11. La tragedia

Habían permanecido unos segundos en silencio cada uno perdido en sus propios pensamientos. Comenzaba a ser habitual que necesitaran ese breve momento para volver a la realidad.

—Creo que es suficiente por hoy. —La voz de Ezequiel evidenciaba cansancio.

—Tiene razón, yo… bueno, creo que estoy abusando de su amabilidad.

—No se preocupe, creo que esta larga conversación nos beneficia a los dos.

—¿Nos beneficia? No se me habría ocurrido decirlo así…

—Piénselo y verá que tengo razón. ¿Le parece que mañana demos un paseo por la Ciudad Vieja?

—Si usted quiere…

—¿Cuándo se marcha? Supongo que su organización no le permitirá quedarse aquí por mucho tiempo.

—Somos prudentes con el tiempo y el dinero, pero tampoco nadie nos pone trabas a cómo debemos hacer el trabajo.

—De manera que aún dispone de tiempo.

Marian se encogió de hombros. Desde que había llegado a Jerusalén sentía que el tiempo se le escapaba entre los dedos, pero eso no suponía un problema, al menos en aquel momento.

—¿Por qué quiere que paseemos por Jerusalén?

—Porque lo que quiero contarle lo comprenderá mejor si estamos en el escenario de los hechos. ¿Le parece bien a las diez, delante de la puerta del Santo Sepulcro?

Asintió extrañada pero dispuesta a dejarse llevar por una situación que le parecía que había dejado de controlar.

—Allí estaré.

Cuando llegó al hotel telefoneó a Bruselas. Michel, el director ejecutivo de Refugiados, no parecía de buen humor.

—¡Aleluya, estás viva! —le soltó su jefe con acidez.

—Claro que estoy viva, ¿a qué viene esa tontería? —respondió ella poniéndose en guardia.

—Llevamos tres días sin saber de ti, ¿crees que estás de vacaciones?

—Vamos, Michel, no te pongas así, he estado ocupada. Las cosas aquí no son fáciles. No puedo hacer un informe exhaustivo si no hablo con la gente.

—Llevas una semana en Israel, ¿aún necesitas más? Ese país se puede recorrer en un día.

—No es tan sencillo… bueno, la primera parte sí lo ha sido. Los palestinos han colaborado pero los israelíes no nos tienen demasiado aprecio, desconfían.

—Ya, bueno, ¿y qué?

—Que además de las entrevistas oficiales con ministros y diputados, me parece imprescindible hablar con los israelíes de a pie, y eso es lo que estoy haciendo.

—Si no te conociera pensaría que estás viviendo una aventura amorosa, aunque ¿quién sabe?…, eso suele pasar cuando uno va a hacer un «trabajo de campo».

—Habla por ti —respondió molesta.

—Bien, ¿cuándo regresas?

—No lo sé, quizá en tres o cuatro días…

—¿No serán pocos? —respondió él con sorna.

—Puede que sí, ya te llamaré.

—Dos días, ni uno más. O te acostumbras a trabajar de otra manera o no volveré a enviarte a ninguna parte. En Ruanda estuviste dos meses, en Sudán uno, en…

—¡Por favor!

—Marian, se trata sólo de un trabajo, nada más. Hazlo lo mejor que puedas sin implicarte, no estás allí para arreglar el conflicto. Quiero tu informe encima de mi mesa exactamente el lunes por la mañana. —Marian no tuvo tiempo a replicar porque Michel colgó el teléfono.

Había varios grupos de turistas intentando entrar en el Santo Sepulcro. La guía del grupo norteamericano pedía que no se separasen. Un sacerdote guiaba a uno de españoles muy numeroso. Varias mujeres con aspecto recatado, que Marian supuso que eran monjas, parecían extasiadas mientras aguardaban su turno para entrar en la iglesia.

Ella observaba impaciente a la espera de la llegada de Ezequiel. Había madrugado y llevaba un buen rato deambulando por la Ciudad Vieja. A primera hora había logrado subir hasta la Roca Sagrada donde se encuentra la mezquita de Omar. Luego había contemplado el ir y venir de los judíos acercándose al Muro de las Lamentaciones.

Mientras se dirigía hacia el Santo Sepulcro se entretuvo mirando las abigarradas tiendas donde se amontonaban las baratijas para los turistas.

Ezequiel llegó a las diez en punto. Ella se sorprendió al sentirle a su lado.

—No le he visto llegar.

—Lo sé. Estaba usted muy pensativa y yo diría que preocupada.

—Observaba a la gente —respondió ella.

Él no insistió y le puso la mano en el brazo invitándola a caminar.

—Daremos un paseo por la ciudad antes de regresar aquí. Supongo que conoce el Santo Sepulcro por dentro.

—Sí, y no deja de sorprenderme la devoción de quienes acuden por primera vez.

—¿Puedo preguntarle si cree en Dios?

Marian le miró molesta. ¿Por qué le hacía esa pregunta? ¿Cómo se atrevía a intentar hurgar en su intimidad?

—No me conteste, no hace falta —dijo Ezequiel notando su incomodidad.

—¿Y usted?, ¿en qué cree usted? —preguntó ella, y en su tono de voz se traslucía cierto desafío.

—Quiero creer. Necesito creer. Pero no sé si creo.

A Marian le impresionó la respuesta. Ella sentía como él y eso le inquietó.

—¿Por qué quería que nos viéramos aquí? —preguntó para poner punto final a aquel tema de conversación.

—Porque, como le dije ayer, podrá entender mejor lo que voy a contarle si paseamos por alguno de los escenarios donde tuvieron lugar algunos acontecimientos.

Ezequiel caminaba despacio, de manera que Marian acompasó sus pasos a los del anciano y se dispuso a escuchar.

—Sitúese en 1920 —le pidió.

—De acuerdo.

«Samuel pasaba muchas horas en el laboratorio junto a Netanel. Ambos disfrutaban elaborando medicamentos e investigando el efecto de algunas fórmulas magistrales de su invención. Aun así no se sustraían a sus obligaciones en el campo. Kassia administraba con mano firme La Huerta de la Esperanza y recordaba a todos sus miembros sus obligaciones para con la comunidad, que consistían en trabajar la tierra, ayudar en las labores domésticas y no gastar ni una sola moneda sin haber debatido previamente su necesidad.

Netanel, que se había integrado a golpe de silencios en La Huerta de la Esperanza, parecía más animado a compartir palabras y recuerdos con Ruth y Kassia, aquellas dos mujeres que habían perdido a sus maridos.

Marinna e Igor parecían vivir en armonía, aunque ni a Samuel ni al resto de la casa se les escapaba que ambos jóvenes se trataban más como si fueran dos camaradas que como dos enamorados. Después de tantos acontecimientos desgraciados en aquella comunidad parecía haberse instalado una cierta calma, sobre todo desde que Louis regresara de su exilio egipcio. Había aparecido sin previo aviso y todos se alegraron de tenerle de nuevo entre ellos.

Louis se mostró escueto en sus explicaciones de cómo había pasado aquel tiempo en El Cairo. Ninguno de sus amigos le insistió para que dijera una palabra de más. Estaban acostumbrados a que había aspectos de su vida que él no compartía con nadie, ni siquiera con ellos.

—Me conformo con que las cosas sigan como hasta ahora —le confesó Samuel a Netanel.

El anciano boticario le escuchaba siempre con afecto y atención.

—Deberías buscar una esposa —se atrevió a sugerirle.

—¿Una esposa? Ya no tengo edad para casarme. Además, ¿quién querría venir a vivir aquí? La Huerta de la Esperanza no es una casa, es lo más parecido a un kibutz.

—Te recuerdo que algunas de nuestras mujeres son comunistas, otras socialistas, y las que no lo son nunca han dejado de trabajar y sacrificarse. La Huerta de la Esperanza es un buen lugar para vivir —replicó Netanel mientras miraba de reojo a Daniel, el hijo de Miriam.

Netanel era lo bastante viejo para que no le hubiera pasado inadvertido que Samuel y Miriam buscaban excusas para estar el uno junto al otro, pero ninguno de los dos se permitía dar ningún paso por temor a ser rechazado. Además estaba Daniel y por nada del mundo Miriam querría que su hijo pudiera reprocharle que no guardara luto eterno por su padre, aunque Netanel pensaba que al chico bien le vendría un padre y que, puestos a tener uno, al único que aceptaría sería a Samuel, pero no se atrevió a decirlo.

—Soy demasiado viejo para casarme.

—¿No te gustaría tener hijos?

—No lo sé, la vida no me ha brindado la ocasión siquiera de pensarlo, aunque… sí, seguramente me hubiera gustado tener hijos.

—Aún estás a tiempo.

—Vamos, vamos… hablemos de cosas serias. Estoy preocupado, esta tarde iré a hablar con Mohamed. Debemos evitar los enfrentamientos entre árabes y judíos. No somos enemigos, ¿por qué ahora lo vamos a ser? —La pregunta de Samuel estaba dirigida a sí mismo más que a Netanel.

—Bueno, algunos árabes nunca han aceptado la Declaración Balfour, la sienten como una amenaza —respondió el farmacéutico.

—Pero al parecer el príncipe Faysal y el doctor Weizmann habían llegado a un acuerdo. A Faysal no parecía importarle que los judíos tuviéramos un trozo de tierra, y ahora que ha sido proclamado rey de Siria… —insistió Samuel.

—El problema no es Faysal, el problema son los británicos y los franceses. Me parece que el primer ministro francés Georges Clemenceau no va a permitir que Faysal reine, quiere Siria y el Líbano para los franceses, y si los británicos se lo permitieran, también se haría con Palestina. —Netanel no parecía tener dudas sobre las intenciones de las dos potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial.

—Tienen que respetar los acuerdos con el jerife Husayn y con sus hijos Faysal y Abdullah —protestó Samuel.

—Deberían hacerlo pero supongo que no serás tan ingenuo como para pensar que lo harán. Ni a Gran Bretaña ni a Francia les conviene una gran nación árabe. ¿Crees que han luchado contra el imperio otomano para dar paso a otro imperio? Se lo repartirán, y los árabes y nosotros pagaremos las consecuencias.

—No podemos permitir que nos enfrenten —insistió Samuel.

—Bueno, lo mismo que hay judíos nacionalistas, también hay árabes nacionalistas que piensan que ésta es su tierra y que nosotros representamos un peligro, por eso están presionando a los británicos para que no permitan que más judíos europeos continúen emigrando a Palestina.

—Presiones que tienen éxito. Además, el gobernador militar, sir Ronald Storrs, no es precisamente partidario de los judíos.

—Dicen que ahora siente especial antipatía por Jabotinsky —apuntó Netanel.

—Bueno, puedo comprenderle, a mí tampoco me gusta ese Vladimir Jabotinsky. Es un extremista —respondió Samuel.

—Es un hombre que sabe lo que quiere. La gente le escucha. Es un líder, aunque a mí tampoco me convence.

—Pero ahora de lo que se trata es de evitar los enfrentamientos con los árabes, lo que ha sucedido en Tel Haj no puede repetirse. No me parece bien que él y sus amigos se paseen de uniforme pavoneándose. —En la voz de Samuel había preocupación.

—Bueno, han combatido junto a los ingleses, forman parte de la Legión Judía. Te recuerdo que ellos han puesto su granito de arena para conseguir la victoria de los Aliados. Tampoco olvides que fue una partida de bandidos la que atacó la colonia agrícola de Tel Haj, aunque hay quien dice que el enfrentamiento fue entre campesinos judíos y árabes, y que desgraciadamente hubo víctimas —le recordó Netanel.

—Todo esto tiene que ver con la tensión con que se vive en Galilea desde la Declaración Balfour. Además, Siria y Líbano están muy cerca, y a los árabes palestinos no les gusta lo que están haciendo los franceses —contestó Samuel

—Lo que lleva a que alguno de los nuestros, entre ellos Vladimir Jabotinsky, insistan en que debemos estar preparados para defendernos contando con nuestras propias fuerzas —replicó Netanel.

—En cualquier caso, no me gusta Jabotinsky. Desconfío de los hombres como él, se parece demasiado a los fascistas europeos.

Los dos hombres callaron al abrirse la puerta. Miriam interrumpió la charla mientras Marinna, que estaba ensimismada haciendo cuentas, le sonrió con afecto.

—¿Daniel se ha vuelto a olvidar el almuerzo? Ya te he dicho que no te preocupes, siempre es bienvenido a nuestra mesa. Mi madre no hace distingos e insiste en que no hace falta que envíes comida para él.

—Kassia es muy generosa, pero bastantes sois como para añadir una boca más. Al menos que comparta con vosotros lo que preparo para su almuerzo.

—¿Y Judith? —se interesó Marinna.

—Está bien aunque no hay manera de convencerla para que descanse, pero mi hermana siempre ha sido así, ella disfruta trabajando y ayudando a Yossi.

—Tú también trabajas duro —dijo Marinna.

—Bueno, colaboro cuanto me es posible, es lo menos que puedo hacer para ayudar a mi hermana y a mi cuñado y corresponder en lo que pueda a la generosidad que siempre han mostrado conmigo. Además, están desbordados porque cada vez son más los que acuden a su casa. Abraham nunca se negó a atender a quien llamaba a su puerta, fuera pobre o rico, y Yossi es igual que su padre. Claro que, dada la situación de Jerusalén, son sobre todo los necesitados quienes llegan buscando alivio para sus enfermedades sabiendo que nadie les reclamará que paguen.

—Tu hermana dice que sabes reducir fracturas como el mejor de los médicos.

—Yossi me ha enseñado y dice que tengo buena mano.

Samuel interrumpió la charla de las dos mujeres para invitar a Miriam a unirse a ellos en el almuerzo.

—No, no puedo quedarme, he venido sólo para traer la comida de mi hijo, pero he de volver. Al menos treinta personas aguardan a ser atendidas por Yossi, y él y Judith no dan abasto —se disculpó Miriam.

—Bueno, en ese caso te acompañaré un trecho, hoy no tengo demasiado apetito —dijo Samuel mientras buscaba su chaqueta.

Caminaron un buen rato conversando sobre naderías.

—Huele a primavera —aseguró Miriam.

—Es normal, estamos en abril.

—¿Vendréis a celebrar el sabbat? Yossi está deseando ver a Louis.

—¡Ah, Louis! Va y viene sin dar explicaciones, pero todos estamos contentos de tenerle de nuevo entre nosotros.

—¿Crees que los enfrentamientos irán a más? Lo sucedido en Tel Haj ha sido terrible —susurró Miriam.

—Bueno, no exageremos —optó por decir Samuel para tranquilizarla—, no es la primera vez que unos bandidos atacan una de nuestras colonias. Louis dice que en realidad esos árabes no tenían nada en contra de los judíos, que ha sido una manera de protestar por la influencia de los franceses en el norte de Galilea. Además, también algunos pueblos cristianos han sufrido ataques.

—¿Celebraremos juntos la Pascua? Faltan muy pocos días… Yasmin nos ha dicho que Mijaíl vendrá desde Tel Aviv.

A Samuel le dolió enterarse por Miriam de que Mijaíl pensaba pasar la Pascua en Jerusalén. Comprendía que estuviera enamorado de Yasmin y ella de él, y que mantuvieran una correspondencia permanente, pero ¿tanto le costaba escribirle de vez en cuando?

—Me gustaría celebrar la Pascua con vosotros, pero dependerá de Ruth y Kassia.

—Este año nuestra Pascua coincide con el Nabi Musa de los árabes y con la Pascua de los cristianos —le recordó Miriam.

—El Nabi Musa es casi una fiesta judía, al fin y al cabo se honra la memoria de Moisés.

—¿Dina la celebrará? —quiso saber Miriam.

—Dina es una mujer extraordinaria que vive para hacer feliz a los demás. Hará lo que sea necesario para complacer a Mohamed y a su nuera Salma, a Aya y al pequeño Rami. El niño le ha devuelto la sonrisa. Hace unos días me dijo que ser abuela era lo mejor que le había sucedido en la vida.

—Rami es muy guapo —afirmó Miriam.

—Sí que lo es, y sobre todo es un niño muy inteligente y alegre.

Se despidieron a las puertas de la Ciudad Vieja. Samuel se dijo que cada día le gustaba más la compañía de Miriam y se preguntó si a ella le sucedería lo mismo con él.

Aquel 4 de abril de 1920, Jerusalén estaba de fiesta. Árabes, judíos y cristianos se mezclaban en las calles de la Ciudad Vieja en las que no cabía un alma.

Louis había amanecido inquieto. Llevaba unos días en La Huerta de la Esperanza y aunque siempre procuraba no alarmar a sus amigos, en esta ocasión no había podido dejar de compartir su preocupación con Samuel.

—No entiendo por qué el gobernador Storrs ha cedido a la petición de los Husseini para que la procesión pase por la ciudad.

—Bueno, al fin y al cabo los Husseini son una familia importante, y el alcalde es un Husseini, no sé por qué te inquieta.

—Porque es evidente que cada día hay más roces entre los árabes y los judíos y el gobernador Storrs debería procurar que no se produzcan incidentes. Además, la procesión siempre ha bordeado la ciudad, nunca la ha atravesado. Sé que el doctor Weizmann ha hablado con el gobernador…

—A sir Ronald Storrs no le gusta que nadie le diga lo que tiene que hacer, y mucho menos Chaim Weizmann, que ha llegado al frente de la Comisión Sionista —admitió Samuel.

—Storrs debería evitar cualquier conflicto después de lo de Tel Haj…, ya sabes que ha sido una tragedia que ha costado vidas.

—Sí, lo sé, pero nada parecido puede suceder en Jerusalén. Tranquilízate, Louis.

—Voy a reunirme con algunos amigos, estaremos atentos a lo que pueda pasar.

—La mejor manera de que no pase nada es que no nos pongamos nerviosos y que no respondamos a ninguna provocación. Los árabes no son nuestros enemigos —sentenció Samuel.

—¿Sabes?, ya no estoy seguro de que eso sea así. ¿Has leído alguno de sus panfletos? Nos llaman «perros»…

—No debemos dejarnos influir por esos grupos nacionalistas que nos ven como un peligro. Tenemos que saber estar en nuestro sitio.

Poco después de marcharse Louis, Kassia y Ruth dijeron a Samuel que irían a la Ciudad Vieja.

—No tardaremos mucho, ya sabes que Dina quiere que compartamos con ellos el Nabi Musa. Aya le ha contado a Marinna que su madre lleva cocinando desde ayer. Me alegra que podamos reunirnos todos alrededor de una mesa —dijo Kassia.

Samuel también se alegraba. No eran muchas las ocasiones en las que podían estar todos juntos. Aunque Mohamed parecía feliz con Salma y Marinna con Igor, siempre que coincidían transmitían una tensión que contagiaba a los demás. Aunque después de la pérdida de Ahmed y de Zaida, Dina hacía lo imposible por mantener la normalidad y por nada del mundo habrían rechazado su invitación. Su nieto Rami, el hijo de Aya, y Wädi, el hijo de Salma y Mohamed, habían sido un bálsamo para sus heridas. Salma acababa de dar a luz a Wädi, que apenas tenía un mes de vida, y había llenado de alegría y orgullo a Mohamed. Para Salma había sido un alivio haber parido aquel varón que afianzaba su vínculo con Mohamed. No tenía ninguna queja de su marido, pero en ocasiones le veía perder la mirada en el rostro de Marinna.

Netanel se había ofrecido a acompañar a Ruth y a Kassia en su visita a la Ciudad Vieja. También Marinna e Igor habían salido a primera hora para participar en las celebraciones de los jerosolimitanos. Samuel había insistido en que aquel día lo tomaran como fiesta, de manera que aprovecharían aquella mañana luminosa para visitar a algunos amigos, entre ellos a la familia Yonah. Yossi y Judith habían insistido en celebrar en su casa la Pascua pero se habían resignado a que Dina fuera la anfitriona de la doble celebración, el Nabi Musa y la Pascua judía.

Samuel se quedó solo en la casa, saboreando aquella inesperada soledad. La vida en comunidad impedía cualquier momento de intimidad por más que todos se manifestaban respetuosos en su trato con los demás. Samuel se sentó en una vieja mecedora que Ariel había hecho para él y se aprestó a leer disfrutando del silencio.

No fue hasta última hora de la mañana cuando Samuel se enteró de la tragedia. Daniel, el hijo de Miriam, llegó corriendo hasta La Huerta de la Esperanza y con lágrimas en los ojos le instó a ir con él.

—Mi madre dice que vayas… ¡Es horrible, es horrible, nos están matando!

Samuel corrió tras él mientras intentaba que Daniel le contara qué estaba pasando, pero el joven no atinaba a dar una explicación coherente.

—El hermano del muftí Husseini, ha sido él —decía Daniel con la voz entrecortada.

—Pero qué es lo que ha hecho Haj Amin al-Husseini —intentó saber Samuel, al que le costaba correr al ritmo de Daniel y notaba opresión en el pecho.

Antes de entrar en la Ciudad Vieja tropezaron con la multitud y el caos y Daniel retrocedió atemorizado al escuchar a un grupo de árabes gritar: «¡Muerte a los judíos!». Para Samuel aquel grito fue igual que si le hubieran atravesado con un cuchillo. Intentaron resguardarse en un portal, pero apenas pudieron recuperar el resuello continuaron corriendo sin rumbo fijo hasta que Samuel no pudo seguir porque se ahogaba. A su alrededor la gente corría gritando. Se sentía mareado y confuso y sólo reaccionó cuando unos muchachos con palos en las manos la emprendieron a golpes con dos hombres de cierta edad que buscaban refugiarse en el barrio judío. Samuel se enfrentó a ellos gritándoles para que tiraran los palos, pero uno de los jóvenes le golpeó mientras gritaba: «¡Palestina es nuestra!». A Daniel también le apalearon y el joven cayó en medio de un charco de sangre. Es lo último que vio Samuel antes de que una patada en la cabeza le dejara inconsciente.

Aquellos jóvenes debieron de darse por satisfechos porque los dejaron tirados en medio de la calle. Samuel tardó un buen rato en volver en sí; junto a él, Daniel estaba con los ojos arrasados en lágrimas intentando reanimarle.

A duras penas logró ponerse en pie y continuar huyendo de la locura que se había apoderado de la ciudad. Escucharon disparos, y vieron grupos de árabes que, armados con pistolas, se enfrentaban con otros hombres que también iban armados.

—Ésos son judíos —señaló Daniel.

Samuel no le respondió porque a pocos metros de donde estaban yacían una decena de heridos, y hacia ellos se dirigió.

—¿Dónde están los británicos? —preguntó más para sí mismo que a Daniel sabiendo que el joven no tenía una respuesta.

De nuevo tropezaron con otro grupo de árabes dispuestos a asaltar las casas de los judíos y pudieron escuchar los gritos de terror de sus moradores. De nuevo fueron golpeados y en esta ocasión uno de los atacantes, sable en mano, se abalanzó sobre Daniel y le hirió en un muslo. Samuel intentó ayudar al joven pero no llegó a tiempo. Primero escuchó un ruido seco y luego un dolor profundo que le atravesaba el hombro. Cayeron los dos al suelo y de nuevo recibieron una tanda de patadas y de insultos. Samuel sintió que se le escapaba la vida y se desmayó. Le habían disparado.

Cuando volvió en sí se encontró tumbado en el suelo de una casa que no reconocía. Intentó buscar con la mirada a Daniel porque no era capaz de articular palabra. Una mujer ya mayor le pasó un paño húmedo por la cara y le pidió que se quedara quieto.

—No te muevas, aquí estarás a salvo.

Pero él intentó incorporarse aunque desistió por el dolor profundo que le bajaba desde el hombro hasta el pecho.

—Algunos de los nuestros han logrado plantarles cara, pero nos han masacrado… —le aseguró la mujer.

Un hombre, también entrado en años, se agachó junto a él y le dio un vaso de agua.

—Bebe, te hará bien. La pierna del chico no tiene buen aspecto pero no podemos salir en busca de un médico. Aún se oyen los ruidos de la pelea. Habéis tenido suerte de que no os mataran, esos desgraciados estaban rabiosos porque no lograron derribar la puerta de nuestra casa. Algunos de nuestros vecinos no han tenido tanta suerte, han asaltado sus casas y los han dejado malheridos. A esos salvajes no les ha importado apalear a mujeres y a niños. Como digo, habéis tenido suerte, os han dado por muertos y os han dejado tirados en el suelo. A través de una rendija de la ventana del piso superior hemos visto lo que pasaba y en cuanto hemos podido os hemos arrastrado hasta aquí.

No eran los únicos. Samuel vio a otros dos hombres y a tres mujeres que también estaban tumbados sobre una colcha en el suelo. Sus rescatadores se multiplicaban para atender a todos como buenamente podían.

No había lugar en su cuerpo que no le doliera, pero haciendo un gran esfuerzo pudo levantar la cabeza del suelo. El dueño de la casa intentó ayudarle.

—Despacio, despacio…, no puedes ir a ninguna parte. Aquí al menos estáis a salvo. Mi padre era herrero y tuvo el capricho de que nuestra puerta estuviera forjada en hierro.

—¿Qué ha pasado? —logró murmurar.

—No lo sé, sólo puedo decirte que cuando nos disponíamos a salir de casa, de repente vimos a docenas de árabes correr por nuestras calles gritando «¡Muerte a los judíos!» y llamándonos «perros». Nos asustamos y decidimos resguardarnos de la turba. No quiero asustarte con lo que hemos visto…

—Pero ¿qué es lo que ha provocado todo esto? —volvió a preguntar buscando una respuesta que el hombre no le daba.

—Ya te lo he dicho, no lo sé.

Y aunque se lo hubiera dicho no le habría escuchado porque de nuevo había perdido el conocimiento.

Pasaron unas horas que a todos les resultaron interminables antes de que la calma se hubiera asentado. El dueño de la casa estuvo un buen rato escudriñando desde la ventana del piso superior antes de atreverse a salir en busca de ayuda. No tardó mucho en regresar y cuando lo hizo parecía abrumado. Sin dirigirse a nadie en concreto, contó cuanto sabía.

—Hay cientos de heridos por todas partes, árabes, judíos y también cristianos. Dicen que la culpa la ha tenido uno de los Husseini, el hermano del alcalde. Los británicos no han sido capaces de hacer nada. Cerca de aquí han violado a la hija de un buen amigo… —El hombre rompió a llorar abrumado por lo sucedido.

Con la ayuda del dueño de la casa, Daniel logró acercarse hasta el rincón donde Samuel estaba tendido. Le dolía la pierna. La herida del sable casi le había llegado al hueso. Samuel parecía perdido en un estado de letargo, de manera que ninguno de los dos fue capaz de dar consuelo al otro, pero permanecieron juntos hasta que el hombre se acercó a ellos para preguntarles a quién debía avisar. Daniel pidió que buscaran a su madre y a su tío Yossi.

—Mi tío es médico y vive cerca de aquí, a dos manzanas —le explicó al hombre.

—¡Ah, pero si tú eres el sobrino de Yossi Yonah! ¡Cómo no me había dado cuenta! Abraham Yonah y yo fuimos amigos y conozco bien a su hijo Yossi. Y a ti también, tú eres el hijo de Miriam, la hermana de Judith, la esposa de Yossi.

—Sí, así es.

El hombre dijo llamarse Barak y su esposa Deborah y ambos hicieron lo posible por ayudar a todos aquellos que habían dado refugio.

Cuando Daniel vio aparecer a su tío Yossi, se puso a llorar.

—¿Y mi madre? ¿Dónde está mi madre? —preguntó angustiado.

—Está bien, no te preocupes. He venido solo porque no quería que corriera ningún peligro. Barak me ayudará a llevaros a mi casa, allí os podré atender —dijo mientras los examinaba rápidamente.

—No me engañes, ¿estás seguro de que mi madre está bien? —insistió Daniel.

—No te engaño, no sabría hacerlo —respondió Yossi.

Tuvieron que improvisar una camilla para trasladar a Daniel. No podía andar. En cuanto a Samuel, había perdido mucha sangre y apenas lograba mantenerse consciente, tenía fiebre y a Yossi le preocupaba su estado.

—Prefiero no moverle de aquí. ¿Podríamos trasladarle a una cama? —le pidió a Barak.

Así lo hicieron y le suministró un brebaje que le sumió en un profundo sueño antes de extraerle la bala que tenía alojada en un hombro, cerca de la clavícula.

La batalla había terminado y la ciudad lentamente intentaba recuperar la normalidad. Pero aquel día de abril de 1920 se había abierto una espita, la del desencuentro entre árabes y judíos.

Durante dos días y dos noches Samuel luchó por su vida. Yossi acudía en cuanto tenía un momento y se desesperaba por la falta de mejoría de su amigo. En casa de Yossi también se amontonaban los heridos y ni con la ayuda de Miriam eran capaces de atenderles debidamente a todos. Fue en la tarde del tercer día cuando, por fin, Samuel abrió los ojos y vio a su lado a Yossi y a Miriam. Los dos parecían preocupados, en sus rostros se reflejaban las huellas del cansancio y el dolor.

—¿Qué ha pasado? —alcanzó a decir haciendo un esfuerzo por articular las palabras que parecían no querer fluir de su garganta.

—Estás vivo, y eso es suficiente —respondió Yossi con un tono amargo.

—¿Qué ha pasado? —insistió, desesperado.

—Tranquilízate, tienes que descansar. —La voz de Mijaíl le sobresaltó.

—Tú… tú… estás aquí… —y sintió alivio al saberle a salvo.

—Llegué el día de la Pascua a primera hora de la mañana. Yasmin me dijo que Dina había organizado una comida para celebrar el Nabi Musa y que todos estábamos invitados. Pensé darte una sorpresa, aunque Yasmin ya me advirtió que seguramente sabrías que pensaba venir para Pascua —le explicó Mijaíl.

—No debe cansarse, ya habrá tiempo para explicaciones —les cortó Yossi.

—Quiero saber qué ha pasado… —La voz de Samuel ahora era de súplica.

—No debes preocuparte —insistió Yossi.

—Pero está preocupado y no dejará de estarlo hasta que le expliquemos qué es lo que ha sucedido. —Louis se había adelantado saliendo de la penumbra.

—Louis… —acertó a decir Samuel, reconfortado al ver a su amigo.

—Haj Amin al-Husseini desencadenó el infierno. Se presentó ante la multitud con un retrato de Faysal. La muchedumbre empezó a gritar: «¡Palestina es nuestra tierra!», se volvieron locos… Empezaron a atacar el barrio judío y a cuantos se encontraban en su camino —explicó Louis.

—No simplifiquemos las cosas —le interrumpió Mijaíl—, es evidente que Haj Amin al-Husseini quería provocar lo que ha sucedido. ¿Cómo si no habría tantos hombres armados con palos, cuchillos y pistolas? Estaba todo preparado y el incompetente del gobernador, sir Ronald Storrs, no fue capaz de controlar la situación.

—¿Y cómo podía hacerlo si sólo cuenta con poco más de un centenar de policías? Él mismo tuvo que refugiarse en su cuartel general del Hospicio Austríaco —respondió Miriam.

—Debería haber hecho caso a la preocupación del doctor Weizmann cuando le advirtió que no era buena idea permitir que la procesión atravesara la Ciudad Vieja. Por si fuera poco, los británicos sólo estaban pendientes de proteger a los cristianos que celebraban en el Santo Sepulcro la ceremonia del Fuego Sagrado, pero también allí se desató el infierno. Al parecer hubo un enfrentamiento entre siriacos y coptos…, no me preguntes por qué. Lo único que sabemos es que Jabotinsky decidió por su cuenta y riesgo hacerse cargo de la situación y salió con algunos de sus amigos para intentar frenar a los árabes y proteger el barrio judío. Una gran equivocación, porque lo único que consiguió fue agravar la situación y exaltar los ánimos. Ha habido disparos y muertos. Cinco judíos han perdido la vida y junto a ellos cuatro árabes, además de cientos de heridos, pero nosotros nos hemos llevado la peor parte, pues la mayoría de los heridos son judíos —explicó Louis.

—Ahora Storrs busca culpables y ha mandado detener a algunos de los alborotadores. Amin al-Husseini ya no está en Jerusalén, se ha escapado, pero a Jabotinsky le ha metido en prisión —añadió Yossi.

—El colmo es que algunos hombres de Storrs dicen que la culpa es de los bolcheviques —afirmó Mijaíl con rabia.

Samuel cerró los ojos intentando digerir toda aquella explicación. Se sentía mareado, cansado, sin ganas de vivir.

—¿Y Kassia, y Ruth?… Ellas estaban en la ciudad con Netanel —acertó a preguntar.

—Ruth está muy grave, recibió una puñalada, lo mismo que Netanel, que intentó protegerlas. Kassia está bien, con un brazo roto y algunas magulladuras —respondió Yossi.

—Marinna… Marinna está herida e Igor ha estado a punto de perder la vida —añadió Mijaíl.

—A mi hermana la pisotearon cuando intentó ayudar a unos ancianos que huían buscando refugio. La tiraron al suelo y le dieron una patada en la cabeza, luego la apalearon y… —Miriam no pudo contener las lágrimas.

Samuel intentó fijar la atención en las palabras de Miriam. Le costaba comprender lo que le decían. Le había parecido entender que Ruth y Kassia estaban heridas, pero ¿era realmente así? Y Marinna, ¿qué le habían dicho de Marinna?

Vio el rostro crispado de Yossi y a Miriam secándose las lágrimas con el dorso de la mano.

—Judith…, ¿qué le ha pasado?

—Ha perdido la visión, no sé si la recuperará —dijo Yossi con tanta desolación como rabia.

Samuel volvió a cerrar los ojos. No quería escuchar más. Prefería hundirse en el sueño que le impedía sentir.

—Necesita descansar —afirmó Yossi viendo el gesto de dolor que se le había formado en los labios. Un dolor que no tenía que ver con el cuerpo sino con las profundidades del alma, el mismo dolor que a él le desgarraba.

Muy a su pesar, Samuel comenzó a pasar más tiempo despierto. Le hubiera gustado disfrutar de las penumbras de la inconsciencia, pero Yossi se había empeñado en hacer que viviera y Miriam le ayudaba en ese empeño.

Le consolaba sentir su mano tibia sobre la frente. Ella le sonreía con tristeza, le llevaba comida con la esperanza de que así se recuperara pronto.

En realidad no hacía falta que Miriam estuviera encima de Barak y Deborah, pues ambos hacían cuanto podían por el bienestar de Samuel. Le habían acogido en su casa y le trataban como si fuera de su propia familia.

Deborah le contó que tenía un hijo viviendo en Galilea, que les había dejado por amor a una socialista llegada de Rusia. Una mujer fuerte y valiente, decía de su nuera, pero que a ella le había partido el corazón por haberse llevado a su único hijo para convertirle en un campesino compartiendo las inclemencias del tiempo y la dureza de la tierra con otros soñadores como ella.

Samuel no sabía cuánto tiempo llevaba en la casa de Barak y Deborah; aunque les agradecía cuanto hacían por él, añoraba La Huerta de la Esperanza. Se sentía inquieto sin ver con sus propios ojos los estragos que habían provocado los disturbios del Nabi Musa.

Le pidió a Yossi que le llevaran allí, pero su amigo se resistía.

—Todavía estás muy débil, espera un poco. Además, aún puede haber disturbios, he leído en el periódico que en la Conferencia de San Remo las potencias han decidido entregar Palestina a Gran Bretaña. El primer ministro Lloyd George ha aceptado el mandato.

—¿Eso es malo? —preguntó Samuel, cansado.

Yossi no supo responderle, sinceramente no lo sabía.

Una tarde Deborah entró inquieta en la habitación en la que se encontraba Samuel. Se acercó a la cama y murmuró:

—Un árabe quiere verte, dice que es amigo tuyo. Le acompaña una mujer.

—Hazles pasar —dijo él sin pensar en quién podía ser.

A Deborah le sorprendió ver que se le iluminaba el rostro al ver a aquel joven árabe que, con porte decidido pero gestos tímidos, se paraba en el umbral de la puerta mientras la mujer que le acompañaba entraba con paso decidido hasta detenerse junto a la cama.

—¡Mohamed! ¡Dina! —y fue en aquel momento cuando Samuel dejó fluir todas las lágrimas que había acumulado durante aquellos días.

Mohamed se acercó y le puso una mano en un brazo apretándoselo ligeramente. No dejó escapar ni una lágrima pero los ojos le brillaban a fuerza de contenerlas. No así Dina, que lloraba desconsoladamente.

—No hemos venido antes a verte porque Jerusalén ya no es un lugar seguro para nadie. No me atrevía a entrar en el barrio judío, pero ya conoces a mi madre, me ha dicho que de hoy no pasaba, que si no la acompañaba vendría ella sola. Yo… no sabía si querrías vernos…

Samuel apretó la mano de Dina entre las suyas. Una mano de mujer fuerte, que sabía lo que era el trabajo pero también regalar el calor de la amistad.

—Dina… gracias, sólo con veros ya me siento mejor —dijo Samuel sonriendo.

—¿No te lo decía yo? ¿Y tú creías que lo que ha sucedido iba a enturbiar el afecto que nos tenemos? ¡Imposible! No conocéis a Samuel como yo. —Las palabras de Dina estaban llenas de orgullo, del orgullo de saber que no podía equivocarse respecto de aquel hombre que yacía maltrecho y que había contado con la confianza y el respeto de su esposo Ahmed.

—Siento lo que ha pasado, no debió suceder. —Mohamed no sabía cómo explicar a su amigo lo ocurrido en el Nabi Musa.

—Nosotros también hemos sufrido, a mi hermano Hassan le dieron un tiro y a punto ha estado de perder la vida. Aún convalece, lo mismo que mi sobrino Jaled. De lo único que ha servido tanto sufrimiento es para que mi cuñada Layla despertara del dolor en que se había sumido por la pérdida de su primogénito y para que ahora vuelva a ocuparse de la casa. ¡Qué remedio!, tiene a su marido y a su hijo sin poder moverse. Hassan ha perdido parte del pie derecho. Quedará cojo para siempre —contó Dina con consternación.

—No debes preocuparte por La Huerta de la Esperanza. Mi madre, Aya y Salma no han dejado de atender a Kassia y a Marinna. Igor es el que está mal, lo mismo que Ruth. El pobre Netanel se recupera lentamente pero aún no puede moverse. Anastasia también va todos los días y Jeremías pasa el tiempo que puede ocupándose de vuestros olivos y frutales, lo mismo que yo —explicó Mohamed.

—Aya, Salma y yo nos multiplicamos, vamos de casa de mi hermano a la vuestra, pero nos apañamos bien —continuó Dina.

Samuel, que no rezaba desde niño, murmuró una oración en silencio dando gracias al Todopoderoso porque en medio de la tempestad no se hubiesen quebrado aquellos lazos que les unían a todos los que compartían el suelo de La Huerta de la Esperanza.

—Yossi dice que mañana podrás volver a casa. Jeremías quiere venir a buscarte, yo le acompañaré; ya es hora de que vuelvas —aseguró Mohamed.

Aquélla fue la primera noche que durmió bien. Dina y Mohamed le habían devuelto la paz consigo mismo.

Al día siguiente sintió que las horas transcurrían con una lentitud desconocida. Ansiaba regresar a La Huerta de la Esperanza y le había pedido a Barak que le ayudara a vestirse para estar preparado. Miriam había acudido a media mañana a verle.

—Daniel se encuentra mejor de la pierna y está empeñado en ir mañana a La Huerta de la Esperanza —le anunció.

—No debe hacerlo, no vaya a ser que la herida se le infecte.

—Mi cuñado Yossi dice que pronto le dará el alta.

—¿Y Judith?

Los ojos de Miriam se llenaron de dolor. Judith no había recobrado la visión y apenas hablaba. Su hermana aún no se había recuperado del shock con que aquella violencia la había castigado. No veía, no hablaba, apenas se movía.

Yasmin se ocupaba noche y día de su madre porque Yossi no podía dejar de atender a los enfermos que se agolpaban frente a su puerta. Al principio los árabes no se atrevieron a acudir al médico judío temerosos de que no les recibiera. Pero Yossi era hijo de Abraham y era jerosolimitano, aquélla era su ciudad, aquellos hombres eran sus vecinos y la religión nunca les había enfrentado, de manera que no les podía odiar por más que se lamentara de la suerte de Judith y de sus amigos.

Miriam trabajaba día y noche ayudando a su cuñado. Se había convertido en una buena enfermera, casi tanto como lo había sido Judith. Trabajar le aliviaba el alma porque mientras atendía el dolor de los demás no pensaba en el propio. Daba gracias a Dios por que su hijo hubiese salido bien librado de aquella barbarie, pero no podía encontrar la paz cuando veía los ojos vacíos de su hermana Judith, y los esfuerzos de Yasmin por reconfortar a su madre. Yasmin había renunciado a acompañar a Mijaíl a Tel Aviv, había encerrado en el cajón de los sueños su deseo de casarse con aquel joven impetuoso que hacía vibrar con notas tristes las cuerdas del violín.

La Huerta de la Esperanza olía a tristeza, si es que ésta tiene olor. Al menos eso es lo que sintió Samuel cuando, con la ayuda de Jeremías y Mohamed, cruzó el umbral de la que era su casa. Kassia, con un brazo en cabestrillo, le abrazó llorando y Aya se unió espontáneamente a aquel abrazo. Dina andaba atareada preparando la comida.

Samuel insistió en que le ayudaran a caminar hasta acercarse al lecho de Ruth. La mujer yacía con varios cortes en la cara, aunque lo peor era la herida provocada por una cuchillada que le había atravesado la parte superior del pulmón derecho. Yossi aún no se explicaba cómo Ruth había sobrevivido.

Marinna había perdido el hijo que esperaba. Samuel no sabía que estuviera embarazada pero Kassia se lo dijo. Aquella joven era lo más parecido a una hija para él y le dolió ver su rostro desfigurado por los golpes y con una pierna magullada, pero sobre todo vio en su rostro un dolor más agudo, el rostro de la incomprensión.

Igor, según murmuró Jeremías, estaba más muerto que vivo. Había interpuesto su cuerpo entre Marinna y los agresores aunque no pudo evitar que los apuñalaran a ambos. Costaba reconocer en aquel rostro desfigurado los nobles rasgos de Igor.

Netanel estaba mejor de lo que había esperado. Le habían roto una pierna, y una cuchillada que le cruzaba desde el ojo derecho hasta la barbilla le había marcado para siempre.

Anastasia se acercó a Samuel y le miró con pena. Él sintió en aquella mirada restos del amor que ella un día le había profesado.

—No debes preocuparte más de lo debido. La casa está organizada. Dina se hizo cargo de todo y Aya y Salma han ayudado mucho sin importarles las protestas de sus hijos. Por más que Rami gritara para llamar la atención de su madre, ella no ha dejado ni un momento de atender a Ruth y a Marinna, incluso a Kassia, que ya sabes cómo es y no permite que nos ocupemos de ella. Mi hija también viene a echar una mano —le explicó Anastasia.

—Yo estoy mejor y este brazo ya no me va a impedir hacerme cargo de todo —aseguró Kassia.

—No dejaré que te esfuerces. Ya te he dicho que no pienso dejaros solos hasta veros a todos bien —sentenció Dina plantándose ante Kassia.

Las dos mujeres se profesaban aprecio. Tenían la misma edad y habían compartido aquella huerta en las dos últimas décadas, se conocían demasiado bien la una a la otra.

Samuel comprendió que sin Dina y su familia no habrían podido salir adelante. Le abrumaba que Aya y Salma estuvieran yendo y viniendo todo el día para ayudarle en todo lo que necesitaba. Normalmente era Aya la que acudía a primera hora de la mañana, mientras que Salma iba a casa de Hassan y Layla. Dina había tomado el mando de las dos familias y aunque a Samuel no se le escapaba que la mujer había envejecido a marchas forzadas, vio en ella aquella energía de antaño que la empujaba a ayudar a quien lo necesitara.

Tanto Aya como Salma procuraban no llevar a sus hijos a la casa de sus vecinos. No querían entristecer aún más a Marinna, que no había superado la pérdida del hijo que llevaba en las entrañas.

La rutina fue instalándose en sus vidas. Samuel parecía encontrarse mejor, lo mismo que Netanel. El boticario moscovita insistía en que debía volver al trabajo a pesar de que aún no se había restablecido por completo de todas las heridas. En una de sus visitas, Miriam también les aseguró que su hijo Daniel estaba deseando regresar a sus quehaceres en el laboratorio.

—En cuanto Yossi se lo permita, vendrá, aunque sea con muletas.

A Samuel quien más le preocupaba era Ruth, no sólo por el alcance de las heridas sino porque la mujer había caído en un estado de depresión del que resultaba difícil sustraerla. Por más que Kassia la animara, Ruth parecía haber perdido las ganas de vivir. No decía nada, ni siquiera se lamentaba del dolor de aquellas cuchilladas que le habían dejado un reguero de cicatrices en los brazos y en la cara. Su silencio, según Kassia, era lo peor.

Una tarde en que Dina se presentó a llevarles la cena, Samuel le encargó que dijera a Mohamed que quería hablar con él.

—Necesito comprender, Dina, necesito que Mohamed me explique por qué ha sucedido esta tragedia.

Dina le miró con aprensión pero asintió. Ella misma no dejaba de insistirle a su hijo para que le explicara cómo había sucedido aquella locura. Al igual que Samuel, también ella necesitaba comprender.

Si no hubiera sido por Cemal Pachá, aquel sanguinario que le había arrebatado la vida de Ahmed, casi podría sentir nostalgia de los tiempos en los que vivían gobernados por el sultán otomano, le confesó con rubor a Samuel, y él coincidió con ella.

Al día siguiente, Mohamed fue a verle al regresar de la cantera. Se le notaba cansado y preocupado.

—¿Las cosas van bien en la cantera?

—Sí, marchan como deben, aunque los hombres están inquietos. Lo del Nabi Musa ha dejado cicatrices en todos nosotros, cicatrices de las que no se ven —respondió Mohamed.

—No seríamos hombres si no sintiéramos dolor y rabia por lo sucedido. Todos hemos sufrido.

—Sí, nosotros también hemos tenido muchos heridos.

—Nosotros… vosotros… ¿Por qué hablamos así, Mohamed? ¿Quiénes sois vosotros? ¿Quiénes somos nosotros? ¿Acaso no somos los mismos que siempre hemos sido? ¿Qué es lo que nos diferencia?

—Nosotros somos árabes, vosotros judíos, otros son cristianos…

—¿Y qué? ¿A quién le importa el Dios al que rece cada uno? ¿Y qué sucede con los que no rezamos? —Samuel miraba a los ojos de Mohamed.

—Yo te oigo hablar y pienso como tú, pero luego, cuando salgo ahí fuera, veo que las cosas son diferentes, que los hombres somos diferentes.

—¿Diferentes? Yo no creo que seamos diferentes. Todos tenemos dos manos, dos pies, una cabeza… Todos nacemos de una madre. Todos sentimos miedo, amor, odio, ingratitud, celos… ¿Quién dice que somos diferentes? Ninguno es más ni mejor que los demás.

—En esto te equivocas, algunos hombres son mejores que otros, Samuel. Mi padre lo era.

—Sí, tienes razón, algunos hombres son buenos.

—Tú lo eres, mi padre lo decía. —La mirada de Mohamed estaba cargada de sinceridad.

—Tu padre me iluminaba con su bondad, pero yo no soy como él, aunque tampoco creo ser un malvado. Sólo soy un hombre, Mohamed, un hombre como cualquier otro hombre. Durante muchos años viví con el estigma de ser judío. En la universidad era diferente al resto de mis amigos. Y no porque hiciera nada que ellos no hicieran, sino porque con sólo mencionar que era judío eso bastaba para que me vieran y sintieran diferente. Una sola palabra, «judío», y eso me convertía en alguien especial. Algunos amigos me decían: «No te preocupes, a mí no me importa que seas judío», pero sólo decirlo implicaba condescendencia. Ahora parece que tú y yo somos diferentes porque tú eres árabe y yo judío. ¡Qué locura! —En el lamento de Samuel había amargura.

Mohamed bajó la cabeza durante unos segundos mientras ordenaba las ideas. Una vez más le desconcertaba.

—Queremos la misma tierra —acertó a responder.

—Compartimos la misma tierra —respondió Samuel con sinceridad.

—Era nuestra antes de que vinierais.

—Pertenecía a los turcos, que desde hacía cuatro siglos gobernaban aquí. Pero a pesar de ellos, ésta es la tierra de tus antepasados y de los míos. Yo no siento que sea mía, sólo que aquí están nuestras raíces, por eso hemos regresado.

—¿Y qué debemos hacer nosotros? ¿Debemos permitir que os apropiéis poco a poco de todas nuestras tierras? —Mohamed le miraba fijamente a los ojos.

—¿Quedarnos con vuestras tierras? Nosotros compramos este pedazo de tierra a la familia Aban, ¿lo recuerdas? Los judíos que han ido llegando han comprado tierras a quienes se las han querido vender; que yo sepa, nadie las ha robado. No me gusta cómo lo planteas, Mohamed, otra vez «nosotros», «vosotros». ¿Es que no podemos vivir juntos? ¿Acaso no hemos sido buenos vecinos todos estos años? Tu madre lleva semanas cuidándonos, no hay un solo día que no aparezca con alguno de sus guisos. Tu hermana Aya no sólo ayuda en las labores más pesadas a Kassia, también está pendiente de Marinna. Pasa horas con ella, a veces hablan, otras callan, pero con su presencia Aya la reconforta. No, en La Huerta de la Esperanza no hay «nosotros» ni «vosotros», aquí somos lo mismo; dime dónde ves tú las diferencias.

—Deberías haber sido poeta. Cuando te escucho me conmueven tus palabras y me convences, pero ya te lo he dicho, ahí fuera las cosas no son igual, y ni siquiera tus palabras cargadas de buenas intenciones pueden cambiar la realidad.

—La realidad será lo que queramos que sea —sentenció Samuel.

—Lo siento, Samuel, lo siento sinceramente, pero las cosas no van bien. Entre los míos hay quienes os ven como un peligro para nuestro futuro, para nuestros intereses. Les preocupa que los judíos continúen viniendo a Palestina, pero, sobre todo, las promesas de los británicos. Os han prometido un hogar en una tierra que no les pertenece. Muchos maldicen la declaración del ministro Balfour.

—Ayúdame a levantarme, quiero salir porque a esta hora ya huele a jazmín. Me gusta el olor a jazmín. Tu madre le regaló a Kassia un esqueje cuando vinimos a La Huerta de la Esperanza.

Mohamed le ayudó a incorporarse y al hacerlo notó la extremada delgadez de Samuel. Salieron de la casa caminando lentamente hasta cerca de la verja y se sentaron en un poyete. Samuel sacó la petaca y comenzó a liar un par de cigarrillos. Fumaron en silencio.

Se sentían bien el uno junto al otro, por eso no necesitaban palabras para disfrutar de aquel momento en que el sol comenzaba a ocultarse dejando un fulgor rojizo en el cielo.

Estaban apurando el cigarrillo cuando vieron llegar a Louis. Samuel sonrió al ver a su amigo. Louis, a su manera, se había hecho cargo de La Huerta de la Esperanza. Noche tras noche acudía a dormir y se preocupaba de que todo estuviera en orden en aquella casa donde todos se recuperaban de las heridas sufridas durante el Nabi Musa.

—No deberías estar aquí —le dijo Louis a Samuel a modo de saludo, al tiempo que abrazaba a Mohamed.

—Siempre viene bien respirar el aire de la noche —respondió Samuel volviendo a sacar la petaca y ofreciéndosela a Louis, quien aceptó sonriendo.

—¿Cómo está Ruth hoy? —preguntó Louis con preocupación.

—Apenas ha dicho un par de palabras para agradecerle a Dina el pastel de pistachos que había preparado para ella.

—No logro entender por qué está tan abatida. —En las palabras de Louis había un deje de reproche.

—Estábamos hablando de lo que ha sucedido —le cortó Samuel desviando la conversación.

—No es tan difícil de entender, lo que sucede es que tú tienes una visión romántica de la vida y te niegas a ver las cosas bajo el prisma de la realidad —dijo Louis dándole una palmada en el hombro.

—Eso es lo que yo le digo —le interrumpió Mohamed.

—La realidad no es más que el reflejo de las acciones de los hombres, de manera que la realidad se puede cambiar —contestó Samuel, que no estaba dispuesto a ceder ni un palmo en sus posiciones.

—El mundo está cambiando; admito que el cambio se debe a la acción de los hombres, no podría ser de otra manera, pero lo cierto es que a veces se ponen en marcha fuerzas que resultan imparables. Ahora mismo en Sèvres, en Francia, las grandes potencias están terminando de repartirse Oriente Próximo; llegarán a un acuerdo que querrán imponernos; unos lo aceptarán, otros no…, pero tendrá consecuencias para nosotros, para todos los palestinos, tanto para los palestinos árabes como para los palestinos judíos. —El tono de voz de Louis era solemne.

—Las cosas ya están cambiando; de hecho, los británicos ya gobiernan en Palestina. Hoy se esperaba la llegada del Alto Comisionado —recordó Mohamed.

—Así es, sir Herbert Samuel ya ha llegado y os aseguro que ha sido todo un espectáculo. Los británicos tienen un gran sentido teatral del poder. Ha sido recibido con salvas de hasta diecisiete cañonazos. Por lo que sé, va a instalar la sede del gobierno en la Fortaleza Augusta y tiene intención de reunirse y escuchar a todas las comunidades —continuó explicando Louis.

—Es judío —afirmó Mohamed, y esas dos palabras eran más que una confirmación de la religión del Alto Comisionado.

—Sí, es judío, pero eso no le hace ni mejor ni peor; puede que para los judíos palestinos sea peor que sir Herbert sea judío porque se empeñará en demostrar que es imparcial y eso le puede llevar a cometer alguna injusticia con nosotros —dijo Louis.

—Hace calor —se quejó Samuel apartando con la mano un mosquito que le rondaba y parecía empeñado en clavarle el aguijón.

—Bueno, estamos a 30 de junio, ¿qué quieres? Podemos continuar esta charla a cubierto y así no tendrás que pelearte con los mosquitos —propuso Louis.

—Yo me voy a casa, mi madre debe de estar protestando por mi tardanza. Puede que mi pequeño Wädi aún esté despierto. Salma sabe que cuando regreso de la cantera me gusta jugar con nuestro hijo.

Mohamed se despidió de ambos con cierto alivio. Estaba demasiado cansado para prolongar una charla sobre política, porque al fin y al cabo era de lo que se trataba. Y no les había mentido al expresar su deseo de ver a Wädi. Ansiaba ver a su hijo y abrazarle.

Samuel se apoyó en Louis para caminar. Aún se sentía débil pese a que habían pasado más de dos meses desde que le alcanzó aquella bala perdida.

Entraron en la casa y encontraron a Kassia leyendo. Igor y Marinna estaban en su cuarto y Ruth dormitaba.

—Tenéis la cena en la mesa. Dina ha traído hummus y yo he preparado una ensalada. Creo que me iré a descansar, mañana hay mucho que hacer. Hace un rato le he llevado algo de cena a Netanel y he visto que el laboratorio necesita un buen repaso. Hay que pulir el suelo y limpiar las ventanas —les dijo.

—Poco a poco, Kassia, apenas llevamos dos semanas trabajando —respondió Samuel.

—Y eso se ha acabado. Esto parece un hospital en vez de una explotación agrícola. Como sigáis así, en el laboratorio va a crecer moho. No podemos continuar lamentándonos por lo sucedido. Estamos vivos, lo demás ya no importa.

—A ti te rompieron un brazo y has tenido unas cuantas magulladuras, pero los demás no salimos tan bien librados —protestó Samuel.

—Da gracias de que esa bala no te matara. Marinna se llevó la peor parte porque perdió a su hijo, y la pobre Judith se ha vuelto… bueno, ha perdido la cordura, pero a los demás sólo nos quedan las cicatrices. Ya han pasado más de dos meses, se han acabado los lamentos. Tú estás en condiciones de trabajar más en el laboratorio. Netanel ya lo hace y tiene más edad que tú. Yo no puedo con todo. En cuanto a Igor, ha vuelto a la cantera pero aun así no deja de hacer su parte en la huerta. Y ya que estamos hablando… en fin, este momento es igual de bueno que otro.

Kassia respiró hondo y miró a Samuel y, a continuación, a Louis. Notaba que se habían puesto en alerta por lo que ella pudiera decirles.

—Necesitamos más manos para trabajar la tierra o de lo contrario los cultivos terminarán echándose a perder. He pensado que deberíamos ampliar nuestra comunidad. Miriam me ha dicho que hay un grupo de judíos que buscan trabajo. Aquí les podemos dar un techo y una ocupación. ¿Por qué no vais mañana a la ciudad para conocerles? —A pesar del paso de los años, Kassia continuaba ejerciendo el liderazgo en la comunidad.

—¿Quieres convertir La Huerta de la Esperanza en un kibutz? —preguntó Louis.

—Bueno, en realidad se parece bastante a un kibutz —respondió Kassia.

—Pero no lo es —replicó Louis.

—Yo no sé si seré capaz de vivir con desconocidos —protestó Samuel.

—¿Y qué éramos nosotros cuando nos vimos por primera vez? Podemos construir otra casa para los nuevos. Igor trabaja en la cantera, Marinna en el laboratorio, y vosotros…

—Todos trabajamos la tierra, nunca hemos dejado de hacerlo —protestó Samuel.

—El trabajo duro de La Huerta recaía en Ariel y Jacob, lo sabes bien. Además, nos estamos haciendo viejos y necesitamos gente con esperanza, con la misma esperanza que teníamos nosotros cuando llegamos aquí. —Kassia no admitía réplica a sus planes.

—Tiene razón —aceptó Louis—, no debemos ser egoístas. Mañana nos acercaremos a ver a Yossi para que nos presente a esa gente y luego decidiremos. ¿Qué piensan Igor y Marinna?

—A Marinna le enseñamos desde pequeña que nadie debería tener más que los demás; que debemos compartir, que nada nos pertenece. —Kassia estuvo a punto de emocionarse al recordar sus ideales socialistas, aquellos que había compartido con Jacob, su marido. ¡Cuánto le echaba de menos! Jacob que le había enseñado cuanto sabía.

—¿Y Ruth e Igor? No podemos tomar ninguna decisión sin contar con ellos —les recordó Samuel.

—A Ruth tanto le da; en cuanto a Igor, es un socialista de verdad. No hace mucho me dijo que a veces piensa que Marinna y él deberían irse a un kibutz. —Por el tono de voz de Kassia, Samuel comprendió por qué ella estaba empeñada en transformar La Huerta de la Esperanza.

—No tenemos espacio suficiente para un kibutz, como mucho podemos albergar a otra familia; en cuanto a la tierra, no va a dar más frutos porque haya más gente trabajando. —A pesar de sus argumentos, Samuel sabía que había perdido la batalla contra Kassia.

Sus vidas volvieron a dar un vuelco. Yossi les presentó a aquel grupo de rusos recién llegados de París. Estaba formado por dos hombres de mediana edad, tres mujeres, una pareja de ancianos y tres niños.

Uno de los hombres, que dijo llamarse Moshe, explicó las penalidades que habían sufrido hasta llegar a Palestina. Habían huido de Rusia poco después de la revolución. Todos ellos habían colaborado en la instauración del nuevo régimen, y el propio Moshe confesó haber estado con los bolcheviques. Pero la revolución ni había acabado con la desigualdad ni con el estigma que aparejaba el hecho de ser judíos.

—Vivíamos en Kiev, allí trabajaba como periodista y mi esposa lo hacía en una imprenta. La mía era una familia modesta, sin más lujos que los libros, pero aun así a mis camaradas les parecía que teníamos demasiado, de manera que tuvimos que compartir nuestro hogar con otros que aún tenían menos. No protestamos. Para eso habíamos apoyado la revolución. Pero no era suficiente. Las nuevas autoridades desconfían de los judíos. Dicen que muchos de nosotros solamente somos burgueses, además de sionistas; a otros judíos les reprochan que mantengan las viejas tradiciones, como ir a la sinagoga, incluso hace un año, en 1919, decidieron prohibir las organizaciones sionistas. Nos acusaban de apoyar al imperialismo. Ya ves, nosotros que habíamos puesto todo nuestro empeño en la revolución, de pronto pasábamos a ser sospechosos. Cualquier manifestación a favor del sionismo o del judaísmo se considera contrarrevolucionaria. A Eva, mi esposa, la tuvieron detenida durante tres días. Alguien la denunció por hablar en hebreo. Una denuncia falsa, porque su conocimiento del hebreo es muy elemental. Un buen amigo que goza de la confianza del sóviet de Moscú logró que la liberaran. Hay judíos que ocupan puestos importantes en el nuevo Estado. Judíos que han dejado de serlo y cuya única religión es la revolución.

»Eva se salvó, pero no así mis padres ni los suyos. Nosotros somos de Proskurov, y allí el Ejército Blanco llevó a cabo una matanza, lo mismo que en Denikin, Berdichev, Shitomir… y en tantos otros lugares. Y ya ves, los judíos hemos vuelto a sufrir los pogromos. Tanto da que a un pueblo llegaran fuerzas del Ejército Rojo como del Blanco, al final los judíos nos convertíamos en las víctimas. Si hay un lugar en Rusia donde se paga caro ser judío es Ucrania. Por eso hemos huido. Gastamos cuanto teníamos en sobornos, pero al fin pudimos embarcar en Odessa.

Moshe les presentó a Eva y a sus tres hijos. La otra pareja estaba formada por un maestro y su esposa, habían logrado escapar junto a sus ancianos padres. La tercera mujer, que permanecía extrañamente callada y con la mirada perdida, se había unido a ellos por el camino. Las tropas del Ejército Blanco habían arrasado su pueblo y asesinado a su marido y a sus hijos. Ella, que decía llamarse Sofía, había sobrevivido, aunque no sabía explicar cómo. La habían encontrado desamparada y decidieron que se uniera a ellos. ¿Qué otra cosa habrían podido hacer para ayudarla?

Habían escuchado a Moshe en silencio, impresionados por tanto sufrimiento. No menos trágico era el relato de los otros ucranianos, aunque ellos, al contrario que Moshe, que ansiaba quedarse en Jerusalén, estaban decididos a instalarse en algún kibutz. Yossi observaba a Louis y a Samuel sabiendo que ninguno de los dos pondría objeción a que formaran parte de La Huerta de la Esperanza.

Cuando Samuel y Louis llegaron con los ucranianos, Kassia ya les había buscado acomodo después de que vaciara el nuevo cobertizo donde guardaban las herramientas y los aperos de labranza.

—Tendréis que construiros una casa, pero os ayudaremos. Aquí trabajamos todos sin distinción, no hay trabajo que hagan los hombres que no hagamos nosotras. La Huerta de la Esperanza no es un kibutz aunque nos regimos con normas parecidas. Aquí todo lo decidimos en comunidad y lo que tenemos lo compartimos —les explicó Kassia a los recién llegados.

—Y es importante que os llevéis bien con nuestros vecinos —añadió Marinna.

—Son árabes palestinos, y nos une una profunda amistad. Les debemos mucho. —Las palabras de Samuel sonaban a advertencia.

Salvo Moshe, su esposa y sus tres hijos, el resto del grupo emprendió el camino del valle de Jezreel. Gracias a los buenos oficios de Yossi habían conseguido ser aceptados en un kibutz.

Kassia se sintió decepcionada. Le hubiera gustado que se quedaran, pero comprendía el ansia de aquellos hombres y mujeres por formar parte de un kibutz, donde iban a poder hacer realidad la utopía de una sociedad igualitaria.

Samuel notó la contrariedad de Mohamed cuando le anunció que una nueva familia se había instalado en La Huerta de la Esperanza.

—La tierra no da para tanto —señaló Mohamed.

—Bueno, tendremos que arreglarnos. No podíamos dejarles a su suerte. Kassia tiene razón, nos hacemos viejos, necesitamos la energía de los jóvenes. Además, a vosotros no os afecta que hayamos ampliado nuestra comunidad. Tu casa y tu huerta te pertenecen —le recordó Samuel, molesto por las reticencias de Mohamed.

—Sí, fuisteis muy generosos con nosotros —respondió el joven sin mucho entusiasmo.

Ruth tampoco parecía muy entusiasmada por la presencia de Moshe y Eva.

—Ya no somos jóvenes. Hace años teníamos el ánimo de los pioneros, y éramos unas soñadoras, pero ahora… Estábamos bien como estábamos —le confesó Ruth a Kassia.

—Tienes razón, pero precisamente porque nos estamos haciendo viejas, necesitamos personas jóvenes que continúen adelante. Marinna e Igor no pueden hacerse cargo de todo; Louis va y viene, y Samuel y Netanel tienen el laboratorio.

—Pero no por eso dejan de trabajar la tierra —le recordó Ruth.

—No tanto como sería necesario, y nosotras no podemos con todo.

—Igor y Marinna tendrán hijos —dijo Ruth.

—Espero que sí, pero hasta que eso suceda…

Para alegría de las dos abuelas, Marinna no tardaría en anunciarles que estaba embarazada de nuevo. Igor parecía más feliz que la propia Marinna.

—¡Por fin un niño en La Huerta de la Esperanza! —exclamó Louis al enterarse.

—Bueno, ahora hay tres niños, los de Moshe y Eva —le recordó Marinna.

—Ya son casi hombres, yo me refiero a un niño nuestro, de esta familia —dijo Louis mientras la abrazaba.

—Ya que hoy estamos de enhorabuena por el embarazo de Marinna, yo también tengo una noticia que daros.

Todos se quedaron en silencio, expectantes ante el anuncio de Samuel. Kassia le miró con preocupación, Ruth con curiosidad y Louis con desconcierto.

—Voy a casarme con Miriam —les anunció con una sonrisa.

Durante unos minutos todos hablaron a la vez. No es que no se hubieran dado cuenta de que entre Miriam y Samuel había una relación especial que ambos se empeñaban en ocultar a los demás, pero no habían imaginado que llegaran a casarse. Miriam era viuda y tenía un hijo, Daniel, que parecía ser su bien más preciado, y Samuel parecía haberse acomodado a su situación de solterón. Además, ya había sobrepasado los cincuenta años y a esa edad son pocos los hombres en la aventura del matrimonio.

—¿Vendrá a vivir aquí? —quiso saber Kassia.

—Sí, creo que sí. Miriam cree que a Daniel no le gustaría verme en su casa ocupando el lugar de su padre y que es mejor que los dos vengan aquí. Bueno, ¿qué os parece?

Le felicitaron sinceramente. Querían a Samuel y apreciaban la valía de Miriam, también habían tomado cariño a Daniel. Al chico le vendría bien tener un padre.

—Tendremos que ampliar la casa —dijo Kassia, entusiasmada.

—Bueno, quizá no haga falta. Miriam y yo dormiremos en mi cuarto y Daniel puede ocupar el que era de Igor antes de casarse con Marinna.

—¿Y si tenéis hijos? Es mejor que ampliemos la casa —insistió Kassia.

—¿Hijos? Pero ¡qué cosas dices! No tengo edad para tener hijos.

—Tú no, pero Miriam aún puede tenerlos —le replicó Kassia.

—No es una niña —recordó Samuel.

—En efecto, pero, que yo sepa, tiene treinta y cinco años y a esa edad las mujeres aún podemos parir. Mi madre me tuvo a mí a los cuarenta —respondió Ruth.

Transmitieron las buenas nuevas a sus vecinos los Ziad. Aya ya sabía del embarazo de Marinna aun antes de que su amiga se lo confesara. Lo había intuido al verla moverse y sobre todo por cómo se colocaba la mano sobre el vientre intentando proteger al hijo que llevaba en las entrañas. A Mohamed le sorprendió la decisión de Samuel. No le imaginaba casado. Pero se alegraba sinceramente de su felicidad. Dina prometió que se encargaría de cocinar el pastel de boda, aquel pastel de pistachos que tanto le gustaba a Samuel.

—Me alegrará verte casado antes de morirme —le dijo Dina a Samuel.

—¡Vaya, como si estar soltero fuera terrible! Y no presumas de vieja, que tenemos la misma edad —respondió Samuel con una sonrisa.

—La soledad no es buena —le replicó Dina.

—Yo no estoy solo, os tengo a vosotros, a Kassia, a Ruth, a Marinna y a Igor, a Mijaíl…

—¿A Mijaíl? Creo que nos tienes a todos menos a ese chico. Te quiere, sí, pero a su pesar. ¿Sabes?, me alegro de que te cases con Miriam, es una buena mujer… Siento tanto lo de su hermana Judith. ¿Crees que algún día volverá a ver?

—Yossi no lo cree.

—¡Por qué se desató esa locura! —se lamentó Dina recordando el Nabi Musa.

—Debemos olvidar, todos sufrimos las consecuencias.

—Judith no podrá olvidar —sentenció Dina.

Pese a haber tomado la decisión de casarse, Samuel dudaba. En realidad había sido Miriam quien le había pedido matrimonio.

—Somos demasiado mayores para andar ocultándonos. Deberíamos casarnos. Estamos bien juntos y aunque yo no sea la mujer con la que habías soñado, podemos ser felices. No te engaño, nunca olvidaré a mi esposo, pero él está muerto.

Samuel aceptó el razonamiento de Miriam. Al igual que ella, él también estaba cansado de ocultarse. Parecían dos adolescentes temiendo ser pillados en falta. Ella tenía razón, no era la mujer con la que había soñado, en sus sueños siempre aparecía Irina, pero se había resignado. Juntos estarían bien.

Daniel no acogió con entusiasmo la noticia. Apreciaba a Samuel pero no quería verle ocupando el lugar de su padre, por eso Miriam había decidido que vivirían en La Huerta de la Esperanza. De esa manera Daniel no tendría que ver a Samuel durmiendo en la cama que había sido de su padre. Lo único que sentía era alejarse de Judith, que tanto la necesitaba; sin embargo acordó con Samuel que trabajaría en La Huerta de la Esperanza pero acudiría a diario a casa de Yossi y Judith para estar con su hermana y también para ayudar a su cuñado.

Se casaron en una sinagoga de la Ciudad Vieja. Todos los miembros de la familia Ziad asistieron a la ceremonia, y Samuel supo que los amigos de Mohamed se lo echaron en cara. Incluso fue el hermano de Dina, Hassan, acompañado de su esposa Layla y de su hijo Jaled. También asistió Mijaíl. En los últimos meses el chico acudía con frecuencia a Jerusalén para estar con Yasmin, la hija de Yossi y Judith.

Los jóvenes se lamentaban de que los sucesos del Nabi Musa hubieran frustrado sus planes para iniciar una vida juntos en Tel Aviv, pero ni Yasmin hubiera sido capaz de dejar a su madre abandonada a su suerte, ni Mijaíl se lo habría pedido, de manera que se conformaban con verse dos o tres veces al mes.

Samuel había temido que Mijaíl se burlara de su boda, por eso retrasó el momento de decírselo; aunque su reacción había sido de tristeza, le felicitó.

—Hace tiempo que deberías haberte casado y mejor que sea con Miriam, es una buena mujer.

—Me alegra que te parezca bien —le respondió aliviado.

Mijaíl guardó silencio unos segundos antes de mirarle fijamente a los ojos.

—Cuando era niño soñaba que te casabas con Irina y te quedabas con nosotros para siempre. Pensaba en mí, sólo en mí. Lo había perdido todo: mis padres, mi país, mi destino, sólo os tenía a vosotros. Me sentí traicionado cuando te fuiste, nunca te lo perdoné.

—Sí, lo sé, aún hoy no me lo has perdonado.

—No voy a engañarte, cuando te fuiste dejé de confiar en ti. Marie me decía que cuando me convirtiera en un hombre te comprendería.

—¿Y lo has hecho? —preguntó Samuel, expectante por la respuesta.

—Aunque llegara a comprenderte no podría perdonarte.

Se miraron a los ojos y cada uno pudo leer en el otro el deseo de abrazarse, pero no fueron capaces de hacerlo.

—Marie te quería mucho —dijo Samuel para romper la tensión.

—Sí, ella fue lo mejor que he tenido después de mis padres. Fue una mezcla de abuela y de madre. No la olvidaré jamás.

A Samuel aquella conversación le devolvió la serenidad que necesitaba para casarse con Miriam.

La convivencia le resultó más fácil de lo que había imaginado. Miriam tenía mucho carácter pero no perdía nunca los nervios ni decía una palabra más alta que otra. Tanto a Samuel como al resto de los habitantes de La Huerta de la Esperanza les sorprendía que Miriam hablara con su hijo Daniel en sefardí.

Miriam le había contado a Samuel que ella había aprendido a hablar español con su abuela, la madre de su padre. La familia de Judith y Miriam eran de origen sefardí por parte de padre. Por parte de madre, desde el principio de los tiempos sus raíces estaban en Hebrón.

—La familia de mi madre no tenía demasiados medios, apenas una casa y unas tierras para cultivar y unos cuantos animales domésticos. Mi padre nació en Jerusalén, lo mismo que su padre y que su abuelo y su bisabuelo, aunque eran originarios de Toledo, en España. Cuando sus antepasados tuvieron que exiliarse tras el edicto de expulsión dictado por los Reyes Católicos, huyeron a Salónica y allí vivieron ganándose bien la vida con el comercio.

—¿Por qué dejaron Salónica? —quiso saber Samuel.

—Una parte de la familia decidió que ya que habían perdido una patria debían recuperar la otra patria ancestral, y vinieron a Jerusalén. Aquí se dedicaron a vender aceite. Mi padre hablaba con su madre en español y mi abuela nos hablaba a nosotras también en sefardí. ¡Es una lengua tan hermosa! ¿Sabes?, Judith y yo conservamos como un tesoro la llave de la casa de mis antepasados en Toledo. Siempre soñamos con ir… Mi abuela decía que Toledo era más hermosa que Jerusalén, aunque ella no la conocía, pero se lo había oído decir a su madre y ésta a la suya, así durante siglos hasta hoy.

Los padres de Miriam se conocieron por casualidad. Un familiar de su madre que vivía en Jerusalén cayó enfermo y pasó a ser paciente de Abraham, el padre de Yossi. Cuando la madre de Miriam acudió a Jerusalén con sus padres a visitar a su pariente conoció al que sería su marido y con el que tendría dos hijas. Más tarde, Judith se casaría con Yossi, el hijo de Abraham, y ella con un oficial que servía en el ejército del sultán. Las dos se habían casado muy enamoradas y habían sido felices.

Una madrugada, Mohamed se presentó en La Huerta de la Esperanza. Dina tenía fiebre alta y le costaba respirar.

Samuel se vistió a toda prisa y despertó a Daniel para que fuera en busca de Yossi. Igor se ofreció a acompañar al muchacho ya que a aquellas horas habría sido peligroso ir solo hasta la Ciudad Vieja.

Samuel hizo cuanto estuvo en su mano para bajar la fiebre de Dina, sabía qué medicamentos debía utilizar, pero no era médico y aunque sospechaba cuál podía ser el origen del mal, contaba los minutos para que llegara Yossi.

—Tiene neumonía —sentenció el médico, y le pidió a Samuel que suministrara a Dina uno de sus preparados.

Aya estaba muy pálida y temblaba, no podía imaginar la vida sin su madre, de manera que cuando Yossi salió de la habitación de Dina le siguió.

—No va a morirse, ¿verdad?

—Haré todo lo que pueda para que se cure —prometió Yossi.

Dina aún era joven aunque la pérdida de su esposo Ahmed le había quitado años de vida. Se sentía cansada, y si hubiera tenido otro temperamento se habría rendido.

Pasaron unas semanas de angustia. Aya sin moverse de la cabecera de su madre, Salma haciéndose cargo de las labores de la casa además de Rami y Wädi. Mohamed contaba las horas que pasaba en la cantera ansioso por regresar a su casa. Hassan y Layla acudían todos los días a ver a la enferma. Incluso Jaled, que seguía formando parte de las tropas de Faysal, obtuvo permiso para ir a ver a su tía enferma. En cuanto a Kassia, decidió no moverse del lado de Dina, alternándose con Aya para que la joven descansara. Todos los habitantes de La Huerta de la Esperanza vivieron la enfermedad como si fuera propia. Querían sinceramente a Dina y tenían una deuda de gratitud con ella visto que no había reparado en desvelos después de los disturbios del Nabi Musa.

Cuando Dina estuvo recuperada y se sintió lo suficientemente fuerte para levantarse de la cama, Mohamed invitó a sus amigos a compartir la cena del viernes.

Hablaron y rieron, y la velada habría durado hasta la madrugada si no hubiese sido por el estado de Dina.

—No nos confiemos, aún está convaleciente —advirtió Yossi.

El 1 de mayo de 1921 volvió a estallar la violencia. Esta vez en Jaffa. Hubo un desfile de trabajadores judíos autorizado por los británicos. No debieron hacerlo. Para los árabes aquel desfile fue una provocación. ¿Cómo pudo desatarse el infierno? Eso fue lo que se preguntaba Samuel, conmocionado por las noticias que llegaban desde Tel Aviv. Grupos de árabes palestinos comenzaron a atacar a los judíos en el viejo puerto, también atacaron viviendas y tiendas. El balance se saldó con muertos y numerosos heridos en ambos bandos.

Louis intentaba convencer a Samuel para que formara parte del ejército secreto que se estaba creando en la clandestinidad y del que él mismo era miembro activo, pero Samuel se negaba.

—Ya te he dicho en más de una ocasión que no creo que la solución sea el enfrentamiento con los árabes. Además, no tengo edad para aventuras.

—Aún eres joven, tienes cincuenta años —replicó Louis—. ¿Acaso te da miedo luchar?

—No lo sé, nunca he luchado, pero sí sé que no quiero tener en mi conciencia la muerte de ningún ser humano. Sólo… sólo en una ocasión me hubiera gustado matar… Sí, habría matado al hombre que entregó a mi padre a la Ojrana.

—Entonces eres capaz de matar, pero no es eso lo que pretendemos, simplemente queremos defendernos, debemos estar preparados para hacer frente a sucesos como los del Nabi Musa o el ataque de Jaffa. ¿Qué crees que hicieron los británicos? Cuando hicieron acto de presencia ya había muertos —respondió Louis.

—Tenemos que acabar con esta locura. Le diré a Mohamed que organice una reunión con Omar Salem. Ese hombre está bien relacionado con las principales familias árabes palestinas. Conoce bien a los Husseini, a los Dajani y a los Jalidi, también a los Nashashibi. Algo podremos hacer que no sea pelearnos.

—¿Y en nombre de quién vas a hablar? Ni siquiera te has apuntado a la Histadrut.

Pocos días después, Mohamed les anunció que Omar Salem estaba dispuesto a invitarles a su casa. Samuel se hizo acompañar de Louis. Necesitaba que le explicaran por qué se había desatado aquella locura.

—Me dicen que la policía árabe también ha intervenido en los ataques. No logro comprender lo que está sucediendo —dijo a su anfitrión.

Omar Salem respetaba a Samuel. Sabía que Ahmed Ziad había confiado en él. Mohamed también hablaba a su favor.

—¿Qué puedo decirte yo? Sé lo mismo que tú. Siento esas muertes. Pero ¿era necesario que los judíos desfilaran por Jaffa? Entre nosotros hay preocupación, cada vez hay más judíos que vienen a Palestina. Compran nuestras tierras, nosotros nos quedamos sin trabajo… Nuestros campesinos, los fellahs, comienzan a ser parias en nuestra propia tierra.

—¿Otra vez la misma excusa? —protestó Samuel—. Tienes razón en que muchos judíos han decidido retornar a esta tierra, pero ¿acaso es motivo suficiente para pelearnos a tiros?

—Los británicos no han cumplido sus promesas. Nos prometieron apoyar la creación de un gran país árabe, se lo prometieron al jerife Husayn, se lo prometieron a Faysal, ¿y qué ha sucedido? Nos han engañado —continuó diciendo Omar.

—Yo luché al lado de Faysal, ayudamos a los británicos a vencer a los turcos, luché por una patria —interrumpió Mohamed, airado.

—¿Y qué tienen que ver las mentiras de los británicos con los judíos? ¿Por qué nos atacáis a nosotros? ¿Es que no podemos compartir la tierra? ¿Acaso no podemos vivir juntos? —En el tono de voz de Samuel había decepción y cansancio.

—Tienes que comprender que no podemos aceptar que el Fondo Nacional Judío continúe con su política de comprar nuestras tierras, ¿qué nos quedará, si no? Los británicos juegan con nosotros. Permitieron a Faysal convertirse en rey de Siria, pero ¿de qué Siria? Nos engañaron. Siria debía incluir el Líbano y Palestina, pero lo que han hecho es trazar fronteras entre los territorios dividiendo el Mashriq. Los británicos y los franceses se han repartido el imperio otomano. Queríamos ser independientes pero no creen que seamos capaces de gobernarnos solos, de modo que han decidido quedarse y llevar a cabo la política del «divide y vencerás». ¿Qué es lo que se firmó en el Tratado de Sèvres? ¿Lo sabes? Allí lo que se firmó fue la traición a los árabes. Nos están tratando como si, además de derrotar a los turcos, también nos hubieran derrotado a nosotros —afirmó Omar Salem con rabia.

—¿Quieres que te diga que tienes razón? La tienes. No han cumplido con sus promesas, pero ¿qué tiene que ver eso con nosotros? ¿Por qué hemos de pelearnos los árabes y los judíos?

Omar vaciló antes de responder, parecía buscar las palabras para hacerle comprender a Samuel lo que estaba sucediendo.

Louis escuchaba en silencio atento a cuanto decía Omar. Por fin, éste volvió a hablar.

—Te daré mi opinión de por qué sucede lo que sucede. Los europeos, sobre todo los británicos y los franceses, han convertido en colonias todo el norte de África, Argelia, Libia, Túnez, Marruecos… Echa la vista atrás. No debería extrañarte que entre nosotros, que entre los árabes, haya resurgido la fuerza para volver a ser lo que fuimos antes de que nos dominaran los turcos. Compartimos el mismo Dios, la misma religión, la misma lengua, las mismas costumbres, tenemos una historia común, ¿por qué no hemos de ser una nación? —Omar clavó su mirada en la de Samuel.

—¿Y eso qué tiene que ver con nosotros? —insistió Samuel con terquedad.

—Para los británicos y los franceses resultó una suerte que el sultán decidiera participar en la Gran Guerra apoyando a Alemania. Fue la excusa perfecta para seguir ampliando los dominios de sus imperios en África y en Oriente. Desde el primer momento se pusieron de acuerdo para repartirse las tierras del imperio otomano. El problema de los británicos, que es lo que nos ha llevado hasta aquí, es que han hecho demasiadas promesas y han adquirido compromisos contrapuestos. Por una parte, acordaron con Francia el reparto del imperio otomano. Como bien sabes, ese acuerdo es el que ya han puesto en práctica. En segundo lugar, se comprometieron con el jerife Husayn que apoyarían un Estado árabe independiente. Mentían, claro; no pensaban hacerlo puesto que ya habían acordado con sus amigos franceses el reparto de la Gran Siria, de Irak… el Mashriq; la tierra que iba a ser la patria de los árabes la han troceado estableciendo fronteras inexistentes. Y el tercer problema es que, además, han prometido a los judíos un hogar aquí en Palestina. ¿Cómo se han atrevido a hacerlo si esta tierra no es suya? Como verás, los tres compromisos son imposibles de conciliar. En realidad nunca pensaron siquiera en intentarlo, siempre supieron que nos iban a traicionar. En el Tratado de Sèvres confirman lo que te he dicho. No sólo han vencido a los turcos, creen que también han vencido a los árabes. —Omar volvió a guardar silencio a la espera de la reacción de sus invitados.

Fue Louis quien respondió adelantándose a Samuel.

—Bien, ya hemos llegado a la situación actual, y ahora ¿qué?

—Ahora nos encontramos con que los franceses han expulsado a Faysal de Siria y no quieren saber nada de su padre el jerife Husayn —respondió Mohamed.

—Sí, han engañado a Faysal, no lo negaré, pero él tampoco ha encontrado el apoyo que esperaba entre los sirios y se está incumpliendo el acuerdo al que llegó con el doctor Weizmann. No olvidéis que Faysal aceptaba que los judíos pudiéramos establecernos en Palestina —apuntó Louis.

—Ésa es sólo una parte de la verdad. Sí, Faysal dio muestras de una gran generosidad al aceptar el establecimiento de judíos en Palestina, no puso objeciones a que vivierais dentro de la Gran Patria de la que él sería la cabeza principal. Faysal no dejó lugar a equívocos: si todo el mundo cumplía lo acordado, él cumpliría; de lo contrario, no se sentiría obligado por el acuerdo con Weizmann. —Era Mohamed quien había hablado, al fin y al cabo conocía bien a Faysal y había luchado a su lado.

—En cuanto a los problemas de Faysal en Siria… en fin, los patriotas sirios pasaron meses elaborando un programa común para presentárselo a esa comisión formada por los norteamericanos, King y Crane. Teníamos esperanzas en esa comisión y en las promesas de Wilson, el presidente de Estados Unidos. ¡Qué bellas palabras pronunció en la Conferencia de París sobre la libertad de los pueblos y su derecho a gobernarse! Nos engañaron, no tuvieron en cuenta las decisiones del Congreso General Sirio, por eso hubo que dar un paso adelante y proclamar a Faysal rey de Siria. En esa proclamación no se aspiraba a nada que no nos hubiésemos ganado, que no hubiese sido acordado cuando luchábamos junto a los británicos para acabar con el imperio otomano. Pero los británicos volvieron a traicionarnos y se lavaron las manos dejando Siria a los franceses. Y éstos ni siquiera se han molestado en respetar a Faysal —terminó de explicar Omar.

—Si hemos podido vivir juntos en el pasado tiene que ser posible que sigamos haciéndolo en el futuro. —Había un deje de súplica en la voz de Samuel.

—Es difícil saber lo que va a depararnos el futuro. Te aseguro que no soy partidario de la violencia, aunque comprendo la frustración de mis hermanos árabes y, sobre todo, su temor a que los británicos os permitan que nos despojéis de nuestra tierra. En cuanto al desfile de los judíos en Jaffa, ha sido una provocación por nuestra parte —afirmó Omar.

—Tienes razón —aceptó Samuel—. Ese desfile no debió llevarse a cabo.

—Los británicos juegan a dos bandos. En ocasiones se muestran partidarios de la Declaración Balfour y en otras intentan congraciarse con los árabes haciéndonos la vida imposible y restringiendo la inmigración —apuntó Louis.

—Entonces tenemos un enemigo común —concluyó Mohamed.

—Debemos encontrar una solución —insistió Samuel, pero la suya era una súplica que no podía tener respuesta.

Ben, el hijo de Igor y Marinna, nació cuatro meses antes que Dalida, la hija de Samuel y Miriam. Para todos fue una sorpresa que al poco de la boda Miriam les anunciara que estaba embarazada. Samuel fue el primer sorprendido y aunque procuró mostrar alegría no estaba seguro de querer tener un hijo.

El matrimonio le resultaba más placentero de lo que había esperado, pero se sentía mayor para tener hijos.

Daniel recibió a Dalida como una afrenta y se lo reprochó a su madre.

—Resulta ridículo que a tu edad tengas hijos.

Pero Miriam hizo caso omiso del disgusto de su hijo y del poco entusiasmo de Samuel. Aquella niña la llenaba de alegría.

Mientras tanto, en Palestina parecía haberse instaurado una frágil tregua desde la llegada del nuevo gobernador, sir Herbert Samuel, a pesar de que los árabes palestinos desconfiaban de él por ser de origen judío. Los judíos palestinos pronto comprendieron que sir Herbert era sobre todo inglés y que no se movería un milímetro en favor de los intereses judíos si éstos chocaban con los del imperio británico.

Había adoptado decisiones que fueron recibidas con reticencias por unos y otros. Por una parte, había excarcelado a Jabotinsky pero, por otra, indultó a Amin al-Husseini, al que los judíos señalaban como el responsable directo de la tragedia del Nabi Musa, amén de restringir la inmigración de más judíos a Palestina.

No obstante, esta tenue tregua les permitió a todos vivir con cierta calma, aunque a Samuel le preocupaba que Louis se implicara cada vez más en la Haganá, la organización clandestina de autodefensa heredera del Hashomer.

—Tienes que aceptar que debemos estar preparados para defendernos por nuestros propios medios, no podemos poner nuestras vidas en manos de los británicos —insistía Louis.

—Lo que tenemos que hacer es fiarnos los unos de los otros. Tú hablas de estar preparado para luchar, yo hablo de evitar tener que luchar —respondía Samuel.

—Nuestro objetivo es la defensa, no el ataque. ¿Acaso has oído que la Haganá haya atacado a algún árabe?

Hablaban, pero no lograban convencerse el uno al otro. Louis respetaba a los árabes palestinos, tenía buenos amigos entre ellos, pero no se engañaba respecto al futuro. Aun así, procuraba seguir estrechando lazos con quienes eran sus amigos y en cuanto podía acudía a casa de Mohamed. Al igual que Samuel, para él los Ziad también eran su propia familia.

Para Samuel y Louis fue un alivio que los británicos colocaran a Faysal en el trono de Irak después de haberse cruzado de brazos permitiendo que los franceses le obligaran a renunciar a Siria. Y aunque a Louis le inquietó que poco más tarde los británicos se inventaran un reino en Transjordania para Abdullah, el hermano de Faysal, Samuel consideraba que de esa manera la familia del jerife de La Meca recibía al menos una recompensa justa por la ayuda que habían prestado a los británicos.

—Ya que al menos no han conseguido la gran nación por la que han luchado, qué menos que cada uno pueda tener un reino.

—No creerás que los británicos se han inventado ese reino para paliar el incumplimiento de sus promesas… Les viene bien un Estado tapón entre Palestina y Siria. Los británicos no hacen nada si no es en su propio beneficio —respondía Louis.

Más adelante, Samuel tuvo que admitir que Louis tenía razón. Si bien habían ayudado a Abdullah a conservar su nuevo reino frente al ataque de las tribus wahabíes, no tardaron en lavarse las manos cuando los saudíes atacaron el Hiyaz en 1924 y decidieron no prestar la ayuda que les pedía el jerife. Le abandonaron a su suerte y el jerife Husayn, para evitar un baño de sangre, abdicó en su hijo Alí.

Mohamed se quejó amargamente de lo sucedido a Samuel.

—¡Son unos traidores! No han cumplido ninguna de sus promesas y la última traición ha sido permitir que los saudíes ataquen el Hiyaz y el jerife se haya tenido que exiliar en Ammán. Ese Ibn Said es un bandido y sus hombres unos fanáticos —clamó Mohamed.

—Tienes razón, los británicos han prometido tanto a tantos… Con Ibn Said también firmaron un acuerdo en 1915 aceptando su dominio de parte de los territorios árabes. Ibn Said, por su parte, se ha comprometido a no permitir la presencia de extranjeros en sus tierras sin el acuerdo de Gran Bretaña. Dicen que los soldados de Ibn Said son unos fanáticos, se les conoce como los ikhwan, y su interpretación del Corán es rigurosa —apuntó Louis.

—Se acabó el sueño de una gran nación árabe —continuó lamentándose Mohamed.

—Aún no está todo perdido, dicen que el jerife se muestra muy activo, y no para de tratar con otros caudillos árabes —le respondió Samuel con poca convicción.

—Mis amigos me dicen que el jerife Husayn se pelea con su hijo Abdullah. Éste no quiere que su padre se meta en los asuntos de su reino. No sé cuánto tiempo podrán estar el uno con el otro. Un reino no puede tener dos príncipes —dijo Mohamed con un deje de amargura.

Samuel no era capaz de aliviar su preocupación. Sabía de los lazos de Mohamed y su familia con el jerife Husayn y con sus hijos. Habían combatido con valor junto a Faysal, y Salah, el primo de Mohamed, había muerto luchando por la gran nación árabe que los ingleses les habían prometido. Comprendía su decepción.

Ben, el hijo de Igor y Marinna, había devuelto la alegría a La Huerta de la Esperanza. Nadie permanecía indiferente ante aquel niño con aspecto de querubín. Rubio, con unos inmensos ojos azul grisáceos, siempre dispuesto a mil y una travesuras que se hacía perdonar echando los brazos al cuello de quien le regañaba.

A Ben le gustaba escaparse a casa de los Ziad. Había convertido en sus héroes a Wädi, el hijo de Mohamed y Salma, y a Rami, el hijo de Aya y Yusuf.

Wädi y Rami llevaban a Ben a todas sus correrías y el pequeño les seguía entusiasmado.

—Menos mal que Dalida es una niña tranquila —se quejaba Kassia.

—Bueno, los chicos son más inquietos —les disculpaba Miriam—, mi Daniel tampoco se estaba quieto cuando era niño.

—Ya, pero esos tres un día nos van a dar un disgusto.

Kassia tenía razón. Una tarde los niños desaparecieron. Rami tenía seis años, Wädi cuatro y Ben tres. Aya pensaba que los niños estaban en La Huerta de la Esperanza y al caer la tarde fue a buscarles, pero Kassia le dijo, asustada, que creía que estaban con ella y con Salma.

—Pero si vinieron hacia aquí, les vi empujar la verja —respondió Aya, muy nerviosa.

Todos se pusieron a buscar a los niños. Cuando Mohamed e Igor llegaron de la cantera se unieron a la búsqueda.

No les encontraron hasta la mañana siguiente. En realidad les encontró un campesino que oyó gemidos provenientes de una vieja acequia. Al principio pensó que era un perro que se había caído, pero luego creyó escuchar voces y fue a buscar ayuda. Los tres niños estaban heridos: Rami se había partido una pierna, Wädi un codo y una pierna, y el pequeño Ben tenía el hombro dislocado y una herida profunda en la cabeza.

La aventura les costó una buena reprimenda y un castigo. Durante algunos días les impidieron jugar juntos, pero en cuanto Ben se recuperó se las ingenió para escabullirse e ir a casa de los Ziad.

Kassia disfrutaba con el bullicio de los niños. Ben y Rami, lo mismo que Wädi, eran incansables; y luego estaban las niñas: Dalida, la hija de Samuel y Miriam; Noor, la pequeña de Aya, y Naima, la hija de Mohamed y Salma. También estaban los tres hijos de Moshe y Eva, ya entrados en la adolescencia y más formales que los pequeños de La Huerta de la Esperanza.

—Ellos son el futuro —no se cansaba de repetir Kassia, que animaba a Marinna a que tuviera más hijos. Pero ella parecía incómoda por los requerimientos de su madre. Había perdido la espontaneidad de la juventud y a nadie se le escapaba que a veces se abstraía en silencios de los que le costaba regresar. Sólo con Aya compartía confidencias.

Por su parte, Igor parecía aceptar esa distancia sutil que Marinna había interpuesto entre los dos. La quería y se decía que tenerla con él le era suficiente, pero que no debía indagar entre las brumas de la mirada de su esposa, ni obligarla a salir de sus silencios. Sabía que era leal y eso le bastaba. Ella nunca le había engañado respecto a lo que sentía por él, y él lo había aceptado. Al principio le costaba tratar a Mohamed como al amigo y vecino que debía ser, además trabajaban juntos en la cantera, y siempre se había mostrado amistoso, no podía reprocharle nada. Mohamed nunca había traspasado el umbral de la corrección para con Marinna, a la que trataba con un afecto distante. «Se siguen queriendo», se decía para sí Igor, y se preguntaba si Salma se daría cuenta lo mismo que él. Simpatizaba con la esposa de Mohamed. Si Marinna era bella, Salma lo era aún más, y sobre todo tenía un carácter dulce y bien dispuesto hacia los demás. Igor pensaba que quizá él habría sido feliz con Salma, y se sorprendía por este pensamiento, que combatía reprochándose por pensar en la esposa de Mohamed, pero no podía engañarse, aquella mujer ejercía una fuerte atracción sobre él.

«Marinna sueña con Mohamed; Mohamed sueña con Marinna, yo sueño con Salma, y ella ¿con quién soñará?», pensaba sin atreverse a confiarse a nadie, ni siquiera a su madre.

En ocasiones se decía que ninguno de ellos tenía valor. «Si lo tuviéramos, Mohamed se marcharía con Marinna y yo me quedaría junto a Salma», pero inmediatamente se arrepentía de aquellos pensamientos que cada día le atormentaban más y que excusaba diciéndose que se debían a la indiferencia de su esposa.

Por su parte Samuel parecía dejarse llevar por el transcurrir de la vida. Quería a Miriam aunque no estaba enamorado de ella y empezaba a sentir apego por Dalida, aquella niña no deseada pero que apenas aprendió a andar le seguía por todas partes con auténtica devoción. Dalida era una niña preciosa, con el cabello oscuro como su madre y los ojos gris azulado como Samuel. Al contrario que los chicos de la casa, Dalida era tranquila, no lloraba y era capaz de pasar horas enteras sentada en el suelo jugando con sus muñecas de trapo. De repente, un día la rutina se interrumpió al anunciar Miriam que de nuevo estaba embarazada. Esta vez Samuel no ocultó su disgusto.

—No tengo edad para tener hijos, más bien para ser abuelo. ¿Sabes cuántos años tengo? Este año de 1925 cumplo cincuenta y cuatro.

—Los patriarcas eran padres a edades más tardías. No voy a disculparme por tener un hijo. Acéptalo con alegría —le respondió Miriam conteniendo su enfado.

Para el resto de los habitantes de La Huerta de la Esperanza el embarazo de Miriam también fue una sorpresa. La felicitaron sinceramente e hicieron caso omiso de la contrariedad de Samuel. Daniel, el hijo mayor de Miriam, recibió la noticia con enfado.

—Madre, tienes casi cuarenta años, ¿no eres demasiado mayor para traer hijos al mundo? —le reprochó.

—Tendré los hijos que quiera tener, ése no es asunto tuyo.

Miriam parecía inmune al malhumor de Samuel y se instaló en la indiferencia preocupada sólo por el hijo que iba a traer al mundo. Nació a finales de 1925 y Miriam se empeñó en llamarle Ezequiel, a pesar de las protestas de Samuel.

—Es tu hijo, sí, pero habida cuenta de tu falta de interés, no sé por qué has de elegir su nombre. Se llamará Ezequiel, como mi abuelo materno.

A Samuel le costó aceptar que tener un hijo varón le había conmovido. De repente se le venía a la memoria su padre, cómo le gustaba que le cogiera en brazos y le apretara contra su pecho haciéndole sentirse seguro.

—Samuel es como todos los hombres, les parece que tener un varón les hace más hombres —le comentó Kassia a Miriam.

1925 fue el año en que se inauguró la Universidad Hebrea de Jerusalén, que llenó de orgullo a los judíos palestinos, pero también fue el año en que los saudíes conquistaron La Meca, para desesperación de Mohamed y sus amigos, que se dolieron de que Alí, el hijo del jerife, hubiera tenido que huir para salvar la vida.

Los saudíes habían acabado con más de mil años de preeminencia de los hachemitas en el gobierno de la ciudad santa del islam.

—Ahora sí que se han esfumado las esperanzas de que los árabes tengamos una gran nación —afirmó un Mohamed doliente a Samuel y a Louis.

—Mohamed está en lo cierto —aceptó Louis—; los británicos lo han consentido porque sólo somos piezas de un ajedrez que ellos mueven y enfrentan a su conveniencia.

Tenía razón, o al menos los hechos le iban dando la razón. Samuel tampoco había logrado comprender por qué los británicos habían decidido aupar hasta lo más alto al hombre que había incitado los disturbios del Nabi Musa. Haj Amin al-Husseini se había convertido en muftí de Jerusalén por obra y gracia de los ingleses.

Mohamed le había contado que Omar Salem y la mayoría de sus amigos preferían a Husseini, aunque él se inclinaba por Ragheb al-Nashashibi.

—Los Nashashibi son tan patriotas como los Husseini, pero al menos se muestran dispuestos a hablar con los británicos y con todas las comunidades —explicó Mohamed a sus amigos.

En agosto de 1929 Dalida tenía siete años y Ezequiel estaba a punto de cumplir cuatro. Como todos los agostos, en Jerusalén hacía calor, mucho calor. ¿Alguien se ha dado cuenta de que la mayoría de las guerras y revoluciones estallan en verano? En realidad la tensión entre las dos comunidades no había dejado de latir con mayor o menor intensidad. Louis tampoco dejaba de protestar por lo que consideraba una actitud cínica de los ingleses y, aunque a regañadientes, Samuel había terminado por aceptar que los judíos no podían contar más que con sus propias fuerzas y que no podían dejar su destino en manos de Gran Bretaña. Pero la aceptación de esa realidad no le llevó a formar parte de la Haganá. Se sentía mayor y dudaba de poder ser útil en caso de tener que luchar. Sólo una vez en su vida había deseado matar a un hombre, Andréi, el amigo de Dimitri Sokolov, al que consideraba el asesino de su padre. El rostro de Andréi le asaltaba en sus pesadillas. Sólo a él odiaba, porque ni siquiera era capaz de odiar a los hombres que le apalearon aquel Nabi Musa. Estaba convencido de que no sería capaz de hacer daño a ningún ser humano. Aun así, no pudo evitar que Louis convenciera a Igor para que se uniera a la Haganá, de la misma manera que lo hicieron los tres hijos de Moshe y Eva. Temía por aquellos jóvenes que apenas habían dejado la adolescencia y que trabajaban la tierra con el mismo entusiasmo que ellos lo habían hecho años atrás. Pero Moshe y Eva habían aceptado de buena gana que sus hijos formaran parte de aquel grupo clandestino que tanto preocupaba a los británicos.

—Louis tiene razón, debemos estar preparados —le decía Moshe, convencido.

Samuel no había logrado congeniar ni con Moshe ni con Eva. No tenía nada que reprocharles, trabajaban sin queja, siempre dispuestos a hacer más. Vivían con discreción sin imponer su presencia al resto de los habitantes de La Huerta de la Esperanza, aunque tanto Kassia como Ruth les invitaban con frecuencia a compartir con ellos las comidas y las cenas del sabbat. Pero a Samuel le molestaba su excesivo nacionalismo y se enfadaba cuando Moshe aseguraba que aquélla era la tierra de los judíos y que tenían más derechos que los demás.

—Yo no tengo más derechos para estar aquí que Mohamed y su familia —respondía Samuel, enfadado.

—Pero ellos tampoco más que nosotros —replicaba Moshe.

—Aquí han nacido ellos y sus antepasados, son palestinos —contestaba Samuel.

—Ésta es la tierra de Judá. Nuestro derecho emana de la Historia y también de la Biblia —aseguraba Eva.

Eva era tanto o más sionista que su marido y se mostraba igualmente tajante sobre la posible confrontación entre árabes y judíos en el futuro.

—Eres un romántico, Samuel; lo quieras o no, algún día tendremos que pelear a muerte, serán ellos o nosotros —le advirtió Moshe.

—Pero ¿qué clase de bolcheviques habéis sido? Ser socialista significa creer que todos los hombres somos iguales sin distinción de razas ni religión. Vosotros habéis sufrido por ser judíos y ahora os sentís distintos a otros hombres… No os entiendo —les recriminó Kassia.

—Sí, luchamos por la más hermosa de las ideas… ¿qué idea es mejor que la del socialismo? Todos los hombres iguales, con los mismos derechos, sin que nadie sea más que otro, hermanados por una causa sagrada: la igualdad… ¿Sabes cuánto duró el sueño, Samuel? Te lo diré: el sueño se esfumó nada más hacerse realidad. Todo aquel que no compartiera nuestro ideal se convertía en un contrarrevolucionario, un enemigo del pueblo al que había que exterminar. Ya ves, había que imponer el sueño derramando sangre, y lo peor, Samuel, es que al principio yo estaba de acuerdo, hasta que decidieron expulsarme de ese sueño y entonces desperté y comprendí que había vivido una pesadilla. —En las palabras de Moshe había mucha amargura.

Samuel solía levantarse de la mesa para no continuar con la discusión. Temía no poder contenerse y acaso decir en voz alta lo que sentía: que se arrepentía de haberles invitado a compartir con ellos La Huerta de la Esperanza. Si había sentido interés por el socialismo era por la promesa de construir un mundo donde todos los hombres fueran iguales y no les dividieran ni la religión ni las fronteras. No había ido a Palestina para luchar contra nadie y menos contra los árabes, ¿por qué había de hacerlo?

—Porque ellos nos consideran extranjeros, creen que les estamos quitando sus tierras —insistía Moshe.

—Les preocupa que estemos comprando tierras, que muchos campesinos árabes estén quedándose sin trabajo, les preocupa su futuro; nuestra es la responsabilidad de hacerles entender que no queremos quitarles nada, sólo compartir y vivir juntos —respondía Samuel con rabia.

Miriam solía quitar importancia a estas discusiones, por más que ella rechazara, lo mismo que Samuel, que fuera inevitable el enfrentamiento con los árabes. Su madre era de Hebrón, donde continuaba viviendo, y Miriam tenía entre sus mejores amigas a muchas niñas árabes junto a las que había crecido y compartido los primeros juegos, los primeros secretos. Campesinas como ella, hijas de campesinos que amaban la tierra igual que ella.

—No debes hacerles caso, no conocen Palestina. Ya aprenderán —le dijo un día a Samuel.

—No lo creo, ¿acaso no te has fijado en la frialdad de Moshe con Mohamed y cómo a Eva parece incomodarle que Dina, lo mismo que Aya y Salma, entren y salgan de La Huerta de la Esperanza sin previo aviso? Toda mi vida me esforcé en no pagar por ser judío y ahora nadie me convencerá de que somos mejores que los demás o tenemos más derechos porque lo diga un libro, aunque ese libro sea la Biblia. Vine a Palestina por amor a mi padre, se lo debía, pero no vine a construir ninguna patria ni a quitársela a nadie.

—Ésta es mi patria, Samuel, yo nací aquí y no siento que sea más mía que de nadie. No soy más palestina que Mohamed, pero él tampoco lo es más que yo. Podemos seguir viviendo juntos —le dijo Miriam.

Pero Samuel no podía dejar de preocuparse por los enfrentamientos esporádicos entre árabes y judíos y por la brecha cada vez más profunda que se estaba abriendo entre las dos comunidades. Sólo parecían estar de acuerdo en algo: su animadversión por los británicos cuyas decisiones disgustaban a ambas comunidades por igual, aunque durante unos pocos años se estableció una especie de tregua al estar al frente del Comité Árabe un sector moderado de los representantes palestinos.

Mientras tanto, los hijos de Samuel crecían junto al resto de los niños de La Huerta de la Esperanza y Miriam se empeñaba en hablarles en sefardí.

—Mi abuela y mi padre me hablaban en español, con mi madre hablaba hebreo y con mis amigas en árabe. Dalida y Ezequiel pueden hablar los tres idiomas sin problemas.

—Deberían esforzarse más con el inglés, les será más útil en el futuro —le dijo Samuel.

—Son los ingleses los que deberían aprender nuestras lenguas —respondió Miriam.

—Jamás se molestarán en hacerlo.

—Por eso nunca llegarán a conocer el alma de los pueblos a los que quieren dominar.

Hacía calor en aquellos primeros días de agosto de 1929. Kassia les había dicho a los niños que no hicieran ruido mientras los mayores intentaban descansar antes de regresar a sus tareas. Ben, el hijo de Marinna, estaba en casa de Dina jugando con Rami y Wädi. Dalida estaba jugando con Naima, mientras Miriam enseñaba a leer a Ezequiel conminándole a hacerlo en voz baja para no molestar a los mayores, cuando de repente la puerta se abrió y apareció Mijaíl con el rostro congestionado por el calor y la mirada nublada por la angustia.

—¿Dónde está Samuel? —preguntó abruptamente a Miriam sin siquiera saludar.

—En el laboratorio. No sabíamos que estabas en Jerusalén… ¿Qué sucede?

Mijaíl no respondió y salió de la casa sin cerrar la puerta. Miriam le siguió preocupada. Samuel se extrañó al ver el rostro contraído de Mijaíl.

El joven no le dio tiempo a preguntar, le tendió una carta que Samuel leyó con avidez.

«Estimado amigo:

Le comunico que en el día de hoy ha fallecido mi querida esposa Irina. Su desenlace ha sido inesperado ya que parecía disfrutar de buena salud. Los médicos han dictaminado que la causa del fallecimiento ha sido un ataque al corazón. Le ruego le comunique a monsieur Samuel Zucker esta triste noticia y que en cuanto les sea posible viajen a París para tratar asuntos referentes a la herencia de mi esposa así como al local que le tenía arrendado monsieur Zucker.

Atentamente,

PIERRE BEAUVOIR»

Samuel y Mijaíl se miraron fijamente antes de abrazarse entre lágrimas. Miriam les observaba en silencio sin atreverse a preguntar qué sucedía, aunque intuía que aquella carta tenía que ver con el pasado de ambos y en ese pasado reinaba Irina, de la que sabía por lo que Samuel le había contado al verle mirando un día una vieja fotografía. La foto de Irina. Decidió dejarles solos. Sabía que no la necesitaban y que su presencia les estorbaría.

Cuando más tarde los dos entraron en la casa, Samuel se acercó a ella para decirle que se iba a París. Le explicó lo sucedido sin ocultarle lo mucho que le dolía la pérdida de aquella mujer que nunca le había querido.

—Iré contigo, iremos contigo —le dijo ella sin pensarlo.

Samuel no tenía fuerzas ni interés en discutir con Miriam. Ella creía que debía estar con él en aquel momento de dolor. Aunque él no la necesitaba y su presencia le resultaba indiferente, asintió.

Miriam no perdió el tiempo y comenzó a preparar el equipaje. Llevarían consigo a sus hijos, no se sentiría tranquila dejándoles para emprender un viaje tan lejos. Dalida tenía ya siete años y Ezequiel casi cuatro, bien podían aguantar aquel viaje por incómodo que resultara. Además, pensaba, servirían de distracción a su padre.

Tardaron unos días en partir. Cuando lo hicieron fue con la preocupación de saber que de nuevo estaba a punto de quebrarse el difícil statu quo entre las dos comunidades. Hacía un año que se habían reiniciado las hostilidades en la misma Jerusalén a cuenta del Muro de las Lamentaciones, el lugar más sagrado para los judíos que se hallaba desde los tiempos de Afdal, el hijo de Saladino, en manos de los árabes. El lugar era objeto de disputa entre judíos y musulmanes, ya que para estos últimos el Muro es el lugar desde donde el profeta Mahoma había atado a su caballo Buraz. También allí estaba la mezquita de Al-Aqsa.

Los británicos procuraban limitar a los judíos su acceso al Muro, incluso les prohibían tocar el shofar (cuerno de carnero) durante la fiesta sagrada del Yamim Noraim.

Pero en aquel verano de 1929 el muftí Haj Amin al-Husseini dio un paso más, incitando contra el rezo de los judíos en el Muro de las Lamentaciones. El 15 de agosto un grupo de judíos se manifestó junto al Muro reivindicando su derecho a rezar, algunos testigos aseguraron que varios de ellos lanzaron improperios contra los musulmanes, y que incluso se atrevieron a ofender al Profeta, lo que provocó que un grupo numeroso de árabes, después de rezar en la mezquita de Al-Aqsa, se enfrentaran a los judíos que se encontraban en mitad de sus oraciones.

—Me voy preocupado —le confesó Samuel a Mohamed.

—Lo que tenga que ser será —le respondió Mohamed con el corazón dividido.

—Confío en ti más que en ningún otro hombre, como confié en tu padre, mi buen amigo Ahmed, de manera que te pido que cuides de todos los habitantes de La Huerta de la Esperanza.

—Te doy mi palabra —le prometió Mohamed con un apretón de manos.

El 23 de agosto, cuando Mijaíl, Samuel y Miriam, acompañados de sus hijos, estaban embarcados rumbo a Marsella, la violencia se adueñó de las calles de Jerusalén. Pero no sería hasta llegar a Francia cuando tuvieran noticia exacta de lo sucedido por el relato de algunos periódicos y por las noticias que les facilitó un conocido de la comunidad judía de Marsella.

—Después de la oración en la que el muftí encendió el ánimo de los fieles, éstos bajaron en tropel desde la Roca Sagrada donde se encuentra la mezquita de Al-Aqsa y llevaron los enfrentamientos hasta los barrios judíos de Jerusalén, el de Ramat Rachel, Beit Hakerem, Bayit VeGan, Sanhedria. La policía británica no intervino y cuando lo hizo ya se había perpetrado la tragedia. Pero lo peor estaba por suceder. En los días siguientes la violencia se desató en otros lugares, casi sesenta personas fueron asesinadas en Hebrón y en Safed.

—Pero… pero ¿por qué? —preguntó Samuel con lágrimas en los ojos.

—Vosotros lo debéis saber mejor que yo. Parece que los árabes están preocupados porque los judíos rezan en el Muro, creo que incluso no hace mucho hubo una manifestación de sionistas que logró llegar hasta el Muro y colocar una bandera. Supongo que eso encendió los ánimos de los musulmanes y, como bien sabéis, el muftí no es precisamente un hombre de paz —continuó explicando aquel hombre.

—Pero los judíos y los árabes siempre hemos vivido en paz en Hebrón, somos buenos vecinos, tenemos amigos… —acertó a decir Miriam.

A Miriam le temblaba el labio superior. Pensaba en su madre, en su anciana madre, en sus tíos… ¿Habrían sobrevivido? Aunque hacía lo imposible por retener las lágrimas no podía evitar temblar.

—Intentaremos ponernos en contacto con tu cuñado Yossi y con Louis, ya verás como tu familia está bien —intentó consolarla Samuel. Pero sus palabras no tenían convicción.

—Ese hombre merece morir —afirmó Mijaíl con rabia.

—¿Quién? —preguntó Samuel, alarmado por el odio que destilaba Mijaíl.

—El muftí Haj Amin al-Husseini. No se había conformado con la matanza del Nabi Musa, que ahora ha tenido que provocar otra, y continuará hasta que alguien acabe con él.

—¡Qué estás diciendo! Sí, ese hombre es un maldito fanático, pero ¿acaso quieres ser como él?

—Ya no soy un niño, Samuel, hace tiempo que perdiste la oportunidad de decirme lo que está bien o lo que está mal, y mucho menos cómo debo sentir. Ese hombre nos hará mucho daño.

Al llegar a París se confirmaron los temores de Miriam. Su madre y sus tíos habían sido asesinados. Además, su hermana Judith había caído en un abismo de silencio del que no había manera de arrancarla. Ella había perdido la vista en aquel Nabi Musa, y ahora su madre y sus tíos habían muerto asesinados ante la pasividad de los que hasta ese momento habían sido sus vecinos, en los que confiaban como sólo se confía en los amigos. Yossi no sabía cómo combatir aquel abatimiento de Judith; ni siquiera Yasmin, su hija, lograba que su madre respondiera por más que le suplicaba.

Miriam se reprochaba no estar en Palestina para enterrar a su madre y compartir el dolor con su hermana Judith. Por eso le pidió a Samuel que le permitiera regresar junto con sus hijos, pero él insistió en que no lo hiciera.

—Ya no puedes hacer nada. Regresaremos en cuanto resuelva los asuntos que nos han traído a París; te prometo que no nos quedaremos más de una semana.

Pero no cumplió con su palabra. Se quedaron cuatro años.

Monsieur Beauvoir les recibió circunspecto. Parecía afectado por la pérdida de Irina.

—Murió de un ataque al corazón. Desgraciadamente yo no estaba con ella en ese momento. A Irina le gustaba quedarse hasta tarde en la floristería. Cuando cerraba pasaba un buen rato ordenándolo todo y preparando algunos de los bouquets que debían entregarse a primera hora de la mañana. Le gustaba tanto su trabajo que se le pasaba el tiempo sin darse cuenta. Aquel día, cuando me desperté, la criada me dijo que la señora no había dormido en su cuarto. Me preocupé y bajé de inmediato a la floristería. La encontré en el suelo con unas cuantas rosas en la mano. El médico me aseguró que el ataque fue fulminante y apenas sufrió.

Mijaíl a duras penas podía disimular la animadversión que profesaba a monsieur Beauvoir.

—Pero tuvo que tener algún síntoma, algo que indicara que no se encontraba bien —le reprochó.

—Trabajaba mucho pero nunca se quejó ni tuvo ninguna dolencia. Aunque no tengo por qué justificarme, puedo asegurar que siempre me preocupé por mi esposa.

Samuel terció para evitar el enfrentamiento entre Mijaíl y monsieur Beauvoir. A él tampoco le gustaba aquel hombre, pero era el que Irina había elegido como esposo y debían respetar su voluntad. Acordaron reunirse dos días más tarde en casa del notario. Monsieur Beauvoir les informó que Irina había hecho testamento, y que él desconocía los términos del mismo.

La casa, su casa, estaba tal y como Samuel la recordaba. Irina se había preocupado de que estuviera lista por si algún día él o Mijaíl regresaban.

—Nunca imaginé que tuvieras una casa tan lujosa —le dijo Miriam a Samuel.

—¿Lujosa? No, esta casa no es lujosa, es la casa de un pequeño burgués —respondió Samuel asombrado por el comentario de su esposa.

—¿Te parece que no son lujosos estos sillones de terciopelo… y estas mesas de caoba… y estos cuadros… y los espejos? Los visillos son de encaje y las cortinas de brocado terciopelo… Jamás había visto nada igual.

Daniel estaba igualmente asombrado.

—No sabía que eras rico —le dijo sin disimular su asombro.

—No te engañes, ésta no es una casa de ricos. Puede que visitemos a algunos amigos, entonces veréis lo que es ser rico.

El día previsto, Samuel y Mijaíl acudieron a casa del notario. Miriam dijo que ella no debía ir y que se quedaría en casa con sus tres hijos. Hacía calor, y además lo único que ansiaba era regresar a Palestina y llorar ante la tumba de su madre y abrazar a su hermana Judith. Se reprochaba estar allí en París, una ciudad en la que todo le resultaba extraño.

Irina había legado cuanto tenía a Mijaíl. No había dejado ni una sola de sus pertenencias a monsieur Beauvoir. El notario también entregó una carta a Mijaíl y otra a Samuel, que Irina había incorporado tiempo antes en el testamento.

Pierre Beauvoir parecía incómodo por las últimas disposiciones de la que, al menos nominalmente, había sido su esposa. Mijaíl se sintió vengado por aquella pequeña afrenta de Irina a su marido.

Todo el dinero fruto de su trabajo era ahora de Mijaíl, y la cantidad no era pequeña, así como sus escasas joyas, cuadros, una cristalería de Bohemia y una cubertería de plata.

Mijaíl lloró cuando leyó la carta de Irina.

«Mi querido Mijaíl:

Sé que no pudiste comprender ni tampoco soportar verme casada con monsieur Beauvoir. Pensarás que soy egoísta, que sólo pensé en mi conveniencia, y no puedo quitarte la razón. Me hubiera gustado amar a Samuel tal y como quería Marie; ella pensaba que eso habría sido lo mejor para nosotros tres. Pero no puedo pedir perdón por lo que no siento, aunque siempre he tenido a Samuel por el más leal de los amigos. Aprecio su bondad, su generosidad y su talento y espero que algún día tú llegues a apreciarle cuanto se merece.

Todo lo que tengo es para ti, porque tú eres el hijo que me hubiera gustado tener y, como tal, siempre te he sentido. No sé cuándo ni en qué circunstancias leerás esta carta, pero sea en el momento que sea, debes saber que te he querido con todo mi corazón y que no hay un solo día de mi vida que no piense en ti.

Tuya siempre,

IRINA»

Miriam y Samuel escucharon el llanto de Mijaíl; Samuel quiso ir con él, pero Miriam le retuvo.

—Déjale desahogarse. Lo necesita. Y lee tu carta, parece que tienes miedo de hacerlo —le dijo mientras salía de la habitación.

«Querido Samuel:

Cuando leas esta carta yo ya no estaré aquí, pero no quiero irme sin agradecerte todo lo que has hecho por mí. ¡Te debo tanto! Estaba condenada a la infelicidad y, ya ves, tú me devolviste la vida. Sé que me has querido y no imaginas cuántas veces me he reprochado no haber podido quererte más que como a un amigo o a un hermano. Te habrás preguntado en más de una ocasión el porqué de mi actitud para con los hombres. Ni siquiera a Marie se lo confesé y ahora me arrepiento porque ella me habría sabido aconsejar y ayudar a curar una herida que siempre ha estado sangrando. ¿Recuerdas que trabajé como niñera en casa de aquella familia adinerada, los Nóvikov? El conde Nóvikov me violó no una sino todas las ocasiones que se le antojó. Tuve un aborto. Nunca he podido superar ninguna de las dos cosas. Espero que ahora puedas comprenderme. Desde entonces cerré mi corazón a los hombres y al amor. Al principio me sentía sucia y necesitaba castigarme por lo sucedido, luego se me secó el alma para siempre. Mijaíl, tú y mi familia sois a quienes más he querido. Cuida de él, te quiere aunque nunca sabrá cómo manifestarlo.

Mi querido Samuel, espero que ahora puedas comprenderme y también perdonarme.

Tuya,

IRINA»

Se quedó en silencio con los ojos cerrados. Sentía un dolor profundo en el pecho y luchó por contener las lágrimas, pero perdió la batalla. Aquella noche, tanto Samuel como Mijaíl la pasaron solos. Ninguno de los dos se sentía con fuerzas para salir de su habitación, ni deseaban la presencia de nadie. Miriam lo había entendido así sin necesidad de que se lo dijeran, de manera que pidió a los pequeños que no hicieran demasiado ruido y preparó la cena para ella y los niños. Daniel la ayudó. En aquellos momentos se sentía más que nunca unida a su hijo mayor. Ninguno de los dos pertenecía al mundo donde los visillos son de encaje y los marcos de las fotografías de plata bruñida. Hablaron en voz baja reconfortándose el uno al otro. Daniel le confesó su deseo de regresar a Palestina y Miriam le prometió que se irían cuanto antes. Una vez leído el testamento, ya nada les retenía en París.

Sin embargo, Samuel no opinaba lo mismo.

—Aún no podemos irnos, tengo que decidir qué voy a hacer con esta casa; antes se encargaba Marie y después Irina, pero ahora…

Miriam se mordió el labio inferior. Quería marcharse; Samuel le había prometido que lo harían inmediatamente, pero ya llevaban dos semanas en París. Daniel y ella se sentían perdidos. No entendían el idioma y la ciudad era tan grande… Muy bella, sí, pero les resultaba inhóspita. Siempre habían creído que Jerusalén era una gran capital, pero ahora se daban cuenta de que al lado de París no era más que un pueblo grande.

—Quédate, yo me iré con los niños. No tienes por qué preocuparte por el viaje. Mi hijo Daniel ya es un hombre.

—No quiero que te vayas, Miriam, no me sentiría tranquilo.

—Quiero volver a Palestina. Necesito llorar en la tumba de mi madre. Tienes que comprenderlo.

—Una semana más, sólo una semana, te lo prometo…

No sólo le pidió una semana más, también que le acompañara a una cena en casa de monsieur Chevalier, el boticario en cuyo laboratorio había trabajado durante su anterior estancia en París, poco después de la muerte de Marie.

—Me enseñó todo lo que sé sobre farmacia y me convenció de que un químico podía ser también un buen farmacéutico. No puedo desairarle negándome a aceptar su invitación. Quieren conocerte, Miriam; eres mi esposa, tienes que acompañarme.

A Miriam le sorprendía que Samuel no participara de su duelo. Parecía ignorar el dolor profundo que ella sentía por el asesinato de su madre y de sus tíos, y por la enfermedad de su hermana Judith. Samuel había cerrado la puerta de Palestina y cuanto habían dejado allí. Quería marcharse, pero la insistencia de Samuel para que se quedara le hacía creer que acaso él la quería más de lo que él mismo sabía y le confesaba.

—Le pediré a Mijaíl que os acompañe a Daniel y a ti a hacer algunas compras. La ropa que llevamos en Palestina no es la adecuada para París.

—A mí me gusta mi ropa, ya sé que es modesta comparada con la que visten las mujeres de aquí, pero yo soy quien soy, no pretendo ser otra.

—Y yo te quiero por ser como eres, Miriam, y por eso te pido que tengas paciencia.

—Los niños se desesperan todo el día encerrados en el piso, necesitan aire puro…

—He hablado con la portera… Verás, me ha recomendado a una sobrina suya para que te ayude en las tareas de la casa y cuide de los niños. Se llama Agnès y si te parece vendrá a partir de mañana. Me asegura que es una joven bien dispuesta.

—Los niños no entienden el francés…

—Irán aprendiendo…

Tampoco Mijaíl comprendía que Samuel no alargara el duelo por la muerte de Irina y se negó a acompañarles a la cena.

Miriam se compró un vestido negro de seda discreto, pero a pesar de la insistencia de Samuel decidió arreglarse el pelo ella misma. Lloraba a su madre en silencio y le habría parecido una traición dedicar un solo minuto a ir a una peluquería.

Monsieur Chevalier había envejecido. La muerte de su esposa dos años antes le había restado ganas de vivir. No habían tenido hijos y lo habían sido todo el uno para el otro. La soledad se le hacía insoportable, y si no fuera por la responsabilidad que sentía hacia sus empleados habría cerrado el laboratorio.

Entre los invitados estaba David Péretz, el hijo de Benedict Péretz, el comerciante judío amigo de su abuelo que tanto le había ayudado en el pasado, primero abriéndole el camino hacia Palestina y después a trabajar con monsieur Chevalier. Se excusó con David por no haber asistido a las exequias de su padre. Le había llegado la noticia de su muerte justo en aquellos días convulsos del Nabi Musa.

Lo que no imaginaba era la sorpresa que le habían preparado entre David Péretz y monsieur Chevalier. Estaba presentándole a Miriam a unos viejos amigos cuando escuchó el sonido de una risa que le resultó familiar. No pudo por menos que darse la vuelta.

—¡Katia! —exclamó sin poder creer que la estaba viendo.

—¡Samuel! ¡Dios mío, era verdad, estás aquí!

Se abrazaron ante el estupor de Miriam y la mirada condescendiente de monsieur Chevalier y del propio David Péretz.

No podían separarse ni contener las lágrimas. Para Samuel, Katia Goldanski representaba lo mejor de su pasado; mirándola a ella veía a su viejo mentor Gustav Goldanski, a su leal amigo Konstantin y la vida perdida en San Petersburgo.

—¡No has cambiado! —dijo Samuel hablando en ruso mientras miraba embobado a Katia Goldanski.

—¡Qué mentiroso eres! ¿Cómo no voy a cambiar? Los años han pasado por mí —respondió ella sin coquetería ni artificio.

Pero Samuel la veía como había sido, aquella condesita elegante, con el cabello rubio de aspecto sedoso y la mirada azul intensa y limpia, el cutis de porcelana, preciosa como cuando era niña. Si acaso la encontró más bella que nunca. La madurez le había sentado bien. Katia tenía unos cuantos años menos que él, debía de rondar los cincuenta.

Miriam les observaba sin saber qué hacer. Aquella mujer le parecía salida de un cuadro, alguien irreal. Creía saber quién era. Samuel le había hablado de Konstantin y Katia, pero nunca le había dicho que fuera una belleza. Por un momento sintió ganas de salir corriendo. Ella era una campesina que no desentonaba en Jerusalén, pero allí, en aquel salón… sentía que las demás mujeres la miraban a hurtadillas escudriñando su ropa y su cabello mal recogido en un moño sobre la nuca.

—Y ésta debe de ser Miriam —dijo Katia fijándose en ella y abrazándola.

—Tendrás que hablarle en inglés —le advirtió Samuel.

Pasaron el resto de la noche poniéndose al corriente de lo que habían sido sus vidas en los últimos años, aunque ambos tenían noticias el uno del otro a través de la correspondencia que Samuel y Konstantin aún mantenían. Pasaban del inglés al francés y del francés al ruso sin darse cuenta. Era su lengua materna, con la que habían balbuceado sus primeras palabras, la primera lengua con la que habían llorado y amado.

—Mi hermano está en Londres, le hubiera gustado venir pero está pendiente de cerrar un negocio. Llegará dentro de unos días. Me ha encargado que te retenga como sea, no puedes regresar a Palestina sin verle. Aún no conoces a su esposa, Vera, ni a su hijo Gustav. Sí, le bautizó con ese nombre en honor de mi abuelo.

Cuando terminó la velada, Samuel se empeñó en acompañar a Katia a la casa de unos amigos donde se alojaba, insistiendo en que al día siguiente debían almorzar juntos.

Estaba tan entusiasmado por el reencuentro con Katia que no percibió la inquietud de Miriam ni el malestar de Daniel. El joven se había pasado toda la cena en silencio. Ni hablaba ni comprendía el francés, y se sentía fuera de lugar en aquel ambiente en que se utilizaba un cubierto distinto para cada plato y en que las mujeres olían a perfumes tan intensos que mareaban.

—Madre, quiero regresar a Palestina —volvió a suplicar aquella noche a Miriam.

—Samuel nos necesita aquí, en cuanto arregle sus asuntos volveremos. Te lo he prometido.

Samuel estaba nervioso y le pidió a Miriam que hiciera lo imposible para que Katia se sintiera a gusto con ellos.

—Siempre ha estado acostumbrada a lo mejor. Espero que la sobrina de la portera sea buena cocinera.

—Lo importante es que vais a poder estar juntos, la comida es lo de menos —le aseguró Miriam.

Mijaíl apenas recordaba a Katia, pero se mostró encantado de conversar con alguien que había pertenecido al pasado, a aquel pasado que le habían arrebatado y en el que estaba su padre. Katia y Samuel contaron algunas anécdotas de cuando eran pequeños y compartían juegos.

—En realidad, Konstantin y él me echaban del cuarto de juegos, nunca conté para ellos, sólo me buscaban cuando necesitaban que distrajera a nuestra fräulein porque habían ideado alguna travesura —explicó Katia.

—Ayer me dijiste que os habíais trasladado a vivir a Londres, ¿por qué? —preguntó Samuel.

—Porque no resultó fácil vivir en Rusia después de la revolución. Teníamos tres pecados imperdonables: éramos ricos, nobles y medio judíos.

—La revolución prometió acabar con las diferencias entre los hombres. La religión dejaría de ser importante… —empezó a decir Samuel, pero Katia no le dejó proseguir.

—Eso es lo que mi hermano y tú creíais, pero no fue así. Konstantin no ha querido abrumarte contándote en sus cartas lo que pasamos… Sufrimos mucho, Samuel, no imaginas cuánto, y más que nosotros, mi abuela. Su mundo se derrumbó de repente y por más que Konstantin intentó protegernos… Una mañana se presentaron en casa unos miembros del sóviet de San Petersburgo. Les mandaba un hombre, un comisario político, Félix Surov. Nos trató como si fuéramos ladrones y no dejó lugar a dudas de que la propiedad privada estaba abolida; aquélla ya no era nuestra casa… Habían asignado nuestra casa a veinte familias. Mi abuela quiso resistirse… ¡pobrecilla! De repente aquella gente ocupó la casa. Si les hubieras visto, Samuel… No les culpo, no, no les culpo…, pero ¡cómo nos odiaban! Recuerdo a una mujer encarándose con mi abuela diciéndole: «Vaya, así que ésta es una mansión, así viven los nobles rodeados de seda y con cubiertos de plata…», y de un golpe tiró al suelo todas las figuritas de porcelana del escritorio de mi abuela. Pisotearon unos huevos de Fabergé que le había regalado mi abuelo, arrancaron los cuadros de las paredes con la excusa de que servirían para hacer un buen fuego en invierno… Mi abuela temblaba pero mantuvo la dignidad.

»Algunos de nuestros criados intercedieron por nosotros asegurando que siempre les habíamos tratado bien, pero aquello enfureció aún más a Surov, que era quien mandaba en el grupo. Aquel hombre se complacía en humillarnos, nos calificó de enemigos del pueblo y dijo que si por él fuera deberíamos pagar con la vida el sufrimiento que habíamos causado. Vera, la esposa de Konstantin, se puso a temblar. Estaba embarazada y tenía miedo de la ira de aquel hombre. Yo le pedí a mi hermano que no se enfrentara con ellos. Llevábamos las de perder, debíamos adaptarnos a la nueva situación. No quiero engañarte, no nos resultó fácil, la vida se convirtió en un infierno. Iván, ¿recuerdas a Iván, nuestro mozo de cuadras? Era un buen hombre y leal a mi familia, él nos dio cobijo en el cuarto que ocupaba junto a las caballerizas. Él fue quien te ayudó a escapar con Irina y Mijaíl… Iván conocía a aquel Surov porque había sido maestro de sus nietos. La Ojrana le había detenido en una ocasión por actividades revolucionarias y era un milagro que hubiera sobrevivido. Iván siempre salía en nuestra defensa cuando Félix Surov se complacía en el escarnio, pero Surov se revolvía y le acusaba de ser un contrarrevolucionario por poner en cuestión sus métodos.

Los ojos de Katia se ensombrecieron al recordar. Mijaíl la observaba con atención y apenas podía contener su indignación.

—¿Estás diciendo que quienes hicieron posible la revolución se comportaron de manera brutal como si fueran chusma?… —preguntó.

Katia tardó unos segundos en responder buscando la manera de disipar la ira de Mijaíl.

—No voy a defender a nuestro último zar, no se lo merece. Tampoco sus antecesores se preocuparon por conocer las necesidades de su pueblo, preferían tener siervos a tener ciudadanos. Podrían haber imitado a sus primos alemanes o a los británicos, pero no lo hicieron, no fueron capaces de entender que no se pueden cometer injusticias eternamente.

»El pueblo odiaba a la familia imperial, odiaba a los nobles, odiaba a los burgueses, odiaba a todos aquellos a los que desde lejos veían disponer de todo mientras ellos apenas podían alimentar a sus hijos. —Katia clavó los ojos en los de Mijaíl antes de proseguir—. Sé que tu padre, Yuri, era un revolucionario, que mi hermano y Samuel tenían simpatía por el socialismo porque cualquiera que tuviera corazón no podía sentirse ajeno a tanta injusticia. Yo nunca participé de las inclinaciones de mi hermano por los revolucionarios, pero habría deseado que nuestra Rusia cambiara, que nuestro zar fuera capaz de poner en marcha reformas, con un Parlamento de verdad donde se debatiera con libertad sobre los problemas del pueblo… No había que improvisar, teníamos el modelo británico.

—No me convencerás de que los revolucionarios se comportaron como verdugos —insistió Mijaíl.

—Rusia se ha desangrado con la guerra civil, Ejército Rojo contra Ejército Blanco… y sí, en demasiadas ocasiones quienes hicieron la revolución se comportaron de manera brutal. Han impuesto la revolución con la misma crueldad con que actuaba el zar. —Katia, ante la mirada furiosa de Mijaíl, dijo estas últimas palabras sin vacilar.

—¿Acaso eres tan ingenua como para creer que esos aristócratas soberbios, que esa casta que gobernaba Rusia, que el zar y su familia iban a hacerle una reverencia al pueblo y reconocer que lo habían estado esquilmando durante siglos? ¿De verdad crees que habrían querido compartir su poder? No, no lo habrían hecho. Se lo hemos arrancado. Los hombres como mi padre dieron su vida por darle dignidad a Rusia. ¿Qué vida es digna de vivirse si un hombre es un siervo? —Mijaíl había elevado el tono de voz.

—Mis abuelos nos educaron en el respeto al prójimo. Mi abuelo jamás habría permitido que Konstantin y yo creyéramos que éramos mejores que los demás por el hecho de haber nacido nobles. Mi abuela siempre trató con respeto y afecto a los criados —respondió Katia con voz tranquila.

—Sí, erais aristócratas condescendientes con los demás, pero ¿por qué debíais tener todo cuando a vuestro alrededor la mayoría no tenía nada? Deberías ir a Palestina y ver lo que los judíos estamos haciendo allí. No te vendría mal vivir en un kibutz… En nuestras granjas nadie tiene propiedades, todo se comparte, y sin el acuerdo de todos no se adopta ninguna decisión. La cocina, el comedor es comunal, a los hijos se les educa entre todos. ¿Sabes quiénes han hecho ese milagro de igualdad? Los judíos rusos, los hombres que pensaban como mi padre. No es fácil vivir en un kibutz, sólo pueden hacerlo los mejores, los que creen que todos los seres humanos somos iguales, que nadie merece tener más que otro.

—Sí, la igualdad es un hermoso sueño, pero dime, Mijaíl, ¿los socialistas rusos de Palestina obligan a los demás a vivir como ellos? ¿Encarcelan a quienes discrepan? ¿Asesinan a quienes se les resisten? ¿Es obligatorio ser comunista? Nuestros revolucionarios han impuesto el terror. Dicen que todo lo hacen en nombre del pueblo, pero no preguntan al pueblo qué es lo que quiere, cómo quiere vivir —afirmó Katia, que no estaba dispuesta a ceder ante Mijaíl.

Samuel tomó la mano de Katia entre las suyas y le pidió que continuara con su relato.

—Mi abuela murió de un ataque al corazón. No pudo soportar que Konstantin y su esposa Vera perdieran a su hija. La niña nació antes de tiempo y estaba muy débil. Vera había enfermado y no tenía leche para alimentarla, y aunque Konstantin y yo hacíamos lo imposible por encontrar leche, no siempre lo conseguíamos. Fuimos vendiendo lo poco que nos quedaba para conseguir alimentar a la niña, pero aunque hubiéramos tenido todo el oro del mundo no siempre había leche. La niña enfermó y… murió en brazos de Konstantin. Vera empeoró, se culpaba de la muerte de su hija por haber dado a luz dos meses antes, por no haber podido amamantarla. A mi abuela se le rompió el corazón. Doy gracias a Dios de que muriera mientras dormía, el médico nos dijo que no había sufrido.

»Desde aquel momento, Konstantin tomó la decisión de marcharnos de Rusia. Nos habían expoliado cuanto teníamos, la casa de San Petersburgo, la de verano en Yalta… Mi abuela había logrado salvar algunas joyas. Se las había entregado a Iván, el caballerizo, que las escondió en el establo junto a unos cuantos lienzos que Konstantin había sacado de sus marcos doblándolos cuidadosamente para salvarlos. También pudimos salvar algunos papeles que acreditaban cierto dinero que mi abuelo había depositado en un banco inglés y en otro suizo. No sabíamos cuánto, y rezábamos para que fuera suficiente y nos permitiera comenzar una nueva vida.

»Utilizamos en sobornos algunas de las joyas de mi abuela. Así pudimos llegar hasta Suecia y desde allí a Inglaterra. No fue un camino fácil, lo sabes bien porque tú mismo lo hiciste unos años antes. Vera estaba enferma y destrozada por la pérdida de su hija.

»Nos vestimos como si fuéramos campesinos intentando disimular quiénes éramos, pero aun así muchos fueron los que adivinaron la impostura. Nos detuvieron en un pueblo cercano a la frontera. Un grupo de revolucionarios nos encontró sospechosos. A Dios gracias no se dieron cuenta de que llevábamos algunas joyas. Las habíamos cosido en el dobladillo de los abrigos. Al parecer había tropas del Ejército Blanco no lejos de allí y las escaramuzas eran constantes. Nos libramos de ser devueltos a San Petersburgo porque esa misma noche los blancos atacaron el pueblo y en la confusión logramos huir… Si nos hubieras visto corriendo por la nieve para escondernos en el bosque. Konstantin no nos permitía descansar e insistía en que no paráramos de correr. Vera se desmayó y mi hermano la cargó a hombros como si fuera un saco, aun así se negaba a que descansáramos. Yo lloraba suplicándole que parara, que debíamos atender a Vera. Me daba miedo que pudiera morirse… Pero no me escuchaba. Andaba y andaba con una determinación que me asustaba. A veces tropezaba y Vera y él caían sobre la nieve, pero se levantaba con ella a cuestas y continuaba andando.

»Pasamos varios días en el bosque, temiendo que en cualquier momento nos encontraran los hombres del Ejército Rojo… Dios se apiadó de nosotros porque una tarde vimos a unos hombres cazando, intentamos huir pero ellos se mostraron amistosos. Estábamos en Suecia.

Miriam y Daniel hacía un buen rato que no comprendían lo que decía Katia. De repente había dejado de hablar en inglés para hacerlo en ruso, como si sólo en su lengua pudiera explicar el dolor sufrido. Durante unos segundos permanecieron todos en silencio. Samuel y Mijaíl empezaron a hablar a la vez, también en ruso. Miriam se levantó y salió del salón. Se daba cuenta de que Daniel y ella estaban fuera de lugar, no formaban parte de aquel pasado que sólo les pertenecía a ellos tres.

Más tarde, Samuel le contó cuanto les había explicado Katia, la huida desde San Petersburgo hasta Londres, donde ahora vivían.

Konstantin se había encontrado con la sorpresa de que aunque no era mucho el dinero depositado por su abuelo en los bancos inglés y suizo, al menos les permitiría vivir decentemente.

Alquilaron una casa en Kensington; no era muy grande, pero sí lo suficiente para los tres. Incluso pudieron contratar sirvientes. Una madre y una hija bien dispuestas que lo mismo limpiaban que cocinaban. Tanto Katia como Vera le aseguraron a Konstantin que no era necesario que gastara el dinero en criadas, pero él no quería verlas limpiando la casa.

Konstantin contó con el consejo de viejos amigos de la familia e invirtió el escaso dinero con cierto éxito. Ahora vivían de esas inversiones.

—Vivimos con sencillez —había explicado Katia—, pero tenemos lo suficiente para que no nos falte lo esencial.

Katia imaginó que a Vera le costaría adaptarse a su nueva vida. Sus padres pertenecían a la vieja aristocracia rusa y ella había vivido buena parte de su niñez y adolescencia cerca de la corte. Pero Vera nunca se quejó y aceptó de buen grado la situación. Quería a Konstantin y no entendía la vida sin él; así pues, al igual que Katia, hacía lo imposible para que no tuviera preocupaciones.

Londres, aseguraba Katia, era aún más cosmopolita que San Petersburgo. Se integraron rápidamente e incluso habían sido presentados en la corte gracias a un tío de Vera que estaba casado con una aristócrata inglesa.

Katia llenaba el horizonte de Samuel. Almorzaba con ella, la acompañaba a la ópera, acudían juntos a casa de amigos, rusos exiliados como ellos. Miriam no siempre se les unía. Se notaba excluida en aquella relación, le parecía que se había vuelto una extraña para Samuel y que él comenzaba a serlo para ella.

—Mañana llega Konstantin. Estoy deseando que le conozcas. Te gustará. Él sí que es un verdadero aristócrata y no algunos de los que hemos conocido aquí… —le anunció Samuel.

Miriam no pudo por más que simpatizar de inmediato con Konstantin. Era más apuesto de lo que había imaginado, pero sobre todo se mostraba tan caballeroso con ella que la hacía sentirse como una princesa.

Konstantin exigió que en presencia de Miriam y Daniel sólo hablaran en inglés y se negaba a responder cuando Katia o Samuel, sin darse cuenta, comenzaban a hablar en ruso.

—¿Dónde han quedado vuestros modales? Miriam no nos entiende, y puesto que todos conocemos el inglés, sólo hablaremos en inglés —sentenció Konstantin.

Desde su llegada a Miriam ya no le importaba unirse a aquellas salidas que solían acabar en casa de alguno de esos aristócratas rusos huidos de la revolución. Konstantin siempre estaba atento de que Miriam no se sintiera desplazada y la trataba como si fuera su propia hermana.

Si no hubiera estado enamorada de Samuel, se habría enamorado de Konstantin, aunque intentaba desechar este pensamiento porque también había simpatizado con Vera, aunque le había sorprendido que un hombre como aquél pudiera haberse enamorado de una mujer de apariencia tan frágil y que no era precisamente una belleza. De estatura mediana, con el cabello y los ojos castaños, extremadamente delgada, Vera no hubiese destacado en ningún lugar si no fuera por su porte aristocrático y aquellos vestidos de seda.

Miriam se reprochaba encontrarla insignificante puesto que Vera se mostraba siempre cariñosa y atenta con ella, igual que su esposo.

Salvo por Konstantin y Vera, a Miriam le parecían aburridas las veladas en las casas de aquellos rusos que habían huido de los bolcheviques e intentaban hacer de Francia su nueva patria.

Samuel y Konstantin les presentaban príncipes y duques de nombres rimbombantes que se comportaban como si aún estuvieran en la corte del zar a pesar de que muchos de ellos se veían obligados a vivir con una modestia que nunca hubieran imaginado. Buena parte de aquellos exiliados buscaban trabajo para sobrevivir y sólo durante aquellas veladas nocturnas a las que se presentaban con sus mejores galas recuperaban algo del brío de antaño.

A Miriam le sorprendía el rechazo que notaba en la mirada de algunos de aquellos aristócratas arruinados. Se les notaba demasiado que la consideraban vulgar. Cuando le preguntaban por la vida en Palestina ella les hablaba de Hebrón, de su familia campesina, de cuando era niña y junto a otros niños cuidaba las cabras de la familia. Se sentía orgullosa de la que había sido su vida y no la habría cambiado por ninguna otra.

—Tú eres más guapa que todas esas duquesas —le aseguraba Mijaíl, que sentía una antipatía espontánea hacia todos los amigos de Konstantin y Katia.

Pero a pesar de tantas reticencias, asistían a algunas de aquellas veladas a las que Samuel les arrastraba. Para Miriam resultaba un alivio tener cerca a Mijaíl. Se divertía escuchando al joven provocando a los reunidos. Decía que la revolución bolchevique había sido necesaria habida cuenta de la incapacidad del zar y de los nobles para dar respuesta a las necesidades del pueblo ruso.

—Éramos siervos, ahora somos ciudadanos, sólo por eso ha merecido la pena la revolución —afirmaba muy serio.

Los exiliados se escandalizaban sin comprender cómo aquel joven que acompañaba a los Goldanski podía mostrarse partidario de la revolución, y le explicaban que si era libertad y justicia lo que el pueblo reclamaba no habían conseguido ninguna de las dos.

Ya habían pasado dos meses desde que llegaron a París y Daniel continuaba reclamando a su madre el regreso a Palestina. Aunque ya se estaba haciendo con el francés, Daniel no encontraba sentido a seguir viviendo en París. Añoraba el ajetreo del laboratorio, incluso las regañinas de Netanel cuando no tenía en orden el instrumental con el que elaboraban de manera artesanal aquellas medicinas que les procuraban el sustento. Era tal la insistencia de Daniel, que Miriam volvió a plantearle a Samuel que había llegado la hora del regreso.

—Konstantin, Vera y Katia se marchan mañana a Londres y tú has tenido tiempo de poner en orden tus asuntos. Debemos regresar. Además, desde que llegamos apenas tenemos tiempo de estar con los niños. ¿Te has dado cuenta de lo que ha crecido Dalida? A nuestra hija se le ha quedado pequeña la ropa, lo mismo que a Ezequiel. Son muy pequeños y necesitan estar en casa.

—Están en casa, ésta también es su casa —respondió Samuel, malhumorado.

—Ésta es tu casa, no la nuestra.

—¿Cómo puedes decir eso? Tú eres mi esposa y Dalida y Ezequiel son mis hijos, todo cuanto tengo os pertenece. A los niños no les está sentando mal París; si te has fijado, tanto Dalida como Ezequiel ya parlotean en francés.

—Me diste tu palabra, Samuel…

—Tienes razón y te pido otra vez que tengas paciencia. No te lo había dicho, pero voy a montar un negocio con Konstantin.

Miriam se quedó en silencio, dolida por la sorpresa de lo que acababa de oír.

—Ya sabes que durante una de mis estancias en París trabajé en el laboratorio de monsieur Chevalier. El buen hombre es muy mayor y no tiene hijos. Bueno, pues me ha propuesto que me quede con el negocio. El precio es excelente dado que el laboratorio funciona a pleno rendimiento. Con la ayuda de Konstantin podríamos vender algunos de los medicamentos a otros países. Monsieur Chevalier tiene un par de patentes que le han hecho de oro… En fin, ¿qué te parece?

—No comprendo lo que quieres decirme. —Miriam sentía que los nervios le agarrotaban el estómago.

—¿Por qué no quedarnos en París? No te digo que para siempre, pero al menos durante un tiempo. Sabes que tengo dinero suficiente para que podamos vivir con comodidad y si invierto una parte en el laboratorio… He pensado que podría enviar a Palestina algunos de los medicamentos que hacen en el laboratorio de monsieur Chevalier.

—Ya tienes un laboratorio en La Huerta de la Esperanza.

—¡Por favor, Miriam! Aquello es un cobertizo acondicionado para hacer cuatro fórmulas; elaboramos medicamentos muy básicos aunque de vez en cuando tu cuñado Yossi nos encargue alguna fórmula magistral. Te estoy hablando de tener un laboratorio de verdad. Y yo no soy farmacéutico, soy químico, aunque me haya dedicado a elaborar boticas. No te negaré que me atrae dedicarme a los negocios como Konstantin. Me gustaría intentarlo…

—Mi hijo Daniel quiere regresar —respondió Miriam esforzándose para que no se le quebrara el ánimo.

—Puede hacerlo; Mijaíl me ha dicho que se marcha, de manera que puede acompañarle.

—Te olvidas de que es mi hijo.

—Tienes razón…, entonces lo mejor es que se quede.

—Daniel no tiene nada que hacer en París.

—Te equivocas; si compro el laboratorio de monsieur Chevalier, Daniel puede trabajar allí. Aprenderá otras cosas que le serán muy útiles para cuando regresemos a Palestina.

—¿Estás seguro de que algún día querrás regresar? —preguntó Miriam, temiendo la respuesta.

—¡Claro que sí! Sólo te estoy pidiendo que me dejes intentar hacerme con el negocio. No sabes lo que significa para mí compartir algo con Konstantin y Katia… Además, no te oculto que hacía tiempo que no me sentía tan en paz conmigo mismo. En Palestina vivimos con tal intensidad que no nos da tiempo para pensar en nosotros mismos. Por favor, Miriam…

Miriam se resignó; sabía que por más que ella se empeñara, Samuel no tenía intención de regresar a Palestina, al menos en ese momento. Ella estaba dispuesta a sacrificarse pero le preocupaba Daniel. Su hijo mayor no terminaba de adaptarse a París. La ciudad le parecía bella y grandiosa, tanto que se sentía perdido. Tampoco tenía amigos y el aprendizaje del francés se le hacía cuesta arriba, todo lo contrario que a sus dos hijos pequeños, Dalida y Ezequiel. Mijaíl había hecho lo imposible por ayudarle y en muchas ocasiones le pedía que le acompañara a sus reuniones con los amigos de la infancia. Daniel prefería estar con Mijaíl y sus amigos antes que con los de Samuel; aun así, aquellos jóvenes franceses le resultaban extraños.

Miriam le expuso la situación a Daniel sin ocultarle que le preocupaba perder a Samuel.

—Si nos vamos y le dejamos aquí, no sé qué podría pasar. Samuel ha recuperado su pasado con Konstantin y Katia y ahora mismo para él eso es lo más importante.

—¿Quieres decir que para él son más importantes que tú o que mis hermanos?

—No exactamente… Nos quiere, nos quiere a todos, a ti también, te lo ha demostrado, pero ahora necesita estar con sus amigos y no quiere desaprovechar la ocasión que le brinda monsieur Chevalier y convertirse en propietario de un buen laboratorio. Me ha dicho que podrías trabajar con él, así tendrías la oportunidad de seguir aprendiendo. ¿No te gustaría?

—Comprendo que no debas separarte de Samuel. Es tu marido. Pero tienes que comprenderme y permitirme regresar. Estaré bien en Palestina. Allí están mis tíos, Judith y Yossi, y mi prima Yasmin. Son nuestra única familia ahora que… bueno, después de que asesinaran a la abuela.

Se quedaron unos segundos en silencio, Miriam conteniendo las lágrimas; el asesinato de su madre le provocaba un dolor agudo en el pecho.

—Pero Yossi no puede ocuparse de ti, bastante tiene con cuidar de mi hermana. Judith está muy enferma y Yasmin no da abasto ayudando a su padre y atendiendo a su madre. Serías una carga.

—No he dicho que vaya a vivir con ellos, aunque si así fuera, procuraría ser de alguna utilidad. Volveré a La Huerta de la Esperanza y continuaré trabajando junto a Netanel. Él suele animarme para que complete mis estudios e incluso para que vaya a la universidad. Además, sabes que Kassia y Ruth me tratarán como a un hijo.

—Ya, pero… yo no quiero separarme de ti —y Miriam se puso a llorar.

Mijaíl les interrumpió sorprendido al ver llorar a Miriam.

—Pero ¿qué pasa aquí? —preguntó.

Mientras le explicaban lo que ocurría a Mijaíl se le iba encendiendo la mirada.

—Samuel nunca se quedará para siempre en ninguna parte. En realidad no es de ningún lugar. Ahora está bien aquí porque se ha reencontrado con Konstantin y Katia, pero dentro de un tiempo les dejará para regresar a Palestina o a cualquier otro lugar. No le importa el daño que hace a los que dice querer. A mí me abandonó cuando era un niño y yo le veía como mi único pilar. Miriam, si regresas a Palestina no te seguirá. Si le quieres, lo único que puedes hacer es quedarte con él en París hasta que decida volver. En cuanto a ti, Daniel, si lo deseas puedes venir conmigo. Hay un barco que sale de Marsella en una semana. Puedo comprar tu pasaje.

—Me sorprende que quieras regresar a Palestina. Eres rico…, has heredado mucho dinero y eres casi francés, te has educado aquí y si quisieras podrías convertirte en el mejor violinista del mundo… —le respondió Daniel.

—Sí, aquí se queda mi infancia, mis primeros años de juventud, mis amigos y mis sueños de convertirme en un gran músico. Aquí fui feliz con Marie y con Irina. Pero no pude soportar que Irina se casara con monsieur Beauvoir, por eso acompañé a Samuel a Palestina, aunque en realidad me habría ido a cualquier parte. Lo que no imaginé es que Palestina iba a ser tan importante para mí. A veces me pregunto qué sentido tiene llevar una vida de privaciones como la que llevamos allí. Pero ahora no querría vivir en ningún otro lugar. Me alegra haber vuelto a ver a mis amigos de la infancia, de reencontrarme con mi ciudad y de volver a disfrutar de los pequeños placeres burgueses con los que crecí, porque a París siempre la sentiré mía. Pero aquí he comprendido que Yasmin es más importante para mí. Si pudiera traerla aquí, vivir con ella en París, pero eso es imposible… Con su madre impedida, Yasmin nunca dejará Palestina. De manera que regreso decidido a casarme con ella.

Le abrazaron emocionados. Mijaíl les había sorprendido, siempre les había parecido demasiado introvertido, e incluso huraño.

—Me alegro de que vayas a convertirte en mi sobrino —dijo Miriam— y no dudo de que serás muy feliz con Yasmin.

Después, con ayuda de Mijaíl, Daniel la convenció para que le dejara regresar a Palestina. No le quedaba otra opción que aceptar o separarse de Samuel, y aquella sola idea le dolía aún más.

Los meses se convirtieron en años y así habían llegado a 1933. Hacía ya cuatro años que habían dejado Palestina. Miriam y Samuel se habían instalado en una rutina que a él parecía hacerle feliz. Había comprado el laboratorio a monsieur Chevalier y se había asociado con Konstantin para vender medicamentos en Inglaterra y en otros países de Europa, lo que les llevaba a viajar juntos y a recuperar la complicidad de su infancia y juventud. Monsieur Chevalier disponía de patentes de diversos medicamentos que le habían procurado pingües beneficios, sobre todo después de la Gran Guerra.

Samuel viajaba a Londres con mucha frecuencia y solía quedarse más tiempo del que Miriam consideraba necesario. Sabía que cuando iba, buena parte de ese tiempo lo pasaba con Katia y en más de una ocasión los había sorprendido mirándose con una dulzura que la sobrecogía.

Se daba cuenta de que habían dejado de ser una pareja para convertirse en un quinteto, porque la vida de ambos ahora era inseparable de las de Konstantin, Vera y Katia.

Ella no era feliz, pero Samuel sí. Su único consuelo eran las cartas de Daniel en las que le aseguraba que estaba bien y sus dos hijos pequeños, Dalida y Ezequiel, que se habían adaptado sin problemas a la vida parisina. Miriam los acompañaba todas las mañanas al colegio y por las tardes era Agnès, la joven criada, quien los llevaba a jugar a los Jardines de Luxemburgo.

Lo que más la desesperaba es que pese a sus esfuerzos por agradar a Samuel, él ni siquiera le prestaba atención. Ella había terminado cediendo a los consejos de la peluquera y se había cortado el cabello como las parisinas e incluso vestía como ellas. Faldas que apenas cubrían la rodilla, sombreros, guantes… Samuel le decía que gastara cuanto quisiera, pero nunca se daba por enterado cuando ella estrenaba un vestido nuevo. A Miriam le costaba aceptar que su matrimonio era una pantomima y que sólo les unía Dalida y Ezequiel. Samuel quería a sus hijos y sólo con ellos el rostro se le llenaba de ternura. Pero aún tardaría dos años más en decidirse a poner fin a su vida en común.

Miriam nunca antes había sucumbido a la tentación de leer los papeles de Samuel, pero una mañana se encontró en el suelo una hoja que se le había caído del bolsillo. La cogió y en el acto reconoció la letra redonda de Katia.

«Querido, te echamos de menos. Tres semanas sin verte se me antojan una eternidad. Vera está preparando el cumpleaños de Gustav. ¿Te imaginas?, ¡mi sobrino va a cumplir diez años! El próximo año irá a un internado, por tanto Vera quiere que este cumpleaños sea inolvidable, pero no lo será si tú no estás.

Te esperamos.

Tuya siempre,

KATIA»

Miriam no sabía qué pensar. Temía pedirle explicaciones a Samuel segura como estaba de que él aduciría que aquella carta era del todo inocente y que no había una sola línea que pudiera malinterpretarse. Pero ella sabía que era una carta de una mujer enamorada. Le invitaba al cumpleaños de Gustav pero no extendía la invitación ni a ella ni a sus hijos. En realidad Katia nunca se mostraba cariñosa con Dalida y Ezequiel, como si le costara reconocer en ellos a los hijos de Samuel.

Dalida había heredado el cabello negro de Miriam y el color aceitunado de su piel. Ezequiel se parecía a Samuel, aunque el color de su cabello era castaño y en sus rasgos también estaba presente la herencia sefardí de su madre. Ninguno se parecía a Gustav, el hijo de Konstantin y Vera, que recordaba a uno de esos ángeles que se encuentran en los cuadros de los pintores renacentistas. Gustav era tan rubio, con la piel tan blanca y los ojos tan azules que era imposible no mirarle. Además, a Miriam le admiraba que a pesar de sus pocos años el niño se comportara con tanta corrección. Dalida y Ezequiel peleaban entre ellos, y había que recordarles que en casa no se podía correr y que debían sentarse con la espalda recta.

Pasó el resto del día sin saber qué hacer aguardando impaciente que Samuel regresara del laboratorio. Pero no tuvo tiempo de plantearle sus temores porque su marido estaba tenso y preocupado.

—Dentro de un par de semanas tengo que ir a Alemania y no me gusta lo que está sucediendo en Berlín —le dijo a modo de saludo.

—¿Te refieres al nuevo canciller? —preguntó ella.

—Sí, ese tal Hitler abomina de los judíos.

—No comprendo por qué el presidente Paul von Hindenburg le nombró canciller… —respondió Miriam.

—Por miedo a los comunistas. Los políticos alemanes temen que sus compatriotas vean en el comunismo la solución a sus problemas. ¿Sabes cuánta gente hay sin trabajo? El país está al borde de la ruina. Konstantin se empeñó en que debíamos vender nuestros medicamentos en Alemania, pero desde que nos instalamos allí sólo hemos tenido quebraderos de cabeza. Y no te oculto que siento escalofríos ante esas banderas con la cruz gamada… Muchos judíos están dejando Alemania, otros se resisten a marcharse, se sienten alemanes como el que más, pero Hitler no les considera así. No sabes cuántas humillaciones sufren.

—Entonces no deberías ir. Tú eres judío, que vaya Konstantin.

—También él es judío.

—Bueno, pero no tanto como nosotros.

—¿Cómo que no? Su abuelo era judío.

—Pero su madre no lo era, de manera que puede pasar por un ruso más. Y, que yo sepa, nunca pisa la sinagoga.

—Vamos, Miriam, yo tampoco voy a la sinagoga y tú lo haces muy de cuando en cuando. ¿Qué tiene que ver ir a la sinagoga con ser judío?

—Si estás preocupado no debes ir a Berlín. ¿Para qué quieres más dinero? Tienes más del que jamás podrás gastar.

Cenaron con sus hijos. Miriam siempre sentaba a los niños a la mesa; pensaba en Gustav y le daba pena porque sabía por Samuel que el niño siempre comía solo o en compañía de su niñera. Vera, la dulce Vera, no podía dejar de comportarse como la aristócrata que era y consideraba impensable sentar a un niño a la mesa. Konstantin no compartía la decisión de Vera, pero pasaba tanto tiempo fuera de su casa que no le parecía bien poner en cuestión los métodos educativos de su esposa.

Desechó a Gustav de sus pensamientos para escuchar el parloteo de sus dos hijos. Dalida era una niña inteligente y perspicaz que no dejaba de hacer preguntas.

Luego, una vez que hubieron acostado a sus hijos, Miriam aprovechó para hablarle de la carta.

—Te he dejado encima de la cómoda una carta, se te debió de caer anoche o esta mañana. Es de Katia.

Samuel se movió incómodo en el sillón pero le sostuvo la mirada.

—Sí, me han invitado al cumpleaños de Gustav.

—Es curioso que no nos hayan invitado ni a los niños ni a mí.

Se quedaron en silencio; Miriam mirándole fijamente, él queriendo esquivar su mirada.

—Bueno, Katia sabe que a ti no te gusta viajar.

—¿Y cómo lo sabe? ¿Quizá porque nunca soy invitada a hacerlo, por ejemplo, a acompañarte a alguno de tus interminables viajes a Londres?

—¿Qué quieres decir?… —Samuel se había puesto tenso.

—Llevo cuatro años en París y aún no sé por qué. Cuando vine era tu esposa, pero ahora sólo soy quien se ocupa de tus hijos. Me pediste que te diera tiempo, y te lo he dado. Ya tienes tu laboratorio y una vida que te complace y en la que yo no tengo cabida. Voy a marcharme, Samuel, regreso a Palestina. Dalida y Ezequiel vendrán conmigo.

—Pero… ¡no te entiendo! ¿Quieres irte porque te ha ofendido que Katia no te haya invitado expresamente al cumpleaños de Gustav? —El tono de Samuel era de irritación.

—Quiero irme porque no tengo nada que hacer aquí. Aún no he ido a llorar a la tumba de mi madre. Mi hijo Daniel está allí. Mi hermana continúa enferma. No he podido asistir a la boda de mi sobrina Yasmin con Mijaíl. ¿Te doy más razones? Sí, te daré la definitiva: no me quieres, Samuel, no me quieres. Soy parte del paisaje que te rodea pero nada más. Ni me quieres ni me necesitas. Al principio quizá sí, pero ahora te sobro aquí. Nunca me adaptaré del todo a la vida de París. No me divierten esas fiestas donde tantas mujeres hermosas compiten entre sí, y donde las relaciones sociales son tan hipócritas… Todos critican a todos…, los maridos traicionan a sus mujeres con sus mejores amigas y las esposas se vengan gastando el dinero de sus maridos y coqueteando a su vez con el primer mequetrefe que se encuentran… Y luego están todos esos exiliados rusos… ¡Qué se han creído! Algunos se comportan como si aún vivieran en San Petersburgo, como si aún conservaran sus palacios y sus privilegios… Yo soy una campesina, Samuel. Nací en Hebrón y durante mi infancia cuidaba cabras. En el verano corría descalza… ¿Qué tengo yo que ver con todas esas señoras que me has presentado y me miran con conmiseración?

—¿Has terminado? —Samuel a duras penas contenía su irritación.

—No, no he terminado. Aún tengo otra cosa que decirte. No sé si estás enamorado de Katia, es evidente que ella sí lo está de ti. Pero veo que te cambia la expresión cuando estás con ella. Te vuelves amable, sonríes…, la tratas con tanto mimo y tanta deferencia… Os sentís bien el uno con el otro… Y yo ya me he cansado de sentirme como si fuera una intrusa. Le dejo el campo libre.

Miriam se levantó y salió del salón. Aquella noche durmió en el cuarto de invitados donde se encerró negándose a responder a la llamada de Samuel. Al día siguiente, cuando abrió la puerta de la habitación se encontró con él.

—¿No te has ido al laboratorio? —preguntó intentando parecer indiferente.

—¿Crees que podía hacerlo después de lo que me dijiste anoche?

—Nunca es agradable escuchar la verdad.

Samuel sabía que Miriam tenía razón y le dolía su propio egoísmo y el no ser capaz de quererla más. Irina era la única mujer de la que había estado enamorado, aunque a veces se preguntaba si sólo se enamoró de un sueño. A Miriam la había querido por su fortaleza, por su rectitud, por su optimismo y por su capacidad de hacer fácil la cotidianidad, pero enamorarse… no, no se había enamorado de ella. Sabía que Miriam tenía razón: no encajaba en París; en cuanto a Katia, se le había metido en el corazón sin darse cuenta. Aquella niña rubia y delgaducha que tanto les había importunado a Konstantin y a él cuando eran niños, se había convertido en una mujer que, aunque ya madura, resultaba difícil permanecer indiferente ante ella. No podía por más que reconocer que sus modales delicados y su belleza eslava le transportaban a sus años de juventud cuando admiraba a todas aquellas damas que asistían a los bailes de los Goldanski. Y aunque estaba seguro de no estar enamorado de Katia, no podía resistir la atracción que sentía por ella.

—Quiero que nos demos una oportunidad. No sé si servirá para algo, pero al menos me gustaría que lo intentáramos —le propuso Samuel.

Miriam estaba a punto de romper a llorar, pero se dijo que si lo hacía nunca se lo iba a perdonar.

—He pensado que vayamos a España. Te llevaré a Toledo, así conocerás la ciudad de la que hace más de cuatrocientos años huyeron tus antepasados. A Dalida y a Ezequiel les gustará, ya tienen edad para comprender —añadió Samuel.

—¿A Toledo? ¿Iremos a Toledo? —La voz de Miriam estaba cargada de emoción.

No podía resistirse ante aquella invitación. Cuando era pequeña su padre le había contado que sus antepasados fueron expulsados de su casa de Toledo. Su padre y sus abuelos describían la ciudad con tal minuciosidad que parecía que la conocieran como las palmas de sus manos. Conservaban la llave del que fue el hogar de sus antepasados y que había pasado de padres a hijos, así como los viejos títulos de propiedad. Ahora la llave estaba en manos de Judith porque era la hermana mayor.

En Toledo se hallaban sus raíces, parte de su esencia. Nunca se había permitido soñar con conocer aquella antigua capital de España. Aquellos reyes, Isabel y Fernando, les habían obligado a exiliarse. En la ciudad griega de Salónica, que entonces formaba parte del imperio otomano, encontraron un nuevo hogar, pero nunca olvidaron que su patria era Sefarad y su casa, su verdadero hogar, estaba en una callejuela de Toledo cercana a la sinagoga, no muy lejos de donde Samuel Leví, el tesorero del rey Pedro I de Castilla, tuviera su propia residencia.

Cuando sus abuelos paternos comenzaban a hablar de Toledo, su madre, su hermana Judith y ella escuchaban extasiadas. Su madre, una campesina judía de Hebrón, se sentía orgullosa de haberse casado con aquel hombre cuyos antepasados procedían de la antigua capital de Sefarad.

A Samuel la alegría de Miriam le hacía sentirse un poco menos miserable. Había improvisado lo del viaje a Toledo, era lo primero que se le había ocurrido para intentar retener a Miriam. Más tarde pensaría que a lo mejor no había sido una buena idea porque el viaje sólo serviría para alargar una relación que estaba maltrecha.

A mediados de marzo llegaron a San Sebastián. Hacía frío. La primavera aún no había llegado a la ciudad. A los niños les entusiasmó el lugar pero apenas estuvieron allí un par de días. Samuel quería llegar a Madrid, donde tenía intención de reunirse con un comerciante catalán interesado en importar algunos de los medicamentos de su laboratorio.

En la madrileña Estación del Norte les esperaba Manuel Castells. Samuel le agradeció el detalle de haber acudido a esperarles.

—El hotel Ritz no está muy lejos de aquí. No ha podido usted elegir mejor lugar para su estancia. Hoy descansen, ya tendremos tiempo para los negocios.

El español ya estaba entrado en años y vestía de manera elegante aunque con discreción. Miriam se sorprendió de la fluidez con la que aquel hombre hablaba francés.

—No hay más remedio si uno quiere hacer negocios —respondió, halagado—, pero le confesaré un secreto, soy catalán, mi familia es de la Cerdaña, un pueblo cercano a la frontera con Francia, y de chico tuve una niñera de Perpiñán.

A Miriam le sorprendía comprender tantas palabras en español. Le resultaba familiar porque al fin y al cabo su padre era sefardí y aquel castellano viejo era el que había aprendido de labios de su madre. Al padre de Miriam le gustaba hablar a sus hijas en el idioma de Sefarad y ahora Miriam se sentía orgullosa de comprender casi todo lo que se hablaba a su alrededor.

—No me gusta tanto como París —les interrumpió Dalida, siempre atenta a cuanto le rodeaba mientras el coche les llevaba por la Gran Vía.

—¿Cómo puedes decir eso? Aún no hemos visto nada —respondió su madre.

—A ti te gusta porque eres española —adujo Dalida.

Miriam suspiró sin responder a la niña. Su hija tenía razón, no se sentía extranjera en España.

Cuando Manuel Castells supo de las intenciones de Samuel de llevar a su familia a conocer Toledo les ofreció su coche. Aceptaron encantados, de manera que cuatro días después de llegar a Madrid pusieron rumbo al que era el destino añorado de Miriam: Toledo, la Ciudad Imperial. Se instalaron en un hotel, no lejos de la catedral, que les había aconsejado el propio Castells.

—Es más grande que Notre-Dame —dijo Dalida al ver aquella catedral majestuosa que parecía dominar la ciudad.

Samuel había estudiado minuciosamente los planos de la ciudad además de haber preguntado a su nuevo socio cómo debían llegar a la calle donde antaño había estado la casa de los antepasados de Miriam. Quería darle una sorpresa y llevarla hasta allí sin decírselo.

—Daremos una vuelta por Toledo —propuso a Miriam y a sus hijos.

Les hizo caminar un buen rato buscando la judería, que así llamaban al barrio donde siglos atrás vivieran los hebreos toledanos. Mientras paseaban iban impregnándose del espíritu de la ciudad. Los niños caminaban muy juntos sorprendidos por aquellas calles estrechas con adoquines que formaban un laberinto. Miriam miraba todo con emoción sin dejar de parlotear.

—Me recuerda a la Ciudad Vieja —aseguró Dalida.

—Vaya, así que te recuerda a Jerusalén…, no es un mal parecido —respondió Samuel, divertido por los comentarios de su hija.

—¡Si mi padre me viera! Él siempre soñó con Toledo. La conocía tan bien… —les interrumpió Miriam.

—¿Los abuelos estuvieron en Toledo? —quiso saber Dalida.

—No, hija, pero ellos sabían todo de esta ciudad porque se lo contaron sus padres y a ellos los suyos, y así, yendo hacia atrás, llegamos al siglo XV, cuando nuestros antepasados fueron expulsados de España.

—¿Y por qué les expulsaron? ¿Se habían portado mal? —preguntó Ezequiel.

—¿Portarse mal? No, hijo, no habían hecho nada malo, los expulsaron porque eran judíos.

—Nosotros somos judíos, ¿es que eso es malo? —preguntó el niño con preocupación.

—No, claro que no es malo, pero en algunos lugares no quieren a los judíos —intervino Samuel.

—Pero ¿por qué? —insistió Ezequiel.

Miriam intentó dar una explicación que su hijo pudiera entender, pero Ezequiel no acertaba a comprender las explicaciones de su madre, de manera que al final les sorprendió diciendo:

—Bueno, pues lo que tenemos que hacer es borrarnos de ser judíos y así todo el mundo nos querrá y no nos echarán de los sitios.

Samuel abrazó a Ezequiel. En aquel momento se veía a él mismo muchos años atrás discutiendo con su padre por su deseo de no ser judío, de borrar lo que parecía un estigma que les hacía diferentes.

Ya llevaban un buen rato andando y los niños parecían cansados cuando Samuel decidió apretar el paso.

Por fin llegaron a la plaza del Conde, a dos pasos de donde antaño estuviera la casa de los antepasados de Miriam. Samuel cogió de la mano a su esposa mientras se dirigían a un viejo portalón de madera tachonado por clavos negros como la noche. Notaba el temblor de Miriam y le conmovió ver cómo las lágrimas empañaban su mirada.

—Mamá, ¿por qué lloras? ¿Crees que nos van a echar por ser judíos? —preguntó Ezequiel, que estaba preocupado tras haber descubierto las consecuencias de ser judío.

Miriam se quedó delante de la puerta muy quieta y luego puso su mano sobre la vieja madera y la acarició. Samuel obligó a sus hijos a dar un paso atrás para concederle a su madre unos minutos de recogimiento.

Dalida y Ezequiel permanecieron muy quietos, conscientes de repente que aquel momento era especial para su madre. Luego ella se volvió y los abrazó.

—¿Quieres que llamemos? —le preguntó Samuel.

—¡No, no! —respondió temerosa ante la osadía de Samuel.

Pero él no le hizo caso y golpeó un par de veces con el aldabón. No pasaron más que unos breves segundos cuando el portón se abrió. Un hombre de edad avanzada les miraba esperando saber quiénes eran aquellos desconocidos. Samuel no se lo pensó dos veces y le explicó que aquella casa había sido de los antepasados de su esposa, que conservaban los títulos de propiedad y la llave de aquel portón, que no buscaban nada excepto ver el lugar que un doloroso día los antiguos propietarios tuvieron que abandonar y dejar cuanto poseían para encontrar refugio en el exilio.

Había hablado de corrido, casi sin respirar, y de repente se dio cuenta de que sin saber por qué lo había hecho en francés. Aquel hombre no habría entendido nada, pero pensó que tampoco le habría entendido si le hubiese hablado en inglés. Sin embargo, para su sorpresa el anciano respondió en una mezcla de español y francés.

El hombre les hizo pasar y les pidió que se acomodaran en un viejo y frío salón donde estaba encendida una enorme chimenea de piedra. Se presentó: «Soy José Gómez». Sus cansados ojos brillaban curiosos.

Samuel hizo lo propio y a continuación presentó a Miriam y a sus hijos. Dalida, muy formal, tendió la mano al anciano, pero Ezequiel se refugió detrás de su madre avergonzado ante aquel desconocido.

—Avisaré a mi esposa.

—¡Cómo te has podido atrever! —le reprochó Miriam a Samuel una vez que se quedaron solos.

—¿No querías ver la casa de tus antepasados? Bueno, pues ya estamos aquí. Es un hombre muy amable y no me parece que le haya extrañado demasiado que queramos ver la casa.

Callaron al ver entrar en el salón con paso ágil a una mujer tan anciana como el hombre que les había invitado a pasar. La mujer les sonrió y Miriam se tranquilizó.

—Mi esposa, María —dijo el hombre a modo de presentación.

—De modo que son ustedes familiares de los Espinosa. Ellos fueron los propietarios de esta casa hasta que se marcharon. Mis antepasados también eran judíos pero se convirtieron, y aunque pasaron por grandes sufrimientos, pudieron quedarse. Claro que algunos terminaron en la hoguera por no convencer a los inquisidores de que habían renegado de su fe definitivamente —les explicó María.

Miriam estaba sorprendida de que aquella mujer hablara de lo sucedido cinco siglos atrás como si se tratara de algo ocurrido el día anterior.

—¿Quién de los dos proviene de la familia Espinosa? —preguntó María.

Samuel hizo un gesto indicando que era Miriam.

—Así que tú eres la Espinosa… Mi nombre, María, es la versión española de Miriam. ¿Quieres saber cómo nos hicimos con esta casa? Te contaré lo que me explicó mi abuelo y a él el suyo. Aunque los judíos expulsados siempre pensaron en regresar, eso no entraba en los planes de los reyes de entonces. Las posesiones de los judíos fueron a parar a manos de los nobles de la época. Con el tiempo, algunos de los conversos pudieron hacerse con los bienes de los que fueron sus amigos y vecinos. La mía era una familia de traductores muy apreciados en la corte de Toledo. Hombres de estudio de cuya sabiduría se beneficiaban los reyes castellanos. Sé que mi familia se hizo con esta casona allá por el siglo XVII y que desde entonces ha sido la casa familiar. Ya ves, esta casa está llena de recuerdos, los recuerdos de los Espinosa y nuestros propios recuerdos.

La anciana se quedó unos segundos en silencio escudriñando el rostro tenso de Miriam.

—Ven, acompáñame, conservamos algunos retratos de tu familia en el sótano; estarán llenos de polvo, pero al menos sabrás cómo eran los abuelos de tus abuelos —y la anciana les instó a que la siguieran.

José Gómez protestó.

—Pero, mujer, hace años que no bajamos al sótano y los escalones no están en buen estado. Seguro que los ratones se habrán comido los lienzos de los que hablas.

Pero la mujer no le hizo caso e insistió en que la acompañaran. La siguieron por los pasillos sombríos de la casa hasta llegar a una puerta de madera donde la mano del artesano había tallado flores y un versículo de la Biblia. Ezequiel se quejó de que tenía frío pero Dalida le dio un pellizco haciéndole callar. María abrió la puerta, que al empujarla comenzó a chirriar.

Las escaleras del sótano crujían y Samuel temió que se rompieran. Se notaba que hacía mucho tiempo que nadie se había acercado a aquel lugar de la casa. En las paredes había humedad y los tablones del suelo, amén de desgastados, parecían carcomidos.

A Miriam le sorprendió que aquella mujer se moviera de un lado a otro con tanta agilidad, rebuscando entre sillas desvencijadas, mesas sin patas y todo tipo de utensilios en desuso. Por fin pareció recordar dónde se encontraban los cuadros de los que había hablado.

—Creo que están ahí, en ese arcón; mi madre debió de guardarlos, a ella no le gustaron esos cuadros, decía que parecía que le reprochaban que hubiéramos ocupado su casa.

Con la ayuda de Samuel abrió el arcón y fueron sacando hasta media docena de lienzos cuidadosamente doblados.

Samuel y Miriam cargaron con las telas y regresaron al salón.

—Ponedlos encima de esa mesa, es grande y así los veréis mejor —indicó la anciana.

Las telas no medían más de medio metro cada una y al extenderlas se encontraron con seis rostros que parecían mirarles fijamente.

—Yo no sé quiénes son, pero sí que eran Espinosa; si los quieres puedes llevártelos —dijo la mujer.

Miriam sonrió agradecida. Le parecía estar viviendo una escena irreal gracias a la amabilidad de aquellos dos ancianos que los habían recibido en su casa sin ningún resquemor y que incluso les regalaban aquellos lienzos que devolvían a Miriam a un pasado desconocido. También fue una sorpresa agradable comprobar que los españoles comprendían el castellano antiguo, aquel que se hablaba en los tiempos en que sus antepasados fueron expulsados de Sefarad. Miriam se había empeñado en que tanto Dalida como Ezequiel también lo aprendieran, y aunque los niños lo comprendían se resistían a hablarlo.

El matrimonio insistió en que compartieran el almuerzo con ellos.

—Somos muy mayores y nuestra vida carece de sorpresas, de manera que vuestra presencia supone una aventura —aseguró el hombre.

María les había dejado en la sala mientras iba a la cocina a preparar con qué agasajar a aquellos invitados inesperados.

José Gómez presumió de ser castellano viejo y bromeó con su mujer sobre sus orígenes judíos. Les contó que era médico y que en sus años mozos había visitado París, donde tenía un pariente que trabajaba en la legación diplomática española.

Miriam parecía embobada escuchando a María contar historias sobre la Sefarad de los judíos, mientras que Samuel escuchaba explicar a José sobre la causa última de la expulsión.

Dalida y Ezequiel apenas lograban controlar su impaciencia. Se aburrían. Les resultaba ajeno aquel idioma extraño en el que algunas veces su madre les hablaba, y el francés del señor Gómez era demasiado rudimentario, cada dos por tres paraba la charla buscando la palabra adecuada con la que seguir conversando.

Los siguientes días se dedicaron a conocer Toledo acompañados por los Gómez, que se habían autoadjudicado el papel de anfitriones. Incluso insistieron para que dejaran el hotel y se instalaran en la casona. Miriam habría aceptado de buena gana pero Samuel se opuso.

—Por mucho que digan, ésta no es tu casa; además, no estaríamos cómodos.

—Cuando pienso que aquí vivieron mis antepasados, que yo provengo de esta tierra seca, de esta ciudad llena de misterios…

—¿Misterios? ¿Dónde están los misterios? Vamos, Miriam, no dejes volar la imaginación más de lo preciso. El pasado pasado está. Me parece bien que disfrutes de este viaje, pero tú eres palestina, poco tienes que ver con los españoles.

—¡Soy española y palestina! —le respondió ella, airada.

—Ya, y también turca y griega, habida cuenta de que tus antepasados se refugiaron en Salónica y la ciudad era turca y ahora griega. —Samuel se burlaba de ella.

—Tú te sientes ruso, Samuel, ¿por qué no puedo yo emocionarme al pisar esta tierra?

—Nunca he permitido que ni la tierra ni la religión marcaran mi identidad. Sólo soy un hombre que quiere vivir en paz, no importa dónde.

Pero por más que lo disimulara, Toledo también estaba dejando su huella en Samuel.

Al cabo de una semana le dijo a Miriam que debían regresar a Madrid donde tenía que cerrar un acuerdo comercial con Manuel Castells. Miriam le pidió que le permitiera quedarse en Toledo con sus hijos.

—Allí no nos necesitas, sólo seríamos una molestia. Te esperaremos aquí.

—¿Aún no has tenido suficiente de Toledo?

—Y tú, Samuel, ¿has dejado de añorar San Petersburgo? —preguntó Miriam sosteniendo la mirada de su marido.

Él no respondió y aceptó que Miriam y sus hijos se quedaran en Toledo. Hasta que Samuel no marchó a Madrid, Miriam no se dio cuenta de que prefería vivir aquella experiencia sin él.

A Dalida y Ezequiel les hubiera gustado regresar a Madrid con su padre. Se aburrían con aquellas interminables charlas de su madre con la pareja de ancianos y estaban cansados de recorrer a diario aquella ciudad que se enroscaba sobre sí misma alzándose orgullosa sobre el río que fluía a sus pies.

Miriam tenía una sed inagotable de saber, de conocer, de comprender, y tanto José Gómez como su esposa respondían con paciencia a todas sus preguntas. La anciana María la convenció para que la acompañara a oír misa a la catedral.

—¡Pero si soy judía! —protestó Miriam.

—¿Y eso te imposibilita para asistir a una hermosa ceremonia donde se honra a Dios Todopoderoso? ¿Qué más da dónde recemos y cómo lo hagamos si glorificamos a un único Dios? —respondió María.

—¿Nunca has sentido la necesidad de volver a la fe de tus antepasados, al judaísmo? —preguntó Miriam con curiosidad.

—Ya te lo he explicado, mi familia se convirtió por interés, para no tener que abandonar Toledo, pero supongo que con el tiempo aprendieron a ser buenos católicos. El pasado pasado es; yo nací en la fe católica y así moriré. Escuchar misa no te compromete a nada. Te gustará la ceremonia, hoy hay misa cantada —le insistió.

José Gómez se ofreció a pasear con Dalida y Ezequiel. Miriam se lo agradeció, sabía que sus hijos no se estarían quietos durante el culto y prefería no tener que regañarles.

La catedral de Toledo le sobrecogió. Si por fuera ya impresionaba, el interior la dejó atónita y aquellas ceremonias interminables llenas de simbolismo le fascinaban, de manera que no puso inconveniente en seguir acompañando a María.

No obstante, no había paseo que no lo terminara en la antigua sinagoga, la sinagoga que ahora llamaban de Santa María la Blanca. Allí se sentía como en casa. Cerraba los ojos e imaginaba a los suyos siglos atrás. Ojalá la pudieran ver allí, saber que una Espinosa había vuelto a aquel rincón de Sefarad, a la vieja ciudad que fuera suya.

Algunas noches lloraba. Pensaba en su hermana Judith, en cuánto hubiesen disfrutado juntas caminando por Toledo. Pero ya nunca podrían hacerlo. Judith no había recuperado la salud ni la cordura desde aquel fatídico Nabi Musa.

Le molestaba que hubieran cristianizado la judería, pero María le recordaba que en la historia de la humanidad los vencedores siempre imponen sus leyes y su religión a los vencidos. «También en el pasado —le decía— los hombres adoraban a ídolos paganos y a éstos los sustituyeron por Dios.»

Cuando días más tarde Samuel regresó, Miriam se sintió desolada. Sabía que no podía quedarse en Toledo, pero el solo hecho de pensar en abandonar la ciudad le producía un extraño malestar. Sabía que ya nunca volvería.

Lloró al despedirse de los Gómez y les pidió encarecidamente que cuidaran aquella casa que sentía como suya.

—Cuando muramos la propiedad pasará a mi hijo, que ejerce como médico en Barcelona. Y la venderá. Él tiene su vida en Barcelona, allí se ha casado y han nacido sus hijos. Sólo de cuando en cuando viene a Toledo a vernos —le dijo María.

—¡Pero puede comprarla cualquiera! —exclamó Miriam a modo de protesta.

—Una vez que estemos muertos, tanto dará. Y tú no debes preocuparte. Tienes una familia y una vida en otra parte, no se puede cambiar el pasado —afirmó José.

Durante el viaje de regreso a París, Miriam parecía ajena a cuanto le rodeaba. Samuel no lograba interesarla en ninguna conversación por más que intentaba que fuera consciente de la convulsa situación de Alemania. Ella que siempre se mostraba atenta a cuanto él le contaba y le solía aconsejar, ahora se limitaba a mirarle mientras él hablaba, pero Samuel sabía que el alma de Miriam estaba lejos de allí.

En París poco a poco recobraron la normalidad, o al menos eso fue lo que Samuel creía. Él continuaba volcado en el laboratorio y había reanudado sus viajes a Londres para reunirse con Konstantin. Ella cuidaba de sus hijos y tenía mucho tiempo para pensar; parecía haber vuelto a acomodarse a aquella vida apacible y burguesa de la que tanto parecía disfrutar Samuel. Pero la normalidad incluía a Katia. Por más que Samuel había decidido poner distancia entre los dos, le resultaba imposible. Cuando estaba con Katia recuperaba su infancia y se recuperaba a sí mismo.

Aun así, luchaba por mantener el difícil equilibrio entre la lealtad que le debía a Miriam y la atracción irresistible que sentía por Katia. Por eso se impuso llevar a Miriam y a sus hijos en uno de sus viajes a Londres. Konstantin insistió tanto en invitarles que por fin había decidido aceptar.

Konstantin y su esposa Vera hacían lo imposible por que Miriam se sintiera a gusto. Incluso Gustav parecía encantado de ver a Dalida y a Ezequiel.

Vera era la anfitriona perfecta, preocupada de que Miriam disfrutara de su estancia londinense. La acompañó a hacer compras, visitaron con los niños un par de museos, acudieron a una merienda en casa de unos amigos e intercambiaron pequeñas confidencias sin importancia. Pero la presencia de Katia se cernía como una nube oscura sobre Miriam.

Katia, tan bella, tan perfecta… Fueron a una velada a la Ópera y Miriam notó cómo a Samuel parecían molestarle las miradas de admiración que algunos caballeros dirigían a Katia. «Está celoso», pensó, y se dio cuenta de que Samuel nunca había sentido celos por ella. Claro que por más que ella se arreglara nunca lograba tener la distinción natural de Katia.

La tarde antes de regresar a París, Miriam escuchó sin querer una conversación entre Katia y Vera. Samuel y Konstantin habían salido para reunirse con unos clientes y los niños estaban en el cuarto de juegos de Gustav. Miriam bajó a la biblioteca para dejar un libro que había cogido prestado. Iba a entrar pero se paró en seco al escuchar a Katia referirse a ella.

—Me da pena Samuel, ¡qué mala suerte tiene con su mujer!

—Pero ¡qué dices! —le reprochó Vera—. Miriam es una buena mujer.

—No digo que no lo sea, pero es tan…, no sé… yo la encuentro poco agraciada. Debería haber aprendido algo del chic de las francesas. La ropa parece no importarle y el pelo corto no le sienta… Bueno, a lo mejor es que son así las palestinas.

—Pues a mí me parece que es una mujer atractiva; al menos es diferente, tiene personalidad —respondió Vera.

—¡Eso es lo que dice mi hermano! Vamos, Vera, no repitas las opiniones de Konstantin.

—Él le tiene mucho aprecio —aseguró Vera refiriéndose a Konstantin.

—Mi hermano aprecia a todo el mundo, es un buenazo; tanto, que es capaz de encontrar algún atractivo en una mujer tan desangelada como Miriam. ¿No te das cuenta de que se siente incómoda con los zapatos de tacón? Y cuando se coloca un tocado en el pelo… ¡pobrecilla!, ninguno le sienta bien.

—Me sorprendes, Katia; tú no eres chismosa, pero veo que no te gusta Miriam, ¿por qué?

—¡Bah, me da lo mismo! Sólo siento que Samuel se haya atado a una mujer como ella. Él merece mucho más.

Vera miró a su cuñada. Sabía que estaba enamorada de Samuel desde niña y ya era hora de que dejara de perseguirle, pero no se atrevió a decírselo. Prefería no tener ningún conflicto con Katia que pudiera enturbiar la relación de ambas y entristecer a Konstantin.

—Yo no comparto tu opinión, Katia. Miriam es una mujer con muchas cualidades y Samuel tiene mucha suerte de haberse casado con ella. Y ahora, ¿qué te parece si pedimos que nos sirvan el té?

Aquella noche durante la cena Katia desplegó toda su capacidad de seducción. Samuel la miraba embobado. A Miriam le dolían las miradas que Katia intercambiaba con Samuel y sus risas. Pensó que Toledo sólo había sido una pausa, un regalo de despedida. Katia tenía razón: ella estaba fuera de lugar. Su casa se hallaba en Palestina. No le dijo nada a Samuel hasta que no regresaron a París. El día que llegaron ni siquiera se molestó en hacer ademán de deshacer las maletas.

—Me marcho, Samuel, vuelvo a Palestina. Sabes mejor que yo que no tengo sitio aquí.

Samuel protestó con sinceridad pidiéndole que no se marchara, argumentando sobre las ventajas de la vida en París para Dalida y Ezequiel, rogándole que se dieran otra oportunidad.

—Es lo que voy a hacer, darnos una oportunidad. Los dos merecemos tener una vida, Samuel, una vida donde amar, reír y compartir una vida plena. Respétame, Samuel, no insistas en reducirme a una mera presencia encargada del cuidado de tus hijos. Tengo derecho a vivir. Quiero vivir. Por eso vuelvo a casa con los míos.

Samuel no supo convencerla y tuvo que ceder, sintiendo al tiempo pesar y alivio. Se dijo a sí mismo que la separación sería temporal, que él iría pronto a Jerusalén o ella regresaría a París, pero sabía que se estaba engañando. En lo único que se mostró inflexible fue en su decisión de acompañarla hasta Marsella para asegurarse de que ella y los niños viajarían cómodamente.

Dalida y Ezequiel le dijeron adiós con la mano, apoyados sobre la barandilla del puente de pasajeros. Sus hijos habían llorado al despedirse y él mismo había hecho un esfuerzo para reprimir las lágrimas. Buscó con la mirada a Miriam pero ella prefirió no decirle adiós y se mantuvo apartada de la barandilla. Aquel momento fue cuando Samuel se dio cuenta de que Miriam estaba saliendo de su vida y que ella no querría regresar nunca más.»