8. Las primeras lágrimas

El ruido de la llave girando en la cerradura les devolvió a la realidad. Hanna, la hija de Aarón Zucker, entró en la sala sorprendiéndose de encontrar todavía a Marian.

—¿Ya estás aquí? Creía que volverías más tarde —dijo Ezequiel a su nieta.

—Pero, abuelo, ¡si son casi las seis! ¿Aún no ha terminado la entrevista? —preguntó a Marian sin ocultar el fastidio que le provocaba encontrarla todavía allí.

—Lo siento… se nos ha hecho tarde.

—¡Y no habrás comido! —Esta vez se dirigió a su abuelo, con evidente tono de enfado.

—¡Pues claro que hemos comido! La señora Miller me ha ayudado a preparar una ensalada.

Marian se disculpó. Sabía que tenía que marcharse. Pero no podía dejar a medias lo que le había llevado hasta allí. Se sentía manipulada por aquel hombre que la había arrastrado a una conversación sin fin en que ambos iban llenando las lagunas de dos historias paralelas. Porque así eran, paralelas, sin posibilidad de encontrarse aunque parecieran rozarse.

Ezequiel notó su desazón y, para su sorpresa, fue él quien le propuso regresar al día siguiente.

—¿Quiere venir mañana?

Ella asintió agradecida.

—Sí, si no es mucha molestia, de lo contrario no podré concluir lo que he venido a hacer.

—Lo sé. Venga mañana. Conversar con usted resulta muy estimulante.

—Pero, abuelo, yo creo que ya has colaborado bastante con la señora Miller. Hágase usted cargo —dijo dirigiéndose a Marian—, mi abuelo no puede pasarse todo un día hablando. Si quiere yo misma puedo ayudarla con la información de la política de asentamientos… aunque soy totalmente contraria.

—Vamos, Hanna, permíteme que sea yo quien decida. Me gusta hablar con Marian. La espero mañana a las once, ¿le parece bien?

Hanna acompañó a Marian Miller a la puerta y al despedirse le dijo:

—Por favor, no le agote demasiado, aún está recuperándose del último infarto.

—¿Del último? No sabía…

—Ha sobrevivido a tres ataques al corazón. El médico nos ha dicho que no aguantará mucho. Hace un par de días aún estaba en el hospital.

—Le prometo que procuraré no cansarle y terminar cuanto antes mi trabajo.

—Hágalo.

Se sentía mareada. Había pasado el día en aquella casa intercambiando historias con aquel hombre. Podían escribir un libro entre ambos; la idea le hizo sonreír.

Condujo despacio, intentando recordar cada palabra. Ezequiel le había abierto la puerta a la existencia de unos seres que casi podía visualizar. Llegó al hotel agotada, con ganas de darse una ducha y dormir para dejar de pensar.

Por la mañana se presentó a la hora prevista. Se había levantado temprano con el deseo de pasear por la Ciudad Vieja. Salió del American Colony a eso de las ocho cuando Jerusalén ya estaba despierta y caminó a buen paso hacia la Puerta de Damasco; a aquella hora cientos de personas cruzaban en una y otra dirección.

Los comerciantes se disponían a abrir sus tiendas, y en el mercado las mujeres se paraban ante los puestos examinando con ojos expertos las hortalizas recién llegadas de los campos de los alrededores.

Se detuvo delante de una tienda de la que se escapaba un aroma a canela y pistachos. No pudo resistir la tentación y compró unos cuantos dulces.

Caminó sin rumbo por la Ciudad Vieja, dejó el barrio árabe para perderse por el distrito cristiano, de allí al armenio y, por último, al judío.

No podía superar la incomodidad que le producían aquellos judíos vestidos con levitas negras y tirabuzones escapándose por debajo de los sombreros.

Ya eran las diez pasadas cuando salió por la Puerta de Damasco con paso rápido para regresar al hotel a recoger el coche que había alquilado. Esta vez condujo deprisa hasta la casa de Ezequiel, intuía que el anciano era esa clase de personas que se muestran inflexibles respecto a la puntualidad. Le abrió la puerta su nieta Hanna.

—Tengo que irme pero vendré en cuanto pueda. Mi abuelo no ha pasado buena noche aunque asegura que se siente bien.

Le dio un papel en el que había anotado su número de móvil.

—Aunque estaré en clase, dejaré el móvil abierto. Estoy preocupada; si usted ve que no se encuentra bien, llámeme, y, por favor, no le agote como ayer.

Marian prometió que procuraría terminar la entrevista aquella misma mañana.

Ezequiel estaba sentado frente al ventanal desde el que se divisaban los montes de Judea. Parecía abstraído, lejos de allí.

—Le he traído unos dulces, espero que le gusten —dijo Marian intentando componer su mejor sonrisa.

—Siéntese, ¿ha descansado?

—Sí, he dormido más de ocho horas. Hanna me ha dicho que usted no ha pasado una buena noche…

—Los viejos tenemos el sueño agitado y mi nieta se preocupa sin motivo. Quería llamar a la universidad y quedarse conmigo, pero he insistido para que se fuera. Es mejor así, ¿no cree? ¿A quién le toca continuar con la historia?, ¿a usted o a mí?

—No quiero cansarle…

—¿Y perderme su versión sobre lo acaecido a la familia Ziad? Vamos, ¿dónde lo habíamos dejado?

—Pues a punto de comenzar la Primera Guerra Mundial.

—En ese caso, ahora me toca escuchar a mí.

«Dina estaba inquieta. Aquella mañana había ido al mercado acompañada por Zaida, su madre, y por su hija Aya, y había escuchado los rumores de la inminente llegada del pachá Ahmet Cemal, ministro de Marina del imperio, gobernador de Siria y comandante supremo del Cuarto Ejército Otomano. Si los rumores respondían a la verdad, Cemal era un hombre imprevisible y sangriento, dispuesto a meter en vereda a los árabes que soñaban con una nación al margen del imperio.

Temía por Ahmed, y por su propio hermano Hassan, que tan a menudo participaban en reuniones en las que hablaban de que muy pronto los árabes se independizarían de los turcos.

Había escuchado a un curtidor murmurar con el carnicero, y ambos auguraban un futuro de incertidumbre.

—Las mujeres siempre dais importancia a los rumores del mercado —le dijo Ahmed.

Unos días más tarde, acudió junto a su esposo y su madre a contemplar la entrada triunfal de Cemal en la ciudad. Regresaron a casa asombrados por el boato del que se rodeaba el pachá.

—Ha sido un desfile nunca visto, le tiraban pétalos de rosa y la gente cantaba entusiasmada. No le he visto muy bien, pero no parece muy alto —le explicó Dina a su hija Aya, ansiosa por conocer todos los detalles.

Apenas una semana después, Ahmed asistió a una de las reuniones convocadas por Omar Salem.

—Cemal Pachá parece que sólo confía en los alemanes —explicó con amargura.

—Sí, desde que gobiernan los tres pachás, los oficiales de sus tropas son todos alemanes —añadió Hassan.

Ahmed les escuchaba en silencio, preocupado por la inquietud que mostraban aquellos hombres.

—Bueno, pero entre las tropas del sultán hay muchos árabes, e incluso judíos —se atrevió a decir sin mucho entusiasmo.

—Pero Cemal no se fía de nosotros. Dicen que ha venido a aplastar cualquier intento de rebelión —terció su cuñado Hassan.

Un criado entró y susurró algo en el oído a Omar que se levantó de su asiento sonriendo.

—Amigos, tenemos una visita inesperada, Yusuf Said está aquí.

El joven, amigo de los hijos de Hassan y Layla, fue recibido con muestras de amistad por parte del anfitrión y de sus invitados. Parecía cansado ya que, según les dijo, recién había llegado de El Cairo.

—He acudido a tu casa —dijo dirigiéndose a Hassan—.Tu esposa, Layla, me informó que estabais aquí. Omar, espero que me perdones por presentarme en tu casa sin haber sido invitado.

—Siempre eres bienvenido entre nosotros. Cuéntanos del jerife Husayn y de sus hijos, Faysal y Abdullah.

—El jerife se muestra cauteloso, pero piensa que ésta puede ser nuestra oportunidad. No hace mucho que el mismísimo Abdullah estuvo en El Cairo para saber qué pensaban los británicos del futuro.

—¿Y qué piensan? —quiso saber Omar.

—Ellos tienen sus compromisos, escuchan con interés, pero no prometen nada. Parecen convencidos de que van a ganar la guerra. Nosotros debemos prepararnos por si eso sucede.

Estuvieron conversando largo rato y, pese a que Yusuf Said se mostraba prudente, llegaron a la conclusión de que el jerife Husayn tendría una buena disposición hacia los europeos si éstos garantizaban que le ayudarían a hacer realidad el sueño de un gran Estado árabe.

—Cuentan que la tribu de los Saud le disputa el liderazgo a Husayn ibn Alí —dejó caer Hassan.

—Así es, pero no olvides que la legitimidad del jerife se debe a su linaje, es descendiente del Profeta —sentenció Yusuf.

Ya había caído la noche cuando Ahmed marchó a su casa acompañado por Yusuf, su cuñado Hassan y los dos hijos de éste. Yusuf dormiría en casa de Hassan. Les dijo que quería descansar antes de iniciar viaje hacia La Meca.

A Dina se le iluminó la mirada cuando supo por Ahmed que Yusuf se encontraba en casa de su hermano.

—Creo que ese joven está interesado en Aya, ya verás como hace lo imposible por encontrarse con ella.

—Mujer, al fin y al cabo sólo nos separan unos cuantos metros de su casa. Debes estar pendiente de nuestra hija, no la dejes sola, no quisiera que Yusuf pensara que estamos deseando casarla —dijo Ahmed.

—Déjalo en mis manos, actuaré con prudencia. Espero que Layla se muestre bien dispuesta, ya sabes cómo es mi cuñada.

—¿Bien dispuesta a qué?

—A propiciar un encuentro entre Yusuf Said y Aya.

Fue su sobrino Jaled quien al día siguiente se presentó en casa de sus tíos para invitarles a cenar.

—Mi madre quiere agasajar a nuestro invitado y ha pensado en una cena familiar.

Zaida y Dina estaban entusiasmadas haciendo de casamenteras. Instaron a Aya a que se pusiera su mejor túnica y se cubriera con su mejor velo.

—Debes mostrarte prudente, no le mires a los ojos y no le hables si él no se dirige a ti —le aconsejó su abuela Zaida.

—Pero, abuela, ¡creerá que soy tonta! —protestó ella.

—Lo que eres es una buena chica musulmana. No olvides que a los hombres no les gustan las descaradas.

La velada no pudo ir mejor. Salah y Jaled habían compartido confidencias con Yusuf y sabían del interés de su amigo por su prima. Le recordaron que Aya apenas había salido de la adolescencia y le advirtieron que no debía mirarla si no era para pedirla en matrimonio. Yusuf les aseguró que eso era lo que deseaba. Si Ahmed estaba de acuerdo, se casarían en cuanto las normas del decoro lo permitieran.

Los hombres hablaban de los últimos acontecimientos en la ciudad mientras las mujeres iban disponiendo en la mesa los sabrosos platos cocinados por ellas. Yusuf alabó los dulces preparados por Aya, y ella se ruborizó.

Al día siguiente, Ahmed le dijo a su hija que Yusuf le había pedido hablar con él.

—Creo que sé lo que quiere —dijo Ahmed.

—¡Lo que quiere es pedirte a Aya! Alá ha escuchado mis oraciones —exclamó entusiasmada Dina.

—Y si fuera así, ¿tú qué piensas, Aya? —preguntó Ahmed a su hija.

—Pero ¡qué ha de pensar ella! Debemos sentirnos honrados por unir nuestra familia a la de Yusuf Said —protestó Dina.

—Mujer, los hijos deben obediencia a los padres, pero quiero saber qué siente Aya, no me gustaría entregarla a un hombre por el que sintiera repulsión. Si es así le buscaremos otro esposo —sentenció Ahmed.

Aya permanecía de pie agarrada a la mano de su abuela. Estaba contenta, le halagaba que un hombre como Yusuf se hubiera fijado en ella, pero enamorada… no sabía si estaba enamorada. Le gustaba aquel joven moreno, de ojos profundos y brillantes, le gustaba saber que era importante, pero enamorada… sentía una punzada de temor en el estómago. Quería casarse, sí, pero no había pensado que fuera tan pronto.

—Yusuf me parece muy agradable —afirmó con cierto temblor en la voz.

—No te obligaré a casarte, aún puedes esperar uno o dos años más —insistió Ahmed.

Ella tardó en responder porque sintió la mirada inquisitiva de su madre.

—No es tan niña —murmuró Zaida.

—Si Yusuf quiere que nos casemos, le aceptaré —y al decirlo sintió una mezcla de alegría y temor. Casarse significaba dejar aquella casa donde había nacido para irse al otro lado del Jordán donde vivía la familia de Yusuf, o quién sabe si a La Meca. Tendría que vivir en la casa de su suegra, y esto era lo que disparaba sus temores.

Ahmed dio la conversación por terminada. Aquella tarde les visitaría Yusuf y ya sabía qué respuesta darle si, como esperaba, pedía a Aya en matrimonio.

Durante los meses siguientes la Ciudad Vieja volvió a conocer los límites del terror. Cemal Pachá desconfiaba de todos y había espías por doquier prestos a encontrar árabes descontentos o nacionalistas deseosos de dejar de ser súbditos del sultán.

Empezaba a ser habitual que el pachá ordenara ahorcar a quienes consideraba enemigos, y para asustar a los jerosolimitanos había convertido los ajusticiamientos en un espectáculo público.

—He pasado cerca de la Puerta de Damasco y me he acercado a ver qué sucedía porque había una gran multitud en silencio. Esta vez han ahorcado a cinco hombres —se lamentó Ahmed.

—No debes ir, ya sabes que a Cemal Pachá le gusta que los ahorcamientos se lleven a cabo en la Puerta de Jaffa y en la de Damasco. Te ruego que seas prudente, y que no acudas más a las reuniones en casa de Omar Salem. Y mi hermano Hassan lo mismo, también se pone en peligro y pone en peligro a sus hijos. —Dina no podía dejar de preocuparse.

—Ha sido horrible, los hombres han tardado en morir, hemos asistido a su agonía. Ese hombre es inhumano —sentenció Ahmed refiriéndose a Cemal.

—¡Calla! Que nadie te oiga. No quiero pensar lo que sucedería si Cemal Pachá supiera que le criticas.

—Los judíos tampoco están seguros. He estado hablando con Samuel y me ha dicho que Cemal se ha reunido con algunos hombres importantes de su comunidad y les ha amenazado con expulsarles de Palestina. A algunos ya les ha mandado al exilio en Damasco —explicó Ahmed a su esposa.

—Que yo sepa, Samuel es partidario de los turcos, los judíos se sienten a gusto perteneciendo al imperio —respondió Dina.

—Aquí viven en paz, lo cual valoran mucho, pero eso no significa que apoyen a Cemal. A Samuel, a Ariel, a Louis o a Jacob les repugnan los ahorcamientos tanto como a nosotros. Tampoco ellos están seguros, Samuel me ha dicho que intentan contemporizar.

—¿Y eso qué significa?

—No llevarse mal con Cemal, evitar que dude de la lealtad de los judíos al imperio.

—No les servirá de nada —sentenció Dina.

A pesar de la incertidumbre y el dolor que se había instalado entre los jerosolimitanos, Dina siguió adelante con los preparativos de la boda de Aya. La guerra continuaba en escenarios europeos y a ella se le antojaban muy lejanas aquellas ciudades de las que los hombres hablaban: París, Londres, Moscú…, aunque sus efectos devastadores habían llegado hasta Palestina. Algunas de sus amigas habían perdido a sus esposos en el frente luchando en las filas del ejército turco. Ella daba gracias a Alá porque Ahmed se hubiera quedado cojo después del accidente en la cantera. Así a nadie se le ocurriría reclamarle para luchar. Pero aun sabiendo que su marido estaba a salvo, no podía dejar de preocuparse por su hijo Mohamed. Temía que le obligaran a ir a luchar en aquella guerra que nada tenía que ver con ellos.

—Esta noche cenaré en casa de Omar —anunció Ahmed una tarde de otoño de 1915.

—Pero si estás cansado —protestó Dina, preocupada porque aquellas reuniones de los hombres cada vez eran más habituales.

—Sí, ha sido un día duro en la cantera.

—Entonces dile a mi hermano Hassan que te disculpe, ya irás otro día.

—Iré porque he de hacerlo —respondió Ahmed sin dar lugar a más réplicas.

Dina le trajo agua y una camisa limpia. «Al menos —pensó— que se presente en casa de Omar vestido decentemente.»

—Es un escándalo lo que está pasando en la ciudad —aseguró uno de los invitados de Omar.

—Sé a qué te refieres —respondió Jaled, el sobrino de Dina, adelantándose a las palabras de su padre.

—Las calles de la Ciudad Vieja están llenas de prostitutas. Muchas son viudas que se venden por dos piastras —explicó Hassan.

—Casi todas son judías —apuntó Salah, su hijo mayor.

—No te engañes, hijo, la mayoría ha perdido a sus maridos en el frente. Hay mujeres de todas partes.

—También he visto a muchos ancianos en la calle suplicando algo para comer —explicó Omar.

—Y, mientras tanto, Cemal y sus amigos no se cansan de gastar dinero y de divertirse. No hay noche que no celebren una fiesta a la que acuden los beys turcos y algunos de los nuestros, el alcalde Hussein Husseini es habitual entre ellos —se quejó Hassan.

—Me han contado que hace unos días Cemal organizó una fiesta para celebrar el aniversario de la subida al trono del sultán Mehmet, y que los oficiales turcos acudieron acompañados de un buen número de prostitutas. Ese hombre no tiene respeto a nada ni a nadie —afirmó Jaled.

—No hagamos caso de las habladurías —se atrevió a decir Ahmed.

—Pero, tío, ¡si toda la ciudad lo sabe! No hay lugar en el mundo donde haya más prostitutas que Jerusalén y los turcos no se distinguen por su piedad —respondió Salah.

—Ahmed tiene razón, no debemos prestar oídos a las habladurías, aunque desgraciadamente son muchos los testigos de esas fiestas que amenizan las noches de Cemal Pachá. Tengo amigos en Damasco que me aseguran que Cemal llevaba la misma vida impía en aquella ciudad —se lamentó Omar.

—Sí, él celebra fiestas mientras la gente se muere de hambre —insistió Salah.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó el siempre prudente Jaled.

—¿Hacer? Ya oíste a Yusuf la última vez que estuvo aquí: el jerife Husayn intenta llegar a un acuerdo con los británicos. Si le ayudan a crear una gran nación árabe nosotros les ayudamos en esta guerra —respondió Omar.

—Un Estado que alcance todo el Mashriq —dijo Hassan con entusiasmo.

—Por eso el jerife ha mandado a algunos de sus hombres de confianza por todo el imperio para hablar con los jefes de las tribus, aunque parece ser que la tribu de los Saud no se aviene a razones. Son demasiado ambiciosos —sentenció Omar.

Un criado solicitó el permiso del dueño de la casa para comenzar a servir la cena. Durante un buen rato los hombres dejaron sus preocupaciones para hacer honor al cordero. Antes de terminar la cena, mientras degustaban un té de menta, Omar miró a sus invitados uno por uno. Todos sabían que la reunión de aquella noche no era una más. Antes de comenzar a hablar, carraspeó.

—Bien, ya ha pasado el tiempo de las quejas, ahora debemos hacer algo más que hablar. Ayer me visitó un pariente lejano que vive en Beirut. Lo que me contó que sucede en la ciudad no es muy diferente de lo que sufrimos en Jerusalén. El pachá ordena ahorcar a todos los hombres de los que desconfía, incluso a miembros honorables de las viejas familias. Mi pariente forma parte de un grupo de patriotas que, como nosotros, creen que ya es hora de liberarnos de los turcos. Quería saber si, llegado el momento, nos uniríamos a la rebelión.

—¿A la rebelión? —El tono de voz de Ahmed denotaba temor.

—Sí, a la rebelión. La pregunta es: si los británicos nos apoyaran, ¿seríamos capaces de luchar contra el ejército del sultán? —Mientras hablaba, Omar miraba fijamente a Ahmed.

—Yo estoy dispuesto a morir —aseguró el impetuoso Salah sin dar tiempo a responder a su tío Ahmed.

—¿Qué es lo que esperan de nosotros? —preguntó Hassan mirando con enfado a su hijo por haber interrumpido la conversación.

—Que estemos preparados, y si el jerife nos llama, acudir a luchar a su lado. —La respuesta de Omar no dejaba lugar a dudas.

—No sé… yo… bueno, no es fácil plantar cara al imperio. Siempre hemos vivido dependiendo de Estambul. Además, no sé si los árabes debemos ayudar a los británicos contra los turcos, al fin y al cabo todos somos musulmanes. —Ahmed sintió la mirada de reproche de sus amigos.

—Si no estás de acuerdo con el jerife Husayn, ¿por qué estás con nosotros? —La pregunta de Omar sonó como una daga rasgando la seda.

—Yo… bueno, no comparto cómo nos gobiernan desde Estambul. Poco le importamos al sultán y menos a los tres pachás, y ahora que sufrimos a Cemal Pachá siento el deseo de que las cosas cambien. Creí que los jóvenes oficiales del Comité para la Unión y el Progreso serían mejores que los funcionarios que rodeaban al sultán, pero han resultado peores —explicó Ahmed sintiéndose culpable por no compartir el espíritu revolucionario de sus interlocutores.

—¿Qué haces entre nosotros? ¿Acaso eres un espía? —le preguntó en tono amenazador uno de los invitados de Omar.

—¡Yo respondo por mi cuñado! —afirmó Hassan poniéndose en pie.

—¡Siéntate! Es Ahmed quien tiene que explicarse —ordenó Omar.

—Soy un hombre sencillo que trabaja de sol a sol. Sólo cuento con mis manos y con el respeto de mi familia y de mis hijos —se disculpó Ahmed.

—Tus amigos te tienen por un hombre bueno a quien consultan y piden consejo. Las familias que viven junto a la vuestra te consideran su guía —añadió otro de los hombres.

—Pero no lo soy. Acaso he tenido más suerte que ellos, y mi casa es más grande y mi huerto más extenso, y he podido trabajar en la cantera como capataz, pero no soy ni más ni menos que los demás.

—Los hombres de tu aldea te escuchan y los de la cantera te tienen en consideración y te respetan. Por eso estás aquí, Ahmed, por eso le pedimos a tu cuñado Hassan que te invitara a formar parte de nosotros —afirmó Omar.

—Tío, no puedes echarte atrás —le reprochó Salah.

—¡Hermano, deja que sea nuestro tío quien decida lo que quiere hacer! —exclamó Jaled, que parecía leer la preocupación en los ojos de Ahmed.

—No te pediremos que luches, no podrías hacerlo arrastrando esa pierna, pero sí puedes ayudarnos a buscar los hombres que quieran comprometerse con la causa del jerife, con nuestra causa. Hombres a los que no les importe luchar. Hombres que ansíen la libertad —dijo Omar en tono solemne.

—Los hombres de la cantera te respetan. Puedes hablar con los que te ofrezcan más confianza, ir formando un grupo para cuando llegue el momento en que el jerife Husayn nos pida que luchemos junto a él por una gran nación árabe. —Hassan hablaba con entusiasmo.

—Tío, no puedes echarte atrás —repitió Salah.

—¿Es que un hombre no puede dudar? A mí tampoco me complacería luchar contra hermanos musulmanes por más que tengamos agravios contra ellos. Si hay que hacerlo, lo haré, pero no sin pena en el corazón —terció el pequeño Jaled en defensa de su tío.

Continuaron discutiendo un buen rato y Ahmed aceptó la encomienda con pesadumbre. Aborrecía a Cemal Pachá, pero no tenía otros agravios contra los turcos. Siempre había vivido sabiendo que en Estambul estaba el sultán. Y como él, sus antepasados. Se reprochaba haberse dejado llevar por las ideas de su cuñado Hassan. «Es mi culpa —pensó—, me halagaba ser invitado a la mesa de Omar. Debí imaginar que no era mi compañía lo que buscaban.»

Cuando llegó a su casa, Dina le esperaba levantada deseosa de conocer los pormenores de la cena en casa de Omar. Se sentía muy orgullosa de que una familia tan relevante invitara a su esposo y aunque no solía presumir, no podía dejar de deslizar en las conversaciones con sus vecinas que su Ahmed era bien recibido en la casa de Omar Salem.

A Dina le sorprendió que Ahmed llegara con el rostro serio y sin ganas de hablar. Se acostó de inmediato y le dio la espalda en la cama. Ella sabía que no dormía y que algo le preocupaba.

—¿Por qué no me cuentas lo que ha ido mal? —le susurró al oído.

Pero Ahmed no respondió. Dina tampoco insistió. Sabía que terminaría contándole lo que le preocupaba, pero no antes de haber buscado una solución.

De lo que sí hablaron a la mañana siguiente fue de Aya. La notaba triste y nerviosa, como si de repente la boda se le antojara una carga.

—Sé que ya no podemos volvernos atrás, pero en ocasiones creo que ése sería el deseo de nuestra hija —le contó a su marido.

—Te dije que estabas precipitándote en tu deseo de casarla. Es muy joven, aún podía esperar un par de años más antes de pensar en casarse —respondió Ahmed malhumorado.

—A su edad yo ya me había casado contigo —respondió Dina, enfadada a su vez por el reproche.

—Se casará con Yusuf, he dado mi palabra —sentenció Ahmed, luego salió de la casa para ir a la cantera.

Aquella mañana apenas intercambió palabra con Igor, el hijo de Ruth y de Ariel. Mañana tras mañana caminaban juntos hasta la cantera hablando de las pequeñas cosas de la vida cotidiana. Igor era un buen chico, trabajador y formal, por más que defendía aquellas ideas socialistas que le habían inculcado sus padres y que a Ahmed le parecían sólo palabras.

Pasó buena parte de la jornada pensando en quiénes podía confiar. No estaba seguro de que más allá de las protestas cotidianas aquellos hombres estuvieran dispuestos a unirse a ninguna rebelión que les llevara a luchar contra los turcos. Quejarse sí, ansiar una vida mejor también, maldecir a Cemal Pachá todos lo hacían, pero ¿se atreverían a algo más?

Jeremías se le acercó cuando estaban a punto de parar para el almuerzo.

—Te veo distraído, ¿estás preocupado por algo?

Ahmed se sobresaltó por la pregunta de Jeremías y lamentó no ser capaz de disimular su estado de ánimo.

—Me preocupa la boda de Aya, es muy joven —respondió a modo de excusa.

—Los hijos son siempre una fuente de preocupación. Por lo que me has dicho, Aya se casa voluntariamente, de manera que no tienes nada que reprocharte.

—La echaré de menos cuando se vaya. —Su voz estaba cargada de verdad.

—Es difícil imaginar la casa sin hijos pero Aya pronto te dará nietos. Tu hijo Mohamed tampoco tardará en encontrar esposa.

A Ahmed le hubiera gustado sincerarse con Jeremías. Le tenía no sólo por un buen hombre sino también por una persona justa, pero ¿toleraría que en su cantera algunos de los hombres fueran unos conspiradores dispuestos a tomar las armas contra los turcos?

Cuando terminó la jornada Igor se acercó a Ahmed para regresar juntos a casa.

—Ve tú, yo tengo cosas que hacer —se despidió del joven mientras abandonaba la cantera en compañía de media docena de canteros.

Caminaron en silencio, todos expectantes por escuchar a Ahmed. Y no fue hasta que llegaron a la ciudad y se refugiaron en un café cuando Ahmed les reveló lo que tenía que decirles. Estaba convencido de que había elegido bien, conocía a aquellos hombres desde que era niño; eran sus amigos, habían compartido alegrías y preocupaciones, sabía cómo pensaban, pero sobre todo confiaba en que no le traicionarían. Pidieron un café y escucharon a Ahmed. Éste fue escueto en las explicaciones. Sólo tenían que decidir si, llegado el momento, se unirían a la rebelión y lucharían bajo la bandera del jerife de La Meca por una patria árabe liberada de los turcos.

Los hombres le escucharon en silencio asombrados por la propuesta, pero más aún porque ésta saliera de labios de Ahmed. Le tenían por un hombre prudente, ajeno a cualquier extremismo. Uno tras otro, ansiosos por saber más, le preguntaron quiénes eran los jefes, además del jerife Husayn. Insistieron en saber qué se esperaba de ellos, si tendrían que abandonar el trabajo en la cantera y expresaron su preocupación por el bienestar de sus familias. Si ellos no trabajaban, ¿de qué vivirían los suyos?

Ahmed respondió a todas las preguntas con más voluntad que certezas. Cuatro de los hombres se mostraron dispuestos a cualquier sacrificio; otros dos dudaban, pero prometieron que apoyarían cualquier acción aunque no participaran directamente en ella. También se comprometieron a sondear a parientes y amigos.

A partir de aquella noche volvieron a reunirse en más ocasiones. Ahmed se sentía abrumado por la responsabilidad. Daba cuenta de sus gestiones a su cuñado Hassan y éste a Omar, y ambos le recomendaban prudencia pero también que los hombres estuvieran atentos porque en cualquier momento se les podría llamar para pasar a la acción.

Dormía mal y había perdido el apetito, pero al menos Dina no le atormentaba con sus preguntas ensimismada como estaba con la preparación de la boda de Aya.

Dina había invitado a todos los amigos a la ceremonia y no había dudado en acudir a La Huerta de la Esperanza para invitar a sus vecinos a la boda de Aya.

—Iremos todos —le aseguró Jacob, a pesar del poco entusiasmo mostrado por Kassia.

Samuel ya había comprometido con Ahmed la asistencia de todos los miembros de La Huerta de la Esperanza, pero Zaida había insistido a Dina en que ella, como madre de la novia, debía buscar la complicidad de Kassia y Marinna.

A tres días de la boda Yusuf llegó a Jerusalén acompañado de su madre viuda, de sus tres hermanas y de dos hermanos, además de varios tíos y primos que fueron acomodándose en casa de familiares y amigos.

A Dina no le sorprendió que dos noches antes los hombres acudieran invitados a casa de Omar Salem. Le gustaba pasar con su hija esas últimas veladas antes de entregársela al que iba a convertirse en su esposo. Con delicadeza, tanto Zaida en su papel de abuela, como ella misma, la habían instruido sobre los secretos del matrimonio. Aya empalidecía al escuchar a su madre y a su abuela, pero ellas le hicieron prometer que se comportaría como los hombres esperan que hagan las buenas esposas.

Aunque Aya no se atrevía a decirlo, se arrepentía de haberse mostrado conforme con aquella boda. Le había halagado que un joven como Yusuf se interesara por ella, pero casarse era otra cosa. Cuando nadie la veía, lloraba. Una tarde se tropezó con Marinna y, aunque intentó esquivarla, la judía se dirigió hacia ella conmovida por sus lágrimas.

Marinna la escuchó muy seria. Intentó consolarla e incluso le aconsejó que hablara con sus padres y les dijera la verdad, que no quería casarse. Pero Aya le hizo jurar que no le diría a nadie lo que le había contado porque si llegaba a oídos de Yusuf podría ofenderse.

—No puedo romper el compromiso, avergonzaría a mis padres.

De manera que Marinna le guardó el secreto y a partir de aquel momento procuró mostrarse amable y ayudarla en los preparativos de la boda. La propia Dina estaba sorprendida de ver a Marinna comportarse con tanto afecto.

—Parece que se le ha pasado su amor por Mohamed. Me alegro por ella, así no sufrirá y a tu hermano no le pesará encontrar a una mujer con la que casarse —comentaba Dina con Aya.

Ahmed apenas prestaba atención a los preparativos, ensimismado como estaba en su nuevo quehacer de buscar hombres para la rebelión. Aquellos seis primeros amigos habían incorporado a su vez otros hombres a sus cada vez más frecuentes reuniones.

—Deberías reunirte con ellos —le pidió a su cuñado Hassan.

—No es necesario, ya lo haces tú. Omar pretende que cada uno nos responsabilicemos de un grupo —respondió Hassan.

—Pero los hombres están deseosos de conocer a los jefes…

—Tú estás al frente de ellos, Ahmed, tú eres su jefe; cuando haya que luchar ya se les dirá a las órdenes de quién deben ponerse. Omar Salem se encargará de darnos las instrucciones. Esta noche cenaremos en su casa. Yusuf tiene cosas que contarnos.

—Layla ha sido muy generosa al preparar esta noche un banquete para las esposas de los invitados —respondió Ahmed, agradecido.

—Así deben ser las cosas entre parientes. Ellas se reunirán para hablar de sus cosas, no nos echarán de menos. Además, mi madre está ayudando a Layla a preparar la cena.

«Pobre Zaida», pensó Ahmed. Su suegra ya era anciana aunque se mostrara siempre bien dispuesta a echar una mano.

Cuando llegó a su casa notó que Dina estaba contrariada.

—Mi madre lleva todo el día en casa de Layla cocinando y Aya está tan nerviosa que dice que no quiere participar en el banquete. Habla con ella, no podemos desairar a las esposas de los invitados y menos aún a la madre y a las hermanas de Yusuf.

Aya estaba en el cuarto que compartía con su abuela doblando cuidadosamente unos velos que colocaba con delicadeza encima de la cama.

—Hija… —murmuró Ahmed sin saber muy bien qué debía decir.

—Estás aquí… ¿Cómo te ha ido en la cantera? ¿Crees que vendrán Jeremías y Anastasia? Le dije a Anastasia que debía traer a todos sus hijos.

Estaba nerviosa y hablaba por hablar; además, en las mejillas aún se notaba el rastro de las lágrimas.

Ahmed no se atrevía a abrazarla, ya no era una niña, aunque para él siempre lo sería.

—Tienes que estar en el banquete que ha organizado tu tía Layla. Sería muy descortés que no lo hicieras y una ofensa para tu suegra.

—Iré, padre, iré. No te preocupes, aunque le dije a madre que no iría, sé cuál es mi obligación y no haría nada de lo que os pudierais avergonzar. Yo… bueno, he invitado a Kassia y a Marinna, me han dicho que nos acompañarán.

—Me parece bien, Marinna siempre ha sido una buena amiga tuya y Kassia te conoce desde niña. Disfrutarán del banquete.

—¿Sabes, padre?, estoy preocupada, Mohamed aún no ha llegado…

—Tu hermano estará aquí mañana. No dudes que asistirá a tu boda.

Salió del cuarto apenado. Aya no era feliz y él se sentía responsable de las lágrimas de su hija. No debería haber cedido al plan de Dina para casar a Aya, pero ya no podían volver atrás.

Se aseó deprisa y se vistió con la ropa que su esposa le tenía preparada. «Tienes que ir elegante —le había dicho Dina—, al fin y al cabo eres el padre de la novia.»

En la casa de Omar Salem había más invitados que en otras ocasiones. Hombres a los que Ahmed conocía y otros a los que era la primera vez que veía. Todos le felicitaron por la boda.

Omar recibió a Ahmed y a Hassan con una gran sonrisa.

—Pasad, pasad, tus hijos ya están aquí, tienes suerte de contar con dos muchachos tan formidables. Quiero decirte que me gusta el ímpetu que muestra Salah, tu hijo mayor.

—Jaled es más reflexivo —respondió Hassan, halagado.

—Demasiado prudente, diría yo, lo mismo que su tío Ahmed.

Se sintieron incómodos por el comentario pero no fueron capaces de replicar a su anfitrión. Si en ocasiones anteriores Omar había dado muestras de su buena posición, aquella noche se había esmerado en demostrar que la suya era una de las casas más importantes de Jerusalén.

Yusuf era el invitado principal y los hombres le rodeaban demandando noticias del jerife Husayn.

—No es mucho lo que puedo contar, sólo que el jerife mantiene una comunicación constante con sir Henry McMahon, el Alto Comisionado británico en Egipto.

—De manera que nos apoyarán… —resumió Hassan.

—No, no exactamente; digamos que a los británicos les vendría bien nuestro apoyo y, como contrapartida, podrían aceptar algunas de las propuestas de nuestro jerife Husayn. Además, tenemos un aliado inesperado, un oficial británico, llamado Lawrence, al que McMahon le ha encargado las comunicaciones con el jerife —explicó Yusuf.

—Los judíos también buscan a los británicos como aliados —comentó uno de los invitados.

—Están divididos, algunos se empeñan en continuar siendo súbditos del sultán y se niegan a secundar cualquier acción que ponga en peligro su posición, otros pretenden obtener el favor de los británicos y se han ofrecido para luchar junto a ellos. Pero por lo que sé, los británicos no muestran ningún entusiasmo por tenerles como aliados, aunque les han permitido formar el Cuerpo de Acemileros Sionistas —aseguró Yusuf.

—Cemal Pachá ha detenido y deportado a cientos de judíos, no se fía de ellos. También los judíos están sufriendo —aseguró Ahmed mirando fijamente a su futuro yerno.

—Así es, por eso espero que los judíos terminen entendiendo que, al igual que nosotros, no tienen otra salida que luchar contra los turcos —respondió Yusuf.

Comieron y hablaron hasta bien entrada la noche; después unos y otros fueron despidiéndose de su anfitrión agradeciéndole la velada y prometiendo volver a reunirse dos días después en la boda de Yusuf.

Aquella noche Ahmed regresó a su casa más animado que en ocasiones anteriores. Omar le había felicitado por haber logrado reunir a un grupo de hombres dispuestos a luchar.

—Tú eres quien los conoce y serás tú quien les dé las órdenes cuando llegue el momento. Ellos responden ante ti —le dijo Omar con cierta solemnidad.

Al pasar junto a La Huerta de la Esperanza le extrañó ver las luces encendidas a pesar de ser casi medianoche. Se acercó por si había ocurrido algún contratiempo y podía ayudar. Fue Samuel quien le abrió la puerta y le invitó a entrar. Le sorprendió ver allí a Anastasia.

—Hemos sabido que hace unos días apresaron a Louis. Le han deportado a Egipto, pero no sólo a él, esta noche han irrumpido en casa de Jeremías y se lo han llevado preso. Anastasia ha venido a pedir ayuda. Sus hijos están muy asustados, los soldados de Cemal Pachá apalearon a Jeremías sin ninguna consideración ante la presencia de su familia. Ahora no podemos hacer nada, mañana intentaremos conseguir su libertad —explicó Samuel.

Anastasia se acercó a Ahmed y le pidió encarecidamente que se ocupara de la buena marcha de la cantera.

—Mi esposo confía en ti, tú sabrás lo que hay que hacer hasta que él vuelva —le dijo Anastasia, y él la tranquilizó asegurándole que así lo haría.

Ahmed se presentó en la cantera apenas había amanecido. Fumaba mientras aguardaba a que llegaran los hombres. El primero en hacerlo fue Igor, que le reprochó no haberle esperado.

—Yo tampoco he dormido esta noche, si hubiera sabido que ibas a venir antes te habría acompañado.

Cuando llegaron el resto de los canteros Ahmed les explicó lo sucedido y todos lamentaron la situación de Jeremías. Habían escuchado rumores de que el dueño de la cantera era uno de los jefes de los judíos sionistas, y sabían de sus ideas socialistas, pero no imaginaban que eso pudiera acarrearle una desgracia, aunque en aquellos tiempos cualquiera podía ser objeto de la ira de Cemal Pachá.

Después de informar a los hombres les pidió que trabajaran como cualquier otro día y que no perdieran el tiempo en comentarios. Cumplirían como si el patrón estuviera con ellos.

Cuando terminó la jornada algunos hombres se le acercaron preocupados. Eran los que participaban en las reuniones clandestinas.

—Debemos tener cuidado —afirmó uno que lucía un gran mostacho.

—Lo tenemos. No os preocupéis, lo que le ha pasado a Jeremías nada tiene que ver con nuestras actividades. A Cemal Pachá le gusta que le tengan miedo —respondió Ahmed.

—Pero ¿y si sospecha de nosotros? —se atrevió a decir otro de los hombres.

—Sí, tengamos cuidado, Cemal Pachá odia a los patriotas, si supiera lo que pensamos nos ahorcaría —dijo un joven.

—Idos a casa y no os preocupéis. Los amigos de Jeremías sobornarán a alguien para liberarle.

—¿Qué sucederá mañana?

—Mañana es día de descanso y es la boda de mi hija, no pasará nada —insistió Ahmed intentando animar a sus amigos.

Caminó solo de vuelta a su casa. Igor era un joven discreto que cuando le veía apartarse para hablar con los hombres entendía que no debía esperarle. Además, aquella tarde prefería la soledad. Se sentía inquieto no sólo por la detención de Jeremías sino también porque cada día que pasaba Cemal Pachá actuaba con más crueldad. Cemal no se privaba de lujos ni de caprichos mientras la ciudad entera sufría a causa de la miseria.

Poco antes de llegar a su casa, Ahmed vio a Samuel sentado en la cerca de La Huerta de la Esperanza; fumaba y parecía abstraído. Se acercó a él.

—¿Hay noticias de Jeremías? —preguntó deseando que Samuel le anunciara su liberación.

—Sí, y no buenas. Le van a deportar, a él y a más de quinientos judíos. Cemal Pachá ha amenazado con dispersar a los judíos por todo el imperio. Ya ves, de nada ha servido que algunos de los nuestros se empeñaran en apoyar a la Sublime Puerta en esta guerra absurda. Incluso han deportado a uno de los hombres que más empeño ha puesto en apoyar al imperio. Sí, me han dicho que también han deportado a Ben Gurion.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Ahmed, angustiado por la responsabilidad que sabía recaía sobre él al frente de la cantera.

—¿Qué crees que podemos hacer? Puede que mañana Cemal Pachá decida deportarnos también a nosotros como ha hecho con Jeremías y con Louis o con tantos otros. Jacob es partidario de que busquemos nuevas alianzas, él tiene fe en los británicos. Dice que si ganan la guerra serán ellos quienes decidan el futuro de esta tierra.

—No sé… puede que Jacob tenga razón. ¿Vais a pedirles ayuda? —quiso saber Ahmed.

—¿Ayuda? Más bien tendremos que ofrecer la nuestra. Ya hay algunos judíos combatiendo con ellos. Como ves, estamos divididos, algunos judíos forman parte del ejército del sultán y otros han optado por los franceses y los británicos.

—¿Y los judíos rusos?

—Sí, no me olvido de la madre Rusia de donde vengo —respondió Samuel con un deje de amargura.

—Tenemos que sobrevivir a todo esto…

—Lo intentaremos, Ahmed, lo intentaremos. Fui con Yossi Yonah a interesarme por Jeremías y por poco nos detienen. Sabes que Raquel, la madre de Yossi, es sefardí. Ella siempre ha sentido gratitud hacia el imperio otomano por acoger en Salónica a los sefardíes cuando fueron expulsados de España por los Reyes Católicos. Ya ves, es nuestro sino: expulsados, deportados, perseguidos… Raquel siempre se ha sentido segura con los turcos y ha inculcado a su hijo Yossi una devoción especial por el sultán. Su hijo dice que su madre es más turca que judía…, pero ahora Raquel se ha convertido en extranjera en su propia patria. No sé qué habría pensado de todo esto el viejo Abraham…

—Todos somos extranjeros en nuestra patria, no olvides que Cemal Pachá no tiene piedad con los árabes y no hay día que no haya un cuerpo colgado en la Puerta de Damasco o en la de Jaffa.

—Tienes razón, amigo mío, todos estamos sufriendo por lo mismo. Me temo, Ahmed, que el mundo que hemos conocido está derrumbándose y que a partir de ahora todos seremos piezas de una partida de ajedrez, tanto si Alemania y Turquía ganan esta guerra como si la ganan los Aliados. No, ya nada será igual.

—¿Volverás a Francia?

—No, no lo haré a menos que me deporten, pero si es así, regresaré. No puedo seguir buscando una patria, me conformaré con ésta, la de mis antepasados.

—Lo comprendo, eres judío.

—A veces me pregunto qué significa ser judío. Durante años luché por no serlo, quería ser como los demás, no soportaba esa carga que me hacía diferente. No imaginas cuánto me he esforzado para que cambiaran esa mirada sobre mí. Todo lo malo que me ha sucedido ha sido por ser judío. A mi familia la asesinaron en un pogromo, perdí a mi madre, a mis hermanos, a mi abuela… ¿Quién querría ser judío después de eso? Yo no quería.

—No debes renegar del Todopoderoso, Él sabe el porqué de las cosas.

—¿Crees que puedo encontrar algún sentido a que asesinaran a mi familia por ser judíos?

—Amigo mío, nosotros no podemos comprender las razones de Alá.

—No quiero cargarte con mi preocupación en vísperas de la boda de Aya. Hablemos de cosas agradables. Aún no he visto a Mohamed…

—Llegará mañana. Espero que todo vaya bien…

—¿Lo dices por Marinna y por Kassia? No te preocupes, ellas no harían nada que pudiera estropear la boda de Aya. Marinna ha sufrido mucho por la separación con Mohamed. Crecieron juntos, se enamoraron y no ha sido fácil para ninguno de los dos tener que afrontar que no podían seguir soñando.

—Yo aprecio a Marinna, no creo que hubiera mejor esposa que ella para Mohamed, pero sé que a pesar de que vosotros… bueno, vosotros no sois religiosos, o al menos no practicáis la fe, el caso es que ella nunca se convertiría al islam.

—Tienes razón, no lo hará. Pero al menos comprendemos el dolor de la desesperanza, del primer fracaso. Ya ves qué cosa tan absurda es la religión, que impide que dos jóvenes que están enamorados no puedan estar juntos. Llegará un día en que no será así, y ojalá yo pueda verlo.

—Mohamed también ha sufrido.

—Lo sé. ¿Sabes, Ahmed?, me parece absurdo que los hombres nos peleemos por creer que el Dios al que rezamos es mejor que el Dios de los otros.

—Nosotros no nos peleamos.

—Tienes razón, en realidad son los cristianos quienes no toleran a los judíos, aunque los musulmanes también tenéis vuestros propios deportados de Sefarad. Tampoco os permitieron seguir siendo lo que sois. En definitiva, nos han querido imponer su verdad y han matado por ella; al menos los judíos y los musulmanes somos capaces de respetarnos y de vivir en paz aunque no permitimos que nuestros jóvenes puedan amarse. Sin embargo, no nos matamos.

Dejaron que las sombras cayeran sobre aquel pedazo de tierra que compartían mientras fumaban un cigarro tras otro. Ninguno de los dos tenía el espíritu sereno como para dormir, y hasta bien entrada la noche no se fueron a descansar.

El día transcurría con aromas de fiesta. Aya lucía tímida y hermosa. Marinna y Kassia, Dina y Zaida la habían ayudado a vestirse de novia.

Mohamed y Marinna se habían saludado con normalidad, pero de inmediato se habían evitado. Mohamed atendía a los invitados de la familia y Marinna no se separaba de las mujeres de la casa. Escuchaba los comentarios nerviosos de Aya, le cogía una mano intentando calmar su nerviosismo.

Dina se había esmerado en la preparación de la boda y había contado con la ayuda de su hermano Hassan, siempre generoso. Quería dar buena impresión a la familia de Yusuf Said. Sabía de la devoción que Yusuf sentía por su madre. Dina le había encargado a Zaida que estuviera pendiente de los deseos de la mujer. En cuanto a Layla, tenía que reconocer que su cuñada, cuando quería, era capaz de mostrarse encantadora, por eso le había encargado el cuidado de las hermanas de Yusuf.

Le preocupaba la palidez de Aya, y había temido que durante la ceremonia su hija rompiera a llorar. No la veía feliz, aunque intentaba consolarse pensando que era normal que estuviera asustada. Dina también lo estaba cuando la entregaron a Ahmed, pero después se decía a sí misma que no habría querido a otro esposo que no fuera él. Habían sido felices y su vida de matrimonio sólo se había visto empañada por la pérdida de sus hijos. Aún lloraba a escondidas al pequeño Ismail y al niño que nació muerto y que no le permitieron ver.

Al final todo había salido como estaba previsto, y su hija ya era la esposa de Yusuf. Miró a su alrededor y se tranquilizó al ver a Aya rodeada por las mujeres, la madre de Yusuf se mostraba cariñosa con ella y Marinna tenía una actitud protectora. ¡Qué pena que aquella judía no quisiera convertirse al islam! Habría sido una buena esposa para Mohamed.

Los hombres parecían satisfechos charlando mientras comían. Dina no dejaba de servir platos y mientras lo hacía escuchaba retazos de las conversaciones. Algunos murmuraban en voz baja sobre los últimos ahorcamientos de árabes y las deportaciones de judíos. Ella torcía el gesto, no quería que estropearan la velada hablando de asuntos que tenían a todos preocupados. Sonrió cuando llegaron los músicos que su hermano Hassan había contratado para amenizar la fiesta.

—¡Pero te has vuelto loca! ¿Cómo se te ha ocurrido contratar músicos? —le reprochó Ahmed.

—Pero si te dije que era un regalo de mi hermano Hassan… No me dijiste que no lo hiciera…

—Ni tampoco que lo hicieras.

Kassia se acercó a ellos sonriendo.

—Es una boda preciosa, lástima que no haya venido Anastasia…, le hubiera gustado tanto ver a vuestra hija…

—Entiendo que no haya querido venir teniendo a su esposo encarcelado. Pero le llevaré un plato con dulces, al menos así disfrutarán de algo de la boda —añadió Dina.

Fue en aquel momento cuando escucharon gritos y ruidos y vieron que unos hombres se abrían paso apartando violentamente a los invitados. Se hizo el silencio. Aquellos hombres formaban parte de la policía de Cemal Pachá. Uno de ellos fue directamente hacia donde estaba Ahmed.

—¡Ahmed Ziad!, quedas detenido por conspirar contra el sultán y participar de actividades contra el imperio —dijo el policía mientras otros dos sujetaban a Ahmed por los brazos.

—Pero ¡qué es esto! Tiene que haber un error. Mi padre no ha hecho nada. Somos súbditos leales del sultán. —Mohamed se había plantado frente a los captores de su padre.

—Tú eres Mohamed Ziad, sabemos de ti. Por ahora no tenemos órdenes de llevarte preso, pero todo se andará. Tu padre es un traidor y como tal será tratado y juzgado. Apártate o de lo contrario…

Mohamed no se apartó. Uno de los policías le empujó con tal fuerza que si no hubiera sido por Samuel, que le sujetó con mano firme, habría caído al suelo. Samuel se dirigió entonces a los policías.

—Soy el arrendador de Ahmed Ziad y puedo dar fe de que es un buen hombre y un súbdito leal del sultán, como lo somos todos. Mienten quienes les hayan informado de lo contrario.

—Vaya, de manera que sales fiador de un traidor, acaso tú también lo seas —dijo el policía que estaba al mando.

—Presentaré una queja formal…

Uno de los policías le golpeó en la cara rompiéndole un labio. Samuel no se inmutó, pero Mijaíl sí lo hizo.

—¡Basta ya! ¿Cómo se atreven? Estamos celebrando una boda. Este hombre —dijo mirando a Ahmed— no ha hecho nada, ni ninguno de los que estamos aquí. Tiene que haber un malentendido…

También le golpearon a él y de nuevo a Mohamed, que intentaba forcejear para librar a su padre de las manos de los policías. Pero fue inútil. A pesar de las protestas se llevaron a Ahmed.

Dina abrazaba a Aya, ambas lloraban asustadas y los invitados de la ceremonia se marcharon deseosos de dejar aquella casa asolada por la desgracia.

—Alguien le ha traicionado —afirmó Yusuf apenas se fueron los invitados.

—¿Traicionado? —preguntó Samuel con asombro.

—Sí, alguien le ha denunciado. Tiene que ser alguno de los hombres que… —y guardó silencio. Sabía que Samuel era amigo de Ahmed, pero él no confiaba en aquel judío, no le conocía y no estaba dispuesto a poner su vida en manos de un extranjero.

Samuel buscó la mirada de Mohamed y le preguntó a él.

—¿En qué está metido tu padre? Dímelo, es mejor que lo sepa para que pueda ayudarle.

—No has podido ayudar a Jeremías ni a Louis, mucho menos puedes ayudar a mi padre —respondió Mohamed, airado.

—Puedes confiar en mí —repuso Samuel, dolido por la respuesta.

—Sé que puedo hacerlo, pero hay asuntos que… bueno, que no debemos compartir ni siquiera contigo. Lo siento, Samuel, agradezco tu ayuda pero ahora deberías dejar que la familia decida qué hacer.

Samuel dio media vuelta y salió de la casa seguido por Kassia, Jacob, Ariel, Igor, Mijaíl y Ruth. Marinna se quedó junto a Aya, que lloraba desconsolada. Mohamed la miró y ella le desafió con su propia mirada, pero él no se arredró.

—Marinna, es mejor que te vayas. Por tu propio bien, por tu propia seguridad, hay cosas que… bueno, es mejor que no las sepas.

—De manera que no confiáis en nosotros —respondió ella con ira.

—¡Claro que sí! Pero en estos momentos es mejor que no estéis aquí. Iré a hablar con Samuel en cuanto pueda.

Ella salió sin despedirse y Mohamed, que la conocía bien, sabía que nunca le perdonaría que la hubiera tratado como a una extraña.

Durante los días siguientes ambas familias se evitaron. No fue hasta una semana más tarde cuando volvieron a verse.

Junto a la Puerta de Damasco se agolpaba un nutrido grupo esperando a que amaneciera. Aquella mañana varios hombres serían ahorcados, y como sucedía en estas ocasiones, sus familiares y amigos asistían con la esperanza de despedirse o al menos intercambiar una mirada que sirviera de consuelo al condenado.

Dina acudió acompañada de sus hijos Mohamed y Aya, de su hermano Hassan, de sus dos sobrinos Salah y Jaled y de su yerno Yusuf. Algunos de los hombres de la cantera se habían acercado temerosos. Junto a ellos estaba Yossi Yonah, el hijo de Abraham. Había ido solo a pesar de las protestas de su madre, Raquel. La familia Yonah apreciaba sinceramente a los Ziad, y Raquel se había quedado llorando en casa acompañada de su nuera Judith y de su nieta Yasmin. Yossi se había mostrado inflexible negándose a que su anciana madre acudiera a la ejecución de Ahmed.

Samuel, Jacob y Ariel también se habían presentado, pero apenas intercambiaron unas palabras con Mohamed.

Los condenados llegaron maniatados, los guardias de Cemal Pachá les obligaban a apresurar el paso a empujones.

Ahmed buscó con la mirada a los suyos y al ver a Dina y a sus hijos a duras penas logró controlar las lágrimas. No deberían estar allí, pensó, no deberían verle morir de aquella manera. Pero sabía que nadie en el mundo habría podido impedir que Dina acudiera a compartir con él sus últimos momentos. Le reconfortó ver a Yusuf junto a Aya. Les miró fijamente, intentando transmitirles con la mirada el amor infinito que sentía por ellos. Aya, su pequeña Aya, la luz de sus ojos. Mohamed, su hijo bienamado en el que se cumplirían todos sus sueños. Y Dina, su querida esposa, siempre dispuesta al bien. Hubiese querido ser él quien les consolara, decirles que no quería morir, pero si ésa era la voluntad de Alá, le daba las gracias por perder la vida por una buena causa.

Seguía preguntándose quién le había traicionado, quién entre aquellos hombres a los que consideraba sus amigos le había señalado. Miró uno a uno a otros hombres que también iban a ser ahorcados. Algunos eran canteros, hombres buenos, a los que él había convencido para unirse contra el imperio otomano. ¿Habían sido ingenuos? ¿Estúpidos, tal vez? Pero en los últimos segundos de su vida no quería tener pensamientos amargos. De repente vislumbró la figura de Samuel y no pudo evitar una sonrisa. No le extrañaba verle allí, sabía que estaría, que le acompañaría en aquel instante. Se miraron durante unos segundos y ambos entendieron lo que se querían decir. Se conocían bien.

El verdugo fue colocando la soga alrededor del cuello de los condenados. Mientras lo hacía se escuchaban procedentes de la muchedumbre gritos de angustia, como el de Dina, como el de Aya.

¿Por qué tardaba tanto el verdugo? ¿Por qué no acababan de una vez con aquella tortura? A Ahmed aquel momento se le antojaba inútil y eterno. Se preguntó si iría al Paraíso. Así lo había creído desde niño, pero ahora… De repente, el nudo de la soga le oprimió el cuello con tanta fuerza que dejó de ser.

Mohamed apretó el brazo de su madre, que lloraba y gritaba intentando liberarse de su hijo para acercarse al cuerpo inerte de su marido. No podía hacerlo. A Cemal Pachá le gustaba que los cuerpos de los ahorcados se balancearan durante horas ante la gente para que sirviera de aviso a los árabes nacionalistas rebeldes.

Aya se desmayó y Yusuf tuvo que levantarla del suelo y apartarla del gentío para protegerla.

Dina se negaba a regresar a casa, quería permanecer allí hasta que le entregaran el cuerpo de Ahmed, y ni Mohamed ni su hermano Hassan fueron capaces de convencerla de lo contrario.

—Me quedaré con él, no me moveré de aquí hasta traerlo conmigo —aseguró entre lágrimas.

Mohamed se rindió ante la determinación de su madre. La conocía bien y sabía que ella se quedaría, no importaba cuántas horas ni cuántos días.

Un día entero estuvo el cuerpo de Ahmed expuesto en la Puerta de Damasco. Mohamed supo más tarde que, gracias a la intercesión de Omar, les habían entregado el cadáver de su padre.

Aunque a Cemal Pachá le gustaba que las grandes familias de Jerusalén supieran que quien mandaba era él y por eso no cejaba en sus alardes de crueldad, de vez en cuando atendía alguna petición ante la que mostrarse clemente. La familia Salem era rica e influyente, de manera que decidió mostrarse magnánimo y mandó que descolgaran el cuerpo de aquel desgraciado ahorcado junto a otros como él. Pero un gesto así solía acompañarlo de otro que causara terror, por eso disfrutó largo rato interrogando a Omar, del que dijo desconfiar, e incluso le creía un traidor, puesto que se interesaba por el conspirador ahorcado.

Omar resistió la furia que sentía al tener que humillarse pidiendo a aquel desalmado el cuerpo de Ahmed. Era lo menos que le debía a la familia Ziad.

Dina no descansó hasta que el cuerpo de Ahmed no reposó en la tierra, después de que ella misma junto a Zaida lavara y preparara su cadáver. Mohamed había insistido en hacerlo él, pero Dina se había negado. Poco le importaba lo que dijera la ley.

Yusuf se llevó a Aya después del entierro de Ahmed. Había compartido el pesar y la desgracia de la familia Ziad pero ahora debía seguir adelante. Era un hombre del jerife y su lugar estaba donde pudiera serle útil. Dejaría a Aya junto a su madre en Ammán, al otro lado del Jordán. Su familia la cuidaría. Aún no habían tenido un momento para estar a solas, ni él lo había buscado. Sabía que Aya no sería suya hasta que la herida de la pérdida de su padre no hubiera cicatrizado.

Tuvieron que pasar unos días hasta que Mohamed se sintió con fuerzas para ir a La Huerta de la Esperanza. Les debía una explicación. Samuel había sido amigo de su padre, él sabía cuánto le apreciaba. Pero aun así había creído necesario resolver sus problemas en familia. Ahora le correspondía a él tomar decisiones. Y la primera de ellas había sido la venganza.

Mohamed pensaba con acierto que encontraría al traidor entre los supervivientes del grupo de su padre. A Ahmed le habían ahorcado junto a otros canteros y campesinos, de manera que tenía que buscar entre aquellos a los que la policía de Cemal Pachá no había molestado. Y eran cinco.

Dos días después de haber enterrado a su padre, y acompañado por sus primos Jaled y Salah, sin previo aviso se presentaron en casa de aquellos hombres. El primero les pareció sincero en su manifestación de dolor; les juró que mataría con sus propias manos al traidor si supiera quién era. El segundo hombre también parecía afectado por el ahorcamiento de Ahmed. Fue en la tercera casa donde encontraron el germen de la traición. Allí estaban los tres hombres que les faltaba por visitar; al ver a los tres miembros de la familia Ziad dieron muestras de nerviosismo. Mohamed les acusó directamente de haber traicionado a su padre y uno de ellos bajó la cabeza, avergonzado, sin atreverse a responder, mientras los otros dos gritaban ofendidos por la acusación. Jaled y Salah se enfrentaron a los canteros diciendo que tenían un amigo que conocía a un policía de Cemal Pachá, y que éste les había señalado como los traidores. Empezaron a discutir pero a Mohamed no le cupo ninguna duda de que eran los culpables, de manera que sacó el cuchillo que llevaba escondido y de un solo tajo le segó la garganta al que permanecía en silencio. Los otros dos hombres intentaron escapar pero Jaled y Salah se lo impidieron sujetándoles. Mohamed tampoco tuvo piedad con ellos. Los dejaron tirados en el suelo en medio de un gran charco de sangre. Había vengado a su padre aun sabiendo que él nunca le hubiera consentido la venganza. Pero su padre ya no existía y él, para poder seguir viviendo, tenía que cobrarse la vida de quienes lo habían llevado hasta la horca.

Ya fuera por indiferencia de la policía o simplemente porque no pudieron probar la autoría, Mohamed salió impune de la muerte de aquellos hombres por más que en la cantera todos murmuraban que había sido él quien se había cobrado venganza. De manera que cuando se presentó en La Huerta de la Esperanza, Samuel ya sabía lo que había pasado.

Le invitaron a sentarse y a compartir la cena. Dudó en aceptar por la presencia de Marinna, pero al final decidió quedarse, no podía estar huyendo siempre de ella. Cenaron recordaron a Ahmed, todos contaron alguna anécdota, después Kassia hizo una señal a Marinna y a Ruth y dejaron a los hombres solos. Sabía que Mohamed no hablaría en presencia de las mujeres.

Mirándole a los ojos, Samuel preguntó:

—¿Has matado a esos hombres?

Mohamed no se molestó en negarlo.

—¿Y tú qué habrías hecho en mi lugar?

—A mi madre y a mis hermanos los asesinaron cuando yo era niño, a mi padre cuando yo ya era un hombre. ¿Qué hice entonces? Nada, no hice nada excepto huir. Eso es lo que hice. No creas que me siento orgulloso de haber huido de Rusia por más que me pregunto qué podría haber hecho.

—Buscar a sus asesinos —respondió Mohamed.

—Sí, supongo que podría haberme quedado, haberme integrado en alguno de los grupos de oposición al zar que defendían la violencia para acabar con la injusticia. Pero mi padre no lo hubiera querido. Murió para que yo viviera.

—¿Sabes, Samuel?, hay momentos en la vida en los que la única manera de salvarse a uno mismo es muriendo o matando. Yo he elegido salvarme vengando a mi padre aunque pueda costarme la vida.

Se quedaron en silencio cruzando las miradas, comprendiéndose sin palabras.

—A Ahmed no le habría gustado que nadie muriera por su causa —dijo Ariel.

Mohamed se encogió de hombros. Él sabía mejor que aquellos hombres cómo era y cómo sentía su padre, aunque, sí, tenían razón, él nunca hubiera buscado venganza.

—Pueden detenerte, hay mucha gente que murmura —insistió Samuel.

—Y ahora ¿qué vas a hacer? —preguntó Jacob.

—Me quedaré con mi madre. Pero necesito trabajar. Si pudierais hablar con Anastasia para que me contrate en la cantera…

—Tu padre siempre quiso que estudiaras, ¿por qué no regresas a Estambul? —quiso saber Samuel.

—¿Y con qué pagaría los estudios? Además, no puedo dejar a mi madre y a mi abuela desprotegidas. Tendrían que ir a vivir a casa de mi tío Hassan y mi madre sufriría. No es que mi tío no fuera a cuidarlas bien, o que su mujer, Layla, no se comportara con corrección, pero vivirían en casa ajena. No, no dejaré a mi madre.

—Podemos ayudarlas hasta que termines los estudios. Tu padre tenía la ilusión de que te convirtieras en un hombre importante —insistió Ariel.

—Sí, quería que fuera médico, pero aceptó que estudiara leyes, y ahora… ahora las cosas serán como tienen que ser. ¿Podéis ayudarme?

—Anastasia se va a Galilea, a la casa de su hermana Olga y de Nikolái. ¿Recuerdas a Olga, la hermana de Anastasia? Viven en un asentamiento agrícola junto a otros amigos. Se quedará con ellos hasta que Jeremías pueda regresar. Pero hablaré con ella y le diré que te busque un trabajo en la cantera, aunque… si tú quieres puedo ayudarte a pagar los estudios, ya me lo devolverás —dijo Samuel reiterando la oferta de Ariel.

—Gracias, pero no puedo abandonar a mi madre. Dime, ¿quién sustituirá a mi padre como capataz?

—Anastasia le ha encargado ese cometido a Igor. Es muy joven pero trabaja sin descanso y se ha ganado el respeto de los hombres —respondió Ariel, orgulloso de su hijo.

—¿Querrás contar conmigo? —Mohamed miró a Igor, que hasta aquel momento había permanecido en silencio.

—Sabes que sí. Si Anastasia está de acuerdo, trabajaremos juntos —aseguró.

—Mañana iré a verla, está preparando las cosas para el viaje. La acompañaré hasta Galilea —explicó Samuel.

—De manera que te vas…

—No, no me voy, sólo la acompañaré —le interrumpió Samuel—. Mijaíl vendrá con nosotros. No estaría segura viajando sola con los niños. Regresaremos apenas la hayamos dejado instalada. Son días difíciles los que estamos viviendo.

—Sí, lo son, y aun así tenemos que seguir viviendo. Dentro de unos meses me casaré —anunció Mohamed.

Se quedaron en silencio sin saber qué decir. Fue Ariel quien preguntó.

—¿Te casas? No sabíamos que estuvieras comprometido.

—Pensaba anunciarlo durante la boda de mi hermana… Mi madre ha insistido tanto en que debo hacerlo… Cuando llegué me dijo que habían encontrado una esposa apropiada para mí. Mi padre parecía contento, es hija de un amigo suyo, de uno de los amigos que corrieron su misma suerte en la horca… Yo apenas la conozco, la recuerdo de cuando era niña… Mi padre me preguntó si estaba dispuesto a desposarla. Le di mi palabra de que lo haría, y la cumpliré. Esperaremos al menos un año, faltaríamos al decoro si nos casáramos antes. Cuando sus tíos y sus hermanos consideren que ha llegado el momento me lo harán saber. Mientras tanto, iré preparando mi casa para cuando venga Salma.

Le escucharon sin saber qué decir. No era momento de felicitaciones. Mohamed observó de reojo a Jacob sabiendo que estaría sufriendo por Marinna. También él sufría. No sólo porque sabía que a ella le dolería cuando supiera que estaba comprometido, sino porque él seguía enamorado de ella. Por más que había intentado dejar de quererla, no lo había conseguido, pero ahora más que nunca tenía que cumplir con la voluntad de su padre muerto.

Una semana más tarde Mohamed trabajaba en la cantera codo con codo junto a Igor. Anastasia había dado su consentimiento para que le contrataran como segundo capataz. También ella apreciaba a Ahmed y a su familia, y a pesar de que a Mohamed le resultaba una mujer extraña que siempre parecía ensimismada en sus propios pensamientos, sabía que era una buena persona.

El tiempo pasaba y Mohamed se comprometía cada día más con la causa del jerife Husayn. Odiaba a los turcos, a los que responsabilizaba por el asesinato de su padre, de manera que hizo suya la causa de su cuñado Yusuf Said, casado con su querida hermana Aya.

Yusuf visitaba Jerusalén de cuando en cuando para reunirse con Omar Salem, con Hassan y con todos los hombres que compartían el mismo sueño: una nación árabe desde Damasco hasta Beirut, desde La Meca hasta Jerusalén.

Para 1917 el jerife Husayn ya colaboraba con los británicos y éstos con él. Cada bando defendía sus propios intereses, y aunque los británicos se mostraban ambiguos en sus compromisos de futuro, el jerife no dudaba de que le ayudarían a construir el reino que sustituiría al dominio otomano.

—Tienes que venir conmigo, Faysal te sorprenderá. Se ha ganado el respeto de los ingleses —le explicó Yusuf a Mohamed sobre las cualidades del hijo del jerife.

—No puedo dejar a mi madre y a mi abuela desprotegidas —se lamentó él.

—Pero tu tío Hassan es el hijo mayor de tu abuela Zaida, y está obligado a protegerla. En cuanto a tu madre, sé que tu tía Layla la quiere bien —insistió Yusuf.

Pero Mohamed sabía que ni Zaida ni Dina querían vivir con Hassan y Layla.

—Hablaré con mi tío, quizá podamos buscar la manera de que se encargue de ellas pero permitiendo que puedan vivir en nuestra casa. Ésa sería la voluntad de mi padre.

—Tienes que unirte a nosotros y luchar. No puedes quedarte al margen cuidando a dos mujeres.

Mohamed ansiaba hacerlo. Admiraba a Faysal, que ya en ese momento se había labrado la fama de ser un guerrero tan audaz como inteligente.

—¿Estás seguro del compromiso de los británicos? —preguntó Omar Salem a Yusuf.

—El jerife mantiene una correspondencia con el cuartel general de los británicos en El Cairo. Son ellos quienes nos necesitan para derrotar a los turcos. Sir Henry McMahon se ha comprometido por escrito con el jerife a que cuando termine la guerra respetarán la creación de una nueva nación árabe. Por eso nos surten de armas, y además han enviado hombres a combatir con nosotros. El propio McMahon ha encargado a uno de sus oficiales, T. E. Lawrence, que ayude a Faysal. Lawrence se ha convertido en el consejero de Faysal y los beduinos le respetan.

Mohamed se decidió a hablar con su tío Hassan. Ansiaba luchar.

—Tío, quiero unirme a mi cuñado y combatir con las fuerzas de Faysal, pero no puedo irme dejando a mi madre y a la abuela Zaida sin el cuidado de un hombre.

—Mi madre y mi hermana son bienvenidas en mi casa. Lo sabes bien. Mi esposa las aprecia y mis hijos las respetan. Puedes ir tranquilo.

Pero no era eso lo que Mohamed quería, de manera que pasó un buen rato intentando convencerle para que las dos mujeres pudieran vivir en su propia casa aun estando bajo la protección de su tío. Hassan se resistía. Pero Mohamed le hizo ver que las dos casas apenas estaban separadas por unos cuantos metros, y que de hecho sería como si vivieran juntos.

Hassan terminó aceptando, aunque no de buena gana. Sabía que su esposa Layla le reprocharía que se mostrara tan blando en cuanto a sus obligaciones con su madre y su hermana. Pero él ya le había dado su palabra a su sobrino, de manera que cumpliría.

Mohamed no se fue solo, sus primos Salah y Jaled le acompañaron. Eran jóvenes y querían luchar por una patria propia.

Hassan continuaba frecuentando la casa de Omar Salem, donde siempre obtenía alguna noticia de cómo marchaba la guerra y de los combates entre los hombres del jerife y los turcos. Así que en julio de 1917 celebraron con regocijo el gran éxito obtenido por las tropas de Faysal en Áqaba, que habían atacado por sorpresa a los turcos asentados en aquella ciudad que se asomaba al Mar Rojo. El eco de aquella victoria voló a través de las arenas del desierto. No era una victoria menor y Faysal, tras la conquista, puso a disposición de los británicos aquel puerto perdido. A los ingleses les faltó tiempo para desembarcar hombres y armas que servirían para afianzar las posiciones del general Edmund Allenby.

—Allenby conquistará Jerusalén —le aseguró Omar Salem a Hassan—, y de aquí irá a Damasco, ya verás. Pronto nos habremos librado de los turcos.

—Alá sea loado —respondió Hassan.

—Tus hijos y tu sobrino han sobrevivido a la batalla. Me han dicho que son hombres duros que no temen mirar de frente a la muerte. Alégrate.

Hassan visitaba a diario a su madre y a su hermana Dina, y esa noche llegó con el corazón más alegre que de costumbre.

—Vengo de casa de Omar, debemos estar satisfechos, nuestros hijos han combatido y vencido en Áqaba. Se comportan como valientes.

—¿Cuándo regresarán? —preguntó Zaida, a quien poco le importaban las batallas pero anhelaba el regreso de sus tres nietos.

—La guerra no ha terminado, tienen que continuar luchando.

—No quiero que maten a mi hijo —respondió Dina encarando la mirada de Hassan.

—¡¿Quién quiere perder a un hijo?! ¿Crees que yo o Layla no sufrimos por la ausencia de Salah y Jaled? Pero si queremos una patria, tenemos que luchar. Debemos estar orgullosos de su sacrificio.

—Los turcos me han quitado a mi marido, sólo les deseo mal, pero no a cuenta de la vida de mi hijo. ¿Por qué no vienen a visitarnos?

Hassan intentaba explicar a las dos mujeres la grandeza del gesto de sus hijos, pero Dina y Zaida, al igual que Layla, sólo querían tenerlos con ellas.»