13. Los años del oprobio

Ezequiel tenía los ojos cerrados, parecía haberse quedado dormido. Marian se reprochó no haberse dado cuenta. Llevaba más de una hora hablando y, como en otras ocasiones, tenía la sensación de que no se estaba dirigiendo a Ezequiel ni a nadie en concreto, simplemente narraba la historia para sí misma, tal y como creía recordar que se la habían contado los Ziad. Se levantó intentando no hacer ruido, pero Ezequiel abrió los ojos y sonrió.

—No estoy dormido.

—Bueno, no importa, estará cansado y yo no he dejado de hablar. Dado su estado, no estoy siendo muy considerada que digamos.

—No se disculpe, estas conversaciones nos hacen bien a los dos.

En aquel momento se abrió la puerta de la habitación y entró un joven vestido de uniforme. Era Jonás, el nieto de Ezequiel. Llevaba colgado al hombro con aire despreocupado un subfusil, igual que la primera vez que lo vio. Marian le encontró parecido con su abuelo; sí, aquellos ojos grises con destellos azules eran los mismos.

—¡Jonás, pasa! Estoy con Marian.

El joven se acercó y le estrechó la mano con fuerza.

—Ya me iba…

—No se preocupe, puede quedarse el tiempo que quiera —respondió el recién llegado.

—Les dejo, no quiero molestar. Espero que se mejore y que salga pronto del hospital.

—Creo que en un par de días estaré en casa. Y usted, ¿qué planes tiene? —preguntó Ezequiel.

—Tengo que ir a Ammán, pero no estaré más de un día.

—¿Sigue en el American Colony?

—Sí.

—La llamaré. Me toca a mí seguir con la historia. Creo que lo que voy a contarle le interesará.

Marian dejó el hospital con una sensación de tristeza mayor que en otras ocasiones. En los ojos de Ezequiel podía ver el reflejo de la muerte.

Cuando llegó al hotel hizo unas cuantas llamadas. Tenía que acordar una cita en Ammán y otra en Ramala.

Empezaba a asfixiarse en aquella región ante la presencia permanente de soldados que trataban con rudeza a todo aquel que entraba o salía ya fuera de Jordania o de los territorios administrados por la Autoridad Nacional Palestina. Se preguntaba cómo podían vivir así los unos y los otros, con tanto odio y con tantos agravios irresolubles.

A la mañana siguiente tomó un taxi que la dejó en el puente Allenby desde donde pasaría a Jordania. Formalmente Israel y Jordania mantenían relaciones diplomáticas, pero tanto los que salían como los que entraban eran tratados por los israelíes como sospechosos. Sobre todo los que entraban. Aguantó pacientemente que los soldados dejaran pasar al taxi que le habían enviado desde el otro lado de la frontera. Había unos cuantos metros de tierra de nadie. Le vinieron a la memoria dos estampas de la Guerra Fría: el puente de Potsdam y el Checkpoint Charlie en Berlín. Cuando el taxi la dejó delante de la oficina donde debía cumplimentar los trámites de llegada se sintió aliviada al ver que el joven Alí Ziad la estaba esperando con una sonrisa.

—¿Qué tal el trabajo en Jerusalén?

—Bien, supongo que no me queda mucho más por hacer.

—¡Tienes tanta suerte! Algún día yo también iré a Jerusalén.

—Ya te he dicho que puedo arreglarlo…

—No, no quiero ir como si fuera un extranjero, ni que nadie me mire con odio ni me trate con condescendencia, ¿por qué habría de soportarlo?

—Entonces… —Marian calló sin atreverse a seguir.

—¿Qué? —preguntó Alí con curiosidad, ante el repentino silencio.

—No se irán, Alí, no se irán, nunca devolverán Jerusalén… No se irán… No van a dar marcha atrás, se quedarán… —La voz de Marian denotaba amargura y desesperanza.

—Tendrán que devolvernos lo que nos han robado —respondió Alí—. Tarde o temprano no tendrán más remedio que hacerlo.

Ella no respondió y dejó vagar la mirada junto a sus pensamientos por la tierra cultivada que enmarcaba ambos lados de la autovía asfaltada que conducía a Ammán.

Alí encendió la radio y una voz melodiosa que cantaba una canción popular se apoderó del aire de la mañana. Pronto divisaron la Fortaleza y frente a ella aquellos cientos de casas apiñadas, el Campamento Hussein, donde una parte del exilio palestino aguardaba el anhelado día de regreso a su patria.

Un anciano esperaba impaciente en la puerta de una casa situada en una calle empinada. Sonrió al verla llegar en compañía de Alí, y sin apenas saludarles les ofreció una taza de té y unos dulces de pistachos.

Marian pensó en lo a gusto que se sentía en aquella casa modesta levantada de manera improvisada, como todas las demás, sobre lo que había sido un campamento de refugiados procedentes de Jerusalén tras la derrota en la guerra de los Seis Días. Iba a ser un campamento provisional porque todos sus habitantes creían que regresarían, pero allí estaban los viejos junto a sus hijos y sus nietos, esperando a que llegara el día en que volverían a coger sus enseres para cruzar a la otra orilla del Jordán.

No podía quedarse más que unas horas, al día siguiente en cuanto amaneciera debía regresar a Jerusalén. Tenía cita en Ramala con algunos miembros de Al Fatah. Escuchar, escuchar, escuchar; sólo quería escuchar e ir colocando las piezas de un puzle que se le antojaba inacabable. También quería reunirse de nuevo con Ezequiel. Aquellas charlas interminables con el anciano la agotaban y sobre todo le dejaban un poso de amargura del que le costaba desprenderse. Pero le escucharía cuanto fuera necesario. En eso consistía su trabajo.

Encontró a Ezequiel en el hospital acompañado de sus nietos. Sólo habían pasado dos días desde que le vio por última vez pero le encontró aún más desmejorado.

—Estoy deseando que regrese mi padre, a ver si él es capaz de hacerle entrar en razón para que coma. Una nieta no tiene ninguna autoridad sobre su abuelo, pero un hijo sí la tiene sobre su padre, ¿no lo cree usted? —afirmó más que preguntó Hanna.

Marian no supo qué responder y dirigió la mirada a Ezequiel.

—Le he traído unos dulces de Ammán. Creo que le gustarán, están hechos con pistachos.

—¿De Ammán? —En la voz de Jonás había desconfianza. Se puso en pie y le cogió la caja de dulces para examinarlos.

A Marian le ofendió la actitud del joven.

—Le aseguro que son dulces y no veneno —dijo enfadada.

—No lo dudo, lo que no sé es si mi abuelo debe comerlos… —respondió él un poco avergonzado.

—¿Y por qué no va a comerlos? Si le gustan, al menos comerá algo —afirmó Hanna cogiendo la caja para mostrársela a su abuelo.

—Déjame probar uno —pidió Jonás.

—Sí, pruébenlos, y comprueben que no tienen nada malo. —Marian se sentía ofendida.

—¡Qué tontería! Claro que no tienen nada malo. Yo he probado estos dulces cuando estuve en Petra y me encantaron —afirmó Hanna.

—¿Usted ha estado en Jordania? —preguntó Marian con curiosidad.

—Claro que sí, tenemos relaciones diplomáticas con Jordania y muchos judíos han aprovechado la oportunidad para ver Petra. Si no ha ido le aconsejo que lo haga, es uno de los lugares más bellos y asombrosos del mundo. ¿Tiene que regresar a Ammán?

—Eso espero…

—Bueno, pues la próxima vez tómese un par de días de vacaciones y vaya a Petra y luego a Wadi Rum… Dormir en el desierto en un campamento beduino es toda una experiencia —aseguró Hanna.

Cuando Hanna y Jonás se hubieron marchado, Marian se sentó junto a Ezequiel.

—Jonás es un buen chico —dijo el anciano.

—Creo que no le caigo bien.

—Tiene prejuicios contra usted o, mejor dicho, contra su ONG. Cree que su informe será contrario a Israel.

—Y Hanna. ¿Piensa lo mismo?

—Mi nieta es diferente. Es una pacifista convencida y es más dura en sus juicios contra el gobierno de lo que pudiera serlo usted. Milita en el movimiento Paz Ahora y tiene amigos en Ramala, activistas pro Derechos Humanos. Yaniv, su novio, se declaró objetor para no servir en los Territorios. No crea que ésa es una decisión fácil, los jóvenes que optan por no querer servir en los Territorios son mal vistos no sólo por sus compañeros, sino por buena parte de la sociedad. Pero ¿sabe?, gente como Yaniv y Hanna son quienes harán del futuro algo mejor de lo que es el presente.

—De manera que Jonás es el halcón y Hanna la paloma.

—Sí, así es. No creerá que todos en Israel pensamos lo mismo y que seguimos como borregos las consignas de nuestros gobiernos… Aunque le cueste creerlo aquí hay gente que trabaja por la paz, que cree que es posible que palestinos y judíos vivamos en paz. Hanna es una de esas personas.

—Como lo fue Samuel, ¿no?

—Sí, mi padre pensaba lo mismo. Pero para él era más fácil. Yo diría que en mi nieta hay más de mi madre que de mi padre. Ella ha heredado su dulzura.

—¿Quiere que le sirva el té? Creo que acompañaría bien a estos dulces.

«Al igual que Mohamed, yo tampoco volví a ver nunca más a Samuel. Supimos de él hasta el comienzo de la guerra, luego sus cartas y las de mi hermana Dalida dejaron de llegar.

Despedirme de mi padre no fue fácil. Me invitó a almorzar en el King David. Yo acepté con una condición, que no estuviera Katia. Él la aceptó. Por aquel entonces yo tenía doce años y sufría por mi madre. Me daba cuenta de los esfuerzos que tenía que hacer para no perder la compostura cuando Samuel nos visitaba en La Huerta de la Esperanza.

Recuerdo que una tarde Dalida y yo nos escondimos mientras discutían a propósito de la negativa de mi madre a dejarnos vivir en Inglaterra.

—Estás negándoles un porvenir mejor del que nunca tendrán aquí. Permíteles estudiar en Londres y que cuando sean mayores decidan dónde quieren vivir. Podrás venir a verles siempre que quieras, y, naturalmente, ellos también pueden venir en vacaciones —insistió Samuel.

—¿También quieres quitarme a mis hijos? Entonces ¿qué me quedará?, Samuel, dime, ¿qué me quedará?…

—¡Por favor, Miriam, no te pongas dramática! Dalida y Ezequiel estarán con nosotros, soy su padre y no habrá un solo minuto en el que no me ocupe de ellos.

—No quiero que mis hijos vivan en un internado, son más felices aquí.

—¡Vivir aquí se está convirtiendo en algo insoportable! Todos los días hay muertos, Miriam; los árabes atacan a los británicos, éstos responden matando a otros árabes, y nosotros en medio, formando parte del conflicto y algunos de los nuestros tomando represalias también contra los árabes. Esa gente del Irgún… me produce vergüenza que haya judíos capaces de cometer ciertas atrocidades.

—Yo he nacido aquí, Samuel, y aquí seguiré. Comprendo que no sientas esta tierra como tuya, pero para mí sí que lo es y para nuestros hijos, también.

No podían entenderse y menos aún llegar a un acuerdo, pero aquella tarde sucedió algo inesperado. Dalida entró en la sala descubriendo que ella y yo habíamos estado escuchando detrás de la puerta. Mi hermana tenía ya dieciséis años y comenzaba a intentar hacer valer su voluntad. Desde que mi padre había regresado discutía con mi madre, la culpabilizaba de la separación y en más de una ocasión le había reprochado que nos fuéramos de París.

—Os estáis peleando por nosotros, pero, mamá, tú no me has preguntado lo que quiero yo ni tampoco se lo has preguntado a Ezequiel.

Miriam se sintió incómoda, enfadada, por la irrupción de Dalida y le ordenó que saliera de la sala.

—¡Eres una maleducada! Tu padre y yo estamos hablando. ¡Cómo te atreves a escuchar la conversación y a interrumpirnos! ¡Sal de aquí!

—No, Dalida tiene razón. Tiene derecho a opinar sobre su futuro; ya no es una niña, ha cumplido dieciséis años; Ezequiel tiene doce, también es mayor para decidir.

Mi madre miró con rabia a Samuel. Se supo derrotada. Dalida me hizo entrar en la sala y enfrentarme a mis padres.

—Mamá, yo sé lo que quiero hacer, he decidido irme con papá y con Katia. Papá tiene razón, allí estaremos mejor y podemos venir a verte.

El dolor se reflejó en el rostro de mi madre. Noté que hacía esfuerzos para no llorar. La traición de Dalida la había dejado sin palabras. Me miró y yo tuve ganas de abrazarla, de protegerla, de gritarles a mi padre y a mi hermana que se fueran, que nos dejaran en paz. Pero permanecí en silencio incapaz de moverme ni de decir una sola palabra.

Samuel parecía satisfecho y cogió la mano de Dalida apretándosela con afecto.

—Y tú, Ezequiel, ¿qué quieres hacer? ¿Vendrás con nosotros?

No sé cuánto tiempo tardé en responder, pero sí sé que nunca podré olvidar la angustia de mi madre.

—No, yo me quedo con mamá.

Para mi padre fue una sorpresa mi elección. Supongo que esperaba que siguiera los pasos de mi hermana. Mi madre me miró aliviada y rompió a llorar.

—¡Vamos, Miriam! ¡No les hagas esto a los niños! Tienen derecho a decidir.

Ella salió de la sala sin decir ni una palabra más y yo corrí detrás. Me abrazó apretándome tanto que casi no me dejaba respirar, mientras con apenas un hilo de voz decía: «Gracias, gracias… gracias». Sentí ganas de regresar a la sala y decirle a mi hermana que era desagradecida y desleal, que si se marchaba nunca más le hablaría. Pero me quedé abrazado a mi madre.

Al marcharse, mi padre me dijo que quería hablar conmigo; convenimos que yo iría al King David pero que no me obligaría a ver a Katia.

No imagina cómo era el King David de entonces. En los pasillos lo mismo te cruzabas con un jeque que con un aristócrata europeo o con un artista de renombre. Todo el que era alguien y venía a Jerusalén se alojaba en el King David.

Mi padre había reservado una mesa en la terraza lo suficientemente apartada para que pudiéramos almorzar y hablar con cierta tranquilidad. No vi a Katia pero sí a Konstantin, que se mostró muy cariñoso conmigo. Pero eso no era una novedad para mí. Konstantin era así, amable y bien dispuesto hacia todo el mundo.

Mi padre tardaba en abordar la verdadera razón de aquella comida. Parecía no atreverse a preguntarme directamente por qué había decidido quedarme en Palestina, así que fui poniéndome nervioso porque sabía que ésa era la única razón de que estuviéramos allí comiendo solos los dos. Cuando no aguanté más le expuse mis razones sin que me hubiera preguntado nada.

—No voy a ir a Londres, me quedo con mamá. No me parece bien que la dejemos sola para ir contigo. Tú tienes a Katia pero mamá sólo nos tiene a nosotros. Además, si voy a Londres tampoco viviría contigo, sino en un internado, y eso me gustaría aún menos. Tampoco me gustaría vivir con Katia, me acordaría de mamá.

Mi padre me miró con asombro y creo que se puso nervioso.

—Así que lo tienes decidido…

—Sí, yo me quedo con mamá y me parece mal que Dalida se vaya contigo. Ya le he dicho que no se lo voy a perdonar jamás.

—Eso no está bien. Tú tienes la libertad de elegir, no reproches a tu hermana que tenga la misma libertad.

—No me parece bien dejar a mamá. Ella nos quiere más que tú, nunca se ha separado de nosotros. Mamá no nos dejaría por irse con nadie, pero tú lo has hecho quedándote con Katia.

Aquellos reproches le dolieron a Samuel. Se le notaba en el rictus, en la neblina de la mirada.

—No deberías juzgarme. Cuando seas más mayor puede que me comprendas.

—¿Qué tengo que comprender, que quieres a Katia en vez de a mamá?

Yo me mostraba insolente. Estaba demasiado dolido con mi padre para ahorrarle el mal momento. Necesitaba que al menos sufriera como yo estaba sufriendo por aquella nueva separación.

—Yo quiero a tu madre, y te aseguro que os tengo siempre presentes tanto a ella como a vosotros. Pero hay cosas que no sabría explicarte…, que no quiero explicarte. Sí, Katia es importante para mí y es con ella con quien quiero vivir. Algún día tú mismo decidirás con quién quieres vivir y no te importará lo que piensen los demás.

—Yo no voy a separarme nunca de mamá.

—Sentiré mucho que no vengas con nosotros. Creo que recibir una buena educación en un colegio británico sería lo mejor para ti, pero no puedo obligarte, de manera que no insistiré.

Me dijo que, dada mi negativa, ya no le quedaba nada por hacer en Palestina y que, como mucho, en tres o cuatro días dejarían Jerusalén para embarcar en Jaffa hacia Marsella, y desde allí a París antes de viajar a Londres.

Nos despedimos en el hotel porque cuando tres días más tarde fue a buscar a Dalida para emprender el viaje yo no estaba. Le pedí a Wädi que me ayudara a esconderme. Él insistió en que debía despedirme de mi padre y de mi hermana, pero yo no quería hacerlo porque temía llorar.

Cuando por fin se fueron regresé a casa. Mi madre se había encerrado en su cuarto y Kassia me dijo que era mejor que la dejara un buen rato.

—Necesita desahogarse, no ha sido fácil despedirse de Dalida.

Kassia parecía enfadada, lo mismo que Ruth, que con la excusa de su enfermedad no había salido de su cuarto negándose a despedirse de Samuel. Los únicos que habían mantenido el tipo eran Marinna y su hijo Ben, ya que Igor estaba en la cantera y se había ahorrado la escena de la despedida.

Marinna me abrazó intentando consolarme, pero yo me escapé otra vez a casa de Wädi y le pregunté a Salma si podía quedarme allí a cenar. Salma asintió y me mandó con Wädi.

La ausencia de Dalida nos dolía a todos pero especialmente a mi madre. Creo que Miriam lo vivió como una traición de su hija. No sé por qué, pero dejamos de mencionar a Dalida, como si nunca hubiera existido. Supongo que lo hacíamos para intentar paliar el sufrimiento de Miriam. Yo sólo hablaba de mi hermana con Wädi, que me decía que él tampoco perdonaría a su hermana Naima si hiciera lo mismo que Dalida.

1938 fue un año en que la muerte decidió visitar La Huerta de la Esperanza sin apenas darnos tregua.

Primero fue el viejo farmacéutico, Netanel. Murió a resultas de una neumonía. A veces me pregunto si no deseaba morir porque por más que mi madre y Louis le insistían en que debía ir al hospital él se empecinaba en lo contrario.

—No me pasa nada, sólo es un catarro mezclado con la edad —nos decía para tranquilizarnos.

Una mañana en la que parecía estar ahogándose, Louis mandó a mi hermano Daniel a buscar a Yossi. Cuando mi tío llegó, aunque le llevaron al hospital ya era demasiado tarde para hacer nada por Netanel. Murió a las pocas horas.

Daniel fue quien más sintió la muerte del viejo farmacéutico.

Para él Netanel había sido como un segundo padre. Después de nuestra madre, el farmacéutico era la persona más importante para él. Al fin y al cabo habían pasado muchas horas juntos en el laboratorio y con mucha paciencia Netanel le había enseñado todo cuanto el joven había sido capaz de aprender.

Daniel nunca había tenido demasiada estima por Samuel. Le consideraba un intruso, alguien que se interponía entre él y su madre, y cuando Miriam nos trajo al mundo a Dalida y a mí supongo que eso hizo que aumentara su soledad.

Pese a mostrarse siempre atento con Daniel, tampoco Samuel parecía profesarle un gran afecto. En cuanto a Dalida, no parecía interesada en aquel hermano mayor que prefería pasar su tiempo en el laboratorio y al que nuestra madre tenía que ir a buscar para que compartiera el almuerzo y la cena con nosotros. La diferencia de edad entre él y yo era demasiado grande para que nos sintiéramos cerca el uno del otro, de manera que Daniel creció sintiéndose solo y el caudal de afecto que no encontraba en casa lo encontró en Netanel.

Aún recuerdo la impresión que me produjo verle llorar por la muerte del farmacéutico. Nada de lo que le dijera mi madre podía consolarle.

Por aquel entonces, aunque ya era un hombre, Daniel estudiaba en la universidad. Netanel se había empeñado en hacer de él un buen boticario y por eso, a pesar de que el laboratorio había sido destruido por el incendio, él se empeñó en volver a levantarlo. Más modesto aún que el primero, puesto que ya era demasiado viejo para trabajar, pero suficiente para seguir enseñando a Daniel y sobre todo para que tuviera un lugar donde refugiarse.

—Este chico va a enfermar —le dijo Kassia a Miriam, preocupada porque Daniel apenas comía.

—Ya no sé qué más decirle —se lamentó Miriam.

—Te necesita más de lo que te ha necesitado en toda su vida. Necesita saber que no está solo —le insistió Kassia.

—¡Pero nunca ha estado solo! Soy su madre y le quiero con locura.

—Quizá él no lo sienta así. Has estado demasiado enamorada de Samuel y pendiente de Dalida y de Ezequiel. Creo que Daniel ha sentido que no era importante para ti, al menos no tanto como la familia que habías formado con Samuel.

Las palabras de Kassia le dolieron porque en el fondo de su corazón sabía que tenía razón.

—¿Qué puedo hacer?

—Estar con él, hablar, y sobre todo convencerle para que termine sus estudios.

—¡Pues claro que los terminará! Con lo que nos cuesta la universidad, ¡como para que ahora quisiera dejarlo!

Pero eso es lo que hizo Daniel. Se negó a terminar el curso, y lo más sorprendente es que le dijo a su madre que quería ser rabino.

—¡Pero si nunca antes quisiste saber nada de la religión! —se lamentó Miriam intentando comprenderle.

Fue Yossi quien buscó una solución para Daniel. Se marcharía una temporada a un kibutz en Tiberíades. Si pasados unos meses continuaba decidido a ser rabino, entonces nadie se opondría.

—Necesita encontrar un sentido a la vida y tiene que hacerlo solo. Déjale volar, es un hombre —le dijo Yossi a Miriam.

Ella aceptó aunque le dolía ver marchar a Daniel. Se sentía culpable de no haber sido capaz de manifestarle lo mucho que le quería.

Yo sufrí la marcha de Daniel. Era mi hermano mayor y aunque nos tratábamos con indiferencia, era una parte de mi vida, de mi cotidianidad.

—Creo que no he sido un buen hermano para Daniel —le confesé a Wädi.

—¡Qué tontería! Claro que has sido un buen hermano, ¿por qué crees que no lo has sido?

—No hablaba mucho con él, ni me interesaba por sus cosas y… bueno, le he oído decir a Kassia que él se sentía relegado porque creía que mi madre nos quiere más a Dalida y a mí.

—Los hermanos no siempre se llevan bien, yo me peleo constantemente con Naima, que es una entrometida, pero la quiero aunque no se lo diga.

—¿Tú crees que mi madre nos quiere más a Dalida y a mí?

Wädi se quedó un segundo en silencio. Yo sabía que me respondería la verdad.

—No, creo que no. Lo que pasa es que cuando vosotros nacisteis, Daniel era más mayor y tu madre tuvo que prestaros más atención. Puede que a Daniel le doliera que su madre se casara con otro hombre.

—Pero el padre de Daniel había muerto…

—Sí, pero… bueno, a mí no me gustaría que mi madre se casara con otro hombre. ¿Y a ti?

No supe qué responder. Realmente no sabía si me importaría o no dado lo enfadado que me sentía con mi padre. No le perdonaba que se hubiese ido y mucho menos que se hubiera llevado a Dalida.

Yo solía recurrir a Wädi para todo. Él tenía dieciocho años y ya era un hombre, y yo era un adolescente de trece años, pero siempre se mostraba paciente y afectuoso conmigo. No había una persona en el mundo en que confiara tanto como en él, al fin y al cabo le debía la vida.

Con Ben, el hijo de Marinna e Igor, solía pelearme por cualquier cosa. Éramos muy diferentes aunque nos queríamos, habíamos crecido juntos. Pero a Ben le gustaba más la acción, siempre estaba planeando alguna travesura, mientras que yo era más tranquilo. Me gustaba leer y no tenía ningún problema con los estudios, mientras que Ben sacaba los cursos con gran dificultad. Los profesores decían que no se estaba quieto ni un minuto, que no era capaz de concentrarse en lo que hacía. Pero aunque no se le daban bien las matemáticas tenía otras habilidades. Con sólo un vistazo que echara a cualquier máquina era capaz de desmontarla y volverla a montar. Arreglaba cualquier cosa, incluso el motor del viejo camión. También tenía una memoria prodigiosa. Era capaz de recordar para siempre cualquier cosa por más que sólo la hubiera escuchado una sola vez. Yo creo que por aquel entonces a Ben le gustaba tontear con Naima, pero Marinna y Salma hacían lo imposible por evitar que estuvieran juntos. Marinna, siempre tan complaciente con su hijo, se enfadaba seriamente si le veía yendo a la cerca que separaba nuestra huerta de la de Mohamed y Salma.

—¿Es que quieres comprometer a Naima?

—¡Pero si sólo iba a hablar con ella! —se defendía Ben.

—Bastantes problemas hay ahora entre árabes y judíos para que tú eches más leña al fuego. Naima tiene quince años y ya no es una niña, no puede andar corriendo por ahí contigo.

—¿Por qué no? —protestaba Ben.

—Porque está mal visto, ¿acaso quieres crearle un problema? Pues no lo consentiré.

Una mañana, cuando me levanté para ir a la escuela encontré a Igor con su madre en brazos ayudado por Louis. La llevaron al hospital y esa misma mañana murió.

Ruth llevaba mucho tiempo enferma sin salir de su habitación. Había sufrido una hemiplejía y tenía la parte izquierda del cuerpo paralizada. Aunque todos estábamos pendientes de ella, era Kassia la que se encargaba de cuidarla como si de una hermana se tratara.

Me impresionó ver a Igor llorar con desesperación la muerte de su madre. Ni siquiera Marinna parecía capaz de consolarle. Durante unos días Ben parecía haberse vuelto invisible. Estaba muy afectado por la muerte de su abuela. Los únicos ratos en los que Ben estaba quieto era cuando regresaba por las tardes de la escuela y se sentaba junto a la cama de Ruth para contarle lo que había hecho durante el día. Ruth apenas articulaba palabra pero le brillaba la mirada cuando tenía a Ben cerca.

—Nos hacemos viejas, primero Dina, ahora Ruth, la próxima seré yo —le oí decir a Kassia y sus palabras me dieron miedo.

Kassia era el pilar de La Huerta de la Esperanza. No podía imaginarme la casa sin ella, me parecía que todos nosotros podíamos desaparecer sin que sucediera nada, pero no Kassia.

Yo aún estaba en la adolescencia pero era consciente de que en los cada vez más cruentos enfrentamientos entre árabes y británicos la peor parte se la llevaban los árabes. Louis solía comentar que estaban desorganizados y que eso les hacía más vulnerables.

Louis todavía desaparecía de cuando en cuando, aunque menos que antes. De una manera natural había ido asumiendo el liderazgo que años atrás dejara vacío Samuel. Igor, el otro hombre de la casa, le reconocía esa autoridad, al igual que Moshe.

Las relaciones de Louis con Moshe eran tensas debido a que éste se había decidido por la Organización Militar Nacional en la Tierra de Israel, más conocida como Irgún (Irgun Zevai Leumi). Discutían a menudo ya que Louis, como miembro destacado de la Haganá, difería de los planteamientos militares y políticos del Irgún.

—Nosotros no estamos en guerra con nadie; nuestro objetivo es defendernos, defender nuestras colonias y nuestras casas —no se cansaba de repetir.

Pero Moshe consideraba que árabes y británicos eran caras distintas de la misma moneda, la que ponía obstáculos a que los judíos tuviéramos como propia aquella tierra.

—¿Sabes, Moshe?, mientras en Europa nos han perseguido durante siglos, y los zares organizaban los pogromos contra los judíos, los únicos lugares del mundo donde podíamos vivir con tranquilidad estaban en Oriente, ya fuera dentro de los límites del imperio otomano o más allá. De manera que los árabes no son nuestros enemigos, hemos vivido durante siglos con ellos sin mayores problemas que los que se pueden tener con un vecino.

Pero Moshe no atendía a razones.

—Los británicos acabarán marchándose y entonces serán ellos o nosotros. Cuanto antes lo asumáis los de la Haganá, mejor será para todos.

Kassia no solía invitar con demasiada frecuencia a Moshe y a Eva a pasar el sabbat con nosotros. Decía que estaba cansada de aquellas discusiones interminables que no conducían a nada.

—Tú sabes que Moshe es del Irgún. Ni siquiera debería estar con nosotros. Yo no comparto ninguna de las atrocidades que llevan a cabo, y cuando le veo me pregunto si habrá sido él quien las ha llevado a cabo —se quejaba Kassia.

Marinna coincidía con su madre.

—Les dimos cobijo cuando llegaron, pero ya han pasado muchos años, no son unos pobres emigrantes sin recursos. Podrían marcharse a alguna otra parte. Sus hijos viven en un kibutz en Galilea, ¿por qué no se reúnen con ellos? Cada vez que pienso que fue su grupo quien lanzó granadas en un café de Jerusalén…

—Pero no sabemos si él estuvo implicado —dijo Miriam sin demasiada convicción.

—Deberías hablar con Moshe —le insistió Kassia a Louis.

Era Miriam, mi madre, quien intentaba mediar. No es que simpatizara con Moshe y Eva, pero no le gustaba la idea de echar a nadie de La Huerta de la Esperanza. Supongo que en lo más íntimo de su corazón pensaba que Samuel no lo habría avalado, puesto que para él La Huerta de la Esperanza era un lugar de acogida.

—Aprendamos a respetarnos los unos a los otros. Al fin y al cabo Moshe y Eva no viven en esta casa —terció Miriam.

—Ya, pero viven a doscientos metros —respondió Marinna.

—Pero ni siquiera les vemos —insistió mi madre.

—Prefiero tener cerca a Moshe. Creo que a la Haganá no le viene mal saber qué hacen los del Irgún, aunque a nuestros dirigentes no les gusta que tengamos trato con ellos —explicó Louis.

Me gustaba escuchar a los mayores, sobre todo a Louis, a quien para aquel entonces yo, casi sin darme cuenta, le había otorgado el papel de padre. Era a él a quien le contaba mis pequeños secretos, y también el que me reprendía cuando hacía alguna trastada o me veía remolonear ante cualquier encargo de mi madre.

Fue entonces cuando empecé a lamentar que Louis no fuera mi padre. Le prefería a Samuel, sobre todo porque estaba allí y no me abandonaba.

Lo peor de aquellos años fue la distancia que se estaba estableciendo con la familia Ziad. Louis nos había encomendado que fuéramos prudentes.

—Si les ven demasiado con nosotros podrían acusarles de traición y no quiero pensar lo que pudiera sucederles. Si ellos vienen serán bien recibidos, pero no les comprometamos con nuestra presencia. Y tú, Marinna, sé que la echas de menos, pero no puedes continuar yendo a Deir Yassin a visitar a Aya. Sé que hace unos días unas mujeres la insultaron y que algunos hombres le han recriminado a Yusuf que su esposa reciba a judíos en su casa.

—¡No voy a renunciar a ver a Aya! Es como si fuera mi hermana. Me niego a que unas viejas chismosas pongan trabas a nuestra amistad —protestó Marinna.

—Se trata de que Aya no tenga que sufrir por vuestra amistad. Ya encontraréis la manera de veros, pero tú no vayas allí.

Igor no solía contrariar a Marinna, pero en aquella ocasión estuvo de acuerdo con Louis. Fue a él a quien se le ocurrió que se vieran en casa de Yossi y Judith.

—A nadie le extrañará que Aya acuda al médico. Los árabes respetan a Yossi. Muchos notables son sus pacientes. Es el mejor médico de Jerusalén.

Marinna aceptó a regañadientes. Yo por mi parte hacía caso omiso de las advertencias de Louis, y en cuanto podía acudía a casa de Mohamed para estar con Wädi. Claro que procuraba hacerlo cuando empezaban a caer las sombras de la tarde, con la esperanza de que nadie me viera. Aun así, a veces prefería olvidarme de las advertencias de Louis y acompañaba a Ben hasta la cerca de los Ziad esperando a que Wädi o Naima nos invitaran a entrar. A veces era Salma quien nos veía y nos hacía señas con la mano para que entráramos en su casa.

Salma me recordaba a mi madre. Era más joven, pero cuando el velo se le caía hacia atrás podía ver el cabello castaño oscuro con reflejos rojizos igual que el de mi madre. A mí me parecía que Salma era muy guapa, tanto o más que Miriam.

Algunas noches Louis también caminaba hasta la cerca con la esperanza de encontrar a Mohamed fumando cerca de los olivos, sentado en el gastado banco de madera que había construido Ahmed Ziad cuando Mohamed aún era un niño.

Solían hablar en voz baja a veces hasta altas horas de la noche. Louis apenas no comentaba lo que hablaba con Mohamed, aunque solía insistir en que pasara lo que pasara debíamos hacer un esfuerzo por que no se rompieran los vínculos que nos unían a los Ziad. Kassia le recordaba a menudo que para ella Dina había sido una amiga leal y que quería a Mohamed y a Aya como si fueran sus hijos. Era mi madre quien mejor comprendía los temores de Louis. El informe Peel había supuesto un duro golpe para los árabes y un alivio para los judíos, y aquello había ahondado la brecha entre las dos comunidades. Cómo salvar esa brecha era lo que le preocupaba a Louis, al menos en lo que a nuestros amigos concernía.

Siguiendo la recomendación de Igor, Marinna solía encontrarse con Aya en casa de Yossi y Judith. Mi madre y yo la acompañábamos con frecuencia, ya que así veíamos a mi tía Judith.

El paso del tiempo la había convertido en un ser inerte que no sólo había perdido la vista, sino que ya ni siquiera parecía reconocernos. Yasmin cuidaba a su madre con ternura y ayudaba a su padre en la consulta. Mijaíl, por su parte, estaba totalmente implicado en política. Ayudaba a los emigrantes judíos que llegaban clandestinamente a instalarse en el país. Buscaban un trozo de tierra en el que montar un asentamiento con apenas cuatro estacas y unas cuantas tiendas de campaña.

No es que los británicos hubieran levantado la mano en cuanto a la emigración de los judíos a Palestina, pero en Alemania el nazismo estaba obligando cada vez a más judíos a intentar abandonar el país. No era un empeño fácil porque a la necesidad de contar con fondos para fletar barcos se unía el control férreo de la flota británica ante las costas de Palestina para impedir que llegaran más emigrantes, aumentando así la tensión y el conflicto que mantenían con los árabes.

Un día escuché a Mijaíl explicarle a mi madre que mi padre estaba implicado en el flete de los barcos que intentaban sortear los peligros del mar y el bloqueo de los buques de guerra ingleses.

—Samuel y Konstantin se están gastando su fortuna alquilando viejos barcos y sobornando a sus capitanes para que burlen el bloqueo británico. Hace unos días fui a buscar en el norte a un grupo que venía en un carguero maltés. Si hubieras visto el estado del barco… No sé cómo se mantenía a flote. Logramos desembarcar a cien personas. Muchos venían enfermos. Habían viajado hacinados y sin las más mínimas condiciones de higiene. Les hemos llevado al Neguev. Les costará adaptarse, la mayoría son profesores y comerciantes que nunca han visto una azada.

—Tú tampoco sabías lo que era plantar un árbol —le respondió Miriam con una sonrisa.

—Yo era joven, pero esta gente… Además, sólo hablan alemán, algunos tienen alguna noción de hebreo, pero son los menos.

—Al menos aquí nadie les perseguirá —sentenció mi madre.

—Salvo los ingleses, pero prefieren correr ese riesgo al de los nazis. Si supieras lo que cuentan… Algunas mujeres lloran pensando en lo que han dejado atrás: sus familias, sus casas, las tumbas de sus antepasados… A pesar de lo que están sufriendo se sienten alemanes y no querrían ser otra cosa. Aquí se sienten perdidos, convertidos en campesinos de la noche a la mañana.

—¿Samuel continúa colaborando con la Agencia Judía? —preguntó mi madre, ansiosa por saber qué había sido de su marido.

—Es, junto a Konstantin, uno de los miembros más activos. Tengo que reconocer que hacen lo imposible por ayudar a los judíos a escapar de Alemania y, sobre todo, a defender nuestra causa ante las autoridades británicas. Al parecer han encontrado un gran aliado en Winston Churchill, uno de los pocos políticos ingleses a quien no le importa reconocer su simpatía hacia los judíos.

A mi madre le reconfortaba escuchar a Mijaíl hablar bien de Samuel. Sus relaciones habían estado repletas de malentendidos, sobre todo por la incapacidad de ambos para reconocer el inmenso afecto que sentían el uno por el otro. Miriam lo sabía bien porque durante años había escuchado a Samuel lamentarse por la incomprensión de Mijaíl.

No fue ninguna sorpresa para nosotros que Mijaíl decidiera formar parte de la Jewish Settlement Police, es decir, la policía de los asentamientos judíos, cuya misión era proteger a los colonos. Así Mijaíl podía combinar sus dos actividades, la oficial con los ingleses y la extraoficial con la Haganá, pero las dos con el mismo objetivo: defender a los judíos de los frecuentes ataques de las bandas árabes.

Pero si bien el informe Peel recomendando la partición de Palestina en dos entidades, una árabe y otra judía, había supuesto para los judíos un paso adelante, pronto los ingleses dieron marcha atrás. El 9 de noviembre de 1938 los británicos decidieron enterrar el informe de la Comisión Peel.

El gobierno británico se rendía ante la evidencia de que pese a tener casi controlada militarmente la revuelta árabe, la situación en Palestina terminaría por escapársele de las manos.

La noticia llegó acompañada de otra más trágica, porque en la misma fecha se había desencadenado en Alemania una persecución todavía más cruel, la tristemente conocida como Noche de los Cristales Rotos. Un paso más de los nazis en su política de acoso y liquidación de los judíos alemanes.

Louis llegó a casa abatido. Por primera vez le veíamos pesimista. A los pocos días de haberse hecho pública la matanza de la Noche de los Cristales Rotos, los británicos habían negado el visado para entrar en Palestina a varios cientos de miles de niños procedentes de Alemania.

—No sé qué va a pasar. De nuevo los británicos haciendo de las suyas. No quieren seguir enfrentándose a los árabes y ahora se desdicen de sus compromisos con nosotros. Y esos pobres niños… No quiero ni pensar lo que será de ellos.

No sé por qué, pero íntimamente confiaba en que mi padre hiciera algo. ¿No decían que era amigo de algunos ministros ingleses? ¿No disponía de dinero para fletar barcos? Sí, Samuel debía de estar haciendo algo, yo estaba seguro de que ante una noticia así no se quedaría con los brazos cruzados. De la memoria me llegaba el eco de algunas conversaciones que mantenía con mi madre cuando yo era niño y pensaban que no atendía a lo que decían. Conversaciones que giraban alrededor de lo que él consideraba un gravísimo peligro, el nazismo y su líder, aquel Adolf Hitler que tanto odiaba a los judíos y que yo me seguía preguntando por qué.

Por aquel entonces, mi madre me emplazó a pensar qué quería estudiar en el futuro en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Yo dudaba si convertirme en médico como el tío Yossi o químico como mi padre, aunque no me atraían ninguna de las dos carreras. En realidad me fascinaba el ir y venir de Louis y de Mijaíl, que se me antojaba que vivían aventuras extraordinarias burlando a los británicos para ayudar a los emigrantes que llegaban clandestinamente. Pero había una parte de aquella aventura que me hacía estremecer y era si la defensa de las colonias implicaba enfrentarse con los árabes. Yo no podía ver como enemigos a los árabes pese a que había estado a punto de morir entre las llamas cuando años atrás aquellos jóvenes incendiaron La Huerta de la Esperanza. En realidad mi mundo no iba más allá de mi madre, mis tíos Yossi y Judith, además de Yasmin y Mijaíl, y todos los que vivían con nosotros en la Huerta. Sobre todo de Wädi. Dina también había sido una persona importante para mí, como también lo eran Aya y sus hijos Rami y Noor. Incluso los tíos de Mohamed, Hassan y Layla, y su hijo Jaled eran parte importante de mi existencia. Yo no alcanzaba a ver cuáles eran las diferencias entre judíos y árabes y, además, cuando miraba las cicatrices en el rostro de Wädi pensaba que siempre tendría una deuda eterna con él y los suyos.

Ya he dicho que la muerte se había empeñado en visitarnos, así que una mañana de enero, apenas comenzado el año cristiano de 1939, Judith apareció muerta en su cama. Yossi no se dio cuenta hasta primera hora de la mañana. Debió de morir durante la noche porque su cuerpo ya estaba frío.

Recuerdo los golpes secos en la puerta de mi casa. Un amigo de Yossi venía a avisarnos. Mi madre se quedó parada incapaz de moverse, ni de hablar, ni de llorar. Yo, sin embargo, rompí a llorar.

Fue Kassia la que una vez más tomó el mando de todos nosotros. Luego de meternos prisa para que nos aseáramos y nos vistiéramos, mandó a Ben a casa de Mohamed y Salma para anunciarles el fallecimiento de Judith. Louis no estaba en casa y fue Igor quien puso en marcha la camioneta para llegar hasta la Ciudad Vieja.

Mi tío Yossi lloraba en silencio junto al lecho de Judith. Yasmin le había ayudado a lavar y preparar el cuerpo para el último viaje hacia las entrañas de la tierra que la vio nacer.

No había discusión posible. Judith y Miriam siempre habían manifestado su deseo de ser enterradas en Hebrón. Allí dormían el sueño eterno su madre y su padre, y allí querían descansar ellas. A Igor le preocupaba el viaje hasta Hebrón y sobre todo la hostilidad que pudiéramos encontrar por parte de algún grupo árabe de los que merodeaban por la zona. Pero mi madre se mostró inflexible. Su hermana yacería en Hebrón y ella misma la llevaría aunque el empeño pudiera poner en peligro su vida.

Yossi no discutió. Estaba dispuesto a cumplir con la que sabía siempre había sido la voluntad de Judith; así pues, una vez finalizáramos en Jerusalén con los trámites habituales, saldríamos hacia Hebrón, aunque insistió en que antes deberíamos avisar a Louis y a Mijaíl. Necesitábamos cierta protección.

No resultó fácil localizarles y no fue hasta dos días más tarde que pudieron regresar. Cuando llegaron ya habían desfilado por la casa para llorar la pérdida de Judith todos los amigos y conocidos de la familia. A mí me sorprendía que mi madre no hubiese derramado ni una sola lágrima. Después del impacto de la muerte de su hermana había reaccionado con una enorme entereza; tanta, que Kassia estaba preocupada.

—Es malo no llorar, es mejor hacerlo, si retienes las lágrimas sufrirás más —le decía a mi madre.

Pero Miriam sencillamente no podía, y durante tres días se dejó llevar por la tarea de atender a quienes venían a expresar sus condolencias.

A pesar de todos los temores, no sufrimos ningún incidente en el camino hacia Hebrón. Quizá fuera porque quienes podían atacarnos decidieron respetar aquel cortejo fúnebre. Lo cierto es que llegamos al pequeño cementerio judío sin ningún sobresalto.

Para mi madre fue reconfortante encontrarse con sus amigas de la infancia. Eran mujeres árabes de la edad de mi madre que lloraban sentidamente la pérdida de Judith. Yo me preguntaba cómo había sido posible que en aquel mismo lugar, años atrás, se hubiera producido aquel ataque contra los judíos en el que mi abuela había perdido la vida.

La noche que regresamos a casa fue cuando mi madre rompió a llorar. Se encerró en su cuarto y escuchamos su llanto compulsivo. Kassia no me dejó entrar.

—Déjala. Si no llora, reventará.

Pasados unos días fuimos a visitar a Yossi y a Yasmin; me impresionó ver lo mucho que mi tío había envejecido.

—No soporto la ausencia de Judith por más que me digo que hace años que estaba más muerta que viva, pero al menos la tenía cerca de mí.

Yasmin estaba preocupada por su padre, que apenas comía y al parecer no lograba conciliar el sueño por las noches.

—Se sienta en su viejo sillón y se queda quieto hasta que amanece. Si sigue así, caerá enfermo.

Insensible a cuanto sentíamos, la vida continuó con su rutina. En febrero de 1939 se celebraba en Londres una conferencia a la que asistieron árabes y judíos. El gobierno de Su Majestad no quería seguir mandando tropas para mantener Palestina, veían en el horizonte un peligro más cercano y temible: la agresiva política expansionista de Hitler y el nazismo.

Entre los judíos de Palestina había nerviosismo y preocupación por lo que pudiera resultar de aquella conferencia, pero si algo tenían claro, nos explicó Louis, era que nosotros no íbamos a dar ni un paso atrás.

Los árabes llegaron divididos a la Conferencia de Londres; por una parte Jamal al-Husseini, el primo del muftí; por otra, uno de los miembros más destacados de la familia Nashashibi, que encabezaba la facción más moderada entre los árabes palestinos.

Husseini se alojó en el lujoso hotel Dorchester, Nashashibi en el no menos lujoso Carlton. El doctor Weizmann y Ben Gurion tenían la responsabilidad de representarnos.

Mijaíl mantenía algunas reservas respecto al doctor Weizmann. «Es demasiado británico», decía, pero Louis le recordaba que gracias a él los judíos habíamos conseguido algo precioso: la declaración de lord Balfour que contemplaba un hogar para los judíos en la tierra de nuestros antepasados, Palestina.

Las noticias que llegaban de Londres no eran precisamente optimistas. Samuel envió una larga carta en la que afirmaba que la conferencia había tenido que inaugurarse dos veces, una para la delegación de los árabes palestinos y otra para la de los sionistas judíos puesto que ambas partes se negaban a estar juntos, «lo que ha irritado al premier británico Neville Chamberlain».

Samuel explicaba en su carta que los británicos parecían «más predispuestos a entenderse con los árabes palestinos que con nosotros. Hace unos días, en una cena en casa de un banquero, Konstantin escuchó de labios del propio Chamberlain que si hubiera un enfrentamiento con Alemania, los judíos nos veríamos obligados a respaldar a los ingleses, ¿qué otra cosa podíamos hacer? De manera que me temo que harán concesiones a los árabes palestinos antes que a nosotros. Tampoco nos quedan demasiados amigos en el gobierno británico; el nuevo ministro de las Colonias, Malcolm McDonald, ve nuestros problemas con demasiada distancia. La falta de sintonía entre el doctor Weizmann y vuestro líder Ben Gurion tampoco ayuda. Ben Gurion ha venido a Londres decidido a no dar ni un paso atrás. Me temo que es un hombre poco flexible. Por lo que hemos logrado saber, el doctor Weizmann estaba dispuesto a aceptar un descenso en el número de emigrantes judíos. Pero Ben Gurion no lo ha permitido. Uno de los diplomáticos británicos que participan en las conversaciones, y que es buen amigo de Konstantin, nos ha contado que la propuesta de Ben Gurion es la de formar un Estado judío dentro de una Confederación árabe. Como podéis suponer, esto no lo acepta la delegación árabe palestina. Me temo que estamos en un callejón sin salida».

Años después, en los libros de historia se contaría que Ben Gurion no aceptó limitar el número de inmigrantes judíos a Palestina aduciendo como argumento la persecución de la que estaban siendo objeto en Alemania. Por su parte, Jamal al-Husseini puso desde el primer momento las cartas boca arriba: los británicos debían poner coto a la inmigración judía a Palestina, además se les debía prohibir adquirir más tierras, y, sobre todo, que aceptaran la creación de un Estado palestino. Los Nashashibi se mostraban partidarios de que los judíos que ya estaban en Palestina pudieran formar parte de ese Estado árabe, pero Husseini añadía que sin disponer de un hogar propio.

El acuerdo fue imposible. Aún peor que imposible, porque cuando la conferencia aún no había finalizado los británicos ya tenían un nuevo plan para intentar arreglar el problema palestino. En aquel plan, que se convertiría en un nuevo Libro Blanco, el ministro de Asuntos Exteriores, lord Halifax, intentaba cerrar el problema con la creación en un plazo inferior a diez años de un Estado donde hubiera preponderancia árabe. También contemplaba restringir inmediatamente la inmigración. El documento provocó que la delegación judía se levantara de la mesa y abandonara la conferencia. El 17 de mayo se hizo oficial el nuevo Libro Blanco en el que quedó anulada en el acto la Declaración Balfour.

Todos estos acontecimientos los vivimos con preocupación y no sin discusiones. Kassia y Marinna eran socialistas antes que ninguna otra cosa y se peleaban con Louis a cuenta del empeño de los dirigentes judíos de querer tener un hogar que se asemejara a un Estado. Mijaíl, que era un ferviente partidario de Ben Gurion, defendía con vehemencia que los judíos tuvieran su propio Estado dentro de una Confederación con los árabes.

—Yo no quiero un Estado —decía Marinna—, nuestro objetivo es vivir con los árabes palestinos en paz, no vinimos a buscar nada más.

Marinna sufría por los enfrentamientos continuos entre las dos comunidades. No porque su amor por Mohamed le ofuscara el pensamiento, sino porque había crecido y se había hecho mujer con las ideas socialistas de sus padres, que eran ante todo internacionalistas y pensaban que árabes y judíos tenían otros problemas que no eran los del nacionalismo.

Mi tío Yossi y mi madre se sentían incómodos con estas discusiones. Ellos eran tan palestinos como el que más y defendían el statu quo en el que habían vivido hasta entonces. En realidad tenían el corazón dividido: sabían que los judíos necesitaban un hogar, un lugar donde nadie pudiera perseguirles, y al mismo tiempo comprendían las reticencias de sus amigos árabes ante la llegada masiva de inmigrantes. Tampoco concebían un Estado exclusivamente judío.

Cuando en septiembre de 1939 estalló la Segunda Guerra Mundial, el mensaje de Ben Gurion fue contundente: lucharemos contra Hitler como si no existiera el Libro Blanco, y lucharemos contra el Libro Blanco como si no hubiera guerra.

Ben y yo le pedimos a Louis que nos dejara formar parte de la Haganá. Oficialmente la Haganá no existía, pero todo el mundo sabía de su existencia, de modo que no nos andamos con rodeos. Habíamos escuchado suficientes conversaciones a lo largo de los años para saber que Louis y Mijaíl formaban parte de aquella organización clandestina que se dedicaba a proteger a los colonos y que además estaba enfrentada al Irgún y la Stern, dos organizaciones que se caracterizaban por sus métodos violentos y hasta terroristas. Precisamente poco después de la proclamación del Libro Blanco, el Irgún había colocado una bomba junto a la Puerta de Jaffa asesinando a nueve árabes palestinos.

Louis se tomó en serio nuestra petición pero la rechazó.

—Me parece bien que queráis ayudar, ya os iré diciendo cómo; al principio, podéis hacer de correos.

—Tengo diecisiete años. Seguramente podré hacer algo más importante —exclamó Ben enfadado.

—Y yo catorce y he oído que en los kibutz a los que son de nuestra edad no les tratan como a niños y ayudan en la defensa —dije yo intentando convencer a Louis.

—Si es necesario nos iremos a un kibutz y así nadie nos impedirá luchar —advirtió Ben.

Kassia estaba escuchándonos sin que nosotros nos hubiéramos dado cuenta.

—¡Pero estáis locos! No tenemos bastantes problemas con Moshe para que ahora vengáis vosotros a encogernos el corazón.

—Vamos, Kassia, ya no son tan niños y tarde o temprano tendrán que asumir sus propias responsabilidades.

—¿Responsabilidades? ¿A qué te refieres? Los árabes no son nuestros enemigos.

—Pero los británicos sí lo son —le respondió Louis con desgana.

—¿Y vamos a combatirles con niños? —Kassia estaba cada vez más exaltada.

En ese momento entraron mi madre y Marinna. Venían del huerto de varear los olivos.

—Pero ¿qué pasa?, ¿por qué gritáis? —preguntó Marinna.

Kassia se lo explicó y Marinna se enfadó con los tres, con Louis, con su hijo Ben y conmigo. Mi madre intentó apaciguarla.

—Tienen la edad de querer vivir aventuras y formar parte de la Haganá porque no saben lo que de verdad significa.

—¡Claro que lo sabemos! —la interrumpió Ben, molesto por el tono condescendiente de mi madre.

Louis terminó la discusión diciendo que tenía que marcharse, pero cuando estaba a punto de salir nos dirigió una mirada a Ben y a mí en la que creímos ver que todo no estaba perdido.

Puede resultar sorprendente, pero la verdad es que los seis años que duró la guerra hubo una especie de tregua entre los árabes palestinos y los judíos. No sé si porque, a pesar de haberse mostrado contrarios al Libro Blanco, éste no dejaba de ser una garantía de que los judíos no tendríamos nuestro hogar en el futuro, o también porque los británicos se esmeraron en impedir que llegaran más judíos a Palestina aun sabiendo que éstos no hacían más que intentar escapar de las garras de sus peores enemigos, de Hitler y sus secuaces.

A pesar de la opinión de nuestras madres, Ben y yo empezamos a hacer de correos para la Haganá. En 1940 nos encargábamos de llevar mensajes y armas de un lado para otro. Creo que tanto mi madre como Marinna decidieron no darse por enteradas confiando que el buen juicio de Louis no nos pondría en demasiados peligros.

Louis nos había puesto bajo las órdenes de Mijaíl, y mi madre intentaba convencer a Kassia de que mis continuas visitas a casa de mi tío Yossi eran para ver a éste y a Yasmin.

—Ezequiel es un chico muy sensible. Desde la muerte de Judith no pierde ocasión de ir a hacer compañía a su tío y a su prima —decía orgullosa de mí.

Mi prima Yasmin sí sabía lo que nos traíamos entre manos, aunque ella, lo mismo que Yossi, su padre, tenía algunas reticencias.

Lo que más me costó fue no poder decirle a Wädi en qué estaba metido. Louis se había mostrado tajante al respecto.

—La Haganá no existe —insistió.

—Pero si yo le he oído decir a Mohamed que seguramente tú eres de la Haganá —protesté yo.

—Él puede creerlo pero no lo sabe. Sé que Wädi es muy importante para ti, le debes la vida, pero ahora la vida de muchas personas depende de tu silencio. Lo que sabes no te pertenece a ti, por lo tanto, no puedes hacer uso de ello.

Yo me sentía mal conmigo mismo. Se me hacía un nudo en el estómago cuando estaba con Wädi por no poder decirle lo que estaba haciendo.

Las cicatrices del rostro de Wädi me recordaban que le debía la vida aunque él jamás lo recordaba, y si era yo quien lo hacía, le quitaba importancia.

Wädi había decidido ser maestro y se preparaba para conseguirlo. Había recibido una buena educación en la escuela británica de St. George y sus maestros destacaban su predisposición para ayudar a los más débiles. Se mostraba especialmente protector con su hermana Naima, que temblaba cuando escuchaba a su madre decirle a su padre que había que ir pensando en buscarle un buen marido. Cuando Wädi se lo contaba a Ben, a éste se le agriaba el gesto. Estaba enamorado de Naima por más que les había prometido a sus padres que no daría un solo paso que pudiera comprometerla. A Marinna le hubiera gustado permitir a su hijo que se dejara llevar por sus sentimientos, pero sabía que habría supuesto un problema no sólo con Salma, también con Mohamed. Si ellos habían tenido que renunciar a estar juntos en una época en que no existían los problemas que estábamos viviendo, en aquellos momentos resultaba imposible. Y aunque Marinna se mostraba firme, Igor se mantenía inflexible. Incluso había llegado a amenazar a Ben con enviarle a Inglaterra con Samuel si no se olvidaba de Naima. Ben sabía que era imposible que le enviaran a Inglaterra. La guerra estaba en todo su apogeo, los británicos intentaban mantener a raya a los judíos y no habrían facilitado un permiso para enviar a un joven a Londres. ¿Por qué habrían de hacerlo? Al fin y al cabo no éramos gente importante.

Hoy, con la perspectiva del tiempo, creo que Naima no estaba tan interesada en Ben como él en ella. En efecto, le halagaba que Ben se pusiera nervioso en su presencia y que pasara horas en la cerca que separaba las dos huertas con la esperanza de verla. Ella le veía desde la ventana y, si podía escapar al control de su madre, corría a reunirse con él. Pero eran pocas las veces que lo conseguía porque Salma siempre estaba pendiente de ella vigilando lo que hacía.

A mí me dolían las discusiones cada vez más frecuentes de Louis e Igor con los Ziad. Recuerdo una noche en la que, invitados por Marinna, Aya y su marido Yusuf habían venido a cenar a nuestra casa y se les habían unido Mohamed y Salma y sus tíos Hassan y Layla, todos acompañados por sus hijos. Los jóvenes estábamos contentos de compartir aquellas horas y lo último que deseábamos era que los mayores se enzarzaran en una discusión. Fue Igor, siempre tan prudente, quien reprochó a nuestros amigos las veleidades nazis del muftí.

—Parece que los alemanes le han prometido al muftí que una vez que termine la guerra en Europa se encargarán de resolver «el problema judío» en Oriente —comentó Igor mirando fijamente a Mohamed.

Éste le sostuvo la mirada, incómodo. Marinna se puso tensa. Le desazonaba que su marido y Mohamed se enfrentaran. Pero no fue Mohamed quien respondió a Igor, quien tomó la palabra fue su tío Hassan.

—Muchos árabes coinciden con Hitler en su animadversión por los judíos, pero eso es una coincidencia. Tenéis que comprender que los palestinos estemos inquietos por los planes de los ingleses para dividir nuestra tierra. Podemos compartirla, pero ¿debemos dejar que nos la arrebaten?

—Palestina era el hogar de nuestros antepasados. No somos extranjeros —respondió Igor.

—Tenéis que remontaros al principio de los tiempos para evocar ese pasado. Bien sabéis que ningún miembro de nuestra familia simpatiza con los Husseini y que estamos abiertamente enfrentados a ellos. No queremos cambiar al amo británico por el amo alemán, aunque el muftí crea que si apoya a Hitler, éste le ayudará a hacerse con Palestina sin ningún precio a cambio. Además, nos disgustan las teorías raciales que defienden los nazis. Pero ese disgusto nada tiene que ver con nuestra creciente preocupación por la llegada masiva de judíos a Palestina y la decisión de los británicos de dividir nuestra tierra —insistió Hassan.

—Deberíais avergonzaros de que vuestro muftí tenga a los nazis por amigos mientras los judíos están sufriendo el terror desatado por Hitler. —Igor parecía empeñado en discutir.

—Y vosotros deberíais cesar en el empeño de arrebatarnos lo que nos pertenece. —Esta vez el tono de voz de Hassan era menos complaciente.

—Apoyar a Hitler supone apoyar la persecución de los judíos. —Igor no estaba dispuesto a dar por zanjado el tema.

Marinna le miró con angustia. La velada que prometía ser un encuentro amable con nuestros viejos amigos se estaba convirtiendo en un enfrentamiento. Fue Kassia la que mandó acabar con la discusión.

—¡Basta! Igor, éste no es el momento de discutir. Quiero disfrutar de la presencia de nuestros amigos. Hablemos de los viejos tiempos…

Cuando echo la vista atrás pienso en el sufrimiento silencioso de mi madre. Ni ella ni yo nos referíamos nunca a mi padre, ni tampoco a mi hermana, Dalida. Mi madre tampoco hablaba sobre su hijo mayor, Daniel. Los demás respetaban nuestro silencio. Ahora me doy cuenta de que su ausencia nos dolía tanto que para defendernos habíamos optado por no hablar de ella.

Mi madre nunca se quejaba por nada. Parecía encontrar alivio trabajando la tierra en jornadas que alargaba hasta la caída del sol.

Kassia insistía en seguir trabajando la tierra, pero mi madre procuraba ayudarla en las tareas; no sólo por su edad, también porque había ido adelgazando tanto que nos preocupaba.

—Deberías llevar a tu madre a que la vea mi cuñado Yossi —le decía mi madre a Marinna.

—Miriam, ya sabes cómo es mi madre, se niega a que la vea ningún médico. Insiste en que se encuentra bien.

—No me gusta el color de su piel, ni esas ojeras cada vez más grandes. A lo mejor si tu marido habla con ella…

—¿Igor? No, Igor es incapaz de decirle a mi madre lo que tiene que hacer. A lo mejor te hace a ti más caso que a nosotros.

Ben también se daba cuenta de que su abuela estaba enferma. Me lo confesó preocupado.

—La otra noche la oí lamentarse, me levanté para preguntarle si necesitaba algo y la encontré vomitando.

Pero Kassia seguía negándose a que la viera ningún médico. Yo creo que ya no tenía demasiadas ganas de vivir, que carecía de ilusiones por más que quisiera profundamente a su hija Marinna y a su nieto Ben. Durante años, Kassia temió que Marinna pusiera fin a su matrimonio con Igor, pero había comprendido que aunque no estuviera enamorada de su marido permanecería con él. El tiempo había adormecido su enamoramiento por Mohamed sabiendo que él jamás incumpliría su compromiso con Salma. Marinna y Mohamed se habían resignado renunciando el uno al otro y esa resignación era lo que confortaba a Kassia. En cuanto a Ben, no se engañaba, sabía que su nieto no la necesitaba, o al menos no dependía de ella tanto como para seguir luchando para vivir con él.

Para cuando Kassia accedió a ir al hospital ya estaba más muerta que viva. El doctor que la atendió no dejó lugar a dudas: padecía un cáncer de estómago en fase terminal. Lo que le sorprendía es que no hubiera acudido antes a recibir tratamiento.

—No comprendo —le dijo a Marinna— cómo puede estar soportando tanto dolor.

Marinna comenzó a llorar. Se reprochaba no haber querido admitir lo que Miriam le decía, que su madre estaba muy enferma, que su negativa a probar bocado, los vómitos y su extrema delgadez eran el síntoma evidente de alguna enfermedad. Cuando el médico anunció que debía quedarse en el hospital el tiempo que hiciera falta, Kassia se rebeló.

—Usted sabe que no voy a vivir mucho, ¿por qué no me da algo que me alivie y me permita morir en mi cama? —le pidió Kassia.

—¡Por Dios, madre, qué cosas dices! Claro que vas a curarte —dijo Marinna con los ojos repletos de lágrimas.

Pero Kassia la mandó callar y volvió a pedirle al médico que la dejara morir en su cama.

El médico se negó. No es que pudiera hacer algo más por salvarle la vida, pero pensó que al menos en un hospital estaría mejor atendida. Mi tío Yossi le hizo una seña y se fueron a un rincón a hablar. Cuando regresaron Kassia sabía que había ganado aquella última batalla.

—Si es lo que quiere, se irá a su casa, pero tendrá que estar en la cama con suero y le pondrán algunas inyecciones para el dolor… Si se va no podré hacer mucho más por usted…

—Y si me quedo, tampoco, salvo tranquilizar su conciencia —respondió Kassia.

Hacía frío aquel mes de diciembre de 1941. Y aún siento ese frío en la piel cuando pienso en aquellos últimos días de la vida de Kassia.

Mi madre mantenía la gran chimenea de la sala permanentemente encendida y en la cama de Kassia no faltaban las botellas de agua caliente.

Marinna lloraba cuando Kassia no la veía.

—Si te hubiese hecho caso —se lamentaba a mi madre.

En realidad no habría cambiado nada aunque Kassia hubiera recibido tratamiento unos cuantos meses antes, pero Marinna se reprocharía el resto de su vida no haber querido ver la enfermedad de su madre.

No sé de qué eran aquellas inyecciones que mi madre le ponía a Kassia, sólo sé que se quedaba adormilada.

No es fácil morirse. Me di cuenta por primera vez al asistir a la agonía de Kassia.

Una madrugada el ruido me despertó, y al salir de mi habitación encontré las luces de la sala encendidas y la puerta del cuarto de Kassia abierta.

Se ahogaba entre vómitos mientras luchaba por respirar, y en esa lucha cada vez que un soplo de aire entraba en sus pulmones escuchábamos un ruido sordo y bronco. Su cuerpo extenuado se movía con convulsiones que parecían que la iban a romper. Estaba muy agitada y agarraba con fuerza la mano de Marinna esforzándose por hablar, pero de su boca apenas salía un sordo murmullo. Ben estaba a mi lado temblando. Louis había ido en busca de Yossi.

Mi madre se multiplicaba intentando limpiar los vómitos y adecentando la cama, pero aún tuvo tiempo de hacer una seña a Ben para que se acercara al lecho de su abuela.

Ben le dio un beso en la frente y le cogió la otra mano.

—Abuela, te quiero, te quiero mucho, ya verás como te pondrás bien —le dijo en un susurro.

Kassia hizo un último esfuerzo por apretar la mano de Marinna y la de Ben, después de su garganta brotó un grito desgarrador. Fue el último estertor. Después, expiró. Su cuerpo se quedó quieto y su mirada se perdió en la eternidad.

Nos quedamos en silencio durante unos segundos, sin atrevernos a movernos, no fuera a despertar. Igor se acercó a Marinna intentando que se incorporara, y mi madre hizo lo mismo con Ben. Marinna se resistió y nos pidió que la dejáramos a solas con su madre. Igor no quería, pero fue tal el grito de Marinna pidiéndole que se marchara que salió del cuarto arrastrando a Ben.

Mi madre cerró la puerta y por primera vez la sentí frágil. No fue hasta que Louis llegó con Yossi que mi madre se permitió llorar.

Aguardamos un buen rato a que Marinna saliera, cuando lo hizo tenía los ojos empequeñecidos de tanto llorar.

—Tengo que prepararla —acertó a decir mientras se abrazaba a mi madre.

Con los primeros rayos de luz, mi madre me envió a casa de Mohamed para que les comunicara la muerte de Kassia. Cuando llegué él estaba tomando una taza de té antes de dirigirse a la cantera.

—Kassia ha muerto —acerté a decir.

Salma se quedó inmóvil aguardando la reacción de Mohamed. Él pareció no haberme escuchado porque ni siquiera me miró. Se levantó y, cerrando los ojos, apoyó la cabeza contra la pared. Wädi, que me había oído llegar y se había levantado, se acercó poniéndole la mano en el hombro.

—Ve con Ezequiel, nosotros iremos después —le dijo a su padre.

Caminamos deprisa sin hablar. Cuando entramos en la casa el cuerpo de Kassia yacía sobre sábanas limpias y el cuarto olía a lavanda. Mi madre se había empleado a fondo limpiándolo. Marinna permanecía arrodillada junto al lecho de su madre e Igor estaba preparando café.

Mohamed se acercó a Marinna y le tendió la mano. Ella se levantó y le abrazó.

—Lo siento…, lo siento mucho… Sabes lo mucho que quería a tu madre —le dijo Mohamed con la voz entrecortada.

Marinna se dejó llevar por el llanto. Mi madre le tendió la mano con delicadeza a Mohamed y luego le abrazó para romper así la tensión que se había adueñado de nosotros. Igor había salido fuera de la casa y Ben no apartaba los ojos de Mohamed y de su madre. Yo salí tras Igor con una taza de café.

—Entra, hace mucho frío —le dije, por decir algo.

Cuando entramos, mi madre aún seguía abrazada a Mohamed y eso sirvió para que Igor se sintiera menos envarado. Luego Mohamed se dirigió a Igor y también le abrazó. Fue un gesto rápido, obligado por la situación.

—Kassia era mi segunda madre —dijo mientras se secaba las lágrimas con el dorso de la mano.

Marinna encontró una carta con las últimas voluntades de su madre. Era muy escueta; en realidad sólo contenía un deseo: que la enterraran bajo alguno de los olivos de La Huerta de la Esperanza.

Lo hicimos una mañana en presencia de los Ziad. Estaban Mohamed y Salma, con sus hijos Wädi y Naima; también Aya y Yusuf, junto a Rami y Noor. Tampoco faltaron Hassan y Layla y su hijo Jaled.

Ninguno de nosotros hizo nada por evitar las lágrimas. Aya sostenía a Marinna mientras Ben buscaba refugio detrás de su padre. Me pareció que a Igor le dolía que Marinna prefiriera el consuelo que le brindaba Aya antes que el suyo, al fin y al cabo era su marido. Pero de sus labios no se escapó ni un solo reproche.

Ahora que soy viejo y tengo tanto tiempo libre, en ocasiones rememoro aquellos días y me pregunto por la entereza y la lealtad de Igor. Me admira su amor resignado por Marinna.

Fue Louis quien escribió a Samuel para comunicarle la muerte de Kassia, pero nunca recibimos una respuesta.

No resultó fácil volver a la normalidad. Con la ausencia de Samuel y la muerte de Kassia, La Huerta de la Esperanza parecía haber perdido su razón de ser. Yo sabía que eso era lo que mi madre pensaba aunque no lo dijera, y que incluso tuvo la tentación de que nos marcháramos a vivir a la ciudad y dejar que Marinna e Igor se hicieran cargo de todo. Lo sé porque se lo oí comentar a mi tío Yossi. Pero no lo hicimos, supongo que pensaba que para mí supondría un desarraigo.

Ben continuaba insistiendo en su deseo de ir a vivir a un kibutz. Admiraba a los muchachos de nuestra edad que se preparaban para combatir ya fuera a los alemanes, que parecían estar cada vez más cerca de Palestina, a los británicos, que se empeñaban en poner trabas a la inmigración de judíos, o a algunas bandas árabes, que plantaban cara a la cada vez más numerosa comunidad judía.

Un día mi madre le preguntó a Louis qué sucedería si las tropas de Rommel intentaban llegar a Palestina. La respuesta de Louis fue tajante:

—Nos las tendremos que arreglar solos. Para eso nos estamos preparando. Hace tiempo que los líderes de la Yishuv han adoptado algunas decisiones para que estemos alerta. Los británicos saben que necesitarían nuestra ayuda.

Las noticias que llegaban desde Europa nos producían una enorme desazón. Sabíamos que los alemanes llevaban a los judíos a campos de concentración, pero lo que no podríamos haber imaginado ni en la peor de las pesadillas es que en realidad se trataba de campos de exterminio. Sabíamos que los judíos desaparecían, igual que sabíamos de la tragedia de los judíos encerrados en el gueto de Varsovia o las persecuciones que estaban sufriendo en todos los rincones de Europa.

Lo que hicieron desde el primer momento los hombres de la Yishuv fue pedir a los británicos que nos permitieran combatir a su lado.

En aquel entonces los británicos no se fiaban de nosotros, de manera que muy pocos consiguieron formar parte de sus filas para luchar en el frente, aunque algunos sí fueron aceptados en tareas auxiliares. Luego cambiaron de opinión e incluso ayudaron en la creación del Palmaj, que era una especie de tropas de comando de la propia Haganá.

Mi confianza en el ser humano quedó mermada por dos acontecimientos que me marcaron. El primero fue una discusión entre Louis y Mijaíl con Moshe. No fue por la discusión en sí, sino por el motivo de la disputa.

Estábamos celebrando la cena del sabbat, y aunque no solíamos invitar a Moshe y Eva a nuestra casa, aquel día sí lo habíamos hecho. Mi madre y Marinna habían preparado la cena, y en torno a la mesa, además de nuestros dos invitados, estábamos Igor, Ben y yo. No sabíamos si Louis aparecería, pero ya nos habíamos acostumbrado a no esperarle.

La cena transcurría con normalidad hasta que llegaron Louis y Mijaíl. Ni siquiera dieron las buenas noches. Louis se quedó quieto mirando con odio a Moshe y fue Mijaíl quien se acercó a él y, cogiéndole por el cuello, le obligó a ponerse en pie.

Nos quedamos paralizados. Nadie entendía lo que estaba pasando. Mijaíl le empujó contra la pared, se acercó y le propinó un puñetazo, a continuación le dio una patada en el estómago que hizo que Moshe se doblara y cayera al suelo. Eva se levantó y corrió junto a su marido gritando. Mi madre y Marinna también se levantaron preguntando qué estaba ocurriendo, mientras que Igor intentaba interponerse entre Moshe y Mijaíl.

Sin embargo Mijaíl parecía un oso furioso y logró apartar a Igor para seguir golpeando a Moshe, que no tuvo tiempo para responder a uno solo de sus golpes.

—¡Por Dios bendito, para! ¡Para! ¡Estás loco! —gritó Eva intentando abrazar a su marido y protegerle con su cuerpo. Pero Mijaíl la apartó con brusquedad y ella también cayó al suelo. Mijaíl le dio unos segundos a Moshe para que se levantara y se defendiera. Pelearon con tal violencia que la sala se convirtió en un campo de batalla.

Ben y yo estábamos atónitos sin saber qué hacer. Entretanto, Louis había encendido un cigarro y contemplaba inmutable aquella violencia que temíamos pudiera acabar con la vida de Moshe.

Fue mi madre la que se metió en medio de los dos sabiendo que Mijaíl no se atrevería a levantar la mano contra ella.

—¡Basta! ¡Basta ya! ¿Es que quieres matarle? —gritó mi madre.

—¡Sí! ¡Eso es lo que voy a hacer!

Pero mi madre empujó a Mijaíl y se colocó frente a él con el rostro descompuesto.

—En esta casa no vas a matar a nadie. Y si lo intentas, antes tendrás que matarme a mí.

Louis se acercó a Mijaíl y le puso una mano en el hombro, con ese gesto le invitaba a quedarse quieto.

—Te irás esta noche, Moshe. Te irás para siempre —le dijo, y el tono de su voz era tan frío como el hielo.

—Pero ¿por qué, por qué? —gritó Eva entre lágrimas mientras sujetaba la cabeza de su marido, convertida en un amasijo de sangre.

—Porque nosotros no tratamos con asesinos —respondió Louis muy tranquilo.

—¿Qué es lo que sucede? —preguntó Igor con el rostro desencajado por aquel espectáculo de violencia.

—Sus amigos de la banda de Stern pretenden hacer la guerra por su cuenta. Y eso supone ponernos en peligro a todos nosotros. Si seguís con vuestro empeño de atacar ahora a los británicos, además de esconderos de ellos, también tendréis que esconderos de nosotros. No consentiremos que vuestras acciones terminen siendo asesinatos de inocentes —afirmó Louis mientras aspiraba el humo del cigarrillo.

—¡Moshe no forma parte del grupo de Stern! ¡Sabéis que es del Irgún! —gritó Eva.

—Que son la otra cara de la moneda. Los de Irgún y los de Leji me dais asco —gritó Mijaíl.

—Hace dos días Moshe se reunió con uno de los hombres de Abraham Stern. No era la primera vez que lo hacía. Puede que tu marido haya cambiado el Irgún por el Leji, el grupo de Stern, y tú no lo sepas —apostilló Louis.

—Hablar con un hombre de Stern no le convierte en su cómplice —afirmó Igor, asqueado por la escena.

—Muy bien, le preguntaremos a Moshe: ¿has abandonado el Irgún y formas parte del Leji? La respuesta es muy simple, sí o no.

Marinna acercó un vaso de agua a Eva para que Moshe pudiera beber aunque sólo fuera unos sorbos.

—No soy del Leji. Sigo siendo del Irgún —afirmó Moshe con la voz quebrada por el dolor.

—Ya… Entonces ¿qué hacías hablando con ese hombre del Leji?

—Es un amigo de mi hijo mayor —alcanzó a decir Moshe mientras tosía y de la boca le salía un hilo de sangre.

Eva le miró asombrada y yo me di cuenta de que fuera lo que fuese que hubiera hecho Moshe, su esposa no sabía nada.

—Tu hijo mayor vive en Haifa —respondió Louis.

—Sí, allí vive —afirmó Moshe sin añadir más.

—De manera que tu hijo es del Leji.

—Yo no he dicho eso, ¿acaso uno es culpable de lo que hagan sus amigos? Se conocen del Irgún. Ese hombre decidió seguir a Stern, es todo lo que sé.

—¿Y qué es lo que tú te traes con él?

—No soy del Leji. Lo juro —insistió Moshe.

—Dinos de qué tratas con ese hombre. —La voz de Louis era imperativa.

Moshe no respondió. Eva, con el auxilio de mi madre, le ayudó a levantarse.

—Vete, Moshe, y procura no cruzarte con nosotros. Colaboraremos con los británicos para que os metan a todos en la cárcel. No queremos tratos con terroristas y mucho menos con traidores. Si cuando amanezca no te has ido, yo mismo te entregaré a los ingleses —sentenció Louis.

Cuando Eva y Moshe salieron de nuestra casa nos quedamos unos minutos en silencio. Marinna le dio a Mijaíl un pañuelo empapado en agua para que se limpiara el rostro.

—Y ahora, ¿podéis explicarnos qué sucede? —les exigió Igor.

—Como bien sabéis, cuando comenzó la guerra el Irgún decidió seguir los pasos de la Haganá y dejar de luchar contra los ingleses. El enemigo ahora es Alemania. Pero uno de sus dirigentes, Abraham Stern, ha formado su propio grupo y continúa atentando contra los ingleses. La Haganá ha sabido que los hombres de Stern están preparando un atentado contra soldados británicos y en ese lugar elegido también hay civiles —explicó Louis—. ¿Sabes lo que eso supondría?

—¿Estás seguro de lo que dices? —Igor tenía el rostro desencajado.

—Tenemos oídos en muchas partes —respondió Mijaíl adelantándose a Louis.

—La acusación es muy grave, incluso contra gente como los de la banda de Stern.

—El Irgún ni siquiera quiere saber nada de ellos —apostilló Louis—; es más, puede que no les importe que les detengan a todos. Y eso que los del Irgún son de gatillo fácil. Nunca se han caracterizado por tener demasiados escrúpulos, pero se han dado cuenta de que mientras dure la guerra tenemos otros enemigos más importantes que los británicos —dijo Mijaíl.

—Me dan asco —dijo Ben.

—¿Y estás seguro de que Moshe es uno de ellos? —preguntó mi madre.

—Trata con hombres de Stern —afirmó Mijaíl.

—Puede que sólo sean sus amigos o amigos de su hijo, como ha dicho; al fin y al cabo, hasta hace poco todos formaban parte del Irgún —les recordó mi madre.

—Es mejor que se vayan incluso por nuestra propia seguridad. La Agencia Judía y la Haganá no van a dar tregua ni a Stern ni a sus hombres. Moshe sabe lo que se jugaba teniendo relaciones con ellos —y Louis dio por terminada la discusión.

Creo que ninguno dormimos aquella noche. Yo estuve espiando por la ventana la casa de Moshe y Eva, que permaneció con las luces encendidas hasta que comenzó a amanecer. Luego les vi salir y cargar el coche con maletas y utensilios. Eva lloraba pero Moshe no prestaba atención a sus lágrimas y la instaba a darse prisa. No pude dejar de preguntarme qué habría pensado mi padre, qué habría hecho él. No sabía la respuesta.

—No es que les eche de menos, porque no les veíamos tanto, pero tengo la impresión de que ya no queda nada del lugar que fue La Huerta de la Esperanza.

Mi madre hablaba con Marinna. Las dos estaban apesadumbradas.

Marinna asintió. Ella también sentía el vacío de aquella comunidad en la que había crecido y que mi padre Samuel había convertido en el hogar de un grupo de desconocidos que habían terminado unidos por lazos más fuertes que los de la sangre.

Yo no quería irme de La Huerta de la Esperanza, era mi casa; pero también me preguntaba, lo mismo que mi madre, si seguía teniendo sentido que continuáramos allí.

Ben y yo hablamos de las acciones de la banda de Stern.

—Me dan asco. Ojalá les pillen a todos y les ahorquen. Sé que la Agencia Judía y la Haganá van a colaborar con los británicos para que les detengan a todos —afirmó Ben.

No resultó fácil. Abraham Stern se escurría siempre de las manos de los ingleses, pero en 1942 los británicos le encontraron en uno de sus escondites en Tel Aviv. Alguien les había indicado el lugar donde se escondía.

Pero antes de que eso sucediera, sufrí mi segunda decepción.

En octubre de 1941 el muftí era recibido con todos los honores por Benito Mussolini en su palacio de la plaza Venecia de Roma. Los periódicos informaban de que los dos hombres coincidían en que no había lugar para los judíos ni en Palestina ni en Europa.

Pero el muftí no sólo había sido recibido por Mussolini como un amigo; un mes más tarde, Adolf Hitler hizo lo propio en Berlín recibiéndole con todos los honores.

Hitler se comprometió con el muftí Husseini a que, una vez hubiera acabado con todos los judíos de Europa, se encargaría de llevar a cabo la misma tarea en Oriente.

No sería ésa la última vez que el muftí Husseini fue recibido por los jerarcas nazis en Berlín. El mismísimo Heinrich Himmler, siniestro jefe de las SS, y el muftí Husseini forjaron una buena relación. No sólo eso, el muftí arengaba a los suyos para que se enrolaran en las fuerzas nazis. Sus alocuciones por Radio Berlín eran escuchadas en todo Oriente. Hitler y el muftí tenían un objetivo común: acabar con los judíos y, de paso, también con los británicos.

Cuando en Palestina supimos de esa primera visita del muftí a Berlín, yo fui a pedir explicaciones a Wädi. Me dolía hacerlo porque era la persona a quien más quería después de mi madre, o acaso tanto como a ella.

Por primera vez discutimos. Él trataba de explicarme por qué algunos árabes apoyaban a los alemanes.

—Sabes que ni mi familia ni yo somos seguidores del muftí. También a mí me avergüenza leer en el periódico que el muftí ha tomado partido por Alemania. Pero no creerás que todos los árabes que siguen al muftí son nazis y antijudíos. Son sólo nacionalistas que defienden su patria y que desean que los británicos, los franceses…, en definitiva, los europeos, se vayan para siempre. ¿Por qué los egipcios tienen que estar bajo Mandato británico? ¿Y por qué hemos de soportarlo nosotros? En cuanto a los franceses, ahí les tienes en Siria y en el Líbano.

—Muy bien, puedo comprender que los árabes luchen contra los ingleses; nosotros también lo hacemos, aunque ahora Ben Gurion haya ordenado que colaboremos con ellos en esta guerra contra Alemania. Pero una cosa es combatir a los británicos y otra muy distinta es aliarse con Alemania sabiendo que quieren acabar con los judíos. ¿Acaso no sabes que les llevan a campos de concentración y que les obligan a trabajar hasta la extenuación y la muerte? No hay lugar en Europa donde los judíos no sean perseguidos, detenidos y enviados a esos campos.

—Yo no comparto el odio del muftí contra los judíos, tampoco mi padre. Lo sabes bien. No hace falta que te recuerde que el propio Omar Salem nos mira con recelo precisamente porque mi padre critica al muftí. Mi tío Yusuf dice que Omar Salem ya no confía tanto en él como antaño.

—Sí, lo sé, y también sé que habéis tenido problemas por no alinearos con él, pero, aun así…, ¿es que nadie se atreve a parar a ese hombre?

—Es el muftí de Jerusalén y su familia es tan antigua como importante. Sabes que algunos de nuestros amigos han muerto por oponerse a él.

—Querrás decir que han sido asesinados. ¿Tanto te cuesta reconocer lo que el muftí hace con quienes no le siguen? ¿Crees que no sé que la vida misma de tu padre ha corrido peligro?

—Si no fuera por Yusuf, el marido de mi tía Aya, puede que mi padre ya no estuviera vivo —reconoció Wädi.

—Entonces…

—Entonces debes comprender que muchos siguen al muftí porque creen que es el único que representa los intereses de los árabes. Muchos de los nuestros no tienen nada contra los judíos, son sus vecinos, e incluso sus amigos, pero no piensan tolerar que continúe la inmigración. Palestina no puede ser judía, lo que no significa que no puedan vivir aquí un número importante de judíos; sin embargo, la inmigración tiene que acabar. Tampoco podemos tolerar que los ingleses dividan nuestra tierra y nos quiten una parte para entregársela a la Agencia Judía. ¿Con qué derecho lo hacen?

Wädi siempre se mostraba paciente conmigo y me daba larguísimas explicaciones sobre lo que sucedía aunque no lograra convencerme. Yo era muy joven y lo único que entendía es que algunos de mis compañeros de escuela y de juegos se habían aliado con los nazis con el afán de destruirnos. No era el caso de la familia Ziad, de eso estaba seguro; a Mohamed, lo mismo que a Wädi, le repugnaban los nazis y toda su parafernalia y se burlaba de sus pretensiones sobre la superioridad de la raza aria. Pero para mí resultaba incomprensible que, por mucho que a los árabes palestinos les irritara la llegada de inmigrantes judíos, fueran capaces de aliarse con quienes pretendían borrarnos de la faz de la Tierra.

Por aquel entonces yo era bastante ingenuo. Mi madre me había inculcado que en la vida hay dos opciones, la del bien y la del mal, y que fueran cuales fuesen las circunstancias, nada impedía seguir el camino del bien. En definitiva, todo se reducía a que el fin no justifica los medios. Mi madre era poco flexible al respecto. De manera que yo pensaba que nada justificaba que los hombres de Stern, o antes los del Irgún, llevaran a cabo acciones que segaban vidas. De la misma manera que me costaba comprender que por su afán nacionalista muchos árabes, no sólo de Palestina sino también de Egipto, Irak, Siria y el Líbano, simpatizaran sin disimulo con el nazismo.

Ya fuera por la insistencia de Ben o porque mi madre y Marinna pensaran que nos vendría bien un cambio, al final accedieron a que nos fuéramos durante unos meses a un kibutz. La excusa fue que yo debía visitar a mi hermano Daniel en el kibutz del Neguev en el que vivía. Mijaíl nos acompañaría con Yasmin. Mi prima Yasmin quería mucho a Daniel, siempre pensé que más que a Dalida y que a mí.

No puedo dejar de recordar las palabras que me dijo mi madre la mañana de nuestro viaje.

—Éste no es el mundo que yo quería para ti, me hubiera gustado que viviéramos en paz, pero las cosas son como son, y tú formarás parte del futuro, de manera que debes hacer lo que creas conveniente para asegurarte ese futuro. Sólo te pido que no odies a nadie y que no te creas diferente a los demás. Rezar de manera diferente no nos hace diferentes. Y así ha sido hasta ahora en Palestina. Mientras en Europa llevan siglos persiguiendo a los judíos, aquí hemos compartido la misma suerte que los musulmanes. Si hubiese algo de sensatez… Yo no quiero un Estado judío, pero no puedo decirte lo que tú debes querer.

Tardé muchos años en comprender a mi madre. Ella era palestina, había nacido y crecido allí lo mismo que sus antepasados compartiendo aquella tierra con otros palestinos de los que sólo la diferenciaba la religión, pero eso nunca había sido un inconveniente. Había vivido bajo el dominio del imperio otomano y su primer esposo había muerto defendiendo aquel imperio. Ella no tenía nada contra los turcos a pesar de todo el sufrimiento que nos habían causado, lo mismo que los ingleses. En realidad para mi madre el gobierno de Palestina había pasado de manos turcas a manos británicas sin que eso le produjera ningún quebranto. No comprendía el afán de aquellos pioneros que anhelaban una nación. Ella se había dejado llevar por la corriente, sólo aspiraba a vivir, amar, soñar, ver crecer a sus hijos y morir. Todo lo demás se le escapaba de las manos.

Apenas se estaba despidiendo la primavera de 1942 cuando llegamos al kibutz. Me llevé una sorpresa al ver a Daniel. Mi hermano no parecía el mismo. Su piel había adquirido un color oscuro fruto de las largas horas de trabajo al sol, llevaba el cabello descuidado y sobre todo emanaba de él una serenidad contagiosa. No estoy seguro de que le gustara demasiado tenernos allí a Ben y a mí, quizá por eso nos advirtió que no habría excepciones con nosotros y eso suponía que no nos iba a prestar una atención especial. Lo cumplió a rajatabla. Nadie hubiese dicho que éramos hermanos, tal era el desapego que me mostraba. En realidad evitó todas las ocasiones de estar a solas conmigo y pasábamos días enteros sin hablarnos. Daniel nunca se había sentido cómodo con la familia que su madre, que también era la mía, había formado con Samuel. Era evidente que no le perdonó que volviera a casarse y mucho menos que tuviera otros hijos, y se debió de sentir muy solo los años en los que vivimos todos juntos.

Pero yo me sentía orgulloso de ser su hermano porque me daba cuenta de que las opiniones de Daniel eran escuchadas con respeto por parte de los otros miembros del kibutz.

Ahora puedo confesarlo: lo cierto es que me costó adaptarme a la vida de aquella comunidad tan peculiar. No es que en La Huerta de la Esperanza tuviéramos ningún lujo, pero al menos contábamos con la intimidad de nuestros propios cuartos, y aunque no éramos parientes, tampoco éramos tantos como para no acabar formando una familia.

En el kibutz no había jefes, las decisiones se adoptaban por mayoría después de haber sido discutidas por todos los miembros de la comunidad. Una vez tomada una decisión, todo el mundo la cumplía sin protestar.

En cuanto a las tareas, eran rotativas: una semana te tocaba encargarte de la cocina, la siguiente de la limpieza y la otra de trabajar la tierra, y, eso sí, todos, absolutamente todos los miembros del kibutz recibían lecciones de autodefensa.

Quién me hubiese dicho a mí que Daniel se había convertido en un buen instructor de los más jóvenes. Mi hermano había aprendido bien las técnicas de combate que le habían enseñado algunos de los jefes de la Haganá que se encargaban de preparar a los miembros de los kibutz. Daniel sabía cargar un arma con los ojos cerrados y también disparar con precisión. Tenía ascendiente sobre los más jóvenes, con los que se mostraba exigente pero siempre afectuoso y equitativo.

Como decía, ni a Ben ni a mí nos dio un trato preferente. Dormíamos en un barracón de madera donde había varias camas alineadas que nosotros mismos manteníamos en perfecto estado de revista. La primera semana la pasé ayudando a pelar patatas en la cocina, además de encargarme de la limpieza del comedor comunal. Las pocas horas que tenía libres las dedicaba a aprender a combatir. Yo sabía que Daniel era miembro de la Haganá y que ahora formaba parte del Palmaj, pero no imaginé que fuera un guerrero tan formidable. Los británicos, que mantenían una relación esquizofrénica con los judíos, habían ayudado a preparar a los hombres del Palmaj.

Como el kibutz estaba situado en zona donde eran frecuentes los ataques de bandas árabes, permanecíamos alerta las veinticuatro horas del día. Todos, mujeres y hombres, no importaba la edad, participábamos de la defensa del kibutz.

Ahora comprendía cuando mi madre me aseguraba que vivir en un kibutz no era ninguna bicoca. Los hombres y las mujeres que establecieron las primeras granjas comunales llegaban de Rusia, y con ellos traían las ideas comunistas y socialistas que llevaron a la práctica sin dudar. La única ventaja era la libertad. A nadie le obligaban a estar allí y compartir todo con todos. Uno podía quedarse en un kibutz para siempre o, si concluía que aquel colectivismo, asumido voluntariamente, era demasiado para él, podía marcharse sin recibir el menor reproche de los demás.

La expresión más certera del socialismo era la que vivían aquellos años los kibutz.

En aquel que estaba situado en las puertas del desierto del Neguev lo más difícil era arrancarle sus frutos a la tierra. Se habían sembrado hortalizas y plantado árboles que tardarían muchos años en crecer.

Ben era más feliz que yo. Disfrutaba aprendiendo las técnicas de combate y siempre se presentaba voluntario para cualquier labor. Si no hubiese sido por el temor de desilusionar a Louis, a Mijaíl, a mi madre, a Marinna e incluso a Ben, pasado el verano yo habría regresado a Jerusalén; pero no me atrevía a tomar la decisión. Había otra razón: por primera vez me enamoré.

Cuando Paula llegó al kibutz hacía ya un mes que Ben y yo estábamos allí. Simpaticé con ella inmediatamente. Su padre era alemán y su madre, polaca. Una mezcla explosiva, me dijo, porque alemanes y polacos tenían demasiados agravios históricos recíprocos.

El padre de Paula era director de orquesta y su madre tocaba el chelo; habían coincidido en una orquesta en los años previos a la Gran Guerra, se enamoraron, se casaron y tuvieron a Paula. Vivían en Berlín pero pudieron escapar antes de que fueran masivos los arrestos de ciudadanos de origen judío. Durante un tiempo vivieron en Estambul, donde a duras penas lograron sobrevivir.

—Mi padre daba clases de música y con eso nos alcanzaba para comer y poco más —me contó Paula.

Meses atrás su padre había llegado a la conclusión de que su lugar estaba en Palestina, y decidieron poner rumbo a esta tierra.

—Fue difícil vivir en Estambul, pero al menos allí nadie nos trataba como si fuéramos monstruos. No sabes la vergüenza que sentí el primer día que tuve que ir a la escuela con una estrella de David cosida en el abrigo. En Alemania, ser judía se había convertido en algo malo. Sólo dos de mis compañeras de clase tuvieron el valor de seguir siendo amigas mías e invitarme a sus casas a pesar de las protestas de sus padres, que tenían miedo de que les acusaran de ser complacientes con los judíos.

Paula soñaba con dedicarse a la música y si los nazis no se hubieran interpuesto en su vida, habría continuado con las clases de piano que había comenzado apenas aprendió a andar. Pero en Estambul no tenían dinero para comprar un piano y tuvo que conformarse con que su madre le enseñara a tocar el chelo.

—Pero no me gusta, ojalá algún día pueda volver a estudiar piano.

No me atrevía a desanimarla pero me parecía imposible que hasta aquel rincón del desierto llegara alguna vez un piano. Además, no parecía que estuviera entre las necesidades del kibutz. Allí no se gastaba una sola moneda sin que la comunidad lo autorizara, y eran demasiadas las necesidades que había como para que alguien propusiera comprar un piano.

Yo notaba que a Paula le costaba adaptarse al kibutz, lo mismo que me había sucedido a mí. No se quejaba, pero veía la expresión de perplejidad, y a veces de dolor, en sus inmensos ojos garzos. A la dificultad de tener que aprender a vivir en un barracón con otras chicas o limpiar las letrinas, que fue la tarea que le encomendaron la primera semana, había que añadir que no hablaba hebreo. Había aprendido turco durante el tiempo pasado en Estambul, y se defendía en inglés, idioma que elegíamos para entendernos entre nosotros.

Le propuse enseñarle hebreo si ella me enseñaba a mí alemán. Era una manera de ayudarla, pero, sobre todo, de estar cerca de ella.

Por las noches, si a ninguno de los dos nos tocaba patrullar por el perímetro del kibutz, entonces buscábamos el tiempo para dar las clases.

En aquel verano de 1942 recibí una carta de Wädi anunciándome que había decidido enrolarse en las tropas británicas. Se estaban formando batallones palestinos, de judíos y árabes, y él había decidido luchar. Su carta casi me hizo llorar.

«He tomado la decisión porque creo que no se puede permanecer indiferente en esta guerra. Algunos de mis amigos justifican el apoyo del muftí Amin al-Husseini a Hitler diciendo que cuando Alemania venza a Inglaterra nos ayudarán a liberarnos de los ingleses. Estoy seguro de que se equivocan y que si fuera así, si Alemania ganara la guerra, pasaríamos a formar parte del imperio con el que sueña Hitler.

Mi padre me ha ayudado a resolver mis dudas y sobre todo me ha animado a tomar la decisión. Ya sabes que él dice que a veces la única manera de salvarse a uno mismo es muriendo o matando. En este caso, si muero será por evitar que Hitler se convierta como pretende en el amo del mundo. Y si mato será por la misma razón.

Ahora estoy en Tel Aviv recibiendo entrenamiento, pero no por mucho tiempo. Parece que nos envían a Egipto.

Cuídate mucho, Ezequiel.»

De manera que Wädi se iba a luchar contra Hitler. Aquello hizo que aumentara aún más mi admiración hacia él, y deseé tener un par de años más para poder ir yo también al frente.

Por fin, el 2 de noviembre de 1942 el ejército británico derrotó a los alemanes en Libia, en la batalla de El Alamein. Cuando conocimos la noticia, lo celebramos. Se decidió hacer una cena especial y cantar alrededor de unas hogueras que improvisamos en la explanada que daba acceso al kibutz.

Mi hermano Daniel alababa mi capacidad para aprender a hablar otros idiomas. Mientras a Paula le costaba hacerse con el hebreo, yo avanzaba rápidamente en el aprendizaje del alemán.

En ocasiones acompañaba a Daniel a tratar con algunos jefes de las aldeas árabes para comprar alimentos o materiales que necesitábamos en el kibutz. Tanto Daniel como yo dominábamos el árabe. Yo había aprendido al mismo tiempo a hablar en hebreo y en árabe, y aún hoy no sabría decir cuál es mi primera lengua aunque por cuestiones familiares lo sea el hebreo.

Mi madre me visitó de tanto en tanto. Solía llegar en compañía de Louis o de Mijaíl y a mí me preocupaba comprobar que en cada viaje ella había envejecido un poco más. Tenía el cabello entreverado de mechones blancos y la mirada apagada. Me preguntaba si era feliz allí, supongo que con la esperanza de que le dijera que quería regresar a casa. Pero yo estaba demasiado enamorado de Paula y no me planteaba nada que no fuera estar a su lado.

Fue Ben, a raíz de una visita de Mijaíl, quien una vez más me convenció de que había llegado el momento de volver a cambiar de escenario. Fue a finales de 1943 y yo acababa de cumplir dieciocho años.

—Voy a alistarme en el ejército británico. Mijaíl me ha prometido arreglarlo. En cuanto me avise, regresaré a Jerusalén y de allí iré a Tel Aviv. Quiero luchar en Europa, no quiero quedarme aquí sabiendo que millones de judíos están presos en esos campos a los que les llevan los nazis. Mijaíl me dice que se cuentan cosas terribles de esos lugares… —me dijo Ben.

—Pero aquí también estamos luchando. Imagínate que Rommel hubiera llegado a Palestina… —contesté yo.

—Pero los ingleses le han derrotado. Aquí ya han perdido —repuso.

Yo no tenía ningunas ganas de separarme de Paula. Es más, habíamos pensado en casarnos. Mi madre ya sabía de mi relación con Paula y la aprobaba. Decía que ya que ella no podía cuidarme, al menos que hubiera alguien que lo hiciera, aunque intentaba convencernos de que fuéramos a vivir a La Huerta de la Esperanza. Pero Paula decía que nuestro sitio estaba en el kibutz y yo no sentía ningún deseo de contradecirla.

Ben estaba impaciente por recibir el aviso de Mijaíl para regresar a Jerusalén y alistarse en el ejército británico.

Comencé a dudar si debía hacer lo mismo. Me parecía que si seguía allí estaba traicionando a miles de judíos que seguro rezaban para que los Aliados derrotaran a Alemania.

Sin saberlo, Paula me ayudó a tomar la decisión. Una noche que nos tocó patrullar juntos, me explicó la angustia que ella y sus padres habían sentido al ver cómo muchos de sus amigos eran llevados a campos de trabajo y nunca más se volvía a saber nada de ellos. Eso fue lo que les animó a escapar para evitar correr la misma suerte.

De repente me preguntó:

—¿De verdad hace tantos años que no sabes nada de tu padre ni de tu hermana?

Aquellas palabras me estallaron en el cerebro. Yo había ido desalojando a Samuel y a Dalida de mi vida y cada vez pensaba menos en ellos.

Al día siguiente busqué a Ben, que estaba cavando una zanja.

—Vienes conmigo, ¿verdad? —me dijo nada más verme.

Habíamos crecido juntos, éramos como hermanos y nos conocíamos demasiado bien, de manera que una sola mirada nos bastaba para saber lo que pasaba por la cabeza del otro.

—Tienes razón, a los alemanes hay que derrotarles allí. Ya tendremos tiempo de ayudar aquí.

Cuando llegamos a Jerusalén, Mijaíl y Louis ya lo habían arreglado con los ingleses para que nos permitieran alistarnos y que nos destinaran al frente. Veníamos de un kibutz, nos habían entrenado para pelear y utilizar un arma, y los británicos estaban necesitados de cuantos hombres estuvieran dispuestos a combatir por más reticencias que en principio hubieran mostrado hacia nosotros. Había judíos combatiendo en los batallones británicos destacados en Grecia, en Etiopía y en Eritrea. Habían desempeñado labores de abastecimiento del ejército británico en Túnez y en Libia y en otros rincones de Oriente. También había unos cuantos aviadores en la RAF y en diferentes destacamentos de otros frentes.

Lo peor fue despedirme de mi madre. Ben me dijo que a él le había sucedido lo mismo, aunque ambos reconocíamos que tanto Miriam como Marinna no habían derramado ni una sola lágrima y que lo único que nos exigieron es que volviéramos vivos. Igor no pudo disimular la aprensión que tenía, y al despedirse de Ben, retuvo a su hijo en un abrazo que pareció interminable.

También fui a despedirme de los Ziad. Mohamed me dio todo tipo de consejos; al fin y al cabo, él había luchado en la guerra del desierto y sabía que no hay un ápice de romanticismo en morir o en matar fuera cual fuese la causa.

Naima me preguntó si me enviarían con su hermano Wädi, de quien hacía muchas semanas que no tenían noticias. Rami, el hijo de Aya y Yusuf, antaño compañero de juegos, lo mismo que Wädi, me hizo prometer que tendría mucho cuidado.

—No hagas que tenga que ir a buscarte —me dijo con una sonrisa.

Le pregunté por qué no se enrolaba como su primo Wädi. La pregunta le incomodó. En realidad había pocos árabes luchando en las filas de los Aliados. El muftí se había encargado personalmente de convencer a los musulmanes para que formaran parte de las tropas nazis y en sus arengas radiofónicas instaba a los árabes a no prestar ninguna ayuda a los Aliados, a los que consideraba como sus peores enemigos.

—Ya sabes que en esta casa no somos seguidores del muftí. Si no te acompaño es porque no sé si es mi guerra —reflexionó Rami—, aunque ese Hitler no me gusta. Sólo un demente puede creer que una raza es mejor que otra. Además, puede que una vez que conquiste Europa decida hacerse con el resto. ¿Quién nos dice que los alemanes no se convertirán en los nuevos amos? No, Ezequiel, no voy a ir, aunque deseo de corazón que regreses cuanto antes, y que en todas las batallas en que participes el éxito sea para vosotros.

Yo sabía, pese a sus palabras, que la realidad era muy distinta: si Rami no se había enrolado era por no comprometer a su padre. Omar Salem habría prescindido de Yusuf si su hijo hubiera decidido combatir al lado de los británicos.

Aya lloró sin disimulo a pesar de que sus hijos, Rami lo mismo que Noor, se lo reprochaban: «No hagas que Ezequiel se vaya con tristeza», le decían.

A la mañana siguiente, todos los Ziad se presentaron para desearme suerte.

Aún recuerdo las últimas palabras que mi madre me susurró al oído: «Ya que vas a Europa, intenta averiguar cómo están tu padre y tu hermana Dalida. Hace años que no sabemos nada de ellos».

Me sorprendió que en aquel momento me hiciera semejante encargo. Llevábamos años sin hablar de ellos, como si nunca hubieran existido en nuestras vidas, pero le prometí que lo haría.

Stalin había exigido en la Conferencia de Teherán que los Aliados volvieran a abrir un frente occidental. La Unión Soviética estaba batallando duramente en el frente oriental, pero era hora de que Hitler sintiera que la tenaza se cerraba sobre Alemania. Ben y yo nos incorporamos a la guerra justo a tiempo para formar parte de las tropas aliadas que desembarcaron en Normandía. Antes habíamos pasado un período de instrucción en Tel Aviv y mentiría si dijese que estábamos preparados para la guerra.

No es fácil matar a un hombre, al menos la primera vez, y mucho menos si le ves la cara. Después del desembarco, mi regimiento, la 3.ª División de Infantería, formaba parte de las tropas de Montgomery empeñadas en hacerse con Caen, una ciudad próxima a Normandía y un punto estratégico donde la 21.ª División Panzer y la 12.ª División SS Hitlerjugend, el Batallón 101 SS y la División Panzer Lehr nos habían detenido en seco. Aquel lugar se me antojaba el más desapacible del mundo y siempre lo llevaré en la memoria porque fue allí, y no durante el desembarco, donde aprendí que no es fácil matar a un hombre que te mira de frente.

Creo recordar que uno de los sargentos se apellidaba O’Connors. Sus hombres parecían apreciarle.

—Pedí hombres, no novatos. Llegáis en mal momento —nos dijo cuando nuestro pelotón se presentó ante él—, esta noche nos atacarán.

Algunos de sus hombres rieron nerviosos. Yo pensé que intentaba impresionarnos, de manera que como un estúpido le respondí que estábamos deseando combatir.

—Ya se te quitarán las ganas —respondió mirándome con aire condescendiente.

Cuando salimos de la improvisada sala de mando murmuré a Ben, que se encontraba a mi lado:

—Y éste, ¿cómo sabe que los alemanes atacarán esta noche? Se pasa de listo.

No me había dado cuenta de que detrás de mí se encontraba un oficial británico, un comandante, aunque difícilmente podía reconocer en él a un oficial porque no vestía como un militar al uso. Más tarde supe que pertenecía al Servicio de Información.

—Lo sabe, siempre lo sabe. Nos atacarán, así que estad preparados.

Enrojecí, pero me cuadré para saludar a aquel comandante que más tarde supe que se llamaba Matthew Williams.

—Lo siento…, señor —dije intentando disculparme.

—Id a vuestros puestos. El sargento ha dicho que en cuanto oscurezca atacarán, y ya no falta mucho.

Durante dos horas apenas hablamos. Se nos acercó uno de los soldados de nuestro pelotón.

—Menuda nochecita, ¿os queda algún cigarro?

Ben le dio uno sin prestarle demasiada atención.

—¿Sois judíos? —nos preguntó el soldado que respondía al nombre de David Rosen.

Ben y yo nos pusimos a la defensiva, molestos por la pregunta.

—Sí, ¿qué pasa? —respondí.

David me dio una palmada en la espalda. Como era más fuerte y más alto que yo, me desestabilizó, aunque pensé que era una palmada de afecto entre camaradas.

—Yo también soy judío y por eso lucharemos mejor que el resto. Y ¿sabes por qué? Porque tenemos más razones para hacerlo. Por ahí hay miles de judíos que se pudren en esos campos de trabajo esperando que les liberemos y les llevemos a casa. Y eso es lo que haremos.

Yo había simpatizado con David desde el primer día, incluso comenté a Ben que me parecía que también era judío como nosotros. Cuando le conocí tenía unos veinticinco años, y una fortaleza que nos dejaba a todos admirados. Un día que se nos estropeó un jeep y no había manera de que arrancara y sacarlo de la carretera, él lo cogió como si no pesara nada y lo desplazó un par de metros. Pero no sólo era fuerte, también tenía una cabeza privilegiada. Había estudiado ingeniería en Cambridge y decía que la solución de todos los problemas estaba en las matemáticas.

Había nacido en Munich, aunque su madre era inglesa y desde muy niño vivía en Inglaterra. En ocasiones nos decía que se avergonzaba de «haber sido alemán».

Aquella tarde compartimos los cigarros que llevábamos en el macuto mientras el frío iba adueñándose de nosotros.

La lluvia había empapado la tierra de tal manera que era difícil no sentir frío aun al resguardo de la trinchera.

O’Connors no se equivocó, apenas cayeron las primeras sombras empezamos a recibir fuego de mortero. Nosotros respondíamos también. Durante varias horas el ruido de las armas y los gritos de los oficiales se convirtieron en todo mi mundo.

No sé cómo sucedió, pero escuché la voz del comandante Williams alertándonos de que los alemanes estaban asaltando la trinchera. Durante un segundo me quedé paralizado, sin saber qué debía hacer. Ben me sacudió del brazo gritándome que calara la bayoneta.

—¡Se van a enterar estos nazis de lo que valemos los palestinos! —me dijo para animarme.

Y de pronto le vi. Me pareció que tenía más edad que yo. La mirada fría, el gesto amargo y la determinación de matarme. Me costó reaccionar, acaso no más de una fracción de segundo, pero lo suficiente para que me hubiera matado. Tuve suerte. En la guerra sobrevivir también es cuestión de suerte. Aquel soldado tropezó y eso me dio ventaja para clavarle la bayoneta en el estómago. Le vi caer ante mí revolviéndose de dolor e intentando en un último esfuerzo ensartarme con su bayoneta. De una patada desvié el arma, que cayó al suelo y enseguida quedó cubierta de barro. El siguiente hombre al que maté no me pilló desprevenido, le disparé a bocajarro, y así a dos o tres más hasta perder la noción del tiempo.

Luego sentí que alguien tiraba de mí gritando que parara. David me estaba sacudiendo intentando devolverme a la realidad.

—¡Estate quieto, ese hombre ya está muerto! —me gritaba mientras yo insistía en clavar la bayoneta al cuerpo de un soldado que parecía mirarme con los ojos sorprendidos.

—¿Hemos ganado? —pregunté como si se tratara de una pelea de niños.

—Creo que sí, seguimos en la trinchera. El coronel ha ordenado que despejemos todo esto o dentro de un rato no podremos soportar el hedor de los cadáveres.

Los siguientes días se parecieron al primero. Nos atacaban. Resistíamos. Matábamos. Moríamos. Uno se acostumbra a esa rutina y dejas de pensar. Sólo se trata de matar para vivir y, por agotado que uno estuviera, poner los cinco sentidos para lograrlo.

Casi un mes después de haber llegado a aquel infierno, el comandante Williams pidió voluntarios para una misión «detrás de las líneas enemigas alemanas». «Necesito alguien que sepa hablar francés y alemán.» David y yo nos presentamos voluntarios. David era alemán pero había estudiado francés en la escuela y se defendía bastante bien; en cuanto a mí, hablaba francés como un parisino y Paula me había enseñado suficiente alemán como para hablarlo con cierta fluidez.

—Tenemos que ir a Bélgica a buscar a un miembro de la Resistencia que está escondido en una granja. Tiene información importante. El Alto Mando le quiere con vida.

Nos explicaron los detalles de la misión. Bajo el mando del comandante Williams iríamos tres hombres: David Rosen, un cabo llamado Tony Smith y yo. Nos despojamos de nuestros uniformes y nos vestimos de civiles. El comandante nos explicó que si los soldados alemanes nos detenían nos fusilarían por espías.

—Vestidos de soldados puede que con suerte nos llevaran a un campo de prisioneros, pero debemos ir de paisano intentando no llamar la atención. Sólo llevaremos pistolas y un par de granadas cada uno.

Esperamos a que el Servicio Meteorológico nos asegurara que contaríamos con un cielo negro sin luna. Aunque continuábamos manteniendo aquella línea contra los alemanes, el comandante Williams pensaba que se estaban retirando, pero aun así las escaramuzas se sucedían con bastante frecuencia.

Nos arrastramos por el barro no sé durante cuánto tiempo intentando no hacer ruido para que los alemanes no detectaran nuestra presencia. No alzamos la cabeza hasta que el comandante Williams nos hizo la señal convenida. Entonces nos incorporamos y nos agrupamos en torno a él.

—Desde aquí tenemos que andar unos diez kilómetros hasta llegar a la granja. El Servicio de Información asegura que está deshabitada. Allí esperaremos hasta que nos vengan a buscar. Una vez que establezcan contacto con nosotros iremos al punto de recogida, que dista veinte kilómetros de la granja. Allí esperaremos que nos traigan la persona de la Resistencia. Una vez que tengamos el «paquete», haremos el camino de vuelta. ¿Alguna pregunta?

No había nada que preguntar, de manera que nos pusimos en pie e iniciamos la marcha en silencio atentos al más mínimo ruido. Era noche cerrada, sin rastros de la luna. La espesura del bosque era nuestra aliada. Aun así, yo me sobresaltaba con el ruido más insignificante pensando que en cualquier momento los alemanes nos descubrirían. Habíamos acordado que en caso de que nos detuvieran sería Rosen quien hablaría. Al fin y al cabo era alemán. El padre del cabo Smith también lo era, pero su madre era de Bath y él había nacido en Inglaterra y no se había movido jamás de allí, de manera que aunque hablaba bien alemán, el acento podía delatarle.

Los primeros kilómetros transcurrieron sin incidentes. Llegamos a la granja cuando se estaban despejando las sombras de la noche. Me pareció muy pretencioso calificar de granja a aquella casa que no tenía ni un techo bajo el que resguardarse. Williams nos mandó descansar a la espera de que llegara nuestro guía. Él haría la primera guardia.

No pude dormir. Estaba demasiado tenso incluso para intentarlo. Me moría por encender un cigarrillo, pero era lo último que podía hacer. Esperamos pacientemente durante todo el día. Tony alcanzó a ver con los prismáticos a un pelotón alemán. Nos pusimos en lo peor pensando que se acercarían a inspeccionar la granja, pero pasaron de largo.

Las horas se nos hacían interminables. Estábamos impacientes aunque no lo decíamos, sólo David Rosen se atrevió a preguntar en voz alta qué pasaría si nadie venía a buscarnos.

Esperamos otro día más, y al caer la noche escuché unos pasos ligeros acercándose. Me tocaba a mí hacer la guardia, aunque sospecho que mis compañeros estaban tan despiertos como yo.

Tenía la pistola preparada con el silenciador puesto y me mantuve alerta hasta que el individuo que se dirigía hacia nosotros se hizo visible. Era un hombre mayor, que me pareció había cumplido los setenta, aunque se movía con agilidad. Levantó los brazos según se iba acercando y yo salí de donde estaba escondido. Le pregunté en alemán que quién era y me respondió con la contraseña acordada. «No sé si nevará.»

El comandante Williams salió de entre las sombras y le indicó al hombre que se acercara.

—Me he cruzado con un par de patrullas no lejos de aquí. No me han visto, pero tenemos que andar con cuidado. ¿Están preparados?

Asentimos, impacientes por irnos de aquel lugar.

—Llevo muchos kilómetros andando, necesito un par de horas de descanso; para entonces será noche cerrada y correremos menos peligro de que nos vean.

Se tumbó en un rincón y se quedó dormido. Nosotros respetamos su sueño. Dos horas después el hombre abrió los ojos y nos pusimos en camino.

Tuvimos que esquivar hasta cuatro patrullas alemanas. Una de ellas estuvo a punto de descubrirnos cuando uno de los soldados se quedó rezagado. Tony pisó una rama y el crujido sonó como si fuera una tempestad. El alemán se puso en alerta y comenzó a merodear, pero no dio con nosotros. El comandante nos obligó a permanecer en silencio y quietos hasta mucho después de que la patrulla desapareciera.

Ocho kilómetros después ya había amanecido y estábamos exhaustos. El hombre que nos servía de guía le dijo al comandante Williams que debíamos parar para reponer fuerzas y comer algo. Encontramos un recodo en el bosque que nos pareció a resguardo de miradas indeseadas.

Todavía nos quedaban unos cuantos kilómetros por delante pero el guía decidió que descansaríamos hasta que cayera la noche. Se quedó dormido de inmediato mientras velábamos su sueño haciendo guardia, primero Tony y yo, más tarde el comandante y David.

Cuando estábamos a punto de emprender la marcha comenzó a llover y los últimos kilómetros se convirtieron en una pesadilla.

Aún era de noche cuando llegamos cerca de una granja. El guía nos hizo una seña para que aguardáramos entre los árboles mientras él iba a comprobar que todo estaba en orden. Le vimos caminar con paso decidido y empujar la puerta de la casa. No sé cuánto tiempo tardó en volver a salir por la puerta, pero aquellos minutos se nos hicieron eternos. Nos indicó con la mano que nos acercáramos, y así lo hicimos, con cautela.

—Son de la Resistencia —nos dijo señalando a un hombre y una mujer de mediana edad.

La mujer nos ofreció comida, sopa y conejo guisado, y nos permitió secar la ropa junto al fuego de la chimenea. Su marido nos explicó que aún no había llegado la persona que debíamos llevar con nosotros.

—¿Y dónde está? —quiso saber el comandante Williams, y en su tono creí notar cierta desconfianza.

—No lo sé. Lo único que sabemos es que una persona llegará hasta nuestra granja y que los británicos la recogerán. Es todo lo que nos han dicho y no necesitamos saber más. Cuanto menos sepamos, mejor para todos; si cayéramos en manos de la Gestapo, nos obligarían a confesar.

Aunque la mujer hacía lo imposible para que nos sintiéramos cómodos, estábamos en tensión, preocupados por la tardanza de la persona que esperábamos. Nuestro guía sin embargo parecía tranquilo.

—¿Creen que es fácil llegar desde Alemania hasta aquí? Pueden haber sucedido mil inconvenientes. Mis órdenes son que esperemos aquí dos días y que si no nos traen el «paquete», entonces debemos acompañarles por donde hemos venido.

—Pero si los alemanes se han hecho con el «paquete», puede que en cualquier momento caigan sobre nosotros —replicó el cabo Smith.

—Mataremos a unos cuantos antes de que nos cojan —dijo David Rosen sonriendo y seguro de que cumpliría con lo dicho.

No tuvimos que esperar dos días, sólo hasta la madrugada siguiente. En aquel momento me encontraba descansando en una habitación del piso de arriba cuando me despertaron unos pasos acompañados de susurros. Cuando bajé me encontré a un par de jóvenes y una mujer ya mayor. ¿Cuántos años tendría? Puede que sesenta, no sé, pero la recuerdo como una mujer mayor, entrada en carnes y poco agraciada.

Se presentó como fräulein Adeline. Los dos jóvenes que la acompañaban parecían agotados, más que la mujer, y aceptaron de buena gana una taza de té y un trozo de pastel.

El comandante Williams no parecía extrañado de que el «paquete» fuera una mujer. Yo sí, pero no dije nada, y al igual que David Rosen y Tony Smith, no podía dejar de mirarla con curiosidad.

—Hasta mañana lunes no se darán cuenta de que he desaparecido. El jueves me fui de la oficina alegando que estaba descompuesta y no me sentía demasiado bien.

—¿Cuándo comenzarán a buscarla? —preguntó el comandante Williams.

—Supongo que a media mañana. Mi compañera se preocupará por mi ausencia y llamará por teléfono a casa. Vivo sola, de manera que si no respondo pensará que he podido empeorar. Como mi casa no está demasiado lejos del trabajo, en cuanto pueda se acercará, y cuando compruebe que no abro la puerta, supongo que avisará a la portera, y luego…

—Tenemos unas cuantas horas de ventaja —murmuró el comandante.

—Y un camión que transporta ganado esperándoles para llevarles lo más cerca posible de la frontera hasta una vieja pista de aterrizaje, que es donde se supone que les recogerán dentro de doce horas —señaló nuestro guía.

—¿Cómo han llegado hasta aquí? —preguntó Tony Smith a pesar de la mirada reprobatoria del comandante.

—En coche, claro está, hemos cambiado de vehículo en cuatro ocasiones —respondió uno de los jóvenes.

—Cuanto antes emprendamos el viaje, mejor —añadió el otro.

—No estamos lejos de la pista de aterrizaje, si nos vamos ahora estaremos expuestos demasiado tiempo a cielo descubierto —respondió el comandante Williams.

—Es un riesgo que tendrán que correr. Esta gente ya ha cumplido con su parte —intervino el guía señalando a los dueños de la granja.

El comandante Williams no le contrarió y en cuanto fräulein Adeline y sus acompañantes estuvieron dispuestos, nos acomodamos como pudimos en un viejo camión de transporte de ovejas. Los animales nos acogieron con balidos, molestos por la intrusión, pero terminaron por hacernos un lugar entre ellos.

Yo no dejaba de observar a fräulein Adeline. No comprendía por qué aquella mujer era tan importante para el Servicio Secreto y deseaba preguntárselo al comandante Williams, pero reprimí la curiosidad.

Nos encontramos con una columna de tanques. El joven que conducía el camión se apartó para dejarles pasar y junto a nuestro guía, que iba a su lado, saludaron con entusiasmo a los tanquistas. Nosotros permanecíamos entre las ovejas con las pistolas dispuestas para disparar aun sabiendo que no teníamos ninguna oportunidad. Pero aquel día Dios estaba de nuestra parte, porque los soldados alemanes ni siquiera preguntaron adónde iba el camión.

Cuando llegamos cerca de la vieja pista de aterrizaje había otros dos hombres esperándonos prestos a hacer las señales para que, en cuanto la radio les avisara, indicar el lugar al avión que debía recogernos. Creo que ninguno de nosotros respiramos tranquilos hasta que no nos vimos dentro del avión en pleno vuelo. Si fräulein Adeline pretendía asombrarnos aún más, lo consiguió: se quedó dormida en el avión como si fuera de excursión.

Nunca supe quién era aquella mujer, ni dónde trabajaba, ni qué sabía o tenía que era tan importante para el Servicio Secreto. Cuando le pregunté al comandante Williams me dijo que no necesitaba saberlo. No insistí.

De regreso a Francia, antes de que me reincorporara a mi batallón el comandante Williams me hizo una propuesta.

—¿Le gustaría trabajar conmigo? Ya sabe a qué me dedico.

Le dije que tenía que pensarlo.

Trabajar detrás de las líneas enemigas me seducía, pero no estaba seguro de querer pasarme la guerra en misiones incomprensibles para mí.

Me sorprendía que el comandante Williams confiara en mí. Sólo tenía diecinueve años y, aunque aquellos meses de guerra me habían convertido en un hombre, carecía de la experiencia y la preparación suficientes para embarcarme en misiones de inteligencia.

—Dígame, comandante, ¿por qué quiere que trabaje para usted? —me atreví a preguntarle en aquella entrevista.

—Creo que tiene cualidades para ello. No se pone nervioso, es reflexivo, no aspira a ser un héroe sino sólo a hacer lo que tiene que hacer, y por su aspecto: no llama la atención. Ni demasiado alto ni demasiado bajo, ni grueso ni delgado, cabello castaño y un físico que lo mismo responde al de un francés, como al de un alemán o un inglés. Usted tiene una gran ventaja para este tipo de operaciones, me refiero a que puede pasar inadvertido.

—Como usted.

—Sí, como yo.

—No estoy seguro de querer pasar la guerra en misiones especiales.

—Pensé que ya lo había decidido.

—No me ha dado demasiado tiempo para pensar.

—¿Tiempo? ¿Usted pide tiempo? ¿Dónde se cree que está? Esto es una guerra y serán ellos o nosotros, de manera que no tenemos tiempo ni para respirar.

Le sostuve la mirada. No pestañeamos ninguno de los dos, supongo que estaba más seguro que yo de mi respuesta.

—Hemos perdido contacto con uno de nuestros agentes en Francia. Un avión le llevará hasta allí. Averigüe qué ha sucedido y vuelva.

—¿Así de fácil? —Sabía que la pregunta irritaría al comandante Williams.

—Seguro que para usted lo será —respondió con sarcasmo.

No sería la última misión a la que me enviaría, en realidad participé en dos más.

Cuando regresé del último paseo tras las líneas enemigas decidí pedirle que me reintegrara al batallón.

Me tuvo de pie mientras informaba de la misión y, como siempre, me insistió en que pormenorizara hasta el más mínimo detalle. Me repetía preguntas una y otra vez, a las que yo daba la misma respuesta. Era parte de la rutina.

—Volverá al frente —me dijo cuando se dio por satisfecho.

—Señor, quiero incorporarme a la Brigada Judía, sé que está recibiendo voluntarios de distintas unidades.

El comandante se quedó en silencio sopesando mi petición.

—Sí, estará mejor con los suyos.

Unos días más tarde me encontraba en el norte de Italia, en Tarvisio, cerca de la frontera con Yugoslavia y Austria. Allí se sucedieron algunas de las últimas batallas antes de que terminara la guerra. La línea del frente estaba situada en Cervia, donde había desplegados otros regimientos además de nuestra brigada.

Ben se había incorporado antes que yo a la Brigada Judía y me aguardaba impaciente, lo mismo que David Rosen.

—En la brigada hay judíos de todas partes, no sólo de Palestina —me explicó Ben.

—El general Ernest Benjamin es un buen militar y es judío. Ha servido en los Ingenieros Reales —añadió David.

Muchos de los hombres que formaban parte de la brigada ya habían combatido en otras unidades británicas, de manera que nuestros nuevos compañeros de armas no eran novatos.

Cuando encontramos un momento para estar a solas le expliqué a Ben todo lo que había sucedido desde que me dejé convencer por el comandante Williams para que trabajara bajo su mando.

Ben convino conmigo que la mejor manera de combatir a los nazis era en el frente.

—No sé cómo será esto, pero nosotros ya hemos tenido nuestro bautismo de fuego en Caen, de manera que no puede ser peor —le dije convencido.

David Rosen, siempre sonriente y optimista, respondió:

—Además está a punto de empezar la primavera.

Tenía razón, aunque aquellos primeros días de marzo de 1945 yo ni siquiera había pensado en qué estación del año estábamos.

La Brigada Judía se desplegó en Mazzano-Alfonsino, un lugar peculiar, con pequeños canales y decenas de granjas, algunas en tierra de nadie.

Las líneas enemigas estaban bien defendidas. Nuestro comandante nos informó de que aquellos soldados alemanes servían a las órdenes del general Reinhard, un militar con gran experiencia.

Si Caen nos pareció un infierno, aquel lugar no era mejor.

Sobre todo después del fracaso en el canal de Fosso Vecchio, del que salimos a duras penas. Teníamos que guardarnos de las minas diseminadas por los campos, de las trampas que nos tendían los alemanes resguardados en algunas de aquellas granjas, y del continuo fuego de mortero.

David Rosen se había preparado como zapador y Ben y yo conteníamos la respiración cada vez que salía a buscar aquellas bombas letales escondidas en la tierra.

Matábamos sabiendo que en cualquier momento podíamos morir. En la región de La Giorgetta llegamos a combatir a la bayoneta, cuerpo a cuerpo, y en esos momentos lo único que te importa es vivir, de manera que dejas de ver al otro soldado como a un igual y eso te embrutece y te resta jirones de humanidad. Por eso, después de cada escaramuza, de cada batalla, yo sentía un vacío en el estómago, sentía asco de mí mismo por haber perdido durante la lucha la conciencia de que en el combate, enfrente de mí, había otro hombre.

—No es que te olvides, es que no puedes elegir, o su vida o la tuya —intentaba consolarme Ben, aunque yo sabía que, al igual que a mí, a él también se le revolvían las tripas después de matar.

También combatimos cerca de Brisighella. Las órdenes eran hacernos con las dos orillas del río Senio. En una estábamos nosotros, en la otra los alemanes. Nos enfrentábamos a la 4.ª División de Paracaidistas al mando del general Heinrich Trettner. Los soldados de Trettner estaban bien entrenados.

El general McCreery, comandante del VIII Ejército británico, había dispuesto una operación conjunta con los norteamericanos. A nuestra brigada le había correspondido desalojar a los alemanes de Fantaguzzi. Si todo salía bien nos uniríamos a otras compañías para continuar hacia Bolonia.

Los aviones norteamericanos bombardearon la zona para facilitarnos el camino.

Los generales deciden sobre los mapas los objetivos, pero luego son los soldados los que se juegan la vida en el empeño, y aquellos ríos primorosamente dibujados sobre el mapa se convertían en aguas negras que todo se lo tragan.

Durante aquellos meses de combate David Rosen se convirtió en el mejor camarada que uno puede desear en una guerra. Siempre valiente, siempre dispuesto, siempre generoso. Cuando más agotados estábamos, más se esforzaba él por hacernos sonreír.

—Me avergüenza ser alemán —nos confesó un día.

—Bueno, no eres alemán, eres judío —le respondió Ben.

—Soy alemán, Ben, soy alemán. Pienso, sueño, lloro, amo, río en alemán. Y he luchado en esta guerra no sólo porque soy judío sino porque soy alemán. Quiero recuperar mi patria, mi vida, mi futuro.

Aquella declaración nos conmovió. Ben le dio una palmada en la espalda y yo me quedé en silencio. No se me ocurría qué decir.

En la guerra el tiempo transcurre con una extraña lentitud. No puedes dejar de pensar en la muerte porque todo lo que te rodea es muerte. Pero llega un momento en que el pensamiento deja de ser incluso amargo.

Estás allí para matar y, por tanto, para morir, de manera que terminas actuando como un autómata. Allí en Italia comprendí el porqué de la extremada disciplina que reina en el ejército. Te preparan para obedecer, así pues, terminas repitiendo de manera mecánica todas las rutinas, todos los gestos, incluso el de matar.

Llega un capitán o un sargento y te dice que te prepares, que sales de patrulla. No importa lo cansado que estés o si te duele algo. Te levantas, compruebas que llevas todo el equipo y obedeces. Nadie va a pedirte tu opinión y es mejor que no caigas en la tentación de darla.

Algunas noches hablaba con Ben sobre Wädi. ¿Dónde le habrían destinado? Nos habían dicho que a los árabes palestinos los habían desplegado por el norte de África y que habían combatido con valentía. De eso yo estaba seguro. Pero también había quien dejaba entrever resentimiento no sólo porque el gran muftí de Jerusalén hubiera unido su suerte a la de Hitler, sino porque había conseguido arrastrar a otros hombres. La 13.ª División Waffen-Gebirgs de las SS «Handschar» estaba formada por voluntarios musulmanes procedentes de varios países, pero sobre todo de Croacia y Bosnia.

Hubo un momento en que cesaron los combates. La guerra daba sus últimos coletazos. Recibimos la noticia de la ejecución de Benito Mussolini y Clara Petacci, seguida del suicidio de Hitler en su búnker. El Führer se había disparado un tiro en la boca. Lo único que sentí fue que cuando los soviéticos llegaron a Berlín no hubieran podido capturarle con vida.

El 8 de mayo se rindieron los alemanes que quedaban en Italia. Para nosotros la guerra había terminado y no veíamos el momento de regresar a casa, pero yo aún tenía que cumplir con lo que me había pedido mi madre: averiguar cómo estaban mi padre y mi hermana Dalida.

David Rosen, por su parte, estaba decidido a regresar a Munich.

—No sé qué voy a encontrarme allí. Mis padres y yo fuimos afortunados porque huimos a tiempo, pero allí se quedaron muchos familiares y amigos.

Para entonces ya sabíamos de la existencia de los campos de exterminio. Los soviéticos habían sido de los primeros en entrar en uno de esos campos de la muerte y, al igual que los ingleses y los norteamericanos, lo que encontraron fueron a personas a las que los nazis habían despojado de su propia humanidad. Los supervivientes parecían más muertos que vivos, y todos llevaban escrito en los ojos el horror por haber descendido hasta los confines del Infierno. La pregunta era si serían capaces de volver a la vida, de volver a sentirse humanos, de amar, sentir, acariciar, conmoverse, soñar.

Meses después conocí en Berlín a un soldado ruso llamado Boris con el que hice cierta amistad, y me describió con detalle cómo liberaron el campo de Majdanek situado en Lublin, Polonia.