10. Los hijos

Ezequiel cerró los ojos. A Marian le preocupó verle cansado y le propuso llevarle de regreso a su casa.

—Sí, creo que por hoy ya está bien —aceptó él.

—No quiero tener que enfrentarme con su nieta y mucho menos con su nieto Jonás —bromeó ella.

—Hace bien. Mi nieta me protege incluso de mí mismo y yo la dejo hacer. En cuanto a Jonás… A mi edad es muy agradable que se ocupen de uno.

Mientras se dirigían hacia el coche, el anciano observó la preocupación de Marian.

—¿Qué le pasa?

—Nada… bueno, es que… estas conversaciones no eran lo que tenía previsto, pero me están ayudando mucho a comprender.

—¡Vaya, esto sí que es una sorpresa! La creo. Ya se lo dije cuando empezamos, lo que nos falta a los judíos y a los árabes es ponernos en la piel del otro. Y a usted no le viene mal deshacerse de unos cuantos prejuicios. Yo no intento convencerla de nada, sólo le cuento una historia que usted tendrá que encajar con otras historias. Y ya que ha entrado en contacto con la familia Ziad, podrá comprobar si lo que le digo es verdad.

—Cada uno vive los acontecimientos de manera diferente —respondió Marian.

—Sí, claro, ahora mismo para usted estas conversaciones conmigo tienen un sentido distinto que para mí. Todos los seres humanos somos únicos.

—¿Cree que…?

—¿Que podemos seguir hablando? Claro que sí. Ahora me acompaña a casa, le invito a un té y antes de que llegue mi nieta continúa usted con el relato. Y si no terminamos hoy, continuaremos mañana. Yo no tengo nada importante que hacer, pero ¿y usted? ¿Su ONG está de acuerdo en que gaste su tiempo con un viejo como yo?

—Ya no se trata sólo del trabajo que he venido a hacer. Necesito saber, entender —y mientras se lo decía con palabras, también se lo decía con la mirada, una mirada directa y sincera que Ezequiel apreció en lo que valía.

«Aya tuvo un hijo. Le llamaron Rami. Llegó al mundo en Ammán, en los días en que finalizaba la Gran Guerra. Yusuf apenas había podido estar con su esposa durante aquellos años. Luchaba al lado de Faysal y eso le llevaba de un lugar para otro, de las arenas de Áqaba a Damasco, de Damasco a Jerusalén, y siempre que podía se escapaba fugazmente a Ammán para reunirse con su madre viuda, sus hermanos y Aya, aquella niña que callaba y sufría porque extrañaba a su madre y a su abuela y que por las noches, cuando creía que nadie podía verla, lloraba con desesperación.

—Tu esposa no es feliz —le dijo su madre a Yusuf.

Él lo sabía. No tenía quejas de Aya pero notaba que aquellos ojos negros y luminosos habían perdido alegría y que le aceptaba con resignación, pero no era eso lo que quería.

Una noche en la que pudo acercarse a su casa de Ammán habló con Aya.

—¿No me quieres? ¿Acaso te has arrepentido de nuestra boda? —le reprochó.

Ella no pudo contenerse por más tiempo y rompió a llorar. Sí le quería, aseguró, pero no podía evitar añorar a su madre y a su abuela, recordar a su hermano Mohamed, lamentar el asesinato de su padre. Ammán se le antojaba más lejos de lo que la luna lo estaba de su casa de Jerusalén.

—Apenas te veo… Tu familia es muy buena conmigo, pero…

—Pero si pudieras volver con tu madre serías feliz.

Aya le abrazó. No se atrevía a decirle que era lo que más deseaba en el mundo.

—Te llevaré a casa de tu madre. Te quedarás hasta que yo termine de luchar. Tu hermano se responsabilizará de ti. Cuando la lucha termine regresaremos aquí.

Yusuf cumplió con su promesa a pesar de los reproches de su madre.

—La esposa debe vivir en el hogar del marido. ¿Qué dirán de ti, de nosotros, si le permites regresar a Jerusalén?

—Mi hogar está donde Aya esté. Si ella quiere, en el futuro viviremos en Jerusalén. ¿Dónde está escrito que tenga que ser infeliz? Aya aún es muy joven.

—Eres tú que la tratas como a una niña y no le exiges que se comporte como una mujer casada con obligaciones.

—Madre, tú misma me has dicho que Aya no es feliz.

—Porque es tu obligación saberlo, pero eso no debe llevarte a hacer lo que ella quiera.

—La llevaré a Jerusalén. Viviremos allí.

Nada de lo que dijo su madre convenció a Yusuf. Quería a Aya y ansiaba que fuera feliz.

A Dina nada le podía hacer más feliz que tener a sus hijos con ella. Mohamed acababa de regresar a casa después de haber combatido con lealtad y valor junto a las tropas de Faysal. Su hijo había participado en la conquista del Líbano y de Siria. Y a Dina le había emocionado conocer por labios de Mohamed la entrada triunfal de Faysal en Damasco.

—Si lo hubieras visto, madre… las calles se llenaron de hombres acompañados de sus esposas e hijos. Las mujeres gritaban con alegría. Fuimos los primeros en entrar; sin el príncipe Faysal y sin las tropas árabes no habría caído la ciudad.

—¿Crees que nos irá mejor sin los turcos? —preguntó Zaida, que parecía sentirse mejor y ya no pasaba tanto tiempo postrada en la cama, aunque aún seguía débil.

—A mi padre le asesinaron porque creyó que era lo mejor —respondió Mohamed a su abuela.

—¿Y ese hombre, ese oficial británico que tanto apego tiene a los árabes? —quiso saber Dina.

—¿Te refieres a Lawrence? Para Faysal es un amigo además de un buen consejero. Lawrence es un hombre de palabra, lástima que su opinión no prevalezca sobre la de sus jefes. Ha luchado como el que más, siempre se ha mostrado valiente en la batalla. Lawrence no tiene dudas sobre las reivindicaciones del jerife Husayn y cree que, una vez derrotados los turcos, tenemos que construir una gran nación árabe.

Las dos mujeres le escuchaban con tanto interés como preocupación. Habían nacido, crecido y vivido sabiendo que en Estambul reinaba un sultán cuyo poder llegaba hasta su ciudad y les inquietaban los cambios que se avecinaban.

Dina no se atrevía a decírselo a Mohamed, pero en el pasado había discutido con su marido a cuenta de ese sueño de la gran nación árabe y culpaba a su propio hermano, Hassan, de haber embaucado a Ahmed con esas ideas que ahora anidaban en su hijo.

Mohamed procuraba no angustiarlas y desviaba la conversación hacia la anunciada llegada de Aya.

—Dentro de un par de días mi hermana y su hijo estarán con nosotros, Yusuf apenas podrá quedarse unas horas porque debe volver junto a Faysal.

Dina estaba encantada del regreso de su hija y aunque Zaida también ansiaba estar con su nieta, se mostró preocupada.

—Para la madre de Yusuf supondrá una ofensa que Aya vuelva con nosotras —sentenció.

—Yusuf me ha pedido que cuide de Aya, él tiene intención de quedarse a vivir en Jerusalén en cuanto Faysal no le necesite —reiteró Mohamed.

—Y tú te has comprometido a recibir a tu hermana y a su hijo sin pensar en las consecuencias —insistió Zaida.

—Abuela, mi hermana está muy delgada, no tiene leche para amamantar a su hijo y al parecer ha caído en una melancolía de la que ni siquiera la maternidad es capaz de sacarla. ¿Qué puedo decirle a mi cuñado? Aya siempre será bien recibida.

—Pero tú también vas a casarte. Yo no viviré mucho, pero ¿crees que a tu esposa le gustará tener que vivir con tu abuela, con tu madre y con tu hermana?

—Salma conoce mis circunstancias. A su padre le ahorcaron junto al mío, su madre murió poco después. Vive en casa de su hermano mayor y está deseando tener un hogar propio. Ella os respeta y será una buena amiga para Aya. Espero que muy pronto también tengamos hijos y puedan compartir juegos con el hijo de Aya y Yusuf.

A Mohamed le hubiera gustado continuar con las tropas de Faysal, pero su presencia se hacía imprescindible en Jerusalén. Su tío Hassan estaba enfermo, su esposa Layla había enloquecido a raíz de la muerte de su hijo Salah, y Jaled se había convertido en un oficial del ejército de Faysal. Además, su casa y su huerta necesitaban la mano de un hombre. La Gran Guerra había terminado, aunque Yusuf decía que ahora era el momento de obligar a los británicos a cumplir todas sus promesas. Pero él no se fiaba de los europeos después de haber conocido la traición que habían perpetrado contra el jerife aquellos dos hombres, el inglés Mark Sykes y el francés Charles François Georges-Picot. Habían recibido el encargo de sus respectivos países para negociar y repartirse la gran nación árabe con la que soñaba el jerife Husayn.

Al príncipe Faysal le habían asegurado que el Tratado SykesPicot solamente eran papeles escritos sobre la arena del desierto que carecían de valor, sin embargo ¿quién podía fiarse de aquellos europeos?

Dina rompió a llorar cuando vio a Aya con su hijo en brazos. Mientras Mohamed ayudaba a Yusuf a descargar el equipaje, Zaida y Dina disputaban por hacerse cargo del pequeño Rami. El niño tenía siete meses y, al decir de Zaida, estaba muy delgado.

—Es un niño sano —aseguró Yusuf—, mi madre no ha dejado de cuidarle y de darle cuanto necesitaba.

—Claro, claro… ¡pero es tan pequeñito!… Aya, os he preparado mi cuarto, yo dormiré con la abuela. ¿Crees que estaréis cómodos? —Dina observaba con preocupación a su hija, que parecía ajena a cuanto sucedía a su alrededor.

—Estaremos bien, y espero que pronto podamos tener nuestra propia casa —respondió Yusuf.

Zaida y Dina ayudaron a Aya a instalarse dejando que los hombres hablaran de sus asuntos.

—Me gustaría que me acompañaras a casa de Omar Salem. Ha invitado a algunos amigos a cenar y me ha pedido que vengas. Él apreciaba a tu padre —le dijo Yusuf a Mohamed.

Mohamed asintió. Omar siempre le había mostrado su aprecio, y además era un hombre importante en Jerusalén al que tampoco se podía desairar. Mientras los dos cuñados hablaban y Zaida intentaba que el pequeño Rami tomara un poco de leche, Dina, que ayudaba a Aya a doblar la ropa del niño, le preguntó por qué se sentía tan desgraciada.

—Cada noche sueño con el momento en que la policía se llevó a mi padre. ¿Lo recuerdas, madre? Las mujeres estábamos hablando y cantando. Yo estaba nerviosa como lo están todas las novias el día de su boda. De repente entraron aquellos hombres, empujaron a los invitados, ofendieron a mi padre y se lo llevaron sin atender su petición de que al menos esperasen a que terminara la fiesta de la boda. Aquella noche se convirtió en una noche de llanto. Yusuf es el mejor hombre del mundo, paciente y cariñoso, pero mi boda con él siempre será un mal recuerdo, el peor que pueda tener.

—¿Acaso no quieres a tu esposo? —Dina hizo la pregunta temiendo la respuesta.

—No lo sé, madre, no lo sé. Creí que le amaba… Me parecía tan guapo, un hombre de mundo, un guerrero valiente al servicio del jerife Husayn y de su hijo el príncipe Faysal. ¿Qué más podía pedir? Las mujeres debemos casarnos y no hubiera encontrado un esposo mejor. ¿Amarle? Habría podido hacerlo si mi boda no hubiera estado manchada con la sangre de mi padre.

—Tu padre sufriría si te viera así. Eras la luz de sus ojos; por respeto a su memoria, debes intentar ser feliz.

—¿Crees que no hago todo lo que puedo por no defraudar a Yusuf? Ya te he dicho que es el mejor de los hombres y que no merece una esposa como yo. Sé que se ha enfrentado a su madre para traerme hasta aquí porque cree que junto a ti recuperaré la paz. Cuanto más me quiere Yusuf, peor me siento yo por no poder corresponderle con el mismo amor.

—La paciencia de los hombres no es eterna… Podría llegar a repudiarte, o tomar otra esposa, y entonces…

—No se lo reprocharía. ¿Quién puede querer a una mujer que siempre está llorando? Ni siquiera soy buena madre; mira a mi hijo Rami, no le he podido amamantar, y si no hubiese sido por mi suegra no sé qué habría sido de él…

Dina abrazó a su hija. Le dolía su dolor. Le acarició la cara y la besó intentando reconfortarla.

—Ahora estás en casa, ya verás cómo, poco a poco, te sentirás mejor. Pero tendrás que poner algo de tu parte, tienes un esposo y un hijo y obligaciones para con ellos. A tu padre le habrías roto el corazón si te hubiese visto sufrir.

Aya rompió a llorar en brazos de su madre. Pero sus lágrimas no sólo eran de pesar, también de alivio. En la calidez del regazo de Dina estaba su hogar, y si había algo que pudiera aliviarla sería saberse cobijada por su madre.

Las dos mujeres permanecieron abrazadas hasta que Zaida las llamó con insistencia.

—Este niño tiene hambre y la leche no va a ser suficiente para saciarle. Además, yo estoy cansada y necesito acostarme.

Omar abrazó con afecto a Mohamed y le reprochó que no hubiese ido antes a verle.

—Sabes que en esta casa siempre eres bienvenido como lo era tu padre, y también que aprecio tus opiniones como apreciaba las de él. Has luchado como el que más de los valientes y has regresado a casa después de cumplir con honor —le dijo sabiendo que a Mohamed le pesaba no continuar en las filas de Faysal.

Los hombres comieron y escucharon las noticias que les llevaba Yusuf y se complacieron con los relatos de la conquista de Damasco.

—Hasta aquí llegan noticias confusas de la Conferencia de París; cuéntanos, Yusuf, si las potencias que han ganado la guerra cumplirán sus compromisos con nosotros —le pidió Omar Salem.

Yusuf se mostró pesimista ante sus amigos.

—No es mucho lo que sé, sólo que Francia quiere convertirse en la potencia mandataria de Siria y el Líbano. Reclama el Líbano para los cristianos maronitas. En París presionan a Faysal para que acepte el mapa acordado por los señores Sykes y Picot en nombre de sus respectivos gobiernos, el británico y el francés, pero el príncipe se resiste y defiende la causa por la que hemos luchado: una nación árabe. Por eso combatimos a los turcos.

—¿Cumplirán? —volvió a preguntar Omar con preocupación.

—No, no cumplirán —afirmó Mohamed antes de que respondiera Yusuf.

—¿Por qué dices eso? —quiso saber uno de los invitados de Omar.

—Porque los británicos sólo querían acabar con el imperio otomano, y no les interesa sustituir un imperio por otro. Yusuf lo ha explicado, los franceses tienen sus propios intereses. Terminarán acordando el reparto de estas tierras —respondió Mohamed.

—A Palestina cada vez llegan más judíos —apuntó otro de los hombres.

—A Faysal no le preocupan los judíos, no son nuestros enemigos, al menos por ahora, siempre y cuando acepten ser parte de la gran nación árabe. Además, se ha reunido con el líder de los judíos, el doctor Weizmann —explicó Yusuf.

—¿Y han llegado a algún acuerdo? —quiso saber Omar.

—Ni al jerife Husayn ni a su hijo Faysal les importa por ahora que los judíos vivan aquí. Luchamos por una gran nación. Mientras los judíos acepten nuestras reivindicaciones, poco importa lo demás —volvió a reiterar Yusuf, cansado de que sus amigos se preocuparan más por Palestina que por llevar a buen puerto la construcción de un gran Estado árabe.

—Los británicos han dado a los judíos derechos sobre Palestina. ¿Cómo se atreven a hacerlo? Dicen que éste puede ser su hogar y se están haciendo con nuestras tierras —replicó otro de los invitados.

—Les estamos vendiendo nuestras tierras, no les culpemos por eso —apostilló Mohamed.

—Dices la verdad, Mohamed —aceptó Yusuf, que sabía de sus buenas relaciones de amistad con judíos y que tenía por amigos a sus arrendatarios de La Huerta de la Esperanza.

—Entonces… —insistió Omar Salem.

—Has de saber, Omar, que en la Conferencia de París, Faysal ha ganado para nuestra causa al presidente Wilson. El norteamericano insiste en que no se debe dar un paso sin antes consultarnos, y por recomendación suya han designado a un comité para que compruebe sobre el terreno qué es lo que queremos los árabes —continuó explicando Yusuf.

—¿Y quiénes son los hombres de ese comité? —inquirió uno de los invitados.

—Dos norteamericanos: el rector de una universidad, el señor Henry King, y un industrial, el señor Charles Crane.

—¡Una pérdida de tiempo! ¿Qué van a comprobar que ya no sepan? El jerife Husayn dejó claras las razones por las que luchamos contra los turcos y les ayudamos a ganar la guerra. Queremos una nación. ¿Acaso Faysal no se lo recuerda? —preguntó con enfado otro de los invitados.

—Por lo que sé, los dos americanos, Crane y King, ya están en camino hacia Damasco —les informó Yusuf.

—¿Y tendremos que aceptar sus recomendaciones si son contrarias a la causa por la que hemos luchado? —La voz de Omar traslucía irritación.

Yusuf se encogió de hombros. No podía decir mucho más, él confiaba en Faysal, el príncipe sabría cómo actuar.

—Mañana regreso a Damasco. La próxima vez espero traeros buenas noticias.

Cuando regresaron a la casa, Mohamed y Yusuf encontraron a las tres mujeres hablando. A Yusuf le pareció que Aya tenía otra cara. No era la alegría de antaño, pero el rictus de sufrimiento se había suavizado.

Aya tenía en sus brazos a Rami, y a Yusuf le conmovió verla sonreír a su hijo, que al parecer con tanto ajetreo no lograba dormir.

Cuando se retiraron a su cuarto Aya le contó que Kassia y Marinna se habían acercado a conocer a Rami.

—Marinna es tan guapa… Me hubiera gustado tenerla por cuñada.

—Tu padre tenía razón, Aya, es mejor que Mohamed se case con una mujer con la que tenga raíces comunes.

—Pero ¿en qué se diferencia Marinna de nosotros? Nos conocemos desde niñas. Ella es como una hermana mayor para mí. Mohamed se enamoró de ella el primer día que la vio. Y… bueno, yo creo que aunque se vaya a casar con Salma continúa enamorado.

—Eso no es asunto nuestro, y no debes entrometerte en los sentimientos de tu hermano. Mohamed es un hombre responsable y valiente que sabe lo que debe hacer en cada ocasión. Será feliz con Salma.

—Habría sido más feliz con Marinna —insistió Aya, que parecía más animada.

Yusuf se marchó al amanecer camino de Damasco para reunirse con los hombres de Faysal. Igual que Mohamed, también él ansiaba un poco de paz para poder vivir con Aya. En realidad no había disfrutado de su matrimonio. La detención de su suegro el día de su boda había empañado el comienzo de su vida en común con Aya. Los primeros días de casados los habían vivido con la angustia de saber que Ahmed sería condenado. Después, cuando le ahorcaron, Aya cayó en una depresión de la que ni siquiera el nacimiento de Rami la había sacado. Pero él la quería y le daría el tiempo que necesitara para que fueran cicatrizando sus heridas.

Estar en su casa fue para Aya la mejor medicina. Su madre y su abuela la mimaban como cuando era niña. Su única preocupación era ver tan envejecida a su abuela, que apenas podía estar de pie y carecía de apetito. Aya temía la llamada de la muerte y se encomendaba a Alá para que permitiera a Zaida vivir muchos años más.

Aya también empezó a disfrutar de su hijo. Se reprochaba de haber carecido de la leche necesaria para amamantarle, pero también de no haberse volcado en él como hacen las madres con sus hijos. Envuelta en el dolor por el ahorcamiento de su padre, se había comportado como una autómata ajena a cuanto sucedía a su alrededor. Pero ahora no se separaba de Rami y el niño engordaba día a día y le regalaba hermosas sonrisas.

También le reconfortaba haber recuperado a Marinna, a la que esperaba todas las tardes en la puerta del laboratorio. A Marinna le gustaba coger a Rami, le cantaba y le hacía cosquillas hasta que el niño reía.

—¿Estás enamorada de Igor? —se atrevió a preguntarle un día.

—Todo lo enamorada que necesito estar para casarme —respondió Marinna con sinceridad.

—No sé por qué pensé que sería Mijaíl quien te pediría en matrimonio… —le confesó Aya.

—¿Mijaíl? Sí, es muy guapo y al principio me miraba con interés, pero cuando conoció a Yasmin ya no tuvo ojos más que para ella.

—¿Y a ti te gustaba? —insistió Aya con curiosidad.

—Es un buen chico aunque un poco complicado. Bueno, ahora lo que importa es que me casaré con Igor.

—Seréis felices. Mi madre dice que Igor es muy serio y responsable y que sabrá cuidar de ti.

En ocasiones solían recordar a sus padres, Ahmed y Jacob, aquello las unía más. Ambos habían muerto por culpa del ya derrotado imperio otomano, y tanto Aya como Marinna habían desarrollado un odio sin tregua hacia los turcos.

De lo único que no se atrevían a hablar era de Mohamed. A Aya le hubiera gustado hacerlo pero no sabía si a Marinna le podía hacer daño, de manera que evitaba comentarle los preparativos de la boda de su hermano con Salma.

Mohamed ya estaría casado de no haber sido por la guerra. Su hermano ya había cumplido veintisiete años, los mismos que Marinna.

—Mohamed irá a hablar con Samuel para pedirle que le permita ampliar la casa —le anunció Dina a su hija.

—¿Ampliarla? No necesitamos más espacio…

—Sí, sí que lo necesitamos. Ha sido idea de tu abuela y tiene razón, a Salma le gustaría disponer al menos de un par de habitaciones sin tener que tropezarse con nosotras.

—¡Pero si se trata de que viva con todos nosotros! ¡Seremos su familia! —protestó Aya acordándose de que ella misma había formado parte del hogar de su suegra.

—Seremos su familia pero eso no quita para que disponga de su propio espacio. ¿Sabes, hija?, vivir con la suegra es una tradición, pero no sé si es la mejor —le confesó Dina.

Aya estaba de acuerdo si pensaba en su suegra, pero si pensaba en Dina, no se le ocurría mejor vida que estar junto a su madre.

Mohamed trabajaba en la cantera además de cuidar el huerto. Pero a diferencia de su padre, él ya no trabajaba de sol a sol arrancando piedras, sino que Jeremías le había convertido en su contable.

—Necesito alguien de confianza que negocie las ventas de la piedra y que lleve las cuentas. Tú has estudiado en Estambul, sabes de leyes, de manera que te encargarás de esta tarea.

Para Mohamed había sido una suerte. No porque le importara el trabajo duro, al fin y al cabo había conocido la dureza de la guerra, sino porque sabía que eso era lo que a su padre le hubiera gustado. Igor no se lo había tomado a mal y parecía haber aceptado aquella división del trabajo. Cada uno ocupaba su lugar, se llevaban bien aunque no se podía decir que fueran amigos. Pero como ambos habían sufrido la pérdida de sus padres a manos de los turcos, eso hacía que tuvieran un vínculo más allá de sus propios deseos.

Mohamed se acercó una noche a la casa comunal de La Huerta de la Esperanza para hablar con Samuel. Ruth y Kassia insistieron en que se quedara a cenar y él aceptó. Aún no se sentía cómodo en presencia de Marinna, y mucho menos cuando la veía junto a Igor, pero se esforzaba en comportarse con naturalidad, lo mismo que hacía ella.

Después de la cena y aprovechando la calidez de la noche, Samuel invitó a Mohamed a dar un paseo mientras fumaban un cigarrillo.

Apreciaba a Samuel y le respetaba lo mismo que le había respetado su padre. Ahmed le tenía por un hombre justo y un amigo generoso.

—Dentro de unas semanas me caso.

—Lo sé, y te deseo de corazón la mayor felicidad. Tu padre se habría sentido muy orgulloso de ti. Jeremías no deja de elogiarte, dice que el negocio marcha mejor desde que te encargas de la contabilidad y de tratar con algunos compradores.

—Quisiera arrendar más terreno. Quiero ampliar la casa y nuestro huerto, espero que no te importe.

Samuel se quedó en silencio inquietando a Mohamed. Pero éste no dijo nada esperando la respuesta.

—Cuenta con ello, aunque tengo que consultarlo con Kassia y Ruth; como sabes, también es de ellas La Huerta de la Esperanza.

—Lo sé y… bueno, quiero agradecerte que en todos estos años no nos hayas subido la renta. Seguimos pagando lo mismo que cuando comprasteis esta tierra…

—Y es lo que seguirás pagando, ni una moneda más.

—Pero si amplío el terreno…

—Lo mismo. Ya te lo he dicho. Tienes una familia que mantener, y Salma y tú muy pronto tendréis hijos.

Lo que Samuel no le dijo en ese momento es lo que pensaba plantear a Kassia y a Ruth. Mohamed se llevó una sorpresa cuando unos días más tarde Samuel se presentó en la cantera. Le vio conversar un rato con Jeremías y éste le mandó llamar.

—Ya que sabes de leyes acompaña a Samuel, necesita de tus conocimientos para cerrar un negocio —le dijo sonriendo.

Poco podía imaginar que lo que iban a hacer era cerrar un acuerdo por el cual los propietarios de La Huerta de la Esperanza deseaban ceder a la familia Ziad unas cuantas fanegas de tierra, aquella en la que ya tenían su casa y su huerto, y unos cuantos metros más. Si no se hubiese curtido en la dureza del campo de batalla Mohamed habría roto a llorar. Aun así, se negó a aceptar el regalo.

—Prefiero que me vendas la tierra. Si el precio no es elevado y me permites pagarlo poco a poco… Mi padre decía que sólo se aprecia lo que cuesta conseguir.

Samuel comprendió que para Mohamed era una cuestión de orgullo y honor poder comprar su propia casa, de manera que fijó un precio que pudiera pagar.

Se abrazaron mientras rubricaban el acuerdo. Luego fueron hasta La Huerta de la Esperanza donde Kassia y Ruth les esperaban.

—Queríamos que fuera nuestro regalo de boda —le dijo Kassia sonriendo.

—Esta tierra es tan tuya como nuestra —afirmó Ruth—. Tanto vosotros como nosotros la hemos trabajado con el mismo cuidado.

Igor y Marinna también participaron de la buena nueva. Incluso Marinna bromeó diciendo:

—No olvides que somos socialistas. Esto es lo que se supone que hace un buen socialista, expropiarse a sí mismo para compartir la propiedad, pero ya veo que no nos lo has permitido.

Desde el ahorcamiento de su padre, aquél había sido el primer día en que Mohamed sintió algo parecido a la felicidad.

Dina y Zaida lloraron agradecidas y Aya corrió a la casa comunal para abrazar a Marinna.

La amistad entre la familia Ziad y los habitantes de la casa comunal parecía haberse restablecido con otros lazos tan sólidos como cuando vivía Ahmed, una vez que entre Marinna y Mohamed se había establecido una tregua como consecuencia de sus respectivas bodas.

Mohamed se casó un frío día de febrero de 1919. Celebraron la boda con sobriedad. En el corazón de Salma, lo mismo que en el de Mohamed, aún pesaban las ausencias de sus padres, ahorcados el mismo día y por la misma causa.

Salma tenía el cabello castaño con destellos rojizos. Sus ojos eran también castaños, era de mediana estatura y tenía una figura bien proporcionada. Pero sobre todo conquistaba a cuantos la conocían por su extremada dulzura. Era una mujer apacible y bondadosa siempre dispuesta a echar una mano a los demás.

—Es imposible no quererla —confesó Aya a su madre.

Aya había temido el momento de los esponsales por si provocaba sufrimiento a Marinna. Pero Marinna se mostró amable con Salma, elogió su vestido de boda y participó en las reuniones de las mujeres, insistiendo en que todas ellas estaban invitadas a su boda, que se celebró poco después.

Dina no podía estar más satisfecha de su nuera. Se mostraba dócil y complaciente, y aunque Mohamed había ampliado la casa para poder disfrutar de cierta tranquilidad, Salma pasaba la jornada con su suegra y la vieja Zaida, además de ayudar cuanto podía a Aya con el pequeño Rami, que ya se tenía en pie e intentaba dar sus primeros pasos.

Sólo la enfermedad de Zaida ensombreció aquellos días de tranquilidad. La anciana caminaba con dificultad, se ahogaba al menor esfuerzo y parecía agotada.

Una mañana Zaida no encontró fuerzas para levantarse. Parecía que no tenía pulso. Dina mandó a Aya a la casa comunal en busca de Samuel, acaso él pudiera darle alguno de esos remedios que preparaba.

Samuel no estaba, pero el viejo Netanel, aquel hombre discreto que se había incorporado a la casa comunal y que al decir de Samuel era mejor boticario que él, acudió junto al lecho de Zaida. No era médico pero sabía lo suficiente de enfermedades como para vislumbrar que el corazón de Zaida se estaba cansando de latir.

—Enviaré a Daniel en busca de su tío. A esta hora Yossi estará con sus enfermos, pero estoy seguro de que acudirá de inmediato.

Daniel corrió como un gamo y una hora después llegó con su tío Yossi.

Zaida abrió los ojos y le sonrió.

—Al verte he creído que eras tu padre, el bueno de Abraham. Te pareces tanto a él… —alcanzó a decir con una voz que apenas era un susurro.

Yossi examinó a Zaida y le tomó el pulso. Luego murmuró algo al oído de Netanel y éste salió de la estancia para ir al laboratorio a buscar lo que el médico le había encargado.

—Tienes que descansar —le dijo Yossi a Zaida.

—Pero eso no me hará mejorar. Tu padre, nuestro buen Abraham, nunca engañaba a sus pacientes. Abraham no prometía curar cuando sabía que nada de cuanto pudiera hacer serviría para salvar una vida.

—Yo tampoco te mentiré. Tu corazón está cansado, lo sabes mejor que yo.

—Sí, he vivido demasiado, y aunque he sufrido, ha merecido la pena vivir. Ahora ha llegado la hora de que me reúna con el padre de mis hijos, con mis padres, con todos los seres a los que he querido. No tengo fuerzas para continuar.

Netanel regresó con un frasco que le dio a Yossi y éste extrajo un par de grageas y le pidió a Dina que se las diera a Zaida con un poco de agua.

—Respirará mejor si tiene la cabeza más alta —dijo al tiempo que pedía una almohada.

Durante dos días y dos noches Zaida fue despidiéndose de los suyos a la vez que los latidos de su corazón se iban apagando. La tercera noche la pasó agitada y al amanecer murió.

Dina había permanecido sin moverse del lado de su madre, lo mismo que Aya, que había confiado al pequeño Rami a los cuidados de su cuñada Salma. Kassia y Ruth las habían acompañado en aquellos días, procurando no molestar pero ayudando en todo lo que podían.

Lloraron a Zaida cuantos la conocían. Dina y su hermano Hassan sintieron el dolor que provoca la orfandad. Hassan lloraba lamentando la muerte de su madre pero sus lágrimas también eran por Salah, el hijo muerto en la guerra, y por la locura de su esposa Layla. «¿Qué me queda en la vida?», decía incapaz de hallar consuelo siquiera en el abrazo de Jaled, su único hijo vivo.

Kassia no encontraba palabras para consolar a Dina, pero al menos procuraba que no se sintiera sola y acudía todas las tardes a visitarla. Dina veía en las arrugas de Kassia sus propias arrugas. Aquel cutis blanco como la leche que tanto había admirado cuando conoció a Kassia se había tornado oscuro, áspero y gastado como el suyo. Habían ido envejeciendo juntas, y el distanciamiento provocado por la ruptura de Mohamed con Marinna no había durado mucho.

Dina había admirado la voluntad de Kassia en su empeño por trabajar aquella tierra que compartían. La sentía más cercana que a su propia cuñada, Layla. Con Kassia había intercambiado confidencias, habían llorado y reído juntas. Era su amiga, la más cercana, la más querida. Ahora Kassia la acompañaba respetando su silencio y sus lágrimas.

Dina procuraba llorar cuando Mohamed y Aya no la veían. No quería añadir más dolor al que ya sentían sus hijos, hundidos como estaban por la pérdida de su abuela. Sólo el pequeño Rami era capaz de arrancarle alguna sonrisa. El niño cada día era más alegre e inquieto y no les daba un segundo de reposo.

Salma no tardó mucho en anunciar que esperaba un hijo. Lo hizo el mismo día de la boda de Marinna con Igor.

Pocas horas antes de la ceremonia se habían acercado a la casa comunal para ver a la novia y entregarle los regalos. Incluso Dina había cocinado sus famosos dulces que tanto gustaban a Marinna. No permanecieron más que lo imprescindible a pesar de la insistencia de Kassia por que se quedasen.

—No puedo, Kassia, no puedo, y no es por lo que puedan pensar nuestros vecinos, es porque sólo tengo ganas de llorar y no sería una buena compañía. Le he dicho a Aya y a Mohamed que se queden, pero no lo harán por respeto a la memoria de Zaida. Aún no ha pasado tiempo suficiente para que podamos compartir vuestra alegría por la boda.

No se lo reprocharon. Kassia y Ruth también habían guardado luto por la memoria de sus maridos muertos y por nada ni por nadie habrían participado en ninguna ceremonia. Pero la ausencia de Dina y sus hijos las entristeció.

—Sois parte de esta extraña familia que hemos formado aquí —había dicho Kassia.

Marinna estaba preciosa aunque le pareció que un poco triste, y a Dina no se le escapó cómo le brillaban los ojos cuando recibió la enhorabuena de Mohamed y Salma.

Si la vida se hubiera parado en aquel instante, si no les hubiera sorprendido con más sufrimiento…

1920 sería el año que provocaría una sima en sus vidas, en la de todos los que compartían La Huerta de la Esperanza.»