, daba por hecho que no podía ser otra la mujer elegida por Ezequiel.
—Sí, me he atrevido a pedirle que se case conmigo y ha aceptado. Desde que está aquí se encuentra mucho mejor. A veces ríe… y es muy cariñosa con mi madre.
—Pero no podréis tener hijos —le recordó Wädi.
—Lo sé, mi madre me ha advertido que puede que con el paso de los años añore tener hijos. No dudo de que será así, pero no querría casarme con otra mujer que no fuera Sara, de manera que es lo que haremos.
—¿Y cuándo os casaréis?
—Mi madre me ha pedido que le dé tiempo para organizar la boda. A mí me gustaría que fuera cuanto antes, pero no será hasta la primavera del año próximo, así que me casaré en marzo de 1947. Y tú ¿no piensas casarte?
—¡No seas como mi madre! No hay día en que no me proponga presentarme a la hija de alguna de sus amigas. Terminaré cediendo, claro, aunque me gustaría encontrar esposa sin intermediarios.
Hicieron planes sobre lo que harían cuando llegara Ben y también hablaron de los últimos acontecimientos, los atentados del Leji y del Irgún contra los británicos, atentados en los que no sólo se cobraban las vidas de soldados en Palestina. El Irgún se había atrevido a perpetrar un atentado contra la embajada británica en Roma.
—Los ingleses se irán —aseguró Ezequiel.
—¿Sabes?, a veces temo que lo hagan porque entonces no habrá nadie en medio para evitar lo que pueda pasar entre nosotros y vosotros —replicó Wädi.
—Nos arreglaremos mejor sin los británicos. —Ezequiel parecía convencido de ello.
A Wädi no podía dejar de sorprenderle la ingenuidad de Ezequiel. Por más que hubiera combatido en la guerra y matado hombres, mantenía un optimismo que a él le resultaba infantil. Su amigo se negaba a aceptar que tarde o temprano el choque entre árabes y judíos resultaría inevitable si la Agencia Judía y sus líderes no cejaban en su empeño de hacerse con una patria propia dentro de Palestina.
Él sabía que los comandantes del Palmaj y de la Haganá aprovechaban la experiencia de Ezequiel en la guerra para que enseñara a combatir a otros jóvenes. En realidad todos los judíos colaboraban con ambas organizaciones de defensa. Ezequiel nunca se lo había ocultado. De la misma manera que sabía que Ben formaba parte de la Haganá y que desde Europa se dedicaba a ayudar a los refugiados judíos a llegar a Palestina.
—Es un escándalo que los británicos nos persigan —se quejó Ezequiel— y que al mundo no le importe el destino de los judíos. ¿Qué más nos tiene que suceder para que nos permitan vivir en paz? Hitler nos quiso exterminar y ahora los países que le derrotaron no saben qué hacer con los judíos; todos se lamentan de lo que hemos sufrido pero se niegan a facilitar visados a los judíos que quieren salir de Europa. ¡Hipócritas!
—¿Continuarás viviendo en La Huerta de la Esperanza? —preguntó Wädi para cambiar de conversación.
—Sí, es lo que quiere Sara, creo que se siente protegida por mi madre y por Marinna.
Caminaron un buen rato, haciendo planes para cuando llegara Ben. Después, cuando llegaron a la verja que dividía las dos huertas, se separaron contentos de haber compartido aquellas horas.
Wädi conoció por casualidad a Anisa Jalil. Una mañana, al llegar a la escuela, fray Agustín le estaba esperando con los niños más pequeños puestos en fila.
—Hay que vacunarles —le anunció.
—¿Nosotros?
—Tenemos que llevarles al hospital. Bueno, les llevarás tú, yo me quedaré aquí con los mayores. Cuando terminen de vacunarles, volvéis.
Wädi no protestó porque sabía la importancia que tenía que los niños fueran vacunados. Los pequeños estaban contentos de dedicar la mañana a algo que no fuera aprender a leer. Entrar en el hospital les pareció una aventura.
Una enfermera indicó a Wädi dónde debía dirigirse para la vacunación. Llegó hasta una puerta que permanecía abierta. Una mujer consolaba a su hijo, que lloraba asustado tras el pinchazo que acababa de recibir en el brazo. Una enfermera que permanecía de espaldas se volvió ofreciendo un caramelo al pequeño. Wädi se quedó mirando a la enfermera pensando que era una mujer muy guapa. Ella le miró y con una sonrisa le invitó a pasar.
—Vengo de parte de fray Agustín, creo que van a vacunar a nuestros niños.
—¡Ah!, ¡éstos son los niños de la escuela del fraile! Por favor, pase, ¿cuántos son?
—He traído a doce, mañana vendré con el resto.
Cuando los niños vieron a la enfermera con la jeringuilla en la mano empezaron a llorar y se resistieron a enseñar el brazo. Ella les prometió caramelos si eran valientes.
—Bueno, ya están todos —dijo satisfecha al terminar, mientras Wädi intentaba calmar al más pequeño, que lloraba a voz en grito.
—Bien…, muchas gracias… Volveré mañana…
Estuvo tentado de preguntarle su nombre, pero no se atrevió. Le pareció una mujer resuelta y segura de sí misma que le sostuvo la mirada cuando él la miró embobado.
Al día siguiente, fray Agustín le dijo que se encargaría de llevar al resto de los pequeños a vacunar, pero Wädi insistió en que lo haría él. Por nada del mundo quería perder la oportunidad de volver a ver a la enfermera.
—Bueno, ya que te empeñas, dale de mi parte las gracias a Anisa por haber conseguido que el oftalmólogo atendiera a la pobre mujer que vive encima de la escuela.
—¿Anisa?
—Sí, Anisa es la enfermera que ha vacunado a los críos. Hace honor a su nombre, es una joven piadosa, pero muy enérgica. El que se case con ella tendrá que tenerlo en cuenta.
Anisa le recibió con una enorme sonrisa cuando le vio llegar llevando a un crío de cada mano y a otros diez detrás en fila.
Mientras les vacunaba empezaron a hablar de la escuela, de la buena obra de fray Agustín.
—¿Le conoce desde hace mucho tiempo? —preguntó curioso.
—No hace mucho. Una noche se presentó en el hospital con un anciano con mucha fiebre. Tosía tanto que parecía que iba a ahogarse. Tenía pulmonía, desgraciadamente el pobre hombre murió a las pocas semanas. Desde entonces le ayudo cuanto puedo. A veces me pide que vaya a poner una inyección a alguna mujer que no puede pagar o que le acompañe a visitar a alguna familia con alguna mujer enferma. Dice que a mí me es fácil convencerlas para que vayan al médico. Fray Agustín es un buen hombre, siempre preocupado por los demás, sin hacer distingos entre musulmanes y cristianos.
—Si en alguna ocasión me necesitan, yo también podría ayudar. Tengo un coche, un coche viejo, pero sirve para ir de un lado a otro, y si hay que trasladar a algún enfermo creo que servirá.
Wädi se preguntó por qué el fraile nunca le había pedido que le ayudara con los enfermos, de modo que en cuanto regresó a la escuela se lo reprochó.
—Bueno, bastante haces dando clases gratis a los niños. Yo me debo a los demás, a eso he venido a Tierra Santa, pero tú… tú eres joven, tienes que trabajar, labrarte un porvenir.
Insistió en que contara con él para acompañarle donde hiciera falta.
—Bueno, si eso es lo que quieres, podrías reunirte con nosotros en el hospital a eso de las ocho, que es cuando terminas tu trabajo en la imprenta. Tenemos que llevar a una mujer a casa de su hija que vive en Belén. Ha estado muy enferma, pero gracias a Dios se ha recuperado. Anisa quiere ir para explicarle a la familia cómo deben cuidarla y qué medicinas debe tomar.
A partir de aquel día se unió a ellos en cuantas ocasiones le necesitaron.
—¿Te has enamorado de Anisa? —preguntó un día fray Agustín.
La pregunta del fraile le cogió de improviso y notó que se sonrojaba. No pudo, ni quiso, negar lo que era evidente.
—Es una buena chica —sentenció fray Agustín.
—Nunca habla de ella misma.
—Es muy discreta. Vive con sus padres en la Ciudad Vieja. Su padre es palestino pero vivió mucho tiempo en Beirut. Ahora tiene un negocio no muy lejos de la Puerta de Damasco. Vende telas y ropa de vestir. Su madre es una mujer notable, una activista de la Unión de Mujeres Árabes, una luchadora en contra del colonialismo, y ha inculcado sus mismos ideales a Anisa.
Wädi comprendió que si quería casarse con Anisa se lo tendría que pedir directamente a ella, que no aceptaría un arreglo entre familias. Le pidió ayuda a fray Agustín.
—De manera que quieres que una tarde de estas os deje a solas para que así puedas pedirle que se case contigo… Me pides que haga de Celestina…
—¿Celestina? —Wädi no sabía a qué se refería el fraile.
—Sí… bueno, es una obra de teatro clásico español. Celestina hacía de intermediaria entre enamorados… Qué se le va a hacer, lo haré. Hoy irás a recogerla al hospital y yo no iré. Iba a acompañarla a casa de una pobre viuda que necesita una inyección y que le lleven algo de leña.
Cuando le vio aparecer solo, Anisa no pareció sorprenderse.
Tampoco cuando él le cogió la mano para pedirle matrimonio. Ella no le contestó inmediatamente.
—Aún no nos conocemos lo suficiente. Te mentiría si te dijera que no me interesas, pero no sé casi nada de ti…
Quiso contarle toda su vida en aquel mismo minuto pero Anisa no se lo permitió.
—Iremos conociéndonos y luego decidiremos. Pero mientras tanto no quiero que creas que estamos comprometidos. Aún no.
Para Mohamed y Salma fue un alivio saber que Wädi estaba enamorado. No dudaban de que aquella joven de la que hablaba le aceptaría como marido. Salma le insistió que debían conocer a Anisa, pero Wädi le pidió paciencia.
—No quiero presionarla.
Lo primero que hizo Ben al llegar a La Huerta de la Esperanza fue acercarse a la casa de los Ziad. Marinna protestó porque su hijo apenas le dio un abrazo y un par de besos, y después de hacer lo mismo con Miriam y con Sara, insistió en visitar a sus vecinos. A Igor le habría gustado que su hijo hubiera dejado la visita para el día siguiente, pero Ben ya era un hombre, había luchado en la guerra y difícilmente aceptaría siquiera una sugerencia de su padre. Acompañado por Ezequiel, Ben se presentó en casa de los Ziad.
Mohamed se emocionó al verle. Ben era el hijo de Marinna y le sentía como si también fuera una parte de él. Le abrazó con afecto y sonrió cuando Ben se acercó a Salma y le dio un par de besos. En cualquier otro habría estado fuera de lugar que besara a su esposa, pero Ben seguiría siendo para ellos el chiquillo que gateaba por la valla que separaba las dos casas, el que se cayó en la acequia, el que compartía juegos con Wädi y con Rami, el hijo de Aya. Mohamed lamentó que aquel mocetón no fuera musulmán como ellos. Sí, habría sido un buen marido para Naima. Sabía que su hija había tonteado con Ben, pero Alá le había dado suficiente sensatez para casarse con Târeq y haberse convertido en madre de su primer nieto. Ya estaba cerca de los sesenta y ansiaba tener más nietos, esperaba que Wädi se casara pronto y que Naima fuera bendecida con más hijos.
Salma notó la tensión en la voz de Ben al preguntarles por Naima. Le informaron con detalle de lo feliz que era con Târeq y de lo hermoso que era el pequeño Amr.
A partir de su llegada, Ben, Wädi, Rami y Ezequiel volvieron a convertirse en inseparables. Combatían el frío del invierno yendo a chapotear a las aguas saladas del Mar Muerto. O se iban de acampada por los montes de Judea. Las más de las veces se reunían a cenar en algún restaurante de la Ciudad Vieja.
—Sara está celosa —les confesó Ezequiel.
—Anisa también se queja, dice que ahora le presto menos atención —dijo Wädi.
—Yo tengo mucha suerte con Shayla, es ella la que me anima a reunirme con vosotros —añadió Rami.
—Eso es porque está deseando casarse y no quiere que te arrepientas —bromeó Ben.
Parecía que el tiempo no había sido capaz de restar ni un gramo de la complicidad de antaño. Habían crecido juntos, se habían peleado entre ellos, habían intercambiado confidencias desde niños y se habían protegido los unos a los otros. Parecía imposible que nada ni nadie pudiera separarlos.
Ben le confesó a Wädi su preocupación por Ezequiel.
—No estoy seguro de que esté enamorado de Sara y no porque ella no lo merezca.
—No tienes que preocuparte por Ezequiel, sabe lo que hace. Además, nadie sería capaz de convencerle de que no se case con Sara.
—Ella ha sufrido tanto… ¿Sabes, Wädi?, me pregunto cómo son capaces de vivir los supervivientes de los campos… Si los hubieras visto… La primera vez que llegué a uno de esos campos y me topé con los prisioneros pensé que estaba ante una legión de espectros. —A Ben se le quebró la voz.
—Sara ha ido recuperándose desde que está en La Huerta de la Esperanza. La primera vez que la vi me impresionó, parecía una muñeca rota; ahora es capaz de reír, de hacer bromas, de disfrutar de algunas cosas, aunque de cuando en cuando sus ojos se desvían hacia ninguna parte y en la comisura de los labios aparece la mueca del dolor.
—Esos miserables la obligaron a prostituirse, luego la mutilaron, torturaron a sus hijos, los asesinaron… Nadie puede salir indemne de tanto sufrimiento.
—La cuestión es aprender a vivir con ello —afirmó Wädi.
A mediados de febrero de 1947 Jerusalén se vio convulsionada por una noticia inesperada. Ernest Bevin, ministro de Asuntos Exteriores del reino de la Gran Bretaña, había dado un paso que a muchos les produjo hastío: pedía a la nueva Organización de las Naciones Unidas que buscara una solución para Palestina.
Mohamed acudió con Wädi a La Huerta de la Esperanza para hablar con Louis, que en aquellos días estaba en Jerusalén.
—Esto es fruto del fracaso de las negociaciones. Somos unos estúpidos. Debíamos negociar entre nosotros tal y como nos proponían los británicos, pero al negarnos, Gran Bretaña quiere quitarse el problema de encima —se lamentó Mohamed.
—No es por eso sólo. Creo que los británicos no están dispuestos a seguir esta guerra de desgaste con nosotros. No les preocupa tanto los ataques a sus intereses como la pérdida de autoridad. Ya no dominan Palestina. Ése es su problema —le explicó Louis.
—¿De manera que los británicos se quieren lavar las manos? —preguntó Wädi.
—Así es —respondió Louis.
—Tiene que haber otras causas —insistió Mohamed.
—Bueno, creen que será imposible que árabes y judíos lleguemos a ningún acuerdo, de manera que prefieren pasar la patata caliente a otro —terció Ben.
—Ahora mandarán una de esas comisiones formadas por hombres que desconocen todo sobre Palestina y querrán imponernos sus decisiones —se lamentó Mohamed.
—Tú lo has dicho, Mohamed, la culpa es nuestra por ser incapaces de llegar a un acuerdo. Aún estamos a tiempo —afirmó Louis.
—No es posible mientras os empeñéis en seguir trayendo a vuestra gente —dijo Mohamed y miró a Ben sabiendo cuál era su principal actividad.
—¿Y qué pretendes que hagamos? ¿Les dejamos morir en los campos de refugiados? Es verdad que los campos británicos no son los campos de los nazis, nadie les maltrata, disponen de comida, de sanitarios donde asearse…, pero son igualmente prisioneros. Los supervivientes no tienen adónde ir. ¿Crees que Inglaterra estaría dispuesta a acogerlos? Ni siquiera Estados Unidos, que simpatiza con nosotros, se muestra demasiado generoso a la hora de conceder visados. No permitiremos que nos manden de nuevo a los guetos. Estamos recuperando nuestro hogar y aquí vendrán y aquí nos quedaremos. —Ben había hablado con tal contundencia que hasta Louis pareció impresionado.
—No podéis traer a todos los judíos de Europa —acertó a decir Mohamed.
—Vendrán todos los que quieran venir —y en la voz de Ben no había un ápice de desafío, sólo la constatación de una decisión sobre la que no había marcha atrás.
Lo que Mohamed no sabía es que Wädi y Rami habían ayudado en una ocasión a Ben y a Ezequiel a introducir a un grupo de refugiados judíos llegados en uno de aquellos cascarones que a duras penas flotaban en el mar. Viejos cargueros que debían haber sido desguazados hacía tiempo y que se convertían en la única esperanza para aquellos hombres y mujeres a los que la vida ya había desahuciado y a los que se les concedía la última oportunidad.
Una noche, Ben se acercó a casa de Wädi para pedirle que le prestara el coche. No le ocultó para qué lo necesitaba.
—Esta madrugada llegará un barco a la costa, vienen unos veinte adultos y unos cuantos niños. Nos faltan coches para trasladarles. Necesito que me prestes tu coche, lo conducirá Ezequiel, yo iré en el mío.
Wädi no se lo pensó dos veces.
—Os acompañaré y le pediremos a Rami que venga con nosotros. Puede coger el coche de su padre.
Si Mohamed o Yusuf lo hubieran sabido se lo habrían recriminado a sus hijos. Pero ellos lo hacían por la amistad indestructible que profesaban a Ezequiel y a Ben.
El primero en casarse fue Ezequiel. A finales de mayo se celebró la ceremonia que le unió a Sara. Miriam parecía resignada a aquella boda. No es que no sintiera afecto por Sara, pero lamentaba que aquella unión no pudiera darles hijos.
Salma le contó a Mohamed que Marinna animaba a Miriam diciéndole que quizá Ezequiel y Sara podrían adoptar a alguno de aquellos niños que habían perdido a sus padres en los campos de exterminio.
—No estoy segura de que Sara llegue a estar de acuerdo con la idea de Marinna. Me he fijado que cuando Sara ve a algún niño aparta la mirada. No quiere verlos porque le recuerdan que ella tuvo dos hijos —explicó Salma a su marido.
Mohamed y Wädi escuchaban en silencio a Salma. Sabían de su preocupación por Sara, a la que todos habían tomado un afecto sincero.
Aunque cada día que pasaba la tensión entre árabes y judíos aumentaba, a la boda de Ezequiel no faltó ninguno de los Ziad.
Miriam había engalanado el jardín de La Huerta de la Esperanza. El olor a jazmín se mezclaba con el del asado de cordero que degustaban los invitados.
—¿Qué te pasa? —preguntó Wädi a Ezequiel mientras éste le servía un trozo de cordero.
—No lo sé… Debería ser feliz, pero no es exactamente felicidad lo que siento.
—Estás asustado. Te comprendo. Vas a iniciar una aventura a lo desconocido porque Sara… bueno, Sara ha sufrido mucho.
—¿Sabré hacerla feliz?
—¡Qué cosas dices! ¡Claro que sí!
—No sé por qué ha aceptado casarse conmigo.
—Pues yo te podría dar un montón de motivos, el primero de todos que te quiere, y ése es un motivo más que suficiente.
—¿De verdad crees que me quiere? —le preguntó Ezequiel, apesadumbrado.
—Si Sara puede querer a alguien, es a ti —fue la respuesta de Wädi.
Ben se acercó a ellos con una copa de vino en la mano. Rami también se les unió. Mohamed les observaba pensativo, pero relajó el gesto cuando les vio reír como si fueran los cuatro muchachos despreocupados que habían sido antaño.
Wädi pensó en Anisa. Le hubiera gustado tenerla allí. Pero no se atrevió a invitarla porque no estaba seguro de que ella hubiera aceptado.
Anisa no se parecía a ninguna de las jóvenes que había conocido. Imponía respeto y eso que era amable y alegre, además de estar siempre dispuesta a ayudar a los demás. Pero sobre todo era reflexiva. No hacía nada sin sopesarlo dos veces. Le irritaba que aún no hubiera aceptado su propuesta de matrimonio. Cuando estaban juntos no dudaba de que Anisa terminaría aceptando, pero apenas se separaba de ella dudaba de que algún día le diera una respuesta afirmativa.
Rami le sacó de su ensimismamiento dándole una palmada en el hombro.
—Dentro de poco celebraremos mi boda con Shayla y espero que la tuya con Anisa.
—Aún no me ha dicho que quiere casarse conmigo.
—¿Se lo has vuelto a preguntar?
—No. Ella me dijo que cuando tomara una decisión me la diría.
—¿Y piensas esperar sin insistir?
—No conoces a Anisa. Ella no admitiría que la presionara.
—No se trata de que la presiones sino de que le recuerdes que estás esperando una respuesta. No puedes esperar toda la vida a que se decida.
—Sí, sí que puedo. Quiero casarme con ella, así que esperaré hasta que se decida.
—Mi padre está preocupado —dijo Rami bajando la voz y cambiando de tema.
—El mío también. Cree que los árabes estamos cometiendo un error al no recibir a los delegados de la Organización de Naciones Unidas. En cambio, los líderes judíos se reúnen con ellos, y están consiguiendo decantar la balanza en favor de su causa —contestó Wädi.
—Lo sé. Los hombres de la Agencia Judía no les dejan ni un momento; además, la decisión de los británicos de negar la entrada a los barcos con los supervivientes de los campos de exterminio está provocando una reacción de simpatía de los delegados para con los judíos. —El tono de voz de Rami era de auténtica preocupación.
—¿Sabes, primo?, a veces no sé muy bien qué debemos hacer. Me conmueve esa gente que ha sobrevivido al nazismo y que necesita un lugar donde vivir, pero al mismo tiempo me doy cuenta de que la Agencia Judía ya no se conforma con un hogar dentro de un gran país árabe, sino que quieren su propio Estado. No lo dicen, pero es lo que quieren. —Las palabras de Wädi eran más que un presentimiento.
—Yo pienso lo mismo que tú. Se lo he dicho a mi padre y él se lo ha dicho a Omar Salem.
—Omar Salem es un hombre justo pero tan obcecado como muchos de nuestros líderes. No se dan cuenta de que ahora la batalla hay que darla en otro terreno. Deberíamos explicar a los hombres de Naciones Unidas lo que los árabes queremos.
—Nuestra familia le debe mucho a Omar Salem. Siempre ha contado con mi padre, al que durante años ha tenido a su lado como su mano derecha, y a mí me ha confiado sus negocios agrícolas. Pero tienes razón, es un hombre obcecado que cree que la realidad es lo que debe ser y no lo que es de verdad.
Los dos primos estuvieron hablando hasta que los últimos invitados dejaron La Huerta de la Esperanza.
En los meses posteriores Mohamed creyó que, a pesar de la negativa de los líderes árabes a reunirse con los delegados de Naciones Unidas, en su ánimo pesarían los atentados perpetrados contra los británicos por los hombres del Leji y el Irgún. Era una guerra no declarada, una guerra de desgaste con víctimas.
Mohamed no podía estar más equivocado. Si algo pesó en el ánimo de los delegados fue precisamente que había que poner punto final al Mandato británico, y eso fue lo que recomendaron por unanimidad. Además, los delegados de Uruguay, Checoslovaquia, Holanda, Canadá, Perú, Guatemala y Suecia propusieron la partición de Palestina como fórmula para resolver los problemas que enfrentaban a árabes y judíos. Sólo los delegados de Irán, Yugoslavia y la India dieron otra solución: un Estado federal.
Omar Salem convocó una reunión en su casa. Estaba indignado por la propuesta de los delegados de Naciones Unidas.
—No lo permitiremos —aseguró a sus invitados, entre los que se encontraban Yusuf y su hijo Rami y Mohamed con su hijo Wädi, además de otros hombres preeminentes de Jerusalén.
—¿Y cómo vamos a impedirlo? —preguntó Rami.
—Negándonos sin más. Nunca aceptaremos que dividan Palestina y que una parte se la entreguen a los judíos. Lucharemos hasta morir. —La respuesta de Omar Salem fue rotunda.
—Sí, lucharemos y moriremos, pero ¿ganaremos? —La pregunta de Wädi irritó a Omar Salem y a sus invitados.
—¡Cómo te atreves a cuestionar nuestra victoria! —respondió Omar Salem, claramente enfadado.
—Me atrevo a no dar la guerra por ganada. Sólo un necio lo haría.
Mohamed miró a su hijo con orgullo. Wädi era un joven libre que no se amilanaba ante ningún hombre por poderoso que fuera. Siempre se mostraba respetuoso con los demás, pero no confundía respeto con sumisión.
Omar Salem carraspeó incómodo por la osadía de Wädi. Yusuf miró preocupado a su sobrino. En Wädi reconocía la rebeldía de su propia esposa y pensó que los Ziad eran arrogantes. Aya en ocasiones lo era, y su propio hijo Rami también había heredado aquella resolución para plantar cara a los demás sin importarle las consecuencias.
—Mi sobrino peca de prudente —intervino Yusuf intentando salvar la situación.
—No es prudencia, es sentido común —sentenció Rami, que no se alteró ante la mirada furiosa de su padre.
Otros hombres intervinieron en la discusión dando la razón a su anfitrión. Harían lo que hiciera falta para impedir que Palestina se dividiera en dos. Jamás consentirían semejante desatino.
—¿Qué hombre bien nacido permitiría que un extranjero entrara en su casa y se adueñara del jardín? —preguntó uno de los invitados.
—Sólo un cobarde lo consentiría —respondió otro.
Pero ni Rami ni Wädi eran cobardes, sólo que no se engañaban con la realidad. Y la realidad no era otra que los británicos estaban deseando marcharse de Palestina, estaban hartos de las humillaciones a las que les sometían aquellos grupos de judíos del Irgún o del Leji asestándoles golpe tras golpe. No importaba que detuvieran y ahorcaran a los culpables, los judíos no se rendían nunca. Tampoco sabían cómo abordar el problema latente entre árabes y judíos en pugna para hacerse con el control de Palestina.
Mohamed fue el primero en ver acercarse el coche de Anastasia. Cuando Jeremías murió, ella decidió confiar en Igor y en el propio Mohamed la buena marcha de la cantera. Nunca la había visitado, ni siquiera cuando vivía su marido, de manera que su presencia le inquietó.
Se acercó a recibirla pero antes mandó a uno de los hombres a avisar a Igor.
—Me alegro de verte, Mohamed.
Él la saludó incómodo. Hacía tiempo que Anastasia había ido rompiendo los vínculos con los habitantes de La Huerta de la Esperanza y, por consiguiente, eran pocas las ocasiones en que él y su familia la veían, ni siquiera había asistido a la boda de Ezequiel. Pero Anastasia era la dueña de la cantera y como tal estaba allí.
Los hombres la miraron con inquietud y desconfianza. Igor acudió a saludarla.
—Qué sorpresa…, no sabía que ibas a venir —alcanzó a decir de tan confundido como estaba.
Tanto Mohamed como Igor se reunían una vez al mes con Anastasia para darle cuenta de la marcha de la cantera; así pues, algo grave debía de pasar para haberse presentado de improviso.
—Quiero hablar con los dos —les dijo, y sin añadir nada más comenzó a caminar en dirección a la pequeña oficina de Igor.
Ocupó la silla que había tras la mesa del despacho y les observó largamente antes de empezar a hablar. Mohamed pensó que aquella mujer se comportaba con ellos como si fueran un par de colegiales pillados en una travesura.
—Voy a vender la cantera. Me voy de Palestina.
Ni Mohamed ni Igor supieron qué decir. Se quedaron en silencio, mirándola fijamente.
—Hay un hombre que quiere comprarla, un amigo de Omar Salem. La oferta es buena pero antes de cerrar ningún acuerdo con él quería deciros que si alguno de los dos, o los dos juntos, decidís quedaros con la cantera, es vuestra. El precio que ponga será justo.
Igor ya había traspasado la barrera de los sesenta, era un poco mayor que Mohamed. Se sentía fuerte y capaz de continuar trabajando, pero no estaba seguro de que le conviniera comprar la cantera. ¿Para qué? Su hijo Ben había encontrado su propio camino, estaba dedicado en cuerpo y alma a la Haganá, y no tenía más horizonte que organizar la llegada clandestina de los judíos a Palestina. No, Ben no querría hacerse cargo de la cantera y así se lo dijo a Anastasia.
—¿Y tú, Mohamed? —preguntó ella.
—Tendría que hablarlo con mi familia… Como sabes, mi hijo Wädi es maestro y también trabaja en una imprenta. En cuanto a mi sobrino Rami, está contento trabajando para Omar Salem. Me gustaría comentarlo con mi cuñado Yusuf y con mi hijo, si me dieras tiempo…
—Dos días. Dentro de dos días quiero una respuesta. —La voz de Anastasia era fría como el hielo.
—Has dicho que te vas de Palestina…, no sabía que querías irte —se atrevió a decir Igor.
—No tenías por qué saberlo. Me voy a Europa, a Londres. Mis hijos no quieren saber nada de la cantera, en realidad tampoco quieren saber mucho de mí. Como sabéis, viven en un kibutz. Todos están demasiado ocupados preparándose para el nuevo Estado. Pero a mí eso no me importa, cada cual tiene que elegir su destino y el mío ya no está aquí. Estoy cansada de luchar, de esperar no sé el qué. Siento que se me ha escapado la vida —les confesó sin ninguna emoción.
Anastasia no dijo nada más. Se levantó y con una leve inclinación de cabeza dio la reunión por terminada.
La acompañaron al coche. Ella ni siquiera mostró interés en recorrer la cantera.
Igor y Mohamed se sintieron incómodos el uno con el otro. Todos aquellos años habían trabajado juntos pero manteniendo una distancia que ninguno de los dos quiso acortar. No eran amigos, nunca lo habían sido, y cuando coincidían en las celebraciones familiares se evitaban mutuamente. El amor que sentían por Marinna había puesto un abismo infranqueable entre ambos. Igor llevaba demasiados años sufriendo, sabiendo que Marinna amaba a Mohamed, y Mohamed nunca había superado los celos que sentía sabiendo que cada noche Marinna compartía la cama con Igor.
Salma escuchó a su esposo con preocupación. Parecía noqueado por la decisión de Anastasia de vender la cantera.
—Sabía que algún día lo haría —afirmó Salma.
—¿Sí? ¿Y por qué? —preguntó malhumorado Mohamed.
—Es una mujer extraña, aparentemente indiferente a todo lo que le rodea. Cuando sus hijos eran pequeños los trataba con amabilidad pero en su relación faltaba entrega. De la misma manera se comportaba con Jeremías. Se notaba que él estaba muy enamorado de ella y que era un buen marido, pero dudo que Anastasia llegara a quererle de verdad. Creo que ella se conformó con lo que tenía, con Jeremías, pero que en realidad hubiese querido tener otra clase de hombre a su lado. Y eso que Jeremías era un hombre trabajador y honrado. Pero ella no le amó, aunque hay que reconocer que siempre se ha comportado decentemente.
A Mohamed le sorprendió la agudeza del juicio de Salma. Él no había sido capaz de leer con tanta hondura en el rostro hierático de Anastasia.
Wädi se apenó al ver la preocupación de su padre. Le hubiera gustado decirle que le ayudaría a hacerse cargo de la cantera, que trabajarían codo con codo y disfrutarían sabiéndola suya, pero no quería engañarle ni engañarse. No deseaba pasar el resto de su vida arrancando piedras a las entrañas de la tierra.
—Es un buen negocio —afirmó Mohamed.
—Padre, yo te apoyaré en lo que necesites, pero no me pidas que deje la escuela, soy feliz enseñando a los niños y también disfruto con el trabajo en la imprenta.
—Quizá a Yusuf le interese —sugirió Salma.
—Sí, hablaré con él.
Pero Mohamed tampoco convenció a Yusuf de las ventajas de comprar la cantera.
—Ya no tengo edad para aventuras. Puedo dejarte dinero si lo necesitas para poder comprarla, pero no para participar en el negocio.
—Tú no tendrías que hacer nada, sólo ser mi socio —le explicó Mohamed.
—No, no me interesa. Sé que tu hermana Aya se disgustará cuando sepa de mi negativa, pero me va bien así; Omar Salem me distingue con su confianza y no tengo motivo alguno para dedicarme a un negocio del que lo desconozco todo. Pero si al final no te decides a comprar la cantera, lo que sí puedo hacer es hablar con el hombre que quiere comprarla. Es un amigo de Omar Salem, le conozco bien, y estoy seguro de que sabrá apreciar tu trabajo.
Cuando dos días después Anastasia volvió a la cantera, Mohamed e Igor le explicaron con pesar que ninguno de los dos compraría la cantera.
—Lo imaginaba, pero era mi obligación ofrecérosla. Todos estos años habéis trabajado bien y con honradez. Si alguien merece la cantera, sois vosotros, pero comprendo que si a vuestros hijos no les interesa no tiene sentido que os hagáis con ella. —Anastasia entregó un sobre a cada uno y tras un apretón de manos se marchó.
Mohamed tuvo suerte. Nabîl, el amigo de Omar Salem, después de examinar las cuentas y hablar con los hombres de la cantera, decidió que no encontraría a nadie mejor que Mohamed. En cuanto a Igor, prescindió de él. Sería su propio hijo quien se encargaría de dirigir a los hombres que arrancaban aquella piedra dorada, la piedra sagrada de Jerusalén. Igor se despidió de los hombres agradeciéndoles los muchos años de trabajo que habían compartido. Algunos tuvieron palabras de afecto hacia él, otros le despidieron con indiferencia. Para Mohamed no resultó fácil ver marcharse a Igor. Le sabía hundido, perdido sin su trabajo durante tantas décadas. Igor había dejado lo mejor de sí mismo en la cantera. Cuando murió Jeremías y se hizo cargo de ella, dobló las ganancias. Se dieron un apretón de manos sin decir una palabra.
—¿Y qué hará ahora? —le preguntó Salma a su marido.
—No lo sé, no me he atrevido a preguntárselo.
—Hablaré con Ben —se ofreció Wädi.
—Sí, habla con él, estará preocupado por su padre.
Aquel 29 de noviembre de 1947, todos los palestinos, árabes y judíos, estaban pendientes de la radio. Las Naciones Unidas se reunían para votar el plan de sus delegados en el que se recomendaba la partición de Palestina.
Wädi había convocado a su primo Rami, a Ben y a Ezequiel para escuchar juntos la decisión de la ONU. Rami le había dicho que a lo mejor no era buena idea que se reunieran precisamente aquel día, pero Wädi había insistido diciendo que «si no somos capaces de estar juntos en un momento como éste, entonces es que no seremos capaces de estar juntos nunca más».
Se encontraron en un pequeño café de la Ciudad Vieja cuyo propietario era un cristiano palestino amigo de fray Agustín, que también estaba en el café conversando con dos hombres que a Wädi le resultaron desconocidos.
Pasada la medianoche, el locutor anunció que iba a darse el resultado de la votación: la Resolución 181 obtenía treinta y tres votos a favor, entre ellos el de Estados Unidos y la Unión Soviética, trece en contra y diez abstenciones, entre éstas las del Reino Unido. Palestina sería dividida en dos y Jerusalén estaría bajo control internacional.
En el café se había hecho el silencio. Todos estaban anonadados. Los árabes palestinos por el mazazo que suponía que Naciones Unidas ratificara la división de la que consideraban su tierra. Los judíos por la emoción de haber logrado un sueño, la recuperación del solar de sus antepasados.
Ezequiel y Ben se miraron eufóricos pero contuvieron el deseo de darse un abrazo y mucho menos de gritar su alegría. Wädi y Rami estaban tan conmocionados que no podían ni hablar. No es que confiaran en que hubiese podido darse otro resultado, pero cuando la realidad les azotó, se quedaron bloqueados, incapaces de reaccionar.
—Hoy empieza el futuro —dijo Ben mirando a sus amigos.
—Vuestro futuro y nuestra humillación —acertó a decir Rami.
—No hemos sabido defender nuestra causa —afirmó Wädi en un murmullo.
—Es lo más justo —defendió Ezequiel.
—¿Justo? No, no lo es. Unos delegados que no sabían nada de Palestina vinieron aquí, pasaron unas cuantas semanas y optaron por una solución salomónica: dividir Palestina en dos. ¿Dónde ves la justicia? —le respondió Wädi.
—Vosotros y nosotros tenemos el mismo derecho a esta tierra, deberíamos ser capaces de compartirla; hasta ahora lo hemos hecho, quizá esto sea una nueva oportunidad —insistió Ezequiel.
—Sí, os dan la oportunidad de tener un Estado a costa nuestra —intervino Rami.
—Palestina no era un Estado, era parte del imperio otomano, y antes de eso tampoco fue un Estado. ¿De qué estamos hablando, Rami? —Ben intentaba contener su enfado.
—Sí, ya lo hemos discutido en otras ocasiones. Según vosotros, Palestina no es de nadie, era de los judíos hace dos mil años, luego llegaron los romanos y detrás de ellos otros invasores, y así hasta llegar a los turcos y después pasamos a manos de los británicos. Pero nosotros estábamos aquí, no importa quiénes fueran los dominadores —le replicó Rami.
—Y nosotros también —le recordó Ezequiel.
—¿Sabes cuántos árabes hay en Palestina? Te lo diré, más de un millón doscientas mil almas, ¿y cuántos judíos? También te lo diré, unos seiscientos mil, pero en esa cifra hay que contar también a las sucesivas oleadas de inmigrantes. Hace cincuenta años no erais ni la mitad. —Rami había alzado la voz.
—Naciones Unidas nos aboca a la guerra —afirmó Wädi.
—¡No! Eso sería una locura. ¿Por qué no podemos compartir la tierra? Si no lo hacemos, si no somos capaces de vivir los unos con los otros, entonces habremos fracasado. La opción no puede ser la guerra. —Ezequiel parecía compungido por la deriva que estaba tomando la conversación con sus amigos.
—No sé cómo vamos a poder evitarlo. Estoy seguro de que desde este mismo momento vuestros líderes ya están preparándose para la confrontación, para defender ese trozo de tierra que Naciones Unidas os ha regalado.
—No habrá confrontación si aceptáis la Resolución 181 —afirmó Ben.
—Tú sabes que no podemos aceptarla. —Rami parecía cansado de la discusión.
Fray Agustín se les acercó interrumpiéndoles. No le hizo falta más que un vistazo para percibir la tensión que había entre los cuatro amigos.
—Lo siento, Wädi —le dijo dándole una palmada en el hombro.
—Lo sé —respondió Wädi.
—Llevo tiempo diciéndote lo mismo que a otros amigos árabes, que el gran error es haber despreciado la diplomacia. La Agencia Judía ha librado una batalla diplomática y ha ganado. Me cansé de repetir a alguno de vuestros líderes que era un error despreciar a los delegados de la ONU, que debían reunirse con ellos, que no basta con tener la razón sino que hace falta defenderla con argumentos. —Fray Agustín parecía realmente disgustado.
—Nos opondremos a la partición —aseguró Rami.
—Es inútil, no habrá vuelta atrás. Los judíos darán por bueno el trozo de tierra que les asignen y tendrán su propio Estado. Es mejor que aceptéis la realidad —aseguró fray Agustín.
—La realidad se puede cambiar —respondió Rami con rabia contenida.
—No, no se puede cambiar una resolución de la ONU, lo hecho, hecho está. Es mejor aceptarlo, lo contrario será peor. —El fraile no parecía tener dudas.
—¿Peor? ¿Peor para quién? No puedes decirme que no tenemos otra opción, que tenemos que aceptar que nos echen de nuestra propia tierra. ¿Qué pasará con los árabes que viven en los campos y en las ciudades que vayan a formar parte del territorio judío? ¿Deberán dejar sus casas, la tierra que cobija a sus antepasados? Pretendes que permitamos que nos roben y además pongamos la otra mejilla. —Wädi también había alzado la voz.
—No te confundas, estoy de vuestra parte, pero eso no me impide ver las cosas como son. De todos vosotros depende que no haya un enfrentamiento que sólo traería más sufrimiento. Sería un error. —En la respuesta de fray Agustín no había lugar para la esperanza.
—Entonces, permítenos equivocarnos —y tras decir esto, Rami se levantó y se dirigió a la puerta.
Wädi le alcanzó y le cogió del brazo pidiéndole que regresara.
—Sabíamos que esto podía pasar, y aun así decidimos compartir esta noche con Ezequiel y Ben. Me siento tan estafado como tú, pero no deberíamos perder la cabeza. El fraile tiene razón, nos hemos equivocado, nuestros líderes han despreciado a los delegados de la ONU mientras los judíos les convencían para que apoyaran su causa.
Rami volvió a sentarse. Ezequiel y Ben no se habían movido de la mesa, y el fraile se había sentado con otros parroquianos. Mientras tanto, en algunas casas de Jerusalén y del resto de Palestina se lloraba de alegría, y en otras de amargura.
«Los norteamericanos nos han traicionado», la afirmación de Mohamed estaba cargada de decepción. Él, como tantos otros árabes palestinos, había confiado en que el presidente Truman siguiera la política del presidente Wilson favorable a los intereses árabes.
—Estamos solos, padre, siempre lo hemos estado. Los norteamericanos defienden sus intereses lo mismo que los británicos. No miremos a los demás a la espera de que nos defiendan, tendremos que defendernos nosotros mismos —le contestó Wädi, que había encontrado a su padre esperándole impaciente para comentar la votación de la ONU.
—Yusuf está en casa de Omar Salem. Nos esperan.
—Es muy tarde, padre. —Wädi estaba cansado y al día siguiente debía madrugar para ir a la escuela.
—¿Crees que alguien podrá dormir esta noche?
—¿Qué haremos? Hablar, hablar y discutir entre nosotros… Estoy cansado de gastar palabras que no llevan a ninguna parte.
—Si no vamos se ofenderán.
—Deberías haber ido tú, en vez de esperarme… Yo no me siento con ánimo; si quieres te acompaño, pero no me pidas que me quede. Es muy tarde y haya decidido lo que haya decidido la ONU esta noche, la escuela se abre mañana.
No insistió a su hijo pero sí aceptó que le acompañara, pero cuando Mohamed regresó encontró a Wädi despierto, sentado en una silla de la cocina con una taza de café en la mano.
—Tenías razón, padre, ésta es una noche de vigilia.
Desde aquella noche del 29 de noviembre de 1947 no volvió a haber paz entre las dos comunidades.
Wädi ya estaba en la escuela cuando llegó fray Agustín. El fraile parecía alterado.
—Habrá guerra —sentenció clavando la mirada en Wädi, que aparentaba estar ensimismado escribiendo en una pizarra las frases que los pequeños tenían que copiar.
—Lo sé —respondió Wädi, malhumorado.
—Y todo por culpa del Foreign Office; aunque hay muchos soldados británicos que simpatizan con la causa árabe, órdenes son órdenes —continuó el fraile.
Wädi asintió sin responder mientras terminaba de escribir en la pizarra. Los niños estaban alborotados, los mayores les habían contagiado el nerviosismo que en aquellos momentos reinaba en Jerusalén y en el resto de Palestina.
—A mediodía vendrá Anisa. La viuda que vive en el camino de Belén ha empeorado. El médico dice que no le queda mucho de vida y le ha recetado unas inyecciones para aliviarle el dolor. Anisa se las pondrá. ¿Podrás llevarla en el coche antes de ir a la imprenta de mister Moore?
Anisa llegó más tarde de lo previsto, contratiempo que aumentó el malhumor de Wädi.
—Fray Agustín me ha pedido que te lleve a casa de esa viuda cerca de Belén —le dijo con voz seca.
—Siento el retraso, hoy había mucha gente en el hospital. He hablado con el médico que atiende a la viuda y me ha dicho que apenas le quedan unos días de vida. ¡Pobre mujer!
Cuando llegaron encontraron a la viuda acompañada por una vecina.
—Tiene muchos dolores —les advirtió la mujer— y no quiere comer nada.
Wädi aguardaba impaciente a que Anisa pusiera la inyección a la mujer. Cuando por fin salieron de la casa, Anisa le puso la mano sobre el brazo invitándole a pararse para hablar.
—Estoy igual de furiosa que tú por la decisión de la ONU de arrebatarnos la mitad de nuestro país y haré lo que haga falta para impedirlo.
—Lucharemos y perderemos porque la ONU no va a echarse atrás. Los judíos ya han obtenido una gran victoria.
—¿Tan poca confianza tienes en que podamos ganar?
—Anisa, ya te lo he dicho, lucharemos pero la ONU no rectificará.
—¡Por qué eres tan negativo! ¿Acaso crees que los judíos son mejores que nosotros? Podemos vencerles.
—No son mejores que nosotros, pero defenderán cada pedazo de tierra con su propia vida. Quieren un hogar, un lugar que por pequeño que sea puedan sentirlo como suyo, un lugar del que nadie pueda echarles, y ese lugar lo han encontrado aquí.
—Pero ¡qué dices! Parece que estás de su parte. —Anisa estaba escandalizada por las palabras de Wädi.
—Les conozco bien, me he criado con niños judíos, entre ellos están mis mejores amigos, y porque les conozco sé que esta batalla no será fácil de ganar. Ten por seguro que lucharé, que no me importa dar mi vida, pero me sorprende que decir la verdad me convierta en sospechoso de no ser patriota.
—Yo no he dicho eso… —Anisa se dio cuenta de que le había ofendido.
—Lo has dicho con palabras distintas. No serás la única que me haga reproches. Nadie quiere escuchar la verdad y cuando la dices te consideran o un loco o un traidor. Y no soy ni lo uno ni lo otro.
—Pensaba decirte…, hoy he sido yo quien le ha pedido a fray Agustín que te dijera que me acompañaras, quería decirte algo…
En aquel momento Wädi comprendió que ella había decidido aceptarle en matrimonio pero que sus palabras la hacían dudar.
—Yo no voy a engañarte nunca, Anisa, no voy a presentarme como lo que no soy, ni voy a dejarme llevar por lo que digan los otros sin reflexionar. Diré siempre en voz alta lo que pienso y lo defenderé sin que me importen las consecuencias, aunque eso suponga quedarme solo. Lo que nunca haré será engañarme ni engañar a los demás.
Durante unos segundos se miraron fijamente y luego Anisa le sonrió. Wädi se sintió aliviado por aquella sonrisa.
—Quería decirte que acepto casarme contigo si es que aún quieres…
¿Podía ser feliz mientras tantos hombres se preparaban para la guerra? Era la pregunta que Wädi se hacía todas las mañanas apenas abría los ojos. Era feliz porque iba a casarse con Anisa. Era feliz porque enseñar en la escuela colmaba todas sus ambiciones. Era feliz porque los Moore le trataban como a un hijo. Era feliz porque su padre y su madre gozaban de buena salud. Era feliz porque Rami era feliz con Shayla. Era feliz porque su hermana Naima estaba de nuevo embarazada.
Pero a pesar de tanta felicidad padecía de insomnio. Los enfrentamientos entre árabes y judíos eran continuos. Un día después de la votación de la ONU comenzaron las escaramuzas y la tensión y los enfrentamientos fueron en aumento. El muftí de Jerusalén desde su exilio en El Cairo había instado a una huelga general. Los disturbios se hicieron cotidianos. Y las víctimas en los dos bandos empezaron a contarse por decenas.
Mohamed y Salma habían acordado con los padres de Anisa que la boda se celebraría a principios de año.
A Salma le preocupaba lo que dirían los padres de Anisa y sus familiares y amigos cuando se encontraran entre los invitados a unos cuantos judíos porque, a pesar de la tensión entre las dos comunidades, ni Mohamed ni Wädi habían dudado de que debían invitar a todos los miembros de La Huerta de la Esperanza.
Ezequiel se alegró sinceramente cuando Wädi le anunció que se casaba y le presentó a Anisa. Sara y ella parecieron congeniar al instante. Wädi le había explicado a Anisa lo mucho que había sufrido Sara, su paso por Auschwitz, las torturas a las que los nazis habían sometido a sus hijos hasta asesinarles. Anisa no pudo por menos que llorar conmovida ante tanta desgracia, de manera que el día en que conoció a Sara estaba predispuesta a simpatizar con aquella joven judía sefardí.
También Miriam y Marinna la recibieron con tanto afecto que Anisa se sintió abrumada. Sólo Igor parecía indiferente a todo. Desde que había perdido el empleo en la cantera se había vuelto aún más taciturno. Pasaba casi todo el día trabajando en el campo, pero podar olivos no le hacía feliz.
Marinna había hecho un pastel de higos para agasajar a Anisa y Miriam había preparado café y té. Ni Mohamed ni Salma habían acompañado a Wädi y a Anisa a La Huerta de la Esperanza. Mohamed se sentía incómodo cuando se encontraba con Igor, una incomodidad que se extendía al resto de los habitantes de La Huerta de la Esperanza. La votación de la ONU había ahondado el abismo entre ellos por más que todos se negaran a reconocerlo.
—Parece que Sara y Anisa han congeniado —susurró Wädi a Ezequiel.
—Estoy sorprendido, nunca había visto a Sara tan contenta. No para de hablar y ya sabes que no suele hacerlo —respondió Ezequiel.
—Le vendrá bien tener una amiga de su edad —afirmó Wädi.
Anisa nunca hubiera imaginado que podría llegar a simpatizar tanto con una muchacha judía, pero lo cierto es que poco a poco Sara y ella se hicieron inseparables. Sara parecía confiar en Anisa más que en ninguna otra persona y no era raro verlas pasear intercambiando confidencias.
Un día Wädi preguntó a Anisa si Sara era feliz. Ella pensó detenidamente la respuesta.
—Nunca será feliz, ni aspira a ello, sólo quiere vivir con sosiego y ser útil a los demás. Por eso se dedica a ayudar a los refugiados que llegan a Palestina. A ella le ha costado aprender hebreo y aún no lo domina, y le preocupa que los que llegan se encuentren con esa primera barrera que es el idioma.
—¿Quiere a Ezequiel? —Wädi preguntaba lo que en realidad le preocupaba.
—Si puede querer a alguien es a Ezequiel. Le está agradecida por salvarla y por no pedirle nada a cambio.
—Pero no le ama —concluyó Wädi.
—Amó a Nikos, el padre de sus hijos. La vida la ha unido a Ezequiel y hará lo imposible por hacerle feliz. Puede que con el tiempo llegue a quererle como quiso a Nikos. Sé que Ezequiel es tu amigo y que sufres por él, pero déjame que te pregunte, ¿él ama a Sara?
—¡Claro que sí! La sacó de un hospital, la trajo a Palestina y se casó con ella, ¿cómo puedes preguntarme si la quiere?
—Pues yo creo que no está enamorado de ella. Los dos se han unido por razones que nada tienen que ver con el amor. Creo que para Ezequiel, Sara es el último vínculo con su hermana Dalida y con su padre, porque ambos estuvieron y murieron en Auschwitz. Al salvarla a ella de alguna manera cree estar salvando a su padre y a su hermana.
—Es terrible lo que dices. —A Wädi le sobrecogió la reflexión de Anisa.
—Ambos han sufrido mucho y pueden hacerse mucho bien. Se reconfortan el uno al otro. Eso ya es suficiente.
Omar Salem había vuelto a convocar a sus amigos en su casa. Wädi se sentía a disgusto en aquellas reuniones, pero Mohamed insistía en que debían asistir.
—No podemos ofenderle. Piensa además en tu tío Yusuf y en tu primo Rami, los dos trabajan para Omar Salem.
Precisamente era por Yusuf y por Rami por lo que Wädi cedía a la insistencia de su padre. En realidad no lograba simpatizar con Omar Salem. No es que pensara que no fuera un buen hombre, lo era, y un gran patriota, sin duda, pero pensaba que no tenía ningún interés por las opiniones ajenas. Omar Salem invitaba a sus amigos para reafirmarse en sus juicios y en sus decisiones.
Rami abrazó a su primo nada más verle, parecía preocupado.
—Esto es un desastre. Las dos comunidades ya han comenzado a separarse. Hay muchos árabes que están abandonando los pueblos y barrios donde vivían con otras familias judías. Creo que sería mejor quedarnos y resistir —explicó Rami.
—Estamos en guerra —recordó Omar Salem.
—Los pistoleros del Irgún a punto estuvieron de cobrarse la vida de un miembro de la familia Nusseibeh —afirmó uno de los invitados.
—¿Te refieres al atentado contra la estación de autobuses cercana a la Puerta de Damasco? —preguntó Mohamed.
—Sí. Sólo en Jerusalén ya han muerto varios cientos de árabes. ¿Vamos a olvidarnos de los sionistas que han disparado contra la Explanada de las Mezquitas? —insistió el mismo hombre.
—Los judíos están bien organizados, todos sus hombres se han movilizado —dijo Yusuf.
—Nosotros contamos con nuestros hermanos de los Estados árabes. Nos ayudarán a restablecer la justicia. —Las palabras de Omar Salem fueron acogidas con satisfacción.
—No hemos dejado de luchar desde el mismo día en que la ONU votó la partición de Palestina. Los judíos saben a qué atenerse con nosotros —insistió Yusuf.
—Es una bendición contar con el muftí Haj Amin al-Husseini —dijo un hombre alto, delgado y bien parecido.
—¡Ah!, ya me extrañaba a mí que Qâsim no nos recordara las bondades del muftí, que Alá le tenga mucho tiempo en su exilio egipcio. —La respuesta de Wädi escandalizó a los hombres.
—La familia Ziad siempre mostrando sus reticencias hacia el muftí… esta vez ¿qué vas a reprocharle, Wädi Ziad? —El hombre llamado Qâsim miraba desafiante a Wädi.
—Incluso estando ausente, nos divide. Hablaré por mí, no comparto la estrategia del muftí. Además…, no siento ningún respeto por lo que hizo en el pasado.
—Sí, ya sabemos que prefieres a tus amigos judíos —le respondió Qâsim.
Airado, Mohamed se levantó pero Wädi le agarró del brazo.
—Por favor, padre, permíteme responder. Yo elijo a mis amigos en función de la clase de hombres que son. Y sí, tengo amigos judíos a los que aprecio y respeto tanto como al mejor de vosotros. No sólo no me avergüenzo, sino que además me honro de ello. Hasta hace poco, muchos judíos eran vuestros amigos, los recibíais en vuestras casas y ellos a vosotros en las suyas. Cerrabais acuerdos para vuestros negocios, ibais a sus médicos y ellos venían a los nuestros. Al igual que vosotros, considero una traición la decisión de Naciones Unidas de dividir Palestina. Pero insistiré hasta que queráis escucharme que no resolveremos nada matándonos los unos a los otros. Aun así lucharé y haré cuanto sea necesario para que no nos arrebaten nuestra tierra y lo que es nuestro.
Como en ocasiones anteriores, Omar Salem lamentaba en silencio la presencia de Wädi. No podía dejar de invitar a los Ziad, habría sido una ofensa no hacerlo, pero pensaba que el hijo de Mohamed no era de fiar.
—Nuestros hermanos del Ejército Árabe de Liberación nos ayudarán a derrotar a los judíos —dijo Qâsim volviendo a mirar a Wädi.
—Libaneses, sirios, iraquíes…, todos ellos luchando aparentemente por nuestra causa. Los sirios nos han enviado a Fawzi al-Qawuqji, un héroe al que todos conocéis bien. Estuvo en Hama, durante la revuelta, luchando contra los franceses, y en el 36 también ayudó a la rebelión en Palestina, y en Irak combatiendo a los británicos, para terminar sirviendo a Hitler. No, no pongo en duda ni su valor ni su sacrificio por la causa árabe. Pero desconfío de los hombres que han sido capaces de colaborar con Hitler, ya sea el muftí o un general aunque se le considere un héroe como a Fawzi. Durante un tiempo yo mismo intenté comprender por qué algunos de nuestros líderes se aliaban con Hitler; la explicación era que los judíos eran sus enemigos y, por tanto, los enemigos de los nuestros se convertían en amigos. Pero esa explicación terminó asqueándome a mí mismo.
—De manera que te atreves a cuestionar a uno de los mejores generales con que podemos contar… —En la voz de Omar Salem se denotaba amargura e irritación.
Se volvió a hacer el silencio. La incomodidad iba en aumento. Hasta Mohamed se preguntaba por qué su hijo pretendía provocar a aquellos hombres. Nunca más le insistiría para que le acompañara a casa de Omar Salem.
—Respeto a los hombres no por las batallas que hayan podido ganar sino por las causas que defienden. En cuanto a lo de cuestionar a Fawzi al-Qawuqji… no es eso, sólo que pienso que el problema es entre nosotros y los judíos, y debemos resolverlo solos. Vosotros confiáis en que ganaremos porque nuestro héroe ha dejado su exilio dorado en Egipto para regresar a Siria y allí ha estado preparando hombres para librar la batalla en Palestina. ¿No os preguntáis por qué razón nuestros «hermanos» árabes no se implican directamente? Los Estados de la Liga Árabe están ofendidos por la votación de la ONU y todos declaran que no permitirán la partición de Palestina, pero no han comprometido a sus ejércitos, se conforman con apoyar una tropa de voluntarios, el Ejército Árabe de Liberación.
»Y qué me decís del rey Abdullah. Todos sabemos que no ve con malos ojos la partición, incluso puede que crea que es la única solución.
Los hombres se revolvieron incómodos en sus asientos. Nadie quería criticar a Abdullah en público, no delante de quienes no fueran estrictamente sus amigos. Pero algunos de ellos le maldecían en privado, incluso le tachaban de traidor. Pensaban que Abdullah velaba sólo por sus intereses.
Yusuf parecía más incómodo que ningún otro invitado. Él servía a Omar Salem, pero todos conocían su vinculación con la casa hachemita. Su familia vivía en Ammán, y siempre habían servido con lealtad al depuesto Husayn, guardián de La Meca, y después a sus hijos. Pensó que ya era demasiado viejo para ser prudente, de manera que decidió intervenir.
—El rey Abdullah mira por los suyos, como hacen el resto de los dirigentes árabes. Mi sobrino Wädi dice la verdad. Los Estados árabes creen que hacen suficiente armando un ejército irregular. Abdullah es prudente y buen conocedor de los británicos, no se engaña y sabe qué batallas puede dar. De lo que estoy seguro es de que si llegara a haber guerra, podremos contar con los jordanos.
—Contamos con grandes generales, ¿acaso no lo es Ismail Safwat? La Liga Árabe le ha nombrado comandante en jefe del Ejército Árabe de Liberación, sin olvidar a Abdelkader al-Husseini, que a pesar de pertenecer a la familia del muftí, hasta el joven Wädi tendrá que reconocer su valía —añadió Omar Salem.
—Sí, lo reconozco, no tengo nada que objetar a Abdelkader al-Husseini, es un hombre digno, como lo son otros hombres de las familias Jalidi y Dajani —respondió Wädi.
—Por ahora tenemos una gran baza, mientras controlemos la carretera entre Jerusalén y Tel Aviv. Estando en nuestras manos el éxito está asegurado —afirmó Rami mirando a su primo Wädi.
Omar Salem carraspeó y observó a Yusuf. Los dos hombres intercambiaron una mirada antes de que Omar Salem tomara la palabra.
—Esta noche quería celebrar con vosotros que Rami forma parte de las fuerzas de Abdelkader al-Husseini. Me pidió hace un mes permiso para abandonar por un tiempo la empresa agrícola que con tanto acierto ha dirigido en los últimos años. Se lo di. Nada puede hacerme más feliz que saber que los mejores de entre nosotros lucharán por Palestina. Con ellos tenemos el éxito asegurado. —Las palabras de Omar Salem fueron acogidas con muestras de asentimiento.
Wädi miró a su primo con pesar. Acababa de enterarse de la noticia al mismo tiempo que los demás, y eso le dolió.
Mohamed tampoco sabía nada e intercambió una mirada de reproche con Yusuf. ¿Cómo era posible que el esposo de su hermana Aya no le hubiera comunicado la decisión de Rami?
Cuando salieron de casa de Omar Salem, Wädi se plantó ante su primo dispuesto a reprocharle su falta de confianza.
—¿Por qué no me lo habías dicho?
—Porque sé lo que piensas y no quería que intentaras disuadirme. Creo que es mi deber luchar como en el pasado lo hizo mi padre y también el tuyo. Si no lo hacemos así perderemos nuestra patria. No hay elección. Tú también tendrás que hacerlo.
—No me da miedo luchar y volveré a hacerlo. Ya he combatido en una guerra —le recordó Wädi.
—Que no era nuestra. —Las palabras de Rami irritaron a su primo.
—Sí, sí que lo era. Luchar contra Alemania era la única opción decente. Siempre estaré muy orgulloso de haber contribuido a la derrota de Hitler.
—Deberías unirte a los hombres de Abdelkader al-Husseini, serías bien recibido por él. Conoce el valor de tu padre y sabe que tu abuelo fue un héroe. Le he hablado a menudo de ti.
—Rami, yo no quiero que se consume la partición de Palestina, y lucharé aunque sé que será difícil evitarlo. Tú también lo sabes. Les conoces lo mismo que yo.
—¿A quiénes te refieres?
—Hemos crecido con otros chicos judíos, sabemos cómo son. No van a permitir que vuelvan a echarles de ningún sitio. Ben me lo dijo un día: «Se acabaron los judíos errantes, no volverán a expulsarnos de ningún lugar porque esta vez hemos vuelto a la patria y para echarnos tendrán que exterminarnos a todos y ni siquiera Hitler lo consiguió». No he dejado de darle vueltas a las palabras de Ben.
—Bueno, es normal que diga eso, ellos tienen sus razones y nosotros las nuestras —respondió Rami.
—La razón nos asiste, pero ¿de qué nos servirá?
Rami se sintió incómodo con las palabras de Wädi. Si las hubiera dicho cualquier otro hombre le habría abofeteado y tratado de cobarde. Pero Wädi no lo era y por eso le desconcertaba que hiciera aquella reflexión. Pensó que estaba demasiado enamorado de Anisa y sólo quería disfrutar del futuro sin guerras.
—No podemos permitir que nos roben, que nos echen de nuestras casas y de nuestras tierras. ¿Es que no te das cuenta de lo que significaría la partición?
Los dos primos se separaron taciturnos, pensando sobre las palabras del otro.
A Rami no le hizo falta insistir demasiado a Wädi para presentarle a Abdelkader al-Husseini.
Los días pasaban y cuando Wädi discutía con los suyos intentaba que tuvieran en cuenta el punto de vista de los judíos, porque sólo si le conoces, puedes vencer a tu adversario. Sentía que nadaba a contracorriente, pero que no podría hacerlo por mucho tiempo. Ezequiel había sido honrado al reconocerle que la Agencia Judía había fijado como objetivo asegurar todo el territorio que les correspondería con la partición, así como que él mismo había pasado a tener una participación más activa en las Fuerzas de Defensa.
—Tenemos muchas bajas —le había confesado—, vuestro Abdelkader al-Husseini es un buen general.
Lo era. Wädi tuvo que reconocer que era difícil sustraerse a la inteligencia y a la valentía de Abdelkader al-Husseini, cuya personalidad conquistaba a cuantos le conocían. A pesar de estar entre soldados, se le notaba su exquisita educación. Había estudiado en la Universidad Americana de El Cairo y escribía poesía. Era un aristócrata y la historia de su familia no se podía contar sin la de Jerusalén.
Para Wädi fue una sorpresa saber por boca de Abdelkader al-Husseini que su primo Rami era uno de los responsables de Kastel, el pueblo desde el que sus fuerzas controlaban la carretera entre Jerusalén y Tel Aviv.
—Tienes razón, es un gran hombre —le dijo Wädi a Rami cuando salieron de la entrevista.
—Me alegro de que te unas a nosotros. —Rami se sentía satisfecho.
—Hablaré con mi padre y con Anisa.
—Comprendo tus dudas, crees que si luchas traicionas a Ezequiel, a Ben…, a nuestros amigos de La Huerta de la Esperanza —le dijo Rami, que conocía bien a su primo.
—No es eso…, al menos no del todo.
—Y sin embargo ellos no dudan, sabes que Ben y Ezequiel forman parte de las Fuerzas de Defensa judías y que lucharán cuanto sea necesario. Ellos tienen su causa, nosotros la nuestra. Es una desgracia para todos nosotros tener que enfrentarnos, pensar que en algún momento nuestra bala puede ser la que arranque la vida de alguien que ha sido nuestro amigo. Pero no hemos sido nosotros los que hemos elegido que las cosas sean así. Los judíos no se han conformado con vivir entre nosotros, ansiaban su propio país. Son ellos o nosotros.
—No debería ser así. Deberíamos ser capaces de seguir viviendo juntos.
—Eres un poeta, Wädi, y eso te pierde.
—Abdelkader al-Husseini también es poeta.
—Pero también es un revolucionario.
A Marinna le hubiera gustado ayudar a Salma en los preparativos de la boda de Wädi, pero por decoro ni siquiera se ofreció. Salma y ella siempre habían mantenido las distancias, como habían hecho Mohamed e Igor. Era Miriam quien se acercaba de cuando en cuando a casa de los Ziad siempre dispuesta a echar una mano a Salma. Las dos mujeres simpatizaban y Mohamed sentía por Miriam un afecto especial, había sido la esposa de Samuel, y Samuel había sido para los Ziad más que un amigo.
En febrero hace mucho frío en Jerusalén. A pesar de la guerra latente, a la boda de Wädi asistieron muchos de los notables de Jerusalén. Algunos se sintieron ofendidos por la presencia de los «amigos» judíos de Mohamed. Además de Miriam, Ezequiel y Sara, Marinna e Igor también acudieron a felicitar a los novios junto a Ben. Louis había llegado desde Tel Aviv acompañado de Mijaíl y de Yasmin, que meses atrás se habían trasladado a vivir a la ciudad judía.
—Por poco no llegamos —bromeó Louis al ver a Mohamed—, nos han disparado al pasar por Kastel.
—Quien domine Kastel poseerá Jerusalén —respondió Mohamed.
—Y por ahora está en nuestras manos. —Rami se había acercado a saludar a Louis. Le hubiera gustado decirle que habían sido él y sus hombres los que aquel día habían hecho imposible el paso de los coches por la carretera de Tel Aviv a Jerusalén. Pero no lo hizo, hubiese sido tanto como dar información al enemigo por más que le costara ver a Louis como a un adversario.
—Bueno, eso tendremos que arreglarlo —respondió Louis abrazando a Rami.
—¿Qué va a pasar? —preguntó Mohamed a Louis en cuanto pudieron hacer un aparte.
—Deberíais aceptar la partición. Los británicos se irán el 14 de mayo y entonces los enfrentamientos de ahora se convertirán en una guerra abierta.
—La partición es una humillación para los árabes. —Las palabras de Mohamed estaban repletas de pesadumbre.
—No es nuestra intención humillaros, sólo queremos un trozo de tierra donde vivir. Podemos evitar la guerra.
—Me temo que no será así. No hay un solo hombre que no esté dispuesto a morir por defender la tierra en la que ha nacido. Además, los criterios de la partición no han tenido en cuenta la realidad de Palestina, ¿cómo pretenden que Haifa se convierta en una ciudad judía? —Mohamed miraba a los ojos a Louis esperando ver comprensión en su amigo.
—Puede que la partición se hubiese podido hacer mejor, pero hecha está y nosotros lo hemos aceptado. Es un minúsculo trozo de tierra, renunciamos a lugares que consideramos sagrados por nuestra historia; nos duele, pero debemos aceptar lo que nos dan.
—¿Te das cuenta de lo que va a provocar la partición?
—Me he hecho viejo, Mohamed, y no me quedan ganas de pelear. Daría mi vida si con eso se pudiera evitar el enfrentamiento, pero también la daré si alguien pretende evitar la partición.
—Entonces puede que ésta sea la última vez que nos veamos.
—Te conocí siendo un niño y a tu padre le apreciaba como si fuera mi hermano mayor. No sé qué habría dicho él de todo esto… Para muchos de nosotros supondrá un desgarro que la partición nos separe de los amigos. —En las palabras de Louis había cierta emoción.
—Sois vosotros quienes ansiáis una frontera —le reprochó Mohamed.
—Sólo queremos un trozo de tierra, no importa lo pequeña que sea; estamos cansados de vagar, de que nos traten como a seres inferiores, de que nos expulsen de nuestras casas, hartos de dejarnos matar. Estamos cansados, Mohamed.
No hablaron más. Compartieron el cordero especiado que había preparado Salma y recordaron aquellos pasteles de pistachos que cocinaba Dina, la madre de Mohamed, y fumaron aquellos cigarros egipcios que tanto les gustaban.
Se despidieron fundiéndose en un abrazo. Ambos parecían saber que sería la última vez.
Mohamed no lo supo hasta un día después y lloró en silencio como sólo se llora a quien se quiere. Fue Marinna quien acudió a su casa acompañada de Ezequiel.
La mañana siguiente de la boda era 15 de febrero y Louis, Mijaíl y Yasmin se prepararon para regresar a Tel Aviv. Yasmin intentaba convencer a su tía Miriam para que les acompañara.
—Hace tanto tiempo que no vas a Tel Aviv que no la reconocerías. Es nuestra ciudad, sólo nuestra, tan distinta de Jerusalén…
—Pero tú has nacido aquí… Tel Aviv es una ciudad nueva, en cambio Jerusalén… Yo no podría vivir en ningún otro lugar… —argumentaba Miriam.
—Esta ciudad es opresiva, no te das cuenta hasta que no te vas. Mijaíl y yo somos más felices desde que vivimos en Tel Aviv, debimos irnos antes. Y a ti te vendría bien cambiar de aires. Me gustaría tanto que vinieras con nosotros… Te echo de menos, tía.
—Venir ha sido una temeridad. Los árabes controlan la carretera. No hemos podido venir directamente porque hacerlo es jugarse la vida, y aun así nos han disparado. Hemos salido ilesos de milagro —terció Louis, nada convencido de que Miriam debiera acompañarles.
—Y yo me quedaría más tranquilo si te quedaras en Jerusalén. No quiero que vuelvas a ponerte en peligro —añadió Mijaíl.
Pero Yasmin no parecía escucharles. Descartó la posibilidad de quedarse en Jerusalén, repitió que la ciudad la asfixiaba, y continuó insistiendo a su tía Miriam para que les acompañara.
—Si hemos podido venir, podremos volver —afirmó inasequible a cualquier argumento que la contrariara.
—Tendremos que dar un gran rodeo, no estoy seguro de que podamos utilizar la misma ruta, y pasar por Kastel sería una locura. —Louis no ocultaba su preocupación.
Pero Yasmin no estaba dispuesta a rendirse, de manera que insistió para que Miriam les acompañara si es que estaba tan loca como para aceptar la invitación.
Ezequiel veía a su madre dudar y la animó a acompañar a Yasmin.
—Mi prima tiene razón, hace años que no te mueves de La Huerta de la Esperanza, un cambio te vendría bien. Te aseguro, madre, que podré arreglármelas sin ti unos cuantos días —le dijo bromeando—. Además, Louis y Mijaíl se encargarán de que no te suceda nada.
—¿Y yo también puedo ir? —La petición de Sara les sorprendió.
Sara nunca había manifestado deseo alguno por ir a ninguna parte. Parecía feliz en La Huerta de la Esperanza. Hacía muy poco tiempo que Ezequiel y ella se habían casado, de manera que su petición les dejó sin respuesta. Fue Yasmin la que retomó la iniciativa.
—¡Pues claro que sí! Conocerás una ciudad judía, sólo judía, la primera ciudad judía del mundo. Te gustará. Tenemos muchos amigos y allí respirarás libertad.
Louis y Mijaíl se miraron alarmados y esperaron que fuera Ezequiel quien se negara a que Sara les acompañara. Pero Ezequiel no se atrevió a desanimarla, en cambio le hizo saber a Sara lo mucho que le gustaría que acompañara a su madre. De este modo Miriam se dejó convencer.
Louis continuó diciendo que llegar a Tel Aviv no sería una excursión.
—Es peligroso, nos dispararán.
Pero Miriam y Sara aseguraron estar dispuestas a correr el riesgo. De repente parecían entusiasmadas con la idea de hacer aquel viaje. Era media mañana cuando se pusieron en marcha. Mijaíl conducía el coche. Tenían que reunirse con otro grupo de viajeros que también intentaban llegar a Tel Aviv, les escoltarían hombres de la Haganá. Ben era uno de ellos.
—No sé si es buena idea que vengan tu esposa y tu madre —había comentado Louis a Ezequiel—, bastante riesgo hemos corrido nosotros, poniendo además en peligro la vida de Yasmin, y todo por una boda…
A Ezequiel le inquietaron las palabras de Louis, pero confiaba en él. Desde pequeño le había tenido como un héroe, si en algunas manos podía depositar la vida de Sara y de su madre era en las de Louis. También le tranquilizaba que Ben formara parte de la escolta.
Había caído la tarde cuando un hombre se presentó en La Huerta de la Esperanza. Marinna estaba en el jardín y le salió a recibir. Ezequiel aún no había regresado a casa e Igor estaba examinando las cuentas de la huerta cuando escuchó a Marinna gritar. Igor salió presuroso y se encontró con un hombre que sujetaba a Marinna intentando calmarla. Se plantó ante él con paso rápido y le empujó para que soltara a su esposa. El hombre ni siquiera protestó y repitió las palabras que acababa de decirle a Marinna.
El grupo que intentaba llegar a Tel Aviv había sido atacado por una veintena de árabes. Una bala había reventado una de las ruedas del coche que conducía Mijaíl. Él dio un volantazo y se salió de la carretera. Perdió el control del coche, que dio dos vueltas de campana antes de estrellarse y empezar a arder. Todos sus ocupantes habían muerto. Los viajeros de los otros dos vehículos salvaron la vida, aunque dos de ellos habían sido heridos. Los hombres de la Haganá repelieron el ataque. Ben estaba malherido. Le habían trasladado al hospital donde en ese momento luchaba por su vida.
Mientras Marinna le explicaba a Mohamed lo sucedido, Ezequiel guardaba silencio y Salma rompió a llorar.
Mohamed no sabía qué decir ni qué hacer. Le había inquietado ver aparecer a Marinna seguida de Ezequiel. Tenía que ser por algo importante el que ella fuera a su casa, y ahora allí estaba ella, con el rostro desencajado de tanto llorar mientras le explicaba que la vida de su hijo Ben pendía de un hilo y que Ezequiel había perdido todo cuanto le quedaba en la vida, su madre y su esposa.
Wädi no estaba en casa. Después de la boda había viajado a Haifa donde vivía la abuela de Anisa, demasiado vieja para asistir a los esponsales. Tardarían cuatro o cinco días en regresar y eso hizo que Mohamed se sintiera más solo que nunca. Envolvió en el mismo abrazo a Marinna y a Ezequiel mientras buscaba las palabras que reflejaran el dolor que en aquel momento anidaba en su pecho. Pensaba que quizá su sobrino Rami fuera uno de los hombres que atacó al convoy en el que viajaban Miriam y Sara. De repente la guerra se le presentaba tal cual es, ávida de cobrarse vidas. Él, que había luchado en el pasado, lo sabía bien.
Miró a Ezequiel sintiéndose responsable de él. Era el hijo de Samuel y no podía dejarle a su suerte. Aquel muchacho había sufrido demasiadas pérdidas para poder soportarlo sin más. Le hubiera gustado decirle que sus enemigos eran sus enemigos, que irían juntos a matarlos, pero no podía hacerlo. Los enemigos de Ezequiel eran sus amigos, entre ellos estaba su propio sobrino y a no mucho tardar estaría Wädi, su propio hijo.
Salma y Mohamed insistieron en acompañar a Marinna al hospital donde Igor permanecía sin moverse esperando a que algún médico le anunciara que su hijo había vencido a la muerte.
Igor se sobresaltó al ver a Salma y a Mohamed y miró con gesto torcido a Marinna reprochándole que se hubiera atrevido a hacerse acompañar por los Ziad. Aya no tardó en llegar y se fundió con Marinna en un abrazo tan intenso que sus lágrimas terminaron siendo un solo llanto.
Los días posteriores fueron una pesadilla. Enterraron a Louis, a Miriam y a Sara, a Yasmin y a Mijaíl, y Ezequiel lloró con la desolación con que lloran los niños perdidos. Wädi había regresado a tiempo para el entierro y nadie se atrevió a impedirle que estuviera cerca de Ezequiel. Algunos amigos de éste miraban con rabia contenida a los Ziad sin comprender que pudieran asistir a aquella ceremonia de despedida. ¿Cómo se atrevían a hacerlo? Pero ni Mohamed ni Wädi se dieron por aludidos ante aquellas miradas cargadas de furor. Nada ni nadie podría impedirles acompañar a Ezequiel Zucker.
—Al menos puedo llorar en la tumba de mi madre. A mi padre y a mi hermana no tengo donde llorarles, salvo que vaya a Auschwitz, puede que aún quede una brizna de sus cenizas flotando —musitó Ezequiel a Wädi, y su amigo no pudo por menos que estremecerse.
Después del entierro Ezequiel les pidió a todos que le dejaran solo. Necesitaba el silencio para volver a encontrarse a sí mismo, así que se fue a La Huerta de la Esperanza, negándose a hablar siquiera con Wädi.
Marinna e Igor continuaban noche y día al pie de la cama de Ben, que aún no había recuperado el conocimiento. Los médicos no les daban ninguna esperanza: «Si se recupera —llegaron a decir— no será el mismo». Pero no volvió en sí. Le enterraron una semana después.
Marinna había envejecido de repente incapaz de soportar la pérdida de su hijo. Mohamed hubiera querido abrazarla pero sólo podía expresarle con la mirada su propio sufrimiento. Con Igor apenas intercambió palabra, más que un apresurado apretón de manos. Fue Aya la que haciendo caso omiso a cualquier mirada reprobatoria permaneció al lado de Marinna, agarrando su mano, enjugando sus lágrimas. Para Aya Marinna era más que una hermana, la había querido desde que eran niñas.
Cuando terminó la ceremonia, Ezequiel se acercó a Mohamed y le pidió que se parara un instante.
—Dime, ¿aún crees que hay momentos en los que la única manera de salvarse a uno mismo es muriendo o matando?
Mohamed sintió la tensión de todos los músculos y nervios de su cuerpo. Lo único que podía decirle era lo que de verdad sentía. Se lo debía a Samuel, se lo debía al propio Ezequiel.
—Sí, lo creo. Hay momentos en la vida en los que no hay otra opción si uno quiere seguir viviendo sin perder el respeto por uno mismo. Comprenderé lo que hagas.
Mohamed se preguntaba si Ezequiel y Marinna sabían que Rami formaba parte de los hombres de Al-Husseini cuya misión era impedir el paso de los judíos entre Jerusalén y Tel Aviv. Si era así, Ezequiel podía decidir ir a por Rami y vengarse. Tembló al pensar en la suerte que podía correr su sobrino, pero también por lo que pudiera sucederle al propio Ezequiel.
—Padre, ¿qué podemos hacer? —le preguntó Wädi apenas llegaron a casa.
—Ya no hay vuelta atrás. —La respuesta de Mohamed estaba llena de amargura.
—Tiene que haber una manera de evitar tanto sufrimiento —insistió Wädi.
—La gente como nosotros sólo tiene un cometido, representar el papel que escriben otros. A nadie le importa lo que pensamos ni lo que sentimos. Quienes pueden decidir lo han hecho ya, y de nada serviría intentar modificar su voluntad. Los británicos nos han traicionado una vez más, y la ONU ha refrendado esa traición. No podemos hacer nada más que luchar por nuestros derechos, por nuestras casas, por nuestras familias.
Salma y Anisa escuchaban en silencio. Sabían del inmenso dolor que ambos sentían.
Mohamed no se atrevió a hacerse el encontradizo con Marinna para decirle que quería compartir con ella el dolor que la desgarraba. La imaginaba sola, perdida en La Huerta de la Esperanza, con Igor ensimismado en su propio dolor y con Ezequiel en el suyo. Tampoco Salma se atrevía a ir por miedo a no ser bien recibida. Era Anisa quien presionaba a Wädi para que fuera a ver a Ezequiel y le hiciera saber que podía contar con él.
—Es que no puedo mentirle, ¿qué pasaría si me dijera que quiere vengarse de quienes dispararon al coche de Louis? ¿Podría yo acompañarle a matar a Rami? Mi padre tiene razón, ya no podemos elegir.
La noche del 2 de abril de 1948, el Palmaj, la unidad de élite de la Haganá, atacó Kastel. Cumplían una orden de Ben Gurion de llevar a cabo la Operación Nachshon, que tenía como objetivo hacer transitable la carretera entre Tel Aviv y Jerusalén. Lograron su propósito.
Rami se quejaba de la falta de hombres y medios. Había sobrevivido al ataque de la Haganá pero su orgullo estaba malherido.
—Abdelkader al-Husseini ha vuelto de Damasco con las manos vacías tras intentar convencer a los jefes del Ejército Árabe de Liberación para que nos suministren armas pesadas y más hombres. Todo lo que ha conseguido es que el general Ismail Safwat le insulte retándole a reconquistar Kastel o a entregar el mando a Fawzi al-Qawuqji.
—Ya te dije que los sirios, los iraquíes, los egipcios, todos tienen sus propios intereses —le recordó Wädi.
—Suya será pues la culpa de que perdamos Palestina, es lo que les ha dicho Abdelkader al-Husseini.
—¿Y crees que en el futuro alguien recordará que su desidia se asemeja a la traición? —apostilló Mohamed.
—Volveremos a hacernos con Kastel. No permitiremos que los judíos hagan suyo un pueblo árabe. Les echaremos cueste lo que cueste. Por eso he venido, porque necesitamos hombres, ya es hora de que combatas con nosotros. —Rami miraba fijamente a Wädi.
—Queréis reconquistar Kastel con pocos hombres y pocas armas… ¿No deberíais esperar? —Mohamed temía por su hijo y su sobrino.
—Somos cerca de trescientos hombres y se nos han unido tres soldados británicos que no comparten la política de su país. Nuestras armas no son suficientes, pero aun así Abdelkader al-Husseini ha decidido que atacaremos mañana.
—Iré con vosotros —afirmó Wädi, y su primo le abrazó agradecido. Mohamed no se atrevió a contradecir a su hijo.
Wädi se despidió de Anisa explicándole brevemente lo que iba a hacer. Ella no le hizo ningún reproche porque se sentía orgullosa de su determinación. La pérdida de Kastel había desmoralizado a los árabes palestinos y recuperar aquel pueblo era una cuestión de honor, de modo que nada podía objetar a la decisión de su marido.
Abdelkader al-Husseini explicó a sus hombres que atacarían por tres frentes y eligió a los comandantes de cada destacamento. Rami y Wädi hubiesen querido combatir juntos, pero Al-Husseini, con buen criterio, les separó.
Eran las diez de la noche del 7 de abril de 1948 cuando comenzó el ataque. Los hombres de Al-Husseini y los de la Haganá se igualaban en bravura. Cuerpo a cuerpo, palmo a palmo, luchaban por aquel enclave estratégico. La suerte jugaba con ambos bandos, tan pronto parecían estar a punto de vencer los judíos como en pocos minutos eran los árabes palestinos quienes creían poder cantar victoria.
Estaba amaneciendo cuando la suerte se había decantado del lado de la Haganá. Abdelkader al-Husseini y el grupo de hombres bajo su mando estaban rodeados y a punto de perder la batalla. Pero las tornas cambiaron. Más de quinientos hombres acudieron a unirse a las fuerzas de Al-Husseini y en la tarde del 8 de abril lograron convertir en victoria lo que parecía estar a punto de ser una derrota. Cuando por fin hicieron suya Kastel, cientos de suspiros de alivio se fundieron con el aire tibio de la primavera. Habían hecho prisioneros a más de cincuenta miembros de la Haganá. Estaban gozando del éxito conseguido. Pero la que iba a ser una dulce victoria se convirtió en una pesadilla. El cadáver de Abdelkader al-Husseini yacía en el campo de batalla. Cuando la noticia corrió, sus hombres tomaron una decisión sangrienta: asesinaron a los cincuenta prisioneros judíos y se ensañaron mutilando sus cadáveres.
—Que Alá os perdone por profanar a los muertos —murmuró Mohamed mientras escuchaba a Wädi relatar los pormenores de la batalla.
Salma y Anisa permanecían muy quietas, trastornadas por lo que estaban escuchando.
Mohamed y Wädi asistirían al funeral de Abdelkader al-Husseini, llorado por todos los palestinos. Jerusalén parecía haberse paralizado para despedir al hombre al que todas las facciones respetaban. Pero el dolor que sentían por la muerte de su general iba a palidecer por el dolor que sentirían por otra masacre que estaba a punto de perpetrarse.
Aún no había amanecido sobre Palestina, cuando un grupo de hombres se acercaba sigilosamente a Deir Yassin. A esa hora Aya estaba encendiendo el fuego del hogar mientras Yusuf hacía sus abluciones matinales. Rami y su esposa Shayla aún dormían. Aya daba gracias a Alá por haberle devuelto a su hijo vivo después de la batalla de Kastel y nada le hacía presagiar que aquél no fuera a ser un día normal.
Los gritos la alarmaron. Gritos de hombres, de mujeres, de niños. Aya abrió la puerta y se estremeció. Vio a varios hombres arrojando granadas dentro de las casas y disparando indiscriminadamente a ancianos y a niños. Destruían todo cuanto se encontraban a su paso.
Aya cerró la puerta gritando. Yusuf y Rami acudieron de inmediato.
—¡La casa de Noor está ardiendo! —Aya quería ir a la casa de su hija y de su yerno.
Rami había visto por la ventana lo sucedido y ordenó a su madre y a su esposa que corrieran hacia Ayn Karim, la aldea más cercana donde había una unidad del Ejército Árabe de Liberación. La policía británica solía patrullar por los alrededores, de manera que les pidió que fueran a buscar ayuda mientras ellos trataban de hacer frente a aquel grupo de demonios armados que asesinaban sin piedad ya fuera a niños, mujeres o ancianos.
Por más que Aya insistió llorando en que no se iría sin antes comprobar cómo estaba Noor, su esposo y su hijo se mostraron tajantes. Abandonaron la casa y corrieron sin mirar atrás, escuchando los gritos desesperados de sus vecinos. A su carrera se unieron otras mujeres. Aya resbaló y cayó golpeándose la cabeza. Perdió el conocimiento. Shayla intentó que se incorporara pero el cuerpo de Aya parecía inerte. La arrastró, la arrastró entre las piedras, tiró de su cuerpo intentando ponerla a salvo hasta que sintió un dolor profundo en el pecho. No sabía qué era pero continuó andando y tirando de Aya. Apenas podía respirar cuando llegó a Ayn Karim y dobló las rodillas cayendo al suelo.
Fray Agustín le contaría a Wädi cómo un grupo de los atacantes de Deir Yassin habían arrastrado hasta el barrio judío de Jerusalén a varios de los supervivientes de la matanza. Primero les vejaron públicamente y después les dejaron en libertad.
Familias enteras murieron aquel amanecer víctimas de aquellos milicianos que resultaron ser pistoleros del Irgún y del Leji. Por más que Ben Gurion y la Haganá se lavaron las manos y condenaron la masacre, la infamia de aquella acción será recordada siempre.
Mohamed lloraba ante la cama de su hermana Aya. La enfermera insistía en que la dejara descansar, pero él se negaba a dejarla sola. Yusuf y Rami también se debatían entre la vida y la muerte. Y Shayla acababa de expirar. Noor y su esposo Emad habían salvado la vida, pero Emad había decidido que no se quedarían ni un día más en Jerusalén y, pese a las lágrimas de Noor, habían cruzado a la otra orilla del Jordán. En el reino de Abdullah estarían seguros.
Anisa se encontró con Salma en el pasillo del hospital cuando vio a Marinna dirigirse con paso resuelto hacia ellas. Wädi estaba hablando con los médicos, de manera que decidió ser ella quien se enfrentara a Marinna.
—Quiero ver a Aya. —Los ojos y la voz de Marinna no permitían una negativa, aun así Anisa lo intentó.
—Está inconsciente. No se la puede visitar. Preferiríamos que nos dejarais solos, Shayla acaba de morir, y Rami y Yusuf tienen escasas posibilidades de recuperarse. Te agradezco tu interés, ya has cumplido con nosotros, pero prefiero que te vayas.
—No me iré sin ver a Aya —dijo Marinna mientras empujaba la puerta de la habitación donde agonizaba su amiga.
Mohamed se sobresaltó al verla pero no se movió. No se sentía capaz de decirle nada. Ella se acercó y cogió una de las manos de Aya, luego acarició su rostro y permaneció quieta a su lado, en silencio.
Cuando Anisa entró en la habitación encontró a Mohamed y a Marinna el uno junto al otro, sin mirarse, como si un muro les separara.
Más tarde ella le comentaría a Wädi que Mohamed debía haberle pedido a Marinna que se fuera. La respuesta de Wädi la desconcertó: «Mi tía Aya no lo habría consentido».
Anisa no terminaba de comprender aquella extraña relación entre los Ziad y las gentes de La Huerta de la Esperanza. No es que ella no hubiera simpatizado con Miriam o con la pobre Sara, incluso con la propia Marinna, pero creía que en aquellas circunstancias la amistad debía llegar a su punto final. No era posible mantener la ficción de que aún podían mantener intacta la amistad. «Ellos tienen sus muertos, nosotros los nuestros, y por más que queramos perdonarnos siempre se interpondrán entre nosotros», le decía a Wädi. Pero Anisa tenía la impresión de que él se limitaba a escucharla sin atender a sus razonamientos.
Era ya 13 de abril y habían pasado cuatro días de la matanza de Deir Yassin, cuando un grupo de árabes palestinos atacó un convoy de médicos y enfermeras, todos judíos, que intentaban llegar al hospital en el monte Scopus, a las afueras de Jerusalén. De las ciento doce personas que iban en el convoy sólo sobrevivieron treinta y seis, el resto fueron asesinadas. Los atacantes se comportaron con una brutalidad pareja a la de los hombres que habían perpetrado el asalto a Deir Yassin. Pero a la matanza añadieron la infamia de fotografiarse con los cadáveres.
Wädi estaba distribuyendo las fotografías entre los invitados de Omar Salem. Estaban desmoralizados porque las Fuerzas de Defensa judías se habían vuelto a hacer con Kastel; a eso había que añadir la matanza de Deir Yassin, que había provocado que cientos de palestinos decidieran dejar sus casas y huyeran temiendo sufrir la misma suerte.
—Estas fotos nos ensucian a todos —afirmó Wädi mirando uno por uno a aquellos hombres que desviaban la vista de las fotografías.
—El ataque al convoy del monte Scopus ha sido la respuesta a Deir Yassin —afirmó Omar Salem.
—¿Y qué harán la próxima vez?, ¿y cómo responderemos nosotros? ¿Terminaremos arrancándonos los ojos por las calles de Jerusalén? ¿Mataremos a sus mujeres y ellos se vengarán asesinando a nuestros hijos? ¡Basta ya! —Su grito les sobresaltó.
—¿Qué es lo que pretendes? —La pregunta de Omar Salem contenía un desafío.
—Que paremos esta locura, que nos sentemos a hablar, ellos y nosotros, sin intermediarios. Si hemos de pelear, lo haremos, pero hagámoslo como los hombres, frente a frente, dejando a salvo a las mujeres y a los niños —respondió Wädi con el consiguiente escándalo de los invitados de Omar Salem.
Târeq, el marido de Naima, la hermana de Wädi, se enfrentó a él.
—En todas las guerras se cometen atrocidades. ¿Cómo podemos evitarlas? Has sido soldado y sabes que a veces sólo cabe la venganza.
—Me gustaría saber por qué los hombres acantonados en Ayn Karim no acudieron de inmediato a auxiliar a Deir Yassin —le respondió Wädi dejando perplejos a aquellos hombres.
—Cuando supieron de la masacre ya nada podían hacer —respondió uno de los hombres.
—Comprendemos el dolor que sientes por la pérdida de tu tío Yusuf. Era amigo de todos nosotros y sabes bien que en ningún hombre he confiado tanto como en él. Pero el dolor no debe nublar nuestra inteligencia, ni mucho menos hacernos débiles. Tenemos que luchar hasta expulsarles de nuestra tierra —afirmó Omar Salem.
—Mi tío ha muerto, la esposa de Rami también.
—Alá se está mostrando misericordioso con tu tía Aya —le recordó Târeq.
—Que apenas ha recobrado el sentido y no deja de preguntar por su esposo y por su hijo —respondió Wädi.
—Se sentirá orgullosa de ellos, los dos son mártires a los que no olvidaremos —recalcó Omar Salem.
—Mi tía preferiría tenerles vivos.
—Nos hemos reunido para intentar frenar la huida masiva de nuestros hermanos —les recordó otro invitado.
—No podemos hacer nada, la gente está asustada después de la matanza de Deir Yassin —afirmó otro de los presentes.
—En cualquier caso todos regresarán. Cuando termine el mandato y se marchen los ingleses, expulsaremos a los judíos, contamos con la promesa de Siria, Egipto e Irak, incluso el rey Abdullah no tendrá más remedio que ayudarnos. —Omar Salem parecía no tener dudas.
—Ya veremos —respondió Wädi.
Mohamed había permanecido en silencio mientras hablaba su hijo. En realidad no escuchaba, ni a él ni a ninguno de aquellos hombres. Llevaba noches rumiando la venganza. Ya no era joven, ni tenía la fuerza de antaño, pero aún conservaba la suficiente para hacer lo que tenía que hacer. Había averiguado dónde vivían dos de los hombres que habían perpetrado la matanza de Deir Yassin. Aquellos dos asesinos pagarían por todos los demás.
Apenas había esbozado su plan a Wädi, su hijo intentó disuadirle. A veces se preguntaba cómo era posible que Wädi fuera capaz de domeñar los deseos de venganza. Él le había enseñado que en ocasiones los hombres no tienen otra opción que responder a los agravios. Omar Salem tenía razón al explicar que la matanza de los médicos y las enfermeras era la respuesta a la matanza de Deir Yassin. Ojo por ojo. Lo decía el Libro sagrado de los judíos. Pero a él la venganza colectiva no le satisfacía. No podía dormir por las noches porque el rostro de su sobrino Rami y su esposa Shayla, y el de su cuñado Yusuf se le aparecían para reclamarle venganza.
Aquella noche tampoco pudo dormir, ni siquiera con la infusión que le había preparado Salma para ayudarle a encontrar el sueño. Escuchaba los susurros de Wädi y Anisa, que debían de estar hablando sobre las desgracias que estaban soportando.
«Al menos nosotros no pasamos hambre», pensó Mohamed. Desde que las fuerzas árabes palestinas habían cortado la carretera entre Tel Aviv y Jerusalén, la ciudad había quedado aislada, al menos para los judíos, que eran quienes sufrían los estragos del hambre. Pero tenía demasiado dolor en el corazón para compadecerlos. Había sido un soldado y sabía que la guerra llevaba aparejados el hambre y la miseria. No obstante le tranquilizaba saber que en La Huerta de la Esperanza todavía tenían para comer. Fue Kassia la que dedicó parte del terreno a cultivar las hortalizas y frutas que consumían, y Marinna continuaba cultivando el huerto.
Wädi se fue a la escuela apenas amaneció. Había pasado la noche dando vueltas en la cama.
Encontró a fray Agustín con una taza de café en la mano. Parecía absorto, como si su mente estuviera muy lejos de allí.
—Has venido muy pronto, ¿quieres café?
—No he podido dormir.
—Se combate en todas partes, el sonido de los disparos nos mantiene alerta a todos. Cada vez vienen menos niños, sus padres temen que ni siquiera aquí estén seguros.
—¿Qué pasará cuando se marchen los británicos?
—No lo sé, Wädi, no lo sé. Los judíos están afianzándose en el territorio que les ha asignado Naciones Unidas y están demostrando que saben pelear.
—Están haciendo algo más, también se están tomando posiciones en lugares que, en caso de efectuarse la partición, nos corresponderían a nosotros. Les he dicho a nuestros líderes que al menos negociemos sobre el reparto de territorios, pero no me escuchan y, aunque no lo dicen, piensan que mis palabras son una traición.
—¿Y Anisa?, ¿qué piensa tu esposa?
—Ella me es leal pero tampoco me comprende. Cree que hay que luchar y que si lo hacemos tendremos la victoria asegurada.
—Y tú no lo crees.
—Al igual que nosotros, sienten que ésta es su patria y ése es un sentimiento más fuerte que la razón, de modo que lucharán para quedarse aquí. Además, después del sufrimiento de la guerra, de haber afrontado los campos de exterminio, están más convencidos que nunca de que deben tener su propia patria, un lugar que sea suyo, del que nadie les pueda echar. Si hubieras escuchado a Sara… La esposa de Ezequiel era una superviviente de Auschwitz, había vivido en las profundidades del Infierno, y estaba decidida a morir luchando para nunca más estar al albur de los demás. Era de Salónica. Sara habría matado si alguien hubiera intentado expulsarla de Palestina.
—¿Sabes?, admiro tu capacidad para ponerte en la piel de los demás, para comprender sus razones. Sólo se puede vencer a los adversarios si uno es capaz de pensar como ellos, de lo contrario uno termina engañándose a sí mismo.
—Pese a ello lucharé junto a los míos por más que yo crea que no servirá de mucho. Lucharé hasta morir porque la partición es fruto de una injusticia que Naciones Unidas perpetra contra los árabes. Lo que me preocupa es que podamos perderlo todo.
—Eso no sucederá, incluso podéis ganar. No está escrito en ninguna parte que no podáis derrotar a los judíos. Siria, Irak, Egipto, el Líbano, Jordania… Son muchos los países que no permitirán que la partición se haga realidad —intentó animarle fray Agustín.
—Te equivocas, fraile, te equivocas.
Cada día que pasaba los combates se recrudecían. Judíos y árabes luchaban por cada palmo de terreno, a veces lo conquistado por unos volvía a las manos de los otros en apenas horas, pero no se rendían y volvían a empezar.
Una tarde Anisa llegó llorando y Salma se asustó. Suegra y nuera habían congeniado y la vida en común les había ayudado a incrementar aquel afecto.
—Pero ¡qué sucede! —preguntó Salma, preocupada.
—Se van…, hay mucha gente que se va. Temen lo que pueda suceder cuando nos dejen los británicos.
—He oído que un tal Isaac Rabin había logrado hacerse con Sheikh Jarrah. Allí vive Omar Salem, no quiero imaginar la humillación que habrá sentido al ver a los soldados de las Fuerzas de Defensa judías hacerse con el control de su barrio. Pero mi esposo me ha dicho que los soldados británicos les han expulsado y que esa parte de la ciudad vuelve a ser nuestra.
Mohamed entró en la sala donde estaban hablando las dos mujeres. Anisa le saludó con respeto. Mohamed le imponía. No es que no fuera un suegro amable y preocupado por ella, pero había algo en su mirada que no acababa de comprender.
—Nos hemos hecho fuertes en la Ciudad Vieja, no permitiremos que se hagan con ella. Los judíos están defendiendo la parte occidental, pero espero que por poco tiempo —explicó a las dos mujeres.
Hacía días que Mohamed luchaba por Jerusalén. No había podido permanecer ajeno a la batalla que se estaba librando por el control de la ciudad. Los británicos habían intentado mantener el orden pero les había resultado imposible. Era mucho lo que los dos bandos se jugaban, de manera que tanto árabes como judíos habían desbordado cualquier intento de los soldados del general Alan Cunningham para mantener la ciudad en paz.
—Se nos está acabando el tiempo —murmuró Mohamed dejando a las dos mujeres desoladas al verle salir con la pistola al cinto y empuñando un fusil.
Lo que ni Salma ni Anisa sabían es que Mohamed se dirigía en busca de Wädi. Su hijo también luchaba, había terminado por aceptar que aquél era uno de esos momentos en los que ya no quedaba más que morir o matar para defender lo que era suyo.
Aquella noche Anisa le confesaría a Wädi que estaba embarazada y los dos se preguntaron qué le depararía el futuro a aquel hijo que estaba por venir.
Lo que más temían era lo que podía suceder el 14 de mayo.
—Lo que estamos viviendo ahora no será nada con lo que suceda cuando se vayan los ingleses. Quizá mi madre y tú deberíais iros a casa de mi hermana Naima en Jericó. Allí estaríais seguras.
Pero Anisa rechazó la sugerencia de Wädi, no estaba dispuesta a huir, y le pedía a todos a los que conocía que no lo hicieran. Estaba convencida de que era dar ventaja a los adversarios.
—Si nos vamos es una manera de rendirnos, les dejamos el terreno libre. Debemos quedarnos y defender nuestras tierras, nuestras casas. Me quedaré contigo y si hay que morir se muere, pero que sea luchando —le aseguró a Wädi, que no pudo por menos que admirar su valor.
Aya no tenía ganas de vivir. Ni siquiera le animaba saber que su hija Noor y su yerno Emad se encontraban a salvo en Ammán. No podía dejar de llorar la pérdida de su esposo y de su hijo. No había amado a Yusuf con la pasión que imaginaba acompañaba al amor, pero el suyo había sido un matrimonio sin sobresaltos. Yusuf había hecho lo imposible por hacerla feliz, comportándose como un esposo atento y delicado. Nunca había tenido nada que reprocharle, más bien se reprochaba a sí misma no haberle amado con la intensidad que él se merecía.
Pero si la ausencia de Yusuf le dolía, la de su hijo Rami le resultaba insoportable. No podía aceptar que nunca más vería a su hijo, que ya no le cogería la mano, ni le daría un beso en la frente, que no volvería a compartir con él sus preocupaciones.
Le dolía el pecho al evocar a Rami y el dolor se le extendía por el resto del cuerpo haciéndose insoportable. Se decía que hubiera preferido no sobrevivir. Su hija Noor tenía su propia vida, por más que pudiera dolerse por la pérdida de su padre y de su hermano, tenía un esposo e hijos por los que vivir. Además Noor, de natural callada y discreta, poseía una fortaleza interior que la ayudaría a superar cualquier situación.
Mohamed se había negado a permitirle volver a su casa de Deir Yassin. Sabía que entonces Aya no resistiría el dolor. Además, Salma se había mostrado bien dispuesta a acoger a su cuñada, a la que apreciaba sinceramente, de manera que cuando el 12 de mayo le dieron a Aya el alta en el hospital, Mohamed, acompañado por Anisa y Wädi, la llevó a su casa.
Aya lloró al ver que Salma le había preparado su antigua habitación. Anisa insistió a Aya para que se sentara a descansar mientras Salma le preparaba una taza de té y le ofrecía un trozo de pastel de pistachos. Mientras tomaban el té comentaron los últimos acontecimientos, aunque Anisa hubiese preferido que Mohamed y Wädi no abrumaran a Aya con tantas malas noticias.
—Hemos perdido Haifa. Miles de los nuestros han logrado cruzar la frontera con el Líbano. Otros embarcaron como pudieron en barcos de pescadores para poder huir. No hemos sido capaces de conservar una ciudad donde llevamos siglos viviendo. ¡Maldita partición! —exclamó Mohamed.
—No comprendo por qué las Naciones Unidas han asignado Haifa a los judíos —se lamentó Anisa.
—La partición es una locura, no han tenido en cuenta nada, ni siquiera en qué lugares hay más árabes que judíos o al revés. Ellos han sido más listos, y desde que supieron que en el lote les entraba Haifa comenzaron su ofensiva. Ahora los nuestros se han ido dejando atrás sus casas. Quién sabe si podrán regresar algún día —se lamentó Mohamed.
—Me han dicho que en Haifa no quedan más de tres o cuatro mil árabes. Antes vivían más de setenta mil —añadió Wädi.
—¡Que Alá nos proteja! ¡No podemos permitir que nos expulsen de nuestras casas! —exclamó Anisa.
—Ayer las fuerzas judías se hicieron con Safad, hoy se ha luchado en Beisan y ya tienen en su poder el convento de San Simón en Katamon. También se han apoderado de la zona de Tiberíades y de Acre —continuó diciendo Wädi.
—Nosotros también hemos logrado victorias, continúan sin controlar la carretera con Tel Aviv, y las colonias judías de Kfar Etzión fueron atacadas con éxito, contamos con el apoyo de la Legión Árabe —intervino Mohamed.
—Padre, hemos perdido esta guerra, puede que ganemos la que está por comenzar. Pero hasta ahora no hemos cosechado ninguna victoria importante —respondió Wädi.
—Lo peor es el exilio que están emprendiendo tantas y tantas miles de familias —se lamentó Salma estremeciéndose al pensar qué sería de ellos.
Las noticias que se contaban los unos a los otros les llenaban de pesar. Faltaban dos días para que se pusiera punto final al Mandato británico y temían lo que pudiera suceder después.
Aquella noche Salma escuchó el llanto de Aya y los cuchicheos entre Wädi y Anisa. Ella tampoco podía dormir. Sabía que Wädi, lo mismo que Mohamed, no podrían dejar de luchar y llegado el momento no podrían titubear, ni mirar a los judíos como los amigos de antaño. No habría margen para nada más que ganar o perder, y perder significaba algo más que perder la propia vida.
Mohamed prohibió a las mujeres salir de casa aquel 14 de mayo. Wädi había salido apenas amaneció hacia la Ciudad Vieja donde todo permanecía cerrado. Fray Agustín le aguardaba en la escuela.
—¿Qué haces aquí? Hoy no vendrá ningún niño. Deberías prepararte para luchar. ¿No oyes el ruido? Los británicos se van con sus tanques y sus camiones, apenas salgan de la ciudad los judíos harán lo que sea por hacerse con ella.
—¿Y tú qué harás? —quiso saber Wädi.
—Nada, me quedaré aquí a esperar a mañana.
Wädi salió de la escuela y se dirigió hacia la avenida del Rey Jorge por donde en aquel momento pasaban las tropas británicas. La gente se agolpaba en las aceras en silencio. De repente sintió una mano cerrándose sobre uno de sus brazos.
—Debemos hacernos con todos los lugares que estaban en manos de los británicos —le susurró un hombre al que conocía de verle en casa de Omar Salem.
Wädi asintió. Lucharía. No les habían dejado otra opción.
Apenas los británicos salieron de la ciudad, las Fuerzas de Defensa judías intentaron hacerse con cada palmo de terreno que habían dejado los soldados británicos. Wädi sabía que su padre estaría luchando en algún lugar de la ciudad lo mismo que estaba haciéndolo él. No fue hasta caída la tarde cuando se enteró de la fatal noticia. Había combatido hasta sentirse extenuado, cuando unos hombres llegaron gritando hasta donde habían estado luchando. Lo que dijeron les dejó sin saber qué hacer.
—Ben Gurion ha anunciado desde Tel Aviv la creación del Estado de Israel —explicó alterado uno de los hombres.
Hubo un momento de desánimo que dio paso a la ira y a la indignación. Durante todo el día habían luchado logrando mantener a raya al enemigo. Ahora ya no se enfrentaban a un grupo de judíos, sino a algo que a todos se les antojaba una amenaza, un Estado.
Había caído la noche cuando pudo acercarse a su casa. Anisa estaba curando a Mohamed una herida en el hombro por la que sangraba. Wädi se alarmó al ver la palidez de su padre.
—No te preocupes, ya le he extraído la bala —explicó Anisa.
No le preguntó qué le había pasado. Mohamed había combatido lo mismo que él y Alá les había protegido a ambos.
—Ben Gurion ha anunciado la creación del Estado de Israel —les informó Wädi.
—Y Truman y Stalin han reconocido el Estado judío —le informó a su vez Mohamed.
—Entonces estamos solos. —La voz de Wädi denotaba el cansancio de un día de combates sin tregua y la decepción de saber que los países más poderosos les abandonaban a su suerte.
—Las mujeres tienen que irse —afirmó Mohamed mientras Anisa terminaba de vendarle el hombro.
Aya y Anisa comenzaron a protestar, e incluso Salma, siempre prudente, se atrevió a unirse a ellas.
—Ahora comenzará otra guerra y no habrá lugar seguro para nadie. No podremos luchar si sabemos que estáis en peligro —aseveró Mohamed.
—Padre tiene razón. Os llevaré a Jericó a casa de mi hermana Naima y le pediré a su esposo, Târeq, que si fuera necesario os traslade a Ammán. En el reino de Abdullah estaréis seguras.
Salma sabía que ya no cabían réplicas, de manera que al día siguiente comenzaría a preparar el equipaje. No llevaría demasiadas cosas. Pronto volverían, se dijo.
—Nos ayudarán —repuso Mohamed mirando a su hijo.
—¿Quién?, ¿quién nos ayudará, padre? Hasta ahora lo único que hemos hecho es equivocarnos, pero Omar Salem y sus amigos han estado ciegos y sordos a todo lo que no coincidiera con sus deseos. Fawzi al-Qawuqji ha fracasado en el campo de batalla.
—¡Es un gran general! —respondió Mohamed, enfadado.
—No lo ha demostrado. —Wädi sostenía la mirada de su padre.
—Irak, Siria, Egipto, Transjordania…, todos nos ayudarán. Sé que Abdullah se ha comprometido a no permitir que perdamos Jerusalén —le replicó Mohamed.
—¿Y también sabes que Abdullah desea ampliar su reino? ¿Crees que se va a conformar con lo que le han dado los británicos? El hombre bajo cuyas órdenes he combatido hoy está casado con una beduina del otro lado del Jordán. Me ha dicho que Abdullah quiere hacerse con Cisjordania.
—Ese hombre miente —respondió Mohamed, alterado.
—¿Y por qué ha de mentir? Su esposa pertenece a una familia leal a Abdullah. El hermano de su esposa pertenece a una unidad que goza de la confianza del rey. Dicen que el rey ha recibido a un emisario de Ben Gurion, al parecer es esa mujer de la que en ocasiones hablan los periódicos, Golda Meir. Además, tú sabes que el padre de Abdullah, el emir Husayn ibn Alí, jerife de La Meca, habría consentido que los judíos tuvieran su propio hogar dentro de una gran nación árabe.
—Tú lo has dicho, dentro de una gran nación árabe, pero en ningún caso habría permitido que tuvieran un Estado propio —le recordó Mohamed.
—Padre, Abdullah defiende los intereses de su reino y el resto de los países defenderán igualmente los suyos.
—Aunque fuera como dices, ni Abdullah ni el resto de los dirigentes árabes pueden permitirse dejarnos solos. Sería una vergüenza para ellos, nadie les perdonaría. Sólo por eso sé que no nos abandonarán —insistió Mohamed.
—¿Cuántos hombres vendrán?
Mohamed miró a Wädi con tristeza antes de responderle.
—Eso no importa. Hay momentos en que la única manera de salvarse a uno mismo y de salvar a los que quieres es muriendo o matando. Ése es nuestro sagrado deber. Es lo que haremos.
—Sí, padre, es lo que haremos.
Salma, Aya y Anisa lloraban al despedirse de Mohamed, que a pesar de la herida estaba decidido a reunirse aquella misma noche con los hombres con los que había combatido y con los que de nuevo volvería a hacerlo. Wädi haría lo mismo aunque se preguntaba cómo y cuándo lograría salir de Jerusalén para llevar a las mujeres hasta Jericó. No había querido contrariar a su padre y él mismo había afirmado que era lo mejor, pero no sabía cómo hacerlo.
El silencio de la noche se alteró por unos pasos apresurados que se dirigían hacia la casa. Mohamed empuñó el fusil y lo mismo hizo Wädi mientras ordenaba a las mujeres que se escondieran en una de las habitaciones.
Escucharon unos golpes secos en la puerta y el murmullo de unas voces. Wädi abrió la puerta apuntando con el fusil y se encontró a Ezequiel y a Marinna. No les invitó a pasar y tampoco bajó el cañón del fusil.
—Aparta esa arma —le dijo Marinna mientras le empujaba suavemente y entraba en la casa.
Mohamed la enfrentó con la mirada. Las mujeres, al escuchar la voz de Marinna, salieron de la habitación. Anisa y Salma permanecieron en silencio, sin moverse, pero Aya avanzó hacia su amiga.
—He venido a deciros que no tenéis nada que temer —afirmó Marinna.
—Nos marchamos de Jerusalén, iremos a casa de mi sobrina Naima —respondió Aya con sinceridad a pesar de la mirada reprobatoria de Anisa.
—No tenéis por qué iros, nadie os hará nada —le aseguró Marinna.
—¿Te parece que no es suficiente con que nos expulsen de nuestra tierra? —La voz de Wädi denotaba una amarga ironía.
—Ésta es vuestra casa y, que yo sepa, nadie os ha pedido que os marchéis —afirmó Ezequiel dando un paso hacia Wädi.
—He combatido durante todo el día, lo mismo que mi padre, y continuaré haciéndolo para evitar lo que parece inevitable —le respondió Wädi.
—Israel ya es una realidad. Es mejor que lo aceptéis y a partir de esa aceptación volvamos a entendernos, no somos enemigos. —Ezequiel se había plantado ante Wädi, apenas les separaban unos centímetros. Los dos se sostuvieron la mirada sin vacilar.
—No aceptamos la partición, nunca la aceptaremos, nadie tiene derecho a arrebatarnos nuestra tierra —terció Mohamed.
—También es la tierra de nuestros antepasados, siempre pensamos que la podíamos compartir. ¿Es que no recuerdas cuando hablábamos de que podíamos construir un Estado federal? Aún es posible —intervino Marinna.
—No, no lo es, no te engañes ni intentes engañarme. Hablas como si no hubiera pasado nada, como si los años y los enfrentamientos no se hubiesen sucedido. Hablas como hablaba tu madre, Kassia, como una socialista. Pero vuestros sueños de pioneros se han transformado y esta noche habéis proclamado que sois un Estado. No tenemos mucho más que decir. —La acritud de Mohamed al dirigirse a Marinna les sobresaltó a todos, incluso a ella misma.
—Las cosas deberían haber sido de otra manera, pero ¿qué habéis hecho para que fueran de esa otra manera? Nada, absolutamente nada, salvo negaros a admitir que nosotros también tenemos derecho a estar aquí. Llegué siendo una niña y Palestina no era más que un pedazo olvidado del imperio otomano. Tienes razón, mi madre era socialista y, lo mismo que Samuel, estaba convencida de que Palestina sería lo que árabes y judíos quisiéramos que fuera.
—Puede que tu madre y Samuel dijeran la verdad, pero vuestros líderes siempre han perseguido lo mismo, hacer de Palestina vuestra patria —contestó Mohamed.
—Sólo buscábamos un lugar donde vivir y tratábamos de cerrar el círculo regresando al lugar del que salieron nuestros antepasados. —La voz de Marinna parecía apagarse, como si no se sintiera con ánimo de pelearse con Mohamed.
—No sirve de nada revisar el pasado. Ben Gurion ha proclamado hoy el Estado de Israel. —Wädi había alzado la voz.
—No hemos venido a discutir con vosotros, sólo a deciros que no tenéis de qué preocuparos, que debéis quedaros, que ésta es vuestra casa, vuestra tierra. —Era Ezequiel quien respondía a Wädi.
—No necesitamos vuestro permiso para quedarnos o para marcharnos. Y ahora nos gustaría que nos dejarais solos, tenemos cosas que hacer… —Mohamed dio un paso hacia la puerta invitándoles a salir.
—No te vayas, no debes irte. —Marinna se había acercado tanto a Mohamed que sus cuerpos casi se rozaban.
—Yo no me iré, lucharé. Lo único que le pido a Alá es que no tenga que pelear contra Ezequiel ni contra Igor, pero si nos encontramos en el campo de batalla lo haré. —Las palabras de Mohamed eran como una sentencia.
—Por favor, idos —les pidió Wädi.
—¿Así de sencillo? —preguntó Ezequiel.
—Así de terrible —fue la respuesta de Wädi.
Marinna cerró los ojos un segundo y cuando los abrió parecían dos barcos navegando entre lágrimas. Ezequiel la cogió suavemente del brazo intentando llevarla hasta la puerta. Salma, Anisa y Aya contemplaban serias y en silencio la escena. Aya no pudo aguantar la tensión y abrazó a Marinna.
—Las dos hemos perdido a nuestros hijos… —Aya lloraba fundiéndose en un abrazo con Marinna.
Mohamed se acercó a su hermana y la obligó a separarse de Marinna.
—No puede acabar así. —Marinna se dirigía a Mohamed y su voz y sus palabras eran una súplica.
—Vete, por favor —respondió Mohamed.
Esta vez Ezequiel cogió con fuerza la mano de Marinna y la llevó hasta la puerta. Salieron sin mirar hacia atrás.
Wädi cerró la puerta mientras Aya rompía a llorar. Anisa y Salma intentaban consolarla.
—Y ahora ¿qué va a pasar? —preguntó Aya a su hermano y a su sobrino.
Fue Wädi quien le respondió.
—Ahora comienza el resto de nuestras vidas y sólo Alá sabe lo que pasará.
Aquella noche, Salma, Aya y Anisa comenzaron a preparar el equipaje a la espera de que Wädi encontrara la manera de llevarlas a Jericó.
Estuvieron solas toda la noche, elevando plegarias silenciosas al Todopoderoso para que Mohamed y Wädi regresaran pronto a casa. Pero transcurrían los días y apenas tenían manera de enterarse de lo que sucedía; era Marinna quien de cuando en cuando las informaba.
La primera vez que se presentó en casa de Mohamed después de que él le pidiera que no volviera nunca más, Salma se asustó y Anisa se enfadó, pero Aya la recibió con el mismo afecto de siempre.
Marinna nunca se quedaba más que unos minutos, los suficientes para compartir con ellas lo que sabía de cuanto iba sucediendo y para constatar que las tres mujeres se encontraban bien y no necesitaban nada.
—Es una descarada —opinó Anisa la primera vez que Marinna se presentó.
Pero Aya no le permitió decir ni una palabra más.
—No se te ocurra juzgarla. Marinna es mi mejor amiga y si viene aquí es por su deseo de ayudar.
Salma intentó apaciguar a su nuera y a su cuñada.
—Sin duda la mejor voluntad, pero nos pone en un compromiso. Mohamed ha dejado claro que no la quiere aquí.
—Mi hermano está ofuscado por lo que está pasando y razones tiene, pero Marinna no es nuestra enemiga y él lo sabe —respondió Aya.
Gracias a Marinna se enteraron de que Naciones Unidas había logrado que las dos partes aceptaran un alto el fuego que se haría efectivo el 11 de junio. Precisamente aquél fue el día en que Wädi regresó a casa. Estaba exhausto, llevaba la ropa manchada de sangre y su cuerpo desprendía un olor acre.
Las conminó a coger sus exiguos equipajes.
—Nos iremos ahora mismo, hay muchas otras familias que están huyendo.
—¿Y tu padre, cuándo volverá? —preguntó Salma, angustiada.
—No lo sé, madre, puede que esta misma tarde. Hemos combatido en frentes diferentes. Pero está bien.
—¿Cómo lo sabes? —insistió ella.
—Lo sé.
—¿Estamos ganando? —quiso saber Aya.
Wädi no se atrevía a mentirle, y mientras apuraba una taza de té, les explicó la situación.
—No nos está yendo bien. La situación es caótica, hay una gran descoordinación entre las fuerzas que han venido a combatir. Sólo la Legión Árabe de Abdullah parece saber lo que hay que hacer y están salvando Jerusalén.
—Entonces ¿por qué no nos permites quedarnos? —le preguntó Anisa.
—Porque no estoy seguro de que tengamos muchas otras oportunidades. No sé cuánto durará la tregua.
—Si todos nos marchamos les facilitaremos las cosas a los judíos —respondió Anisa.
—Tienes razón, pero si os quedáis, corréis peligro.
—Yo no quiero irme —les interrumpió Aya.
Wädi no tenía ánimo para discutir con las mujeres y tampoco para imponerles lo que debían hacer. Cuando Mohamed apareciera se enfadaría si las encontraba en casa, pero Anisa tenía razón, huir facilitaba las cosas al enemigo.
Quizá no debería de haberse dejado convencer y haberles evitado un dolor aún mayor, el de verse convertidas en exiliadas en su propia tierra.
Mohamed regresó renqueando un par de días después de que lo hiciera Wädi. Llevaba la pierna derecha entablillada y un rictus de dolor ensombrecía la comisura de sus labios.
Salma se alarmó al verle pero él no le permitió ningún aspaviento.
—Es una herida superficial, aún no ha llegado mi hora.
Estaba agotado y apenas se sentó se quedó dormido. Cuando despertó, Wädi aguardaba impaciente para hablar con él.
Los dos hombres se enzarzaron en una conversación que destilaba amargura.
—La descoordinación es total. Los comandantes egipcios y sirios parecen más preocupados por lo que pueda conseguir Abdullah en esta guerra que por la suerte que podamos correr los palestinos —se lamentó Mohamed.
—La Legión Árabe ha asegurado Cisjordania —explicó Wädi a su padre.
—Por eso desconfían de Abdullah, creen que quiere ese territorio para él —respondió Mohamed.
—Algunos de los hombres junto a los que he combatido también creen que Abdullah quiere ampliar su reino con Siria y Palestina, o al menos con una parte de Palestina —contó Wädi.
—Yo luché junto a Faysal y Abdullah contra los turcos, entonces soñábamos con una gran nación árabe. Pero ahora… quizá lo único que quiera sea ensanchar sus fronteras —contestó Mohamed.
—Nuestro padre, lo mismo que tú, siempre tuvo a los hachemitas por hombres de bien —afirmó Aya dirigiéndose a su hermano.
—Sí, así es. Fue tu esposo Yusuf quien me convenció para que me uniera a las fuerzas del jerife de La Meca Husayn ibn Alí, padre de Faysal y de Abdullah. Luchamos por una gran nación árabe, pero los británicos nos traicionaron, lo mismo que ahora al marcharse. Pero eso es el pasado, hermana; en el presente la lucha es por nuestra propia supervivencia.
—¿Qué será de Jerusalén? —se atrevió a preguntar Anisa.
—La decisión de Naciones Unidas es que quede bajo mandato internacional, pero Abdullah protege la Ciudad Vieja y las Fuerzas de Defensa de los judíos no están dispuestas a ceder ni un palmo del terreno que ya poseen.
Padre e hijo convinieron que lo único que se vislumbraba en el horizonte era incertidumbre y que la desconfianza entre los intereses contrapuestos de los países de la Liga Árabe estaba dificultando más que ayudando a que la guerra llegara a buen puerto para los árabes.
Mohamed reprochó a su hijo que no hubiera conducido a las mujeres hasta Jericó, pero terminó aceptando que se quedaran en casa al menos durante un tiempo más, sobre todo cuando el 18 de julio se acordó la segunda tregua, que duraría hasta el 14 de octubre, aunque unos días antes los acontecimientos de nuevo se habían desbordado a cuenta de la propuesta del mediador de Naciones Unidas, el conde Folke Bernadotte, de remodelar las fronteras ya decididas, dejando Jerusalén definitivamente en manos del rey Abdullah. Su propuesta le costó la vida. Un comando del Leji le disparó, y aunque Ben Gurion condenó el atentado, lo cierto es que se mostró incapaz de detener a los asesinos.
—Hemos perdido la guerra —afirmó Wädi durante una de sus breves estancias en casa.
A Mohamed no le quedó más remedio que aceptar lo que decía su hijo. Las tropas de las Fuerzas de Defensa de Israel les habían ido derrotando en todos los frentes, y no sólo eso, también habían logrado conquistar el territorio que Naciones Unidas les había asignado a los árabes.
—Éste es el año de la Nakba, el mayor desastre de la historia de nuestro pueblo —se lamentaba Mohamed.
Aunque Aya hubiese querido quedarse en casa de su hermano, su hija Noor insistía para que fuera a vivir con ella a Ammán. Su esposo Emad disfrutaba de una buena posición y vivían en una casa encaramada en una colina desde la que contemplaban la ciudad. Noor ya tenía dos hijos y esperaba un tercero. Era feliz pero añoraba a su madre.
—Cuando era joven no me gustaba vivir en Ammán, mi esposo Yusuf era muy bueno conmigo y consintió que viviéramos aquí, en esta casa con mis padres, luego construyó nuestro hogar en Deir Yassin… Y ahora regreso a Ammán. El destino se complace en no dejarnos descansar —comentaba Aya a Salma y Anisa mientras hacía el equipaje.
Su yerno Emad aguardaba impaciente. Aunque la tregua estaba vigente, no era fácil desplazarse de un lugar a otro y él ansiaba regresar a Ammán.
—Antes de irnos tengo que despedirme de Marinna —afirmó con tanta convicción que sólo Mohamed se atrevió a contrariarla.
—No puedes acercarte a La Huerta de la Esperanza. Se acabó, Aya, tienes que aceptar que ya no son nuestros amigos.
—¿Crees que puedo perdonar a quienes asesinaron a mi marido y a mi hijo? Nunca, nunca lo haré. Pero no fue Marinna quien lo hizo. ¿Acaso ella me reprocha la muerte de su hijo Ben? Ezequiel perdió a su madre, la buena de Miriam, y a Sara, su esposa, y nunca les he oído decir que nosotros éramos responsables. Si no somos capaces de distinguir a nuestros amigos de nuestros enemigos, es que no valemos nada. —Aya se encaró con su hermano ante la mirada atónita de Salma y Anisa.
—Son ellos o nosotros, son sus hijos, sus padres, sus nietos, o nuestros padres, nuestros hijos y nuestros nietos. —Mohamed había alzado la voz hasta convertirla en un grito.
—Yo no puedo dejar de querer a Marinna, la siento como a una hermana. Iré a despedirme de ella. Sé que no volveremos a vernos nunca más.
Con paso decidido salió de la casa y caminó por la huerta sorteando los naranjos y los olivos hasta acercarse a La Huerta de la Esperanza.
Marinna la había visto llegar y salió a su encuentro.
—Me voy a Ammán, ha venido mi yerno a buscarme.
—Nunca te gustó vivir allí… —le recordó Marinna.
—Entonces era joven y se me hacía duro vivir en casa de mi suegra. La pobre mujer intentaba agradarme pero no lo conseguía, supongo que la culpa era mía, yo sólo quería estar con mi madre y con todos vosotros, con mi familia.
—Si te vas… —Marinna no se atrevía a decirle lo que sí iba a decir Aya.
—No nos veremos más. Lo sé. Por eso he venido a despedirme.
Se abrazaron entre lágrimas. Habían crecido juntas, habían confiado mutuamente compartiendo sus más íntimos secretos, habían perdido a sus hijos en aquella guerra, pero no se culpaban la una a la otra, sabían que lo que estaba sucediendo era inevitable.
—¿Crees que algún día árabes y judíos podremos volver a vivir juntos? —le preguntó Aya mientras se secaba las lágrimas.
—Sólo cuando haya tantos muertos que resulte insoportable una muerte más. Entonces los hombres se sentarán a hablar.
Cuando el 15 de octubre se reanudaron las hostilidades, Mohamed y Wädi de nuevo se despidieron de las mujeres. Volvían al campo de batalla.
—Aún no te has recuperado de la herida de la pierna —musitó Salma en el oído de Mohamed.
Él ni siquiera le respondió. La noche anterior Salma se había despertado gritando en sueños. Había tenido una pesadilla en la que había visto a Mohamed agonizando en medio de un charco de sangre. Por más que él intentó tranquilizarla, Salma ya no había podido volver a dormir y le abrazaba como si quisiera protegerle.
—¿Cuándo vendrás? —preguntó Anisa a Wädi.
—No lo sé.
—Me preocupa tu padre, ha envejecido y tu madre sufre por lo que le pueda pasar.
—Nadie podría convencerle para que se quede en casa. Luchará hasta el último segundo de su vida. Él no querría morir de otra manera.
—Pero…
—Calla, Anisa, no agites los malos presentimientos de mi madre. Ya sabes lo que dice mi padre…
—Sí, se lo he oído tantas veces…: «Hay momentos en que la única manera de salvarse a uno mismo es muriendo o matando», pero…
—Calla, Anisa, calla y cuídate porque muy pronto nacerá nuestro hijo. Y… bueno, si hubiera algún problema no dudéis en refugiaros en La Huerta de la Esperanza. Ezequiel y Marinna y el propio Igor os protegerán.
—Pero ¡cómo puedes decirme que busque refugio en la boca del lobo! Tú vas a luchar contra los judíos y me pides que acuda a ellos… No te comprendo, Wädi, como tampoco comprendía a tu tía Aya…
—Es difícil que lo comprendas, sólo sé que Ezequiel jamás permitiría que os sucediera nada.
—Porque te debe la vida.
—También por eso.
Abder Ziad nació antes de la fecha prevista, mientras Wädi, su padre, combatía contra las tropas israelíes. Anisa dio a luz con la sola ayuda de su suegra Salma.
El parto fue largo y difícil, pero Anisa era enfermera y con sus conocimientos y la experiencia de su suegra logró traer a Abder al mundo.
Las dos mujeres lloraron de alegría cuando el niño rompió a llorar.
Desde que se había ido Aya, Marinna no se había acercado a la casa, y cuando lo hizo, Abder ya tenía dos semanas.
—Debisteis haberme avisado —se quejó a Salma.
A Salma le molestó el reproche. Durante años había callado y soportado saber que Mohamed estaba enamorado de Marinna, pero en esta ocasión se sintió fuerte y segura y respondió abruptamente.
—No te necesitaba para traer a mi nieto al mundo.
Marinna comprendió que en aquella casa ya no era bienvenida, que por más que Aya y ella se hubiesen resistido, el mundo que habían conocido se había desvanecido para siempre.
—Tienes razón. Me voy, no quiero importunaros ni tampoco ofenderte, pero si en algún momento podemos ser de utilidad, ya sabes dónde encontrarnos.
A la alegría del nacimiento de Abder se unió el dolor por la muerte de Mohamed. A principios de noviembre, la suerte había vuelto a decantarse en favor de los israelíes, que se habían hecho con toda Galilea, obligando a los ejércitos de Siria y el Líbano a replegarse hacia sus fronteras. Wädi había combatido en el norte mientras su padre lo había hecho en el sur. No sabían nada el uno del otro, hasta que un día uno de los hombres de Omar Salem se presentó en el frente donde combatía Wädi para llevarle la mala nueva: Mohamed había muerto cuando se enfrentaba a un grupo de soldados judíos cerca del Neguev. No habían podido recuperar su cadáver, que había quedado tendido en medio de un charco de sangre; sin embargo uno de los hombres que combatían a su lado había podido recoger algunas de las cosas que llevaba encima, entre ellas la fotografía de una mujer. La foto estaba empapada en la sangre que manaba de la herida junto al corazón. Wädi reconoció al instante quién era aquella mujer.
Wädi entró en su casa con el semblante desencajado. Tanto su madre como su esposa se dieron cuenta de su desolación.
Salma se acercó a Wädi y Anisa ni siquiera se atrevió a poner en sus brazos a Abder.
—Padre ha muerto.
De los labios de Salma salió un grito que se adueñó de la estancia. El pequeño Abder se puso a llorar asustado. Wädi abrazó a su madre intentando consolarla.
—Ha muerto luchando, como él quería.
—Dónde…, dónde… —alcanzó a decir Salma.
—En el sur, en el desierto del Neguev.
Anisa se unió a las lágrimas de Wädi y Salma compartiendo con ellos el dolor por la pérdida de Mohamed. Mucho más tarde Wädi cogió a su hijo en brazos. El pequeño Abder no dejaba de llorar contagiado por el llanto de los mayores.
Wädi abrazó a su hijo y le prometió en silencio que no permitiría que nadie le hiciera daño.
—Quiero que me prometas que recuperarás el cuerpo de tu padre —le suplicó Salma a su hijo.
Esa promesa Wädi no se la pudo hacer. Lo intentaría, pero no se lo podía prometer. Los cadáveres yacían en los campos de batalla desde el principio de los tiempos, y quienes combatían apenas se conformaban con sepultarlos de manera improvisada.
No se lo dijo a su madre, ni tampoco a Anisa, pero cuando cayó la noche, y apenas a las dos mujeres les rindió el sueño, salió de la casa sigilosamente. Estaba resuelto a hacer lo que debía, de modo que caminó con paso rápido hacia La Huerta de la Esperanza sin importarle la lluvia que caía con fuerza empapando la tierra y cuanto encontraba a su paso.
La luz de la sala de la casa comunal indicaba que había alguien despierto.
Golpeó la puerta un par de veces y cuando se abrió se encontró con Igor.
—Tengo que hablar con Marinna —le dijo sin ningún preámbulo.
—No sé si estará dormida, ¿qué quieres?
—Tengo que hablar con ella.
Igor pareció dudar en si dejarle entrar o que continuara mojándose bajo la bravura de la lluvia.
—Pasa —le invitó con voz vacilante.
Marinna se presentó ante él envuelta en una bata y con el cabello suelto cayéndole por la espalda. Por la mirada de Wädi comprendió que lo que tenía que decirle requería que estuvieran solos.
—Igor, ¿puedes dejarme que hable con Wädi?
Los ojos de Igor se iluminaron de furia. Se sentía humillado por la petición de Marinna. Pareció dudar, pero luego, sin mirar a ninguno de los dos, salió de la sala.
—Mi padre ha muerto —murmuró Wädi en voz baja.
La vio caer de rodillas, tapándose la cara con las manos intentando ahogar el grito que pugnaba por salir de su garganta. El mismo grito de Salma.
Se acercó a ella y la obligó a ponerse en pie. Incluso la abrazó como si de su propia madre se tratara.
—Te quiso siempre —dijo, y le tendió la foto manchada de sangre.
Marinna la cogió y tuvo que sujetarse en Wädi para no volver a caerse. La fotografía le devolvía su propia imagen de cuando tenía dieciocho años. Ella le había regalado aquella foto a Mohamed y no imaginaba que durante todos aquellos años él la había llevado encima, ocultándola a los ojos de Salma y a los de cuantos le rodeaban.
Wädi se dio la vuelta y con paso firme se dirigió a la puerta. Ya no le quedaba nada por hacer ni por decir. Y se prometió que nunca más volvería a pisar La Huerta de la Esperanza.
No obstante, lo peor aún estaba por llegar. En abril de 1949 Israel firmó un armisticio con los cinco Estados árabes con los que había combatido. Y en las condiciones del armisticio entraba Jerusalén. Bajo la jurisdicción del rey Abdullah quedaba la Ciudad Vieja, mientras que el nuevo Estado de Israel se quedaba con la zona occidental y el enclave del monte Scopus.
Aquel día en que se firmó el armisticio, Salma lloró como nunca lo había hecho. Su casa ya no estaba en Palestina sino que al estar situada en la parte occidental de la nueva Jerusalén, ahora formaba parte del Estado de Israel.
A Wädi ya no le cabían dudas sobre lo que debían hacer.
—Nos iremos, nos iremos todos. No podemos aceptar ser extranjeros en nuestra propia casa. Si nos quedamos seremos ciudadanos del Estado de Israel.
Anisa asintió. Ella tampoco quería formar parte de un país que no era el suyo. De repente aquella casa donde había nacido su hijo era parte de otro país. Estaban arrebatándoles no sólo su presente, sino también su pasado.
Esta vez al hacer el equipaje procuraron incluir todos los recuerdos a los que no querían renunciar.
Estaban cargando la vieja camioneta de Mohamed cuando vieron llegar a Ezequiel. Wädi le cortó el paso.
—¿Qué quieres? —le preguntó.
—Veo que os vais y me gustaría evitarlo. Ésta es vuestra casa, vuestro huerto, no tenéis por qué abandonarlo.
—Quizá vosotros estéis acostumbrados a ser extranjeros en las que han sido vuestras casas en otros países, pero nosotros no lo aceptaremos. Regresaremos y cuando lo hagamos esta tierra volverá a ser nuestra y no se llamará de otra manera que Palestina.
—Wädi, te debo la vida y no puedo soportar que entre nosotros haya rencor.
—Tú te quedas con lo que me pertenece y me pides que no sienta rencor…
—Ésta será siempre vuestra casa, pase lo que pase. Te juro que no permitiré que nadie ponga un pie en vuestras tierras.
—Vete, Ezequiel, déjanos despedirnos de lo que es nuestro —le pidió Wädi.
Ezequiel no insistió y dio media vuelta caminando de regreso a La Huerta de la Esperanza. Sabía que ya nada podía evitar la ruptura con los Ziad, que tanto él como Wädi eran actores de unos acontecimientos que no les pertenecían, pero que les llevaban irremediablemente al enfrentamiento.»