Pero antes de conocer a Boris y llegar a Berlín, Ben me dijo que debíamos aplazar nuestro plan de regresar a Palestina.

—Tenemos que hacer algo para ayudar a los supervivientes. No podemos dejarles en los campamentos de la Cruz Roja.

Él ya estaba decidido a participar en la Brihah, la organización que ayudaría a miles de judíos supervivientes a tener de nuevo un hogar.

Estuve de acuerdo. Marcharnos en aquel momento habría sido traicionar a aquellos miles de desgraciados liberados del infierno y que se habían convertido en un problema para las potencias ganadoras de la guerra. Estábamos en el día después, y en el día después, los hasta entonces Aliados tenían sus propios problemas y sus propias conveniencias.

Los norteamericanos no estaban dispuestos a que se produjera un éxodo masivo de judíos a Estados Unidos. Los británicos querían impedir a toda costa que muchos de aquellos judíos supervivientes fueran a Palestina porque eso significaría volver a tener problemas con los árabes. En cuanto a la Unión Soviética, los judíos tampoco eran bien recibidos.

De manera que, después de sufrir el primer shock por lo que se encontraron en los campos de exterminio, los dirigentes políticos volvieron al pragmatismo de siempre, a la realpolitik.

—Son judíos, y nos corresponde a nosotros afrontar el problema. Nos encargaremos de llevar a Palestina a todos los que quieran hacerlo —me decía Ben.

Antes de embarcarme en esa aventura pedí permiso para ir a París. Tenía que encontrar a mi padre y a Dalida. En ningún momento pensé que les hubiera podido suceder nada. Daba por sentado que habrían pasado la guerra refugiados en Londres en casa de los Goldanski. Al fin y al cabo mi padre tenía pensado casarse con Katia.

En París se vivía la euforia del triunfo. La ciudad volvía a pertenecer a los parisinos. Los soldados norteamericanos y los británicos daban un toque de alegría a la capital.

Me dirigí directamente a casa de mi padre y para mi sorpresa una mujer a quien no conocía me abrió la puerta.

—¿Qué desea? —me dijo amablemente aquella mujer que ya estaba entrada en años.

—Busco a Samuel Zucker, soy Ezequiel Zucker.

La mujer me miró de arriba abajo y sus ojos reflejaron un destello de miedo.

—Aquí no vive ningún Samuel Zucker —dijo con brusquedad intentando cerrar la puerta.

—Perdone, señora, pero ésta es la casa de mi padre, mi casa, de manera que dígame quién es usted y qué hace aquí.

Escuché retumbar una voz de hombre.

—¡Brigitte, quién anda ahí!

—Un tipo que dice que ésta es su casa —gritó la mujer.

Apareció un hombre más alto y más grueso que yo, vestido con una camiseta sudada y unos pantalones sin cinturón. Me fijé en sus manos y pensé que eran manos de asesino.

—¿Quién es usted? —Su voz era todo un desafío.

—Son ustedes quienes tienen que explicarse y decirme quiénes son y por qué están en casa de mi padre.

—Ésta es nuestra casa y no tengo por qué darle ninguna explicación. —Mientras lo decía el hombre cerró dando un portazo.

Yo me quedé inmóvil delante de la puerta sin saber qué hacer. Pensé en volver a llamar al timbre, pero me di cuenta de que con semejante energúmeno lo más que podía conseguir era que me partiera la nariz.

Recordé que en aquel edificio también había vivido el marido de Irina, aquella mujer de la que tanto había escuchado hablar a mi padre y a Mijaíl. Pero no recordaba en qué piso vivían los Beauvoir.

Bajé al portal a ver si encontraba a la portera, al menos esperaba que aquella mujer, por vieja que fuera, se acordara de mí, pero no había ni rastro de ella.

Una mujer de mediana edad entró en aquel momento en el portal. La reconocí al instante.

—¡Agnès! —exclamé reconfortado de ver a la sobrina de la portera que nos había cuidado a Dalida y a mí cuando vivíamos en París.

Ella me miró asustada sin reconocerme.

—¡Soy Ezequiel! El hijo de Samuel Zucker.

—¡Dios mío! Pero si… ¡Es verdad!, pero ya no es un niño, es usted un hombre… ¡Dios mío! ¡Dios mío! —y dio un paso hacia atrás como si quisiera apartarme de su camino.

—Vamos, Agnès, parece que has visto un espectro. Dime, ¿qué sabes de mi padre?, ¿por qué nuestro piso está ocupado por otra familia?

Agnès me miró aún más asustada. Si se lo hubiese permitido creo que habría salido corriendo.

—Monsieur, yo no sé nada, se lo juro.

Aquella afirmación fue suficiente para comprender que mentía, de manera que la cogí con fuerza del brazo.

—¿Dónde está tu tía?, ¿continúa siendo la portera?

—No, monsieur, ahora soy yo, mi tía es muy mayor y ha regresado a nuestro pueblo, cerca de Normandía.

—Tú trabajabas en casa de mi padre, de manera que tienes que explicarme qué ha pasado.

La seguí hasta el chiscón de la portería, que abrió con desgana invitándome a sentarme en una silla desvencijada.

—Yo… yo siempre me porté bien con monsieur Zucker. ¡Se lo juro! Luego, cuando… bueno, cuando ser judío se convirtió en un problema dejé de trabajar para su padre… Tiene que comprender que no han sido tiempos fáciles y tener tratos con judíos le convertían a una en sospechosa…

Las palabras de Agnès me revolvían el estómago. La miré con asco y ella se sobresaltó.

—Monsieur, no se enfade, yo…

—¡Dime qué le ha sucedido a mi padre! Y mi hermana, ¿qué sabes de Dalida?

—No lo sé. Su padre y su hermana abandonaron el piso a principios de la guerra. No sé dónde fueron, no me lo dijeron, yo sólo era la criada. Pero no sé nada más… ¡Se lo juro!

—¿Quiénes son los que viven en nuestra casa?

—Es una buena familia, él es policía, creo que un hombre importante. Tiene dos hijas.

—¿Por qué viven en mi casa?

—Bueno, yo no lo sé muy bien, monsieur… Creo que algunas casas de judíos fueron confiscadas y… claro que ahora dicen que si los dueños regresan y demuestran que esas casas eran las suyas… Es todo tan confuso, monsieur; la guerra acaba de terminar y aún no se sabe bien lo que va a suceder.

Me costaba reconocer en aquella mujer a la joven que nos cuidaba a Dalida y a mí cuando éramos pequeños. La Agnès de antaño era una jovencita despreocupada que nos llevaba a jugar a los Jardines de Luxemburgo y con la que nos perdíamos por las calles de París, la que hacía la vista gorda ante nuestras travesuras. Pero la Agnès que tenía ante mí era una superviviente, ese tipo de personas que sólo piensan en ellas mismas mientras el mundo se hunde a su alrededor. La guerra había sacado lo peor de ella.

—¿Y los Beauvoir?

—El señor murió hace un año, creo que el piso lo heredaron unos sobrinos, ya sabe que monsieur Beauvoir no tenía hijos.

—¿Y nuestros muebles, nuestros cuadros, nuestras cosas?, ¿quién las tiene?

—Yo no sé nada, monsieur, sólo lo que le he dicho. ¡Por favor, no quiero problemas!

Salí de allí sin saber adónde ir, a quién preguntar por mi hermana y mi padre. Pero ¿y si les habían detenido? No, no podían ser, ¿por qué habrían de detenerles? Yo mismo me respondía a esa pregunta. Eran judíos, no había otro porqué. Lo que no comprendía era por qué mi padre y mi hermana se habían quedado en París. Podían haberse refugiado en Londres con los Goldanski, en realidad siempre pensé que es lo que habían hecho y creo que mi madre también pensaba lo mismo.

Hice lo imposible por obtener alguna respuesta de las autoridades francesas. Les facilité los nombres de mi hermana y de mi padre y prometieron en unos días darme una respuesta. Al parecer no figuraban en sus archivos como desaparecidos.

Mandé un telegrama a Ben diciéndole que por el momento no me podía unir a David Rosen y a él para formar parte del movimiento que estaba poniéndose en marcha, la Brihah, cuyo empeño era ayudar a los judíos que habían sobrevivido.

Fui a Londres convencido de que las respuestas que necesitaba me las podrían dar los Goldanski. Konstantin era el mejor amigo, además de socio, de mi padre, y Katia… bueno, suponía que Katia se habría casado con mi padre.

Cuando llegué a Londres ni siquiera busqué un hotel, sino que me dirigí directamente a la casa de los Goldanski.

Londres me produjo una sensación más amarga que París. La capital inglesa había sido duramente castigada por los bombardeos continuos de la aviación alemana, mientras que París había sido respetada. En realidad había servido de retaguardia a los soldados de Hitler.

La casa de los Goldanski se mantenía en pie aunque una de sus alas parecía destruida. Me acerqué con temor rezando para que estuvieran vivos. Una criada me abrió la puerta y me invitó a pasar y a que esperara en el vestíbulo mientras avisaba «a la señora». Me preparé para enfrentarme a Katia, a la que odiaba por haberme arrebatado a mi padre. Pero no fue Katia quien me recibió, sino Vera, la esposa de Konstantin.

—¡Ezequiel! ¡Qué alegría! ¡Estás vivo!

Vera me abrazó con afecto y muestras de alegría. Yo respondí de igual manera, siempre me había cautivado su dulzura. Vera había cambiado, tenía el cabello totalmente blanco y estaba más delgada; tanto, que al abrazarla sentí los huesos de su cuerpo.

Nos sentamos en lo que antaño había sido el salón de té, una pieza pequeña, con una chimenea, donde la familia solía reunirse cuando no tenían invitados. Me apenó ver que habían desaparecido las figuras de porcelana a las que nos prohibían acercarnos cuando éramos pequeños.

—Mi hijo Gustav está a punto de llegar, almorzarás con nosotros. ¡Dios mío, qué sorpresa tan agradable tenerte aquí!

Vera me preguntó por mi madre y quiso saber cómo habíamos pasado la guerra. Se santiguó cuando le dije que había combatido primero en Francia y después en Italia.

No sé por qué tenía la impresión de que con sus preguntas intentaba retrasar las mías.

—¿Y Konstantin? —pregunté por fin.

Se le escaparon unas lágrimas que inmediatamente enjugó con un pañuelo.

—Murió aquí. Ya has visto cómo está la casa. Aquel día… aún no había amanecido cuando los aviones alemanes comenzaron a bombardear Londres. Gustav y yo no estábamos en casa. Apenas tuvo la edad y se lo permitieron, Gustav se alistó en el ejército. Le destinaron al cuartel general. Quería combatir pero al parecer sus jefes pensaron que debían aprovechar que hablara a la perfección ruso, francés y alemán. Y yo… bueno, he colaborado cuanto he podido; serví como voluntaria en el Cuerpo de Enfermeras. Apenas amanecía yo me iba al hospital. No hacía mucho que había salido de casa cuando comenzaron a sonar las sirenas y corrí hacia el refugio más cercano rezando para que Konstantin hiciera lo mismo. Cuando salí él se había quedado tomando una taza de té mientras trabajaba en su despacho, que estaba… bueno, ya lo sabes, en el ala de la casa que ya has visto cómo está. Una bomba cayó en la casa de al lado, pero fue tal el impacto que también afectó a la nuestra. Konstantin murió tras aquella explosión bajo cientos de cascotes que dejaron su cuerpo destrozado.

Esta vez Vera no contuvo las lágrimas y rompió a llorar. Me senté a su lado y la abracé intentando confortarla.

—Lo siento, Ezequiel…, no logro superar su pérdida. Ya ves, huimos de Rusia para poder sobrevivir, pero la maldad nos ha perseguido hasta aquí.

—Lo siento, Vera, lo siento de veras. Yo… bueno, mi hermana y yo os teníamos a Konstantin y a ti como si fuerais nuestros tíos.

—Y como tales os hemos querido —respondió Vera.

Había llegado el momento de preguntarle por mi padre y por Dalida, y por más que me costara, también por Katia.

—¿Y Katia? ¿Cómo se encuentra?

Entonces Vera me miró con una pena infinita desde sus enormes ojos grises.

—No lo sé, Ezequiel, no lo sé. Hace sólo tres semanas que ha acabado la guerra. Gustav está haciendo todo lo posible para saber qué ha sido de Katia y de tu padre, aunque…

Me puse tenso, en alerta, pero al mismo tiempo durante un segundo sentí alivio pensando que acaso estuvieran los dos juntos en algún lugar desconocido, pero vivos.

—¿Sabes dónde han estado durante la guerra? Supongo que aquí con vosotros, ¿no?

Vera se retorció las manos buscando una respuesta que no me hiriera demasiado.

—Konstantin le pidió a tu padre que se quedara en Londres, pero él… Samuel es muy tozudo y decía que no iba a quedarse cruzado de brazos mientras los alemanes se dedicaban a perseguir a los judíos. Para Samuel era como revivir los pogromos. Nunca se curó de la pérdida de su madre y de sus hermanos.

»Tu padre decía que se estaban librando dos guerras a la vez, la de la democracia contra el nazismo y la de los judíos por su supervivencia, y que él estaba dispuesto a combatir en los dos frentes.

—¿Dónde está mi padre, Vera?

—No lo sé, Ezequiel. Él decidió quedarse en Francia, allí comenzó a colaborar con un grupo de la Resistencia formado por franceses y republicanos españoles. Gustav te lo explicará mejor que yo, conoce más detalles. Ya sabes que Konstantin procuraba evitarme angustias, creía que yo ya había sufrido bastante durante la Revolución de Octubre. Yo me enfadaba negándome a que me tratara como a una niña, pero él intentaba ocultarme todo lo que sabía que me podía afectar. Aun así, supe que tu padre formaba parte de la Resistencia y que Katia, pese a los requerimientos de Konstantin, decidió quedarse con él en Francia. Ella también colaboró con la Resistencia. Nosotros desde aquí hacíamos cuanto podíamos. Te aseguro que no hubo ni un solo día en el que Konstantin no trabajara para salvar a ciudadanos judíos.

—¿Y Dalida? ¿Dónde está mi hermana?

—Gustav está intentando averiguar qué ha sido de ella, pero hay mucha confusión. Parece que se la llevó la Gestapo. Dalida también formaba parte de la Resistencia —añadió Vera.

Sólo escuchar aquella palabra, «Gestapo», todavía provocaba miedo. Sabía de sus crímenes, de su extremada crueldad, de cómo se complacían torturando.

Vera fue respondiendo a mis preguntas intentando al tiempo calmar la angustia que me iba embargando. Cuando llegó Gustav ya tenía una idea cabal de cómo habían pasado la guerra mi padre y mi hermana.

Gustav y yo nos dimos un apretón de manos dudando en si debíamos o no abrazarnos. Nos habíamos convertido en hombres y en ninguno de los dos quedaba rastro de aquellos años de infancia compartida.

A mí Gustav siempre me había parecido un niño demasiado protegido y mimado, aunque a él sus padres le trataban con más severidad que a mí los míos. En ese momento nos sentimos más cerca el uno del otro de lo que lo habíamos estado en los días de nuestra infancia.

Almorzamos los tres recordando aquellos tiempos. Vera nos relató con añoranza alguna de nuestras travesuras infantiles e intentó que durante el almuerzo no habláramos de nada que pudiera enturbiar aquel reencuentro. Después del almuerzo volvimos a refugiarnos en el salón de té.

Gustav encendió una pipa y me ofreció un cigarrillo que yo acepté.

—Llevo un par de meses investigando y no es mucho lo que sé, pero espero que te sirva. Tú quieres encontrar a tu padre y a tu hermana y yo a mi tía Katia. Los tres unieron su destino durante la guerra.

El relato de Gustav me estremeció y sobre todo me mostró a un Samuel que yo desconocía. De repente mi padre iba adquiriendo un perfil que me resultaba insólito.

«Samuel y Katia estaban en París el día en que dimitió el primer ministro francés Paul Reynaud. Dos días antes, el 14 de junio de 1940, se consolidaba la traición del mariscal Pétain y Francia conocía el oprobio de ver a las tropas nazis desfilar por los Campos Elíseos. Hasta aquel momento los judíos habían malvivido; a partir de aquel día su único empeño sería sobrevivir.

El 27 de septiembre de aquel maldito 1940, el gobierno de Vichy ordenó elaborar un censo de los judíos que había en Francia. Tu padre decidió que ni él ni Dalida estarían en ese censo. “Quieren saber cuántos judíos somos como si se tratara de cabezas de ganado. No permitiré que nos degraden a esa condición”, le escribió a mi padre en una carta que no me preguntes cómo llegó porque no lo sé. Lo que sí sé es que Samuel y Dalida dejaron la casa en la que habían vivido, y alquilaron otra más pequeña en una calle tranquila del barrio de Saint Michel. Lo más difícil fue deshacerse del laboratorio. Samuel se reunió con el gerente y le dijo que se marchaba de Francia y le firmó poderes para que gestionara el negocio durante su ausencia. Su precaución le sirvió de poco, porque bajo los auspicios de los jerarcas nazis, el gobierno de Vichy decidió expoliar las propiedades de todos los judíos. Tu padre había sido precavido y disponía de cierta cantidad de dinero, además de algunos cuadros y otros objetos valiosos que entregó a Katia para que los guardara. Eso sí, Samuel se negó a que Katia viviera con ellos.

“Tú no eres del todo judía”, le decía, a lo que mi tía respondía: “Al menos tengo un cuarto de litro de sangre judía”. Pero no eran muchos los que lo sabían. Los amigos que mis padres y mi tía tenían en París eran como nosotros, rusos que habían huido de Rusia después de la revolución.

Katia alquiló a su vez un apartamento cerca de Montparnasse decidida a permanecer en Francia pasara lo que pasara.

En octubre, creo que el 3 de ese mes, en Francia se promulgó un “Estatuto de los judíos”. A partir de ese momento todos los judíos se convirtieron en ciudadanos de segunda, ¡qué digo!, en realidad dejaron de ser ciudadanos.

Samuel estaba dispuesto a luchar en la retaguardia, de manera que junto a David Péretz, el hijo de Benedict Péretz, el viejo comerciante que tanto le había ayudado en el pasado, pasó a integrar un grupo judío de la Resistencia. No creas que fue el único grupo de judíos, hubo otros: Solidarité, Amelot, la Sociedad de Ayuda a los Niños. Algunos de estos grupos tenían buena relación con los maquis y colaboraban con ellos. Al fin y al cabo les unía una misma causa.

No sé cómo ni a través de quién pero, al parecer, David Péretz tuvo conocimiento de que había un exiliado ruso que se ganaba la vida como falsificador. La cuestión estaba en saber si el ruso en cuestión estaba dispuesto a colaborar con su grupo y, sobre todo, si podían confiar en él ya que el hombre había llegado a París antes de 1917, lo que le convertía en sospechoso de ser poco amigo de la revolución. Pero decidieron correr el riesgo. Ni Samuel ni Dalida podían estar sin documentación. Fue Samuel el que decidió reunirse con aquel hombre.

Vivía cerca de Montmartre, en una callejuela estrecha. Le abrió la puerta una mujer con el cabello negro y una mirada tan fiera que intimidaba. Él le dijo la frase que le habían dado como consigna y ella le invitó a entrar, pero apenas cerró la puerta la mujer le encañonó con una pistola.

Le llevó hasta un cuarto trasero donde no había ventanas y le hizo sentarse. Luego se plantó ante él y comenzó a interrogarle. Samuel notó por el acento que aquella mujer no era francesa. Más tarde supo que se llamaba Juana y era española.

Había sido miliciana en la guerra de España, y era una furibunda antifranquista que había visto morir a su marido en el frente de Aragón, donde combatía; después perdió al hijo que esperaban. Al resto de su familia, su padre y sus tíos, los fusilaron después de acabar la guerra. Pero eso lo supo más tarde porque ella huyó sabiendo que de lo contrario terminaría en una cárcel de donde sólo saldría para acabar muerta en una cuneta. Juana no aguardó a que la encontraran y se marchó a Francia por un paso de la frontera de Cataluña en la Cerdaña, muy utilizado años después por los luchadores antifranquistas.

En Perpiñán la detuvieron y la llevaron a un campo de concentración del que se escapó; días después llegó a París, donde tenía un pariente que la acogió. Su pariente, un tío lejano, creo, era impresor, un republicano que ayudaba a cuantos se lo pedían y que había huido en el 38 antes de que terminara la guerra en España. Ya en Francia, pasó a colaborar con la Resistencia.

A través de su tío, Juana conoció a Vasili. Había escapado de la Rusia zarista, pero cuando triunfó la Revolución de Octubre se guardó de regresar a Moscú porque en París había prosperado trabajando como impresor en la misma imprenta que el tío de Juana. Pedro, el tío de Juana, había encontrado una noche a Vasili trabajando casi a oscuras en la imprenta. El ruso se dedicaba a falsificar papeles para quienes los pudieran pagar, las más de las veces delincuentes. Pedro no le entregó a la policía y el ruso se convirtió en un perro fiel. La guerra hizo que los dos hombres se asociaran para trabajar en favor de los movimientos políticos que tenían problemas con la ley.

Juana debió de quedar satisfecha con las respuestas de Samuel porque permitió que viera a Vasili.

Samuel se encontró frente a un hombre de estatura media y unos ojos brillantes y guasones que se dirigió a él en ruso. Hablaron un buen rato en este idioma hasta que Juana les interrumpió enfadada.

—O habláis en francés o no habláis —les dijo, y Vasili aceptó con una sonrisa.

—De manera que quiere varios pasaportes, de los cuales uno para usted y otro para su hija, y los quiere para ayer. Ni mi socio ni yo hacemos milagros.

—No les pido que hagan milagros, sólo que ayuden a salvar vidas, no sólo de judíos, también de franceses. ¿Acaso no está usted en contra de los nazis?

—Sí, el tío de Juana me convenció de que el dinero no lo es todo, y aquí me tiene, monsieur, dejando a un lado los negocios para trabajar gratis. Claro que a lo mejor usted puede pagar, ¿me equivoco?

No se equivocaba, porque Samuel estaba dispuesto a dar cuanto tenía por esos pasaportes. Pero Juana se levantó y, plantándose ante Vasili, le dio un manotazo.

—¿Cobrar? Ni en broma lo digas. Harás lo que te pida y trabajarás noche y día —le dijo en tono amenazante.

—Ya ve, monsieur, que uno no puede resistirse a lo que quieren las mujeres. Ella es aquí la jefa.

Más tarde, Samuel llegaría a conocer bien a Vasili y a saber que detrás de su actitud cínica había un hombre comprometido con la libertad hasta el punto de jugarse la vida.

Los nuevos documentos de Samuel y Dalida les convertían en monsieur Ivanov y mademoiselle Ivanova, padre e hija, naturales de San Petersburgo, huidos de la Revolución soviética.

Vasili les advirtió:

—Si os detienen con documentos franceses pueden comprobar si la identidad de los papeles es real, pero si sois exiliados rusos no podrán comprobarlo con los soviéticos. Eso sí, tenéis que mostraros como enemigos acérrimos de Stalin y admiradores de Hitler, vuestra esperanza para regresar a la patria.

El primer encargo de Samuel eran cincuenta pasaportes franceses con los que esperaba sacar de Francia a cincuenta judíos y tratar de enviarles a Lisboa y, desde allí, a Palestina.

Mi padre, Konstantin, se encargaba del flete de los barcos. No era una tarea fácil. Europa estaba en guerra y sólo lograban hacerse con viejos cascarones que a duras penas se mantenían a flote. Mi padre también se encargaba de mover sus influencias para que aquellos hombres y mujeres lograran el permiso de las autoridades británicas para que les permitieran desembarcar en Palestina. En realidad mi padre terminó colaborando con el Servicio Secreto británico. Las informaciones que le llegaban de Samuel y de Katia las transmitía a sus amigos del Almirantazgo.

A los primeros cincuenta pasaportes les siguieron otros más. Con ayuda de Juana, Vasili y Pedro, trabajaban sin descanso. La mujer parecía no tener miedo a nada acaso porque había perdido todo aquello que daba sentido a su vida.

Debes saber, Ezequiel, que tu hermana se negó a quedarse en Londres con nosotros, lo mismo que mi tía Katia.

Dalida se convirtió en enlace con otro grupo de la Resistencia cuyo jefe era un español. Armando, le llamaban, aunque nadie sabía si ése era su nombre verdadero. Tenía un gran predicamento y, sobre todo, suerte para escapar. Iba y venía de París a la frontera del Bidasoa y también a Perpiñán. En colaboración con otros grupos de la Resistencia, ayudaba a pasar clandestinamente a España para después proseguir viaje a Portugal. Pero no sólo judíos. Armando llegó a colaborar con la red Comète, dedicada a ayudar a los aviadores de las fuerzas aliadas derribados sobre Francia, Bélgica y Holanda.

A veces Dalida acompañaba a algunos grupos de judíos hasta la frontera. No solían ir más de cuatro o cinco personas. Más habría resultado sospechoso. Viajaban con documentos falsos como si fueran miembros de una familia que iban al sur a visitar a otros familiares y a buscar un refugio mejor durante la guerra. Tu hermana les conducía a un caserío donde los miembros de la red de Armando aguardaban para pasarles a España.

No sé cuántos viajes llegó a hacer Dalida, pero sí que ayudó a salvar muchas vidas.

Katia también se empleó a fondo. No era difícil para una condesa rusa exiliada tener abiertas las puertas de los colaboracionistas más asquerosos de París.

A finales de 1940 Katia recibió una citación de la policía. Trataban de saber por qué estaba en París, a qué se dedicaba y, sobre todo, si tenía simpatías hacia el nazismo o si, por el contrario, podía ser una espía.

No sé de dónde sacó tanto valor mi tía, pero el caso es que salió airosa del interrogatorio.

—Condesa, ¿cuánto tiempo se quedará en París?

—Monsieur, todo el que ustedes me permitan. ¿Dónde podría ir? Viví en Londres, sí, pero no me sentiría cómoda allí habida cuenta de que mis conocidos saben de mis simpatías por el Führer.

—De manera que usted…

Katia no dejó proseguir al policía y continuó hablando.

—Yo, monsieur, sólo deseo que el Führer gane esta guerra y que nos devuelva nuestra patria a los auténticos rusos. Sé que él tiene que tratar con los soviéticos, la política es así, pero yo rezo para que Adolf Hitler se convierta en el emperador de Europa.

—¿Y vive cómodamente en París?

—Si lo que quiere saber, monsieur, es si puedo mantenerme, desde luego que sí. Huí de Rusia con lo suficiente para no tener que mendigar.

—¿No será usted judía, madame?

—¡Monsieur! ¿Acaso no sabe que antes que el Führer nosotros en Rusia ya teníamos problemas con los judíos? No, monsieur, no soy judía, líbreme Dios de semejante mal.

Los hombres nunca pudieron mostrarse indiferentes ante la belleza de mi tía, y aunque ya entonces había sobrepasado los sesenta años tenía una prestancia y una elegancia ante las que era difícil no rendirse. De manera que no le costó introducirse en los círculos de algunos miembros del nuevo gobierno de Pétain; también comenzó a tratar a sus oficiales, quienes creyéndola inofensiva, no dejaban de deslizar algunas confidencias en el oído de Katia. Confidencias sobre redadas previstas, sobre tal o cual miembro de la Resistencia al que seguían los pasos… Armando solía analizar cuidadosamente la información temeroso de que en cualquier momento descubrieran a Katia y la utilizaran para tenderle alguna trampa.

Ella iba de un lado a otro de París en su Mercedes negro, con un chófer que no era otro que uno de los hombres de Armando. Transportaba armas y explosivos, llevaba cartas, escondía dinero.

Una tarde en la que Katia salía de la casa de uno de los hombres de Armando con un paquete que contenía explosivos, se tropezó con el oficial de la policía que la había interrogado y al que después había seguido tratando. El hombre iba acompañado por varios miembros de la gendarmería y por un oficial de las SS. Pedían la documentación a todos los que pasaban por allí y obligaban a las mujeres a abrir los bolsos. Katia se salvó de milagro dirigiéndose directamente al oficial de policía que conocía, al que saludó efusivamente.

—¡Monsieur, qué alegría verle! ¿Está trabajando? Si es así no quiero distraerle…

Ningún policía se atrevió a pedirle la documentación a aquella mujer que hablaba animadamente con uno de sus jefes. No obstante, el hombre de las SS le preguntó qué llevaba en el paquete y Katia respondió con una sonrisa:

—Una bomba, monsieur, ¿qué otra cosa podría llevar yo?

El francés rió lo que creía era una broma, pero el alemán permaneció serio.

—Permítame que le presente a la condesa Katia Goldanski… Señora, le presento a Theodor Dannecker, es el verdadero amo de París.

—¡Qué enorme responsabilidad poseer una ciudad como París! Cuídela, es una ciudad única, una joya para el Tercer Reich.

Luego de intercambiar algunas banalidades, los dos hombres la acompañaron al coche y Katia se marchó dando gracias a Dios por haberla salvado.

La red de la que formaban parte disponía de una serie de domicilios que tenían por seguros; aun así, siempre se mantenían vigilantes. En el grupo de David Péretz, al que se habían incorporado Samuel y Dalida, además de Katia, lo mismo que en el de Armando, la obsesión por la seguridad era su garantía de supervivencia.

Los dos grupos habían llegado a colaborar a través de Dalida. Fue ella quien conoció primero a Armando, y no le resultó fácil ganarse su confianza. En otra circunstancia quizá a Dalida le habría intimidado aquel español cuarentón, con el rostro surcado de arrugas y las manos grandes y fuertes. Pero tu hermana no se dejó engañar por el aspecto de Armando; la voz de aquel hombre delataba que no era un gañán, era la voz de alguien cultivado, una voz que no se correspondía con su aspecto.

Se conocieron en casa de Vasili. Dalida había ido a entregar varias fotografías para unos pasaportes con los que Samuel intentaba salvar a una familia judía. Cuando llegó, Juana la hizo pasar a la sala donde en aquel momento un hombre discutía con Vasili.

El hombre estaba de espaldas y no la vio entrar. Juana no les presentó ni Dalida dio muestras de interesarse por lo que pudiera estar haciendo allí aquel tipo. Se mantuvo en silencio escuchando la discusión.

—¡Te había dicho que necesitaba esos documentos para hoy!

—Los tendré dentro de un par de horas —respondió Vasili sin alterar la voz.

—Y ahora, ¿qué hago? Sabes que tengo que salir para Marsella en menos de una hora. No puedo esperar y es tarde para localizar a nadie que entregue por mí los documentos —se lamentó Armando.

Dalida le miró y dijo:

—Los puedo llevar yo.

Armando se volvió sorprendido y enfadado ante la irrupción de aquella joven.

—¿Y ésta quién es? ¿Estáis locos? Os he dicho que no quiero aquí a nadie cuando vengo yo.

Juana se encaró con Armando.

—En mi casa mando yo. Aquí no entra nadie que no sepamos quién es y, para que lo sepas, esta chica es judía y forma parte de una red de judíos, y tiene tantos motivos como nosotros para no fiarse de nadie.

—Y es tan inocente o tan estúpida como para ofrecerse a hacer un trabajo para un desconocido. ¿Cuántos años tienes? —preguntó Armando mirando de arriba abajo a Dalida.

—Voy a cumplir veinte —respondió ella con tranquilidad.

—¿Y por qué habrías de hacer el trabajo por mí?

—Porque tú no puedes hacerlo y has dicho que hay unos hombres en peligro que necesitan esos documentos.

—¿Y a ti qué te importa?

—A mí me importa todo lo que tenga que ver con acabar con los nazis.

Juana sonrió. No es que le sorprendiera la actitud de Dalida, ya que sabía que hacía de correo del grupo de David Péretz, pero jugársela por alguien a quien no conocía demostraba que tenía más valor del que ella misma creía.

—No tienes muchas opciones, o va ella, o esperas y vas tú —le espetó Juana.

—Cómo sé…

Dalida le interrumpió.

—No sabes nada, no sabes si seré capaz de hacerlo, si me perderé o llegaré a tiempo, no sabes qué haré si me detienen, no sabes si hablaré… Yo no puedo asegurarte nada, sólo que lo intentaré, que procuraré llegar a la hora que me digas al lugar que me indiques, que entregaré el paquete y que procuraré que nadie me siga. Sólo eso.

A Armando le intrigó la personalidad de Dalida. Su aspecto era el de una muchacha en la flor de la vida, pero con una entereza impropia para su edad.

—De acuerdo.

Armando se marchó con el pesar de no saber si había cometido un error. La chica tenía que ser de confianza si colaboraba con el grupo de judíos, pero tampoco sabía nada de ella, excepto que Juana, Pedro y Vasili la avalaban. Era una garantía pero ninguna garantía es suficiente cuando se vive en la clandestinidad.

Dalida salió de la imprenta llevando en una bolsa cuatro documentos de identidad franceses para cuatro españoles escapados de un campo de concentración que habían pasado a engrosar las filas de la Resistencia.

Caminaba a buen paso pero no lo suficientemente rápido para llamar la atención. Había un buen trecho desde Montmartre hasta los Campos Elíseos, donde estaba el bar en el que tenía que entregar los documentos, de modo que tardaría en regresar a casa más de lo previsto y su padre se preocuparía.

Una hora después dio con la dirección del bar. Entró sin importarle que algunos hombres la miraran con curiosidad. Se acercó a la barra y dijo las palabras que le servirían de consigna: “François me ha enviado a por pan”. El tabernero se la quedó mirando extrañado. Esperaba a Armando, ¿quién era aquella chiquilla? Le hizo un gesto para que se dirigiera a la parte trasera del bar. Cuando Dalida entró en la cocina, un hombre la agarró con fuerza y le colocó un cuchillo en el cuello. Ella sentía que la punta de acero en cualquier momento podía hundirse en su carne, pero no se movió.

Dijo a aquellos hombres lo que le había dicho Armando que debía decir, palabras que para ella no significaban nada pero que para ellos sí tenían sentido.

A partir de aquel día Dalida colaboró con la red de David Péretz y tu padre y con la de Armando. Se ganó el respeto de otros hombres y mujeres que como ella se jugaban la vida en aquel París ocupado y de apariencia alegre.

El lugarteniente de Armando, un alsaciano alto y con aspecto de oso, al que todos llamaban Raymond, le enseñó dos cosas: a manejar la radio con la que se comunicaban con Londres y a preparar explosivos. Y aprendió bien.

No era fácil transmitir los mensajes de la Resistencia. Guardaba la radio en su cuarto, temiendo que en cualquier momento dieran con ella. Raymond le había advertido que si no sobrepasaba el tiempo de la comunicación, a la Gestapo le sería difícil encontrar la señal. Ella no lo olvidaba nunca y en ocasiones no dudaba en interrumpir una comunicación para no poner en peligro ni al grupo ni a ella misma.

De vez en cuando Katia viajaba a Madrid y de allí a Lisboa, donde se encontraba con su hermano, al que solía transmitirle informaciones precisas sobre la disposición de las tropas nazis en la región de París, y también recibía en un sobre cerrado instrucciones que el Servicio de Inteligencia británico enviaba a algunos de sus contactos con la Resistencia en París. Además, Konstantin aprovechaba para pedirle que regresara con él a Londres. Pero ella se negaba.

—Estoy enamorada, Konstantin. ¿Es que no lo comprendes? ¿Crees que ahora dejaría a Samuel? Si es preciso le acompañaré hasta el Infierno.

—Katia, la guerra terminará algún día y el loco de Samuel irá a Londres a reunirse contigo. Convendrás conmigo que ni él ni yo tenemos edad para estos juegos de espías. Yo no corro ningún riesgo por reunirme contigo de vez en cuando en Lisboa y llevar y traer de Londres ciertos encargos, pero no puedo dormir pensando en el riesgo que corres tú.

—¿Sabes, Konstantin?, estoy enamorada de Samuel desde que era una cría. Rechacé a todos cuantos se acercaban a mí, ya sabes el disgusto de nuestra abuela porque yo me negaba a casarme. Cuando ya daba por perdida mi vida nos volvimos a encontrar y tú conoces el sacrificio que hizo para estar conmigo. Sí, ha sacrificado todo lo que tenía, su esposa, su hijo, y tú pretendes que yo le deje en París jugándose la vida mientras espero a que termine la guerra… No, Konstantin, ni todas las divisiones de la Wehrmacht serán capaces de separarnos.

—Al menos trae a Dalida, en Londres estará más segura.

—No la reconocerías. Dalida se ha hecho una mujer y sólo responde ante sí misma. Samuel está preocupado porque cada vez está más implicada con el grupo de Armando. Hace una semana participó en la voladura de unas vías de tren cerca de París. Al parecer ha aprendido a manejar explosivos. El otro día le pregunté si no tenía miedo, y ¿sabes qué me respondió?: “Sólo tengo miedo a que perdamos la guerra y los nazis se hagan con Europa. Eso sí que me da miedo”.»

Gustav hizo una pausa mientras Vera le ofrecía una taza de té. Después continuó con el relato.

«Ezequiel, ¿has oído hablar de la “Rafle du Vel d’Hiv”? En aquella redada del 16 de julio de 1942 detuvieron a cientos de judíos. A los pobres desgraciados los encerraron en ese velódromo, el Velódromo de Invierno. Lo peor no es lo que sufrieron allí, sino lo que les quedaba por sufrir. Muchos fueron trasladados a distintos campos de exterminio en Alemania. Pero no adelantaré acontecimientos.

Los franceses habían recibido una orden de sus amos alemanes: debían llevar a cabo una detención masiva de judíos, y cumplieron la orden sin rechistar. No les fue difícil, todos los judíos estaban censados, de manera que la policía sabía dónde tenía que ir a buscarlos. La madrugada de ese 16 de julio miles de policías se presentaron en los domicilios de los judíos. Se llevaron bajo arresto a más de doce mil personas, incluidos mujeres y niños.

Algunos pudieron escapar; otros, que ya colaboraban con grupos de la Resistencia, se salvaron porque, al igual que Samuel y Dalida, hacía meses que habían pasado a la clandestinidad dejando sus casas y sus familias.

A algunos les trasladaron al Velódromo; a otros a un campo que se había instalado en Drancy, en el norte de París; otros a Pithiviers, a Beaune-la-Rolande…

A algunas familias las separaron. Los niños por un lado, los padres por otro. Muchos de aquellos niños fueron enviados directamente a Auschwitz, donde el mismo día de su llegada fueron asesinados en las cámaras de gas.

Recuerda estos nombres, Ezequiel, que no se te olviden nunca, son los nombres de tres oficiales de las SS, tres asesinos: Alois Brunner, Theodor Dannecker y Heinz Rothke. Alois Brunner sería más tarde el comandante del campo de Drancy.

Tu padre y tu hermana sobrevivieron a aquella redada y ellos, al igual que el resto de su grupo, sufrieron por no poder hacer nada. Para Samuel se convirtió en una obsesión intentar sacar de Francia a algunos niños judíos que se encontraban escondidos en casas de amigos. Entre David Péretz y él localizaron a un grupo de diez criaturas. Ya te he dicho que mi padre nunca me explicó cómo Samuel lograba ponerse en contacto con él, pero sí sé que recibió el aviso de que se disponía a sacar de París a aquellos diez niños. Samuel le pedía a mi padre que organizara lo necesario para recogerles en Gibraltar o en Lisboa y trasladarles a Palestina o a cualquier lugar donde pudieran estar seguros. Por difíciles que fueran, mi padre siempre seguía las instrucciones de Samuel. No era fácil organizar todo lo necesario para conseguir trasladar a niños judíos a Palestina. Tú has luchado con ellos y yo también, y sabemos de su valor en el campo de batalla, pero los británicos defienden en primer lugar sus intereses y luego todo lo demás, y ya sabes que hace años que su política es impedir la llegada de más judíos a Palestina. Ni querían ni quieren tener abiertos más frentes y por nada del mundo desean enfadar a los árabes palestinos.

Pedro y Vasili se esmeraron falsificando documentos para aquellos niños. Fue a Katia a quien se le ocurrió buscar la complicidad de unas monjas, unas Hermanas de la Caridad. Katia había oído decir que aquellas monjas acogían a niños huérfanos y decidió pedirles ayuda. Se presentó en el convento y pidió hablar con la madre superiora, pero no se encontraba allí en ese momento, así que la recibió la hermana Marie-Madeleine, que no tendría más de cuarenta años y que quienes la conocieron aseguraban que hacía gala de su mal carácter.

Katia no se anduvo con rodeos y expuso directamente el problema a la hermana Marie-Madeleine.

—Unos amigos han podido salvar a diez niños judíos. A sus padres les llevaron al Velódromo de Invierno… Queremos salvarles y para ello debemos llevarles a España y desde allí a Lisboa o Gibraltar. Pero necesitamos que estén seguros hasta que podamos emprender el viaje. ¿Podrían acogerles aquí?

La hermana Marie-Madeleine refunfuñó y dijo entre dientes algo que Katia no alcanzó a comprender, luego la miró de frente y sin sonreír le respondió:

—No sé qué dirá la madre superiora. Ha ido con otra hermana a hacerse cargo de unos pobres ancianos cerca de París. No regresa hasta mañana. Si usted trae hoy mismo a los niños entonces no podrá negarse. Ya estarán aquí.

—Pero si no estuviera de acuerdo, ¿echaría a los niños?

—Ya le he dicho que no. Pero debe comprender que escondiendo a esos niños ponemos en peligro a otros que tenemos aquí. ¿Qué sería de estos huérfanos sin nosotras? Dígame, ¿cuánto tiempo se quedarán?

—No lo sé, hermana, unos días, pero no sé cuántos, intentaremos que sean los menos posibles.

—¿Y qué edades tienen?

—El más pequeño cuatro años, el mayor doce.

—¡Que Dios nos ayude y nos proteja!

—Que así sea, hermana.

Aquella tarde los miembros de la red fueron trasladando a los niños hasta el convento. Habían aleccionado a los pequeños para que no lloraran, y a pesar de la tristeza de sus rostros y del temblor de sus labios, todos se comportaron como lo que eran, supervivientes.

Algunas hermanas se asustaron y se mostraron reticentes, bastante tenían con defender a sus propios huérfanos, pero la hermana Marie-Madeleine se mostró inflexible:

—¿Acaso vamos a negar a Cristo negando ayuda a estas criaturas? Claro que corremos peligro, pero ¿vamos a temer por nuestro bienestar nosotras, esposas de Cristo que murió en la cruz?

La madre superiora regañó a la hermana Marie-Madeleine por haberse atribuido una autoridad de la que carecía, pero era una buena mujer y a pesar de sus temores aceptó a los niños.

La hermana Marie-Madeleine convenció a la madre superiora de que le permitiera acompañar a los niños hasta la frontera. Irían en tren. La excusa sería que eran niños huérfanos que padecían tuberculosis y que gracias a la generosidad de la condesa Katia Goldanski iban a disfrutar de unas vacaciones en el sur, cerca del mar. La presencia de una monja daría credibilidad a aquella excursión improvisada.

Dalida convenció a Armando de que su red acogiera a los niños cuando llegaran a la frontera. Armando se mostraba reticente, no quería poner en peligro a su gente, pero al final accedió comprometiéndose a que algunos de sus hombres llevarían a los niños hasta el otro lado de la frontera. Pero una vez allí tendría que ser la organización de David Péretz y de Samuel quien se hiciera cargo de los pequeños. Se decidió que irían hasta Perpiñán y de allí a la frontera y que, una vez que la cruzaran, intentarían llegar a Barcelona, donde había una organización que prestaba apoyo a los niños. No era fácil pasar la frontera porque había que utilizar los pasos de los contrabandistas.

El día en que emprendieron el viaje los niños estaban asustados, en realidad no habían dejado de estarlo desde que les separaron de sus padres para llevarlos a otras casas y luego a aquel convento donde unas mujeres desconocidas les insistían en que aprendieran el padrenuestro y el avemaría. No es que quisieran convertirles al catolicismo; es que, con buen criterio, la hermana Marie-Madeleine decía que en caso de ser detenidos los niños tendrían que pasar por cristianos.

Habían convenido que la presencia de un hombre llamaría la atención, de manera que, pese a sus reticencias, Samuel terminó aceptando y se despidió de Dalida y de Katia sin saber si sería la última vez que las vería.

La hermana Marie-Madeleine llevaba la voz cantante. Con sólo mirarles los niños se quedaban en silencio. La monja tenía una autoridad natural que en aquellos momentos era más necesaria que nunca.

En el andén la policía les pidió la documentación. La monja le explicó a uno de los policías el cometido del viaje gracias a la bondad de aquella dama caritativa. Katia sonreía indiferente como si aquél fuera efectivamente un viaje inocente. Dalida, por su parte, también hizo su papel como dama de compañía de la condesa.

Cuando los policías parecieron conformes con las explicaciones de la hermana Marie-Madeleine, se acercaron dos hombres de la Gestapo reclamando la documentación de los niños y de las mujeres.

—Supongo que el Tercer Reich no temerá a unos pobres huérfanos —les dijo la monja a aquellos hombres malencarados.

—Son los traidores quienes deben temer al Tercer Reich. ¿Es usted una traidora, hermana? —El agente de la Gestapo miró con altanería a la monja.

—Sólo soy una religiosa que vela por estos pobres huérfanos enfermos. Tienen tuberculosis, aquí están los documentos que lo acreditan. Les llevamos al sur para que no contagien a los otros niños que albergamos en el convento. La condesa es muy generosa al haberse hecho cargo de los gastos del viaje. Dios se lo premiará.

Aquel día Dios decidió proteger a aquellos pobres huérfanos frente a los miles de seres humanos que morían en las cámaras sin que Él se manifestara. El agente de la Gestapo les permitió subir al tren.

Katia y Dalida distribuyeron bocadillos entre los niños.

—Tenéis que comer y después intentad dormir. El viaje hasta la frontera es largo y os quiero callados —les advirtió la hermana Marie-Maleleine. Los niños la escuchaban asustados. A pesar de lo pequeños que eran tenían conciencia de que estaban jugándose la vida.

El tren paró en varias estaciones y en todas ellas sufrieron el escrutinio de la policía francesa y de la Gestapo. Pero fue en Perpiñán, cuando estaban a punto de salir de la estación, que cuatro agentes de la Gestapo les rodearon pidiendo la documentación. Uno de los hombres se dirigió a Dalida diciendo: “Puedo oler a los judíos”. Dalida se estremeció y le entregó sus documentos falsos.

—Así que usted es una rusa apátrida. ¿Ivanova, es ése su apellido?

—Sí —acertó a responder Dalida.

—Es mi señorita de compañía… Soy la condesa Katia Goldanski —intervino Katia.

—¡Ah, de manera que la joven es su señorita de compañía! ¿Puede usted asegurarme que no es judía?

—¡Por Dios, es evidente que no lo es! Además, ¿cree usted que yo sería tan estúpida como para tener a mi servicio a una judía? —Katia se comportaba con la altanería de las viejas aristócratas.

La hermana Marie-Maleleine se colocó junto a Katia.

—Señor, la condesa se ha apiadado de estos huérfanos que están enfermos de tuberculosis y gracias a su bondad les llevamos a que se recuperen lejos de la ciudad. Doy fe de que mademoiselle Ivanova no es judía, ¿acaso cree que los cristianos queremos tratar con quienes descienden de los asesinos de Cristo? ¡Dios no lo permita! Les ruego, señores, que nos dejen proseguir, los niños están cansados después del viaje, son pequeños, necesitan comer y dormir.

Los agentes de la Gestapo escrutaron los rostros de los niños, que guardaban silencio.

Las dejaron marchar. Caminaron sin prisa, como si no tuvieran nada que ocultar ni nada que temer.

—Hermana, lo que usted acaba de decir a ese hombre de la Gestapo ha sido siempre la excusa por la que a los judíos nos han perseguido: por haber matado a Cristo. Las conciencias de quienes ordenaban las matanzas, los pogromos en toda Europa, quedaban en paz al esgrimir que los judíos fuimos los causantes de la crucifixión. —Dalida hablaba bajo, pero en su voz se notaba la agitación interna a cuenta de las palabras de la monja.

—¿Cree que no lo sé? Por eso lo he dicho. ¿Qué otra explicación podría convencer a esos hombres de que éste no es un grupo de judíos? Siento haberla ofendido —se excusó la hermana Marie-Maleleine.

—No me ha ofendido, sólo que es terrible que a los judíos les hagan cargar con la cruz de Jesús —respondió Dalida.

—Yo no comparto ni las persecuciones ni los asesinatos que se han cometido a lo largo de la historia poniendo como excusa la muerte de Jesús. Nuestro Señor era judío y nunca pretendió otra cosa, de manera que, ¿cómo podría yo estigmatizar a los judíos?

—Algún día la Iglesia debería pedir perdón. —En las palabras de Dalida había una buena dosis de amargura. Ella, que era palestina, que nunca había sentido ninguna discriminación, estaba aprendiendo que en Europa ser judía era pasar a tener una categoría infrahumana.

—Sí, y si le sirve de algo yo le pido perdón, por todos los pecados que hemos cometido contra los judíos.

Las tres mujeres guardaron silencio. Los niños más mayores no perdían palabra de la conversación y en sus rostros se dibujaba el desconcierto.

Armando les había dado instrucciones precisas; al salir de la estación torcerían a la derecha y caminarían quinientos metros, después alguien se les acercaría diciéndoles una frase: “Hay viajes interminables”.

Llevaban cerca de un kilómetro de caminata cuando una camioneta se paró a su lado. El conductor sacó la cabeza y dijo la frase convenida. En menos de un minuto subieron a los niños en la parte trasera y aunque apenas podían moverse se sintieron a salvo.

Salieron de la ciudad sin que el conductor les dijera adónde les llevaba. El destino era una casa escondida entre la maleza que estaba cerca de la frontera. Allí les esperaba una mujer de pequeña estatura y entrada en carnes. Parecía preocupada.

—Que los niños entren en casa sin entretenerse. Por aquí no suele pasar gente, pero es mejor que nadie les vea.

La casa era modesta; tenía dos plantas, la baja estaba ocupada por una enorme cocina que hacía las veces de salón y de comedor. La chimenea encendida les hizo entrar en calor junto a unos tazones de leche y unas rebanadas de pan que la mujer les había preparado.

—No es mucho, pero al menos tendréis algo en el estómago.

Se llamaba Ivette y había estado casada con un judío.

—Mi marido murió antes de que comenzara esta guerra. No quiero pensar en lo que le habría sucedido si viviera… Esa gente se lleva a los judíos a Alemania; dicen que a campos de trabajo…, pero también se dice que… bueno, no diré nada, no quiero que los niños se asusten.

Yvette tenía dos hijas que estaban en España.

—Tuve que convencerlas para que pasaran la frontera. No es que a Franco le gusten los judíos, pero al menos no les mata ni les hace llevar la estrella de David cosida en la solapa. De vez en cuando voy a España para verlas pero no les permito que regresen a casa.

Ya había caído la noche cuando llegó otra camioneta para recogerles. El hombre que conducía se dio a conocer como Jean, le acompañaba otro más joven, que se presentó como François. Les explicaron que irían hasta Les Angles y desde allí, por los pasos secretos, entrarían en Puigcerdà. Ivette les acompañaría.

Los niños estaban agotados pero la hermana Marie-Madeleine les imponía tal respeto que ni se atrevían a llorar. Les acomodaron como pudieron en la camioneta tapándoles con una lona para protegerles del frío y de miradas indiscretas.

Jean condujo con las luces apagadas por caminos enfangados lejos de la carretera principal. Tardaron más de lo previsto y casi había amanecido cuando llegaron cerca de Les Angles. El pueblo era pequeño y sus vecinos aún no se habían levantado.

—Desde aquí iremos andando hasta cruzar la frontera. No será fácil. El pueblo más cercano es Puigcerdà, pero no podemos ir directamente, tendremos que internarnos en la montaña. ¿Creen que los niños aguantarán?

Katia alzó los ojos hacia aquellas montañas salpicadas de nieve. Pensó en lo hermosas que eran y cómo le hubiera gustado disponer de un trineo para deslizarse por aquellos caminos blancos.

La hermana Marie-Madeleine advirtió una vez más a los niños de que no debían decir palabra.

—Haremos una excursión, os gustará —les dijo sin dejar que su rostro trasluciera la pena y el amor que sentía por aquellas criaturas indefensas.

Dalida cogió en brazos al más pequeño, la hermana Marie-Madeleine hizo lo mismo con una niña que no tenía más de cinco o seis años. A Katia se la notaba cansada, al fin y al cabo era una mujer de sesenta y tres años, pero no por eso dejó de cargar con otro de los pequeños, lo mismo que Ivette.

Jean abría la marcha insistiendo en guardar silencio. De vez en cuando se paraba durante unos segundos y cerraba los ojos como si así pudiera concentrarse en todos los sonidos de las montañas. François iba el último, aunque en alguna ocasión desaparecía y al cabo de un rato regresaba y hablaba en voz baja con Jean.

—Conocen estas montañas como la palma de su mano —le aseguró Ivette a Katia.

Una niña cayó al tropezarse y comenzó a llorar. Dalida la conminó a guardar silencio mientras le curaba la rodilla de manera rudimentaria.

—Mira, tienes que escupir en este pañuelo y con la saliva te limpiaré la herida, ya verás que no va a dolerte.

—Deberíamos ir más despacio —sugirió Katia.

—Debemos cumplir lo convenido. Sus amigos del otro lado conocen los horarios de las patrullas españolas. Un solo minuto puede significar que nos descubran. Lo siento, tenemos que continuar.

Pero los niños a duras penas podían caminar por aquellos caminos helados donde los pies se hundían en la nieve agravando la sensación de frío que sentían y que les hacía tiritar. Ninguno llevaba ropa ni calzado adecuado. Tampoco Katia, ni Dalida, ni mucho menos la hermana Marie-Madeleine; sólo Ivette y los hombres llevaban ropa de montaña y botas de goma para andar por la nieve.

—Van a enfermar —susurró Katia.

—Pero salvarán la vida —respondió Dalida.

Tuvieron que parar. Los niños habían comenzado a gimotear rendidos por el cansancio. Los más pequeños se dormían caminando.

—Denos media hora de descanso o los niños no lo resistirán —suplicó la hermana.

—Diez minutos, ni uno más —concedió Jean. Luego les indicó que continuaran en silencio mientras mandaba a François a explorar la zona.

Cuando regresó estaba nervioso.

—Hay un destacamento de soldados muy cerca. Buscan a alguien. Debemos seguir. Tendremos que dar un pequeño rodeo desviándonos más hacia la cima, pues no hay otra manera de esquivarles —les dijo François.

—¡Los niños no podrán! —protestó Dalida.

—Sólo hay dos opciones: o lo hacen o nos detienen a todos, y yo no estoy dispuesto a que me monten en uno de esos trenes de ganado donde encierran a los judíos y los maquis para enviarles a los campos de prisioneros de Alemania —respondió Jean mientras echaba a andar.

Le siguieron. No podían hacer otra cosa. Katia prometió una bolsa de caramelos a los que guardaran silencio.

¿Cuánto tiempo tardaron? Katia no lo recordaba. Sólo que todos tenían los pies empapados, y que los niños tiritaban de frío. Alguno comenzó a toser. Pero las cuatro mujeres tiraban de ellos obligándoles a caminar, levantándoles cuando caían en la nieve, tapándoles la boca cuando lloraban.

De repente Jean sonrió y se volvió hacia Katia para decirle:

—Estamos en España.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó la hermana Marie-Madeleine mientras dirigía la mirada hacia el cielo y musitaba una oración.

—¿Está seguro? —preguntó Katia, nerviosa.

—Sí, estamos en España —afirmó Jean.

Les permitió sentarse a descansar bajo un inmenso abeto con las ramas cargadas de nieve. Estaban mojados, sudorosos, hambrientos, pero a salvo.

—¿Dónde están las personas que tienen que venir a recogernos? —quiso saber la hermana Marie-Madeleine.

—Nos hemos desviado y tenemos que andar unos cuatro kilómetros para acercarnos al punto de encuentro. François se adelantará y establecerá contacto. Es posible que no haya nadie esperando en el lugar convenido puesto que llegamos con mucho retraso.

—Los niños no pueden andar ni un metro más —aseguró la monja.

—Hemos esquivado a los soldados, hermana, pero no estamos seguros. Podemos tropezar con soldados o con la Guardia Civil —afirmó Jean.

—¿Y qué harán, devolver a estos niños a Francia? ¿Entregarlos porque son judíos? —La hermana Marie-Madeleine había alzado la voz y estaba enfadada.

—Estamos en guerra, hermana, ¿cree que a alguien le importan unos cuantos huérfanos más? Bien, ustedes han salvado a diez niños, puede que su Dios le premie por eso, pero si los soldados nos encuentran, entonces sí que va a necesitar encomendarse a su Dios.

—¿Acaso usted no cree en Dios? —preguntó la monja.

—¡Por favor, hermana, qué más da! —Katia parecía enfadada.

—No, hermana, no creo en Dios, pero eso no me impide ser una persona decente y tener conciencia. Usted salva a estos niños por su Dios, yo lucho contra los nazis y creo que todos los seres humanos somos iguales, no importa la raza ni la religión. Que cada cual actúe de acuerdo con sus creencias. Hermana, yo no me meto con las suyas, así que usted tendrá que respetar las mías.

Los niños no podían dar un paso más, de manera que a pesar de las protestas de Jean, Katia se impuso para que les permitieran descansar. El solo hecho de estar en España le tranquilizaba. Sabía que Franco era aliado de Hitler, pero hasta el momento que ella supiera, no perseguía a los judíos, por tanto confiaba que, en caso de detenerles, no les devolvieran a Francia sabiendo cuál sería el destino de esos niños. Así se lo dijo a Jean.

—Si usted quiere confiar en los franquistas, adelante, yo no lo haré. Soy anarquista, señora, y en España fusilan a los anarquistas, y tanto les dará que sea un anarquista español o francés. Yo salvo vidas ayudando a pasar la frontera, nada más. Si no quieren andar, no puedo hacer nada.

—Vamos, Jean, no te enfades —terció Ivette—. Tú tienes hijos pequeños, imagínatelos pasando lo que han pasado estas criaturas.

Pero Jean se mostró inflexible y les hizo reanudar la marcha. La tarde acechaba cuando escucharon unos pasos cerca de ellos. Se quedaron quietos y en silencio y Jean salió a averiguar quién merodeaba tan cerca de ellos. Regresó acompañado de cuatro hombres. Uno de ellos era François.

—Hay una casa que no está lejos de Puigcerdà. Viven una madre y una hija, el marido era contrabandista pero le detuvieron y le fusilaron. Podréis descansar allí hasta que venga un camión a recogeros para llevaros a Barcelona —explicó François.

Se despidieron de Jean y de François y quedaron a merced de aquellos españoles que les ayudaron a llevar en brazos a los niños que estaban más agotados. Los tres iban armados con fusiles.

Nadie les vio entrar en aquella masía situada a los pies de la montaña.

—¡Santo Dios, pobres niños! —exclamó la dueña de la casa, que debía de conocer a Ivette porque se dieron un par de besos.

—Nuria, ¿crees que podrías darles de comer algo caliente? —pidió Ivette.

—Lo primero, tienen que quitarse la ropa mojada, la tenderemos junto a la chimenea —respondió Nuria, que era una mujer pelirroja de ojos castaños, ni muy alta ni muy baja, pero tan resuelta como Ivette.

—Se morirán de frío si se desnudan —replicó la hermana Marie-Madeleine.

—Se morirán si no lo hacen. Pondré unos colchones en el suelo y les cubriremos con mantas; Ivette, ayúdame. Mientras tanto ustedes pueden ir calentando leche, está en aquella cántara.

Un buen rato después la hermana Marie-Madeleine tuvo que reconocer que Nuria tenía razón. Los niños estaban secos, envueltos entre sábanas y mantas, dormidos, después de haber bebido unos buenos tazones de leche.

Katia y Dalida habían aceptado ropa seca de Nuria pero la hermana Marie-Madeleine no paraba de toser mientras intentaba secarse junto a la chimenea.

—¿Cree que a Dios le importaría mucho que usted se quitara el hábito durante un rato hasta que se le seque la ropa? —le preguntó Nuria.

La monja no respondió. Le dolía la cabeza, y sentía un fuego que le bajaba hacia el pecho impidiéndole respirar.

—Esta mujer está enferma —dijo Ivette dirigiéndose a Nuria.

Fue Katia quien la convenció para que se cambiara en la habitación de Nuria y se cubriese con un camisón mientras se secaba el hábito.

—Nadie la verá, hermana, se lo prometo.

—Ser monja es voluntario y consiste en aceptar una serie de normas a las que nadie te obliga. Comprendo que pueda resultarle absurda mi negativa a aceptar otra ropa, como han hecho usted y Dalida.

—Yo no la juzgo, hermana, pero sí insisto en que actúe con lógica. Permita que se seque su hábito, y hasta entonces quédese en mi cuarto sin que nadie la vea. Eso sí puede aceptarlo.

Nuria les dijo que los tres hombres que se habían hecho cargo del grupo estaban guardando la casa.

—Nosotras no les vemos aunque nos asomemos por la ventana, pero ellos no nos pierden de vista y si hubiera peligro vendrían de inmediato.

—¿Por qué colabora con la Resistencia? —quiso saber Katia.

—¿Sabe cuántos españoles hay en la Resistencia? Pero no lo hago por eso, sino porque espero que los Aliados ganen la guerra y nos libren a nosotros de Franco.

Había caído la noche cuando unos golpes secos en la puerta alertaron a Nuria, que abrió con una mano mientras se llevaba la otra al bolsillo del delantal en el que escondía una pistola.

Uno de los hombres que les habían ayudado le dijo a Nuria que la camioneta que debía transportar a los niños estaba lista y esperando. Los críos habían descansado y comido lo suficiente como para haber recuperado algo de energía. Era la hermana Marie-Madeleine la que no se encontraba bien. Tenía fiebre y no paraba de temblar.

—Se quedará aquí, hermana; nosotras llevaremos a los niños hasta Barcelona. La recogeremos a nuestro regreso —insistió Katia.

Pero la monja no estaba dispuesta a que le venciera la fiebre, de manera que se puso el hábito dispuesta a acompañarles.

—Dicen que Franco es muy católico, de modo que es mejor que les acompañe, nadie desconfiará de una monja.

No lograron convencerla y se acomodaron como pudieron en la camioneta.

El viaje resultó fatigoso. Una vez les paró una pareja de guardias civiles. El conductor les explicó que llevaba a una monja y a unos cuantos niños huérfanos enfermos de tuberculosis al convento de las Hermanas de la Caridad de Barcelona. Los uniformados echaron un vistazo a la camioneta y les dejaron proseguir.

—Hemos tenido suerte —dijo Katia.

—No ha sido suerte, es Dios que nos protege —aseguró la hermana Marie-Madeleine.

—¿Y por qué Dios no protege siempre a todos los que lo necesitan? ¿Sabe, hermana, cuántos niños han perdido a sus padres y cuántos padres han perdido a sus hijos? Dígame, ¿por qué permite Dios la guerra? Si todos somos sus hijos, tal y como usted no deja de repetir, ¿por qué ha permitido que nosotros sus hijos, por el hecho de ser judíos, llevemos siglos siendo perseguidos? —Dalida había alzado la voz. Hacía tiempo que había dejado de ver la mano de Dios. La hermana Marie-Madeleine tampoco tenía la respuesta.

A pesar de los estragos de la Guerra Civil, Barcelona les pareció una ciudad señorial. El conductor parecía saber dónde tenían que ir. Los niños estaban agotados.

La casa se hallaba situada en el paseo de San Juan. El conductor les dijo que esperasen mientras él avisaba de su llegada. Abrió la puerta una mujer alta, con el cabello canoso recogido en un moño. Hablaron durante unos segundos y la mujer se acercó a la camioneta instándoles a bajar.

—Deprisa, deprisa —les dijo como único saludo.

Una vez que estuvieron dentro de la casa, la mujer se presentó como Dorothy. Era norteamericana y formaba parte de un grupo que ayudaba a rescatar a niños de las garras de los alemanes.

—Colaboramos con la Agencia Judía, hacemos lo que podemos, que no es suficiente; pero en fin, al menos nos cabe la satisfacción de saber que algunos niños sobrevivirán a la guerra.

—¿Dónde les llevarán? —quiso saber Katia.

—Por ahora, aquí estarán seguros; más adelante, si fuera posible, a Palestina, pero cada vez es más difícil, los británicos hacen lo imposible para que no llegue ningún barco con más judíos. No puedo asegurarles dónde, sólo que estarán a salvo.

—Nos han dicho que en Suiza son bien recibidos —dijo Katia.

—No deben preocuparse, les aseguro que ya están a salvo.

—¿Cree que no hay peligro de que Franco haga suyas las leyes raciales de Alemania y, por petición del Führer, deporte a los judíos que haya en España?

—Yo no puedo garantizarles nada, sólo puedo decirles que hasta el momento eso no ha sucedido. Nosotros procuramos ser discretos, creo que es nuestra mejor arma.

—Y usted, ¿por qué ayuda a los judíos? —quiso saber Dalida.

—Querida, yo soy judía. Mi familia era de Salónica, pero mis abuelos emigraron a Estados Unidos. Yo nací en Nueva York, y me siento en la obligación de ayudar en lo que pueda a los judíos, sobre todo a los niños.

—La familia de mi madre también es de origen sefardí, precisamente de Salónica. —A Dalida le había tranquilizado que la norteamericana fuera judía.

Dorothy insistió en que un médico examinara a la hermana Marie-Madeleine, que en esos momentos estaba empapada en sudor a causa de la fiebre.

Tuvieron que quedarse un par de días en Barcelona hasta que la monja se encontró más recuperada. Dorothy les enseñó la ciudad.

—Es muy hermosa, lástima que sus habitantes estén tan tristes —comentó Dalida.

—¿Y cómo se puede estar después de una guerra civil? Todos han perdido a alguien: un padre, un hermano, una esposa, un hijo, un sobrino… Lo peor es que, salvo los que han caído en el frente, el resto sabe quiénes han sido los asesinos de los suyos. Sobre todo en los pueblos, donde todos se conocen. Tendrán que pasar un par de generaciones hasta que los españoles se perdonen a sí mismos —sentenció Dorothy.

Katia y Dalida habían simpatizado con aquella norteamericana no porque fuera judía, sino por su bondad. Estaba casada con otro norteamericano, que trabajaba para el gobierno de Estados Unidos. Dorothy no les dijo en calidad de qué y ellas tampoco preguntaron.

Dorothy ayudaba a cuantos judíos pasaban clandestinamente desde Francia hasta España.

—¿No teme que la policía la detenga? —le preguntó Katia.

—No lo pienso, pero, ¿sabe?, a veces creo que si bien Franco y los suyos son aliados de Hitler y Mussolini, al mismo tiempo quieren mantener relaciones con los británicos y los americanos. Por si acaso, también ha decidido poner huevos en nuestro cesto. Aun así no somos ingenuos y procuramos no exponernos. Ya se lo dije, se trata de actuar con mucha discreción.

Con aquella operación Katia y Dalida no sólo salvaron la vida de aquellos niños sino que hicieron de la hermana Marie-Madeleine un miembro más de su grupo.

Les costó convencer a David y a Samuel de que debían contar con la monja.

—Katia, no seas tan audaz. En esta ocasión las cosas han ido bien, pero ¿por qué ha de querer implicarse en salvar a más judíos? Además, nuestros amigos de la Resistencia no aceptarán que metamos a una monja en nuestros asuntos. No van a arriesgar sus vidas confiando en ella.

Fue Dalida quien le habló a Armando de la hermana Marie-Madeleine. El español la escuchó contrariado.

—No pienso poner la vida de los nuestros en manos de una monja.

—Si no fuera por ella no habríamos podido salvar a esos niños —argumentó Dalida.

—Ya conoces cómo actuamos, de manera que limítate a hacer lo que vienes haciendo. No se te ocurra hablarle a esa monja acerca de nosotros. Tú puedes confiar en ella, pero yo no tengo por qué.

—Sé que en España la Iglesia está a favor de Franco, pero esto es Francia —replicó Dalida.

—No insistas, muchacha, o de lo contrario…

—O de lo contrario, ¿qué?

—Seguirás tu camino con los tuyos. No voy a poner en riesgo la seguridad de nuestra organización porque una monja haya decidido hacer caridad salvando a unos niños judíos. Yo no lucho sólo por salvar a judíos, lucho contra el fascismo. Lucho por la libertad. Lucho por Francia, pero también por España. Si ganamos esta guerra espero que nos ayuden a recuperar mi patria.

Dalida comprendió que Armando nunca aceptaría la ayuda de la hermana Marie-Madeleine. Para él los curas y las monjas eran aliados de Franco y no era capaz de ver más allá de su propio dolor, del dolor de quien ha perdido no sólo una guerra, sino quién sabe qué más.

Apenas sabía nada de Armando, en la Resistencia las cuestiones personales no existían. Pero había oído decir que los falangistas habían entrado a su pueblo y mandado rapar el cabello a todas las “rojas”, y luego habían fusilado a los hombres que sabían leales a la República. Se decía que su esposa era una de las represaliadas. Pero no sabía si era verdad. Nunca se habría atrevido a preguntárselo.

Le contó a Samuel la discusión que había mantenido con Armando. Tu padre le dio la razón al español.

—Comprendo que Katia y tú os hayáis encariñado con la hermana Marie-Madeleine, pero eso no es suficiente para que la Resistencia tenga que confiar en ella. No le pidamos a los demás que asuman nuestra causa ni que hagan más de lo que deben. Esa monja nos ha ayudado, pero tampoco sería justo comprometerla más.

Pero Dalida no hizo caso. Le gustaba discutir sobre Dios con la hermana Marie-Madeleine, quien las más de las veces no tenía respuesta para sus preguntas. La monja no era teóloga, era una mujer valiente que seguía el Evangelio ayudando a los demás. No lo hacía por razones políticas sino porque veía en los perseguidos al Cristo perseguido, y en los asesinados al Cristo crucificado.

—¿Sabes?, la hermana Marie-Madeleine a través de su fe ha tomado partido en esta guerra. Todos luchamos por una causa, ¿por qué la suya va a ser menor que la nuestra? —argumentó Dalida.

Samuel se impacientaba con tu hermana Dalida. Como bien sabes, tu padre nunca tuvo una pulsión religiosa. Siempre había sentido el judaísmo como un peso, como algo que le impedía ser como los demás. No podía comprender el interés que Dalida sentía por el catolicismo, y mucho menos que algunos domingos acudiera a la iglesia donde las monjas cantaban durante la misa.

El grupo de Armando recibió un encargo de los británicos. Debían volar unas vías de tren, precisamente las vías que unían París con la frontera alemana.

Armando le pidió a Dalida que les ayudara. Necesitaba a alguien que pudiera transportar los explosivos hasta las afueras de París. Tu hermana había aprendido a conducir y Armando sabía que David Péretz guardaba un coche en un garaje.

Samuel y Armando se reunieron para hablar de la operación. A tu padre le asustaba que Dalida corriera un peligro mayor de los que corría habitualmente. Se ofreció a ser él quien condujera el coche con los explosivos.

—Nadie desconfiará de un anciano como yo —argumentó Samuel.

—No sólo hay que trasladar los explosivos a cien kilómetros de París, también hay que ayudar a colocarlos. Dalida es joven y nos será más útil; además, le hemos enseñado a manejar explosivos y usted dudo que sepa manejar un temporizador.

Ambos tuvieron que ceder. Dalida iría, pero Samuel también.

El día señalado salieron al caer la tarde. El plan era llegar de noche y que Armando estuviera esperándoles en el punto señalado. Habían elegido hacerlo lejos de cualquier pueblo y ciudad. Era mejor arriesgarse a campo descubierto para no despertar la curiosidad ajena. Contaban con el apoyo de un viejo ferroviario ya retirado. El hombre les había indicado el mejor lugar donde colocar los explosivos. Se trataba de destruir un tramo de vía para sabotear los suministros que la Wehrmacht recibía de Alemania.

Samuel conducía despacio procurando no llamar la atención. Dalida le había pedido que le dejara conducir a ella, pero tu padre tenía razón, una mujer joven conduciendo no habría pasado desapercibida. Y era poco lo que se escapaba a la mirada de la Sección IVB4 de las SS. Por aquel entonces los oficiales Alois Brunner, Theodor Dannecker y Heinz Rothke ya habían afianzado su fama de asesinos.

Aquel día la suerte no estaba con ellos y a las afueras de París se les pinchó una rueda, precisamente cerca de Drancy, donde los alemanes habían hacinado a miles de judíos.

El campo de internamiento estaba cerca de tres estaciones de tren, desde donde salían convoyes con miles de judíos a los que enviaban directamente a Polonia, a los campos de Auschwitz y Sobibor.

Desde la carretera se podían ver las cinco torres de pisos que formaban Drancy.

—Yo no sé si sabré cambiar la rueda, tendremos que pedir ayuda —dijo Dalida, preocupada por estar tan cerca del campo.

—No te preocupes, soy viejo pero aún me acuerdo de cómo se cambia una rueda. Si me ayudas, lo haré rápido.

Samuel estaba desmontando la rueda pinchada cuando se acercaron un grupo de soldados que lucían en la solapa las insignias de las SS.

Les pidieron la documentación y uno de los hombres empezó a examinar los documentos con minuciosidad mientras el otro les sometía a un interrogatorio.

—¿Dónde van?

—Al norte, a casa de unos parientes.

—Adónde, exactamente.

—Cerca de Normandía. Soy viejo y cuesta mucho mantenerse en París —explicó Samuel.

—¿Y usted a qué se dedica? —preguntó el soldado a Dalida.

—Cuido de mi padre y trabajo acompañando a una señora mayor.

No parecían conformarse con las respuestas y el soldado les apartó con malas maneras y comenzó a examinar el coche.

Samuel sacó un cigarrillo y con aire indiferente se puso a fumar. Dalida rezaba para que no encontraran el escondite en que los hombres de Armando habían guardado la dinamita.

Ni siquiera ella sabía dónde estaba. Armando le había dicho que si la detenían y la interrogaban no tendría que mentir, era mejor que no supiera dónde estaba, así no se delataría mirando hacia el escondite.

Los dos soldados examinaron a conciencia el vehículo sin encontrar nada. Cuando terminaron la inspección se alejaron indicándoles que en cuanto cambiaran la rueda podían continuar el viaje.

Ni Samuel ni Dalida comentaron nada mientras terminaban de cambiar la rueda. No fue hasta mucho rato después cuando se atrevieron a hablar.

Llegaron dos horas después de lo previsto al lugar de la cita. No parecía esperarles nadie. Samuel paró el coche.

—Esperaremos un rato; si no aparecen, regresamos a París.

—Creerán que nos han detenido. Armando nunca espera ni un minuto. Cuando alguien no llega a tiempo cancela la operación sea la que sea —se lamentó Dalida.

—Hemos hecho lo que hemos podido, aquí estamos y esperaremos por si acaso.

Durante media hora aguardaron expectantes. Pero no se movía más que el aire. Luego comenzó a lloviznar.

Samuel estaba arrancando el motor cuando vieron una sombra avanzar hacia ellos. Era un anciano con paso renqueante que se apoyaba en un bastón. Aguardaron a que se acercara al coche.

El hombre se asomó por la ventanilla del lado de Dalida y dijo las palabras consignadas: “No hay que fiarse del tiempo, puede que llueva esta noche”.

Dalida dio un respingo y abrió la puerta con tal ímpetu que casi tira al anciano.

—Han llegado muy tarde, ¿por qué? —preguntó él.

—Se nos pinchó la rueda del coche y nos detuvo una patrulla de las SS —explicó Dalida.

—¿Dónde están nuestros amigos? —quiso saber Samuel.

—No muy lejos de aquí. Iré a buscarles.

—Le acompañaremos —se ofreció Dalida, pero el hombre rechazó el ofrecimiento.

—No, no es conveniente que se dejen ver. Esperen aquí tal y como están, con las luces apagadas. Ellos vendrán, y si no lo hacen, vendré yo para avisarles.

Le vieron perderse en la negrura de la noche. Casi una hora después y sin que se hubiesen dado cuenta por dónde había llegado, apareció Armando acompañado de otro hombre; éste abrió la puerta trasera del coche y se colocaron en el asiento de atrás.

Les hizo repetir lo que le habían contado al ferroviario. Parecía dudar de qué hacer.

—Es demasiado tarde y aunque no llueve con intensidad las mechas se mojarán… —explicó Armando, dudoso por la decisión que debía tomar.

Raymond, su lugarteniente, no estaba de acuerdo.

—No podemos irnos, mañana llega un tren de Berlín cargado de suministros para las tropas de París. Tenemos que impedir que llegue.

—Está lloviendo —insistió Armando.

—Pero aunque llueva podemos volar los raíles, nos costará más, pero poder se puede.

Discutieron entre ellos y al final Armando cedió a la insistencia del francés.

Raymond salió del coche y se acercó al anciano, que aguardaba unos metros apartado de donde estaban. No escucharon lo que decía, pero vieron al anciano marcharse. Esta vez no tardó en regresar junto a otros cinco hombres y una mujer que el anciano presentó como su nuera.

Dos de los hombres desmontaron los asientos delanteros del coche y dejaron al descubierto un hueco donde habían escondido los explosivos. Comenzaron a colocarlos en la vía, mientras Armando ordenaba a Samuel que le llevara unos kilómetros más adelante pero sin encender las luces.

Dalida ayudó a Armando a colocar las cargas. Lo hacía sin miedo y sin dudar cómo había que hacerlo.

Tardaron cerca de media hora en completar la colocación de los explosivos. No hablaban, ni descansaban, tensos por el temor a que les sorprendieran las primeras luces del día. Cuando todas las cargas estuvieron dispuestas, Armando dio la señal para encender las mechas.

Se alejaron del lugar impacientes por ver la detonación.

No explotaron todas las cargas. La lluvia había apagado algunas mechas, pero aun así un buen tramo de vías quedó inutilizado. A los alemanes les llevaría tiempo repararlas.

—Ahora nos dispersaremos. Nos veremos dentro de dos días en París —dijo Armando despidiéndose de sus hombres.

Samuel estaba demasiado cansado para conducir y se negaba a que lo hiciera Dalida. Armando no sabía conducir, pero tampoco podían quedarse cerca de allí por el riesgo a que les detuvieran.

—Nos esconderemos en una granja que está a unos cuantos kilómetros de aquí. Sus dueños son de confianza. Nos están esperando —propuso Armando.

—¿Y los demás? —preguntó Dalida, preocupada.

—Todos tenemos un plan de fuga. Estarán a salvo.

La granja pertenecía al hijo del anciano ferroviario, que estaba destinado en Marruecos sirviendo en el ejército francés. Su esposa, la mujer que les había ayudado a colocar los explosivos, les indicó que escondieran el coche en el pajar. Luego les ofreció un plato de sopa caliente y un cuarto donde descansar.

Permanecieron un par de días en aquella granja mientras esperaban que aminoraran los controles en las carreteras.

Katia les aguardaba impaciente en París. Para cuando llegaron ella ya sabía del efecto devastador de las explosiones.

Había tomado el té en casa de una conocida suya bien relacionada con la oficialidad alemana. Una de las asistentes había comentado el enfado del gobernador militar de París. La dama en cuestión aseguró a sus interlocutoras que “van a buscar a los culpables hasta en las alcantarillas. Han detenido a unos cuantos sospechosos. Los fusilarán, claro. No comprendo el empeño de los que con estas acciones hacen las cosas más difíciles para todos nosotros”. Katia no replicó, se limitó a sonreír. Para entonces Dalida ya había transmitido a Londres el éxito de la misión y recibido un nuevo encargo para Armando.

Dalida se despertó con frío y suspiró pensando que sentiría aún más en cuanto pusiera los pies en el suelo. La había despertado la tos seca de Samuel. Hablaría con Katia para que ella le convenciera de que tenían que gastar algunos francos en leña para la pequeña estufa con la que a duras penas lograban calentar la casa.

Sabía que si su padre se negaba a comprar combustible era porque cada vez les quedaba menos dinero en efectivo.

Habían malvendido algunos cuadros y objetos valiosos, pero ya no les quedaba mucho más por vender. Además, Samuel gastaba la mayor parte del dinero en financiar aquellas operaciones de ayuda a los judíos que lograban escapar de las garras sangrientas de los nazis.

Se sentía cansada. Apenas había dormido cuatro horas, ya que la noche anterior había participado en otra de las operaciones del grupo de Armando.

Había un café al que acudían algunos miembros de las SS, incluido el odiado capitán Alois Brunner. La Resistencia había decidido colocar allí una bomba.

El plan de Armando era simple. Alguien entraría en el café, pediría algo en la barra y luego iría a los lavabos. Colocaría allí los explosivos sabiendo que apenas tendría un minuto para escapar.

—¿Qué pasará con los civiles? —preguntó Dalida.

Raymond se mofó de sus escrúpulos.

—Chiquilla, allí no hay civiles, sólo soldados y colaboracionistas. No creerás que el dueño del café es mejor que esos nazis. Es peor que ellos, porque es un traidor a Francia.

La respuesta la convenció, pero no lo suficiente para aceptar participar activamente en la operación. A lo más que se prestó fue a trasladar la bomba desde la casa de uno de los miembros de la Resistencia hasta la del hombre que debía colocarla en el café. Es lo que hizo y luego regresó a su casa perseguida por un mal presentimiento.

Mientras preparaba una taza de té miró por la ventana. Estaba a punto de amanecer y no se veía a nadie en la calle. Estuvo tentada de regresar a la cama pero sabía que, una vez despierta, era incapaz de volver a dormirse. Además tenía tareas por hacer, como remendar calcetines de su padre e intentar con los escasos víveres de que disponía hacer un caldo que les calentara los huesos. Pero no acertaba a hacer ninguna de estas labores, seguía inquieta.

Samuel dormía cuando escuchó unos golpes secos en la puerta. Ya estaba vestida pero se preguntó quién sería tan temprano. Cuando abrió la puerta se encontró a Katia.

—Pero ¡qué haces aquí! Pasa, pasa… ¿Ha sucedido algo?

—Han detenido a David Péretz. Lo supe anoche pero me fue imposible venir. Estaba en una cena y escuché que comentaban que habían detenido a un jefe de la “resistencia judía”. No me atreví a preguntar quién era, de manera que estuve alerta hasta que alguien mencionó el apellido Péretz. Quien lo contaba era un oficial de las SS que hablaba con un mando de la policía francesa reprochándole que no hubiesen sido capaces de detener a todos los judíos de París. El policía se excusaba diciendo que hacían lo que podían pero que “muchos judíos se han escondido, pero no dude de que les cogeremos”. Luego hablaron de David Péretz. Le habían detenido cuando intentaba esconder a unas niñas judías hijas de una familia a la que habían enviado al campo de Royallieu. Al parecer, los padres le pidieron a un amigo que las ocultara, el hombre lo hizo pero la esposa estaba nerviosa y no sabía qué contestar a las vecinas que le preguntaban quiénes eran aquellas niñas. Al principio dijo que eran hijas de una prima que estaba enferma, pero después le confesó la verdad a una de sus vecinas y ésta les denunció. El marido apenas tuvo tiempo de sacar a las niñas de su casa y las llevó directamente al domicilio de David. Sin embargo, la policía ya estaba tras la pista y los detuvo a todos.

—Nadie conocía el domicilio de David, sólo unos pocos sabemos dónde vive —respondió Dalida.

—Así es, David, lo mismo que tu padre, dejó su casa y buscó un lugar seguro, pero le han encontrado. Se lo han llevado a él y a su esposa. A sus hijos, como bien sabes, hace tiempo que los llevamos a España.

—Voy a despertar a mi padre. Ha pasado mala noche, no para de toser.

—Aquí hace mucho frío.

—Pero él no quiere que gastemos un franco en nosotros y se ríe de mí cuando le digo que hace frío. Entonces me habla de los inviernos en San Petersburgo diciéndome que allí sí que hacía frío.

—Tiene razón, pero allí… bueno, nosotros nunca pasamos frío.

Samuel no tardó demasiado en acudir a la salita donde Katia y Dalida le esperaban con una taza de té.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Dalida una vez que Katia contó de nuevo lo sucedido.

—Irnos ahora mismo. No tardaremos mucho en recoger lo poco que tenemos. David terminará hablando de nosotros y vendrán a buscarnos.

—¡Cómo puedes decir eso, padre! David nunca nos traicionará —protestó Dalida.

—Hija, sé que nuestro amigo resistirá todo lo que humanamente pueda, pero la Gestapo sabe cómo hacer hablar a los detenidos. Le torturarán hasta que no pueda soportarlo y entonces hablará.

—Tu padre tiene razón. Os ayudaré a trasladaros a algún otro sitio. Quizá podríais venir a mi casa, aunque fuera durante unos días. Nadie os buscará allí.

—No, Katia, no. Tú eres más útil a la Resistencia y a los británicos haciendo lo que haces, escuchando y transmitiendo esa información. Dalida puede quedarse contigo, al fin y al cabo hemos mantenido la ficción de que te hace de señorita de compañía, de manera que a tus criados no les sorprenderá que se quede en tu casa; mi presencia, en cambio, lo único que haría sería poneros en peligro.

—Tienes que esconderte —le insistió Katia.

Acordaron que tu hermana se refugiaría en casa de Katia y que tu padre se quedaría durante unas horas hasta que se les ocurriera a qué lugar podía ir para esconderse.

Dalida fue a ver a Juana y a Vasili. Confiaba en que ellos pudieran ayudarles.

Juana escuchó lo sucedido mientras se mordía el labio inferior.

—En cuanto vuestro amigo David hable os buscarán por todo París —sentenció Vasili.

—Tiene que haber algún sitio donde se pueda ocultar mi padre.

—Puede quedarse aquí unos días —respondió Juana.

Vasili iba a replicar, pero la mirada de la española le dejó sin habla. Fue Pedro, el tío de Juana, quien sí se atrevió a cuestionar la decisión de su sobrina.

—Ahora todos estamos en peligro. Es como un dominó, cuando cae una ficha, caen todas las demás. David sabe de nuestra existencia, hemos hecho muchos documentos para vosotros y si le hacen hablar…

—Pero ¡qué es esto! —les gritó Juana—. ¿Acaso nos vamos a arrugar? Ya sabemos que la Gestapo nos quiere dar caza, y cuáles son los riesgos que corremos si nos encuentran. Nos torturarán y con suerte nos matarán, o quizá nos envíen a uno de esos campos en Alemania. Pero, como decimos en España, no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos.

—¿Y qué es lo que propones, Juana? —preguntó Vasili.

—Por lo pronto, traer a Samuel aquí mientras le encontramos otro lugar más seguro. Dalida también debe poner sobre aviso a la Resistencia. Armando no está en París, pero puede decírselo a Raymond. Él sabrá qué hacer.

—Lo más sensato sería sacaros de Francia —sugirió Pedro.

—Sí, eso estaría bien. Podemos trasladaros a España y de allí no será difícil que vayáis a Portugal —concluyó Juana.

Dalida admiraba la fuerza de Juana, la española era una mujer que no se arredraba ante nada. No le extrañaba que Vasili estuviera prendado de ella. A Dalida le causaba asombro que aquel hombretón, casi un gigante, se comportara ante Juana como un niño obediente.

—Tengo otra idea —dijo Juana—, quizá deberías esconderte en el convento de tu amiga la monja. Allí sí que nadie irá a buscarte y Katia no correrá ningún riesgo.

—No sé si será posible… —respondió Dalida.

—Inténtalo. Creo que sería lo mejor. En cuanto a tu padre, se quedará aquí, pero, queráis o no, ha llegado el momento de marcharos.

—Vosotros también estáis en peligro —le recordó Dalida.

—Nosotros no podemos marcharnos, como mucho podríamos trasladarnos, pero no es tan fácil hacerlo. Nuestra única garantía de seguridad es que no hay más de una docena de personas que sepan cómo encontrarnos —contestó Pedro.

—Pero David sí estaba entre esas personas —repuso Dalida.

Juana cortó la conversación.

—Hagamos lo que tenemos que hacer y procuremos ser más prudentes —sentenció.

A Katia no le pareció buena idea que Samuel se escondiera en casa de Juana.

—Si David habla, será el primer lugar al que vayan —afirmó preocupada.

—Donde no pueden encontrarme es aquí. —Samuel estaba cansado y no dejaba de toser.

—Te has empeñado en que me pones en peligro, pero ¿acaso crees que también no lo estoy yo?

—En lo único que no estoy de acuerdo es en dejar París. Aquí hay gente que nos necesita —dijo Samuel, preocupado.

—Quizá haya llegado la hora de que nos vayamos todos. Konstantin tiene razón cuando nos insiste en que vayamos a Londres. Hemos hecho cuanto hemos podido, pero ahora… si nos detienen será peor —reflexionó Katia.

—Me parece bien que regreses a Londres y te lleves contigo a Dalida, pero yo me quedo aquí. —Samuel se mostraba inflexible respecto a lo que debía hacer.

Fue Katia quien introdujo un poco de sensatez en la discusión.

—Vayamos por partes. Lo primero es que no nos detengan. Dalida te llevará hasta casa de Juana. Yo iré a ver a la hermana Marie-Madeleine. Nos veremos en el convento. Si la hermana accede a que Dalida se quede con ellas, no habrá problemas; si no, volveremos a casa.

A Juana le preocupó observar el mal aspecto de Samuel. Se notaba que tenía fiebre y no paraba de toser. Pedro le cedió su habitación para que descansara y Juana le prometió a Dalida que cuidaría de él.

—Es tan testarudo como lo era mi padre —comentó Juana.

Cuando Dalida llegó al convento, una de las hermanas la hizo pasar al refectorio donde se encontraba la hermana Marie-Madeleine hablando con Katia. Notó enseguida la tensión en el rostro de la monja.

—Ya le he dicho a Katia que si fuera por mí no dudaría en que te quedaras aquí, pero he de consultar a mi superiora, y ella es una mujer temerosa.

—Siento ponerla en este compromiso después de todo lo que viene haciendo —se excusó Dalida.

Hacía un par de semanas que Dalida le había llevado una familia de judíos para que los escondiera en el convento y la religiosa los había acogido sin dudar. Luego su superiora le había recriminado su conducta recordándole que estaba poniendo en peligro a toda la comunidad. La buena mujer tenía miedo y se debatía entre ese miedo y lo que le dictaba su conciencia sensible a las recriminaciones de la hermana Marie-Madeleine.

—¿Imagina que Cristo hubiera pedido socorro y se lo hubieran negado? Cristo era judío, como esta buena gente, ¿les negaremos nuestra ayuda? Dios no nos lo perdonará.

La superiora se santiguó aturdida por el razonamiento de la monja. Ella quería ayudar a aquellos judíos pero temblaba pensando qué sucedería si la Gestapo llamaba a la puerta del convento.

Días después, Armando le pidió a Dalida que le ayudara a buscar un escondite para una mujer miembro de la Resistencia a la que la Gestapo seguía de cerca.

Ella le pidió a la hermana Marie-Madeleine que ocultara a la mujer hasta que Armando pudiera sacarla de París y llevarla a un lugar seguro. La monja accedió de nuevo, pero esta vez su superiora se enfadó.

—Usted no puede poner el convento al servicio de la Resistencia. Una cosa es que ayudemos a los huérfanos y otra muy distinta que ayudemos a todo el mundo.

La hermana Marie-Madeleine no logró hacerla cambiar de opinión. La superiora aceptó la presencia de aquella mujer pero advirtiendo que “nunca más” se le ocurriera comprometerse a acoger a nadie sin su permiso.

—Intentaré que te permita quedarte, pero si se niega… No puedo desobedecerla —se excusó la monja.

Katia y Dalida aguardaron impacientes a que la hermana regresara tras hablar con la madre superiora. Por su tardanza intuían que iban a encontrarse con un “no” por respuesta.

El rostro de la hermana Marie-Madeleine cuando volvió al refectorio era el de alguien que había librado una batalla sin ganarla.

—Puedes quedarte dos días. Ni uno más. Lo siento, es todo lo que he podido conseguir.

—Mucho más de lo que esperábamos —le aseguró Katia con una sonrisa.

Al menos tenían dos días para intentar organizar la fuga a España. Armando y Raymond tendrían que ayudarlas.

Katia no conocía a ninguno de los dos, pero la Resistencia sí sabía de Katia y se beneficiaba de sus informaciones. Como el único nexo de unión era Dalida, tendría que ser ella quien se pusiera en contacto con Armando y Raymond.

Cuando había una situación de urgencia, Dalida acudía a una pequeña mercería cerca del Louvre regentada por madame Joséphine, una mujer de mediana edad, siempre seria y circunspecta, pero de buen ver. Dalida revolvía entre los hilos y las madejas de lana, y se marchaba diciendo siempre las mismas palabras: “Es una pena que con las prisas no lleve suficiente dinero encima, volveré dentro de un rato”; eso significaba que necesitaba verles con urgencia. Si por el contrario la frase terminaba en “volveré mañana” es que podía esperar.

Con madame Joséphine apenas intercambiaba una palabra más.

Una vez que dejó dicho que volvería al cabo de un rato, salió de la mercería y se puso a caminar. No podía regresar antes de dos horas, era el tiempo fijado.

Se dirigió sin rumbo fijo buscando la orilla del Sena. Le preocupaba haber dejado la radio en casa de Katia. Pero sabía que no podía pedirle a la hermana Marie-Madeleine que le permitiera instalarla en el convento. Bastantes riesgos estaban corriendo las monjas como para exponerlas a otro más.

Mientras caminaba, tuvo la impresión de que alguien la seguía, pero cuando volvía la cabeza atrás no veía a nadie sospechoso. La orilla del Sena era el lugar favorito de los enamorados y las parejas solían pasear por allí.

No podía dejar de mirar la hora, impaciente por volver a la mercería, donde estaba segura de que o bien Raymond o el propio Armando la estarían esperando en la trastienda.

Subió las escaleras que la conducían de la orilla del Sena a la plaza de la Concorde y de camino a la mercería volvió a tener la sensación de que la estaban siguiendo. Observó un coche que circulaba tan despacio que casi le iba a la par. No quería mirar directamente, el coche era negro y en él iban tres hombres. Aceleró el paso y cambió de acera intentando esquivarles. Se tranquilizó cuando comprobó que les había perdido de vista.

Cuando llegó a la mercería, madame Joséphine le hizo un gesto para que pasara a la trastienda, donde la esperaba Raymond.

Dalida le explicó lo sucedido sin omitir detalle.

—Tenéis que salir de París inmediatamente —afirmó Raymond, preocupado.

—¿Podéis ayudarnos? No nos hemos atrevido a ponernos en contacto con nadie de nuestra red. Pensamos que a estas horas la mayoría pueden estar detenidos.

—Y a vosotros os estarán buscando.

—¿Qué podemos hacer?

—No disponemos de mucho tiempo para organizar la fuga. Dime, ¿dónde está la radio?

—En casa de Katia Goldanski.

—No creo que esa mujer esté segura.

—Bueno, ya sabes que los franceses colaboracionistas y los propios alemanes confían en ella, de eso nos hemos beneficiado vosotros y nosotros.

—Los alemanes no son estúpidos, Dalida, y te aseguro que no tardarán en tirar del hilo y llegar hasta ella.

—¿Cuánto tiempo puede aguantar un hombre las torturas?

—Estás pensando en monsieur David… No puedo darte una respuesta. Hay hombres a los que torturan hasta la muerte y no logran sonsacarles una palabra, otros hablan de inmediato… Ninguno sabemos dónde está nuestro límite. Y no seré yo quien juzgue a los que hablan cuando están en manos de la Gestapo. Monsieur David es un hombre mayor, es difícil calibrar su aguante.

Acordaron verse al día siguiente a la misma hora y en el mismo lugar. Raymond comentó que sería difícil llevarles a Samuel, a Katia y a ella juntos hasta la frontera, que lo sensato era sacarles por separado. Pero Dalida se negó.

—No puedo dejar aquí a mi padre y él no se marchará sin mí y sin Katia.

—Si os están buscando correremos más riesgos si vais juntos.

—Tengo que decirte una cosa…, puede que no tenga importancia, que sólo sea aprensión… Antes tuve la sensación de que me seguían, pero no vi a nadie que me resultara sospechoso; luego un coche negro se puso a mi lado y… no sé, quizá sea que estoy nerviosa, pero…

Raymond se puso tenso. No creía en las casualidades, sobre todo porque cuando en alguna ocasión había logrado zafarse de la Gestapo había sido por haber hecho caso de sus intuiciones.

—¡Te han encontrado! Nos cogerán a todos, tenemos que irnos de aquí.

Tosió con fuerza y madame Joséphine entró en la trastienda.

—Tenemos que salir por el sótano —dijo nervioso.

Madame Joséphine asintió y apartó una vieja máquina de coser y, levantando la alfombra, dejó al descubierto una trampilla que, una vez abierta, daba paso a unas escaleras estrechísimas.

—Ya sabes cómo salir, daos prisa —y cerró la trampilla sobre sus cabezas.

Dalida no veía nada, tardó unos segundos en acostumbrarse a la oscuridad. Raymond la había cogido de la mano y tiraba de ella escaleras abajo. Sintió que se enganchaba en algo y se le desgarraba la falda, pero continuó bajando mientras la humedad y el moho le revolvían el estómago.

—Este sótano conecta con el de la casa de al lado —le dijo Raymond en voz baja.

Caminaron unos minutos y luego él encendió una cerilla que iluminó brevemente el agujero donde se encontraban. Dalida gritó al ver una rata corriendo entre sus piernas.

—¡Calla! —ordenó Raymond mientras le tiraba de la mano y la ayudaba a subir por otras escaleras aún en peor estado que las de la mercería.

Dalida no se atrevía a preguntar cómo saldrían de allí y qué harían cuando estuvieran en la calle. Daba por hecho que Raymond sabría lo que había que hacer.

Sintió que le soltaba la mano y volvió a encender una cerilla. Le vio sonreír mientras levantaba una trampilla que se encontraba sobre sus cabezas. Salieron a un sótano que desprendía un intenso olor a vino.

—Es el sótano de una bodega que despacha un buen vino si tienes con qué pagarlo. El dueño es de los nuestros —le explicó Raymond.

Le indicó un rincón donde sentarse y ella obedeció. Él se sentó a su lado.

—Esperaremos aquí un rato. Luego entraré yo en la bodega y si no hay nada sospechoso, vendré a por ti.

—Tengo que estar en el convento antes de que anochezca, la superiora es inflexible con el horario.

—¿Y quién te ha dicho que vas a ir al convento? Lo primero que tenemos que ver es si efectivamente te seguían, y mandar recado a Juana; imagínate el desastre si la Gestapo encuentra a tu padre en la imprenta.

Se quedaron en silencio allí el uno junto al otro, cada uno con sus propios pensamientos. De repente escucharon un ruido y unos pasos dirigirse hacia ellos. Raymond empuñó la pistola que llevaba al cinto y le hizo un gesto a Dalida para que no se moviera.

Los pasos cada vez sonaban más cerca, hasta que apareció ante ellos un hombretón todavía más alto que Raymond.

—Imaginaba que podía tener visita. Hace un rato han entrado dos hombres de la Gestapo, disimulando como que eran dos clientes que sólo querían un vaso de buen vino. También he visto pasar tres o cuatro coches de esos que sólo ellos utilizan.

—¿Han entrado en la mercería? —quiso saber Raymond.

—No, no han entrado. Supongo que sospechan que por aquí puede haber algún escondite de la Resistencia, pero aún no saben dónde. ¿Y esta chica? —preguntó el tabernero.

—Mi buen amigo, esta chica es judía. Forma parte de una red judía y colabora con nosotros. Sabe manejar explosivos pero sobre todo es nuestra mensajera, tiene una radio a través de la cual nos comunicamos con nuestros amigos de Londres —explicó Raymond.

El hombretón asintió como si de repente recordara quién era Dalida.

—Hay que avisar a Juana —siguió diciendo Raymond—, tiene en su casa al padre de esta chica.

—¡Sería un desastre que encontraran la imprenta! ¿A quién se le ha ocurrido refugiar a un judío en casa de Juana? —preguntó alarmado el hombretón.

—A Juana, ya sabes que a ella nadie le da órdenes.

—No sé cómo la aguanta Vasili, parece que es ella quien lleva los pantalones.

Raymond se encogió de hombros. Vasili era un buen falsificador, pero Juana era el alma de la red. Armando confiaba en ella más que en nadie, a veces se preguntaba si sería porque los dos eran españoles. Pero solía desechar ese pensamiento. A Juana no le temblaba el pulso si tenía que matar a un hombre. Aquella española tenía más valor que muchos hombres.

—Echa un vistazo y si no ves nada sospechoso, salimos. Yo me encargo de la chica, tú de avisar a Juana y a Armando.

—¿Dónde la vas a esconder?

—Si no nos han visto, entonces el escondite que ella se ha buscado será seguro al menos por esta noche —le dijo Raymond al hombretón.

—Bueno, pero antes hay que transmitir algunos mensajes a Londres. Los tenía preparados para dártelos. Son urgentes. Hay un par de aviadores británicos a los que nuestros amigos han rescatado.

—Ella es quien transmite los mensajes y no sé si es buena idea que lo haga en estos momentos.

—Tendremos que correr el riesgo.

Aguardaron impacientes hasta que regresó el tabernero. Parecía satisfecho del resultado de la inspección.

—La calle está tranquila; mandé a mi hijo Claude y a su novia Adèle que dieran un paseo y acaban de volver, dicen que no hay nada sospechoso. Podéis iros, pero cambiaos de ropa.

Raymond se puso un chaquetón y una gorra diferentes de los que llevaba, y Dalida tomó prestado el abrigo y la bufanda de Adèle.

Salieron a la calle con paso firme como si no tuvieran nada que temer y caminaron muy juntos. Al cabo de un rato se tranquilizaron. Raymond estaba seguro de que nadie les seguía.

—No me gusta, pero tendremos que hacerlo; ve a casa de Katia y transmite los mensajes que nos han dado, luego regresa al convento y espera allí a que me ponga en contacto contigo. Es preciso que saquemos la radio de casa de tu amiga la condesa. No podemos perderla.

Él la acompañó hasta la casa de Katia y ella se metió en el portal y esperó paciente el ascensor.

Katia no estaba en casa, pero la criada no tuvo inconveniente en dejarla pasar. La conocía y su señora no le habría perdonado que no recibiera a aquella joven que hacía las veces de su señorita de compañía.

Dalida no perdió el tiempo y se encerró en la habitación de Katia, que era donde habían escondido el radiotransmisor. En otras circunstancias habría mandado sólo un par de mensajes y dejado para el día siguiente el resto, pero no sabía cuándo podría volver a acceder a la radio, de manera que los transmitió todos aun sabiendo que eso la ponía en peligro. Luego se concentró en mirar la calle a través del visillo de la ventana del salón, impaciente por ver aparecer a Katia. Ya había caído la noche cuando mi tía regresó.

—¡Cuánto has tardado! —dijo Dalida mientras se abrazaba a Katia.

—Estoy preocupada. Vengo de casa de madame Deneuve, ya sabes que regenta un salón literario al que asisten altos cargos franceses y también algunos alemanes. No sé, pero madame Deneuve se ha mostrado a disgusto con mi presencia y algunas señoras parecían evitarme. Quizá sólo sean imaginaciones mías… Luego ha llegado un gerifalte de la policía acompañado de un oficial alemán horrible, Alois Brunner. Se disculparon con madame Deneuve por llegar tarde y cuando me vieron se miraron sorprendidos. Mi amigo el policía se dirigió a mí con unas palabras que no alcancé a entender: “Condesa, la hacía en otro lugar esta tarde”, y dio media vuelta sin darme tiempo a responder.

—Nos van a detener —afirmó Dalida—, es cuestión de tiempo, tú misma lo dijiste.

—Pero no pensaba que desconfiaran de mí…

—Tenemos que sacar de aquí la radio y llevarla a casa de Juana. Ella se la entregará a Armando —le explicó Dalida.

—Es demasiado tarde… Si nos están vigilando y nos ven salir ahora de casa… No sé, no creo que sea una buena idea.

—Pero tenemos que hacerlo. ¿Tienes el coche?

—Sí, aunque le he dicho a Grigori que no le necesitaría por hoy.

—Es una suerte que Grigori esté casado con tu doncella, y que los dos sean rusos y no sientan ninguna simpatía por los alemanes. No creo que Grigori se enfade si le mandas llamar.

—Niña, sería una locura sacar la radio esta noche.

—Y más lo será dejarla aquí. No podemos perderla, la Resistencia la necesita.

No lograban ponerse de acuerdo y al final Dalida tuvo que ceder. Se marcharía al convento y se escondería con la hermana Marie-Madeleine hasta que Armando o Raymond fueran a buscarla. En lo que Dalida no consintió fue en que Katia la acompañara hasta el convento, ni tampoco en que lo hiciera Grigori.

—Pasaré más inadvertida si voy sola. Tú esconde lo mejor que puedas la radio para que, si registran la casa, no la encuentren.

Se sabían perdidas, de manera que cuando se despidieron lo hicieron como si fuera la última vez que se veían.

Dalida caminó despacio ocultándose entre las sombras de la noche hasta llegar al convento, donde la aguardaba impaciente la hermana Marie-Madeleine. La monja permanecía en el jardincillo cuyo acceso estaba vallado por una verja que daba a la calle.

—No hagas ruido, es muy tarde y la superiora nos cree a todas dormidas. Me tenías preocupada.

—Me siguieron, creo que eran hombres de la Gestapo, pero creo que los he despistado.

—Aquí estarás segura.

—Eso espero. No me quedaré mucho tiempo, a lo sumo otro día; Armando o Raymond vendrán a por mí. Nos llevarán a España.

—¿Y luego?

—A Londres; Konstantin, el hermano de Katia, nos acogerá en su casa.

Caminaron de puntillas para no hacer ruido hasta la celda que iba a servir de dormitorio a Dalida.

—Voy a rezar para pedirle a Dios que os ayude —se despidió la hermana Marie-Madeleine al tiempo que se persignaba.

Aún no había amanecido cuando Dalida se despertó sobresaltada al escuchar golpes y gritos. La puerta de la celda se abrió de pronto y la hermana Marie-Madeleine la conminó a levantarse de inmediato.

—¡Vístete! —le dijo dándole un hábito—. La Gestapo está registrando el convento. La superiora les ha asegurado que no escondemos a nadie. Te ayudaré a escapar. Nos iremos por la puerta de atrás.

Dalida se puso un hábito y la monja la ayudó a colocarse la toca. Después, agarradas de la mano, corrieron por los pasillos mientras escuchaban cada vez más cerca el sonido de los pasos de los agentes de la Gestapo. Entraron en la cocina y se encontraron con la hermana cocinera con el rostro desencajado. No les dio tiempo a preguntar nada porque unas manos se cerraron sobre el brazo de Dalida.

—¿De verdad creía que podría escapar? —El hombre llevaba un abrigo de cuero negro y era difícil verle el rostro porque lo ocultaba bajo el ala del sombrero.

—¿Quién es usted? —preguntó la hermana Marie-Madeleine enfrentándose al desconocido—. ¿Es que ustedes no son capaces de respetar ni siquiera a unas pobres monjas?

—¡Ah, la buena samaritana! ¿Quiere también acompañarnos? No tengo inconveniente. Los traidores son traidores aunque vistan hábito.

El hombre retorció el brazo de Dalida haciéndola tambalear.

—Creía que ustedes los cristianos aborrecían a los judíos, ¿no fueron ellos los que mataron a su Cristo? Ya veo que hay garbanzos negros en todas partes.

En aquel instante llegó la superiora acompañada por otros dos hombres de la Gestapo. La mujer intentaba mantener la dignidad aunque en sus ojos se reflejaba un miedo tan profundo como intenso.

—Señoras, se acabó el juego. Tendrán que responder por haber escondido a una judía en su convento —afirmó el hombre que parecía estar al mando.

—Se confunde, señor, aquí no hay judías, somos todas monjas —insistió la hermana Marie-Madeleine.

El agente de la Gestapo se acercó a la hermana hasta quedar a medio centímetro de su cuerpo, pero ella no se movió.

—Ya que se empeña, usted también nos acompañará.

La superiora intentó protestar pero la apartaron de un empujón y casi cayó encima de los fogones. Los hombres salieron llevándose a Dalida y a la hermana Marie-Madeleine.

Iban en el coche, la una pegada a la otra. La monja se puso a rezar en voz baja.

Cuando llegaron a la sede de la Gestapo las bajaron a empellones. Ellas caminaron erguidas, procurando no demostrar el miedo que sentían.

Las encerraron en calabozos separados. Dalida se estremeció al sentir el frío de aquellas paredes mugrientas. No había donde sentarse y permaneció de pie mientras intentaba acostumbrarse a la negrura del lugar y a aquel olor rancio, mezcla de sudor, miedo y sangre.

No tardaron mucho en ir a buscarlas. Dos de los agentes que las habían detenido las sacaron a empujones del calabozo, insultándolas mientras las hacían subir unas estrechas escaleras.

A la hermana Marie-Madeleine se la llevaron a un cuarto donde la esperaba un hombre.

—Siéntese y mire —le ordenó—, así verá lo que les sucede a los judíos y a los traidores.

Había un cristal en una de las paredes, que mostraba una sala donde al principio sólo vio una silla vacía. A través del cristal pudo ver cómo el policía de la Gestapo empujaba a Dalida y ésta caía al suelo. El hombre le gritó que se levantara y tu hermana se incorporó como pudo. Le indicaron que se sentara y le ataron las manos a la espalda. Luego entró otro policía que la miró de arriba abajo con desprecio. Dio un par de vueltas a su alrededor y de repente le propinó un puñetazo que le rompió la nariz. Dalida perdió el conocimiento durante unos segundos, luego sintió cómo la sangre resbalaba hasta llegar a la comisura de los labios. Como tenía las manos atadas no pudo evitar tragarse su propia sangre.

—Es usted hija de Samuel Zucker; dígame, ¿dónde se ha escondido su padre?

Dalida no respondió. El hombre se acercó a ella mirándola intensamente y de nuevo la golpeó, en esta ocasión un puñetazo en el ojo derecho. Esta vez sí que se desmayó. Permaneció inconsciente algo más de tiempo. Cuando recuperó el sentido, seguía sangrando y el dolor en el ojo le resultaba insoportable.

—Fueron sus amigos judíos quienes nos dijeron dónde podíamos encontrarles. ¡Ah, David, ese buen amigo de su padre! Todos los judíos sois un hatajo de cobardes, dispuestos a entregar a vuestros propios hijos con tal de salvaros. Os escondéis como ratas en los más recónditos agujeros, pero es inútil porque vais cayendo en nuestros cebos. Sí, pronto podremos decir al Führer que hemos desinfectado París.

Mientras hablaba volvió a colocarse delante de Dalida, que apenas podía ver con un ojo, pues el otro lo tenía encharcado en sangre.

La levantaron de la silla y, sin desatarle las manos, la sujetaron cabeza abajo a un gancho que colgaba del techo. El hombre que hablaba le dio una patada en la cabeza, luego otro de los policías le propinó otro golpe en el cuerpo y así durante un rato se ensañaron con ella. No sabía si gritaba o si sus gritos se ahogaban en la garganta. El dolor era tan agudo que sólo deseaba morir. Cuando dejaron de golpearla, la soltaron del gancho y cayó al suelo como si se tratara de un saco. Uno de los policías se acercó y le arrancó el hábito dejándola desnuda. Escuchó los comentarios sobre su cuerpo, palabras soeces dichas para humillarla.

—Su amiga la condesa ya está entre nosotros, de manera que ¿nos dirá dónde está su padre? Debería comportarse como una buena hija y hacer lo posible para reunirse con él. —El policía soltó una risotada como si le divirtieran sus propias palabras. Dalida no escuchó más porque volvió a perder el conocimiento.

Cuando volvió en sí escuchó decir a uno de los policías: “Está más muerta que viva. Lo mejor será rematarla y así nos ahorramos el gasto de llevarla hasta Alemania. Hay demasiados judíos en los campos, también aquí podemos deshacernos de ellos”.

Aquellos bestias se habían ensañado de tal manera con ella que aunque Dalida hubiera querido hablar no habría podido, tal era el estado en que la habían dejado. La pregunta es: ¿a qué campo la enviaron, si es que lo hicieron, o la asesinaron allí mismo, en París?

A Katia la habían detenido aquella misma noche. Tampoco habló; al igual que Dalida, perdió el conocimiento a cuenta de la tortura. Aquellos hombres se ensañaron tanto con su cuerpo que lo convirtieron en un amasijo de carne sanguinolenta que ni a ellos les resultaba de ninguna utilidad.

Nada más llevarla al cuartel general de la Gestapo la desnudaron. Y desnuda la tuvieron durante cuatro días en una celda. No le dieron de comer ni de beber y la mantuvieron a oscuras.

Katia podía sentir el gruñido de las ratas recorriendo su celda, y no se atrevía siquiera a sentarse temiendo que la mordieran. Permaneció de pie apoyada contra la pared, aterrada, y confundida en la oscuridad. Cuando la subieron para interrogarla casi había perdido la razón. Pero aun así no la habían quebrado del todo y no dijo dónde se encontraba Samuel. Se hallaba en los límites de la locura pero comprendió que si permanecía así tenía una oportunidad de salir viva. Los cuerdos desprecian las palabras de los locos, aunque ¿acaso aquellos hombres eran los cuerdos y Katia la loca?

La obligaron a ponerse de rodillas y le ordenaron limpiar con la lengua las botas del oficial que la interrogaba. Katia ni siquiera se negó, resguardándose en la locura, como si no comprendiera lo que le mandaban. La golpeaban, ella caía al suelo y allí se quedaba recibiendo otros golpes hasta que perdía el conocimiento.

La hermana Marie-Madeleine permanecía sentada, atada a una silla mientras a través de aquel cristal veía los sufrimientos que estaban infligiendo a Katia en la otra sala. Pero ya no rezaba. En ese momento ya sabía que nadie acudiría a ayudarlas.

Durante varios días la obligaron a asistir al mismo espectáculo macabro que el que había sufrido Dalida.

La monja sufrió también a manos de aquellos criminales, pero de forma diferente: después de ver cómo torturaban a Dalida, uno de los policías la violó. Otro día la bajaron a su celda, la volvieron a violar y no la subieron más a la sala de cristal. Al final dejaron que marchara mofándose de ella.

Su superiora la recibió entre sollozos y quiso hacerla jurar que no volvería a ser imprudente, pero la hermana Marie-Madeleine no juró. No podía hacerlo. Si cerraba los ojos sentía las manos de aquel hombre sobre su cuerpo. Podía oler el sudor que desprendía y el asco de su saliva sobre los labios.

A ella no la habían colgado del gancho como si fuera una pieza de ganado, ni la habían golpeado hasta hacer que perdiera el conocimiento. Pero la tortura que habían elegido era igualmente cruel, porque después de la violación nunca podría volver a ser la misma.

Se confesó, hizo penitencia y le pidió cuentas a Dios. Pero sólo escuchó el silencio, el mismo silencio que escucharon millones de judíos, de gitanos, y de otros hombres y mujeres en los campos de exterminio, y decidió callar para siempre.

Pero ¿dónde está?, ¿dónde está Katia? No hace mucho que estuve en París. La hermana Marie-Madeleine no ha sabido decírmelo. Me costó mucho que su superiora me permitiera verla. Me dijo que no hablaría conmigo porque no hablaba con nadie, pero apenas la superiora nos hubo dejado, la monja me contó todo lo que te he relatado. Su voz me pareció que venía de otro mundo. Tuve la impresión de que a pesar de estar allí aquella mujer ya no vivía entre los vivos. Antes de marcharme me sorprendió al preguntarme: “¿Por qué me han permitido vivir?”.

Después de hablar con la hermana Marie-Madeleine intenté encontrar a Pedro y a Vasili. No fue fácil, pero localicé la imprenta. Pedro aún vive. Me recibió con desconfianza. También él se sentía culpable por haber sobrevivido.

Fue Pedro quien me dio la última pista sobre tu padre. Me contó que Raymond fue a casa de Juana y le ordenó que sacara de allí a Samuel.

—Hay otra redada de judíos y le están buscando.

—¿Y Dalida? —quiso saber Juana.

—Debería estar con las monjas. A la condesa la han detenido. Dos de los nuestros se acercaron a su casa para coger la radio y vieron cómo la Gestapo se la llevaba. Espero que Dalida se haya salvado, Armando ha ido al convento…, no tardará.

Juana comenzó a dar zancadas por la habitación como solía hacer cuando pensaba. Su tío Pedro y Vasili la miraban expectantes.

—Tenemos que sacar a Samuel de aquí —se atrevió a decir Vasili.

—¿Ah, sí? ¿Y adónde vamos a llevarle? Está ardiendo de fiebre, no deja de toser. Y tú, Raymond, ¿tenéis ya preparada la fuga a España?

—Ahora mismo nadie puede salir de París. La Gestapo está por todas partes, lo mismo que los hombres de la Feldgendarmerie. Ya te he dicho que están buscando judíos, como si no tuvieran bastantes en Royallieu o en Drancy.

—Tenemos que demostrarles que, por más judíos que detengan o por más miembros de la Resistencia que asesinen, no nos pararán —respondió Juana.

—No es el momento de hacer nada —advirtió su tío Pedro.

—Sí, sí es el momento, precisamente ahora es el momento. Tienen que saber que no nos pueden doblegar. Si pudiéramos acabar con ese asesino de las SS… —respondió Juana, airada.

—Olvídate de Alois Brunner. —Las palabras de Vasili le sonaron a Juana como una orden.

Ella se plantó delante de él con los brazos en jarra y le midió con su mirada.

—¡Que me olvide! No, no voy a olvidarme; si acabáramos con ese hombre al menos les meteríamos el miedo en el cuerpo.

—No fantasees, Juana, ahora tenemos otros problemas, y el principal es sacar de aquí a Samuel Zucker y recuperar la radio. Puede que la condesa la haya escondido o se la haya entregado a alguien de su confianza. Samuel la conoce bien, de manera que quizá tenga una idea.

Juana aceptó a regañadientes que Raymond hablara con Samuel.

Tu padre estaba acostado, medio dormido por la fiebre.

—Samuel, éste es Raymond, habrá oído a Dalida hablar de él. Tenemos malas noticias. Han detenido a la condesa Katia Goldanski y posiblemente a su hija Dalida —le dijo Juana mientras con un pañuelo le secaba el sudor de la frente.

Samuel se incorporó asustado. Al enterarse de la detención de Katia y quizá Dalida fue como si le hubieran dado un puñetazo.

—¡Dónde están! ¿Quién se las ha llevado? —gritó con apenas un hilo de voz.

Raymond le explicó lo sucedido en las últimas horas y Samuel volvió a desplomarse sobre la cama. Saber que Katia estaba en manos de la Gestapo y que su hija pudiera estarlo le conmocionó de tal manera que casi estuvo al borde de un ataque. Juana podía escuchar el corazón de Samuel latiendo tan deprisa como si fuera un reloj. Le hizo una seña a su tío Pedro para que trajera un vaso de agua y obligó a Samuel a que se lo bebiera.

—Tenemos que pensar, ahora no podemos rendirnos. Nos tiene que ayudar. Necesitamos recuperar la radio que Dalida le dio a la condesa para que la ocultara. ¿Dónde cree que puede haberla escondido?

Al principio no contestó. Tenía los ojos cerrados e intentaba dominar el temblor de las manos. Cuando se sintió capaz de mirar a los ojos de Juana, respondió:

—Katia confía en Grigori, es su chófer y está casado con su doncella. Son rusos como nosotros. Pero ¿estáis seguros de que la Gestapo no ha encontrado ya la radio?

—No, no estamos seguros, pero si hay una posibilidad de que sea así, necesitamos saber cuál es —respondió Raymond.

—Tengo que irme de aquí —acertó a decir Samuel.

—¡No! No se irá —sentenció Juana.

—Si me están buscando me encontrarán, nos encontrarán a todos. Tenéis que desmontar la imprenta; lleváosla de aquí y salvaos —afirmó Samuel.

—No haremos nada de eso. Tenemos una imprenta, ¿y qué? Nos ganamos la vida imprimiendo lo que nos encargan: tarjetas de visita, carteles para comerciantes… No tenemos nada que ocultar. —Juana hablaba con tanta rotundidad que era difícil llevarle la contraria, pero aun así su tío Pedro se atrevió a contestar.

—¿Qué crees que harán si encuentran todos los documentos que falsificamos? Ahora mismo tenemos más de una docena de pasaportes a punto de terminar.

—Y eso será lo que saquéis de aquí. Os llevaréis todo lo que pueda comprometernos y les permita descubrir a lo que de verdad nos dedicamos. Pero no tenemos por qué desmontar la imprenta, sería una temeridad. —Juana tenía respuestas para todo.

Acordaron llevarse todos los documentos comprometidos pero nada más.

—Nos detendrán —afirmó Vasili casi en un susurro cuando Raymond se marchó.

—No a todos, tú y mi tío podéis iros, yo me quedaré con Samuel.

—¡Estás loca! —Vasili temía las decisiones de Juana porque sabía que era imposible que se volviera atrás.

—Lo que sería una estupidez es que os detuvieran a vosotros. Tú y mi tío sois demasiado valiosos para la Resistencia, y para curarnos en salud es mejor que os escondáis. Yo me quedaré con el viejo judío, hasta que Raymond regrese esta noche y nos diga cómo podemos salir de París. Pero vosotros idos ya, no perdáis más tiempo.

Por una vez Vasili no se amilanó y se opuso a la orden de Juana.

—¿Crees que soy capaz de salvarme sabiendo que te dejo aquí? Tu tío puede irse llevándose consigo los documentos más comprometedores, pero yo me quedaré contigo, y si vienen, ya veremos qué hacemos. ¿No has dicho que podemos hacernos pasar por unos simples impresores? Pues así será, pero lo haremos juntos.

Juana estaba a punto de replicar cuando decidió no hacerlo. En aquel momento, pensó, una discusión con Vasili sería una pérdida de tiempo, de manera que decidió utilizar otra táctica.

—De acuerdo, te quedas conmigo, pero antes quiero que ayudes a mi tío a sacar de aquí todo el material sensible para llevarlo después a casa de Raymond. Mi tío se queda allí y después vuelves aquí.

—No quiero dejarte tanto tiempo sola —protestó Vasili.

—Nos seas tonto, ¿no comprendes que mi tío no puede ir solo con todo ese material?

No tardaron demasiado en guardar en carpetas todos los documentos falsos. Luego los metieron en un par de bolsas viejas y colocaron encima otras cosas.

Cuando Juana se despidió de su tío le susurró al oído: “No le dejes volver”, refiriéndose a Vasili. Pedro la miró con espanto temiendo lo que pudiera hacer su sobrina, pero no se atrevió a replicarle.

Una vez que Juana y Samuel se quedaron solos, ella comprobó que la pistola que siempre llevaba encima estaba cargada y montada. Luego se acercó a la cama donde reposaba Samuel y le tocó con delicadeza en el hombro.

—¿Puede levantarse?

—Sí, creo que sí…

—Intentaré llevarle a la frontera, aunque no sé si lo conseguiré.

—Pero… ¿y tu amigo? Raymond… ¿No es él quien tiene que venir a buscarnos?…

—No podemos perder tiempo esperando. Tengo el presentimiento de que en cualquier momento la Gestapo se presentará aquí. Verá, tengo una amiga que vive no muy lejos de aquí, es española como yo, exiliada, perdió a su marido en la guerra de España pero logró escapar con el más pequeño de sus hijos. Es un buen chico, trabaja de taxista, quizá pueda ayudarnos.

—¿Colaboran con la Resistencia?

—No, en realidad no, nunca he querido comprometerles, bastante han sufrido ya, pero son antifascistas y si pueden nos ayudarán.

Le ayudó a incorporarse y le acompañó al baño para que se refrescara. Luego salieron a enfrentar su destino. Bajaron la escalera hasta el portal y durante unos segundos escrudriñaron la calle sin que nada de lo que veían les pareciera fuera de lo habitual. Una madre que llevaba una bolsa de la compra en una mano y un niño de cuatro o cinco años agarrado de la otra, un joven estudiante cargado con sus libros de texto, una pareja de ancianos caminando con lentitud… No, no veían nada que les hiciera sospechar, de manera que salieron a la calle. Juana cogió por el brazo a Samuel para ayudarle. Se dirigieron al metro y minutos después se bajaron en la estación de Montparnasse. Ella intentaba escrutar los rostros que se reflejaban en los escaparates, pero seguía sin ver nada sospechoso.

La casa de la amiga de Juana era una buhardilla de una sola pieza, tan oscura como angosta. La mujer les abrió la puerta sorprendida por la inesperada visita.

—Siento ponerte en un compromiso, pero necesito que me ayudes a salvar a este hombre —explicó Juana a la desconcertada mujer.

—¿Qué quieres que haga?

—¡Gracias, Pepa, sabía que podía contar contigo! Verás, si tu hijo pudiera llevarnos hasta la frontera… En Biarritz tenemos amigos que pueden pasarle a España…

—Jaime está a punto de venir. Tiene un par de horas de descanso antes de continuar la jornada conduciendo el taxi…

—Sé que os comprometo, pero no se me ocurre otra manera de sacar a este hombre de París.

Sintieron el ruido de una llave girando en la cerradura y a continuación apareció el joven llamado Jaime. Se parecía a su madre, el mismo cabello castaño oscuro, los mismos ojos desafiantes, la misma serenidad.

—¡Ea! Explícaselo tú, Juana.

Jaime escuchó sin decir palabra sopesando lo que debía responder.

—Tengo que entregar el coche a las diez, pero puedo decirle a mi jefe que me permita tenerlo para mañana comenzar antes a trabajar. Si me dice que sí, nos vamos ahora mismo, en cualquier caso yo tendría que regresar mañana.

El joven se marchó para llamar a su jefe desde el teléfono del bar más cercano y regresó con una sonrisa.

—Todo arreglado, podemos irnos ahora mismo.

Juana no les engañó y prefirió avisarles de que les estaba buscando la Gestapo.

—Si nos encuentran, vosotros también pagaréis las consecuencias.

Madre e hijo se miraron a los ojos y con la mirada se dijeron lo que debían hacer. Diez minutos más tarde Jaime las esperaba aparcado cerca del portal. Juana se despidió de Pepa con un abrazo.

—Gracias, gracias…

—Procura que no os pase nada, es el único hijo que me queda —le respondió la mujer.

—Yo… espero que regrese sano y salvo…

—Si no fuera así…, no quiero ni pensarlo, pero puesto que de algo hay que morir es mejor que sea por una causa. Anda, idos, que si Jaime tiene que ir hasta la frontera y regresar antes de mañana no dispone de mucho tiempo.

Habían salido de París cuando dos coches se cruzaron delante del taxi de Jaime. Juana empuñó el arma que guardaba en el bolsillo del abrigo.

—Da marcha atrás —le pidió a Jaime. Pero era demasiado tarde, otros dos coches negros se habían parado justo detrás cerrándoles el paso.

Pistola en mano, cuatro hombres se acercaron al coche.

—Tenemos que salir de aquí —insistió Juana.

—Nos han rodeado, no podemos escapar —afirmó Jaime.

—Sí, sí podemos, échate a la derecha, nos saldremos de la carretera, puede que aún podamos huir.

—¡Juana!, no podemos, nos han pillado; si intentamos huir nos dispararán —insistió Jaime.

—¡Haz lo que te digo! —y mientras lo decía dio un volantazo al coche.

—¡Estás loca! —le gritó Jaime mientras intentaba hacerse con el control del vehículo.

Los agentes de la Gestapo comenzaron a disparar, y una bala reventó una de las ruedas del coche. Juana sacó la pistola del abrigo, apuntó por la ventanilla y disparó. Se le iluminaron los ojos al ver que había hecho blanco en uno de los hombres, pero el coche continuaba bajando sin control por la pendiente. Los policías les seguían disparando, Juana volvió a abrir fuego pero fue lo último que hizo porque una bala certera la alcanzó en la cabeza y la mató al instante.

El coche impactó contra un árbol y Jaime se golpeó en la nuca perdiendo el sentido.

Los policías se acercaron al trote gritando que salieran del coche. Sólo Samuel habría podido responderles si hubiese encontrado palabras para hacerlo.

Juana estaba muerta y Jaime lo parecía. Los policías sacaron los cuerpos del vehículo. Uno de ellos pateó el cuerpo sin vida de Juana. Era su manera de vengarse por el compañero al que las balas de Juana habían segado la vida.

Samuel se había quedado quieto, paralizado, como si estuviera en medio de una pesadilla. Uno de los policías le golpeó con la culata derribándole al suelo. Después le obligaron a subir a uno de los coches. A partir de aquel momento desapareció.

Gracias a Pedro pude ver a Pepa, la madre de Jaime. Me impresionó conocerla porque es una mujer a la que la vida le ha quitado todo pero no la había doblegado. Me contó que era de Granada y había perdido a su marido, a sus dos hijos mayores y a otros familiares en la Guerra Civil española. Y en París había perdido a Jaime, el único hijo que le quedaba. Jaime se había jugado la vida por salvar a Samuel, que sólo era un desconocido. Le dije a Pepa que admiraba su valor y el de su hijo. ¿Sabes lo que me dijo?: “Si hay que morir por la libertad, se muere. Y se muere con dignidad”.

Pepa no pudo recuperar el cadáver de Jaime, de manera que no sabía dónde llorarle.

En cuanto a tu padre, Pedro me dijo que lo más que lograron saber es que estuvo varios días detenido en el cuartel general de la Gestapo; puede que lo llevaran al campo de Drancy y desde allí, en un tren de ganado, puede que lo enviaran a Auschwitz o a Treblinka o a Mauthausen. No lo sabemos, hasta hoy no hemos podido averiguarlo. Te preguntarás si he ido a Drancy, la respuesta es: sí. Ya te he dicho que estuve en París intentando averiguar lo que pasó. Pero no he podido encontrar ningún papel que acredite que tu padre estuvo allí, porque los jefes nazis del campo quemaron todos los documentos antes de escaparse. Cuando los Aliados entraron en París, la Cruz Roja se encargó de Drancy. Tampoco en sus oficinas de París pudieron decirme a ciencia cierta si tu padre, tu hermana y mi tía pasaron por Drancy.»

Yo estaba conmocionado por el relato de Gustav. No me había atrevido a interrumpirle mientras hablaba. Me parecía que lo que me estaba contando no tenía nada que ver conmigo, ni con mi hermana ni con mi padre. Que aquélla era una de esas historias terribles de las tantas que se escuchaban en aquellos días. Pero aquello, pensé, no podía pasarnos a nosotros.

Vera llevaba un rato llorando en silencio. Las lágrimas le bañaban todo el rostro mientras se estrujaba las manos con fuerza.

—Desde que terminó la guerra no he dejado de buscarles —me aseguró Gustav.

—Pero alguien tiene que saber algo —protesté sin mucha convicción.

—Un amigo del Foreign Office me aconseja que vaya al continente, a Polonia, a Alemania, quizá podamos encontrarles en algunos de los campos…, los alemanes lo registraban todo. Tenía pensado marcharme mañana mismo a Berlín.

—Estaré más tranquila si vais juntos —dijo Vera mirándome tras la cortina de lágrimas que empañaban sus ojos.

—Sí, pero antes… bueno, conozco a alguien…, un agente de Inteligencia, quizá él nos pueda orientar. —No sé por qué en aquel momento pensé en el comandante Williams.

Brevemente les expliqué quién era y que había servido a sus órdenes, aunque sin desvelar exactamente en qué.

Gustav me acompañó al día siguiente al Almirantazgo. Él conocía gente y tenía influencias suficientes como para que alguien nos dijera cómo podíamos localizar al comandante Williams. Tuvimos suerte. Estaba en Berlín. Le habían ascendido y ahora era coronel. Le llamaron y se mostró dispuesto a recibirnos enseguida, de manera que salimos precipitadamente para Berlín.

El coronel Williams había envejecido o eso me pareció a mí. Unas hebras blancas manchaban su pelo castaño y los ojos parecían más apagados.

—Gracias por recibirnos, coronel —le dije mientras me tendía la mano.

—Curiosidad, sí, ya sabe que mi oficio vuelve curiosos a los hombres. Cuando me dijeron que quería verme me pregunté qué podría querer usted de mí en estos momentos.

Gustav le explicó sucintamente todo lo que había logrado averiguar y yo le pedí ayuda.

Williams nos escuchó en silencio. No diré que le había impresionado lo que Gustav le contó porque historias como aquélla se habían repetido durante la guerra, pero se mostró dispuesto a echarnos una mano.

—Estos malditos alemanes al menos tienen una virtud: apuntan todo cuanto hacen. Hay registros de los presos en los campos, de los que mandaron a las cámaras de gas… Hemos encontrado documentos sobre sus horribles experimentos en seres humanos.

»Si su padre, su hermana y su tía no murieron en París y les enviaron a Polonia, Austria o Alemania, entonces les encontraremos. Puede llevar un tiempo, de manera que sean pacientes. Tengo un conocido en la zona rusa, el capitán Boris Stepánov. Él puede echar un vistazo a los registros de los campos que encontró el ejército soviético. Le llamaré y convendremos una cita para que les reciba. Por mi parte, yo también buscaré.

—Dígame, señor, ¿aún hay gente en los campos? —pregunté con aprensión.

—La Cruz Roja se ha hecho cargo e intenta ayudar a esos pobres desgraciados.

—Quiero visitar Auschwitz, Mauthausen, Treblinka; quiero ir a cualquiera de los campos a los que pudieran haberlos enviado. —Mi petición era una súplica.

—No se lo aconsejo. Usted es un soldado y ha luchado en el frente, se ha jugado la vida y ha matado como un soldado, pero la visión de esos campos… Si el Infierno existe, estaba allí.

—¿Puede facilitarnos las visitas? —insistí.

—Sí, puedo, pero no sé si debo. No es necesario, desde Berlín podemos buscar a su familia.

—Por favor…

—Primero vayan a ver a Boris y mientras tanto veré qué puedo averiguar. Luego ya veremos.

Caminar por Berlín me producía una extraña sensación. Escudriñaba el rostro de los alemanes intentando encontrar un rastro de culpa. Hombres de aspecto famélico unos, ancianos otros, jóvenes desconcertados, amas de casa desesperadas por dar de comer a los suyos… En otras circunstancias aquellos rostros me habrían conmovido. Pero en aquel momento… No, no podía perdonarles, no sabía si aquellos con los que me cruzaba eran culpables o inocentes, pero se me antojaba que todos eran culpables por haber permitido aquella locura que había dado lugar al Holocausto. ¿Cuántos de ellos se habían opuesto a Hitler? ¿Cuántos se habían jugado su propia vida para impedir que a miles de seres humanos les segaran la vida en las cámaras de gas? Los más se excusaban diciendo que el pueblo no lo sabía, pero aquella excusa me resultaba insoportable. No podían estar ciegos y sordos ante lo que sucedía a pocos metros de sus propias casas, de las monstruosidades en que participaban sus propios hijos, o sus maridos. Aquellas mujeres que caminaban con el rostro rendido eran las mismas que antes habían aplaudido a los canallas que habían asesinado a seis millones de judíos.

—No puedo soportar estar aquí —le confesé a Gustav.

Pero él era mejor que yo e intentaba convencerme de que los seres humanos tenemos un instinto de supervivencia que nos hace cobardes y que no se puede pedir a la gente que se conviertan en héroes, que a veces la masa tiende a cerrar los ojos y los oídos para poder seguir viviendo…

—No, no, yo no pido heroicidad, sólo me pregunto si se puede vivir sabiendo que el bienestar personal se cimenta en el crimen. Digas lo que digas, sabes como yo que no son inocentes.

Gustav era una persona que carecía de maldad y, por tanto, le costaba ver la maldad en los demás. Aquellos días me habrían resultado insoportables sin él porque todos los rostros me parecían rostros de asesinos.

Con el salvoconducto que nos había proporcionado el coronel Williams no tuvimos demasiados problemas para cruzar al sector soviético de Berlín.

Boris Stepánov nos recibió en un despacho donde parecía nadar rodeado de papeles.

—Así que buscan a su familia… Bueno, hoy en día todo el mundo busca a alguien. Padres, hermanos, tíos, hijos…

Le explicamos cuanto sabíamos, le entregamos algunas viejas fotos, y nos prometió llamarnos en cuanto averiguara algo. Incluso nos invitó a un trago.

Nos pareció un buen tipo, y yo le sentí cercano, porque tanto él como yo habíamos combatido en la misma guerra.

—Nosotros fuimos de los primeros que encontramos los campos de exterminio. Y yo mismo entré en uno de esos campos.

Gustav le pidió que nos contara lo que había visto, y él nos refirió su experiencia en el campo de Majdanek, en Lublin, Polonia.

—Cuando los nazis se supieron perdidos porque estábamos a punto de llegar, intentaron destruir el campo, de hecho demolieron uno de los crematorios, pero nosotros avanzábamos deprisa y se marcharon dejando en pie las cámaras de gas.

Boris no sólo nos describió lo que encontraron en Majdanek, también el impacto que sufrieron al liberar Auschwitz.

—Si el Infierno existe, estaba allí —me dijo mientras apurábamos dos vasos de vodka intentando disipar las sombras del horror; luego prosiguió—: Los hombres que encontramos parecían salidos de sus tumbas. Las mujeres…, tendré siempre pesadillas con aquellos rostros desesperados. Y los niños…, yo tengo dos hijos y cuando vi a aquellos niños condenados a morir se me rompió el corazón. ¿Qué clase de hombres han sido capaces de cometer semejantes atrocidades? En la guerra te enfrentas a un enemigo que es igual a ti, le matas o te mata, y ya está, pero aquello… Yo soy un campesino y le juro que ningún animal es capaz de hacer lo que han hecho los nazis.

Boris, tan grande como un oso, rompió a llorar al contar su visión del Infierno que había visto en los campos. Y él, que se decía ateo, se santiguaba como le había enseñado su madre de niño intentando protegerse del mal con el que se había topado.

En aquellos días muchos barrios de Berlín eran poco más que un montón de escombros. La guerra había dejado su huella de hierro en toda la ciudad. Lo peor no era el dolorido paisaje urbano, sino la miseria en que estaban inmersos los berlineses.

Una tarde en que Gustav y yo íbamos paseando por Nikolaiviertel a orillas del río Spree se nos acercó una jovencita que no tendría más de quince o dieciséis años. Se nos ofreció a ambos con la resignación de quien no tiene otra opción para seguir viviendo.

—¿Cómo te llamas? —quiso saber Gustav.

—¿Qué más te da? Ponme el nombre que quieras —respondió con su voz seca y cansada.

—¿Por qué haces esto? ¿No tienes familia? —pregunté yo.

Dio media vuelta al ver que no teníamos ninguna intención de sacar provecho de ella y, por tanto, que tampoco iba a obtener las monedas que tanto necesitaba. Su silencio era el último resto de dignidad. Vendía su cuerpo pero nada más, y por eso no tenía por qué explicarnos nada.

Gustav la alcanzó y le puso unas cuantas monedas en la mano.

—Vete a casa, creo que con esto tendrás suficiente, por lo menos para unos días.

La muchacha pareció dudar, luego cerró con fuerza la mano en la que tenía las monedas, inclinó levemente la cabeza y volvió a perderse entre la niebla de la orilla del río.

Aquella escena nos deprimió y maldije una vez más a Hitler por haber quitado a tantos millones de seres humanos la vida, incluso a los que continuaban respirando.

El coronel Williams nos llamó al cabo de un par de días para pedirnos que le acompañáramos a ver a Boris Stepánov.

—Sois la excusa perfecta para echar un vistazo al sector soviético —nos dijo.

Nos acompañó hasta el despacho de Boris, que nos estaba esperando con una botella de vodka.

—Te he traído whisky escocés auténtico —le dijo el coronel Williams a Boris entregándole la botella.

—Bueno, nos beberemos tu whisky y cuando hayamos terminado la botella, nos beberemos mi vodka.

Ni Gustav ni yo queríamos contrariar a Boris, pero aún recordábamos el dolor de cabeza del primer día en que le conocimos y no fuimos capaces de negarnos a compartir con él su vodka. Boris era un tipo generoso y expansivo, que no comprendía que un hombre pudiera rechazar una copa.

—Tengo alguna información para ustedes —dijo, y se quedó callado unos segundos mientras dejaba vagar la mirada por unos papeles que tenía en la mano—. Samuel Zucker llegó a Auschwitz en diciembre de 1943 y le enviaron a la cámara de gas el mismo día de su llegada. Era viejo y estaba enfermo, de manera que no podían sacar de él ningún provecho. En Francia estuvo en dos campos; primero en el de Drancy, pero a los pocos días le enviaron al de Royallieu, y desde allí en un tren directo a Auschwitz. Viajó junto a doscientos judíos más en un vagón de ganado. Lo siento, Ezequiel.

No sabía qué hacer ni qué decir. Ni siquiera me moví. Tenía que comprender lo que Boris acababa de decirme, asimilar que a mi padre le habían asesinado en una cámara de gas después de haber conocido los prolegómenos del Infierno en un vagón de ganado donde había permanecido varios días sin comer ni beber, haciendo sus necesidades junto a los demás prisioneros, respirando un olor insoportable, tratados todos como una especie infrahumana.

Me resultaban insoportables las imágenes que me llenaban la cabeza mientras intentaba aceptar que aquél había sido el destino de mi padre.

Ni Gustav ni el coronel Williams dijeron nada, ¿qué hubiesen podido decir? Yo me sentí mareado, no podía aceptar que a mi padre le hubieran asesinado en una cámara de gas. Pensé en mi madre, en lo que sufriría al saberlo.

—No puede ser —acerté a decir.

Boris no respondió. Me miró muy serio y me puso en la mano un vaso lleno de whisky.

—Bébalo —me ordenó, como si aquello fuera una medicina que pudiera calmar el dolor que en ese momento sentía.

No bebí, no podía, sólo quería gritar, levantarme y golpear a cuantos me encontrara en el camino, salir a la calle a gritar a aquellos alemanes con los que me pudiera cruzar que eran unos asesinos, que todos ellos estaban manchados de sangre y que nunca, hicieran lo que hicieran, podrían limpiar aquella sangre.

Sí, quería maldecirles diciéndoles que su pecado recaería sobre sus hijos y sobre los hijos de sus hijos, y así hasta la Eternidad. Pero no me moví, estaba paralizado por el horror.

Sentí la mano de Gustav apretándome el brazo, que era su manera de decirme que mi dolor era su dolor.

—¡Maldita sea! ¡Por qué tengo que ser yo quien tenga que dar las malas noticias! —estalló Boris llenando de nuevo su vaso.

—Vamos, Boris, no te culpes —le dijo el coronel Williams.

—Lo peor es que a muchos de los que han hecho esto no les pasará nada —afirmó Boris.

—Sabes que hay un juicio en marcha, que se castigará a los culpables —repuso Williams.

—Amigo mío, ¿de verdad crees que van a pagar todos los responsables? No, no será así, en Nuremberg condenarán a unos cuantos jerarcas nazis y se acabó. Si hubiera justicia habría que juzgar a Alemania entera. Todos han sido cómplices —dijo Boris con rabia dando un puñetazo sobre la mesa.

—También hubo alemanes combatiendo contra Hitler —le recordó Williams.

—¿Cuántos fueron? Tan pocos que no resultaría difícil contarlos a todos —replicó Boris con rabia.

Yo les escuchaba en silencio, seguía sin poder decir nada aunque deseaba que Boris me diera más detalles sobre el asesinato de mi padre. Hice un esfuerzo y le pregunté:

—Qué más puede decirme.

—No hay nada más que lo que le he dicho. He preguntado si se conserva algo de lo que su padre llevaba encima, pero ya sabe que les despojaban de cuanto tenían y robaban aquello que podía tener algo de valor. Sólo hay constancia en un libro de registro del día de su llegada, de que le arrancaron dos muelas de oro y de que ese mismo día… Lo siento, juro que lo siento.

Yo intentaba imaginar cómo habían sido aquellas últimas horas de la vida de mi padre. El momento en que se abrieron las puertas del vagón donde había permanecido días enteros a oscuras, hacinado junto a otros seres humanos a los que, como a mi padre, los nazis trataban con menos consideración que si hubieran sido cabezas de ganado.

Le veía con los ojos parpadeando ante el repentino resplandor, desorientado en medio de lo desconocido. Imaginaba que en un gesto de respeto a los demás y a sí mismo se sacudiría el polvo del traje arrugado y maloliente después de tan largo viaje. Después algunos de aquellos soldados nazis les gritarían dándoles la orden de bajar del vagón para que se alinearan y poder contarles. Un poco después le subirían junto a los otros a un camión para trasladarles al corazón del campo.

Puede que algún alma cándida intentara insuflar ánimos al resto de los prisioneros. «Nos harán trabajar, pero sobreviviremos.» Seguramente mi padre no compartiría tanto optimismo. Salvo en el caso de Katia, Samuel nunca se dejó llevar ni por la imaginación ni por sus deseos. De manera que mi padre se preguntaría en qué momento se desharían de él, porque ¿para qué querrían los nazis a un hombre de su edad, pasados los setenta años, sin demasiada fuerza en los brazos y con la vista nublada? Le suponía aguantando el dolor cuando, sin ningún tipo de calmante, le arrancaron sus dos muelas de oro. Intentando mantener la dignidad aun a las puertas de la muerte.

Del cuarto donde le arrancaron las muelas le llevarían directamente a una sala más amplia donde, junto a otros hombres, inservibles como él para los intereses de aquellos malditos, le habrían hecho desnudarse. No me costaba ponerme en su piel y sentir el rubor de la desnudez ante otros hombres y ver cómo le empujaban a otra sala más amplia aún donde les dirían que sólo iban a recibir una ducha para quitarse la suciedad del viaje en tren.

La puerta se cerraría y los hombres mirarían hacia el techo en el que había unas duchas simuladas de las que de repente saldría no agua clara sino un gas letal que les arrebataría la vida en medio de horribles convulsiones.

El cuerpo de mi padre caería junto a otros cuerpos y allí yacería hasta que aquellos malditos los cargaran como si se tratara de escoria para finalmente arrojarlos a los hornos crematorios, donde desaparecían para siempre en forma de humo espeso que desprendía un olor penetrante que impregnaba todo el campo.

Ése había sido el final de mi padre, Samuel Zucker, el mismo final de seis millones de judíos. Quise preguntar a Boris y al coronel Williams cómo había quienes pretendían que los judíos que habíamos sobrevivido pudiéramos superar el Holocausto, qué nos podían decir para asumir la magnitud de lo sucedido, pero, sobre todo, cómo alguien podía pretender que perdonásemos a los verdugos.

Pero no dije nada, y nada me dijeron, permitiéndome aquellos minutos de silencio con los ojos cerrados en los que veía pasar ante mí lo sucedido a mi padre y a todos los que como él sufrieron el mismo destino.

—¿Podrías informarnos qué has averiguado de Dalida Zucker y Katia Goldanski? —La voz del coronel Williams me devolvió a la realidad.

Boris carraspeó y bebió un buen trago del whisky. Bajó la cabeza hacia el papel que tenía en la mano y durante unos segundos nos miró como si estuviera decidiendo si debía proseguir o no. Debió de pensar que yo necesitaba una tregua antes de conocer lo sucedido a mi hermana Dalida. De manera que clavó su mirada azul en Gustav.

—A Katia Goldanski la trajeron a Alemania, al campo de Ravensbrück. La fecha de llegada es enero de 1944. En un primer momento éste fue un campo para mujeres, pero luego construyeron otros adyacentes. Murió allí.

—¿En la cámara de gas? —se atrevió a preguntar Gustav.

Nos sobresaltó el puñetazo de Boris sobre la mesa. Fue tan intenso que derramó el vaso de whisky. Boris se levantó y buscó con qué limpiarlo. Le observábamos sin atrevernos a interrumpirle, mientras intentábamos aceptar lo que acababa de decir, que Katia estaba muerta, que había perdido la vida en un campo situado en la misma Alemania.

—Estos asesinos no se conformaban con acabar con sus víctimas en las cámaras de gas. Contaban con unos cuantos psicópatas que se decían médicos a quienes dieron vía libre para experimentar con los prisioneros. —Boris dio un largo trago a su vaso de whisky hasta vaciarlo. Parecía dudar si seguir o no, de manera que Williams le sirvió otra buena ración de escocés.

—Continúe, por favor —le pidió Gustav.

—Esos psicópatas experimentaban con el trasplante de huesos. Seccionaban el hueso de una persona para implantarlo en otra a la que previamente también le habían aserrado el mismo hueso. Lo hacían sin utilizar anestesia —y Boris volvió a golpear con sus puños encima de la mesa.

—¿Por qué habrían de hacerlo? Los judíos somos infrahumanos —dije yo.

—¡Por favor, Zucker! —Más que un ruego, la exclamación del coronel Williams era una orden para que pusiera coto a mi amargura.

—En Ravensbrück también utilizaban a las prisioneras para experimentar con gérmenes patógenos. Les inyectaban… —Boris cogió un papel y lo leyó con cierta dificultad—, el tétanos, y después sobre las heridas les introducían tierra, madera, cristales… Trataban de ver los efectos de la infección y si determinados medicamentos con los que experimentaban eran útiles. Muchas de sus víctimas murieron de gangrena.

—Y mi tía Katia ¿cómo murió? —El tono de voz de Gustav era tan bajo que a todos nos costó comprender su pregunta.

—Su tía… A Katia Goldanski le seccionaron varios huesos y se los trasplantaron a otra prisionera. Pero al seccionárselos… bueno, no hace falta que sea demasiado preciso, pero, además de los huesos, cortaban los músculos y los nervios…, de modo que algunas de las víctimas morían en medio de terribles dolores. Ella no pudo soportar aquel experimento… Murió desangrada sin que ninguno de aquellos bestias se apiadara de ella suministrándole algún calmante.

Gustav se tapó el rostro con ambas manos. Estaba haciendo un enorme esfuerzo por contener las lágrimas, por recomponerse por dentro antes de poder mirarnos a la cara.

Para mí Katia era como una diosa de marfil. Se lo había oído decir a Dina: era tan bella que no parecía real. Dina tenía razón. Ante la belleza de Katia uno no podía más que rendirse, aunque no se simpatizara con ella. Yo no le había perdonado que me robara a mi padre pero, aun así, nunca la había podido odiar.

Primero se habían ensañado con su cuerpo aquellos bestias de la Gestapo de París. Se habían regodeado haciendo añicos su belleza, y después cuando ya sólo era una masa de carne y sangre, la habían enviado a Ravensbrück, donde un sádico vestido de médico había completado el sacrificio.

La condesa Katia Goldanski durmiendo en un barracón con otras prisioneras a las que casi habían arrebatado cualquier rastro de humanidad. Los chinches y los piojos escalarían por su carne y anidarían entre los recovecos de su cuerpo. ¿Y su cabello? ¿Qué habrían hecho con aquel cabello de un color tan rubio que se asemejaba al blanco y que ella llevaba recogido en un moño sobre la nuca? Sí, se lo habrían cortado para acentuar su desnudez.

Me costaba imaginarla con aquellos harapos de rayas con que los nazis vestían a sus prisioneros. Habría tenido que compartir aquellas comidas malolientes y trabajar sin descanso mientras alguna de las guardianas le molía la espalda a palos. Imagino que Katia habría apretado los dientes, y aun vestida con los harapos de rayas, intentaría caminar erguida sin escatimar una sonrisa a sus compañeras, consolaría a quienes flaquearan y no dejaría ni por un momento de olvidar quién era, y sólo por eso haría lo imposible por no hacer nada que la avergonzara.

El día en que la llevaron a la sala donde aquellos sádicos que se decían médicos experimentaban con las prisioneras, ella seguiría las instrucciones que le fuera dando aquella bruja vestida de enfermera. «Quítese la ropa», «Tiéndase en la camilla», «Estese quieta». Apretaría los labios cuando la ataron a la camilla para que no se moviera e intentaría disimular la primera mueca de dolor procurando no llorar cuando el cuchillo del carnicero empezó a serrar su carne dolorida hasta llegar al fémur y arrancárselo llevándose de paso venas, arterias, músculos, tendones. Gritaría, se desmayaría y después moriría desangrada ante la indiferencia de aquellos malditos para los que Katia no significaba nada porque era judía, o medio judía, o un tercio judía. Tenía la suficiente sangre judía en sus venas para que no la consideraran un ser humano. Además, había formado parte de la Resistencia, de manera que para aquellos monstruos Katia, la bellísima Katia, debía morir.

—Su cuerpo… —La voz de Gustav estaba quebrada.

—La quemaron en uno de los hornos de Ravensbrück. Está en los registros —respondió Boris.

Volvía a tocarme a mí. Boris me miraba intentando saber si yo ya estaba en disposición de saber cómo habían asesinado a mi hermana. No, no lo estaba, pero no tenía más opción que escucharle. Vi cómo Gustav apretaba los puños y seguía luchando por contener las lágrimas. Se sentía tan derrotado como yo. Habíamos combatido en aquella guerra pero no habíamos podido salvar a nuestros seres queridos. Tampoco habíamos podido evitar la matanza de los nuestros. Nunca como aquel día había comprendido lo que significaba ser judío.

—Dalida Zucker fue conducida desde París hasta Auschwitz. Ella no pasó por el campo de Drancy sino que la llevaron directamente hasta Polonia, de modo que no pudo coincidir con su padre.

No sé por qué Boris hizo esa observación. ¿Acaso habría cambiado algo caso de haber coincidido en uno de esos abominables campos? Hacía un rato que sentía temblores por todo el cuerpo y me concentré en intentar dominarlos mientras escuchaba la voz pastosa de Boris.

—Su hermana vivió más tiempo que su padre y que la condesa. La asesinaron unos días antes de que nosotros liberáramos el campo. Lo siento.

Sentí que la rabia me dominaba de tal manera que estuve a punto de agredir a Boris, al coronel y a quien tuviera al alcance. Gustav volvió a colocar su mano sobre mi brazo como si con aquel gesto pudiera detenerme. Sin embargo, no habría podido moverme aunque hubiese querido, mi cabeza y mi cuerpo se habían disociado. Miré a Boris invitándole a proseguir.

—Según los registros, su hermana llegó a Auschwitz a finales de enero de 1944 en un tren repleto de judíos franceses que en su viaje hacia Polonia se le unieron más vagones cargados con prisioneros procedentes de otros lugares. Cuando los detenidos llegaban a Auschwitz eran seleccionados por el comandante del campo. A muchos se les obligaba a trabajar de sol a sol en distintas tareas, incluidas las del mantenimiento del propio campo, que no dejaba de ser una sucursal del Infierno. Su hermana era joven y fuerte, por lo que en vez de ser enviada inmediatamente a las cámaras de gas, fue seleccionada para trabajar.

»Auschwitz es el campo más grande de todos, aunque en realidad son tres campos: Auschwitz I, Auschwitz II, más conocido como Auschwitz-Birkenau, y Auschwitz III, conocido como Auschwitz-Monowitz.

»Su hermana estuvo en Auschwitz-Birkenau y la destinaron a trabajar en una fábrica de armamento próxima al campo.

»Sufrió lo indecible desde el primer día que llegó porque, a pesar de que los prisioneros constituían una fuerza de trabajo imprescindible para el Tercer Reich, los guardianes de las SS se complacían en maltratar hasta la tortura a aquella masa de desgraciados.

»Además… bueno, parece que su hermana era una joven bien parecida y fue obligada a servir de… distracción a algunos oficiales de las SS.

Boris bajó la cabeza como si las palabras que acababa de pronunciar le avergonzaran. Se sirvió la última ración de whisky que quedaba en la botella y se lo bebió de un solo trago, sin respirar. Yo me preguntaba que por qué me distraía mirando lo que hacía Boris en vez de centrar mis sentidos en lo que decía. Ahora sé que era porque no podía soportar el dolor que me producía saber lo que le había sucedido a Dalida.

Sentí las miradas de Gustav y de Williams pero las esquivé. No soportaba que nadie se compadeciera de nosotros.

—Parece que su hermana no era fácil de dominar, de manera que terminó siendo trasladada a Auschwitz I, bajo la jurisdicción del doctor capitán Josef Mengele, aunque el comandante de Auschwitz por aquella fecha era el coronel de las SS Arthur Liebehenschel.

—¿El doctor Mengele? —pregunté con incredulidad.

—Sí, Mengele, el sádico que reinaba en el Barracón 10; allí hacía sus experimentos ayudado por otros médicos y enfermeras tan sanguinarios y psicópatas como él. Sus víctimas preferidas eran los gemelos, los enanos, los niños… A su hermana la esterilizó. Mengele y otros dos médicos de la muerte, el doctor Carl Clauberg y el doctor Horst Schumann, pugnaban por desarrollar un método con el que pudieran esterilizar a todos los «infrahumanos»: judíos, deficientes mentales, enfermos… Les inyectaban medicamentos elaborados por ellos que al parecer contenían nitrato de plata, yodo y otras sustancias que provocaban unos dolores insoportables en sus víctimas, además de hemorragias que a veces les ocasionaban rápidamente la muerte. Sí, muchos morían, pero para Mengele eso no era un problema, tenía a su disposición miles de cobayas humanas y poco le importaba lo que les pasara. Parece que llegó a la conclusión de que la radiación era el método más fácil y menos costoso para la esterilización y se lo aplicó a miles de prisioneros. Muchos murieron precisamente a causa de las radiaciones.

»Dalida Zucker sufrió estos experimentos, pero cuando ya era poco más que un espectro que no les servía para sus macabros juegos, la enviaron a la cámara de gas. Su asesinato coincidió con la llegada de nuestras tropas. Desde unos días antes el comandante del campo había enviado a algunos prisioneros fuera de Auschwitz a otros campos, pero los que estaban demasiado enfermos para viajar o simplemente ya no servían para sus fines, fueron gaseados.

Ya no quedaba ni una gota en ninguna de las dos botellas, y Boris no tenía con qué aliviarse la desazón por habernos comunicado la muerte de los nuestros. Williams permanecía inmóvil sentado en la silla sin siquiera atreverse a darnos el pésame.

Ya estaba todo dicho. Mi padre y mi hermana habían muerto en una cámara de gas. Katia Goldanski con los huesos aserrados, desangrada en una camilla. Yo no quería oír nada más, ni mucho menos que me dieran una palmada en la espalda como muestra de condolencia.

Me levanté de la silla y Gustav hizo lo mismo. Al igual que yo, ansiaba salir de allí y respirar. A ambos nos faltaba el aire.

—He traído coche, les llevaré a vuestro sector —se ofreció el coronel Williams, pero rechazamos su ofrecimiento.

—¿Podría visitar Auschwitz? ¿Hablar con algún superviviente? —les pedí a Boris y a Williams.

Se miraron indecisos. En aquellos días la Cruz Roja se había hecho cargo de la mayoría de los campos, y en algunos aún se encontraban algunos supervivientes con los que nadie sabía qué hacer.

—No es una buena idea —dijo el coronel Williams.

Me encogí de hombros. No me importaba su opinión. Con o sin la ayuda de aquellos hombres, iría a Auschwitz, aunque me detuvieran.

—Podemos arreglarlo —aseguró Boris.

—Hágalo, y cuanto antes —le pedí.

Gustav y yo caminamos en silencio durante un par de horas. No teníamos necesidad de decirnos nada, sólo de pensar en nuestros familiares muertos. Yo en mi padre y mi hermana, él en su tía. Hubiera sido una necedad intentar darnos consuelo.

—Te acompañaré a Auschwitz —fue todo lo que me dijo Gustav cuando llegamos al hotel.

—Y yo te acompañaré a Ravensbrück.

Era más fácil llegar a Ravensbrück, estaba a noventa kilómetros de Berlín, y el coronel Williams se empeñó en ir con nosotros, «para ayudarles con la burocracia», nos dijo.

Un médico de la Cruz Roja nos acompañó en la visita dándonos detalles estremecedores del estado de los supervivientes. Gustav quiso ver el barracón donde Katia había pasado los últimos meses de su vida.

Cuando entramos aún pudimos sentir el olor de la miseria, de la enfermedad, de la desesperación.

Unas literas de madera se apilaban junto a la pared, en una de ellas había dormido Katia. Durante unos segundos pudimos verla allí, y la sentimos desvalida aunque ella intentara esforzarse por aparentar que los nazis no podían quebrarla.

El médico nos habló de una mujer que había ocupado el mismo barracón y que aún vivía, aunque estaba muy enferma.

—Ha perdido la cabeza, y dice cosas inconexas.

Insistimos en verla, dispuestos a reencontrarnos con Katia a través de las sombras de locura de aquella mujer.

Lo que había sido el hospital del campo ahora albergaba a unos cuantos desgraciados cuidados por los médicos y enfermeras de la Cruz Roja. Estaban demasiado enfermos o demasiado locos como para llevarlos a otra parte. Además, las potencias aliadas no terminaban de ponerse de acuerdo en qué hacer con los judíos. No habían hecho una guerra para salvarnos a nosotros, sino para salvarse a sí mismos; los judíos simplemente estábamos allí, y, una vez más, parecíamos incomodar a todos.

Una enfermera dispuso un par de sillas junto a la cama de la mujer advirtiéndonos que «no sabe lo que dice. Cuando llegó a Ravensbrück estaba embarazada de cuatro meses, y le sacaron a su hijo de las entrañas. Lo hicieron sin ponerle ningún medicamento para controlar el dolor. Querían comprobar cuánto dolor se puede aguantar. Luego le sajaron los pechos. Perdió la razón».

—¿Conoció a Katia Goldanski? —le preguntó Gustav.

La mujer nos miró y yo creí ver en sus ojos un destello de reconocimiento.

—Era alta, con el cabello entre blanco y dorado, los ojos muy azules, muy distinguida —continuó diciendo Gustav.

—Katia… Katia… Katia… —La mujer no acertaba más que a repetir el nombre, pero de repente buscó entre las sábanas y nos mostró un pañuelo de encaje.

Gustav le tendió la mano para cogerlo pero ella volvió a ocultarlo entre las sábanas.

—Este pañuelo era de Katia —murmuró Gustav.

Sí, no podía ser más que de Katia, un pañuelo de batista y encaje. Aquella mujer se aferraba al pedazo de tela como si para ella fuera importante.

—Me limpiaba…, me limpiaba…, así, así. —La mujer se pasó el pañuelo por el rostro y por el cuello.

Nosotros la observábamos sin atrevernos a interrumpirla, ansiosos por que una chispa de cordura aflorara en la mirada perdida de aquella mujer que se había refugiado en la locura.

—¿Le contó algo, hablaba de alguien?… —insistió Gustav.

Ella le miró como si pudiera reconocer y luego le pasó la mano por el cabello. Gustav no se movió, parecía haberse convertido en mármol. Después ella bajó la mano y comenzó a cantar, era una vieja canción en yiddish. Se acurrucó y cerró los ojos y vimos cómo se deslizaban por sus mejillas unas lágrimas espesas.

La enfermera nos hizo una seña para que nos marcháramos. Aquella pobre mujer no podía decirnos más, y si hubiéramos insistido sólo habríamos aumentado su propio sufrimiento.

—Este lugar es siniestro —murmuró Gustav.

Lo era. ¿Cómo no iba a serlo? Las almas de miles de mujeres habían quedado confinadas en aquel campo, en aquellos barracones, en el hospital donde aquellos monstruos que se decían médicos experimentaban sin piedad con sus cuerpos hasta reducirlos a la nada. Aquellas almas se habían quedado prendidas en las paredes de las cámaras de gas.

Los soldados habían liberado el campo pero no habían podido liberar a las almas del sufrimiento extremo al que los nazis habían sometido sus cuerpos.

—Es horrible…, no puedo soportar pensar en lo que ha pasado —dijo Gustav mientras nos acomodábamos en el coche del coronel Williams para regresar a Berlín.

Durante todo el trayecto permanecimos en silencio. El silencio se estaba convirtiendo en norma entre nosotros. Creo que sólo ansiábamos huir de allí.

Dos días después viajamos a Auschwitz. Boris había arreglado que pudiéramos hacerlo ahora que Polonia había pasado a ser tutelada por los soviéticos.

Esta vez Williams no pudo acompañarnos, pero Boris nos facilitó salvoconductos para que nadie pudiera detenernos. También nos recomendó a un capitán amigo suyo, Anatoli Ignátiev.

—Somos del mismo pueblo, nos conocemos desde niños aunque él es un poco mayor que yo. Si le llevan una buena botella de whisky se lo agradecerá.

Gustav se hizo con un par de botellas en el mercado negro. Las compartiríamos con el capitán Ignátiev, porque en aquellos días tanto Gustav como yo echábamos mano del alcohol para perder la consciencia y poder sobrevivir al dolor.

En Cracovia nos esperaba el capitán Ignátiev. Se parecía a Boris. Alto y fuerte e igual de expansivo, se empeñó en que bebiéramos antes de llevarnos a Auschwitz.

—Iremos mañana, hoy es mejor que descansen. Esto lo hago por Boris, porque les aseguro que se me revuelven las tripas cada vez que visito ese campo.

Le pedí que me ayudara a buscar entre los supervivientes a alguien que hubiera conocido a mi hermana.

—No se lo recomiendo —dijo.

Pero insistí. Necesitaba reencontrarme allí con mi hermana, saber de su sufrimiento, de su desolación, de sus sueños, porque estaba seguro de que Dalida no se habría rendido hasta el final. Siempre había admirado su fuerza de carácter, su manera de plantarle cara a la vida sin que le importaran las consecuencias.

Mientras nos acercábamos al campo empezó a llover sin piedad. Sentí que se me aceleraba el pulso cuando franqueamos el portalón de entrada. Me paré en seco para observar la inmensidad de aquel lugar donde de manera industrial se había producido el exterminio de millones de personas, judíos en su mayor parte.

Anatoli Ignátiev nos guió por los tres campos, nos permitió visitar todos los rincones, los barracones donde se hacinaban los presos, las cocinas, el lugar donde el doctor Mengele llevaba a cabo sus experimentos, las cámaras de gas y las salas donde a los muertos los despiezaban como si fueran animales, primero les arrancaban la piel, luego les cortaban el cabello para hacer cera y otros utensilios y les extraían los dientes de oro, antes de llevarlos a los hornos crematorios…

No sé cuántas horas tardamos en recorrer el campo de la muerte, sólo sé que tuvimos que pararnos en un par de ocasiones porque yo no lo pude evitar y vomité. Si Ravensbrück nos había conmocionado, Auschwitz nos estaba helando la sangre. Era una ciudad, una pequeña ciudad levantada con un único objetivo: asesinar.

Las vías del tren acababan de repente porque quienes llegaban allí no tenían otro destino que morir.

—Ya ha visto bastante, vámonos —me insistía Anatoli Ignátiev.

Pero yo no estaba dispuesto a escapar. Si mi padre y Dalida habían sufrido allí, si les habían arrancado la vida en aquel lugar, yo tenía que ser capaz al menos de visitarlo, de mirar de frente aquel espacio en el que los espíritus de los asesinados permanecerían para siempre.

Vi a Dalida, sí, la vi mientras intentaba caminar sobre el barro. Sentí su desesperación cuando la empujaron al barracón donde habría de vivir durante un largo año. Seguramente intentaría darse ánimos diciéndose que después de haber sido torturada por la Gestapo nada peor le podía pasar. Puede que alguna mujer tan desesperada como ella se le acercara para darle la bienvenida y explicarle que allí se llegaba para morir, que era cuestión de días o de meses, pero que el final estaba escrito. Ella escucharía con atención todas las recomendaciones. Quién era el más sádico de los guardianes, los trabajos que tendría que realizar, la desesperanza tras comprobar que de allí no había manera de escapar.

Dalida tenía una personalidad que era como un imán, de modo que pronto tendría amigas, compartiría la miseria, su propia miseria con la miseria de las demás. Y les hablaría de Palestina. Sí, seguro que lo habría hecho. Palestina, el hogar reencontrado, la tierra que les estaba esperando.

Salí enfermo de Auschwitz. Tenía fiebre, me dolía el estómago, me faltaba aire para respirar. Le pedí a Gustav que fuera él solo a emborracharse con Anatoli Ignátiev, yo necesitaba recomponer los pedazos de mí mismo.

Cuando llegué al hotel me tumbé sobre la cama y me quedé dormido. No sé cómo pude dormir, pero lo hice y en mi sueño viajé a las profundidades del Infierno, porque era el Infierno el que veía en mi pesadilla, el Infierno que no era otro que el campo de Auschwitz.

A la mañana siguiente Gustav me despertó preocupado por mi salud.

—Regresemos a Berlín para que te vea un médico.

—No, no iré a ningún médico alemán. Jamás —le respondí.

A Gustav le asustó mi determinación.

—Pero…

—Somos judíos, ¿crees que podemos poner nuestra vida en manos de un alemán? Todos, todos lo sabían y les parecía bien, todos son culpables del genocidio, y tú quieres que vaya a un médico alemán, que me vea alguien que se calló o aplaudió «la solución final».

—No puedes culpar a todos los alemanes —insistió Gustav.

—Sí, sí puedo, es lo que hago, todos son culpables. Y nunca, nunca les perdonaré. No podemos perdonarles, ¿no te das cuenta de lo que han hecho? El Holocausto no ha sido la locura de un hombre, ni de unos cuantos hombres, ha sido la decisión de todo un país, y todos son culpables. Me repugna que algunos ahora quieran convencer al mundo de que no sabían nada.

—¡Por favor, Ezequiel, no le des más vueltas o te volverás loco!

—Puede que me vuelva loco, pero por loco que sea, mi locura no me llevaría a querer exterminar a todos los alemanes. Y ¿sabes por qué?, porque no ha sido obra de locos, sino un plan perfectamente pensado, organizado, ejecutado. No hay un ápice de locura en lo que han hecho. ¡Por Dios, Gustav, no les disculpemos llamándoles locos!

El capitán Anatoli Ignátiev nos llamó para decirnos que sabía de alguien que había conocido a Dalida. Una mujer que, como mi hermana, había sido obligada a prostituirse con los soldados que guardaban el campo, aquellos malditos de las SS.

Se llamaba Sara Cohen, era griega, de Salónica. Estaba en un campo de la Cruz Roja.

Pensé en mi madre. Miriam. Su familia había llegado a Palestina después de haber sido expulsados de España y refugiarse en Salónica. De manera que sentí que con aquella mujer tenía un vínculo no sólo porque había conocido a mi hermana, sino también porque mi madre no podría explicarse a sí misma sin sus orígenes griegos.

No era fácil conseguir un permiso para hablar con los supervivientes de los campos ahora tutelados por la Cruz Roja, pero con la ayuda del capitán Ignátiev y de Boris, conseguimos llegar hasta Sara Cohen.

Cuando por fin dimos con ella pensé que estaba visitando un campo de espectros. Cientos de mujeres y de hombres esqueléticos, extenuados, con la mirada perdida, intentando volver a la tierra de los vivos, iban de un lugar a otro, seguidos por una enfermera, un médico o algún alma samaritana que echaba una mano en las labores del campamento.

El médico que nos recibió dijo llamarse Ralf Levinshon y nos exhortó a que fuéramos prudentes y no hiciéramos nada que pudiera ahondar aún más en el dolor de aquella mujer que se prestaba a hablar con nosotros.

—Sara Cohen pasó por las manos del doctor Mengele y si no está muerta es porque uno de los oficiales de las SS se encaprichó de ella. Pero ha sufrido más de lo que ningún ser humano puede soportar. Su salud física es frágil, pero aún más lo es su estado mental. Es muy joven, acaba de cumplir veinticinco años y está librando una batalla entre la locura y la razón, y la frontera es tan tenue que temo que podamos perderla.

Seguimos al doctor Levinshon hasta un pabellón donde varios enfermos estaban sentados sin mirarse los unos a los otros, cada uno luchando por escapar de las visiones del Infierno que les acompañarían hasta el día de su muerte.

Sara estaba sentada en un rincón. Tenía los ojos cerrados y parecía dormida.

—Sara… Sara, he venido con estos señores de los que te hablé… Son familia de tu amiga Dalida… —El médico le hablaba con tanta suavidad que costaba entenderle.

Durante unos segundos ella no se movió ni dio muestras de haberle escuchado, luego con una lentitud que me pareció eterna, fue abriendo los ojos y dirigió su mirada hacia mí. En aquel mismo instante me enamoré de ella.

No sé cuánto tiempo permanecimos en silencio sosteniéndonos la mirada el uno al otro. No sabía si me estaba evaluando o si buscaba en mí rastros de Dalida. Yo no podía apartar mis ojos de sus ojos porque, aun en su extrema fragilidad, me pareció la mujer más bella del mundo. Sí, aunque el verde de los ojos se hubiera apagado por lo que habían tenido que ver, aunque su cuerpo pareciera desarticulado, sólo un montón de huesos inertes, aunque su cabello rubio estuviera deslucido y sus manos se hubieran vuelto ásperas, aun así, su belleza no parecía de este mundo. No sé por qué pensé en Katia. Hasta aquel momento Katia me había parecido la mujer más bella del mundo. Pero la de Katia había sido una belleza terrenal, elegante, plena, mientras que Sara Cohen parecía una mariposa transparente con las alas rotas.

Gustav me apretó el brazo y me hizo un gesto mostrándome su preocupación por Sara. El médico nos observaba expectante, y cuando ya estaba a punto de decirnos que nos marcháramos, ella habló.

—Ezequiel… —dijo mi nombre en un susurro.

—Sí, soy Ezequiel Zucker, el hermano de Dalida.

—Quiero irme de aquí, quiero ir a casa —murmuró.

—La llevaré, no se preocupe, le doy mi palabra que la llevaré.

Gustav y el médico me miraron sorprendidos. Me había comprometido con tal rotundidad que creo que se asustaron pensando que nada me detendría para cumplir con aquel compromiso que acababa de adquirir con Sara Cohen.

—Ella me hablaba de usted…, le echaba de menos… y también a su madre. Por las noches, cuando regresábamos de… —Sara cerró los ojos y supe que estaba viendo lo sucedido—, bueno, ya sabe… se echaba en el camastro y comenzaba a llorar y a llamar en voz baja a su madre. Le pedía perdón por haberla dejado, yo me levantaba e intentaba consolarla. Le decía que una madre lo perdona todo. Pero Dalida no se perdonaba a sí misma. Se reprochaba haber sido egoísta por abandonar Palestina para vivir en París y en Londres y tener vestidos, ir a fiestas… Quería mucho a su padre, y admiraba a su nueva esposa, ¿Katia?… Sí, creo que me dijo que se llamaba Katia.

Volvió a cerrar los ojos. Se la notaba agotada por el esfuerzo de hablar, de recordar.

—Debes descansar —le dijo el médico—, quizá estos caballeros puedan venir mañana…

Pero ella volvió a abrir los ojos y me miró angustiada.

—No, no…, no estoy cansada, quiero hablar, quiero irme de aquí, él me ha prometido que me llevará…, no quiero estar aquí…

Me acerqué y le cogí la mano. Ella se soltó con tanta violencia que me asustó. Yo me quedé desconcertado. Parecía repelerle el contacto físico, pero un segundo después me tendió la mano mientras comenzaba a llorar.

—No debería usted haberle cogido la mano —me reprochó el médico—, creo que ya ha sido bastante por hoy…

De nuevo Sara se impuso.

—Quiero hablar, contar lo que quieran saber. Y luego marcharme de aquí —volvió a repetir.

—No queremos agobiarla, podemos volver mañana —dijo Gustav.

—Hablaré, hablaré… Yo ya estaba en Auschwitz cuando Dalida llegó. Llevaba unos meses, sí, recuerdo que fue en marzo de 1943 cuando nos metieron en ese tren… Hasta el 43 los judíos de Salónica creímos que lograríamos sobrevivir… Nos habían confinado en el gueto, nos habían echado de nuestras casas, nos habían quitado todo lo que teníamos de valor, pero creíamos que podríamos conservar la vida. Sin embargo, en febrero vinieron aquellos hombres…

—Sara, tienes que contar a estos caballeros lo que recuerdas de Dalida. —El doctor Levinshon intentaba que ella no divagara perdiéndose en sus propios recuerdos.

—Déjela proseguir, quiero saberlo todo… —le pedí al médico.

—No sé si eso le hará bien… —protestó él.

—Dieter Wisliceny y Alois Brunner, sí, se llamaban así. Cuando ellos llegaron todo fue peor. Teníamos que llevar la estrella amarilla cosida en los abrigos y no podíamos salir de casa por la noche, ni subir al tranvía, ni entrar en un café; expulsaron a todos los judíos de los sindicatos, de cualquier organización…, ordenaron que en todas las casas de judíos hubiera una marca para así poder distinguirnos. Como no nos permitían trabajar, tuvimos que empezar a vender lo que teníamos, hasta que incluso eso nos prohibieron. Finalmente llegó un momento en que aquellos hombres de las SS decidieron confinarnos a todos en un solo barrio, cerca de la estación… Lo cerraron con alambre de espinos y colocaron guardias para vigilar que no pudiéramos escapar. Aquel barrio lo habían levantado un siglo atrás los judíos que escaparon de los pogromos del zar… Quién iba a decir que aquel lugar de libertad se convertiría en una cárcel… Nos organizamos como pudimos, pero apenas teníamos con qué subsistir. Nos lo habían quitado todo. Luego, un día Brunner nos anunció que iban a enviarnos a Cracovia, que allí podríamos emprender una nueva vida en una colonia preparada para los judíos.

»Ninguno queríamos irnos. Salónica era nuestra pequeña patria, la patria que habían encontrado nuestros antepasados cuando fueron expulsados de España.

»Mi padre era un anciano, mi madre era más joven que mi padre, pero enfermó durante esos meses de confinamiento y en parte yo fui culpable de su enfermedad.

»Yo tenía novio, Nikos, un novio griego y cristiano. Habíamos planeado escaparnos, irnos a Estambul, donde esperábamos vivir sin la presión de sus padres y los míos. ¡Una judía y un cristiano! Pero nosotros nos queríamos y poco nos importaba la religión del otro. Cuando nos encerraron en el campo yo ya estaba embarazada. En medio del desastre, otro desastre: una chica judía embarazada y sin marido.

»Nikos hizo lo imposible por sacarme del campo, arriesgando su vida, porque además de querer rescatar a una judía, él era miembro del KKE, el Partido Comunista de Grecia. Pero todos sus intentos fueron en vano. Le detuvieron y le fusilaron. Cuando nos obligaron a subir al tren yo estaba tan desesperada que ni siquiera me importaba adónde nos pudieran llevar.

Sara volvió a cerrar los ojos. El médico se acercó a mí y me dijo al oído, procurando que ella no le escuchara:

—Está divagando, puede que no le cuente nada de su hermana.

Le respondí que estaba dispuesto a escucharla, que su historia era la historia de seis millones de almas y que esas historias formaban parte de mi propia historia.

Ella volvió a abrir los ojos y noté que parecía tener dificultades para fijar la mirada; cuando lo hizo, prosiguió.

—No imagina lo que es sentirse menos que nada. Para los hombres de las SS no éramos humanos y, por tanto, no merecíamos que nos trataran como si lo fuéramos. No nos permitieron bajar del tren hasta llegar a Cracovia, a Auschwitz… Imagínese a cientos de personas hacinadas en los vagones, sin disponer siquiera de un rincón de intimidad para hacer las necesidades más íntimas. El hedor resultaba insoportable y cada día que pasaba nosotros mismos veíamos perder nuestros vestigios de humanidad.

»Cuando llegamos al campo, los guardias de las SS nos separaron. A mi padre y a mi madre los mandaron con un grupo numeroso de personas de más edad; a los más jóvenes y más fuertes nos colocaron en otro lado. Yo grité porque no quería separarme de mis padres y corrí hacia ellos, pero uno de los guardias me golpeó con la culata de su fusil y caí al suelo con una herida en la cabeza. Otro guardia se acercó y me dio una patada en el vientre y sentí que se me desgarraban las entrañas. “¡Levántate, perra!”, me gritó, y no sé de dónde saqué fuerzas pero me levanté porque sabía que de no hacerlo me matarían allí mismo. Escuchaba los lamentos de mi madre y la voz airada de mi padre que intentaba acercarse a mí para ayudarme. Pero también les golpearon a ellos. Luego les obligaron a caminar hacia unos pabellones. Aquella misma noche los enviaron junto al resto de los ancianos y de los enfermos a las cámaras de gas.

»Me puse de parto aquella misma noche. Las mujeres del barracón me ayudaron a traer a mis hijos al mundo a oscuras, a la luz de los restos de una vela que a duras penas podían mantener encendida. No sé cómo lo lograron. Una de ellas desgarró mi carne con sus propias manos hasta lograr sacar a mis hijos de mi vientre. Otra me apretaba la boca para impedir que mis gritos alertaran a los guardias. “Por malo que sea parir aquí, mucho peor sería que lo hicieras en el pabellón del doctor Mengele”, murmuraba una joven de mi edad.

»No sé cuánto tiempo tardé en dar a luz, sólo recuerdo que estaba amaneciendo cuando, por fin, me pusieron a mis hijos en los brazos. Eran dos niños preciosos, gemelos, idénticos el uno al otro. Yo apenas podía moverme. Estaba agotada y había perdido mucha sangre, pero aun así me sentí más viva que nunca, dispuesta a defender a mis hijos del mal que estaba segura se iba a cernir sobre nosotros.

»Por más que intentaron ocultarme en el barracón, los guardias me descubrieron. Mis hijos lloraban, tenían hambre y en mis pechos no había ni una sola gota de leche. Me golpearon obligándome a levantarme y uno de ellos salió en busca de su superior. Cuando entró aquel hombre… me miró de arriba abajo y ordenó a los kapos que llevaran a mis hijos al pabellón del doctor Mengele. “Se pondrá contento con este regalo”, dijo riendo. Yo comencé a gritar intentando impedir que se los llevaran… Me golpearon y caí inconsciente al suelo. Cuando recuperé el sentido sentí el aliento de un hombre tan cerca de mi rostro que estuve a punto de vomitar.

»“Espléndido…, espléndido…, ya vuelve en sí…”, escuché aquellas palabras abriéndose paso en mi cabeza. Cuando recuperé el habla pregunté por mis hijos, pero el hombre hizo un gesto con la mano indicándome que no le incomodara, pero volví a insistir. Una enfermera me inyectó algo en el brazo y de nuevo perdí el conocimiento.

»Si no hubiera sido por mis hijos no habría querido regresar al mundo de los vivos. Regresé creyendo que podría salvarlos.

»No sé qué hicieron con mi cuerpo, sólo sé que el doctor Mengele se complacía en experimentar conmigo. Me inyectaban no sé qué sustancias, y examinaban mi útero para que él pudiera estudiar qué había de extraordinario en mi vientre que había albergado gemelos.

»Por más que preguntaba por mis hijos no me daban respuesta, hasta que un día una enfermera me dijo: “No son tus hijos, ahora pertenecen al doctor”.

»Un día me devolvieron a mi barracón. Apenas podía andar, no sabía qué habían hecho conmigo, pero sentía que me ardían las entrañas y no dejaba de sangrar.

»“Si vive trabajará, si no trabaja no servirá de nada, de manera que ya sabéis lo que hay que hacer”, escuché cómo le decía un guardia a uno de los kapos.

»Pero viví. Estaba resuelta a vivir, a rescatar a mis hijos dondequiera que estuvieran.

»Yo no sabía nada del doctor Mengele, fueron mis compañeras de barracón quienes me contaron de su pasión por los gemelos, de sus experimentos asesinos.

»No sé por qué, uno de los guardias se fijó en mí, pero al hacerlo me convirtió en una prostituta. En aquel campo se obligaba a algunas mujeres a ser prostitutas de nuestros guardianes. Eran los soldados los que abusaban de nosotras, y también los oficiales de vez en cuando nos utilizaban para sus desahogos.

»En Auschwitz, si te daban un trozo de jabón y te ordenaban asearte ya sabías lo que te esperaba. Había otra mujer en el barracón a la que también utilizaban como prostituta. Era mayor que yo y parecía resignada. “Si te opones será peor, te molerán a palos y, además, de todos modos te violarán”, me decía, pero a mí me resultaba imposible entregarme sin más. Odiaba a aquellos hombres.

»El guardia que me había seleccionado se enfadó porque la primera vez me enviaron al dormitorio de su superior. El hombre ni siquiera me miró. Me empujó contra la pared, me arrancó la ropa y me violó. Yo permanecí quieta, intentando dominar el asco que me agarraba la garganta hasta convertirse en vómito. Cuando aquel sargento se hartó de violarme aún tuve que sufrir dos violaciones más, la del guardia que me había señalado y la de otro soldado.

»Las violaciones se convirtieron en un ritual. No sé cuántos soldados, cuántos guardianes, incluso algún kapo, abusaron de mí. Aún siento aquellas manos extrañas recorriendo mi cuerpo, maltratando mi carne, humillándome mientras me convertían en una puta sin alma.

»El sargento del primer día tomó por costumbre ser el primero todas las noches, luego tanto le daba lo que hicieran conmigo.

»Con el paso de las semanas comenzó a hablarme, yo apenas le escuchaba y respondía indiferente, ¿qué podía importarme lo que me dijera? Un día pensé que a lo mejor aquel hombre podía averiguar algo de mis hijos. Cuando le pregunté se quedó pensativo. Yo, una infrahumana, le suplicaba queriendo saber qué había sido de mis niños. No sé por qué pero se comprometió a averiguar cuál había sido su destino.

»Al día siguiente me juró que los niños estaban bien, que el doctor Mengele los trataba como si fueran un tesoro, que no les sucedería nada malo, y que si yo colaboraba más cuando me ponía debajo de su cuerpo, quién sabe si me llevaría a verlos.

»Lo hice. Sí, lo hice. La promesa de ver a mis hijos era superior a mi determinación de mantener mi dignidad haciendo de mi cuerpo un simple objeto.

»Todas las noches le preguntaba cuándo vería a mis hijos, y él me abofeteaba diciéndome que no le presionara y que me portara bien.

»Nunca me llevó a verlos. No habría podido aunque hubiese querido…

»Cuando llegó su hermana Dalida, ocupó una cama junto a la mía. La mujer que la había ocupado había muerto de un ataque al corazón.

»El día que llegó lo primero que preguntó es cómo se podía escapar. Las mujeres le explicaron que era imposible y que si lo intentaba lo único que conseguiría sería acelerar su cita con la muerte. Pero era tanta su determinación que al cabo de unos días me acerqué a ella para decirle que si encontraba la manera de escapar me iría con ella, aunque antes tendría que ayudarme a recuperar a mis hijos.

»Le conté mi historia y ella me contó la suya y comenzamos a soñar con escapar. No había pasado más de un mes cuando a su hermana le dieron el pedazo de jabón y le ordenaron que se aseara. Lloró tanto… yo no me sentía capaz de consolarla.

»En su primera noche la violaron media docena de guardias. Cuando de madrugada llegó al barracón apenas podía caminar y en sus piernas la sangre seca parecía un dibujo macabro. La abracé para que no se sintiera sola, pero a partir de aquella noche, al igual que me había sucedido a mí, a Dalida se le había helado el alma.

Sara cerró los ojos y temí que se perdiera en sus recuerdos. El doctor Levinshon nos hizo una seña para que nos marcháramos, pero yo no estaba dispuesto a irme sin saber todo lo que le había ocurrido a mi hermana, de manera que aunque Gustav se levantó de su asiento dispuesto a seguir al médico, yo permanecí inmóvil esperando a que Sara volviera a abrir los ojos. Lo hizo, aunque durante unos segundos su mirada parecía perdida, como si no supiera ni quiénes éramos ni dónde estaba.

—Si está cansada… —acerté a decirle.

—Estoy cansada, sí, muy cansada. Pero es usted el que necesita saber para descansar, de manera que olvidaré mi cansancio para ayudarle a borrar el suyo.

—Gracias. —No sabía qué más podía haberle dicho en aquel momento.

—Después de aquella primera noche Dalida no volvió a llorar. Se impuso a sí misma no hacerlo. No quería que aquellos cerdos la vieran vencida ni atemorizada. «Me van a matar igual, pero por lo menos no les daré la satisfacción de burlarse de mi angustia», me decía para darse ánimos a sí misma.

»Durante el día trabajábamos en una fábrica de armamento. Nos despertaban apenas amanecía, y nos trasladaban a la fábrica hasta entrada la tarde, cuando nos devolvían al barracón. No tardaba mucho en llegar alguna de aquellas guardianas con el trozo de jabón. Entonces nos aseábamos lo mejor que podíamos antes de que nos llevaran ante los hombres que nos aguardaban en la cantina. Dejarnos violar se convirtió en una rutina. Nos trataban como a trozos de carne y no hacíamos nada por ser otra cosa. Algunos de los guardias se empeñaban en hacernos beber y nosotras bebíamos. En algunas ocasiones nos ofrecían algo de comer y aunque al principio yo me negaba a obtener ningún privilegio, tu hermana me convenció de que debíamos aceptar aquella comida; no es que fuera nada extraordinario, algunos pepinillos, pan negro, cebollas en vinagre, pero guardábamos lo que podíamos y lo llevábamos al barracón para compartirlo con nuestras compañeras.

»Algunas… bueno, algunas nos miraban con asco. Para los judíos del campo no había nadie más odioso que los kapos y nosotras, las que les servíamos de prostitutas. No se atrevían a reprocharnos nada con palabras, pero sus miradas… No había día en que algún grupo no fuera llevado a las cámaras de gas. A nosotras nos salvaba el haber sido elegidas como prostitutas. Involuntariamente comprábamos tiempo con nuestro cuerpo, aunque si hubiéramos podido elegir habríamos preferido la muerte antes que aquellos cerdos se sirvieran de nosotras.

»Otro sargento se encaprichó de Dalida. La reclamaba todas las noches e incluso pagaba a sus compañeros para que le permitieran estar con tu hermana hasta el amanecer. Dalida le odiaba tanto como a los demás, decía que la utilizaba para las fantasías más abyectas. En ocasiones ella regresaba con moratones por todo el cuerpo porque él disfrutaba pegándola. La ataba a la cama y…, no le daré detalles, no es necesario. No imagina lo que tuvimos que soportar…

»No sé por qué, pero un día llevaron a su hermana al doctor Mengele. Había pedido mujeres jóvenes para sus experimentos. La esterilizaron y la radiaron, pero no calcularon bien el tiempo de exposición y sufrió quemaduras que la dejaron imposibilitada. Ya no podía trabajar en la fábrica y mucho menos servir de diversión a los guardias, de manera que…

Sara rompió a llorar. Miraba a un punto perdido en el infinito donde seguramente veía a Dalida. A mí empezaron a temblarme las piernas.

—Ya no la volví a ver, se la llevaron a la cámara de gas junto a otras mujeres que ya no les servían. No lo supe hasta dos días después, cuando insistí al guardia que se había aficionado a mí que me dijera qué había sido de Dalida. Estaba borracho y se empezó a reír: «Está donde tú también acabarás muy pronto. Cada día estás más fea y ya no sirves ni para aliviar a un hombre», y me empujó al suelo dándome un puntapié en la espalda. Me levanté como pude esperando que volviera a golpearme, pues era lo que más le complacía. Y fue lo que hizo. Al regresar al barracón ya sabía que nunca más vería a Dalida. Cuando nos liberaron insistí en que me dijeran qué había sido de mis hijos. El doctor… —y me miró fijamente— averiguó en los archivos lo que les hicieron a mis hijos. Les inyectaban en los ojos intentando cambiar el color del iris…, aquellas medicinas les dejaron ciegos… Pero no se conformaron con eso…, les cosieron, sí, les cosieron; Mengele quería saber cómo estaban configurados los siameses… Torturaron a mis hijos hasta matarlos. No vivieron más que unos pocos meses. Mis pequeños no pudieron soportarlo.

Hacía rato que yo estaba llorando. No me importaba, no sentía ningún pudor por que me vieran llorar. Además, a Sara no le impresionaba que un hombre pudiera llorar. Ella ya había agotado las lágrimas, de manera que no podía sentir compasión por el llanto de los demás.

—Deben irse. —Las palabras del médico eran una orden más que una invitación.

—Ha prometido sacarme de aquí —me dijo Sara.

—Y lo haré, no me iré sin usted.

Seguimos al médico hasta su despacho. Estaba decidido a pelear para llevarme a Sara.

—No le aconsejo que lo haga. —El doctor parecía preocupado por mí—. Está enferma, enferma de cuerpo y alma. La hemos rescatado del Infierno y no sé cómo va a poder volver a la normalidad. Además, tendrá que hacer un montón de papeleo para que le permitan salir de aquí.

—Sí, ya sé que los judíos continuamos siendo un problema, y que nadie sabe qué hacer con los supervivientes de los campos. Todos se lamentan de lo sucedido pero no les permiten ni siquiera emigrar. Ni Estados Unidos, ni Inglaterra, ni Francia…

—Señor Zucker, soy norteamericano y soy judío. Mis padres eran polacos, emigraron a finales del siglo XIX a Estados Unidos, y ya ve, yo, su hijo, hijo de unos campesinos, soy médico. Cuando era niño mi madre me hablaba de los pogromos, de cómo era vivir sintiéndose diferente. No olvido que soy judío y le aseguro que hago cuanto puedo por los que están aquí —dijo el doctor Levinshon.

—Ayúdeme a llevarme a Sara —le supliqué.

—Deberías pensar en lo que ha dicho el doctor —se atrevió a intervenir Gustav.

Yo me revolví enfadado y, al responderle, alcé la voz.

—Imagina por un instante que fuera Katia, o mi propia hermana, y que alguien pudiera salvarlas, sacarlas de aquí… ¿Cómo crees que estarían si estuvieran vivas? Serían espectros como lo es Sara. Necesito ayudarla. Lo necesito.

Me costó encontrar al coronel Williams. En el cuartel general de Berlín nos informaron de que le habían reclamado en Londres y tardaría al menos una semana en regresar. Su ayudante me prometió que le localizaría y le transmitiría mi urgencia en hablar con él. Luego insistí a la telefonista para que me comunicara de nuevo con Berlín, esta vez con el cuartel general de los soviéticos.

El capitán Boris Stepánov me escuchó sin interrumpirme y no pareció sorprenderse cuando le pedí que me ayudara a llevarme a Sara Cohen del campo de la Cruz Roja. Prometió que hablaría con su colega, el capitán Anatoli Ignátiev.

—Mi amigo Anatoli ya me había dicho que quiere usted llevarse de Auschwitz a esa mujer que era amiga de su hermana. No seré yo quien le aconseje lo contrario, haré lo que pueda, pero tiene que darme al menos un par de días. Se tarda más en mover un papel de un despacho a otro que en ganar una guerra.

Nunca imaginé que la amistad entre Gustav y yo llegaría a ser tan intensa. Nos habíamos conocido de niños y encontrado de hombres, después de la guerra, y poco teníamos en común. Él era un aristócrata, aun callado se le notaba, mientras que yo había crecido en La Huerta de la Esperanza libre como un pájaro, lejos de cualquier convencionalismo. Sin embargo, durante aquellos días que llevábamos juntos buscando a Katia y a mi padre y a mi hermana, nos habíamos ido conociendo y sintiendo un afecto sincero el uno por el otro. Así que mientras yo buscaba la influencia del coronel Williams y del capitán Stepánov para que Sara nos acompañara, él, sin decirme nada, estaba revolucionando el Foreign Office para conseguir las recomendaciones pertinentes que aceleraran los permisos necesarios. Entre todos lo conseguimos, pero yo diría que las gestiones de Gustav fueron definitivas.

Nos llevamos a Sara a Berlín y de allí viajamos a Londres. Ninguno de los tres nos sentíamos con ánimo para continuar en Alemania. Yo tenía que esforzarme por controlar la ira que sentía ante los alemanes. Sara nunca les podría perdonar y Gustav estaba desolado por la pérdida de su tía Katia, aunque era el que se mostraba más entero intentando no perder su ecuanimidad.

Vera nos recibió con alivio. Había temido por su hijo. Ella conocía a Gustav mejor que nadie y sabía que detrás de su aparente imperturbabilidad se escondía un hombre sensible al que ningún sufrimiento le era ajeno. Si se sorprendió al vernos aparecer con Sara no lo demostró y la recibió como si de una buena amiga se tratara. De inmediato se encargó de acomodarla en el cuarto de invitados y se ofreció a acompañarla a hacer algunas compras. Sara carecía de todo, hasta de lo imprescindible.

Algunas noches nos despertaba a todos con sus gritos desgarrados. Reclamaba a sus hijos, a los gemelos que apenas tuvo tiempo de tener en sus brazos. Vera acudía de inmediato al cuarto de Sara y la abrazaba como si fuera una niña hasta que lograba calmarla. Gustav y yo solíamos quedarnos en el umbral de la puerta sin atrevernos a decir nada. No sabíamos cómo consolarla. Sara parecía encontrar cierto sosiego en compañía de Vera.

—¿Qué piensas hacer? —me preguntó Vera en un momento en que nos encontramos solos.

—Regresar a Palestina. Tengo que decirle a mi madre que mi padre y Dalida están muertos. No me he sentido capaz de escribirle. Y quiero recuperar mi vida. No podría vivir en otro lugar que no fuera Palestina; allí están mi madre, mi familia, mis amigos, mi casa. Echo de menos abrir la ventana y ver los olivos. Me he criado como un campesino, pendiente de los ciclos de la naturaleza. Sufriendo cuando a los árboles les ataca una plaga o si no llueve o si llueve en exceso.

—Cuando regreses deberías estudiar, es lo que le hubiera gustado a tu padre.

—Quizá pueda ir a la universidad y convertirme en ingeniero agrícola, pero no quiero hacer planes.

—¿Y Sara?

—Vendrá conmigo a Palestina. Gustav me ha prometido ayudarme para conseguirle el permiso. Los británicos han restringido la emigración, quieren impedir que los supervivientes se vayan a Palestina, pero ¿a qué otro lugar podrían ir? ¿Te das cuenta, Vera, de que no nos quieren en ninguna parte, que nos sienten como un problema, que no saben qué hacer con los supervivientes?

—¿Le has preguntado a ella? Puede que quiera regresar a Salónica, que aún le quede familia allí…

No se me había ocurrido preguntárselo. Daba por hecho que vendría conmigo a Jerusalén, que viviría en La Huerta de la Esperanza y que cuando se curaran las heridas de su alma, nos casaríamos. Pero Vera tenía razón, Sara tenía que decidir, no me pertenecía.

—También debes intentar recuperar los bienes de tu padre en Francia. Vuestra casa en el Marais, las cuentas en el banco, aunque una parte de su dinero lo tenía aquí, en Londres. Tu padre hizo testamento.

—Sí, Gustav me lo ha dicho, mañana iremos al notario.

Sabía que a mi padre nunca le había interesado el dinero, sin embargo había tenido talento para ganarlo. No es que tuviera demasiado, pero los negocios que había mantenido a medias con Konstantin habían dado sus frutos. Si Konstantin había dejado en una situación desahogada a su esposa Vera y a su hijo Gustav, mi padre había hecho lo mismo con Dalida y conmigo. Todo cuanto tenía era para mi hermana y para mí, sólo que ahora Dalida no estaba, y por tanto yo era el único heredero de acciones en uno de los bancos principales de la City, además de dinero en metálico, y lo más sorprendente, de un buen puñado de diamantes. Sí, mi padre había ido comprando diamantes y los guardaba en una caja fuerte de un banco londinense. En realidad tenía una fortuna en piedras preciosas que yo las hubiera podido vender, pero fue Gustav el que me explicó que «no es buen momento para vender los diamantes. Es mejor que sigan guardados. Ahora sólo los malvenderías».

Firmé un poder en el mismo notario para que Gustav se hiciera cargo de mi herencia en Londres y para que pudiera actuar en mi nombre ante los tribunales franceses. Durante el gobierno colaboracionista nos habían expropiado el laboratorio. El notario nos dijo que sería difícil que me resarcieran por el expolio, pero al menos debía intentarlo. Gustav me dio las gracias por confiar en él. No dejaba de sorprenderme, porque si había alguien en el mundo en quien pudiera confiar, ése era Gustav. No sólo estaba seguro de su honradez, también de que era un ser puro y bueno.

Cuando salimos del despacho del notario, Gustav parecía más melancólico que en otras ocasiones. Le pregunté por qué.

—Me gustaría ser como tú, capaz de hacer cuanto te propones.

—¿Y qué te impide hacerlo? —le pregunté con curiosidad.

—La educación que he recibido, el sentido del deber. Si por mí fuera me iría a un monasterio. Rezar, pensar, leer, estar en silencio… Pero en vez de eso tendré que casarme, tener hijos e inculcarles el valor de nuestras tradiciones, el orgullo con el que deben llevar nuestro apellido. Además, no podría dejar sola a mi madre. En Rusia aún le queda algo de familia, pero es impensable que pudiera vivir bajo la bota de Stalin. Bastante suerte tuvieron ella y mi padre al poder huir a tiempo. En Londres tiene amigos, buenos amigos de mi padre y de su familia, pero en realidad sólo me tiene a mí. No puedo ser tan egoísta de coger mi camino y dejarla sola. ¿Qué clase de hombre sería si no fuera capaz de cuidar y sacrificarme por la persona que tengo más cerca? Creo que Dios nos pone a prueba.

No me sorprendió conocer las inquietudes religiosas de Gustav, aunque me costaba imaginarle como un pope. Me preguntaba si yo sería capaz de sacrificarme por mi madre y por lo que era mi deber como Gustav estaba dispuesto a hacer. Pero yo no tenía muy claro cuál era mi deber; además, mi madre tenía a Daniel. Era su hijo mayor, de su primer matrimonio, de manera que eso me daba una ventaja sobre Gustav; al no ser yo hijo único, podía disponer de mi vida sin que la conciencia me atormentara.

Cuando le propuse a Sara que viniera conmigo a Palestina cayó en uno de esos silencios que tanto dolor me producían. Sabía que debía darle tiempo para que lo pensara, de manera que decidí no presionarla. Mientras tanto recibí una visita inesperada. Ben, mi querido Ben, me mandó un telegrama anunciándome que iría a Londres.

Vera insistió en que se quedara en su casa, aunque lamentaba tener una sola habitación de invitados que ahora ocupaba Sara. Yo me reía por su preocupación, Ben al igual que yo, éramos hijos de La Huerta de la Esperanza, habíamos crecido compartiéndolo todo, ninguno de los que vivíamos allí teníamos nada propio, todo era de todos, no se compraba ni se vendía nada sin que todos los miembros de la casa estuvieran de acuerdo. Luego habíamos terminado de crecer en un kibutz, de manera que para él compartir conmigo la habitación en casa de Vera no suponía ningún problema.

Fui a buscarle al aeropuerto. Nos abrazamos durante un buen rato. Nos sentíamos hermanos, no sólo por la infancia compartida, también porque habíamos aprendido a sobrevivir juntos y la primera vez que tuvimos que matar a un hombre, él estaba a mi lado y yo al suyo.

Tanto Vera como Gustav le recibieron con tanto afecto que a Ben le resultó imposible no sentirse como en casa. Sara ni siquiera le prestó atención. Llevaba días ensimismada en sus propios pensamientos y apenas hablaba.

Vera nos sorprendió con una cena rusa. No sé cómo se las apañó, pero el caso es que comimos pepinillos, sopa de remolacha y blinis con salmón, y brindamos con una vieja botella de vodka que tenía guardada. Disfrutamos de aquella cena olvidándonos durante un buen rato de que sólo éramos supervivientes y que el siguiente día llegaría acompañado de la realidad.

Sara parecía ajena a nosotros aunque de cuando en cuando creía ver en su mirada algún destello de interés.

Más tarde, antes de dormir, Ben y yo compartimos confidencias.

—Son muy buena gente —me dijo refiriéndose a Vera y a Gustav.

—Sí que lo son. En realidad, les he descubierto ahora, cuando era pequeño no supe apreciarles en lo que valen. Supongo que ser parientes de Katia era lo que me impedía quererles.

—¿Y Sara? ¿Es importante para ti?

Le expliqué su historia y cómo me había enamorado de ella nada más mirarla, y que estaba dispuesto a todo por ayudar a que cicatrizasen las heridas que le habían desgarrado el alma.

—Ella hacía un esfuerzo por vivir creyendo que recuperaría a sus hijos, pero cuando supo que los habían asesinado, se rindió, ya no tenía por qué vivir.

—¿Crees que ella te quiere? —me preguntó escéptico.

—No lo sé, no lo creo, todavía no. Necesita curarse, recuperar las ganas de vivir. Confío en que mi madre y la tuya me ayuden a conseguirlo.

Sí, confiaba en mi madre y en Marinna. Si alguien podía ayudar a Sara eran ellas. Marinna era tan fuerte como lo había sido su madre, Kassia. Ben había heredado su fortaleza pero también la prudencia de su padre. Igor era un hombre decidido pero nunca actuaba por impulsos, le gustaba sopesar las ventajas e inconvenientes de cuanto hacía, y cuando Ben y yo éramos niños nos invitaba a pensar antes de actuar.

—Sara sólo se curará si quiere hacerlo. Pienso que vas a sufrir, y que acaso te hayas obsesionado con ella, pero que realmente no estás enamorado…, en realidad no la conoces. Y si, como me has contado, en Auschwitz la esterilizaron…, en fin, si te casas con ella te condenas a no tener hijos…

Si eso me lo hubiera dicho otra persona me habría enfadado, y le habría respondido que no se entrometiera en mi vida, pero me lo decía Ben, quien al igual que Wädi, era más que un hermano.

Más tarde me explicó que aún no iba a regresar a Palestina.

—La Haganá quiere ayudar a llegar a Palestina a todos los supervivientes de los campos que lo deseen. Ya sabes que los británicos se niegan a conceder permisos, de manera que no tendremos más remedio que llevarles ilegalmente. Formo parte del grupo que va a operar en Europa comprando barcos para luego intentar llevar a los supervivientes a nuestras costas. ¿Por qué no te quedas y nos ayudas?

Si no hubiera conocido a Sara me habría enrolado en aquella aventura, pero en aquel momento mi única obsesión era ella, quería ofrecerle un hogar, un lugar donde curarse, y no conocía otro mejor que La Huerta de la Esperanza.

Ben también me dio noticias de los Ziad. Wädi había sobrevivido a la guerra que había pasado combatiendo en las arenas de Egipto y Túnez, y su padre, el bueno de Mohamed, había permanecido leal a la familia Nashashibi enfrentada al muftí.

Yo me sentí orgulloso de ellos, y sobre todo reconfortado por la constatación de que habíamos combatido en el mismo bando contra el mismo enemigo.

Le pregunté por Aya y por Yusuf, por sus hijos Rami y Noor, y por Naima, la hija de Salma y Mohamed, de la que Ben había estado enamorado.

—La han casado —me respondió sin ocultar su contrariedad.

—¡Pero si es una niña! —dije indignado.

—No, no lo es, ya tiene veintidós años.

—Y… ¿con quién la han casado? —Tenía curiosidad por saber si conocía al marido de Naima.

—No le conocemos, aunque al parecer es el hijo mayor de la hermana de Yusuf, el marido de Aya. Se llama Târeq y se dedica al comercio con éxito. Tiene casa en Ammán y en Jericó. Y ya han tenido su primer hijo.

—Lo siento.

—No te preocupes, sé que tenía que ser así. Nunca hubieran dejado que nos casáramos.

—No sé por qué… Después de luchar en esta guerra creo que tenemos otra guerra pendiente, la de los prejuicios. ¿Qué malo hay en que un judío se case con una musulmana o con una cristiana? Que cada cual rece a quien quiera o que no rece, pero como dijo en una ocasión el rabí Jesús de Nazaret: «A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César», y no creo que a Dios le importe de quién nos enamoramos. —Me expresé con rabia. Me fastidiaba la tristeza de Ben por más que yo siempre había pensado que sus tonteos con Naima no eran más que cosa de adolescentes.

—Bueno, ahora tenemos otras batallas que ganar, y la más importante es que los judíos que han sobrevivido tengan un hogar —me respondió Ben, resignado.

—Si Sara fuera musulmana no aceptaría que nadie intentara separarme de ella —insistí tozudo.

—Pero es judía.

Ben cambió de conversación y volvió a contarme las noticias que tenía de nuestra casa. Louis continuaba entrando y saliendo del cuartel general de Ben Gurion, y mi tío Yossi seguía ejerciendo la medicina, aunque al parecer había tenido algunos problemas de salud. Su hija, mi prima Yasmin, y su esposo Mijaíl estaban dedicados en cuerpo y alma a la Haganá.

—Yasmin ha estado mucho tiempo deprimida al saber que no puede tener hijos. Pero mi madre me dice en su carta que Mijaíl le asegura que a él no le importa y está más unido a ella que nunca.

Lamenté que Ben tuviera que regresar a Roma y aguardaba impaciente el momento en que las autoridades británicas nos dieran el permiso para que Sara pudiera emigrar a Palestina. El día en que Gustav llegó con el ansiado documento lo celebramos con alegría.

Vera nos despidió asegurando que siempre tendríamos un lugar en su casa y Gustav prometió que iría con su madre a visitarnos.

Yo tenía pasaporte británico. Había servido en su ejército y tenía un sentimiento ambivalente hacia ellos. Les admiraba por su disciplina y valor, pero desconfiaba de sus intenciones. Había aprendido que los británicos siempre anteponían sus intereses a cualquier consideración, fuera de la índole que fuera, y que por tanto Palestina no significaba para ellos más que una ficha en el tablero de la geopolítica.

Mi madre me esperaba en el puerto de Haifa, adonde llegó nuestro barco. Igor y Louis la acompañaban. Cuando el barco se acercaba al puerto la distinguí entre quienes estaban esperando arracimados en el muelle. Andaba impaciente de un lado a otro incapaz de controlar sus nervios. Yo también estaba nervioso. En la carta en la que le anunciaba mi llegada con Sara no le contaba nada sobre la muerte de mi padre y de mi hermana Dalida, de manera que mi madre ignoraba que había perdido a su marido y a su hija en el campo de la muerte de Auschwitz.

Apenas puse los pies en tierra corrió para abrazarme y me apretó con tanta fuerza que pensé que iba a romperme las costillas. Cuando me libré de su abrazo, abracé a Louis y a Igor. Louis había envejecido. Tenía el cabello gris casi blanco, pero su mano era tan fuerte y tan cálida como siempre. A Igor le encontré más triste de como le recordaba, aunque parecía contento de verme.

De repente sentí una mano en el hombro y grité: «¡Wädi!». Sí, era la mano de mi amigo, y si abrazar a mi madre me había emocionado, la presencia de Wädi provocó que no pudiera contener las lágrimas. Algunas personas miraban extrañadas la escena de un árabe y un judío abrazados como si fueran hermanos. Y en sus miradas noté que Palestina había cambiado y que la brecha que se había empezado a abrir entre árabes y judíos se había ensanchado. Pero no quise distraerme con pensamientos amargos y disfruté del reencuentro con mis seres queridos.

Sara permanecía callada, parecía más frágil e insegura que de costumbre.

—Madre, ésta es Sara…, ya te hablé de ella en mi carta…

Mi madre la abrazó con afecto y la presentó a los hombres. Ellos se extrañaron al ver la incomodidad de Sara cuando le dieron un apretón de manos.

—Vaya, veo que has prosperado —le dije riendo a Louis, que ahora conducía un camión un poco más moderno que el que tenía cuando yo me marché.

Marinna nos esperaba en la puerta de La Huerta de la Esperanza acompañada por Salma y por Aya. También estaba Noor, la hija de Aya, pero no vi ni a Rami, su hermano mayor, ni tampoco rastro de Naima.

Marinna y Aya me apretaron en su abrazo, pero Noor se mostró tímida evitando que la besara. Se había vuelto una joven muy guapa y, según me dijeron, se casaría muy pronto.

Aunque ni Sara ni yo teníamos hambre, no pudimos negarnos a comer todo lo que mi madre y Marinna habían preparado. A Sara le gustó especialmente el pastel de pistachos que había hecho Salma siguiendo la receta de nuestra querida Dina. A mi padre le entusiasmaban los pasteles de Dina, pensé con nostalgia evocando la profunda amistad que les había unido.

«Todos han envejecido», pensé cuando más tarde se incorporaron Mohamed y Yusuf. El cabello de Mohamed también se había vuelto gris y Yusuf, que siempre nos había parecido un galán, ahora caminaba algo encorvado, y sus ojos, antes siempre vivaces, parecían más apagados.

No fue hasta bien caída la tarde, al regresar todos a sus casas, cuando mi madre me pidió que habláramos a solas.

Marinna estaba ayudando a Sara a instalarse, y Louis e Igor compartían un cigarro en la puerta de la casa.

Mi madre me miró y en sus ojos leí la pregunta: ¿dónde están tu padre y tu hermana?

Intenté dominar mis sentimientos al explicarle que habían sido asesinados por los nazis. Que Samuel había muerto el mismo día en que le llevaron a Auschwitz, pero que Dalida… Lloré al contarle que aquellos malditos habían convertido en prostituta a mi hermana y que, no contentos con pisotear su alma, habían experimentado con su cuerpo un método de esterilización ideado por aquel asesino demente que era el doctor Josef Mengele. También le conté cómo ambos habían luchado en la Resistencia, y que habían salvado vidas, vidas de judíos que gracias a su valentía habían esquivado la cita con las cámaras de gas.

Mi madre temblaba. Todo su cuerpo temblaba. No sé cómo pudo soportar mi relato. Porque no escatimé ni un solo detalle. Ella tenía derecho a saber toda la verdad.

La abracé intentando controlar sus convulsiones y lloramos gimiendo, sin darnos cuenta de que Louis e Igor hacía un buen rato que habían entrado.

Al día siguiente, a la hora del desayuno, conté al resto de la casa lo sucedido a Samuel y Dalida y les expliqué con todo detalle cómo eran los campos de exterminio. Yo estaba describiendo Auschwitz cuando Sara se presentó en la cocina. Me callé de inmediato. Para sorpresa de todos, Sara, después de sentarse, retomó la conversación y les fue narrando cómo ella, Dalida y tantos otros habían vivido en el Infierno, incidiendo en detalles de lo que sucedía en aquellos dominios del Diablo.

Marinna no pudo soportar lo que estaba escuchando y rompió a llorar. Louis e Igor parecía que se habían quedado mudos. A Palestina habían llegado noticias precisas del Holocausto, pero cuando quien te cuenta lo sucedido es un superviviente, el horror adquiere una dimensión mayor. Sara se descubrió el antebrazo dejando que vieran el número con que la habían marcado.

Lloramos todos abrazados los unos a los otros desconsolados por la tragedia, anonadados por el Mal. Louis dio un puñetazo sobre la mesa y se puso en pie. Nos miró a todos y luego dijo:

—Nunca más. No, nunca más los judíos permitiremos que nos persigan, que nos maten, que nos torturen, que nos traten como si no fuéramos humanos. Nunca más seremos súbditos de nadie, ni temblaremos pensando que nos pueden expulsar de nuestras casas, de nuestros pueblos. No, nunca más sucederá, porque tendremos nuestra propia patria, por pequeña que sea, y todos los judíos del mundo sabrán que tienen un lugar donde nacer, vivir y morir. No vamos a permitir más pogromos ni más holocaustos. Se acabó para siempre.

Después de haber escuchado a Sara nadie se habría atrevido a cuestionar mi deseo de unir mi vida a la de ella. Y si mi madre lamentaba que no pudiéramos tener hijos, no lo dijo. Habíamos sobrevivido y eso bastaba. Porque lo que ya no podía soportar eran más pérdidas. No sólo había perdido a su marido y a su hija, también a Daniel, su primer hijo.

Según me contó mi madre, mi hermano había enfermado repentinamente. Se sentía cansado, sin fuerzas, y los jefes del kibutz llamaron a mi madre. Pese a las protestas de Daniel, mi madre y mi tío Yossi fueron a buscarle y se lo llevaron a Jerusalén. El diagnóstico no pudo ser más desolador: leucemia. La sola palabra era una condena a muerte. Daniel apenas vivió seis meses.

Mi madre lloraba al contarme el sufrimiento de Daniel y yo me reprochaba no haber sido capaz de haberle llegado a conocer mejor, a que nos quisiéramos sinceramente. Algunas noches, cuando hacía guardia en el frente, había pensado en aquel hermano al que nunca había llegado a apreciar debidamente. Era como un cuerpo extraño en nuestras vidas, tal se sentía, y tal nos lo hacía sentir. Nunca comprendió que su madre volviera a casarse, que compartiera su vida con otro hombre, que tuviera otros hijos, que le arrancaran de su hogar para llevarle a aquella comuna con desconocidos. Creo que Daniel comenzó a ser feliz en el kibutz, allí era él y sólo él y contaba con el respeto y la atención de los demás. Me hubiese preguntado por qué había tenido que morir cuando por fin era feliz. Pero no me hice esa pregunta porque venía de haber vivido entre la muerte, de manera que la de Daniel era una pérdida más.

Le dije a mi madre que esperaría a que Sara estuviera dispuesta para casarse conmigo, y que mientras tanto iría a la universidad y trabajaría en La Huerta de la Esperanza como mi padre lo había hecho antes que yo. No discutió conmigo. Estaba decidido, me convertiría en ingeniero agrícola. No se me ocurría nada mejor.»