Marian se quedó en silencio. Cerró los ojos unos segundos y cuando los abrió sintió la mirada intensa de Ezequiel.
—Pero usted conocerá esta historia por su padre —musitó.
—No con tantos detalles. Siempre supe que a mi padre le unía un vínculo especial con la familia Ziad, pero usted ha hecho que vea aquellos acontecimientos de otra manera, con otros ojos. Le aseguro que esta conversación está siendo muy importante para mí.
—¿Podemos continuar?
—Sí, claro que sí. Pero tenemos que comer algo. ¿Sabe qué hora es? Cerca de las dos.
—¡Lo siento! He comenzado a hablar y a hablar y no me he dado cuenta de que pasaba el tiempo.
—No lo sienta. A mí también se me ha pasado volando.
—¿Me permite invitarle a almorzar? —Nada más decirlo Marian se arrepintió.
Ezequiel la miró entre divertido y extrañado.
—¿Eso no va contra las normas? Creía que no podía confraternizar con el enemigo.
Ella dio un respingo incómoda.
—No se burle, sólo que me gustaría escuchar su parte de la historia y… bueno, con la hora que es…
—Acepto su invitación.
—¿Qué le parece el American Colony?
—Me encanta, pero es demasiado caro, no creo que su ONG le pague dietas tan altas.
—No invita mi ONG, invito yo.
—Demasiado lejos de aquí, ¿no le parece?
—Entonces decida usted dónde.
—De acuerdo, le llevaré a un buen restaurante de pescado no lejos de la Puerta de Jaffa.
—¿En la zona judía?
—En Jerusalén.
Marian condujo el coche siguiendo las indicaciones de Ezequiel. El restaurante era modesto aunque estaba limpio y repleto de gente. Un camarero sonrió al verles y les indicó una mesa apartada del bullicio.
—Es la mesa del jefe, pero como hoy no está, pueden sentarse, enseguida vengo con la carta.
Pidieron hummus, pescado y una botella de vino blanco, y hablaron de banalidades mientras esperaban que les sirvieran la comida.
—Su nieta va a enfadarse conmigo —le dijo ella.
—Sí, así es, no comprende por qué le estoy dedicando tanto tiempo ni a qué viene este intercambio de historias.
—Yo le agradezco su tiempo —y era sincera.
—Usted ha traído un poco de animación a un viejo aburrido como yo. Quién iba a decirme que hoy iba a almorzar con una mujer tan notable como usted. No, no me agradezca nada, estas conversaciones están resultando muy interesantes. ¿Sabe?, creo que uno de los problemas que tenemos aquí es que no somos capaces de ponernos en la piel de los otros. Usted me está abriendo otra perspectiva de lo sucedido.
—Usted también a mí —musitó ella a su pesar.
—Bien, ¿quiere que empiece o esperamos al postre?
«Mijaíl no sabía cómo empezar la conversación. Aún le costaba relacionarse con naturalidad con Samuel. Encendió un cigarrillo mientras buscaba las palabras con que decirle que se iba.
Las dos últimas semanas las había pasado en Tel Aviv y era allí donde había decidido que quería vivir.
—Bien, dímelo ya —le pidió Samuel, impaciente.
—¿Cómo sabes que quiero decirte algo? —respondió Mijaíl.
—Has llegado hace unas horas, durante el almuerzo apenas has prestado atención a la conversación y por más que Marinna te ha insistido para que le contaras cómo has pasado estos días en Tel Aviv, apenas has dicho más que vaguedades. Además, me has pedido que saliéramos a caminar un rato.
—Tienes razón, era evidente que tenía algo que decir. Bien… yo… no quisiera que te enfadases, pero he decidido irme a Tel Aviv. Es una ciudad nueva en la que hay oportunidades. La gente está viva, no como aquí… No me gusta Jerusalén, es una ciudad que me oprime y no tengo esa querencia que otros judíos tienen por ella. Me interesa más lo que está pasando en Tel Aviv; además, allí puedo dedicarme a la música. Se están formando pequeñas orquestas, grupos de música…, todo está por hacer, pero aquí… Creo que Jerusalén está muerta aunque los que viven aquí no lo saben.
Samuel sintió una punzada en la boca del estómago. Mijaíl era lo único que le unía a sus raíces, con Rusia, con San Petersburgo, con los días de su juventud, que todavía turbaban sus sueños.
—Vaya, creía que no te gustaba Tel Aviv. Cuando llegamos me dijiste que sólo era un pueblo… Bien, comprendo que quieras marcharte. Tienes razón, en Tel Aviv tendrás más oportunidades que aquí, aunque quizá deberías pensar en volver a París. Es allí donde puedes continuar con éxito tu carrera, aquí, de alguna manera, se ha truncado. Ya ves, todo está por hacer.
—Francia está en guerra, no es el mejor momento para volver.
—Todo el imperio otomano también está en guerra y Palestina es parte del imperio —recordó Samuel.
—Tienes razón, pero aquí todo es diferente. Sé que nos cuesta entendernos, de manera que no tienes por qué comprender mis razones. No sé qué decidiré en el futuro, pero por ahora quiero quedarme en Palestina. Me parece emocionante todo lo que está pasando en Tel Aviv. Es una ciudad que se está inventando a sí misma, que tiene todo el futuro por delante. Además… bueno, creo que ya es hora de que viva mi propia vida. Vendré siempre que pueda a La Huerta de la Esperanza, para mí será lo más parecido a volver a casa.
Debieron de sentir el mismo impulso porque se abrazaron. Seguramente en aquel instante estuvieron más cerca de lo que nunca antes habían estado.
Mijaíl dedicó los siguientes días a despedirse de Yossi y de Judith, y le prometió a Yasmin que la visitaría. También quiso despedirse de la familia Ziad. Mohamed había llegado hacía pocos días a visitar a su madre y a su abuela, Zaida, que yacía en cama, enferma.
La casa de Mohamed se le antojó sombría. Dina se había encerrado en su dolor y de su rostro había desaparecido aquella sonrisa que antaño regalaba a cuantos la conocían. Pero como decía Kassia, Dina era una mujer fuerte y como tal sabía que no podía flaquear, así pues, continuaba atenta a las necesidades de los suyos, y ahora era su madre Zaida quien precisaba de sus cuidados.
—Tienes suerte de poder irte —le dijo Mohamed en voz baja.
—Siento lo que ha pasado, no llegué a conocerle mucho pero sé que tu padre era una gran persona.
—Sí, y por eso pagó con su vida.
Hablaron durante un buen rato sobre la guerra y ambos coincidieron en que sería el principio del fin del imperio otomano.
—Los viejos no lo ven, incluso temen que desaparezca el imperio, se preguntan qué pasaría si así fuera. Yo digo que es nuestra hora, que debemos dejar de ser extranjeros en nuestra tierra. Damasco, Beirut, La Meca… Por eso me he unido a las tropas de Faysal; sí, debemos luchar por una gran nación árabe.
—¿Te quedarás mucho tiempo? —preguntó Mijaíl.
—Un día más, he de regresar, no puedo quedarme por más que me preocupe la salud de mi abuela. Ahora es tiempo de luchar.
Mijaíl le escuchaba con interés. Simpatizaba con Mohamed y comprendía su dolor, por eso le contó cómo había perdido a su padre y cómo salió de Rusia en brazos de Irina y de Samuel.
—Ya ves, a mí también me lo asesinaron. No me he recuperado nunca de su pérdida. A mi madre no la recuerdo, pero a mi padre sí.
Hablaron hasta que la noche se cerró como un manto sin estrellas y se reconfortaron el uno al otro hablando de sus seres queridos. Al día siguiente cada uno tomaría un rumbo distinto. Mohamed volvería a las filas de Faysal para seguir combatiendo, y Mijaíl hacia aquella ciudad que los judíos sentían enteramente suya.
En esta ocasión a Samuel le costó despedirse de Mijaíl. Le apreciaba más de lo que había creído. Tel Aviv estaba cerca pero aun así tenía una sensación de pérdida.
—Me hubiera gustado haber conocido mejor a Mohamed —le confesó Mijaíl.
—Es un buen chico —aseguró Samuel.
—¿Sabes?, entiendo que haya vengado a su padre. Si yo hubiera podido hacerlo…
—Tendrá que vivir el resto de su vida con… con la muerte de esos hombres.
—Pero él tiene razón, hay momentos en la vida en los que la única manera de salvarse a uno mismo es muriendo o matando, y Mohamed ha elegido la única opción que le han dejado. Si hubiéramos sido amigos, yo le habría acompañado.
—Sí, eso es lo que me dijo Mohamed, pero olvidáis lo principal: la conciencia.
Mijaíl no respondió. No quería discutir con Samuel ahora que se marchaba, de manera que salió en busca de los moradores de La Huerta de la Esperanza.
Jacob le regaló un par de libros de Dostoievski y Ariel le sorprendió con un violín que él mismo había hecho a escondidas.
—No es muy bueno, pero así no te olvidarás de nosotros —y depositó el violín en sus manos.
Mijaíl se emocionó. Había llegado a apreciar a aquel hombre rudo que sin embargo parecía conmoverse cuando le escuchaba ensayar con su violín y que por la noche se quedaba junto al fuego leyendo los libros que le prestaba Jacob.
Kassia le regaló un jersey que ella misma había tejido y Marinna una bufanda.
—En Tel Aviv no hace tanto frío como aquí pero te vendrá bien —dijo Kassia mientras le abrazaba.
Ruth le había preparado una cesta con comida, y repitió varias veces que no tuviera reparos en regresar si las cosas no le iban como esperaba.
Ninguno le acompañó hasta la puerta sabiendo que Samuel desearía despedirse de él a solas.
—Pronto volveré a veros —prometió Mijaíl.
—De lo contrario iré yo a Tel Aviv —respondió Samuel en tono de amenaza.
—No hará falta.
—Y escribe a Irina, ella siempre se preocupa por ti.
—Lo haré, nunca he dejado de escribirle.
Se dieron un abrazo y luego Samuel dio media vuelta para que Mijaíl no le viera emocionarse. Y la vida continuó.
Parecía que aquel año de 1917 iba a ser pródigo en acontecimientos. Como un día en que Jacob llegó gritando «El zar ha abdicado» mientras les mostraba un periódico que acababa de comprar en la ciudad.
Samuel y Ariel le rodearon ansiosos por conocer los detalles de la noticia mientras Kassia comenzaba a llorar.
—Pero ¡Kassia!, ¿no irás a llorar por el destino del zar? —la recriminó Ruth.
—No es por el zar, poco me importa la suerte que pueda correr el zar Nicolás; lloro por nosotros, que tuvimos que huir dejando nuestras casas para sobrevivir.
Jacob les explicó el contenido del artículo del periódico: Nicolás II no había tenido otra opción que abdicar. No se sabía cuál podía ser su destino. La revolución estaba triunfando en Rusia, y la voluntad de los sóviets se anteponía a la del gobierno, que cada vez controlaba menos el país.
—¿Y si regresáramos? —En la voz de Kassia se mezclaban la ansiedad y la emoción.
—¿Regresar? ¿Quieres regresar a Rusia? No, en ningún caso, ¿por qué deberíamos hacerlo? —preguntó Jacob, extrañado de la reacción de su mujer.
—Está triunfando la revolución, y si eso es así, los judíos no tenemos nada que temer. Muchos de los bolcheviques son judíos… Si el zar ha abdicado ya no perseguirán ni a los judíos ni a los socialistas como nosotros.
—Éste es nuestro hogar, la tierra perdida que hemos recuperado. Somos judíos, Kassia —le respondió Jacob a su esposa.
—Vilna es una ciudad muy hermosa —respondió ella llorando.
Ni Samuel ni Ariel, como tampoco Ruth, se atrevían a intervenir en aquella disputa entre Jacob y Kassia. Les sorprendía verla llorar; ella que era capaz de trabajar de sol a sol, de insuflar fuerzas a los demás y que había convertido La Huerta de la Esperanza en un hogar para todos ellos, ahora mostraba signos de debilidad. Samuel pensó en los silencios de Kassia, porque ni una sola vez en aquellos años había dicho una sola palabra que reflejara la nostalgia que sentía por su Vilna natal.
—Escribiré a mi amigo Konstantin Goldanski. Él me contará más detalles de lo que está pasando, no me conformo con lo que cuentan los periódicos —dijo Samuel intentando desviar la atención sobre Kassia.
—Rusia se ha librado del tirano, deberíamos celebrarlo —propuso Ariel.
Lo hicieron aunque con menos alegría de la que hubieran podido imaginar. La guerra era una fuente de angustia permanente y la abdicación del zar no parecía ser suficiente para borrar la preocupación. Además, salvo Kassia, ninguno se había atrevido a decir en voz alta que la caída de Nicolás II venía a situarles en una encrucijada: regresar u olvidarse de Rusia para siempre. Sí, habían sentido un desgarro al emigrar, y ahora que se abría una puerta para el retorno volvían a sentir el mismo desgarro. ¿Se puede amar a dos patrias a la vez?, se preguntaban para sí sin atreverse a plantearlo en voz alta.
La carta de Konstantin tardó en llegar. Cuando por fin Samuel abrió el sobre de color marfil con la divisa de los Goldanski, leyó:
«Mi querido Samuel:
Recibir noticias tuyas nos ha llenado de alegría. Mi hermana Katia se queja de tu olvido por más que le digo que a pesar de la distancia siempre nos unirá la amistad.
Cuando te llegue esta carta ya sabrás que en Rusia hay una guerra civil. No es que no esté de acuerdo en que el zar debía abdicar. Su reinado ha sido un desastre para Rusia y él es el responsable directo de la pérdida de la vida de millones de hombres y del sufrimiento de sus familias.
Esta guerra es una locura que va a dejar tanto dolor en todos los contendientes que difícilmente las heridas podrán cicatrizar.
No sé qué va a ser de Rusia y, por tanto, tampoco sé qué va a ser de nosotros. Sabes que sentía simpatía por el socialismo, pero te aseguro que algunos bolcheviques me provocan tanto pavor como el que sentía ante los policías del zar.
Siento decirte que esta guerra se ha vuelto a cebar con los judíos. El incompetente gobierno del zar encontró en ellos el chivo expiatorio de sus fracasos en el frente de batalla. Habida cuenta de que buena parte de los nuestros viven en provincias limítrofes con Alemania, han sido acusados de estar al servicio del káiser Guillermo. Sí, el káiser, el «querido primo Willi» del zar. De manera que en medio de la tragedia de la guerra muchos judíos han sufrido nuevos pogromos. El zar y el Gran Duque Nicolás Nikolaievich han vuelto a provocar un nuevo éxodo de judíos.
Sabes bien que nunca he terminado de «sentirme» judío, acaso porque sólo lo soy a medias y porque mi querido abuelo estaba empeñado en borrar las diferencias entre los hombres debidas a la religión.
Hoy muchos judíos de Rusia rezan para que triunfe la revolución y aniquile para siempre el recuerdo de los zares que tanto sufrimiento han causado.
No estoy seguro de lo que el futuro va a depararnos. Como te anuncié en mi última carta, me he casado, y mi esposa, Vera, me suplica que nos vayamos una temporada a Suiza, pero mi hermana Katia se niega a acompañarnos y no quiero dejarla sola en estas circunstancias.
Sí, sé que Katia ya no es una niña, pero me siento responsable de ella, de manera que aquí sigo viviendo con preocupación los acontecimientos sin saber qué nos pueden deparar…»
Samuel leyó la carta a sus amigos y Jacob aprovechó para reprender a Kassia.
—¿Te das cuenta de lo que habría sucedido si te hubiera hecho caso regresando a Vilna? ¡Otra persecución de judíos! ¡Otra más!
—Pero los bolcheviques están ganando —replicó Kassia— y nosotros somos socialistas. Nadie nos hará ningún mal.
Jacob no respondió. Por más que añorara Rusia, ahora Jerusalén era su patria.
La declaración de lord Balfour en noviembre de aquel año de 1917 les pilló de improviso. Los judíos de Palestina sabían de las buenas relaciones del doctor Chaim Weizmann con el gobierno británico, pero nunca hubieran imaginado que podrían cristalizar en aquella declaración de principios que suponía la conformidad de los británicos a que en Palestina se estableciera «un hogar nacional para el pueblo judío».
En La Huerta de la Esperanza lo celebraron aunque menos que el triunfo de la revolución bolchevique.
—Tenemos que ayudar a los británicos —propuso Jacob.
—¿Y de qué manera vamos a hacerlo? Seamos prudentes —respondió Samuel.
—¿Acaso no ves lo que significa la Declaración Balfour? Si el imperio otomano es derrotado, las potencias europeas nos darán esta tierra.
—En ningún caso nos darán esta tierra. Sólo dicen que podremos seguir donde estamos —replicó Samuel.
—No, no dice eso, es mucho más lo que promete. ¿Crees que una declaración como la que ha hecho el ministro británico de Exteriores es sólo un papel? ¿Acaso no has pensado que Palestina vuelva a ser nuestra patria? Nos expulsaron, nos la arrebataron, y hemos vuelto. —Los ojos de Jacob se iluminaron.
—No es que pueda ser nuestro hogar, ya lo es, ¿acaso no estamos aquí? Pero eso no significa que vaya a ser más que un hogar, sólo un lugar donde podamos vivir —objetó Samuel.
—Una patria, Samuel, muchos aspiramos a volver a tener una patria —respondió Ariel.
—Creía que para nosotros lo importante eran otras cosas, la igualdad, la libertad… Yo no vine aquí buscando una patria.
—Entonces ¿por qué viniste, por qué no te fuiste a algún otro lugar? Viniste porque estamos hechos de este barro que pisamos, porque ésta es la patria que nos arrebataron. Ya es hora de que recuperemos lo que es nuestro —insistió Jacob.
—Me sorprendes, Jacob, antes no sabía que pensabas así. Nos decimos socialistas, de manera que luchamos para que todos los hombres sean iguales y respiren libertad dondequiera que estén, más allá de las patrias.
—Ya no me engaño. Quiero que éste sea el hogar de mi hija y el de mis nietos. Quiero que no vuelvan a ser extranjeros en ninguna tierra, que no les expulsen ni les persigan diciendo que son diferentes. De aquí, de nuestra propia patria nos expulsaron, pero hemos vuelto, y algunos estamos dispuestos a no irnos jamás.
—Vamos, vamos, no discutáis. Celebremos la declaración de lord Balfour, es más de lo que podíamos esperar de los británicos. Y tú, Jacob, explícanos por qué lord Balfour se muestra tan generoso con nosotros —terció Kassia para acabar con la discusión.
—Por lo que sé, el doctor Weizmann y lord Balfour se conocen desde hace tiempo. Weizmann es un hombre importante en Inglaterra, nada menos que catedrático de bioquímica en la Universidad de Manchester. Tiene amigos poderosos en la buena sociedad británica. Cuentan que se codea con el primer ministro, con David Lloyd George, con Herbert Samuel y con Winston Churchill. Es un hombre muy influyente.
—Te falta contar que, además, está prestando una valiosa contribución a la guerra —apuntó Samuel con sarcasmo.
—Sí, parece que Weizmann ha descubierto una fórmula para producir acetona a gran escala, tú debes de saber de eso puesto que eres químico —respondió Jacob con cierto enfado.
—¿Acetona? ¿Y para qué necesitan los británicos acetona? —preguntó Ruth con curiosidad.
—Es un disolvente necesario para producir explosivos de cordita —explicó Samuel.
Con el paso de los meses Samuel terminó aceptando que se había abierto una brecha entre Jacob y él. En ocasiones sorprendía a Jacob y a Ariel hablando y le dolía que cambiaran de conversación cuando él llegaba. No se atrevía a preguntarles qué murmuraban o en qué andaban metidos, pero sabía que, fuera lo que fuera, no contaban con él. Esa distancia con sus amigos de La Huerta de la Esperanza le acercó más a Yossi, el hijo de Abraham y Raquel, que además era una fuente permanente de información.
Yossi, al igual que su padre, tenía entre sus pacientes a algunos de los hombres más importantes de Jerusalén, y aquellos hombres que ponían sus vidas en manos del médico judío terminaban soltando la lengua y haciéndole partícipe de sus preocupaciones.
—¿Por qué crees que Gran Bretaña ha decidido «regalarnos» un hogar? —le preguntó Samuel.
—Creo que, además de porque les conviene a sus intereses, en su ánimo también pesa la Biblia.
—No te comprendo…
—Para los anglosajones la Biblia es parte de su formación, de manera que la conocen bien y no tienen dudas de que ésta es la tierra de los judíos. Pero, amigo mío, los británicos no han dado este paso solos; por lo que sé, los franceses están de acuerdo con la declaración de lord Balfour y me aseguran que el presidente de Estados Unidos habría dado su visto bueno. La Biblia también está muy presente entre los norteamericanos y tampoco ellos tienen dudas de que ésta debe ser la tierra de los judíos.
—Es una respuesta original, pero dudo que tenga que ver con la realidad… No, no puedo creer que su fe en la Biblia les lleve a dar ese paso.
—A veces lo más sencillo es la verdad.
Samuel decidió dedicar todo su empeño en el laboratorio que había puesto en marcha al poco de volver a París. Yossi Yonah le había convencido para que elaborara medicamentos.
—Eres más farmacéutico que químico, ¿por qué no vas a ganarte aquí la vida con tus conocimientos? Falta nos hace que alguien se ocupe del dolor de los enfermos.
De manera que había vuelto a acondicionar el antiguo cobertizo como laboratorio en el que pasaba la mayor parte del día. Yossi le había recomendado a un farmacéutico venido de Moscú llamado Netanel. El hombre había llegado huyendo de la furia del régimen zarista. En la capital era un farmacéutico reputado, viudo y con dos hijos comprometidos con los bolcheviques. Uno de ellos había muerto en prisión, el otro hacía tiempo que le había rogado que huyera de Rusia.
—Cuando triunfe la revolución volverás, pero ahora, para que yo pueda luchar sin ponerte en peligro, deberías irte de aquí —le dijo.
Netanel no quería abandonar su casa y sus cada vez más mermadas pertenencias, pero menos que nada quería estar lejos del único hijo que le quedaba. Al final se había rendido. No quería seguir agachando la cabeza, temiendo la llegada inesperada de la policía zarista, viendo la furia dibujarse en los ojos de algunos de sus vecinos que señalaban a los judíos como culpables de las derrotas sufridas por Rusia en el frente de batalla. De manera que preparó el viaje a escondidas y no se lo dijo ni a sus vecinos hasta la víspera de viajar a Odessa para embarcar rumbo a Palestina. Ahora daba gracias a Dios por haber tomado aquella decisión que dos años antes le había llevado hasta Jerusalén. Llegó sin conocer a nadie, con una dirección, la de un viejo médico llamado Abraham Yonah, que decían que ayudaba a los judíos como él. Se le vino el mundo abajo cuando llegó a casa de Abraham y la mujer que le abrió la puerta le anunció que el viejo médico había muerto y sólo recobró la esperanza cuando conoció a su hijo, Yossi Yonah.
Para Samuel fue una suerte que Yossi le presentara a Netanel. Le recordaba a su padre. Netanel era un hombre acostumbrado a sufrir. Simpatizaron de inmediato y Samuel le ofreció una cama en La Huerta de la Esperanza. Con su ayuda puso el laboratorio en marcha. Trabajaban de sol a sol. También contrató a Daniel, el sobrino de la esposa de Yossi, Judith.
Daniel era apenas un niño, aunque espabilado y bien dispuesto al que su madre, Miriam, le hubiera gustado ver convertido en rabino. Pero el chico no mostraba ningún interés por la religión y desafiaba a su madre negándose a estudiar. Miriam se desesperaba con él, aunque le disculpaba porque sabía que en el ánimo de su hijo pesaba la pérdida del padre. Su marido había muerto al comienzo de la guerra sirviendo en las filas del ejército turco y ella se había quedado viuda y con un hijo adolescente. Judith ayudaba cuanto podía a su hermana menor y convenció a su marido para que éste a su vez recomendara a su sobrino Daniel a Samuel.
—Daniel continuará yendo a la escuela pero ya que no quiere ser rabino, al menos que aprenda algún oficio. Podría ayudar a Samuel en el laboratorio, habla con él.
Además de Netanel y Daniel, Samuel había incorporado a Marinna.
—Pero si yo no sé nada de boticas —se excusó ella.
—Aprenderás. Necesitamos a alguien que se encargue de que todo funcione. Tú serás nuestro jefe —le propuso Samuel.
Kassia animó a su hija, no quería verla el resto de su vida rompiéndose el espinazo cosecha tras cosecha. Marinna merecía algo más.
Muy pronto los notables de Jerusalén buscaban los remedios que salían del pequeño laboratorio de Samuel.
—Ya te dije que el laboratorio sería un negocio —le recordaba Yossi.
Sin la guerra, Samuel habría podido sentirse casi feliz. Pero hasta La Huerta de la Esperanza llegaban no sólo los ecos de la guerra, también ellos pagaban su parte de las consecuencias derivadas del conflicto.
Un amanecer irrumpió en La Huerta de la Esperanza la policía de Cemal Pachá. Les golpearon con brutalidad y amenazaron a las mujeres mientras ataban de las manos a Ariel y a Jacob.
—Tú tampoco te librarás —le dijeron amenazantes a Samuel, que al exigir una explicación le respondieron con un puñetazo que le hizo tambalearse.
Cuando la policía se marchó llevándose a Jacob y a Ariel, Samuel intentó consolar a Kassia y a Ruth, que permanecían en silencio llorando.
—Iré ahora mismo a enterarme de por qué les han arrestado. Tiene que haber un malentendido. No hace ni dos días que me encargaron unas medicinas para uno de los lugartenientes de Cemal Pachá. No os preocupéis, les dejarán libres de inmediato.
Apenas amaneció, acudió a casa de Yossi en busca de ayuda y consejo.
—Iré a ver a ese oficial turco que me presentaste y le pediré que libere a Jacob y a Ariel —le dijo Samuel.
—Desde que el general Allenby se hizo con Gaza, Cemal Pachá ha enloquecido todavía más.
—Sí, supongo que el bombardeo británico sobre el cuartel general de los alemanes en la Fortaleza Augusta tampoco ha contribuido a calmar los ánimos de los oficiales de Cemal.
Acompañado por Yossi, Samuel acudió a casa del oficial, que les recibió de mala gana. El hombre escuchó lo que tenían que decir y les ordenó que se presentaran en el cuartel unas horas más tarde. Pero no les prometió nada.
Cuando regresaron a última hora de la mañana, el oficial estaba malhumorado.
—De manera que vives con espías y te atreves a venir aquí a pedir clemencia.
—¿Espías? No… no… estás equivocado. Mis amigos…
Pero el oficial no le dejó proseguir. Se levantó de su asiento y dio una patada a una silla para luego encararse con Samuel.
—Vamos a ahorcar a tus amigos y a ti también si insistes en rogar por ellos. Son unos perros que trabajan para los ingleses.
—Tiene que haber un error… Te aseguro que mis amigos son inocentes de lo que dices.
El oficial abrió la puerta e hizo entrar a un hombre de aspecto anodino que ni siquiera les miró. A Samuel le parecía haber visto a aquel hombre en algún lugar, pero ¿dónde? ¿O acaso era sólo su imaginación?
—Di lo que sabes de los hombres detenidos hace unas horas.
—Son espías. Trabajan para los británicos desde hace meses. Les pasan información sobre los puntos estratégicos de la defensa de la ciudad, del número de tropas, las idas y venidas de Cemal Pachá. Toda esa información se la dan a otro judío. Un hombre que tiene un hotel no lejos de la Puerta de Jaffa. Ese hombre se la hace llegar a los británicos.
—Estás equivocado —afirmó Samuel con convicción.
—¿Equivocado yo? Eres tú quien lo está. Ellos no confiaban en ti, por eso no sabes nada de lo que hacían, de lo contrario ahora estarías aquí detenido —respondió el hombre con indiferencia.
—¿Qué les va a pasar? —preguntó Yossi.
—Serán ahorcados, es lo que merecen los traidores.
Samuel y Yossi suplicaron al oficial que hiciera lo posible por salvar la vida de Jacob y Ariel y se arriesgaron ofreciéndole dinero. El oficial no se comprometió con ellos.
—Son traidores y tienen que pagar, lo mismo que han pagado otros.
Salieron del cuartel cabizbajos temiendo lo peor. No hacía mucho que varios judíos habían sido ahorcados acusados de espiar para los Aliados. Un tal Aarón Aaronshon había organizado un grupo de espionaje al que denominaba «Nili», pero todos habían sido detenidos y los turcos no habían mostrado piedad ni con las mujeres que formaban parte de la organización.
—Discutí con Jacob por su empeño de ayudar a los Aliados —le explicó Samuel a Yossi.
—Han hecho lo que tenían que hacer, debemos tomar partido. Yo también discuto con mi madre y con mi mujer y mi cuñada Miriam, ellas son sefardíes, sus antepasados se asentaron en Salónica y pudieron vivir en paz dentro del imperio otomano. Mientras que en otros lugares a los judíos les perseguían, el sultán les recibía. A los turcos nunca les ha importado nuestra religión, sólo que pagáramos impuestos, y por eso nos han permitido vivir en paz. Comprendo su lealtad, pero el imperio se muere y desde hace tiempo los turcos también nos ven como sus enemigos. Cemal Pachá es un sanguinario, ¿a cuántos de los nuestros ha deportado ya? Jacob y Ariel han optado por defender el futuro.
A Samuel le sorprendieron las palabras de Yossi, pero no le respondió, necesitaba poner en orden sus emociones porque le resultaba insoportable la idea de que pudieran ahorcar a Jacob y a Ariel.
De regreso a La Huerta de la Esperanza se encontró con Igor, que acudía en su búsqueda preocupado por la suerte de su padre.
—Pero ¿qué haces aquí? Te dije que fueras a la cantera, que yo me ocuparía de tu padre —le reprochó Samuel.
—¿Crees que puedo ir a trabajar como si no sucediera nada? Dime, ¿de qué acusan a mi padre?
Se lo explicó y vio cómo el dolor se reflejaba en los ojos de Igor.
—Los ahorcarán, como a esos desgraciados de Nili. No les tembló la mano a la hora de colocar la soga alrededor del cuello de las mujeres y tampoco les temblará para ahorcar a mi padre y a Jacob.
—¿Tú sabías que trabajaban para los británicos? —quiso saber Samuel.
Igor tardó en responder. Parecía estar buscando las palabras.
—No era difícil imaginarlo, ¿es que no escuchabas lo que decían? Sólo un ciego podía no darse cuenta de que Jacob y Ariel estaban comprometidos con los británicos. Un día pregunté a mi padre si estaba haciendo algo. Él aborrecía la mentira, de manera que me pidió que no le preguntara, era su manera de decirme que sí, pero, sobre todo, de mantenerme a salvo.
—No creo que puedan librarse de la horca. Le hemos ofrecido cuanto tenemos al oficial, pero no ha querido comprometerse. Mañana le entregaremos una buena cantidad de dinero, todo lo que podamos juntar. Si sirviera de algo yo mismo iría a implorar a Cemal Pachá. Yossi ha prometido ayudarnos, a lo mejor consigue que les deporten como hicieron con Louis y Jeremías.
—Sé que no se salvarán. Pero también sé que mi padre prefiere morir por haber luchado por lo que cree que mirar la vida como un espectador, que es lo que tú haces.
El rostro de Samuel enrojeció. Sentía vergüenza e ira por las palabras de Igor. Vergüenza porque le dolía la verdad, había elegido el papel de espectador, e ira porque Igor se hubiera atrevido a reprochárselo.
—Todos tenemos nuestra historia —continuó Igor—. Mi padre nunca os ha contado todo lo que sufrimos en Moscú. Sufrimos doblemente por judíos y socialistas. Éramos un doble enemigo para el zar y tuvimos que huir. Pero mi padre nunca se rindió. No vino aquí sólo para sobrevivir, ya ves cómo ha trabajado para hacer realidad todas sus ideas socialistas. No estoy seguro de que tú seas ningún revolucionario, de que de verdad seas socialista pese a que en La Huerta de la Esperanza hemos hecho realidad lo que parecía una utopía.
—Ojalá podamos lograr que los deporten y así salven la vida —murmuró Samuel sintiéndose muy cansado.
—Ya hemos perdido la cuenta de todos los judíos que ha mandado deportar Cemal Pachá…, pero no lo conseguirás, se quedarán con nuestro dinero y no nos los devolverán vivos —respondió Igor con la voz quebrada.
Ruth y Kassia procuraban contener las lágrimas, pero a duras penas lo lograban. Dina y su cuñada Layla se les habían unido en aquella larga vigilia.
—Mi hermano Hassan asegura que los británicos se harán muy pronto con la ciudad. Ojalá lo consigan, ellos liberarán a Jacob y a Ariel —dijo Dina para consolar a las dos mujeres.
—He oído que algunos soldados turcos están desertando —añadió Layla.
—¡Ya no soporto esta ciudad! —gritó Kassia.
—Cálmate, gritando no lograremos nada —dijo Ruth cogiéndola de la mano.
—No soporto el ruido de las explosiones, llevamos días oyendo los aviones… ¡Dices que los británicos los van a liberar! Puede que sean ellos quienes acaben matándonos con sus bombas, ¡están destruyendo la ciudad! —En la voz de Kassia se mezclaban el temor y la rabia.
Marinna se acercó a Samuel y le hizo una seña para que la siguiera hasta el laboratorio, lejos de los oídos de los demás.
—Dime la verdad, ¿puedes salvar a mi padre y a Ariel?
—No lo sé, Yossi y yo hemos hecho todo lo que está en nuestras manos, pero no nos han garantizado nada. En la ciudad hay una gran confusión, los turcos están a punto de perder Jerusalén. Pero no quiero mentirte, no puedo asegurarte que tu padre se salvará.
Al día siguiente, cuando acompañado por Yossi acudió en busca del oficial de Cemal Pachá, les dijeron que estaba combatiendo. Preguntaron por los prisioneros a un soldado y éste se encogió de hombros.
—Anoche ahorcaron a unos cuantos. Bastantes problemas tenemos como para preocuparnos por los traidores.
Samuel se estremeció. Yossi insistió, deslizando unas monedas en la mano del soldado, para saber sobre la suerte que habían corrido Jacob y Ariel. El soldado se mostró insolente pero terminó aceptando. Los dejó solos en una estancia y no regresó hasta pasado un buen rato.
—Eran unos traidores, les han ahorcado. Y ahora, si no queréis acabar como ellos, marchaos. Cemal Pachá debería haber acabado con todos los judíos o deportarlos como hemos hecho con los armenios. No merecéis nuestra generosidad.
Se marcharon sin replicar. No se atrevieron a reclamar los cuerpos de Jacob y Ariel. El ejército turco estaba a punto de perder la ciudad y no hay momento más peligroso que el de la retirada de unas tropas derrotadas.
Fue Yossi quien explicó a Kassia y a Ruth que sus maridos habían muerto en la horca. Dina y Layla abrazaron a las dos mujeres intentando calmar su dolor. Igor había enmudecido y al igual que Marinna permanecía quieto, sin lágrimas y en silencio.
Samuel se acercó a ellos sin saber qué decir. Le hubiese gustado llorar y gritar como Kassia, suponía que eso le habría aliviado. Pero no era lo que se esperaba de él, sino que permaneciera firme y sereno, capaz de decirles a todos lo que había que hacer, aunque ni él mismo sabía qué podían o debían hacer a partir de aquel momento.
Lo que más desconsolaba a las viudas era no poder recobrar los cuerpos de sus maridos.
—¿Cómo vamos a llorar a una tumba vacía? —gimió Kassia.
Igor había ido a la ciudad intentando encontrar quien le ayudara a buscar los cuerpos de Ariel y Jacob, pero en Jerusalén reinaba la confusión. Los aviones británicos habían bombardeado el cuartel general turco. A nadie le importaba qué se había hecho con los cuerpos de aquellos hombres. Los oficiales turcos discutían si debían retirarse o rendirse. La noche del 9 de diciembre cayó Jerusalén. Los Aliados aún no habían ganado la guerra, pero al menos los británicos tenían en sus manos la Ciudad Santa.
Yossi no tenía un minuto de descanso. La ciudad había sido un campo de batalla sobre el que habían quedado cientos de personas desamparadas. Muchas habían muerto de hambre desde que estallara el conflicto. Y el hambre continuaba cobrándose un tributo diario.
—El único remedio a su enfermedad se llama comida —le decía Judith, su mujer, que le ayudaba a atender a los enfermos que se agolpaban ante la puerta de su casa.
Pero no sólo se moría de hambre, las enfermedades venéreas también se cobraban sus propios tributos en vidas y en desesperación.
—¡Y la llaman Santa! No hay ciudad con más prostitutas que ésta. No puedo soportar ver a estas niñas enfermas —se dolía ante las decenas de niñas que habían intentado sobrevivir a la guerra prostituyéndose y que acudían a su casa en busca de alguna medicina que les aliviara las secuelas de la sífilis.
Le pidieron ayuda a Samuel. No había medicamentos suficientes para ayudar a tantos desgraciados como acudían a la casa del médico.
Samuel y Netanel, con la ayuda de Daniel, trabajaban día y noche en el laboratorio. Los enfermos buscaban cobijo en los conventos que abrían sus puertas para socorrer a tantos desgraciados.
Marinna se había refugiado en el silencio pero no había dejado de trabajar. Era lo único que mantenía a raya el dolor insoportable que sentía por la desaparición de su padre. Kassia tampoco hablaba, parecía un espectro que vagaba por la casa en un continuo lamento.
Ruth, igualmente dolorida, tenía más control, e Igor, por su parte, buscaba alivio trabajando en la cantera. A todos les resultaba asfixiante la ciudad, aquella vieja ciudad con la que durante siglos habían soñado sus antepasados. En ella sólo había miseria. Miseria y dolor.
Samuel dedicaba toda su energía en el laboratorio. Había adelgazado y procuraba esquivar los pensamientos sombríos, pero no siempre lo conseguía.
«Tengo cuarenta y ocho años, y a mi alrededor sólo he visto dolor. ¿Es esto lo único que va a depararme el destino? ¿Tengo que continuar perdiendo seres queridos?» Eran las preguntas que se hacía a sí mismo y para las que no encontraba respuesta. Se sentía vacío.
Una tarde que había acudido a casa de Yossi a llevar un cargamento de medicamentos, éste le contó que había conocido al capitán Lawrence.
—Me lo han presentado aunque apenas hemos intercambiado unas palabras.
—¿Cómo es?
—Es bajo de estatura pero fuerte, tiene un aspecto muy británico, los ojos azules, frío, distante. Por lo que he podido oír, es extremadamente inteligente. Faysal, el hijo del jerife, confía totalmente en él. Y Lawrence hace honor a esa confianza, aunque supongo que llegará un momento en que tendrá que tomar partido.
—¿A qué te refieres? —preguntó Samuel con curiosidad.
—En algún momento los intereses británicos dejarán de coincidir con los intereses árabes y Lawrence se verá en medio, tendrá que optar entre dos lealtades: Inglaterra o sus nuevos amigos.
—¿Y por cuál se decantará?
—Es un hombre peculiar, pero si tuviera que apostar yo diría que por Inglaterra.
—Dicen que es un gran estratega y que muchos de los éxitos militares de los árabes se deben a sus consejos —apuntó Samuel.
—Los árabes tienen una causa por la que luchar y él también —respondió Yossi—, y ahora, amigo mío, quiero invitarte a cenar el próximo sabbat. Judith insiste en agasajarte. Su hermana Miriam te está muy agradecida por tener contigo a Daniel. El chico está contento trabajando como tu ayudante.
—Judith tendrá que disculparme, no puedo dejar a Kassia y a Ruth. Ninguna de las dos se encuentra bien. Durante la semana el trabajo las mantiene ocupadas, pero cuando llega el sabbat se vienen abajo. Igor y Marinna hacen lo que pueden, pero bastante tienen ellos con dominar su pena. Yo tampoco soy una buena compañía, no puedo dejar de pensar en Ariel y en Jacob… Si al menos hubiéramos recuperado sus cuerpos…
—Tenéis que dejar de atormentaros. Sé que no es fácil superar lo que ha sucedido…
—No, no lo es. No hay día en que no me pregunte qué sentido tiene tanto sufrimiento.
—Le diré a Judith que deje pasar un poco de tiempo. Y ahora cuéntame cómo vas con Netanel.
—Es un buen hombre y un excelente boticario. El laboratorio no funcionaría sin él. Se ha adaptado bien a vivir en La Huerta de la Esperanza y eso que él hace bromas diciendo que somos un pequeño sóviet y que su hijo se sorprendería si le viera viviendo entre bolcheviques. Creo que Netanel no simpatiza mucho con ellos, aunque su hijo lo es.
Cuando estaban por despedirse, Judith los interrumpió.
—¡Ven! Tu madre ha perdido el conocimiento.
Yossi y Samuel corrieron a la habitación de la anciana Raquel. La mujer respiraba con dificultad y su pulso era muy débil. Se estaba muriendo.
No era mucho lo que Yossi podía hacer. Raquel llevaba tiempo enferma y la escasez de alimentos durante la guerra también había hecho mella en la casa de los Yonah, aunque Yossi siempre procuraba que su madre y su hija Yasmin se llevaran la mejor parte de lo poco que tenían para comer.
Samuel se quedó velando la agonía de Raquel. Y mientras la observaba en silencio la recordó aquella primera vez que la vio. Entonces él era más joven y acababa de llegar a Jerusalén con Ahmed, que llevaba en brazos al pequeño Ismail al que Abraham no pudo salvar de la muerte que le estaba predestinada. Habían pasado muchos años de aquello y ahora asistía a la pérdida de Raquel sintiendo que ya no le quedaba mucho lugar en su corazón para albergar más sufrimiento.
Raquel murió apenas cayeron las primeras sombras de la noche. Las últimas horas las había pasado junto a los dos seres que más quería, su hijo Yossi y su nieta Yasmin; ambos le acariciaban el rostro y las manos, conteniendo las lágrimas por temor a que la anciana pudiera darse cuenta.
La guerra continuaba alrededor de Jerusalén mientras los ingleses intentaban organizar la cotidianidad de los jerosolimitanos.
La Ciudad Santa volvía a tener dueño. Durante siglos había ido pasando de mano en mano, y ahora estaba en las de los británicos.
La única buena noticia que tuvieron en aquellos días fue saber que Mohamed estaba vivo. Había luchado con las tropas de Faysal ayudando al general Allenby a liberar Jerusalén.
Mohamed había sobrevivido a todas las batallas en las que había combatido hasta el momento, pero no así su primo Salah. Jaled, el hermano menor, seguía vivo.
Ahora eran los habitantes de La Huerta de la Esperanza quienes tuvieron que consolar a la familia de Dina. Hassan estaba desolado por la pérdida de su hijo mayor y Layla parecía haber enloquecido.
—¿Sabes, Samuel?, lloro la muerte de mi sobrino pero al mismo tiempo no puedo dejar de dar gracias a Alá porque haya sido él y no Mohamed el que cayera en el frente —le confesó Dina.
—La guerra nos hace egoístas, sólo ansiamos seguir viviendo un día más —respondió él.
—Aún no puedo dormir por la noche. Sigo llorando a Ahmed, pero no habría podido soportar perder a otro hijo.
Layla había perdido la cordura. Se negaba a levantarse de la cama y gritaba que quería morir. Hassan estaba desesperado, sin saber muy bien qué hacer.
Kassia y Ruth pasaban buena parte del día yendo y viniendo a casa de Hassan para hacerse cargo de Layla. Compartían su desconsuelo y la cuidaban como si de una niña se tratara.
—Dina es más fuerte que todas nosotras —afirmó una noche Kassia.
Estaban cenando y comentando las incidencias de la jornada.
—Comprendo que Layla se haya vuelto loca —dijo Ruth—, cuando pienso en Ariel creo que también yo voy a perder la razón.
—Sí, Dina es una mujer fuerte y valerosa que antes de perder a su marido, Ahmed, vio morir a dos hijos. El pequeño Ismail y el otro que nació muerto. Ella también ha sufrido mucho —respondió Samuel.
Mohamed apenas tuvo tiempo de estar en su casa con su abuela y con su madre. Los hombres de Faysal debían continuar camino de Damasco y derrotar a las tropas de Cemal Pachá, que ahora gobernaba desde aquella capital, pero acudió a La Huerta de la Esperanza a ver a Samuel. No hablaron mucho, sólo se congratularon de la suerte de estar vivos.
No iba a ser la única sorpresa. Una tarde Jeremías también se presentó en La Huerta de la Esperanza. Samuel y él se abrazaron emocionados. Las mujeres le insistieron en que comiera. Estaba más delgado y con el cabello repleto de hebras blancas.
—Tuve suerte —les explicó— de que me deportaran a Egipto. Desde allí viajé a Inglaterra. En Londres conocí a algunos hombres amigos de Vladimir Jabotinsky, ya habéis oído hablar de él, es un hombre singular, tanto como el doctor Weizmann, y gracias a su empeño los británicos terminaron aceptando crear un batallón formado por judíos para luchar contra los otomanos.
—Sí, hemos oído hablar sobre el 38.º Batallón de Fusileros Reales —dijo Igor.
—¿Cuántos judíos murieron en Gallípoli? Que yo sepa, los británicos lo único que aceptaron fue la creación de una unidad de muleros —apostilló Samuel.
—¿Sabes cuántos siglos han pasado desde que los judíos hemos podido volver a luchar por nuestra tierra? Eso es lo que importa —respondió Jeremías, irritado.
—No discutamos, tú siempre creíste que teníamos que colaborar con los británicos —recordó Igor.
—Y veréis que tenía razón. ¿Quién gobierna hoy Jerusalén? ¿Quién gobernará Palestina cuando termine la guerra? No olvidemos la declaración de lord Balfour. Inglaterra se ha comprometido con nosotros —recalcó Jeremías.
—Inglaterra se ha comprometido con todo aquel que le pudiera servir a sus intereses, que por lo pronto pasan por ganar la guerra. También se ha comprometido con los árabes. ¿Crees que podrá cumplir todas sus promesas? —preguntó Samuel.
—Los británicos han dado un paso irreversible para que los judíos tengamos un hogar. Pero debemos aspirar a más, a convertir ese hogar de nuevo en nuestra patria.
—¿Y los árabes? Éste también es su hogar —replicó Samuel.
—Y no es incompatible con las promesas que han hecho a los árabes. Que yo sepa, el jerife Husayn no pone obstáculos a que podamos tener una patria dentro de la nación árabe, incluso ha escrito algún artículo sobre ello. Los ingleses dicen que su hijo Faysal tampoco encuentra ningún inconveniente —explicó Jeremías con voz de suficiencia.
—Una patria judía dentro de una patria árabe… ¿Lo creéis posible? —preguntó Marinna.
—¿Y por qué no? Los judíos y los musulmanes no tenemos agravios. Hemos sufrido un enemigo común: los cristianos. A mí me parece lo mejor —dijo Kassia.
—Yo opino lo mismo —la apoyó Ruth.
—Pero no todos los judíos piensan igual. Hay quienes no quieren oír hablar de una patria, simplemente quieren vivir aquí. Para otros ser judíos significa tener una patria que no quieren compartir. No, no todos los judíos pensamos lo mismo —sentenció Samuel.
Luego dejaron a un lado la política y pasaron a hablar de lo mucho que habían sufrido. Igor le puso al tanto de su gestión al frente de la cantera después del ahorcamiento de Ahmed Ziad.
—Era un buen hombre, honrado y trabajador, el mejor capataz —afirmó Jeremías.
—Pero dinos, ¿qué sabes de Louis? —preguntó Samuel.
Jeremías carraspeó mientras pensaba la respuesta. No estaba seguro de si debía dar demasiados detalles sobre las actividades de Louis.
—Bueno… en realidad, Louis… en fin, trabaja para los británicos. Por lo que sé, se encuentra bien y estoy seguro de que regresará en cuanto pueda.
Hablaron sobre el futuro. Jeremías pretendía buscar a Anastasia y a sus hijos y no quiso atender a las advertencias sobre los peligros de emprender un viaje al norte.
—No ha habido ni un solo minuto que no haya pensado en ellos. Los necesito a mi lado.
También le aseguró a Igor que seguiría contando con él como capataz.
—Mañana me darás cuenta de todo lo que se refiere a la cantera. Ahora bebamos recordando a los amigos muertos.
A Jeremías no le resultó fácil abandonar Jerusalén para dirigirse al norte en busca de Anastasia. La guerra continuaba y los peligros en los caminos se multiplicaban. Pero no estaba dispuesto a esperar más. Quería recuperar su vida y sabía que no lo lograría sin la presencia de su mujer y de sus hijos.
Igor se ofreció a acompañarle pero Jeremías prefirió que continuase al frente de la cantera.
—Me ayudas más si te quedas.
—Pero no puedes ir solo, pueden matarte.
—Aún no ha llegado mi día. No te preocupes, tengo especial empeño en vivir. Regresaré con Anastasia.
Aún tardó unos días en organizar el viaje, y mientras tanto iba ilustrando a Samuel sobre aspectos de la guerra y sus consecuencias. En una ocasión Yossi se unió a una de estas charlas y a Samuel le irritó ver que su amigo médico no podía estar más que de acuerdo con Jeremías en su apuesta por los británicos.
—El imperio otomano se ha venido abajo —insistió Jeremías.
—Pero para los británicos sólo somos una pieza más en el tablero de sus intereses. Han prometido mucho a los árabes —replicó Samuel.
—Tú lo has dicho Samuel, sólo somos una pieza con la que ellos juegan, los árabes son otra pieza, pero para nosotros los británicos tampoco deben ser más. Vivimos un momento en que todos jugamos con las cartas marcadas. Aprovechemos el impulso de los líderes judíos que en Londres han conseguido abrir la puerta de Palestina a otros muchos judíos hartos de vagar, de ser siempre los parias del mundo. Hay hombres que son capaces de ver más allá, Weizmann es uno de ellos —explicó Yossi.
—También entre nosotros hay líderes que defienden que los judíos tengamos nuestra propia patria y ha llegado el momento de estar preparados —añadió Jeremías.
A Samuel le preocupaba su relación con Igor. El hijo del difunto Ariel y de Ruth se había convertido en un hombre serio y responsable pero también en un apasionado sionista, lo mismo que lo había sido su padre, lo mismo que lo era Jeremías.
Igor le reprochaba a Samuel que no sintiera la misma pulsión por luchar por una patria que sentían ellos.
—Ni siquiera creo que seas socialista —le dijo un día mientras discutían.
—Puede que tengas razón —respondió con sinceridad.
Él mismo se preguntaba a veces en qué creía y si lo que decía creer era más bien fruto de las circunstancias que había tenido que encarar que de sus propias reflexiones y convencimiento.
Pero no sólo le preocupaba la incomodidad que sentía ante Igor, también el desapego que le mostraba Mijaíl. Desde que se había instalado en Tel Aviv apenas había tenido noticias suyas. El joven no había sentido necesidad de ir a verle ni tampoco de hacerle saber si se encontraba bien. Era Samuel quien buscaba la manera de enterarse sobre la suerte que corría. Y eso le llevaba a preguntarse qué había hecho con su vida. Jeremías no le comprendía cuando hacía esta reflexión en voz alta. El cantero bastante tenía con buscar la manera de ir a reunirse con Anastasia. Cuando por fin se marchó, Samuel sintió alivio. Aunque sentía necesidad de estar solo, no podía. La Huerta de la Esperanza era una casa comunal donde no había lugar para la intimidad.
Una tarde, Miriam, la madre de Daniel, se presentó sin avisar en el laboratorio.
—Mi hijo está tan entusiasmado por su trabajo aquí que he querido ver con mis propios ojos lo que hace en el laboratorio.
Samuel la invitó a pasar. Sentía simpatía por ella y le hacía gracia escucharla hablar con su hermana Judith en sefardí. Yossi decía que como hablaban tan deprisa apenas las entendía y eso que su madre Raquel, que también era sefardí, cuando era pequeño le hablaba en aquel idioma armónico que sus antepasados habían llevado consigo a Salónica, Estambul y Jerusalén tras ser expulsados de España, su añorada Sefarad.
—Te agradezco que le hayas dado esta oportunidad. Ya no sabía qué hacer con él —le confesó Miriam mientras observaba las probetas limpias y ordenadas junto a los otros recipientes y aquellos paquetes etiquetados que guardaban las sustancias para elaborar los medicamentos.
—Daniel es muy espabilado y le gusta lo que hace. Netanel le enseña cuanto puede. No creas que tu hijo carece de valores, sólo que se le hacía cuesta arriba convertirse en rabino.
—A su padre le hubiera gustado que lo fuera —se lamentó Miriam.
—Los padres eligen para los hijos lo que creen que es mejor para ellos, pero todos debemos escoger nuestro destino.
—¿Tú escogiste el tuyo?
—¿Yo? Tengo la impresión de que los acontecimientos han decidido por mí. Pero te confieso que no fui el hijo ejemplar que mi padre hubiera merecido. Sólo cuando… cuando le asesinaron me di cuenta de cuánto le había hecho sufrir.
Después de aquella tarde Samuel buscó la compañía de Miriam. Solía acudir con más asiduidad a ver a Yossi y a Judith con la esperanza de que ella hubiera acudido a visitarles, o acompañaba a Daniel hasta su casa en la Ciudad Vieja y aceptaba la taza de té que la mujer siempre le ofrecía. Un día le preguntó a Kassia si le molestaría que invitaran a Yossi y a su familia a celebrar el sabbat. Desde el asesinato de Jacob y Ariel los sabbats se habían convertido en un trámite que todos procuraban evitar.
—Serán bienvenidos. Todos les tenemos afecto. Ruth y yo procuraremos esmerarnos con la comida. ¿Quieres que también invitemos a Dina? A Hassan y Layla no me atrevo. Layla aún no se ha recuperado de la pérdida de Salah. En cuanto a Zaida… ya sabes que apenas se mueve, es tan anciana…
—Me parece bien, hace mucho tiempo que no nos reunimos en torno a una mesa.
A Kassia se le hacía cuesta arriba aquella velada, pero no quería seguir imponiendo su dolor a los habitantes de La Huerta de la Esperanza. Tanto ella como Ruth sentían que el reloj de su existencia se había parado en el mismo momento en que asesinaron a sus respectivos maridos. Pero ambas tenían hijos, Marinna e Igor, y los jóvenes tenían derecho a superar el luto que sus madres les imponían. Además, aquel sabbat podrían hablar de la boda de Marinna e Igor. Ella sabía que Marinna no estaba enamorada de Igor como lo había estado de Mohamed, pero su hija había aceptado que debía construir su vida, y para ello tenía que olvidar a Mohamed.
Disfrutaron de aquella comida más de lo que todos habían supuesto. Kassia y Ruth habían preparado alguna receta sefardí para sorprender a Judith y a Miriam. Dina contribuyó con aquellos dulces que a todos entusiasmaban. Sí, aquél fue un sabbat casi feliz y a Dina se le iluminó el rostro al saber que pronto Marinna se casaría con Igor. Sentía alivio de que así fuera, era lo mejor para Marinna y también para Mohamed.»