Ezequiel suspiró. Parecía estar viéndose a sí mismo sobre la cubierta de aquel barco que le devolvió a Palestina. Marian le observaba en silencio, dejándole tiempo para regresar de aquel momento del pasado. Luego él la miró fijamente sonriendo.
—Bueno, ya le he contado otro capítulo de la historia.
—¿Sabe?, me sorprende que hable de sí mismo como si no fuera usted. Se refiere a Ezequiel como si fuera otro…
—En realidad aquel Ezequiel era otro. ¿Qué puede quedar en mí de aquel niño? Además, me gusta poner distancia con los hechos, verlos como si fuera otra persona.
—No es posible —protestó Marian.
—Sí, sí que lo es. Cuando pienso en aquel día en que Dalida y yo regresamos con mi madre a Palestina, veo a dos niños asustados en la cubierta de un barco llorando tras dejar en tierra a su padre. Me conmueve la escena pero ya no me siento parte de ella. Bueno —añadió con un deje de cansancio—, ahora le toca continuar a usted.
Marian no pudo evitar sonreír y, cuando se dio cuenta, se enfadó consigo misma. Quería mantener una distancia profesional con aquel hombre, sin dejarse afectar por lo que le había contado.
—Continuaremos en otro momento. Mañana tengo dos entrevistas en Cisjordania. Voy a visitar un par de asentamientos, también quiero acercarme a Ramala.
—De manera que mañana me da el día libre —bromeó Ezequiel.
—Las citas estaban pactadas con anterioridad —se disculpó Marian.
—¡No se preocupe, no le estoy pidiendo explicaciones! Sólo soy un viejo que se divierte contándole batallitas que no tienen por qué tener interés para usted ni para el trabajo que ha venido a hacer.
Ella se mordió el labio inferior sin responder hasta que encontró las palabras adecuadas.
—Para mí es importante todo lo que me está contando, de otra manera no podría hacer mi trabajo.
—Supongo que en la familia Ziad habrá encontrado a otro charlatán como yo.
—¿Por qué dice eso? —A Marian le incomodó la afirmación de Ezequiel.
—Es obvio que lo que usted me cuenta es más que información.
—Bueno, me ha ayudado a comprender lo que ha significado para los palestinos haber perdido su casa, su tierra, su futuro. Y sí, he tenido la suerte de contar con su generosidad y que me hayan abierto su corazón explicándome lo mucho que han sufrido.
Se despidieron. Marian le aseguró que le llamaría en un par de días para volver a verse «si es que su nieta nos lo permite».
—Hanna se siente responsable de mí.
—Es afortunado de tener nietos.
—Usted aún es joven para tenerlos, ya le llegarán.
Cuando llegó al hotel, Marian se tumbó sobre la cama y cerró los ojos. Se sentía agotada por el sinfín de emociones que le provocaban aquellas charlas con el anciano. No quería empatizar con él, aunque cada día que pasaba le costaba más mantener la distancia emocional necesaria para llevar a buen término lo que tenía que hacer.
La despertó el pitido del móvil. La voz de Michel, el director de la ONG, la sobresaltó.
—Supongo que quieres que te despida —le dijo a modo de saludo.
—Michel, aún no he terminado el trabajo.
—¿Ah, no? ¿Es que pretendes arreglar tú sola el problema de Oriente Próximo? ¡Vamos, Marian!, se trata de que hagas un informe sobre los desplazados, que entrevistes a unas cuantas familias, te veas con algún ministro y trabajo concluido.
—No es tan fácil.
—¿Cómo que no? Lo has hecho otras veces, te recuerdo Birmania, Sri Lanka, los Grandes Lagos…
—Esto es diferente.
—No, no lo es, y me temo que estás implicándote personalmente y eso es malo, no nos pagan para eso. Es lo primero que te advertí cuando empezaste a trabajar con nosotros, pero los norteamericanos sois muy sentimentales. Bueno, basta de charla, te quiero aquí mañana mismo; si con el material que has recopilado no es suficiente, mandaré a alguien para que termine el trabajo.
—¡Qué dices! Lo terminaré, no permitiré que nadie se entrometa.
—El jefe soy yo, de manera que sintiéndolo mucho voy a darte una orden: mañana te quiero en Bruselas, si no estás por la tarde en mi despacho, te despido, mandaremos un e-mail a las autoridades israelíes avisándoles de que ya no nos representas.
Marian supo que aquella batalla la había perdido y que no le quedaba más opción que regresar a Bruselas. Llamó a recepción para pedir que le reservaran el próximo vuelo de regreso a Bélgica. Tuvo suerte, a las siete de la mañana había uno y sólo quedaban dos plazas.
Su jefe no se mostró amigable cuando la vio entrar en el despacho.
—Ya eres mayorcita para tonterías —le dijo indicándole con el gesto que tomara asiento.
—Sabes que me gusta hacer bien las cosas, y lo de Palestina no es fácil.
—Marian, sé que estás pasando por un mal momento personal, sé que no me dirás por qué, pero lo notamos todos. Aquí se rumorea que estás separándote de tu marido y utilizas los viajes como una vía de escape. Quizá deberías coger unas vacaciones o, sencillamente, afrontar tus problemas. Mira, yo me he divorciado dos veces y sé que no es fácil. No hagas que me arrepienta de haberte mandado a Palestina; creo que la situación allí te ha desbordado, quizá deberías haber tomado un respiro después de Birmania. Ya te dije que éste es un trabajo que requiere la sangre fría de los médicos, todos los días se enfrentan a la muerte, nosotros a la tragedia, pero ni ellos ni nosotros podemos implicarnos personalmente porque, de lo contrario, no podríamos hacer bien lo que debemos hacer.
Le escuchó como si fuera una alumna obediente. No estaba dispuesta a darle ningún detalle de su vida personal y mucho menos a decirle que hacía meses que se había divorciado. Al fin y al cabo él sólo había visto un par de veces a Frank. Cuando consiguió aquel trabajo, gracias a los contactos de su marido, su matrimonio ya había hecho aguas y les había parecido una buena solución separarse temporalmente. Frank continuó en Nueva York mientras ella se instalaba en Bruselas. Finalmente habían optado por el divorcio, aunque seguían manteniendo una buena relación. «En realidad sé que Frank siempre estará ahí», pensó.
Entregó a Michel la caja de dátiles que le había comprado en el aeropuerto y se dispuso a hacer uso de su poder de convicción para que le permitiera regresar. Una hora más tarde lo había conseguido, pero con una condición: su jefe le exigía que dejara escrito un borrador del informe que estaba preparando. No tuvo más remedio que aceptar.
Los días se le hicieron eternos hasta regresar a Palestina. Había telefoneado a Ezequiel para fijar la siguiente cita. Le notó cansado y se preocupó al percibir por el auricular que respiraba con dificultad.
Cuando por fin aterrizó en Tel Aviv, se sintió aliviada. Había regresado. Alquiló un coche para ir a Jerusalén y volvió al American Colony. En aquel hotel se sentía como en casa. Al día siguiente reanudaría sus charlas con Ezequiel, lo que no podía imaginar es que cuando llegara a la casa de piedra dorada se encontraría con que nadie le abriría la puerta. Se preocupó. ¿Acaso él ya no quería verla? Un vecino le dijo que no insistiera, que el viejo Ezequiel había sufrido un ataque aquella noche y le habían ingresado en el hospital. No, no sabía qué le había pasado.
Condujo sin percatarse de que estaba sobrepasando la velocidad permitida. Cuando llegó al hospital, una enfermera le indicó la habitación donde se hallaba ingresado. Impaciente, no esperó al ascensor y subió los escalones de dos en dos corriendo por el pasillo hasta llegar a la puerta de la habitación. Iba a entrar pero la voz de Hanna la sobresaltó.
—¡Marian! ¿Qué hace aquí?
—Había quedado hoy con su abuelo, he ido a su casa y me dijeron que le habían ingresado. ¿Es grave?
—A su edad todo lo es. Ha tenido una subida de tensión y una inflamación de los bronquios a causa de la alergia, ya le dije que está enfermo del corazón: ha sobrevivido a dos infartos. Pase, se alegrará de verla, creo que la ha echado de menos.
Marian y Ezequiel se estrecharon la mano y ella le notó más débil, pero parecía contento de verla.
—Así Hanna podrá irse a trabajar sin preocuparse por mí. Aunque mi nieto Jonás vendrá luego a verme.
Cuando se quedaron a solas, él le pidió que acercara el sillón a la cama.
—Así la oiré mejor, porque ahora le toca a usted.
«Dina ayudaba a Aya a doblar las sábanas que luego colocaban en aquellas enormes cajas esparcidas por la habitación, algunas estaban ya a rebosar con ropa y utensilios.
—Toda mi vida está en estas cajas —dijo Aya conteniendo el llanto.
—No te pares, aún tenemos mucho que guardar —respondió su madre intentando que no se le saltaran las lágrimas.
A ninguna de las dos les resultaba fácil la separación, pero sabían que ya no podían postergarla por más tiempo. Yusuf se había comportado como un esposo complaciente con Aya, pero sus días de batallas y misiones para Faysal hacía tiempo que habían terminado y era el momento de tener su propio hogar. A lo más que había accedido era a que el hogar estuviera en Jerusalén en lugar de en la otra orilla del Jordán, donde habría encontrado un porvenir más oneroso sirviendo a Abdullah. Pero Yusuf sabía que su madre y Aya no congeniaban y que su vida se convertiría en un sinfín de quejas y contratiempos entre las dos mujeres, de modo que había decidido aceptar el trabajo que le ofrecía Omar, la familia del cual continuaba estando entre las más notables de Jerusalén. Yusuf le ayudaba en sus transacciones comerciales con Ammán, donde contaba con el aprecio de antiguos compañeros de armas que seguían fieles al emir Abdullah, y a Omar le complacía tener a su servicio a Yusuf, un hombre con tantos contactos que se había codeado hasta con el mismísimo jerife Husayn y había luchado junto a su hijo Faysal, desgraciadamente muerto.
Omar se sentía en deuda con él y también con la familia de Aya, y les distinguía cuanto podía. Al fin y al cabo había sido él quien había convencido a Ahmed Ziad para que se uniera a su causa, la lucha contra los turcos, y Ahmed había pagado con su vida. Pero Mohamed no había querido trabajar para él, prefería seguir en la cantera de Jeremías.
Yusuf había comprado una casa y una buena porción de terreno en Deir Yassin, un pueblo tranquilo situado a cinco kilómetros al oeste de Jerusalén.
No le había dado opción a Aya para negarse. Simplemente la había llevado a ver la que sería su nueva casa instándola a que preparara el traslado cuanto antes.
«Tu hermano ha sido muy generoso con nosotros. Pero ha llegado el momento de tener nuestro propio hogar. No estarás lejos de tu madre», le dijo a modo de consuelo. Y ahora Dina y ella se afanaban en guardar en cajas aquello que para Aya era toda su vida.
—¿Dónde está Rami? —preguntó Dina por su nieto—. Necesitaríamos que cargara con estas cajas, nosotras no podremos con ellas.
—Estará por ahí, con Wädi y con Ben. Hace rato que regresaron de la escuela.
Aya se sentía orgullosa de que su hijo acudiera a la escuela británica de St. George, en Sheikh Jarrah, donde se educaban los hijos de las familias importantes de Jerusalén. Había sido Omar quien les había convencido para que enviaran a Rami al St. George, allí estudiaban dos de sus nietos. Al principio Yusuf se había negado, pero Aya le había persuadido de que no debían desaprovechar la oportunidad de dar a su hijo la mejor educación.
«Nosotros no somos ricos como Omar, no vivimos en ninguna de esas villas de Sheikh Jarrah. No quisiera que nuestro hijo se equivocara», argumentaba Yusuf, que desconfiaba de aquellos árabes poderosos que vivían en los barrios elegantes de la ciudad. Pero al final cedió, porque ¿qué padre no desea lo mejor para sus hijos?
—Bueno, hemos terminado —dijo Dina mientras metía en una caja la última sábana.
Aya suspiró y dejó vagar la mirada a través de la ventana.
—Rami, Wädi y Ben son inseparables, van a echarse de menos. Wädi más que un primo es un hermano para mis hijos, lo mismo que Ben. Claro que yo quiero a Marinna como si fuera mi hermana —dijo Aya sin poder contener las lágrimas.
—Alá ha sido misericordioso conmigo dándome nietos, y tu hijo Rami y tu hija Noor me han dado tantas alegrías como los hijos de Mohamed, Wädi y Naima. Tienes razón, son como hermanos y todos tienen buen corazón. En cuanto a Ben, el hijo de Marinna, también le siento como a un nieto más.
Para ese año de 1935 Rami tenía dieciséis años y su hermana Noor once, mientras que Wädi y Naima tenían quince y doce. Ben acababa de cumplir catorce y Dalida, la hija de Miriam y Samuel, ya era una adolescente de trece. Ezequiel, el pequeño, tenía diez. Eran los niños de La Huerta de la Esperanza, habían crecido juntos, compartido juegos y juntos habían cometido las primeras travesuras, y ahora, ya en la adolescencia, seguían siendo más que amigos. Lo mismo que en el pasado Marinna y Mohamed se habían enamorado, ahora era Wädi, el hijo de Mohamed, quien no podía dejar de seguir con la mirada a Dalida, la hija de Miriam y Samuel. Los mayores no comentaban nada, aunque a todos les preocupaba.
Dina pensaba que era una suerte que se hubiera mantenido inalterable la amistad entre las familias que vivían en La Huerta de la Esperanza pese a los enfrentamientos cada vez más frecuentes entre árabes y judíos. Al principio ella no había dado importancia al incremento en el número de judíos que llegaban a las costas palestinas, e incluso había recriminado a su hijo Mohamed su preocupación, pero ahora no podía negar que aquella tierra que antaño compartieran cada vez parecía más judía.
«La culpa la tenemos nosotros por venderles nuestras tierras», solía quejarse Mohamed. Ella le daba la razón. Si no les vendieran más tierras se acabaría la emigración a Palestina.
Cuando terminaron de cerrar las últimas cajas las dos mujeres se miraron con aprensión. Aya era una mujer con dos hijos pero para Dina siempre sería su niña pequeña.
Se sentaron a la puerta de la casa esperando que los hombres llegaran para trasladar aquellas cajas. Al día siguiente Aya y sus hijos se mudarían a Deir Yassin, pero aquella noche Kassia había organizado una gran cena de despedida. Ruth y ella llevaban todo el día cocinando y habían invitado a participar a Hassan y a Layla, a Jeremías y a Anastasia. También estaría el viejo Netanel, que con la ayuda de Daniel, el hijo de Miriam, continuaba trabajando en el improvisado laboratorio. El único que no asistiría sería Yossi. El médico apenas salía de su casa dedicado como estaba al cuidado de sus enfermos y al de su esposa Judith. Pero sí acudirían su hija Yasmin y Mijaíl. Dina sonreía al pensar cómo Yasmin había limado las aristas de Mijaíl. Aquel joven permanentemente airado cambiaba de expresión apenas aparecía ella. Pensó que disfrutarían de la fiesta, comerían y hablarían hasta tarde como habían hecho en otras ocasiones. Lo único que disgustaba a Dina era la presencia de Moshe y Eva. No simpatizaba con aquellos judíos que tan diferentes eran de sus amigos de La Huerta de la Esperanza. Sabía que a Marinna tampoco le caían bien, se lo había confesado a Aya. Pero allí estaban aquellos colonos a los que Samuel les había dejado instalarse en un pedazo de terreno de La Huerta de la Esperanza. La antipatía era mutua, porque Moshe y Eva tampoco ocultaban su incomodidad cuando coincidían con Dina, Aya, Salma o Mohamed. A Dina le molestaba la superioridad con que Moshe trataba a los árabes, y en más de una ocasión Kassia le había mandado callar cuando defendía que en Palestina no cabían árabes y judíos y que algún día tendrían que luchar a vida o muerte.
Caía la tarde cuando Marinna se acercó a la casa de Dina.
—Os estáis retrasando, mi madre está impaciente —dijo mientras cogía a Aya de la mano.
—Es que Yusuf y Mohamed acaban de llegar, apenas estén listos iremos. ¿Rami está con vosotros? —preguntó Aya.
—Hace un rato que los chicos nos están ayudando. Están terminando de colgar guirnaldas en los árboles.
Kassia y Ruth habían cocinado en abundancia. Platos judíos y platos árabes que habían distribuido por la gran mesa de madera que tantos años atrás hicieran con sus propias manos Jacob y Ariel. También Miriam había preparado una mousse de chocolate que había aprendido a hacer en París.
Mijaíl vigilaba atento el cordero que llevaba rato asándose lentamente en el horno del pan.
Las mujeres se sentaron dentro de la casa disfrutando de la brisa primaveral que entraba por los ventanales; los hombres prefirieron hacerlo en el jardín, donde podían fumar a su gusto sin que Kassia les sermoneara por ello.
Jeremías había llevado cigarros para todos, unos cigarros delgados y aromáticos que había comprado a un comerciante egipcio.
—En cuanto esté instalada, quiero que vengáis a verme —les dijo Aya a las mujeres.
—Yo iré antes para ayudarte. Tú sola no podrás organizar la casa —respondió Marinna.
—Podríamos ir todas —propuso Salma.
—¿Y quién cuidará de tus hijos? —preguntó Dina a su nuera Salma.
—Wädi y Naima pueden venir a comer con nosotros —ofreció Kassia—, sólo tienen que andar doscientos metros de tu casa a la nuestra.
—Voy a pedir un cigarro a Jeremías —dijo Miriam levantándose para salir al jardín.
—¡Después toses! —le reprochó Kassia.
—Ya lo sé, pero me gusta fumar y no quiero dejar de hacerlo.
Se quedaron unos segundos en silencio. Todas querían a Miriam y sentían como suyo su sufrimiento. A pesar del afecto y la lealtad que Dina profesaba a Samuel, no podía dejar de reprocharle que se hubiera separado de su esposa y de sus hijos.
Cuando Miriam regresó de París les contó que Samuel se quedaba en Europa obligado por sus negocios, y ésa fue la versión que seguía manteniendo a pesar de que habían pasado dos años sin que Samuel ni siquiera hubiera viajado para verlos a ella y a sus hijos. A Dina no le cabía la menor duda de que había otra mujer en la vida de Samuel. Una tarde en que Miriam le estaba enseñando a hacer aquella mousse de chocolate que tanto gustaba a todos los niños de La Huerta de la Esperanza, Dina se atrevió a preguntarle la verdad. Miriam dudó unos instantes pero luego se sinceró con ella, le explicó la irrupción de Katia en sus vidas y cómo el pasado de Samuel le había arrebatado a ella su presente y su futuro. Luego Miriam le había exigido discreción. No quería la compasión de nadie ni tampoco que sus hijos crecieran sabiendo que su padre los había abandonado. Prefería mantener la ficción de que Samuel tenía importantes responsabilidades que atender en París, que aquel laboratorio que había comprado merecía toda su atención. Animaba a Dalida y a Ezequiel asegurándoles que en cuanto fueran más mayores volverían a París para estudiar allí y de nuevo estarían junto a su padre, y eso era lo que Dalida y Ezequiel contaban a Wädi, a Rami, a Noor, a Naima…, y ellos a su vez lo comentaban con sus padres. Dina escuchaba a sus nietos sin contradecirles y se preguntaba en qué momento Samuel se daría cuenta de lo que estaba privando a sus hijos.
—Algún día le pediré a Miriam uno de esos cigarrillos —dijo Aya.
—Pero ¡qué cosas dices! Tu marido no te lo permitirá y tu hermano tampoco —aseguró Dina.
—Nunca han criticado a Miriam por fumar —aseguró Aya.
—Bueno, yo también fumo —les recordó Anastasia—, aunque menos que Miriam, y a mi marido no le molesta. Los hombres tienen que acostumbrarse a que las cosas agradables no son exclusivas de ellos.
—Jeremías sería incapaz de negarte nada —aseguró Ruth.
—No le pregunté si me permitía fumar, sencillamente lo hice —aseguró Anastasia.
Mientras las mujeres continuaban hablando, Miriam fumaba en el umbral de la casa escuchando la conversación de los hombres. Dina se levantó y fue a llevarle un zumo de granada haciendo un gesto a las demás para que no se movieran.
—No soporto escucharles decir que algún día terminaremos enfrentados —le susurró Dina a Miriam.
—Sí, es lo que dicen. Están hablando de Musa al-Alami. Yusuf asegura que Musa al-Alami se ha visto en varias ocasiones con Ben Gurion. Lo sabe por Omar y supongo que por las buenas relaciones que mantiene en la corte del emir Abdullah.
—Musa al-Alami es un hombre justo y honrado, nadie pudo reprocharle nada cuando era el fiscal general de Palestina —respondió Dina.
Se quedaron en silencio escuchando a los hombres. Yusuf aspiraba el humo del cigarro mientras iba desgranando con cuidado alguna de las preciosas informaciones.
—Ben Gurion no podía haber elegido mejor interlocutor que Musa al-Alami, siempre ha sabido mantener distancia con la política, y precisamente por eso puede hablar con todos. El muftí le escucha, y también los dirigentes del Istiqlal, los Nashashibi, los Dajani y los Jalidi respetan sus opiniones.
—Pero desgraciadamente no tiene poder de decisión —le interrumpió Mijaíl—; quizá si de él dependiera podría tratar de llegar a un acuerdo con Ben Gurion. Pero Musa al-Alami no representa a todos los palestinos, así que sus conversaciones con nuestros representantes no creo que lleguen muy lejos.
—Pero un acuerdo sería beneficioso para todos —apuntó Jeremías.
—Depende de qué acuerdo. Ya habéis oído a Yusuf, Ben Gurion ha propuesto la creación de una Federación de Estados de Oriente Próximo. Incluso han tanteado la posibilidad de formar parte de un Estado integrado por árabes y judíos. En el pasado el jerife Husayn ya estuvo de acuerdo en permitir a los judíos tener un hogar dentro de un gran Estado árabe, pero las cosas han cambiado, creo que demasiado —dijo Mohamed.
—El pasado pasado está —volvió a interrumpir Mijaíl.
—A Musa al-Alami le preocupa lo mismo que a nosotros que la emigración judía no cese y que continúen comprando nuestras tierras, y sobre todo le preocupa la miseria en la que viven nuestros campesinos a los que se les está privando de sus trabajos como jornaleros. Por lo que sé, también le dijo a Ben Gurion que no podría haber ningún acuerdo si los sionistas persisten en su idea de continuar comprando tierras. Ben Gurion no es un hombre fácil y es difícil convencerle de nada que se aparte de sus ideas —recalcó Yusuf mientras observaba la reacción de sus palabras en Jeremías, Igor, Netanel, en aquellos hombres que eran sus amigos, pero eran judíos.
—¿Y el muftí? ¿Por qué no acepta el muftí la propuesta de Ben Gurion? —quiso saber Igor mientras miraba de reojo a su hijo Ben, que estaba subiéndose a uno de los árboles, y se preguntaba por qué Marinna no estaba más atenta a las travesuras del niño.
—Por lo que sé, al muftí Husseini le ha interesado la propuesta, aunque desconfía de los sionistas; además, ¿por qué hemos de aceptar regalar la tierra? Es nuestra —recalcó Yusuf.
—Si unos y otros nos mostramos intransigentes, el acuerdo no será posible y entonces perderemos todos. Por eso no comprendo que se hayan filtrado las conversaciones de Ben Gurion y Musa al-Alami a los periódicos. La Nación Árabe ha contado hasta los más mínimos detalles; quien ha hecho la filtración ha querido cortar de raíz cualquier intento de acuerdo —reflexionó Mijaíl.
Dina pensó en Samuel. Le hubiera gustado conocer la opinión de su viejo amigo. Escuchaba a los hombres y se decía que no eran sinceros los unos con los otros, que a pesar de que se decían amigos no compartían el fondo de sus pensamientos ni cuanto sabían. Yusuf sabía más de lo que decía, pero también Mijaíl callaba ahora que estaba muy unido a Louis, y ella sabía que Louis formaba parte de la Haganá, el ejército secreto de los judíos. Nadie se lo había dicho, simplemente lo sabía, conocía bien a Louis desde el día que llegó a La Huerta de la Esperanza. No había tardado mucho en formar parte del Hashomer, los «vigilantes» que protegían a los primeros colonos de las razias de los bandidos. Louis era demasiado inquieto y soñador como para aceptar la vida de un campesino. Siempre iba y venía de un lugar a otro y se decía que era un seguidor devoto de aquel Ben Gurion que se había convertido en la voz y el alma de los judíos que como él habían ido llegando a Palestina.
Siguió escuchando a Mijaíl con atención. Miriam estaba encendiendo otro cigarro, y al igual que ella permanecía en silencio atenta a lo que decían los hombres, intentando desbrozar a través de sus palabras lo que les aguardaba en el futuro.
Mijaíl dijo que Ben Gurion también se había reunido con el jefe del Istiqlal pero sin lograr otro resultado que el de hablar.
—Hablar es importante, es lo que nunca deberíamos dejar de hacer. Si árabes y judíos nos esforzamos en escucharnos, en ponernos en la piel de los demás, las cosas serían más fáciles —afirmó Igor.
Los hombres le dieron la razón e incluso Dina asintió para sus adentros. Igor siempre le había parecido un muchacho sensato. Marinna había acertado casándose con él. Era un buen marido y un buen padre, siempre pendiente de Ben, su único hijo. Incluso Mohamed no podía dejar de reconocer las cualidades de Igor. Decía que era un hombre justo que no dejaba de atender las necesidades de los hombres que trabajaban en la cantera. Se había ganado la confianza de los obreros árabes porque no hacía distingos entre ellos y los judíos. Mohamed decía que Jeremías tampoco se lo habría permitido, pero lo cierto era que en la naturaleza de Igor anidaba la equidad.
Mohamed e Igor no habían llegado a ser amigos. Marinna se interponía entre ellos. Dina no se engañaba. Mohamed y Marinna habían renunciado el uno al otro pero nunca se habían dejado de querer. Marinna era una esposa fiel y Mohamed trataba con deferencia a Salma, pero ni Igor ni Salma habían logrado borrar la huella de los otros. En ocasiones, como aquel mismo día, Dina creía atisbar una cierta emoción en las miradas casuales que cruzaban los dos.
Suspiró aliviada al ver a Mohamed con una cerilla prendida ofreciéndosela a Igor para que encendiera su cigarro.
Y en aquel momento ella misma sintió ganas de fumar. De buena gana le habría pedido a Miriam uno de aquellos cigarros aromáticos, pero pensó en Ahmed, en su siempre recordado esposo. Ellos pertenecían a otra generación en la que no había lugar para ciertas costumbres. No, Ahmed no le habría permitido que fumara, y si a pesar de todo ahora lo hiciera, sabía que avergonzaría a su hijo Mohamed. Desechó el pensamiento, al fin y al cabo se sentía demasiado vieja para desafiar las tradiciones. Tampoco a ella le gustaría que su hija Aya fumara. La voz de Moshe la devolvió a la realidad.
—No creo que Ben Gurion sea un ingenuo, y si es verdad que propone lo que decís, se equivoca. No es posible un Estado compartido y mucho menos un hogar dentro de una Confederación árabe. Tendremos que luchar, para qué engañarnos, y no cabrá más que una solución: nosotros o vosotros.
Las palabras de Moshe provocaron un revuelo entre los hombres. Dina le odió por aquellas palabras. Moshe era el único judío al que temía. ¿Por qué le permitían vivir en La Huerta de la Esperanza? Aquel hombre era tan distinto de Samuel, de Igor, de Jeremías, de como habían sido Jacob y Ariel, de como era Louis…, incluso del impulsivo Mijaíl.
—Nadie dice que sea fácil, pero ¿por qué ha de ser imposible? Tú fuiste bolchevique, ¿acaso los comunistas no defendemos que todos los hombres somos iguales? Mi padre murió porque creía en eso. Dime, ¿qué es lo que hace imposible que trabajadores árabes y trabajadores judíos vivamos juntos? —Mijaíl a duras penas contenía la rabia que le habían provocado las palabras de Moshe. A él tampoco le gustaba aquel hombre.
—Distintos intereses, distinta cultura, distinta religión…, ¿quieres más razones? —respondió Moshe elevando el tono de voz.
—¿Crees que la solución es destruir a quien no es como tú? ¿De verdad puedes creer que vosotros, los judíos, podéis acabar con los árabes o nosotros con los judíos? Sólo los necios creerían algo así. —Mohamed se esforzó por reprimir la indignación que sentía.
—Estoy de acuerdo con Mohamed. Moshe, eres un necio y los hombres como tú sois un peligro para el resto. No has aprendido nada entre nosotros. Creo que tanto mi madre como Kassia y Samuel se equivocaron al invitarte a vivir en La Huerta de la Esperanza. —Las palabras de Igor eran un desafío para Moshe.
Dina notó el temblor de Miriam, el mismo temblor que sentía ella.
—¿Me estás diciendo que prefieres a los árabes a cualquier judío? —preguntó desafiante Moshe a Igor.
—Te estoy diciendo que los hombres como tú sólo traéis desgracias. En cuanto a lo que me preguntas, te responderé que a mí me enseñaron a no juzgar a los hombres por dónde han nacido ni por el Dios al que rezan ni por lo que saben. Les juzgo por lo que llevan en el corazón, y no me gusta lo que hay en el tuyo. No te atrevas a ofendernos o tendrás que dejar La Huerta de la Esperanza. —El tono de voz de Igor era de tal firmeza que nadie se atrevió a hablar.
Moshe se levantó mirándoles con desprecio y, sin decir palabra, fue en busca de su esposa. Eva estaba con las mujeres y la instó a marcharse.
El enfrentamiento les dejó un poso de incomodidad. Dina no se dio cuenta de que hablaba en alto, pero todos la oyeron.
—¡No sé cómo le soportan! Si pudiera le echaría de aquí.
—¡Madre! —Mohamed se había sobresaltado por las palabras de Dina.
—Yo pienso lo mismo, y si fuera por mí, Moshe y Eva se irían esta misma noche —dijo Miriam solidarizándose con Dina.
Las dos mujeres regresaron con las demás dejando que los hombres continuaran la conversación.
Louis se presentó a la mañana siguiente apenas estaba amaneciendo. Conducía un viejo camión y despertó a todos tocando repetidamente el claxon.
Dina se había levantado hacía un buen rato para preparar el desayuno. No quería que sus nietos, Rami y Noor, se marcharan sin haber tomado un buen tazón de leche.
—Pero ¿qué haces aquí a estas horas? —le preguntó Dina a Louis.
—Poner mi granito de arena en el traslado de Aya. Creo que en este camión cabrá todo el equipaje —respondió Louis riendo.
—Te esperábamos anoche —le recriminó Dina.
—Lo sé y sentí no poder venir. Estaba en el norte. Pero aquí estoy, os seré más útil hoy con el camión que anoche comiendo y bebiendo.
Fue en aquel camión conducido por Louis desde donde Aya se despidió con lágrimas en los ojos de La Huerta de la Esperanza. Aquél sería siempre su hogar por más que su futuro ahora estuviera en aquella casa encalada de blanco situada a la entrada de Deir Yassin. Allí transcurriría el tiempo de su vida criando a sus hijos y acostumbrándose a ser la señora de su casa. Yusuf la seguía amando y ella le honraba con su lealtad, pero hacía tiempo que había dejado de engañarse a sí misma. Se había casado con aquel hombre bueno siendo muy joven y entonces se creyó enamorada. Pero el paso del tiempo hizo que intuyera que amar debía de ser algo diferente de lo que ella sentía por Yusuf. Era lo mismo que le sucedía a Marinna con Igor. Pero al menos Marinna sí sabía lo que era el amor porque desde que era una niña no había dejado de estar enamorada de Mohamed.
Su amistad con Marinna permaneció inalterable a pesar de que algunas de sus nuevas vecinas de Deir Yassin le recriminaran que se fiara de una judía.
Cada día que pasaba aumentaban los conflictos entre las dos comunidades y siempre había alguien con un agravio pendiente. Sus vecinas no entendían que Marinna fuera para Aya como una hermana mayor a la que quería sin cuestionarla.
Yusuf esperaba impaciente a Omar Salem. Se había convertido en su mano derecha, aunque no tanto para ayudarle en sus múltiples intereses comerciales como para las intrigas políticas.
Alá había bendecido a Omar con siete hijos a los que prefería mantener lejos de sus actividades políticas. Aunque él ansiaba que los británicos se marcharan de Palestina, no había dudado en enviar a sus hijos a estudiar a las más prestigiosas universidades inglesas.
Aquella mañana de abril de 1936 Yusuf tenía muchas novedades que transmitir a Omar. La noche anterior se había encontrado casualmente con uno de los lugartenientes del muftí Husseini y le había contado que se preparaba «algo grande».
En la noche del 15 de abril, un grupo de jóvenes palestinos había atacado a unos judíos en la carretera de Nablús a Tulkarem, resultando dos judíos muertos. El 19 de abril, otro grupo había arremetido contra trabajadores judíos del puerto de Jaffa, dejando dieciséis muertos.
Para entonces el Comité Árabe Supremo, donde estaban englobados los partidos palestinos más destacados, ya habían concluido los preparativos para sorprender a británicos y judíos con una huelga general. Pero la huelga, le dijo el hombre del muftí, sólo sería una parte de lo que estaba por desencadenarse. Los británicos aprenderían que ellos solos no eran nada sin los árabes, lo aprenderían cuando vieran cómo se paralizaba su administración al no acudir a trabajar los palestinos que tenían a su servicio. Los judíos también sufrirían las consecuencias ya que se suspenderían todas las relaciones comerciales y de trabajo con ellos. Les hostigarían utilizando también la fuerza. Sí, unos y otros aprenderían de quién era aquella tierra.
Para Omar no eran nuevas las noticias que le traía Yusuf. Dos noches antes había cenado con otros notables de Jerusalén y él mismo había estado de acuerdo en que era imprescindible esa demostración de fuerza, aunque había manifestado su disgusto por los asesinatos de los judíos de Jaffa. Hasta ese momento la Haganá circunscribía su labor a la autoprotección de sus colonias, pero ¿y si decidían responder ojo por ojo? Omar era un hombre cuyo código de honor pasaba por combatir en el campo de batalla y le disgustaba la violencia sin control.
—Tu cuñado Mohamed debe sumarse a la huelga. Sería imperdonable que no respetara la decisión del Comité Árabe Supremo.
—Mi cuñado es tan patriota como el que más —respondió Yusuf sin querer comprometerse más.
—Sé que Mohamed es un hombre leal a nuestra causa, no podría ser de otra manera siendo hijo de un mártir, que Alá tenga en el Paraíso a mi buen amigo Ahmed, pero ¿cómo podrá ser leal a su pueblo y al mismo tiempo ser leal a sus amigos judíos? Tendrá que elegir.
—Y elegirá lo adecuado.
—Tus respuestas no me dicen nada, Yusuf, son las respuestas que darías a un príncipe al que no quisieras desairar.
—Habla con Mohamed, así te convencerás.
—Lo haré. Los nuestros no comprenderían que el hijo de un mártir no secundara la huelga y podrían considerarle un enemigo. Son demasiado frecuentes los enfrentamientos entre nosotros. El muftí no tolera disidencias, pero en esta ocasión sus principales opositores de la familia Nashashibi están de acuerdo con la huelga general, aunque, lo mismo que a mí, nos repugne toda violencia fuera del campo de batalla.
Despacharon otros asuntos antes de que despidiera a Yusuf.
Omar se quedó pensativo. Confiaba en Yusuf, pero no dejaba de tener dudas sobre lo que de verdad pensaba.
Los Said, la familia de Yusuf, eran del otro lado del Jordán, de Ammán, hoy convertida en la capital de Abdullah. El padre de Yusuf nunca había dudado que debían lealtad a Husayn, jerife de La Meca, el hombre que soñaba en un imperio árabe. Yusuf había seguido su ejemplo, de ahí que combatiera codo con codo con los hijos de Husayn y destacara como oficial primero con las tropas de Faysal y después con Abdullah. Pero ahora Abdullah gobernaba Transjordania con el apoyo de los británicos y no parecía tener ningún interés en que se marcharan. Muerto su hermano Faysal como rey de Irak y derrotado su hermano mayor Alí en La Meca frente a los saudíes, Abdullah podía darse por satisfecho con aquel reino que tenía gracias a su astucia, sí, pero también por conveniencia de los británicos.
En los últimos tiempos los intereses de Abdullah no siempre coincidían con los intereses de los árabes palestinos, de ahí que Omar se preguntara de qué lado caería la lealtad de Yusuf. No podía olvidar que él fue uno de los pocos hombres que permanecieron fieles al viejo Husayn y que le visitaba primero en su exilio de Ammán y después en el de Áqaba, e incluso fue a verle en un par de ocasiones a Chipre, donde el jerife de La Meca se había convertido en un viejo amargado que sólo contaba con los cuidados de su hijo Zaid. Y lamentaba que a su muerte en 1931 no se le hubiesen rendido todos los honores que merecía.
Omar sabía que a Yusuf le dolía ver en esa situación al gran soñador de la nación árabe y se había atrevido a sugerir a Abdullah que permitiera a su padre regresar del exilio chipriota. Pero Abdullah se mostraba inflexible, sabedor de que no puede haber un reino con dos reyes, y como tal se había comportado su padre durante su estancia en Ammán. Sin embargo finalmente terminó cediendo y recibió de nuevo a su padre. A su regreso de Chipre, Husayn apenas era una sombra de lo que había sido. Yusuf se dolía de ver al antiguo jerife convertido en un viejo desvalido a causa de la apoplejía que había sufrido y se lamentaba por ello.
—Sin el jerife, jamás nos hubiéramos librado de los turcos —señalaba ante sus amigos.
Algunos le respondían que acaso ése fue su gran error. Le recriminaban que hubiese confiado en los británicos, en suma, en los cristianos, para enfrentarse a quienes al fin y al cabo creían en Alá como ellos. Pero Omar no era de estos últimos. Era un patriota convencido de que los árabes debían gobernarse a sí mismos aunque en aquel momento, más que el destino de los sirios, los iraquíes o los libaneses, lo que le preocupaba era su propio destino y el de sus hermanos palestinos. Dudaba, sí, dudaba de que en aquellas circunstancias a Abdullah le importara algo que no fuera mantener su pequeño reino. ¿Dónde tendría su corazón Yusuf?
Mohamed no acudió a la cantera. No podía hacerlo aunque no se sentía satisfecho por ello. Se presentó en casa de Jeremías para explicarle que no iría a trabajar ni ese día ni en mucho tiempo.
Jeremías le escuchó en silencio sopesando sus palabras antes de responder.
—De manera que vas a hacer huelga pero no porque yo sea un patrón que te explota a ti y a los demás hombres. Reconoces que soy justo y que no tienes nada que reprocharme. Eso me satisface, pero no te entiendo, ¿qué crees que vais a conseguir? Los británicos no se irán y nosotros tampoco. Comprendo el temor que os produce que continúen viniendo judíos, pero ¿a qué otro lugar pueden ir los judíos alemanes que huyen del nazismo? Hitler los ha proscrito, les ha arrebatado sus bienes, no pueden trabajar, ni enseñar, casi ni vivir, y están huyendo, en efecto, muchos vienen aquí y aquí se quedarán, lo mismo que los rusos huimos de los pogromos. Ni vuestra huelga ni los británicos lograrán parar la inmigración de los judíos. Palestina es vuestra patria, nunca diré lo contrario, pero también la nuestra.
—Cada vez es menos nuestra —respondió Mohamed.
—Respeto tu decisión pero tienes que comprender la mía. Si tardas mucho en volver al trabajo tendré que sustituirte por otro. No voy a parar el trabajo en la cantera; hoy mismo buscaré otros hombres, hay muchos judíos que no saben cómo ganarse la vida y agradecerán encontrar un trabajo. Sí, ya sé que muchos de los judíos alemanes que han venido son burgueses que hasta hace poco ejercían como profesores en la universidad, se dedicaban al comercio, formaban parte de alguna orquesta… No les crees capaces de luchar contra las piedras de la cantera, pero lo harán, ya lo verás. Sin duda, serán capaces de cambiar el violín por la maza.
No se dijeron una palabra más. Habían sido sinceros el uno con el otro. Mohamed buscó a Igor, sabía que como capataz sería quien tendría que buscar a los hombres que sustituirían a los canteros árabes.
—¿Adónde va a conducirnos todo esto, Mohamed? —preguntó Igor.
—No lo sé. Sólo pretendemos que pare la inmigración, que se reconozcan nuestros derechos sobre nuestra tierra. Los británicos son pródigos con lo que no les pertenece.
—No nos iremos, Mohamed —sentenció Igor.
—No he dicho que debáis iros —le respondió conteniendo la indignación que por momentos sentía crecer en su interior.
—Jeremías me obligará a contratar a otros hombres…
—Lo sé, acaba de decírmelo. Pero hay momentos en la vida en los que uno no debe decidir para no traicionarse a uno mismo.
Igor no tuvo más remedio que asentir a las palabras que acaba de pronunciar Mohamed.
Los días siguientes Dina desoyó los consejos de su hijo y se acercó a La Huerta de la Esperanza. Las mujeres estaban desoladas. Kassia se abrazaba a Dina llorando.
—¡Tiene que haber una solución! ¡Nosotros no podemos enfrentarnos! ¡Que se vayan los británicos y nos dejen a los árabes y a los judíos! Ya verán como somos capaces de arreglarnos entre nosotros —decía Dina.
Ambas tenían el pelo gris, y el trabajo en el campo y el paso del tiempo habían dejado en sus rostros una abundante cosecha de arrugas. Cualquier diferencia que pudiera haber entre ellas nunca había sido lo suficientemente profunda como para impedir que primaran el afecto y la amistad. Dina era una devota creyente de Alá, y Kassia una socialista romántica que no creía más que en lo que sus manos podían tocar y sus ojos contemplar. La una había nacido en Jerusalén y la otra en Vilna; una cubría su cabello con un velo y siempre vestía una túnica que le tapaba todo el cuerpo, la otra llevaba las piernas y los brazos al descubierto, vestía pantalones y jamás bajaba la mirada cuando le hablaba un desconocido. Pero aquellas diferencias se habían ido achicando hasta ser irrelevantes en unas vidas en las que la única medida era la amistad y el afecto.
La huelga general fue un éxito y un fracaso al mismo tiempo. Buena parte de los árabes palestinos no dudaron en secundarla y se sintieron orgullosos de comprobar cómo, de la noche a la mañana, aquel pedazo de tierra casi se paralizaba. La huelga fue acompañada además con ataques y emboscadas a británicos y judíos, pero mientras los primeros se sintieron superados por estos acontecimientos, los segundos decidieron plantar cara al desafío. El puerto de Jaffa estaba paralizado, y la respuesta de la comunidad judía no se hizo esperar: en un tiempo récord comenzaron a construir un muelle de madera en Tel Aviv donde los barcos pudieran atracar.
El lugar de los campesinos árabes en huelga fue ocupado de inmediato por aquellos judíos que acababan de llegar a la que creían su Tierra Prometida. De la noche a la mañana miles de judíos se convirtieron en canteros, herreros, marineros…
Pero los árabes palestinos no estaban solos. El muftí había declarado la guerra santa y, atendiendo a su llamada, comenzaron a llegar hombres de la Transjordania de Abdullah, de Irak, de Siria. Los británicos reaccionaron enviando a su vez tropas de refresco a Palestina.
—Quiero hablar con Omar —le dijo Louis a Mohamed.
Louis se había presentado aquel día en La Huerta de la Esperanza y había esperado a que cayera la noche para acercarse a la casa de Mohamed. Dina se había alegrado al verle.
—No sé si es el mejor momento para que vayas a casa de Omar. Si alguien se enterara podrías crearle un problema —reflexionó Mohamed ante la petición de Louis.
—Precisamente quiero hablar con él de eso… ¿Os dais cuenta de lo que está pasando? Si los más fanáticos consideran una traición que árabes y judíos se relacionen, ¿qué pasará el día que se acabe esta huelga?…, porque algún día tendrá que acabar. No me gusta venir a verte cuando cae la noche como si fuera un ladrón, y mucho menos saber que mi presencia te pone en peligro. Sé que a Dina le han reprochado su trato con Kassia, con Ruth y con Miriam… Y tu hermana Aya se ha peleado con sus vecinas por defender su amistad con Marinna.
—Somos los árabes los que estamos sufriendo con esta situación. ¿Crees que no soy consciente de lo que nos espera cuando termine la huelga? No tendremos trabajo, habéis ocupado nuestro lugar… Sé que Jeremías ha contratado en la cantera a un grupo de judíos alemanes. Ninguno conoce el oficio de cantero, en su vida habían sostenido en sus manos un pico o una maza, pero allí están y se quedarán. Nos moriremos de hambre.
—¿De verdad creías que íbamos a quedarnos cruzados de brazos? ¿Creías que íbamos a permitir que nuestros huertos se secaran, que nuestros comercios cerraran, que nuestros negocios quebraran? ¿No os dais cuenta de que el muftí os está llevando al desastre? Él es rico y para él nada cambiará cuando termine la huelga, pero ¿y los demás?
—No hay recompensa sin sacrificio —respondió Mohamed, malhumorado.
—Sólo un loco podía prever que ibais a derrotar al imperio británico, o que los judíos íbamos a permanecer impasibles. Durante demasiado tiempo bajamos la cabeza ante el zar. Ya nos conoces, Mohamed. Vinimos sin nada a la tierra de nuestros antepasados y lo que hemos construido no vamos a permitir que nadie lo destruya. Los trabajadores árabes y los judíos tenemos los mismos intereses, no somos enemigos.
—¡Habla el bolchevique!
—Habla tu amigo. ¿Conseguirás que me reciba Omar Salem?
—Se lo diré a mi cuñado Yusuf, puede que venga mañana con Aya y con los niños.
—Me quedaré unos días en La Huerta de la Esperanza.
Cuando Louis se marchó Dina preguntó a su hijo cuándo acabaría la huelga.
—No lo sé, madre, no lo sé.
—¿Y los ataques a los judíos? —Salma, la dulce Salma, la esposa fiel y leal, miraba a los ojos de su marido y él pudo ver en ellos un destello que se le antojó un reproche.
—¿Ataques? —preguntó para ganar tiempo.
—He oído en el mercado que a los judíos les atacan cuando intentan pasar por los pueblos árabes, incluso que se esparcen clavos por la carretera para pincharles las ruedas de los coches y que…
—Sólo se trata de dificultar las comunicaciones entre sus colonias, no de hacer daño a nadie. No deberías preocuparte tanto.
—También he oído que alguien ha matado a dos enfermeras judías del Hospital del Gobierno, dicen que han sido árabes… —insistió Salma.
—Te repito que no debes preocuparte, pero si lo haces, ¿por qué no me preguntas por el sufrimiento de los nuestros? —y salió de la casa para fumar un cigarro al fresco de la tarde.
Mohamed no quería compartir su preocupación ni con su esposa ni con su madre. Se sentía a disgusto con algunas de las cosas que pasaban. Le dolía saber que algunas noches se organizaban grupos que sigilosamente se acercaban a las zonas de cultivo de los judíos para arrancar los árboles que tan trabajosamente habían plantado o prender fuego a los olivos y destruir las cosechas. Él, que amaba la tierra, se dolía ante la visión de aquellas huertas destruidas. Si estaba logrando sobrevivir y que su familia no sufriera las consecuencias de su decisión de hacer huelga era precisamente por aquel pedazo de tierra que le pertenecía. Miró con cariño la línea de olivos y frutales y suspiró. Hizo tiempo para que su madre y su esposa se acostaran antes de volver a entrar. Conocía a Dina y sabía que estaría dando vueltas esperándole para hablar cuando no estuviera Salma.
Cuando por fin se metió en la cama se quedó profundamente dormido. El sueño siempre era una tregua.
Fue Dina quien se despertó sobresaltada. Por la ventana, en vez de la brisa de la noche entraba un olor a madera quemada. Se acercó a la ventana y durante unos segundos se quedó inmovilizada, después gritó. Un grito desgarrado que despertó a todos los de la casa. Mohamed se precipitó, seguido de Salma, en la habitación de su madre. Dina estaba vistiéndose a toda prisa.
—¡Fuego! Hay fuego en La Huerta de la Esperanza…
Mohamed miró por la ventana y se estremeció. El humo impedía ver la casa de La Huerta de la Esperanza, el humo y las llamas lo envolvían todo. Salió corriendo mientras gritaba: «¡Marinna, Marinna…!». Dina no se atrevió a mirar a Salma, pero creyó ver sus ojos humedecerse.
—Vístete, tenemos que ir… —conminó a su nuera.
Para entonces Wädi y Naima ya se habían levantado sobresaltados por los gritos.
—Vosotros quedaos aquí —les ordenó Salma—, nosotras iremos a ver qué se puede hacer.
—¡Que se quede Naima! Yo puedo ayudar, tengo que ir —gritó Wädi mientras salía corriendo detrás de su padre.
Mohamed se tropezó con Moshe, que arrojaba un cubo de agua a unos árboles que rodeaban el cobertizo que ellos habían convertido en su hogar. Eva, la mujer de Moshe, corría con otro cubo en la mano. Ninguno de los dos hombres dijo nada. Mohamed continuó corriendo hacia la casa principal. Apenas veía nada a causa del humo, pero escuchaba voces, la de Miriam, la del viejo Netanel, la de Daniel…
—¡Marinna, Marinna! —volvió a gritar.
Entró en la espesa humareda que se había formado y fue directamente hacia las llamas. Creyó oír la voz de Louis dando órdenes y a Igor llamando a su hijo Ben, pero ¿y Marinna?, ¿dónde estaba Marinna? La llamó una y otra vez mientras corría hasta que en medio del humo un cuerpo chocó contra el suyo y unos brazos se agarraron a su cuello.
—Mohamed… ¡Dios mío! —susurró Marinna mientras se abrazaba a él con desesperación.
—¿Estás bien? ¿Estás bien? —No podía más que repetir la pregunta.
—Sí, estoy bien. Mi hijo está con Igor intentando apagar el fuego… Ruth se ha desmayado por el humo y mi madre está con ella.
Permanecieron abrazados, no eran capaces de despegarse el uno del otro, y así los encontró Louis.
—Mohamed, necesitamos que nos eches una mano, y tú, Marinna, aleja a tu madre y a Ruth de donde están, el fuego parece que va en esa dirección, y después acompaña a Miriam, seguimos sin encontrar a Ezequiel…
Wädi llegó en ese momento tosiendo a causa del humo. Era un adolescente valiente de dieciséis años siempre dispuesto a ayudar a los demás.
—Yo también quiero ayudar —dijo sin que nadie le prestara demasiada atención.
Dalida lloraba gritando el nombre de su hermano: «¡Ezequiel, Ezequiel!», e Igor intentaba sujetar a Miriam, que insistía en atravesar las llamas para buscar a su hijo.
—Pero ¿dónde puede estar? —preguntó Igor, desbordado por la situación.
—No lo sé, le llevaba de la mano, pero no veíamos nada a causa del humo, de repente se soltó, yo pensaba que ya había salido, pero… —Miriam rompió a llorar.
—Tiene que estar dentro —musitó Marinna.
Y entonces Wädi cogió una manta del suelo, la empapó con el agua de un cubo, se la echó por la cabeza y corrió hacia el interior de la casa. Mohamed salió tras su hijo pero éste se perdió entre la espesura del humo y del fuego. Marinna corrió tras Mohamed luchando con él para que no entrara en la casa. En ese momento llegaron Dina y Salma. Cuando les explicaron que Wädi acababa de entrar en la casa, Salma gritó con tanta desesperación que todos quedaron aún más sobrecogidos. No habían pasado más de dos o tres minutos cuando Wädi salió con un bulto en los brazos. Corrieron hacia él. A pesar de las quemaduras Wädi sonreía, traía consigo a Ezequiel.
—Estaba junto a la puerta, debió de tropezar y darse un golpe en la cabeza, tiene sangre y no habla. —Wädi no dijo más y se desmayó.
Durante unos segundos todo fue confusión. Ezequiel tenía unas cuantas quemaduras pero la peor parte se la había llevado Wädi, que no había dudado en envolver al niño con la manta dejando él parte de su propio cuerpo al descubierto y expuesto a las llamas. Pero Wädi era así, siempre dispuesto a sacrificarse por los demás.
—¡No les toquéis! —gritó Netanel, el viejo farmacéutico, arrodillándose junto a Wädi y Ezequiel, que yacían en el suelo.
Tras examinarles decidió que lo mejor era llevarles al hospital.
—Wädi está mal. Daniel, ve a buscar la camioneta y extiende una manta para poner a los chicos. Hay que llevarles inmediatamente al hospital. Y que alguien avise a Yossi —ordenó con autoridad.
Mohamed cogió a Wädi en brazos y Miriam a Ezequiel. Los chicos gemían de dolor.
A pesar de que Daniel conducía a gran velocidad, el tiempo de camino al hospital se les hizo eterno. Salma lloraba desconsoladamente, lo mismo que Dina y Miriam. Mohamed no se sintió tranquilo hasta ver que Wädi y Ezequiel desaparecían en una camilla rodeados de médicos y enfermeras.
Miriam le dijo a Daniel que se acercara a casa de su cuñado Yossi.
—Pídele a tu tío que venga.
Media hora más tarde Yossi llegó acompañado por Mijaíl. Su hija Yasmin se había quedado en casa al cuidado de su madre, Judith seguía necesitando que alguien se ocupara de ella día y noche.
El médico de guardia permitió a Yossi entrar en la sala donde curaban a Wädi y a Ezequiel y fue él quien, al cabo de una hora, salió junto a dos médicos y una enfermera a explicar cómo estaban.
—Vivirán —fue lo primero que dijo mirando a su cuñada Miriam, quien, al igual que Salma y Dina, tenía el rostro arrasado en lágrimas.
Uno de los médicos les detalló el estado de los chicos.
—Wädi es un valiente, ni siquiera se ha quejado cuando le despegábamos la camisa de la carne quemada. Tiene quemaduras de primer grado en los brazos y en el cuello, también en el pecho. Afortunadamente las de la cara no son tan profundas, pero aun así… habrá que esperar a que pasen unas horas para volver a evaluar su estado. Le hemos suministrado un calmante que le mantendrá dormido. Necesita descansar.
—¿Y Ezequiel? —preguntó Miriam, impaciente por saber de su hijo.
—¿El pequeño? Está mejor que Wädi, sus quemaduras no son tan preocupantes, aunque la del cuello es la más grave. También a él le hemos puesto un calmante. Permanecerán en observación toda la noche, pueden pasar a verles pero procurando no hacer ningún ruido. El sueño es lo que más les conviene. Luego deberán dejarles en nuestras manos. Nuestras enfermeras cuidarán de ellos.
Pero las súplicas de Salma y Miriam hicieron mella en el médico y al final les permitió que se quedaran junto a la cabecera de sus hijos. Nada ni nadie, le dijeron, las movería de allí.
Dina también quería quedarse con su nieto, pero Mohamed la convenció para que regresara con ellos a La Huerta de la Esperanza.
—Tienes que ayudar, necesitarán a alguien que les prepare algo de comer, un lugar donde descansar. Madre, te necesitan más en La Huerta de la Esperanza.
Yossi y Mijaíl les acompañarían. Todas las manos eran pocas para luchar contra aquel incendio que, según les contó Daniel, había comenzado junto a los frutales que rodeaban la casa, una rama en llamas cayó sobre el tejado del laboratorio y a partir de ese momento el humo y el fuego se propagaron por todas partes.
—No sé ni cómo logramos salir…, estábamos todos dormidos —explicó Daniel, que a duras penas podía contener el llanto.
Lucharon toda la noche contra las llamas y todavía de madrugada continuaban rescoldos sin apagar. La parte posterior de la casa se había venido abajo, sólo era cenizas, pero donde se había cebado la tragedia había sido en el huerto y en los campos primorosamente cultivados, donde sólo quedaba una gruesa capa de ceniza.
Kassia lloraba con desesperación. La obra de su vida se había esfumado producto de las llamas. Sus naranjos, las tomateras, sus hierbas aromáticas, los olivos…, no quedaba nada.
—Madre, volveremos a plantarlo —intentó consolarla Marinna, pero Kassia no la escuchaba.
Entre Igor y Ben habían llevado a Ruth a casa de Dina. Naima, la hija de Mohamed y Salma, cuidaba de ella. La niña tenía por aquel entonces trece años y era tan tímida como seria.
Kassia se acercó a Mohamed y, mirándole a los ojos, le preguntó:
—¿Quién ha sido? ¿Quién nos quiere tan mal como para hacernos esto?
Mohamed no tenía respuesta. Lo que aquella noche había sucedido allí no era una excepción, era parte de la lucha que estaban llevando a cabo. Pero ¿vencerían así? No podía dejar de pensar en su hijo y en Marinna… Si les hubiese perdido, ¿qué habría hecho él? Sabía que no habría podido soportarlo. Siempre había hecho lo que se esperaba de él y por eso había aceptado casarse con Salma, pero ni un solo momento de su vida había dejado de querer a Marinna.
Kassia le observaba esperando su respuesta y él hizo un esfuerzo por encontrar las palabras.
—No lo sé, Kassia, no sé quién ha sido, pero te juro que lo pagará.
Vieron a Marinna acercarse a ellos y Mohamed se estremeció.
—La quieres. —Kassia no estaba preguntándole sino afirmando lo obvio. No esperaba ninguna respuesta de él.
Kassia vio cómo ambos hacían un esfuerzo para no rendirse el uno en los brazos del otro, para no ofender a Igor, que les observaba.
—Tendremos que volver a empezar. Pero lo haremos y necesitaremos que nos ayudéis. Solos no podríamos —le dijo Marinna a Mohamed.
—Te prometo que La Huerta de la Esperanza volverá a ser lo que era… Aquí también está mi infancia y lo mejor de mi vida.
—Vamos —les dijo Kassia—, nos están mirando, no añadáis más sufrimiento, ya es bastante con lo que ha pasado.
Bien entrada la mañana, Dina logró convencerles para que fueran a su casa a descansar un rato. Estaban exhaustos y aceptaron. Mientras Dina, con la ayuda de su nieta Naima, les servía una taza de té aromático y unas rebanadas de pan con queso de cabra, Louis hizo un balance de los daños sufridos.
—La estructura de la casa no ha aguantado. Samuel la construyó a partir de un cobertizo que no era demasiado sólido. Tendremos que levantarla de nuevo. También el cobertizo de Moshe ha desaparecido, y el laboratorio… bueno, ahí cayó no sé si una rama o una de las teas…
Dina miró a Netanel, el viejo farmacéutico, y le pareció más viejo que el día anterior. Para él no había consuelo posible porque construir otro laboratorio llevaría tiempo y necesitarían dinero.
—Habrá que escribir a Samuel, tiene que regresar —dijo Dina.
—Sí, es lo que haremos. Además, tiene que saber lo que le ha sucedido a Ezequiel. —En el tono de voz de Louis se notaba el cansancio acumulado tras la lucha contra el fuego.
—Dina, Mohamed…, estamos en deuda con vosotros. Si no nos hubieseis ayudado… —Kassia rompió a llorar pero las lágrimas no le impidieron proseguir—. Tu hijo Wädi es un valiente, si no hubiera sido por él a estas horas Ezequiel estaría muerto… —añadió dirigiéndose a Mohamed.
Ezequiel salió del hospital al cabo de tres semanas, mientras que Wädi continuaba luchando por su vida. Los médicos aseguraban que ganaría la batalla pero a veces parecía que no lo lograría.
Ezequiel recordaba que había tropezado cuando corría hacia la puerta y se había golpeado en la cabeza, quedó tumbado en el suelo porque no veía nada y por más que gritaba nadie parecía escuchar su voz. Sólo Wädi cuando entró en la casa, que ardía ya por los cuatro costados.
Louis había contratado a una cuadrilla para que les ayudaran a construir una nueva casa. Trabajaban día y noche a destajo para tener un techo. Al final del verano ya habían levantado dos edificios en los que cabían todos. El laboratorio seguía en ruinas.
—Lo siento, Netanel, esperaremos a que venga Samuel; él decidirá lo que quiere hacer.
Mientras tanto, cientos de árabes palestinos sufrían y morían en enfrentamientos con los británicos.
El encuentro de Louis con Omar fue un fracaso. Louis siempre había tenido a Omar Salem por un hombre moderado a pesar de saber que simpatizaba con el muftí Husseini, pero en aquella ocasión no le dejó lugar a dudas.
—Resistiremos lo que haga falta hasta conseguir que los ingleses accedan a nuestras reivindicaciones. Tienen que parar la emigración de judíos.
—Lo que tiene que parar es la violencia contra los judíos —le respondió Louis.
Omar se encogió de hombros. No le gustaban aquellos ataques como el perpetrado contra La Huerta de la Esperanza, ni otro contra el cine Edison de Jerusalén unos días antes. Pero en aquel momento no le parecía oportuno mostrar su rechazo. Al menos no todavía. Era consciente de que lo más importante era que, a ojos de los ingleses, los árabes palestinos aparecieran unidos. Si algo les había restado fuerza era la división.
—Los británicos no se quedarán quietos —le advirtió Louis.
—¿Crees que no hemos visto las tropas que han desembarcado en Palestina? Pero no ganarán esta batalla con más hombres —le aseguró Omar.
—No, no sólo la ganarán con soldados. La ganarán con el apoyo de quienes creéis que son vuestros aliados.
Omar no comprendió el enigmático aviso de Louis hasta que en el mes de octubre de 1936 varios gobernantes árabes hicieron un llamamiento a sus «hermanos palestinos» para que desconvocaran la huelga general. ¿Cómo iban los árabes palestinos a no considerar la petición de los Saud de Arabia, del rey de Irak, de Abdullah de Transjordania, del emir del Yemen?
En realidad fue el Comité Árabe Supremo el que decidió atender la petición. Los árabes palestinos parecían estar dispuestos a continuar su sacrificio hasta donde fuera necesario, pero sus jefes optaron por aceptar el nuevo compromiso de Gran Bretaña de hacer justicia.
—Tienes que ir a hablar con Jeremías —le aconsejó Salma a su marido.
Pero Mohamed no se sentía capaz de presentarse en la cantera. Sabía que su puesto había sido ocupado por Moshe. Pero fue Jeremías quien resolvió el problema acercándose a la casa de Mohamed acompañado de Igor.
—¿Cuándo piensas regresar a la cantera? —le preguntó después de los saludos de cortesía.
Mohamed se quedó callado sin saber qué decir.
—La huelga ya ha terminado y en la cantera hay trabajo atrasado. Lo he hablado con Igor, y te necesitamos.
Dina y Salma miraron agradecidas a Jeremías. Más tarde Mohamed le confesaría su asombro a su madre por el gesto del judío.
—Son nuestros amigos pero se sienten en deuda contigo. Es tu hijo quien se ha llevado la peor parte. Ellos han perdido las casas y el huerto, tú en cambio estuviste a punto de perder a tu hijo —afirmó Dina.
—No me debían nada —le replicó Mohamed.
—Hay deudas que nunca terminan de pagarse, las cicatrices de Wädi por salvar a Ezequiel son una de esas deudas. Siempre se sentirán obligados contigo y con tus hijos —sentenció Dina.
Para entonces Wädi estaba ya casi recuperado; aunque las quemaduras habían dejado cicatrices profundas en su cuerpo, las peores eran las de la cara. Aquellas huellas le acompañarían el resto de su vida.
Ezequiel le seguía a todas partes. Wädi era su héroe, le debía la vida, y después de Miriam era la persona a la que el niño más quería, incluso más que a su hermana Dalida o a su padre. Samuel se había convertido en un recuerdo lejano.
Las cicatrices de Wädi le dolían a Mohamed. Le daban ganas de llorar cuando miraba el rostro de su hijo cubierto de líneas rojas hinchadas, y ya desde la misma noche del incendio había jurado que los culpables de aquella desgracia lo pagarían.
Mohamed aprovechó que su madre había invitado a su hermano Hassan y a su esposa Layla, además de al hijo de ambos, Jaled, para preguntar a su tío por los autores del incendio. Sabía que su tío conocía no sólo a la mayoría de los líderes insurgentes, sino que también estaba enterado de muchos de sus planes.
—Tío, tienes que decirme quiénes son los responsables de lo que le ha sucedido a Wädi.
—Bien sabes que siento lo ocurrido en La Huerta de la Esperanza, son vuestros amigos y también los nuestros. Nadie quería hacerles daño, fue una triste desgracia que la tea cayera sobre el laboratorio… Lo único que querían era quemar unos cuantos árboles pero sin hacer daño a nadie. —Hassan se sentía incómodo por la mirada de su sobrino.
—Mi hijo casi muere entre las llamas —insistió Mohamed.
—Wädi es un muchacho valiente y leal que se jugó la vida para salvar a Ezequiel, pero bien sabes que ninguno de los nuestros levantaría la mano contra nuestra familia. Todos saben que eres hijo de Ahmed Ziad, un héroe, un ejemplo para todos los jóvenes, también para mí.
—Mi esposo jamás habría participado en un acto así…, tirar una tea a una huerta… No, mi esposo no lo habría hecho, de manera que no te atrevas a insinuar, hermano mío, que Ahmed Ziad habría estado de acuerdo con semejante fechoría. —Dina se sentía ofendida por las palabras de su hermano.
—Vamos, Dina, ¡qué sabrás tú! Quienes tiraron la tea no tenían intención de causar ningún mal, era sólo una manera de luchar.
—¡Incendiando casas y huertos! —gritó Dina.
—Entonces ¿qué debemos hacer? ¿Acaso pretendes que nos dejemos arrinconar en nuestra propia tierra? Hermana, si no les plantamos cara nos despojarán de lo poco que tenemos —respondió Hassan.
—Quiero hablar con los que lo hicieron, ayúdame —volvió a pedir Mohamed a su tío.
—No lo haré, no puedo hacerlo, te conozco demasiado bien y querrás vengarte de lo que sólo fue un accidente desgraciado.
—¿Te parece que las cicatrices en el rostro de mi hijo son fruto de un accidente desgraciado? No, ésa no es mi manera de luchar. Hice la huelga jugándome un buen salario con el que mantener a mi familia. Comparto como el que más el deseo de que se marchen los británicos lo mismo que mi padre deseaba que se fueran los turcos. Sé cuál es mi bando, pero también sé cómo quiero luchar. Con tus hijos, con Jaled aquí presente y con Salah, que espero esté con Alá, combatimos a los turcos. Salah perdió la vida luchando como un soldado contra otros soldados. Morir así es un honor, pero jamás combatiré a mis enemigos atacando sus huertos por la noche ni poniendo en peligro a sus hijos. Ésa no será nunca mi manera de luchar.
—Mi primo tiene razón —Jaled, que había permanecido en silencio, se atrevió a llevar la contraria a su padre.
Hassan le miró airado. No podía permitir que le desautorizara aunque estuvieran en familia.
—Tu primo habla como un padre, no como un soldado. ¿Qué debía haber hecho yo cuando mataron a mi hijo primogénito? No he dejado de llorar ni un solo día a tu hermano Salah, lo mismo que tu madre, que a punto estuvo de enloquecer. Cuando os envié a combatir con los hijos del jerife sabía que os podía perder, la guerra es así.
—¿Acaso estamos en guerra? —preguntó Mohamed con amargura.
—¡No podemos permitir ni una colonia más de judíos! —estalló Hassan.
—¡Yo no participaré de acciones que vayan contra campesinos desarmados! ¡No lo haré! —gritó Mohamed.
—¿Desarmados? Bien sabes que tienen armas, ¿acaso no sabes que tu amigo Louis es de la Haganá? Ellos tienen su propio ejército, un ejército sin uniformes, sin cuarteles, pero un ejército al fin y al cabo.
Las mujeres escuchaban en silencio preocupadas por la violencia con que hablaban los hombres. Hassan se marchó sin decir a su sobrino quiénes eran los autores del ataque a La Huerta de la Esperanza.
Al día siguiente Jaled se hizo el encontradizo con su primo Mohamed. Uno y otro caminaron juntos un rato mientras fumaban un cigarro egipcio de los que Jeremías regalaba de cuando en cuando a Mohamed.
Jaled respetaba a su padre, pero se sentía obligado con Mohamed. Ambos habían combatido codo con codo en las filas de Faysal. Sabían lo que era ver morir y matar, pues a su alrededor habían caído algunos de sus compañeros de armas y ellos a su vez habían disparado a otros hombres arrebatándoles la vida.
—No lo sé a ciencia cierta, pero he escuchado que quienes quemaron La Huerta de la Esperanza son unos hermanos que viven cerca de Jerusalén, a unos dos kilómetros de la Puerta de Damasco. La casa está oculta por dos higueras. Son hombres fieles al muftí.
—Gracias, Jaled, estoy en deuda contigo.
—Mi padre te quiere bien pero no desea que haya enfrentamientos entre los árabes. Bastante costó que los notables se pusieran de acuerdo para la huelga general.
—Comprendo a tu padre. Él tiene sus razones y yo tengo las mías. Cuando miro el rostro de mi hijo la ira me supera.
—No puedo acompañarte, mi padre no me lo perdonaría.
—Y yo no te lo pediría. En la vida hay cosas que tiene que hacer uno mismo.
Mohamed no le dijo a nadie, ni siquiera a su esposa Salma, lo que pensaba hacer. Esperó a que llegara el viernes, y al caer la noche se dispuso a salir.
Dina y Salma le preguntaron adónde iba y él respondió que iba a reunirse con otros hombres.
Envuelto en las sombras de la noche y con un bidón de gasolina en la mano, caminó rodeando la vieja muralla encarándose con el viento del desierto que soplaba con fuerza aquella noche. Caminó unos cuantos kilómetros hasta llegar a la alquería de la que le había hablado Jaled. La casa estaba rodeada de olivos. Junto a ella en un corral, unas cuantas cabras rumiaban tranquilamente.
Con cuidado para no hacer ruido fue rociando con la gasolina los árboles. Luego se acercó a la casa e hizo evidente su presencia.
Un hombre mayor abrió la puerta y Mohamed pudo vislumbrar que en el interior había una mujer también mayor y dos jóvenes, uno de ellos no debía de tener más de dieciséis años, la edad de su hijo Wädi, el otro rozaría los veinte.
—Alabado sea Alá, ¿qué quieres? —le preguntó el hombre.
—Sal de tu casa con tu esposa y con tus hijos —le ordenó Mohamed.
—Pero ¿qué dices?, ¿por qué hemos de salir?
Los jóvenes se dirigieron hacia la puerta y en sus rostros pudo leer asombro y desafío.
—Salid si queréis vivir —y mientras lo decía encendió un amasijo de tela impregnado en gasolina que llevaba oculto entre la propia ropa y lo lanzó hacia los olivos. Como si de un relámpago se tratara, el cielo se iluminó intensamente durante unos segundos. Luego comenzó a arder.
La familia salió de la casa entre gritos y amenazas mientras los jóvenes se encaraban con Mohamed y el mayor intentaba derribarle. Pero no le dio tiempo a hacerlo porque Mohamed le colocó un cuchillo sobre la garganta al tiempo que tiraba de la vieja pistola que llevaba al cinto. El joven permaneció quieto pensando que estaba en manos de un demente.
—Debería matarte a ti y a tu hermano, pero no lo haré por respeto a mí mismo. Yo no mato a familias indefensas. Pero lo que hicisteis lo vais a pagar.
El anciano quiso agredirle con el bastón que llevaba en la mano, pero Mohamed le esquivó. La mujer gritaba y lloraba viendo cómo las llamas daban buena cuenta de la huerta y los olivos y cómo las cabras corrían despavoridas ante las lenguas de fuego que pugnaban por alcanzar el corral donde se encontraban.
—Os perdono la vida, pero si volvéis a cruzaros en la mía, lo lamentaréis.
Fue caminando hacia atrás para no darles la espalda mientras les apuntaba con la pistola. Por fin se fundió con las sombras de la noche y echó a correr mientras a lo lejos escuchaba los gritos de socorro.
De regreso a su casa se sintió en paz consigo mismo.
Omar Salem estaba furioso. Andaba de un lado a otro de su despacho mientras hablaba con Mohamed y Yusuf.
—Pero ¡cómo te has atrevido a atacar a una familia leal al muftí! ¿Es que pretendes que nos matemos entre nosotros?
Yusuf parecía preocupado pero Mohamed estaba tranquilo. No tenía miedo a Omar Salem, ni le impresionaban su riqueza y su poder. Cuando Omar terminó su reprimenda, Mohamed tomó la palabra.
—Yo no comparto la estrategia de atacar a gente indefensa. Si tenemos que pelear con los judíos, hagámoslo, enfrentémonos a ellos a cara descubierta, pero no quemando sus casas ni poniendo en peligro a sus hijos.
—Se trata de que no estén tranquilos, de que asuman que esta tierra no les pertenece… —empezó a decir Yusuf.
Pero Omar le cortó en seco henchido de rabia por las palabras de Mohamed.
—¡Te atreves a cuestionar las órdenes del muftí! ¡Tú! Tu padre se avergonzaría de ti.
Mohamed se puso tenso y miró fijamente a Omar Salem y en sus ojos había tanta ira que éste retrocedió.
—No nombres a mi padre para atribuirle comportamientos indignos. Él jamás habría estado de acuerdo con quemar granjas ni huertos. Si estuviera aquí, aplaudiría lo que he hecho.
—¡Cómo te atreves a creer que puedes impartir justicia! ¡Quién eres tú para hacerlo! —continuó Omar con la voz cargada de rabia.
—No imparto justicia, sólo intento vivir en paz conmigo mismo. Hay momentos en la vida en los que la única manera de salvarse a uno mismo es muriendo o matando; en esta ocasión lo que he salvado es mi honor, por eso vuestros amigos continúan vivos. Pero te aseguro que todas las mañanas, cuando miro el rostro de mi hijo Wädi, me arrepiento de haberles dejado vivir.
Mohamed no sólo pensaba en Wädi, también en Marinna. Aún temblaba al recordar su propia angustia cuando la creyó en medio de las llamas. ¿Cómo podía perdonar a los responsables que a punto estuvieron de arrebatarle a quienes más quería, su hijo mayor y Marinna?
Aquel día se quebró la confianza entre Omar y Mohamed. Omar supo que Mohamed siempre actuaría de acuerdo con su propia conciencia y que no acataría ninguna orden con la que no estuviera de acuerdo, y eso hacía que no se pudiera fiar de él totalmente.
Cuando más tarde Yusuf fue a ver a su cuñado, le expresó su preocupación por lo sucedido.
—Omar siempre te ha distinguido con su amistad —le dijo a modo de reproche.
—Soy yo el que le ha distinguido con la mía, ¿o acaso crees que él vale más que yo?
—No puedes oponerte al muftí.
—Me opondré a todo aquello que no comparta. Respeto al muftí, pero no le pertenezco.
Los dos cuñados discutieron un buen rato sin llegar a ningún acuerdo.
La policía británica se presentó en casa de Mohamed. Sospechaban que el incendio de la alquería cercana a Jerusalén tenía que ver con el sufrido por La Huerta de la Esperanza. Alguien había susurrado en algún oído complaciente que Mohamed Ziad tenía información sobre ambos sucesos. La policía se lo llevó para interrogarle, pero Mohamed se mostró terco al asegurar que no sabía de lo que le estaban hablando. Estuvo un par de días en las mazmorras y después le soltaron porque no tenían pruebas para retenerle.
Dina le plantó cara a su hijo.
—¿No hemos sufrido bastante? No tenías que…
Pero él no la dejó seguir.
—Madre, no he hecho nada de lo que tenga que arrepentirme, en todo caso deja que me arregle con mi conciencia.
—Tienes dos hijos y una esposa, piensa en ellos, Mohamed.
—Hay cosas que hago por ellos, otras por mí.
Salma no se atrevió a recriminar nada a su marido aunque temía por lo que pudiera suceder.
Fue en aquellos días cuando la vida de todos volvió a sufrir una convulsión por la llegada de Samuel. Fue Miriam la que le comentó a Dina que Samuel estaba a punto de llegar a Palestina y que lo haría acompañado por dos amigos de la infancia.
—Voy a pedir el divorcio, Dina, quiero que seas la primera en saberlo, sé lo mucho que aprecias a Samuel.
—¿Por qué no esperas a hablar con él? A lo mejor aún tiene arreglo…
—En estos años lo único que ha habido entre nosotros son unas cuantas cartas. Samuel se ha mostrado prolijo contándonos lo que sucede en Europa y apenas interesado por lo que acontece aquí. Él no deseaba tener hijos, fui yo la que quise tenerlos; de manera que aunque les quiere, no se siente especialmente vinculado a Dalida y a Ezequiel. Viene porque siente que debe hacerlo después de lo que le ha sucedido a Ezequiel, pero también porque, al igual que yo, quiere el divorcio. Estoy segura de ello.
Dina apreciaba sinceramente a Miriam, sentía por ella una gran afinidad a pesar de que era más joven.
«Samuel y yo estamos cerca de los setenta y Miriam apenas ha sobrepasado los cincuenta, pero es como si hubiera vivido mucho más. Tiene la mirada tan triste…», pensó Dina.
Samuel llegó poco después de que, a instancias del gobierno británico, el conde Peel hubiera puesto en marcha una comisión de investigación sobre la situación en Palestina.
—Los ingleses cuando no saben qué hacer encargan una comisión de investigación —se quejó Mohamed.
—¿Y qué se les ocurrirá esta vez? —preguntó Dina con aprensión.
Fue Mohamed quien anunció a su madre que Samuel ya estaba en Jerusalén.
—Me ha dicho Igor que Samuel se aloja en el King David y que tiene intención de venir a visitarnos. Quiere que conozcas a sus amigos. Y… bueno, debo decírtelo…, a Samuel le acompaña una mujer, una aristócrata rusa…
Dina siempre había sospechado que tras la ausencia de Samuel había otra mujer. Además, Miriam se lo había insinuado. Se preguntaba cómo debía actuar si Samuel se presentaba con otra mujer.
Pasaron un par de días sin que supiera nada más sobre Samuel. No se atrevía a presentarse en La Huerta de la Esperanza para preguntar por él porque ni Kassia ni nadie de la casa la habían visitado para anunciarle la llegada de Samuel. Podía imaginar que estarían todos alterados por la presencia de aquella mujer de la que le había hablado Mohamed.
Por fin, una tarde, vio llegar a Miriam con el rostro descompuesto por las lágrimas. Se miraron y Dina no supo qué decirle. La cogió de la mano y la invitó a sentarse.
—Samuel está aquí, llegó hace cuatro días. No se atrevió a venir a La Huerta de la Esperanza, así que le pidió a mi cuñado Yossi que nos lo dijera, quería saber si sería bien recibido, si yo le permitiría ver a los niños y si, además, querría hablar a solas con él.
»Puedes imaginar el enfado de Kassia. Se ha sentido muy dolida por la actitud de Samuel… No nos dijo nada pero se presentó en el King David y cuando encontró a Samuel con esa mujer, con Katia…, puedes imaginar su sorpresa… Yo… bueno, yo nunca le dije a nadie que sabía que en la vida de Samuel había otra mujer. Konstantin y Katia son muy especiales para él, crecieron juntos. El abuelo de Katia ayudó al padre de Samuel después de uno de los pogromos… En fin, él se siente muy unido a la familia Goldanski. Se volvieron a reencontrar en París y cuando les vi juntos la primera vez supe que entre Samuel y yo todo había terminado.
»Te dije que iba a pedir el divorcio, que era lo mejor para los dos, y sigo pensando lo mismo, pero duele, duele mucho.
Dina la escuchó sin interrumpirla. Sabía que Miriam necesitaba desahogarse y la había elegido a ella. Le apretó la mano para que supiera que contaba con ella. Miriam continuó hablando.
—Los niños estaban deseando ver a su padre, sobre todo Dalida, que ya tiene quince años y le echa de menos. Me ha preguntado tantas veces por qué no estamos todos juntos…
»Le dije a Yossi que le pidiera que viniera, que hablaríamos, que los niños no entenderían que su padre no regresara a casa y se alojara en un hotel. Pero Samuel se disculpó diciendo que no podía dejar solos a Konstantin y a Katia, que prefería que fuéramos todos al King David. Yo me negaba a ir al hotel, ¿por qué debería humillarme? Pero le pedí a Igor y a Marinna que fueran y llevaran a los niños. Kassia no ha querido volver y la pobre Ruth no tiene mucho ánimo para salir de casa, ya sabes que no se encuentra bien.
»Dalida volvió tan contenta por el reencuentro con su padre… Me contó lo guapa que está “la tía Katia” y me enseñó los regalos que le había traído a ella y a Ezequiel. Incluso me pidió que los invitáramos a La Huerta de la Esperanza aunque le preocupaba que no le gustara a Katia: “Ella no es como nosotras… ¡es tan delicada!, pero podemos arreglar un poco la casa con flores para que quede más bonita…”. Hice un esfuerzo por mostrarme indiferente y le pregunté por Gustav, el hijo de Konstantin y su esposa Vera. Dalida me dijo que Gustav no había venido porque está en un internado en Inglaterra, pero quien sí había venido era “la tía Vera” y que le había traído de regalo una blusa de seda.
»Esta mañana recibí una nota de Samuel; me pedía que nos reuniéramos y me explicaba que hasta que no nos viéramos en “terreno neutral” él no debía venir a La Huerta de la Esperanza. Te juro que pensé en decir que no, pero sé que Dalida no me perdonaría que no hablara con su padre, así que he contenido mi orgullo y he ido al King David. Samuel me esperaba en el bar y por un momento pensé que nada había cambiado entre nosotros. Me abrazó con tanta emoción que me puse a llorar.
»Pero no dio lugar a engaños. Me dijo que no volvería a Palestina, que su vida estaba en París aunque pasaba mucho tiempo en Londres “por los negocios”, y añadió que comprendía que mi vida estuviera aquí. “Tú no te sentías a gusto en París, no dejabas de decírmelo. Y lo comprendo, ¡eres tan palestina! Pero quizá los niños podrían pasar temporadas conmigo; a Katia no le importa, los quiere mucho.” Me dieron ganas de abofetearle, pero me contuve y le pregunté: “¿Katia?, ¿qué tiene que decir Katia sobre lo que hagan nuestros hijos?”. Samuel se puso tenso y me respondió: “Vamos, Miriam, seamos sinceros el uno con el otro, sabes lo importante que Katia es para mí. Pasamos mucho tiempo juntos… En realidad… bueno, también quería pedirte que consideraras el divorcio. Ya tengo muchos años y lo menos que le debo a Katia es que nuestra unión sea oficial. Ella es más joven que yo, tiene más o menos tu edad, y el día que me muera quiero que pueda llorar en mi tumba como viuda”.
—Pero ¡cómo se atreve a decirte eso! Esa mujer le ha envenenado, él no era así. —Dina había dejado estallar su indignación.
—Me sentí tan humillada… Le respondí que era yo quien deseaba divorciarme de él, que me preguntaba cómo podía haberle llegado a querer, que me arrepentía de tener unos hijos en común… No fui capaz de contenerme, de guardar la compostura… Samuel me escuchaba sin inmutarse, diciéndome que comprendía mi enfado, que debíamos haber tomado esta decisión hace mucho tiempo pero que la distancia lo había hecho difícil. Me confesó que el pasado invierno tuvo una neumonía y que temió por su vida. Katia le cuidó sin moverse de su lado y a él eso le conmovió. En fin, vamos a divorciarnos. Me ha pedido que le permita traer a Katia y a Konstantin a La Huerta de la Esperanza, quiere que todos conozcáis a sus amigos.
—¡Le dirías que no! —exclamó Dina indignada.
—Le dije que hiciera lo que creyera conveniente. No quiero que Dalida me reproche nada.
—¿Y qué habría de reprocharte? Tu hija no puede pretender que abras las puertas de tu casa a otra mujer.
—No es mi casa, Dina, es la casa de Samuel.
—Ya no es la casa de Samuel, la casa de Samuel ardió y esta casa la habéis levantado con vuestras manos y con las nuestras.
—La Huerta de la Esperanza siempre será su casa, ha sido y es su única casa, aunque él no lo sepa.
—¡No puedes recibir a esa mujer! —Dina estaba escandalizada.
—No voy a recibirla. Vendrá mañana por la tarde y yo me iré a la Ciudad Vieja a estar con mi hermana Judith. Vendrán Yasmin, Mijaíl, Jeremías, Anastasia, Netanel, Moshe y Eva y, por supuesto, Louis… Le he pedido a Kassia que les organice una fiesta de bienvenida a la que debéis asistir. Kassia se negaba pero al final la he convencido.
—¡No te comprendo!
—¡Si supieras cuánto me cuesta esto! Pero ya te digo que lo hago por Dalida. Mi hija quiere a su padre, como debe ser, y ahora él ha llegado como si de un rey se tratara…, con un traje, acicalado y del brazo de una condesa… Cuando conozcas a Katia comprenderás la fascinación que puede ejercer sobre cualquier adolescente. Es una mujer muy bella, tanto que parece irreal. Siempre perfectamente vestida, peinada, maquillada, permanece incólume aunque llueva, nieve, haga viento o calor. Es perfecta. Dalida intuye lo importante que es Katia para Samuel y por eso necesita ganarse el afecto de ella, cree que así se acerca más a su padre.
—¡Pues yo no quiero ver a esa Katia! —respondió Dina, cada vez más enfadada.
—Te pido que mañana vayas a La Huerta de la Esperanza. Samuel también está deseando ver a Mohamed y a Aya.
—Yo no iré, que vayan mis hijos, pero yo no lo haré. Iré contigo a ver a Judith.
No hubo manera de convencer a Dina, pero aun así no logró su propósito de no ver a Samuel. Había caído la tarde cuando Dina regresó de ver a Judith. Miriam se había quedado con su hermana a la espera de que regresaran Yasmin y Mijaíl. Estaba distraída y no se dio cuenta de que Samuel se acercaba hacia su casa. Le abrió la puerta y durante unos segundos se miraron sin decir palabra.
—Te he echado de menos —le dijo al saludarla.
—Después de casi siete años de ausencia creo que podías echarme de menos una tarde más —respondió Dina.
Samuel se quedó desconcertado. Si algo no esperaba era hostilidad por parte de Dina, a la que tenía por una verdadera amiga.
—¿Ha ido bien la fiesta? —preguntó Dina sin ocultar su malestar.
—No, no ha ido bien aunque todos hemos hecho como si fuera bien. Ruth no ha querido salir de su habitación porque se encuentra mal, apenas me ha dejado darle un beso y a Katia ni siquiera le ha tendido la mano. Kassia no disimula la antipatía que siente por Katia aunque no ha podido más que rendirse ante Konstantin, lo mismo que el resto de la casa. Sólo Moshe y Jeremías han demostrado algo de interés. En cuanto a Anastasia, ya la conoces, es imposible saber qué piensa. A Netanel le he encontrado muy viejo, rendido por la vida. Igor está como siempre, igual de serio. A Salma no la recordaba tan bella y Mohamed se ha mostrado con una exquisita formalidad. En realidad sólo Dalida parecía contenta, porque Ezequiel apenas nos ha prestado atención. Tu nieto Wädi es todo un hombre, lo mismo que Ben, el hijo de Marinna, y que Rami, el hijo de Aya. Han crecido mucho los tres. Y Naima y Noor están tan mayores como Dalida. Viéndoles me doy cuenta del paso del tiempo.
Se quedaron en silencio sin saber qué decirse. Dina le ofreció una taza de té.
—Si es posible, prefiero un zumo de granada —le pidió Samuel.
Le sirvió un vaso sin apenas mirarle a la cara.
—¿Qué te pasa, Dina? He venido a agradecerte lo que Wädi hizo por mi hijo Ezequiel. Se lo he dicho a Salma y a Mohamed. Es una suerte tener un hijo tan valiente y tan cabal. Debéis de estar muy orgullosos de él.
—Lo estamos —respondió secamente Dina.
—La vida es muy complicada… Siento que estés enfadada conmigo… Me hubiera gustado que las cosas fueran diferentes, pero… en fin, comprendo que te sientas solidaria con Miriam.
Dina no sabía qué responderle. Se sentía incómoda. Luego le miró a los ojos para encontrar en ellos algún rastro del hombre que había sido amigo suyo y de su marido durante tantos años.
—No te estás portando bien. Dejar a tu mujer y a tus hijos… ¿Qué clase de hombre hace eso, Samuel?
—Nunca he pretendido ser mejor de lo que soy, pero sí sé que cometí un error casándome con Miriam, ella no merece sufrir por mí. A ti no puedo engañarte, sabes que nunca estuve enamorado de ella; la quería, sí, y éramos felices, pero no sentía un gran amor.
—Pero si lo sabías y te casaste, asumiste una responsabilidad. ¿Crees que el no estar enamorado hace que tu culpa sea menor? Dime, Samuel, ¿era necesario que trajeras a esa mujer?
—Quería que Konstantin y Katia conocieran Palestina. No sabes lo que está pasando en Europa, Hitler está convirtiendo en un infierno la vida de los judíos alemanes. Los que pueden intentan salir de Alemania. Konstantin y yo hacemos cuanto podemos ante las autoridades británicas para que permitan llegar a Palestina a los judíos que así lo deseen. Aquí pueden encontrar un hogar.
—Es mi tierra, Samuel, y también la de mis antepasados, y la de mis hijos y mis nietos. No pueden venir todos los judíos del mundo.
—Podemos vivir juntos, Dina, como lo hemos hecho hasta ahora. Si supieras lo que hace Hitler en muchos lugares… Obliga a los judíos a llevar cosida en la solapa una estrella de David. Les están arrebatando sus comercios, les expulsan de las universidades, confiscan sus bienes, les han despojado de su condición de ciudadanos…
—Siento que esté sucediendo todo esto. No comprendo lo que pretende ese Hitler… —Dina se quedó en silencio.
Escucharon pasos tenues en la entrada de la casa y unos golpes suaves sobre la puerta. Fue Samuel quien abrió dando paso a Katia.
Dina se sorprendió al ver a aquella mujer, le pareció que se había escapado de un cuadro, tan irreal parecía.
—Dina, quiero presentarte a Katia.
Las dos mujeres se miraron. Dina con aprensión, Katia con indiferencia disimulada en una amplia sonrisa.
—¡He oído hablar tanto de usted! Es de la única mujer de la que siento celos de tanto afecto que le profesa Samuel.
—¿Quiere un zumo de granada? —le ofreció Dina, que no sabía qué decir.
—Me encantaría, Samuel me ha hablado de su famoso zumo de granada, lo echa de menos.
La conversación transcurrió sobre banalidades. Dina no estaba dispuesta a rendirse y una vez recuperada de la impresión que le había producido aquella mujer irreal, le respondió con la misma indiferencia que mostraba Katia. Entre las dos lograron que Samuel se sintiera incómodo y quisiera dar por terminada la visita.
—Debemos regresar al hotel antes de que se haga demasiado tarde. Volveré a verte antes de marcharme —le prometió Samuel a Dina.
Más tarde, Salma confesaría a su suegra los pormenores de la reunión en La Huerta de la Esperanza.
—Konstantin y Vera han sido muy amables, se han interesado por cada uno de nosotros, pero su hermana parecía incómoda, supongo que para el tipo de personas con las que trata nosotros debemos de ser gente vulgar —dijo Salma.
—No me extraña que Samuel no haya regresado, esa Katia no habría podido vivir aquí. Sería incapaz de doblar el espinazo para agacharse a recoger patatas, ni tampoco sería capaz de ordeñar las cabras. —Dina sonrió imaginándose a Katia en semejantes menesteres.
—Samuel está muy pendiente de ella, se le ve… —Salma se calló, no quería resultar indiscreta.
—Se le ve enamorado, ¿no es así?
Salma asintió azorada. Samuel miraba a Katia con la misma intensidad con que Mohamed y Marinna se miraban cuando creían que nadie les observaba. Sintió una punzada de envidia y de dolor por no ser amada de la misma manera.
—Dalida estaba muy contenta pero Ezequiel ha estado más retraído. De repente ha preguntado cuándo iba a regresar su madre y Samuel se ha sentido incómodo. Kassia le ha dicho que se fuera a jugar, que Miriam había tenido que ir a ver a Judith. Ezequiel ha insistido en que quería que regresara su madre y Daniel. «Es mi hermano mayor», les ha dicho a Katia y a Konstantin. Menos mal que Vera, la esposa de Konstantin, ha sabido cambiar la conversación.
—¿Cómo es esa Vera?
—Una mujer muy agradable, no es bella como Katia pero también es una gran señora. Ha estado muy cariñosa con los hijos de Miriam y ha felicitado a Wädi por ser tan valiente y salvar a Ezequiel. Creo que el pequeño es consciente de que algo no va bien entre sus padres. Vera ha invitado a Dalida y a Ezequiel a ir a Londres. Dalida se ha mostrado entusiasmada, pero Ezequiel ha preguntado si podía ir con su madre. Katia le ha mirado enfadada, pero Vera ha sonreído y le ha dicho que podía ir con quien quisiera.
—Samuel no tendría que haber traído a esa mujer —afirmó Dina, cada vez más indignada.
—Mohamed se ha visto en la obligación de invitarles a que nos visiten, pero creo que Samuel no quiere repetir una reunión como la de hoy y ha optado por ser él quien invite a cenar a todos los hombres mañana en el King David.
—¡Mi hijo no debería haberles invitado! Me alegro de que Samuel haya tenido la decencia de rechazar la invitación.
—Pero ha venido a verte. Se sintió muy desilusionado cuando vio que no estabas en La Huerta de la Esperanza.
—¿Y qué esperaba? Sí, ha venido a verme, pero ya no es el Samuel que se marchó de aquí. Esa mujer le ha cambiado.
—No le eches la culpa a ella —dijo Salma, aunque se arrepintió de inmediato.
—¿Y quién la tiene? —preguntó Dina enfadada.
—No se puede culpar a nadie por querer a otra persona distinta a la que debería querer. Samuel quiere a Katia, tú lo has dicho, ¿y tiene que ser condenado por eso? Yo lo siento por Miriam, no lo merece, pero puede que ella siempre haya sabido que de Samuel no recibiría más de lo que ha recibido.
Dina no quiso seguir con la conversación. Se daba cuenta de que su nuera hablaba de sí misma.
Mohamed estaba nervioso y le preguntó varias veces a su madre y a su esposa si se había vestido adecuadamente. Nunca había traspasado la puerta del hotel King David donde el mismísimo rey Abdullah se alojaba cuando estaba en Jerusalén.
El hotel se había inaugurado unos años atrás y en sus salones se reunían los hombres más poderosos de esa parte del mundo, incluidos los miembros de la familia real de Egipto, y por supuesto las grandes familias jerosolimitanas.
Louis se acercó a su casa y se burló de Mohamed al verle vestido de manera tan formal.
—Vamos a cenar con Samuel, no con la reina de Inglaterra —le dijo.
—¿Tú aún no te has vestido? —le preguntó Dina, extrañada de que Louis vistiera como siempre, apenas un poco más formal de lo que iba a diario.
Llegaron puntuales, aunque cuando lo hicieron Hassan y Jaled ya estaban en el restaurante hablando con Samuel y Konstantin. Netanel, Moshe e Igor llegaron a continuación acompañados por Jeremías. Unos minutos después entraron Mijaíl y Yossi.
Mohamed no podía por menos que mirar de reojo a aquellos camareros que se cubrían la cabeza con un fez rojo y tenían modales principescos.
—Os agradezco que hayáis aceptado mi invitación. He pasado tanto tiempo fuera… Las cosas han cambiado, ¿no? Tenéis mucho que contarme.
El último en llegar fue Yusuf. Mohamed admiró la naturalidad con que su cuñado se comportaba en aquel ambiente de lujo.
Yusuf saludó a algunos hombres que se encontraban en el comedor, un libanés acompañado por una mujer europea, un grupo de sirios con aspecto de conspiradores, incluso departió unos segundos con Ragheb al-Nashashibi, uno de los prohombres de la ciudad.
—¿Los Nashashibi continúan enfrentados con los Husseini? —preguntó Samuel.
—Todos hemos estado unidos en la huelga general —respondió Yusuf intentando no comprometerse.
—O sea que ahora vuelve a haber disensiones entre ellos —concluyó Samuel.
Tanto Yusuf como Mohamed y su tío Hassan tuvieron que contestar a las muchas preguntas de Konstantin Goldanski. Aquel ruso parecía insaciable en su afán por comprender Palestina. Mohamed observaba que Louis apenas participaba y prefería escuchar lo que decían unos y otros. «Debe de ser verdad que está muy implicado con la Haganá», pensó. Louis siempre iba y venía sin decir adónde, aunque desde que Samuel decidió quedarse en París había asumido la responsabilidad de La Huerta de la Esperanza y se hacía respetar por todos los que vivían allí.
—Conozco al conde Peel —estaba diciendo Konstantin—, es un hombre ponderado, espero que las conclusiones de la comisión que preside logren acabar con los enfrentamientos.
—O puede agudizarlos más —sugirió Hassan.
—No termino de comprender por qué árabes y judíos no pueden llegar a un acuerdo —preguntó Konstantin.
—Sí, sí se puede, pero con condiciones. Han llegado muchos judíos, más de los que nunca pudimos imaginar. Compran nuestras tierras y van desplazando a nuestros campesinos. Lo único que queremos es que Inglaterra entierre la Declaración Balfour. ¿Qué derechos tienen los británicos sobre Palestina? Luchamos con ellos en la Gran Guerra a cambio de unas promesas que no han cumplido. Engañaron al jerife Husayn y a sus hijos, a Faysal, y también abandonaron a Alí a su suerte, aunque de momento aceptan que Abdullah gobierne Transjordania porque les conviene —resumió Hassan.
—Yo luché codo con codo con los británicos lo mismo que mi cuñado Mohamed y su primo Jaled. Lo hicimos por una gran patria árabe, y en esa patria cabían los judíos. El jerife no se oponía a que tuvierais un hogar entre nosotros, tampoco Faysal, pero había condiciones, y esas condiciones los británicos las han incumplido. ¿Por qué debemos nosotros entregar nuestra tierra? —Yusuf hablaba por sí mismo, pero sus interlocutores no olvidaban que trabajaba para un jerosolimitano poderoso como Omar Salem.
—Y tú, Louis, ¿qué opinas de lo que está pasando? —le preguntó Hassan.
Los hombres miraron a Louis expectantes. Le sabían muy bien relacionado con los jefes de los judíos y que de entre todos ellos era leal a Ben Gurion.
—Árabes y judíos tenemos que compartir Palestina, y cuanto antes unos y otros lo asumamos, mejor —sentenció Louis.
—¿Y por qué debemos compartirla? —insistió Hassan.
—Porque ambos estamos aquí.
—Nosotros estábamos aquí antes de que llegarais huyendo de vuestros zares.
—¿Estabais? ¿Desde cuándo? Ésta es la tierra de Judá, donde se asentaron los cananeos, también fue de los egipcios, sin olvidarnos de los filisteos, pasaron los macedonios, los romanos, los bizantinos, los persas, los árabes, abasíes, fatimíes, los cruzados, los otomanos…, y ahora están los británicos. Los judíos somos polvo de esta tierra y no te discuto que tú también lo seas. —Durante unos segundos las palabras de Louis les sumieron en el silencio.
—Podéis quedaros siempre y cuando aceptéis formar parte de un Estado árabe. Ése era el trato —dijo Yusuf mirando fijamente a Louis.
—Vosotros tenéis vuestros tratos con los británicos y nosotros los nuestros. Pero ambos deberíamos aprender la lección de que los británicos prometerán en función de sus intereses, de manera que inclinarán la balanza en favor de unos u otros según les convenga. Palestina será lo que nosotros y vosotros decidamos que sea —respondió Louis.
—No me gusta oír hablar de «nosotros» y «vosotros». Cuando éramos jóvenes creímos que era posible un mundo donde todos seríamos iguales. —En las palabras de Samuel había un deje de tristeza.
Esta vez fue Moshe quien tomó la palabra. Se le notaba incómodo, fuera de lugar, era el único que no se sentía entre amigos.
—Los sueños de la juventud se estrellan contra la realidad de la vida cotidiana. Lo escribió Maiakovski refiriéndose al amor, pero lo mismo sirve para todo lo demás.
—La realidad será lo que seamos capaces de construir —respondió Samuel.
—La realidad la vamos conformando los hombres, hombres distintos, con intereses, creencias y sueños diferentes. Los judíos creímos que la Revolución de Octubre nos traería un tiempo nuevo en que dejaríamos de ser ciudadanos de segunda. Luchamos con otros hombres creyendo que compartíamos el mismo sueño, pero una vez que terminó la batalla fuimos comprobando que el sueño era diferente. Ésa es la realidad y no la de nuestros sueños —afirmó Moshe.
—Entonces ¿qué es lo que propones para Palestina? —preguntó Konstantin.
—No tengo la solución, sólo sé que lo que quieren los árabes choca con lo que queremos nosotros, y que habrá un día en que pelearemos por lo que cada uno quiere. —Las palabras de Moshe parecían una premonición.
—Parece que te complace el enfrentamiento —le cortó Mohamed.
—Tú has estado en el campo de batalla, yo también. Los dos sabemos lo que es ver morir a hombres a nuestro lado mientras pensábamos que podíamos ser el siguiente en caer. No me complace la violencia, pero es inevitable. El zar nunca habría cedido ni un ápice de su poder, se lo tuvimos que arrebatar a la fuerza. Vosotros luchasteis contra los turcos para construir una nación árabe. Ellos nunca os habrían cedido ni un palmo de tierra. Y ahora nos encontramos aquí árabes y judíos ocupando el mismo solar. Nosotros empeñados en recuperarlo porque fue el hogar de nuestros antepasados, aquí se hunden nuestras raíces, aquí está nuestra razón de ser. Vosotros no queréis compartirlo porque lleváis siglos asentados en esta tierra… Quién sabe a quién rezaban tus antepasados… Hay hombres que cuando pelean es a muerte, vuestro muftí es de esa clase de hombres. —Moshe les miró expectante.
—Y por lo que se ve, tú también —le respondió Hassan.
Fue Konstantin quien cambió de tema con una pregunta banal.
Cuando Mohamed se despidió de Samuel, éste le abrazó largo rato.
—Te iré a visitar. Tenemos que hablar.
Mohamed asintió. Sentía afecto sincero y respeto por Samuel. Había sido amigo de su padre y él asumía la carga de esa amistad, aunque muchas veces no comprendiera a aquel hombre que ahora le parecía diferente, con aquella ropa elegante en aquel lujoso hotel donde le aguardaba una mujer que de tan bella y distinguida cortaba el aliento. Aunque se dijo que su belleza delicada no podía compararse con la de Marinna, que poseía una elegancia natural y parecía una princesa incluso cuando se inclinaba con la azada sobre la tierra. Por un momento envidió a Samuel por atreverse a hacer lo que él nunca se atrevería, vivir con la mujer de la que estaba enamorado. No, él no sería capaz de abandonar a Salma, a Wädi y a Naima. Su sentido del honor se lo impedía. Su padre no le habría perdonado una infamia así. Pero no por eso dejaba de soñar con Marinna.
Dina estaba de malhumor. Mohamed le había anunciado que al caer la tarde les visitaría Samuel.
—Pero vendrá solo, ¿no? Esa condesa rusa aquí no es bienvenida —le dijo su madre.
—Es nuestro amigo y debemos recibirle con quien quiera que venga —respondió él.
Para alivio de Dina, Samuel se presentó solo. Se notaba que aquella visita no tenía más objetivo que hablar a solas con Mohamed, así que Dina y Salma les dejaron solos.
—No sé cómo agradecerte lo que tu hijo Wädi hizo por Ezequiel. Si mi hijo está vivo es gracias al valor del tuyo. Estamos en deuda contigo. Me gustaría que Wädi viniera con Ezequiel a estudiar a Inglaterra. Hay excelentes internados donde aprenderán cuanto se les antoje. Es una oportunidad para ambos.
—Te agradezco el ofrecimiento pero no quiero separarme de Wädi.
—¡Vamos, Mohamed! ¿Sabes cuántos hijos de las viejas familias de Jerusalén se educan en Inglaterra? Tienes a los británicos por enemigos, no te discutiré que tenéis razones para no confiar en ellos, pero al menos no le quites a tu hijo la oportunidad de una buena educación. Tú mismo te educaste en una escuela británica, en St. George.
—No quiero enviar a mi hijo a la patria de mis enemigos. ¿Es que no comprendes lo que nos están haciendo los ingleses?
—No son peores con los árabes que con los judíos —respondió Samuel.
—No me debes nada, Samuel.
—Le debo a tu hijo la vida del mío.
Mohamed guardó silencio, incómodo con la deriva que había tomado la conversación.
—Bien, no insistiré, pero si un día cambias de opinión, sólo tienes que escribirme y decírmelo.
—¿Ezequiel y Dalida irán contigo a Londres?
—Es lo que deseo, y espero convencer a Miriam para que me permita tener cerca a mis hijos. Pero hablemos de otras cosas. La otra noche me preocupé al escuchar a tu cuñado Yusuf.
—Ésta ya no es la Palestina que conociste, Samuel. Cada día que pasa se ahonda más la brecha entre árabes y judíos. Si supieras los reproches que hemos recibido por habernos visto contigo en el King David. Uno de mis mejores amigos casi me acusa de traición.
Ahora fue Samuel el que guardó silencio. Pareció dudar antes de hablar.
—No quiero engañarte, Mohamed. Tanto Konstantin como yo estamos implicados en la ayuda a los judíos que intentan dejar Alemania. Colaboramos con la Agencia Judía y, a través de ésta, con los jefes de aquí.
—Tú no eras sionista.
—Y no lo soy, no tengo apego a ninguna patria. ¿Cuál es la mía? ¿Aquella aldea polaca donde nací? ¿Acaso Rusia, la patria de mi padre? ¿Quizá Francia, la patria de mi madre? ¿O Palestina porque soy judío? No, no me interesan las patrias, los hombres se matan por ellas.
—Pero ayudas a los de tu raza a hacer de Palestina su patria.
—Les ayudo a vivir.
—No, no sólo es eso. Si colaboras con la Agencia Judía entonces pretendes lo mismo que ellos, hacer de Palestina la patria de los judíos, y para eso necesitáis arrebatárnosla a nosotros.
—¿Así ves las cosas?
—Así son.
—Conoces mi historia, Mohamed. Sabes que mi madre y mis hermanos fueron asesinados durante un pogromo y que yo mismo tuve que huir de San Petersburgo después de que asesinaran a mi padre. Vine aquí porque mi padre soñaba con que algún día vendríamos juntos, no a buscar una patria.
—Sí, puede que los primeros judíos rusos que llegasteis huyendo de vuestro zar no tuvierais otra intención que la de vivir aquí en paz, pero ahora queréis quedaros con nuestra tierra.
—No es ésa mi intención, Mohamed.
—Puede que no lo sea, pero ayudas a quienes lo pretenden.
No tenían mucho más que decirse, de modo que cada uno se enfrascó en sus propios pensamientos mientras encendían un cigarrillo. Fue Samuel el primero en hablar.
—Quiero pedirte un favor.
Mohamed asintió con un gesto, invitándole a hablar.
—Si al final el enfrentamiento es inevitable…, si las cosas van mal…, prométeme que protegerás a mis hijos en caso de que Miriam no les permita venir conmigo.
—Nunca alzaría la mano contra La Huerta de la Esperanza —respondió Mohamed, ofendido.
—Lo sé, como sé por Louis que castigaste a quienes quemaron nuestra casa, los olivos, el laboratorio…
—¡Qué sabrá Louis! Lo que yo hago es cosa mía.
—Si el enfrentamiento va a más, ¿protegerás a mis hijos? —insistió Samuel.
—Mi padre no me perdonaría lo contrario.
—Sí el Paraíso existe, allí estará mi buen amigo Ahmed, el mejor hombre de cuantos he conocido.
Aún no se había marchado Samuel de Jerusalén cuando llegó la noticia de las conclusiones del informe Peel. La recomendación del aristócrata británico era dividir Palestina en dos: en una parte vivirían los judíos y en otra los árabes; cada cual se gobernaría como considerara oportuno y Jerusalén quedaría bajo el control del imperio británico.
Omar Salem convocó una reunión en su casa.
—¡Nunca aceptaremos la partición de nuestra tierra! —exclamó uno de sus invitados.
—Cometimos un error no prestando atención al conde Peel. Los sionistas bien que le cultivaron mientras nosotros le ignorábamos —comentó Yusuf para escándalo de quienes le escuchaban.
—¿De verdad crees que habría cambiado algo? ¿Qué más podíamos decir? Los británicos y su comisionado saben bien cuáles son nuestras reivindicaciones: que no permitan que continúen llegando miles de judíos que pretenden quedarse con nuestra tierra. ¿Cuántas veces habremos de repetirlo? Naturalmente, también queremos que los británicos se marchen. —Mientras le respondía, Omar Salem miraba a Yusuf con recelo.
—No sólo hay que tener razón sino que hay que saber defenderla, y los sionistas han procurado convencer al conde Peel de sus razones. Mientras nuestros líderes no mostraban ningún interés por la comisión, los judíos procuraban hacerse valer —insistió Yusuf.
—Quizá deberíamos considerar la propuesta, parece que más del setenta por ciento de la tierra quedaría en nuestras manos y la restante en las de los judíos. Si presionáramos más podríamos aumentar la diferencia —apuntó otro de los invitados, un hombre de cierta edad.
—¡No podemos ni considerar la propuesta! ¿Por qué habríamos de abandonar nuestra tierra aunque sólo fuera una fanega? Además, el conde Peel quiere que los judíos se queden con la mejor tajada. Las tierras que dan al mar, Galilea, el valle de Jezreel, ¿a nosotros qué nos queda?, ¿los confines del desierto? —respondió Omar, escandalizado.
—Sí, llevaríamos la peor parte, Cisjordania, el Neguev, el valle de Aravá, Gaza… Y lo peor es que pretenden unir esas tierras a Transjordania, de manera que dejaríamos de ser un problema convirtiéndonos en leales súbditos de Abdullah —afirmó Hassan con enfado.
—No se puede reprochar al emir Abdullah que vea con buenos ojos la propuesta de los británicos, al fin y al cabo su familia luchó por una gran nación árabe —apuntó Yusuf.
—¡Ah! ¡Tú siempre defendiendo a Abdullah! Sí, ayudamos a los ingleses en su lucha contra los turcos creyendo que nos permitirían construir nuestra nación, y mira lo que les han dejado a la familia de los hachemitas, migajas; Transjordania es la limosna que le han dado a Abdullah —respondió Hassan.
—Yusuf, deberías decidir si tu corazón está con Abdullah o con Palestina —dijo uno de los invitados, y sus palabras parecían contener una amenaza.
Todos los hombres miraron a Yusuf esperando su respuesta.
—No voy a responderte. Todos me conocéis y sabéis que he derramado mi sangre en el campo de batalla. Sí, siempre he sido leal a la familia hachemita, lo fui a Husayn como guardián de La Meca, luché junto a sus hijos, Faysal y con Abdullah. Yo sé quiénes son mis enemigos, los británicos, no Abdullah.
—No peleemos entre nosotros —terció Omar—. Me ha contado un amigo que a los jefes sionistas tampoco les agrada la solución del conde Peel. Ellos quieren Palestina entera. De manera que en algo estamos de acuerdo.
—Pero lo aceptarán, a regañadientes, pero lo aceptarán —afirmó Mohamed sorprendiendo a los invitados de Omar.
—Pero ¡qué dices! No, no aceptarán —aseguró su tío Hassan.
—Protestarán, se harán los ofendidos, dirán que no pueden renunciar a Jerusalén, pero aceptarán. Lo harán porque es más de lo que tienen, más de lo que podían esperar. No son estúpidos. Yusuf tiene razón —concluyó Mohamed.
Discutieron un buen rato preocupados por que Inglaterra pudiera imponer la partición de Palestina. Omar se mostró tajante:
—El muftí jamás lo aceptará, tampoco los notables palestinos se dejarán engañar.
Luego le hizo un encargo a Mohamed:
—Ya que tienes tan buenas relaciones con tus vecinos judíos, deberías hablar con ellos para saber qué piensan sus jefes al respecto. Puede que tu tío Hassan tenga razón y ellos también rechacen la partición. No me extrañaría, son demasiado ambiciosos para conformarse con apenas un tercio de Palestina.
No es que Omar Salem no tuviera otros medios de saber qué se decía entre la comunidad judía, pero a él le gustaba recopilar información de todas partes. Desde que apoyara las reivindicaciones del jerife Husayn había comprendido que no se podía derrotar al adversario sin saber antes lo que piensa. Yusuf sabía que Omar tenía una extensa red de informantes en Palestina, Transjordania, Siria e incluso en Irak. Y la recopilación de sus informaciones las ponía a disposición de los hombres más leales al muftí, aquellos que al igual que él no tenían dudas sobre el objetivo final: expulsar a los británicos y hacer de Palestina un país libre.
Esta vez fue Mohamed quien se acercó a La Huerta de la Esperanza en busca de Louis. Había dudado en acudir a Samuel, pero se decidió por hablar con Louis. Sabía que en más de una ocasión había habido roces entre los judíos de Palestina y sus jefes en el exterior, y le había escuchado decir a Louis que los judíos palestinos no dejarían que su futuro lo decidieran los jefes de la Agencia Judía en Londres o en Zurich, sino que lo decidirían ellos, allí, en Palestina. Así pensaba Ben Gurion, y Louis no dejaba de ser un discípulo leal de aquel hombre con aspecto rudo y malhumorado que, sin embargo, ejercía una autoridad natural sobre todos aquellos judíos que como él habían ido llegando desde los confines del extinto imperio de los zares.
Louis no pareció extrañarse al verle llegar a la hora del ocaso. Se sentaron bajo una parra a fumar uno de aquellos cigarros egipcios que tanto gustaban a ambos.
—¿Aceptaréis el informe Peel? —le preguntó directamente.
Mientras daba una larga calada al cigarro, Louis parecía estar buscando una respuesta. Se encogió de hombros.
—No es mucho lo que nos ofrece, un veinte por ciento de tierra y muchos inconvenientes. Se supone que los judíos que ahora viven en lo que sería vuestra zona serían trasladados a nuestro veinte por ciento y, por el contrario, los árabes que viven en la nuestra a su vez tendrían que abandonar sus casas para instalarse en vuestro más del setenta por ciento de tierra. No creo que esa solución satisfaga a nadie. En cuanto a Jerusalén, ¿podemos renunciar a ella?
—Entonces ¿qué haréis? —insistió impaciente Mohamed.
—¿Y vosotros? ¿Qué haréis vosotros? ¿Qué dice Omar Salem y vuestros amigos? —preguntó a su vez Louis.
—Creo que conoces la respuesta.
—Sí, la conozco. El informe Peel lo consideráis un insulto y por tanto inaceptable, de modo que vuestra negativa será rotunda y sin matices, y sin embargo… —Louis se quedó en silencio mientras dejaba vagar la mirada.
—¿Quiénes son los ingleses para dividir nuestra tierra y decirnos dónde podemos vivir y dónde no? ¿Crees que lo podemos aceptar? —En la voz de Mohamed había ira contenida además de un profundo hastío.
—Palestina está bajo Mandato británico nos guste o no, y por tanto son ellos quienes por ahora tienen la sartén por el mango. El conde Peel ha adoptado una solución casi salomónica, digo casi porque la división no es mitad para unos y mitad para otros, sino que vosotros os lleváis la mayor parte. Verás, Mohamed, hace dos mil años que Roma nos dejó sin patria convirtiendo a los judíos en unos parias. Hasta ahora. El movimiento sionista lo único que persigue es que por fin tengamos un lugar donde vivir. Ese lugar no puede ser otro que la tierra de nuestros antepasados. Puede que ese veinte por ciento de tierra que nos ofrecen sea lo más que vayamos a conseguir nunca. Poca, pero nuestra. De ahí el dilema.
—Y Ben Gurion ¿qué piensa?
—¡Ah, Ben Gurion! Tan soñador y tan práctico…
Mohamed no necesitó preguntar más. Ya tenía la respuesta. A los judíos no les gustaba la idea de la partición, pero en última instancia podrían aceptarla. Les contó a Yusuf y a Omar Salem su conversación con Louis. Omar le instó a que también hablara con Samuel.
—Me dijiste que Samuel conoce al conde Peel y que ayuda a la Agencia Judía y está bien relacionado con el gobierno británico, no estará de más saber lo que piensa.
Yusuf sabía que Mohamed no se sentía cómodo con Samuel. Los dos cuñados habían hablado del cambio que se había producido en Samuel. No quedaban rastros del hombre que vareaba los olivos para recoger sus frutos y ayudaba a Kassia a cultivar tomates o pasaba horas en el laboratorio junto al viejo Netanel. Mohamed recordaba que tiempo atrás un día le preguntó cómo era que siendo él el dueño de La Huerta de la Esperanza se dejaba mandar por todos los que vivían allí. La respuesta de Samuel llegó entre carcajadas: «No soy el dueño de nada, La Huerta de la Esperanza pertenece a todos los que vivimos aquí. Y para que lo sepas, Kassia sabe más que yo de cualquier cosa, lo mismo que Jacob o Ariel. En cuanto a Netanel, de él aprendo todos los días; yo sólo soy químico, pero él es algo más, sabe hacer milagros con las plantas medicinales». Mohamed se preguntó cuánto quedaría de aquel hombre en el Samuel elegante y circunspecto que había aparecido del brazo de aquella condesa cuya belleza abrumaba a cuantos la miraban.
Dina no ocultaba su antipatía por Katia; incluso la siempre prudente Salma, la esposa de Mohamed, también se había atrevido a mostrar su disgusto por la presencia de aquella aristócrata que las miraba con aires de superioridad, o eso pensaban ellas. Pero Mohamed no compartía sus prejuicios y comprendía que Samuel se hubiese enamorado de Katia por más que él apreciara sinceramente a Miriam.
De esto hablaba con Yusuf camino del hotel King David donde les esperaba Samuel. Cuando llegaron le encontraron paseando impaciente por la terraza desde la que se divisaba la Ciudad Vieja. A aquella hora de la tarde el sol empezaba a ocultarse y había adquirido un tono rojizo que parecía incendiar las vetustas piedras. En cuanto les vio, Samuel se dirigió hacia ellos con paso decidido.
—Pero ¡cómo es posible que el muftí y sus hombres sean los invitados favoritos del cónsul alemán! —les dijo sin siquiera saludarles.
Mohamed miró a Yusuf desconcertado. No sabía a qué se refería Samuel pero estaba seguro de que su cuñado tendría una respuesta.
Yusuf carraspeó y buscó con la mirada dónde encontrar un lugar a resguardo de oídos ajenos. Samuel lo captó y les llevó a un rincón de la terraza donde en aquel momento no había nadie.
—¿Y por qué no hemos de tener buenas relaciones con los representantes del gobierno alemán? —preguntó Yusuf a Samuel.
—¿Es que no sabes que el canciller Hitler ha desatado una campaña contra los judíos? Os quejáis de que están llegando cientos de judíos alemanes huyendo de su país. Pues bien, no vienen en busca de la Tierra Prometida, sino que vienen huyendo. Huyen porque en Alemania les están arrebatando todos sus bienes y ser judío les relega a no ser considerados ciudadanos. ¿Qué es lo que pretende el muftí haciendo alardes de su amistad con el cónsul de Alemania?
—No tenemos ningún contencioso con Alemania —respondió Yusuf— y sí lo tenemos con Gran Bretaña. Los británicos nos han engañado en unas cuantas ocasiones. ¿Hace falta que te detalle lo que estamos sufriendo los árabes en Palestina? ¿Por qué crees que los judíos podéis elegir a vuestros amigos en función de vuestros intereses y nosotros no?
—¡Cómo puedes hablar así! ¿Acaso los británicos son más complacientes con nosotros? Pero Hitler…, ese hombre está poseído por el mal… —sentenció Samuel.
Mohamed cortó la discusión preguntando directamente a Samuel por el informe Peel, para luego añadir que Omar Salem estaba interesado en su respuesta.
—Eres igual que tu padre, honrado siempre. Louis me ha dicho que has hablado con él y que le preguntaste lo mismo sin ocultarle el interés de Omar Salem.
Samuel tampoco se andaba con rodeos ni le gustaban las medias verdades.
—El Plan Peel no es lo que esperaban los líderes de aquí y no les gusta, pero discuten si la partición es mejor que nada. A los dirigentes de la Agencia Judía la propuesta les parece aceptable; Weizmann cree que es más de lo que nunca podremos obtener los judíos y nos conmina a aceptar la partición.
—De manera que estáis dispuestos a echarnos de nuestra propia tierra… —En la voz de Mohamed había decepción.
—¿Echar? ¡Ya hemos hablado de esto! ¿Es que no podemos compartir esta tierra en paz? Peel propone en su informe que nos asentemos en un veinte por ciento, ni una fanega más. Para los árabes el setenta por ciento restante, además de Transjordania, donde ya reina Abdullah. No se nos puede ofrecer menos.
—Hablas como si tuvierais derechos. —Yusuf no ocultaba su irritación.
—¿Es mejor que sigamos peleando? Todos los días hay un ataque, una escaramuza, un kibutz quemado… Eso sólo conducirá a que árabes y judíos se sientan como enemigos.
—Ya lo somos, Samuel, ya lo somos por más que tú no quieras verlo. ¿De qué otro modo podríamos considerar a quienes nos arrinconan en nuestra propia casa? ¿Acaso es un amigo aquel al que le abres la puerta de tu casa y, una vez dentro, te quiere expulsar?
—Y la respuesta es atacar a los asentamientos agrícolas sin importaros que allí haya mujeres y niños…
Se cansaron pronto de aquel intercambio de reproches, de manera que la discusión no se prolongó más.
—¿Cuánto tiempo te quedarás? —preguntó Mohamed al despedirse.
—No demasiado, aunque aún tengo cosas que hacer aquí. Konstantin está más implicado que yo con la Agencia Judía y me insiste en que le acompañe a las reuniones con nuestros líderes en Palestina. ¿Sabes?, no son fáciles de tratar. Son tan intransigentes como vosotros, aunque acaso un poco más realistas. En cualquier caso, no están dispuestos a que nadie les diga lo que deben hacer, incluso cuestionan algunas de las manifestaciones de Weizmann, parecen olvidarse de lo mucho que debemos a ese hombre. Weizmann es realista y sobre todo conciliador. Ben Gurion es menos flexible. Te aseguro que me agotan tantas reuniones. Quiero regresar a Londres, llevamos demasiado tiempo en Palestina y no te oculto que Katia desea volver a casa. No le resulta fácil la vida de aquí. Además, no hace falta que te diga que no ha sido bien acogida. Si Miriam no se empecinara en impedir a Dalida y a Ezequiel venir a Londres…
Mohamed nunca pudo olvidar el 26 de septiembre de 1937. Y no porque Lewis Andrews, comisionado británico en Galilea, hubiese sido asesinado por un grupo de patriotas árabes palestinos, sino porque aquel día Dina apareció muerta.
Hacía un buen rato que se había puesto el sol cuando Salma, preocupada porque su suegra aún no hubiese salido de su cuarto, se atrevió a llamar a la puerta. Wädi y Naima se habían marchado a la escuela y el silencio de la casa le resultaba abrumador. Golpeó suavemente la puerta con los nudillos sin obtener respuesta. Pensando en que Dina podía sentirse enferma, se atrevió a penetrar en la penumbra en la que estaba envuelta la habitación. Dina estaba en la cama, inmóvil, con los ojos cerrados. La llamó pero no obtuvo ninguna respuesta. Salma se sentó en el lecho y le cogió una mano, y al notar su frialdad y la rigidez de los dedos comprendió que estaba muerta. Se quedó inmóvil sin saber qué hacer, sin fuerzas para llorar y aún menos para gritar. Estaba conmocionada y permaneció un rato sentada en la cama con la mano fría de Dina entre las suyas. Luego le acarició el rostro y el cabello mientras con voz suave murmuraba lo mucho que la quería, lo que agradecía que la hubiera tratado como a una hija y no como a una nuera. Cuando recuperó las fuerzas se dirigió en busca de Kassia. La encontró en el huerto, con la espalda rendida ante unas raíces que pugnaban por aflorar.
—Kassia, Dina ha muerto. ¿Podrías enviar a alguien a avisar a Mohamed?
Kassia se incorporó desconcertada. ¿Qué había dicho Salma sobre Dina?
Salma se lo repitió mientras abrazaba a Kassia, que rompió a llorar.
La ayudó a llegar a la casa en la que Ruth estaba cosiendo sentada junto a la ventana. Aquella casa no era muy diferente de la que en su día habían levantado con sus propias manos. Una casa sencilla, sin nada que no fuera estrictamente necesario.
Ruth las miró alarmada. Enferma como estaba, hacía tiempo que apenas se movía. Sufría del corazón y Kassia no le permitía que hiciera ningún trabajo que requiriera esfuerzo, de manera que solía coser la ropa de los de la casa además de ayudar en la cocina.
Era tal la conmoción de Kassia que fue Ruth quien se acercó al cobertizo donde el viejo Netanel dormitaba. Él mismo acudió a la cantera y le dio a Mohamed la mala noticia de que su madre había muerto mientras dormía.
De aquellos días Mohamed sólo recordaba el dolor por la pérdida de su madre. Salma la había amortajado con la ayuda de Naima y todos cuantos la habían conocido la lloraron. Pero de todos los que acudieron a expresar sus condolencias, fue Samuel el más apreciado por Mohamed, quien le agradeció sin palabras que hubiera acudido sin Katia. La condesa habría estado fuera de lugar, y no sólo eso, a Dina no le habría gustado tenerla en su entierro.
Samuel rompió a llorar delante de todos. Con la pérdida de Dina se iba parte de su propia vida, de su propio ser. Mohamed pensaba que si a alguien había querido en su vida Samuel, además de a su familia perdida en Rusia, era a Ahmed y a Dina. A él mismo le había sorprendido, sobre todo en los años de su infancia, aquella amistad libre y sincera que habían mantenido Samuel y Dina. Su padre, el buen Ahmed, nunca había puesto cortapisas a que su esposa se relacionara con aquel extranjero como si se tratara de un pariente. Así que para Mohamed y Aya, Samuel había adquirido el mismo rango que el de Hassan, el hermano de Dina.
Mohamed estaba preocupado por su hermana. Tras la muerte de su madre, Aya se había sumido en la desesperación. Se reprochaba y reprochaba a su esposo Yusuf no haber estado junto a ella en los últimos días de su vida.
—¡Si no nos hubiéramos ido a Deir Yassin! —sollozaba abrazada a Marinna, que no encontraba palabras para consolarla.
Omar Salem y otros notables jerosolimitanos honraron a la familia asistiendo a las exequias de Dina.
—Siento tu pérdida. Pero debes sobreponerte, vivimos tiempos difíciles. Los británicos han reaccionado como perros rabiosos por la muerte de su comisionado en Galilea. Los enfrentamientos se suceden por toda Palestina y todos los hombres debemos estar dispuestos para luchar. El muftí se ha refugiado en la Mezquita de la Roca pero no estará allí por mucho tiempo, hemos preparado su huida al Líbano y puede que desde allí vaya a Bagdad.
—¿Era necesario matar a ese hombre? —quiso saber Mohamed, y su pregunta pareció escandalizar a Omar Salem.
—¡¿Y tú me lo preguntas?! Estamos en guerra, Mohamed; no es una guerra en campo abierto, pero es una guerra, y en las guerras se mata y se muere. ¿No fuiste tú quien dijo que a veces la única manera de salvarse a uno mismo es muriendo o matando? Pues tenías razón y eso es lo que haremos: matar y morir para salvarnos como pueblo.
—También están muriendo árabes y no sólo a manos de los británicos. Cualquiera que es considerado sospechoso de no secundar la revuelta contra los ingleses o de relacionarse con judíos sabe que debe andar con cuidado para no perder la vida. —Mohamed miró desafiante a Omar.
Wädi interrumpió la conversación entre su padre y Omar Salem. Mohamed se sintió reconfortado con la cercanía de su hijo, que a pesar de ser un adolescente poseía una serenidad y un dominio de sí mismo que para sí lo hubieran querido hombres de más edad.
Era la hora de la despedida definitiva de Dina. Los hombres se aprestaban a llevar el ataúd y las mujeres aguardarían en la casa hasta que ellos depositaran el cuerpo de Dina en las entrañas de la tierra.
—Bien, antes de irnos quisiera decirte una cosa más —dijo Omar poniendo una mano sobre el brazo de Mohamed.
—Tú dirás.
—Deberías ser más prudente en tus relaciones con tus vecinos judíos. Tienes que entender que en las circunstancias actuales no es prudente tratar con esa gente… Debemos ser cautos, también hay traidores entre nosotros.
—Tú conoces a Samuel y a Louis… Sabes que trabajo en la cantera de Jeremías y que Igor es el capataz… Yossi ha sido nuestro médico como antes lo fue su padre, el bueno de Abraham… Y Kassia era como una hermana para mi madre como lo es Marinna para mi hermana. Ruth es una buena mujer…
—¡Calla! No hace falta que me recuerdes quiénes son tus amigos, pero tanta intimidad…, no creo que puedas seguir así mucho tiempo… Algún día tendrás que acabar con esta relación.
—¿Acabar? ¿Por qué he de hacerlo? —Mohamed se había puesto tenso y a duras penas controlaba la rabia que le habían provocado las palabras de Omar. Estaba íntimamente furioso porque además le trataba como si tuviese algún poder sobre él.
—Británicos, judíos… son los enemigos, Mohamed. O ellos o nosotros. ¿Es que no lo ves? ¿Acaso te complaces en la ceguera? Yo también he tenido entre mis conocidos a algunos judíos, hombres con los que he pasado buenos ratos de conversación y con los que he hecho algún negocio, a algunos les tengo aprecio, pero ahora no se trata de lo que yo siento o de cómo han sido las cosas en el pasado. La cuestión es que los judíos, con la ayuda de los británicos, quieren apoderarse de nuestra patria y eso les convierte en nuestros enemigos. Se trata de ellos o nosotros, por tanto no cabe ninguna ambigüedad. Y ahora enterremos a tu madre y que Alá la tenga en el Paraíso porque era una buena mujer.
Jeremías le había ofrecido a Mohamed que se tomara un par de días libres para arreglar sus asuntos. En realidad, Mohamed no tenía nada especial que hacer salvo recordar a su madre. Le resultaba insoportable no encontrarla con las primeras luces del día, preparando el té y disponiendo los alimentos con los que comenzar la jornada. La casa parecía haber muerto con Dina.
Con la ayuda de su hija Naima, Salma guardaba la ropa de Dina y apartaba algunas piezas para distribuir entre los más allegados. Su velo favorito había sido para Kassia; sus pulseras de plata para Aya. Precisamente había sido Aya quien había insistido a su cuñada Salma que se quedara con un par de sortijas que su madre lucía en las fiestas familiares. También Naima y Noor habían obtenido recuerdos de su abuela. Y para Mohamed, el Corán que su madre guardaba como una reliquia porque lo había recibido de manos de su padre cuando se casó.
Le costó regresar a la cotidianidad de la cantera y de la vida familiar. Aunque Salma se mostraba pendiente de él y hacía lo imposible por hacerle la vida agradable, no lograba que su compañía fuera suficiente para que no se sintiera solo. La veía moverse por la casa siempre diligente y ella, al saberse observada, le dirigía una tenue sonrisa. No tenía ninguna queja de Salma, era una esposa leal y una madre abnegada que además conservaba casi intacta su belleza. Mohamed pensaba que no merecía el amor de Salma por no ser feliz con su sola presencia. Cualquier otro hombre habría dado gracias a Alá por la suerte de tener una esposa como ella. Incluso Igor. Intentó desechar el pensamiento, molesto consigo mismo. Lo cierto era que en más de una ocasión había sorprendido a Igor mirando disimuladamente a Salma. No es que la mirara con impertinencia ni lascivia, pero sí con interés, como si viera en ella algo que los demás eran incapaces de ver. Y en las contadas ocasiones en las que ahora compartían algún rato con los habitantes de La Huerta de la Esperanza, Mohamed había observado que Igor se mostraba especialmente amable con su esposa, dirigiéndose a ella con mucha deferencia, atento a si comía o si tenía el vaso lleno de zumo de granada. Salma no parecía ser consciente de estas atenciones. Y aunque a Mohamed la amabilidad de Igor para con Salma le incomodaba, no podía reprocharle nada puesto que siempre se mostraba atento, sí, pero respetuoso también. ¿Sería posible que Igor le envidiara por Salma? No, no podía ser habida cuenta de que estaba casado con Marinna, y para Mohamed no había mujer en el mundo que estuviera a su altura. Por Marinna sentía un amor rotundo que le producía una difusa sensación de ahogo fruto de la ansiedad. Sabía que ella sentía lo mismo, se lo decía con la mirada. Suspiró queriendo desprenderse de esas fantasías que aumentaban su melancolía.
Su apatía desesperaba a su cuñado Yusuf.
—No puedes seguir así. ¿Te das cuenta de lo que está pasando?
—Lo sé, los ingleses han enviado más hombres y los nuestros mueren en los enfrentamientos —respondió Mohamed sin muchas ganas.
—Además han instaurado la pena de muerte para todos aquellos que lleven armas —añadió Yusuf.
—¿Y te sorprende? Están dispuestos a quedarse nos guste o no —replicó Mohamed.
—Los judíos continúan armándose.
—También ellos tienen unos cuantos agravios con los ingleses, y en lo que respecta a nosotros, hasta ahora lo único que hacen es defenderse de nuestros ataques. La Haganá se dedica a proteger a los colonos de los kibutz pero no han atacado ninguna aldea árabe.
—De eso ya se encargan los ingleses, que han aprobado una ley por la cual pueden demoler las casas de los sospechosos de participar en la revuelta. ¿Sabes cuántos árabes se han quedado ya sin su hogar? —Las palabras de Yusuf rezumaban rabia.
—¿Sabes lo que me preocupa, Yusuf? Que no tengamos un jefe que dirija la rebelión y que algunos de los nuestros juzguen y condenen a otros hombres por considerar que no apoyan lo suficiente la rebelión. Árabes matando a árabes…
—Se juzga a los traidores, ¿acaso no debe ser así? Y ya que hablamos de esto, no pretendo ofenderte, pero a Omar Salem le cuesta convencer a alguno de sus amigos de que eres de los nuestros. No entienden tu relación con tus vecinos ni que continúes trabajando en la cantera. —Yusuf sintió alivio por haberse atrevido a expresar su preocupación a su cuñado.
—Muchos de los que me critican no movieron un dedo cuando luchamos contra los turcos. Puedes decirle a Omar que diga a sus amigos que mataré a cualquiera que me tache de traidor. Pero también defenderé mi derecho a elegir a mis amigos y a discrepar de algunas de las acciones de los nuestros.
—No eres prudente, Mohamed, piensa en tu familia, tienes mujer e hijos, y una hermana, y sobrinos… Tu tío Hassan da la cara por ti en todas las reuniones y no creas que le resulta fácil. El otro día tu primo Jaled tuvo una pelea con un hombre que cuestionó tu lealtad.
—Supongo que cualquier día de éstos recibiré la visita de algún cobarde que se refugiará en la sombra de la noche para atacar mi casa. A Ragheb al-Nashashibi, cuya familia es de las más importantes de Palestina, le han ametrallado su casa. Ni él, que es un patriota, se ha librado de la ira de los exaltados.
—Ha dejado de apoyar al muftí —justificó Yusuf.
—¿Es que sólo son patriotas quienes están de acuerdo con el muftí? Que yo sepa, al principio los Nashashibi apoyaron la rebelión, pero no les gustan los métodos del muftí y a mí tampoco.
—Por eso no llevas la kufiya…
—Prefiero el fez.
—Que es lo que llevan los seguidores de los Nashashibi…
Mohamed solía zanjar aquellas discusiones recordándole a Yusuf que el emir Abdullah no había mostrado demasiadas reticencias a la partición de Palestina tal y como había propuesto la Comisión Peel. A Yusuf le dolía que algunos árabes presentaran a Abdullah como un lacayo de los británicos. No es que compartiera la política del emir, pero comprendía que no tenía muchas opciones para mantenerse al frente de Transjordania. El emir sabía que sin el apoyo británico se quedaría sin reino, de manera que jugaba sus propias cartas. De los sueños de su padre, el jerife Husayn, sólo quedaba aquel pedazo de tierra convertido en improvisado reino. Los británicos tenían tropas establecidas en Transjordania y regaban anualmente las arcas del reino.
—Abdullah no puede enfrentarse abiertamente a los británicos —adujo Yusuf en defensa del emir.
—Él defiende sus propios intereses y hay que aceptar que esos intereses no tienen por qué coincidir con los nuestros —respondió Mohamed.
—Luchamos con los hachemitas por una gran nación árabe, tú mismo formaste parte de las tropas de Faysal —replicó Yusuf.
—Sí, y sin pretenderlo abrimos la puerta a los británicos.
Un viernes, al regresar de los rezos en la Mezquita de la Roca, Mohamed encontró en su casa a Igor hablando despreocupadamente con Salma. Wädi y Naima estaban con ellos, lo mismo que Ezequiel y Ben, pero aun así le molestó que Igor se hubiera atrevido a entrar en su casa sabiéndole ausente.
—He venido a buscar a Ben y a Ezequiel, Marinna se estaba impacientando porque no venían a casa. Y cuando Ben y Ezequiel desaparecen sólo hay un sitio donde podemos encontrarles, aquí —respondió Igor con una sonrisa un tanto impostada al tiempo que se despedía cogiendo de la mano a su hijo.
Mohamed miró a Salma pero en el rostro de su mujer no vio nada diferente a la dulzura.
—¿De qué estabais hablando? —preguntó Mohamed a Salma.
—De nada en concreto, de las travesuras de los niños. Parece que Ezequiel está especialmente nervioso desde que sabe que su hermana Dalida se irá con Samuel y no deja de llamar la atención haciendo travesuras. Igor me ha contado que Ezequiel se ha escapado en un par de ocasiones de la escuela y que Miriam no sabe qué hacer con él.
Leyó en los ojos de Salma algo parecido a la curiosidad, como si se hubiera dado cuenta de su incomodidad, y eso, lejos de preocuparla, la llenara de satisfacción.
—No es correcto que se presente solo sabiendo que no estoy —dijo Mohamed.
Salma le miró sorprendida y se mordió el labio intentando contener la respuesta; luego, buscando las palabras apropiadas, contestó:
—Son tus amigos, Mohamed, y hasta ahora siempre habían sido bien recibidos en esta casa, pero si te incomoda procuraré evitarles.
—No se trata de eso…, pero no está bien que venga solo.
—Es la primera vez que viene solo, pero si regresara no debes preocuparte, no le recibiré. —Salma se lo dijo sosteniéndole la mirada y Mohamed pareció quedarse tranquilo.
—Omar Salem tiene razón, las relaciones entre árabes y judíos cada vez serán más difíciles.
Salma no dijo nada.
Samuel fue a visitar a Mohamed una tarde lluviosa de noviembre. Hacía un par de días que Jerusalén se había visto sacudida por atentados perpetrados por un grupo de sionistas ultranacionalistas llamado Irgún.
—Vengo a despedirme, regreso a Inglaterra. Siento lo que ha sucedido en Jerusalén…
—¿Lo sientes? ¿No eras tú quien se escandalizaba porque los árabes atacan colonias judías además de combatir a los ingleses? Pues ya ves, tus amigos se dedican a tirar bombas en los cafés donde hombres pacíficos y desarmados charlan de sus cosas.
—¿Y tú crees que yo lo apruebo? Sólo puedo decirte que ni Ben Gurion ni la Agencia Judía están de acuerdo con esas atrocidades… Entre nosotros también hay extremistas que me resultan tan repugnantes como los vuestros. ¿Sabes?, ayer me presentaron a Judah Magnes, el rector de la Universidad Hebrea; si hay un hombre con el que estoy de acuerdo ése es Magnes. Él defiende un solo país de árabes y judíos con un Parlamento bicameral… Todos juntos, sí, eso es lo que siempre he defendido.
—Me parece que eso ya es imposible. Quienes pensáis así habéis perdido. Además, permíteme dudar que Ben Gurion y la Agencia Judía estén realmente en desacuerdo con vuestros terroristas. ¿Por qué habríamos de creerle?
Fumaron en silencio. Mohamed sabía que a Samuel le preocupaba algo más que la situación política, pero esperó a que fuera él quien hablase.
—En momentos como éstos echo de menos a tu madre. Ella siempre sabía aconsejarme con respecto a Mijaíl. No consigo entenderme con él. Pensaba que su matrimonio con Yasmin le dulcificaría el carácter, pero no ha sido así.
—Mijaíl te quiere —acertó a decir Mohamed, incómodo por aquella confesión tan íntima de Samuel.
—Eso decía tu madre… ¿Sabes?, no sé si volveré… Me resulta insoportable la ausencia de tantos amigos, de Ahmed, de Ariel, de Jacob, de Abraham, y ahora de tu madre, mi buena Dina… Tu madre ha sido una persona muy importante en mi vida, una amiga leal y sincera en la que siempre pude confiar. Es la única mujer que me ha regañado como si fuera un niño… Aunque estuviera lejos, Dina era uno de los pilares de mi vida.
Mohamed escuchó en silencio la confesión de Samuel. No hacía falta que le dijera con palabras lo que él sabía, pero comprendía la necesidad de Samuel de expresar el cariño infinito que había sentido por Dina. Él también necesitaba contarlo, pero ¿a quién? Se sentía solo y así estaría el resto de su vida, porque ésa es la tristeza que conlleva la orfandad. El padre es el techo, la madre el suelo, y cuando ambos desaparecen uno siente que también ha iniciado la cuenta atrás y que ya no tiene sujeción alguna, quedando suspendido en el aire.
Se despidieron en la intimidad de la huerta, entre los olivos, allí donde a Ahmed le gustaba sentarse con Samuel a fumar un cigarro en sus días jóvenes, y que ahora se había convertido en el refugio de Mohamed. Con el abrazo dejaron escapar un sollozo como si ambos supieran que aquella despedida era la definitiva.»