5. París, París, París

Fue Irina quien le abrió la puerta de la casa de Marie. Se quedaron unos segundos en silencio tratando de reconocerse antes de atreverse a fundirse en un abrazo.

—¡Cuánto has cambiado! —dijo Irina mientras le ayudaba a quitarse el abrigo.

—Tú estás igual que cuando me marché.

—¡Vamos, no seas mentiroso! ¿Es que no ves las canas que me han salido? He envejecido.

Samuel la miró detenidamente. A duras penas logró vislumbrar algunas hebras blancas perdidas en el cabello rubio pulcramente peinado en un severo moño. Pero si en algo la encontraba distinta era que sus ojos traslucían que se sentía en paz con ella misma.

Lo condujo de inmediato al cuarto de Marie. La buena mujer yacía recostada sobre unos almohadones que Irina ahuecó con mimo.

Marie acarició el rostro de Samuel y luego tomó una de sus manos apretándola entre las suyas.

—Me parece estar viendo a tu padre, te pareces aún más que cuando eras pequeño. Igual de gentil… Ven, siéntate a mi lado.

Irina se hizo cargo del equipaje de Samuel y los dejó solos sabiendo que eso era lo que más ansiaba Marie.

No volvió al cuarto hasta bien entrada la tarde y lo hizo acompañada de Mijaíl, que recién había llegado de dar clase de música.

Samuel se emocionó al verle convertido casi en un hombre. Se dieron un apretón de manos sin atreverse a abrazarse.

A pesar de las protestas de Irina, Marie insistió en que la levantaran para la cena.

—No puede hacerme daño compartir un buen rato con los únicos seres que tengo en este mundo —argumentó Marie.

Fue Mijaíl quien la llevó en brazos hasta el comedor. Y Samuel se sobresaltó al verla tan empequeñecida y delgada. Apenas tenía fuerzas para sostener la cuchara con la mano, aunque los ojos le brillaban con la fiebre de la alegría. No aguantó sentada más que unos minutos.

—Lo siento, Irina tiene razón, estoy mejor en la cama. ¡Pero me hacía tanta ilusión salir de la habitación para cenar con vosotros!

—Y cenaremos juntos —afirmó Mijaíl—, vamos a disponer los platos en bandejas y nos sentaremos junto a tu cama, será lo mismo sólo que estarás más cómoda.

—No, no… no quiero crearos problemas. —Pero en la voz de Marie había un deje de súplica para que no la dejaran sola.

—Si he venido a París es para estar contigo, de manera que o me permites cenar en tu habitación o me vuelvo a Palestina —le amenazó Samuel con una sonrisa.

Los primeros días Samuel los dedicó a reencontrarse con la ciudad y también con Irina y Mijaíl. El vínculo con Marie era más fuerte, y a pesar de los años transcurridos les bastaba mirarse para comprender lo que pensaba el otro.

Marie pareció mejorar desde la llegada de Samuel e insistía en que al menos algunas tardes la llevaran al salón y sentarse delante de la chimenea y hablar con Samuel. Él la cogía de la mano y recordaban el pasado, pero sobre todo hablaban del futuro de Mijaíl. Marie quería sinceramente a aquel muchacho.

Ya había cumplido catorce años y todo su empeño se centraba en convertirse en músico como su padre. Marie e Irina habían procurado que recibiera una buena instrucción, pero él no ocultaba lo poco que le gustaban los libros y prefería las clases de piano y violín que recibía a diario.

—Será un gran violinista, aunque dice que quiere ser director de orquesta, sueña con dirigir las grandes obras de Tchaikovski, Rimski-Kórsakov o Borodin. Ya te lo contará él mismo pero ha escrito algunas piezas; su maestro, monsieur Bonnet, dice que tiene mucho talento.

—Yuri lo tenía —respondió Samuel recordando al padre de Mijaíl.

Al principio el muchacho le trataba como a un extraño. Recordaba, sí, el largo y duro viaje desde San Petersburgo hasta París, pero cuando Samuel se marchó no le perdonó que lo hiciera. Su única familia la constituían aquellas dos mujeres que cuidaban de él con tanto mimo. No tenía a nadie más y no quería ni necesitaba a nadie más en su vida. Se mostraba cortés y atento con Samuel pero le trataba como a un invitado, no como a un miembro de aquella peculiar familia que formaba con Marie e Irina.

—Dale tiempo, es un chico introvertido, tiene que serlo, de lo contrario no le cabría toda esa música en la cabeza. Ya has visto cómo improvisa al piano, cómo va imaginando notas y notas hasta convertirlas en melodía.

Samuel cogía la mano a Marie y le pedía que no se preocupara por nada. Comprendía a Mijaíl.

—¿Sigues enamorado de Irina? —le preguntó una tarde Marie.

Se quedó en silencio sin saber qué responder.

—¡Vamos, puedes confiar en mí!

—Lo sé, Marie, lo sé, es que yo mismo me pregunto qué siento por Irina. Todos estos años no he dejado de pensar en ella, su rostro ha ocultado el de otras mujeres que he conocido.

—Pero…

—Pero se muestra tan distante, tan fría… Sólo soy un viejo amigo. No he visto en ella una mirada, un gesto que indique que me tiene afecto más allá del que me tenía.

—Sé que guarda un secreto aunque nunca me lo ha confiado. Algo debió de pasarle cuando era muy joven para que ponga esa distancia de hielo entre ella y cualquier hombre que se le acerca. ¿Recuerdas a monsieur Péretz, el comerciante amigo de tu abuelo que te ayudó a preparar el viaje a Palestina?

—Sí, claro que le recuerdo. Sus recomendaciones me fueron muy útiles, y también que me presentara a aquel profesor de árabe que, aunque no mucho, algo me enseñó.

—Benedict Péretz tiene dos hijos, uno de ellos pretendía a Irina, pero ella le rechazó. Otros jóvenes han intentado acercarse pero ella no se lo ha permitido.

—Y por eso crees que guarda un secreto… —bromeó Samuel.

—¡No te burles! Estoy segura, se lo he preguntado. Un día estuvo a punto de contármelo pero no se atrevió. Te corresponde a ti descubrirlo.

—¿A mí? Si no ha confiado en ti, en mí tampoco lo hará.

—Creo que si un día hablas con ella seriamente y le expones tus sentimientos…

—No seas casamentera. He venido a París para estar contigo, nada más. Dejemos las cosas como están, y si algo tiene que pasar, pasará.

—Mientras tanto te consumirá la melancolía, esa melancolía que siempre os domina a los rusos. Podéis mostraros alegres y disfrutar de la vida, pero de cuando en cuando un velo os nubla la mirada, el velo de la melancolía.

Irina continuaba trabajando en la floristería. La hacía sentirse independiente y aunque Marie cuando enfermó le había insistido en que se hiciera cargo de su clientela, ella no había querido. Coser suponía una obligación pesada, y no deseaba dedicar el resto de su vida a confeccionar aquellas prendas por las que no sentía ningún interés, ni mucho menos a pasar su tiempo entre aquellas mujeres caprichosas que acudían a probarse los abrigos de piel de Marie.

Samuel sintió nostalgia al ver cerrado el taller de su abuelo Elías. La mesa grande sobre la que su abuelo cortaba los abrigos, las sillas donde él y sus ayudantes convertían en abrigos las pieles que su padre le vendía. El estante de madera pulida donde se alineaban las tijeras, las agujas, los hilos… Todo estaba perfectamente ordenado y limpio pero se notaba que hacía tiempo que nadie pisaba aquella parte de la casa.

—Le he propuesto a Marie que alquile el taller —le explicó Irina—, pero ella no quiere. Dice que no se siente con ánimo para ver a un extraño haciéndose cargo del negocio. A Dios gracias, ha ganado lo suficiente para no tener que depender de otros.

—Y tú, Irina, ¿eres feliz? —Nada más preguntárselo se arrepintió. Nunca habían tenido una conversación íntima en la que afloraran los sentimientos.

Irina le sonrió con tanta alegría que le sorprendió. Ella no solía mostrarse alegre, tampoco taciturna, pero no era fácil verla reír.

—¿Feliz? ¡Pues claro que lo soy! ¿Qué habría sido de mí en nuestra amada Rusia? Habría terminado en una mazmorra de la Ojrana simplemente por haberme relacionado con Yuri. En cuanto al porvenir… ¿Crees que una chica como yo habría tenido allí algún porvenir? Sí, aquí soy feliz. Me gustan las flores, me siento feliz preparando bouquets, seleccionando las rosas más hermosas, componiendo ramos para alguna novia. Me siento libre, no tengo que responder ante nadie, y tengo a Marie y a Mijaíl.

—¿Y tus padres?

—Muertos. Es la única pena que he tenido en estos años. Ya sabes que tuvieron que marcharse de San Petersburgo, no fuera que la Ojrana no los dejara en paz a causa mía.

Samuel se sintió culpable por haberle hecho rememorar un recuerdo amargo y se quedó en silencio, pero Irina retomó la conversación.

—No me queda nada en Rusia, de manera que no regresaré jamás.

—Jamás es demasiado, ¿no te parece?

—¿Es que tú piensas hacerlo?

—De cuando en cuando recibo cartas de Konstantin. Me cuenta de nuestros amigos y de cuanto acontece en San Petersburgo, y siento nostalgia. Pero sé que no debo ir, no estaría seguro, es lo que me dice Konstantin. Además, después del intento de revolución de 1905 la Ojrana se ha vuelto más desconfiada, de manera que soy un exiliado lo mismo que tú.

—Pero yo soy una exiliada feliz y me parece que tú no lo eres.

—Y Mijaíl, ¿no siente nostalgia de Rusia?

—Aún tiene pesadillas. Muchas noches se despierta pidiendo a su padre que acuda junto a él. Recuerda cómo tuvimos que huir, cómo le pedías que no llorara, que se comportara como un hombre, que debía tratarnos como si fuéramos sus padres… Cómo va a sentir nostalgia del pasado, sólo echa de menos a su padre.

—Marie dice que será un gran músico.

—Ha convertido la música en una obsesión, y tiene talento, un gran talento. Cuando te marchaste quedó desconsolado, durante unos días apenas comió. Estábamos muy preocupadas y a Marie se le ocurrió decirle que si comía le regalaría cualquier cosa que deseara. ¿Sabes qué le pidió? Dijo: «Quiero ser músico como mi padre. ¿Puedes hacerme músico?». Marie le buscó el mejor profesor de París, monsieur Bonnet. Desde entonces sólo vive para la música, quiere ser director de orquesta. Monsieur Bonnet asegura que Mijaíl ya es un virtuoso del violín, aunque en realidad tiene un don especial para todos los instrumentos que caen en sus manos.

—No parece muy contento de que yo esté aquí.

—Es muy reservado, ya te he dicho que sufrió mucho cuando te fuiste. En apenas unos meses tuvo que soportar la muerte de su padre y luego tu marcha. No, no ha sido fácil para él rehacerse de tantas pérdidas. Creo que teme que vuelvas a marcharte, de manera que prefiere no establecer ningún nuevo vínculo contigo. Es su manera de protegerse. Y… bueno… ¿volverás a marcharte?

—No lo sé, Irina, no lo sé; ahora estoy aquí y aquí voy a quedarme. No tengo ningún plan para el futuro.

—Pero nos has contado que compraste una huerta en Palestina. Allí tienes tu casa ¿no?

—Una huerta que comparto con buenos amigos; lo son ahora, pero al principio a todos nos costó adaptarnos. Los judíos que emigramos a Palestina experimentamos todas nuestras ideas sobre el socialismo, pero no creas que son tan fáciles de llevar a la práctica. Todos tenemos que renunciar a nuestra individualidad, no poseemos nada propio, decidimos juntos, aunque sea algo tan nimio como comprar o no una azada.

—No te imagino viviendo como un campesino.

—Eso me dice Konstantin en sus cartas. Me ha prometido que me visitará en Palestina por el simple deseo de verme con una azada en la mano. Pero te aseguro que es lo que ahora soy, un modesto campesino.

Samuel fue a visitar a Benedict Péretz, el comerciante francés. Éste se alegró de verle y le pidió noticias sobre Jerusalén, y a su vez, le puso al tanto de la situación de los judíos en Francia.

—Hace un par de años, en 1906, la justicia militar no tuvo más remedio que rehabilitar al capitán Alfred Dreyfus. Conoce usted el caso, ¿verdad? Fue acusado de facilitar secretos a los alemanes. Era falso, así ha quedado demostrado. Pero el hecho de que Dreyfus fuera judío sirvió para alentar el odio hacia nuestra comunidad. Nada nuevo, nada que no conozcamos, por más que en Francia tras la Revolución de 1789 parecía que se habían superado los prejuicios contra los judíos. Pero ese cambio aún no ha arraigado de verdad y, ya ve, Francia, que se erigió en el paladín de la libertad, terminó vilipendiando a un brillante y leal militar por el hecho de ser judío. Pero no quiero preocuparle, aquí todavía se puede ser judío, aunque se encontrará a quienes nos ven como un cuerpo extraño sin entender que somos tan franceses y patriotas como ellos puedan serlo. Somos judíos, sí, pero no antes que franceses.

Los dos hombres simpatizaban, de manera que sin proponérselo comenzaron a verse con cierta regularidad. Samuel era bien recibido en casa de Péretz tanto por él como por sus hijos. Por su parte, el comerciante solía visitar de cuando en cuando a Marie e intentaba convencer a Irina de que retomara el negocio que había tenido monsieur Elías.

—Es una lástima que Irina no aproveche la buena fama del negocio de su abuelo que con tanto acierto ha dirigido Marie. Muchas damas se lamentan de no encontrar abrigos de pieles como los que aquí se confeccionaban. A lo mejor usted puede abrir de nuevo el taller —le sugirió a Samuel.

—No, no puedo hacerlo. No sé nada de confección de prendas, tampoco puedo traer pieles de Rusia. Mi buen amigo el conde Konstantin Goldanski me aconseja que no lo haga. Ya le he contado el injusto final de mi padre acusado de un delito que no había cometido. Si regresara yo también terminaría en una celda de la Ojrana. Además, no quiero engañarle, me sucede lo mismo que a Irina, este negocio no me interesa.

Benedict Péretz le preguntó con preocupación a qué quería dedicar su vida.

—Estudié para convertirme en químico, aunque en realidad sólo aspiro a ser un mediano boticario. Mi benefactor, el profesor Goldanski, y más tarde mi maestro en la universidad, Oleg Bogdánov, me hicieron ver que la química es una buena aliada de la farmacia. Me gusta elaborar remedios que sirvan para aliviar el dolor. Sin embargo, el destino juega conmigo y me ha convertido en un campesino que además hace medicinas. Mi buen amigo Abraham me encarga lo que necesita y vende alguno de mis remedios.

—¿Volverá a Palestina?

La misma pregunta le habían hecho Irina y Marie y él no tenía una respuesta que dar. No disponía de demasiado dinero para gastar y cuando se le terminara debía decidir si regresar a aquella tierra inhóspita que ahora era la suya o acaso quedarse en París como le pedía Marie.

—Dejaré que el destino vuelva a decidir por mí —fue su respuesta y era sincero en su afirmación.

Marie parecía feliz por su presencia y el tiempo que compartían vagando por los recuerdos del pasado. Samuel le pedía que le hablara de Isaac.

—¡Quería tanto a tu padre! Le imagino en San Petersburgo, en casa de aquellas viudas… Él les tenía aprecio y me hacía rabiar diciéndome que Raisa Korlov cocinaba mejor que yo. Un día le sorprendí con un borsch que cociné con las indicaciones de monsieur Elías.

Llevaba ya dos meses en casa de Marie sufriendo al verla morir poco a poco cada día. Durante los primeros días de su llegada, Marie parecía haberse recuperado lo suficiente para, no sin esfuerzo, levantarse un rato todas las tardes, pero ya no podía. Apenas comía y se quejaba de dolores intensos en los huesos aunque se negaba a tomar la morfina que el doctor le recetaba.

—Si la tomo será como estar muerta antes de tiempo, no sentiré dolor, pero tampoco sentiré nada.

Aun así los dolores eran tan agudos que por consejo del médico Irina echaba algunas gotas de morfina en la sopa. Sin embargo Marie se daba cuenta y protestaba.

—¿Qué me habéis puesto? No quiero engaños… ¡Por favor, Samuel, no quiero dormirme! ¡Ayúdame!

Irina y Samuel se debatían entre cumplir los deseos de la enferma o aliviar sus dolores, y eso les llevaba a largas e infructuosas discusiones sobre la vida y la muerte.

—¡No puedo verla sufrir! —dijo Irina llorando.

—Pero ella prefiere el dolor antes que no sentir que está viva —respondió Samuel, atormentado por la duda sobre lo que debían hacer.

Llegó un momento en que Marie ya no podía moverse. Sus piernas se habían quedado inertes y sus manos no eran capaces de sostener la cuchara. Irina la aseaba a diario con ayuda de Samuel pese a las protestas de Marie.

—No deberías verme así… —se quejó ella.

—¡Vamos, Marie!, eres como mi madre, deja que te mueva para que Irina pueda cambiarte el camisón. Me gusta verte guapa.

Ella cerraba los ojos, sonreía y, agradecida, se dejaba hacer.

Una mañana, apenas habían terminado de arreglarla, Marie pidió a Mijaíl que avisara a un sacerdote.

—Quiero confesarme —murmuró con un hilo de voz.

—¿Y de qué vas a confesarte? Tú eres la persona más buena del mundo —respondió Mijaíl mientras le acariciaba el rostro.

—Hijo mío, todos tenemos cuentas pendientes con Dios y necesito estar en paz antes de sumirme en la Eternidad. ¿Buscarás un sacerdote, Mijaíl?

El joven asintió y con lágrimas en los ojos salió de la habitación.

—¿Qué sucede? —preguntó Irina, alarmada al verle llorar.

—Marie me ha pedido que busque un sacerdote, quiere confesarse, dice… —Pero no pudo continuar hablando. Se abrazó a Irina sin poder controlar ni las lágrimas ni el temblor de su cuerpo.

Ella lo mantuvo entre sus brazos unos segundos y luego le apartó la cara obligándole a mirarla a los ojos.

—Mijaíl, tenemos que ayudarla, tenemos que hacer lo que nos pide para que los últimos días de su vida sean tal cual ella quiere. Acércate a la iglesia y busca un cura, por favor, date prisa. ¡Ah!, y avisa a Samuel, está en su cuarto.

A Marie le costaba respirar y se quejaba de un dolor agudo en el pecho. Irina decidió no ir a trabajar. En cuanto Mijaíl regresara con el sacerdote le pediría que se acercara a la floristería y que la excusara en su nombre. Mientras, esperaba impaciente la llegada del médico que todos los días visitaba a la enferma. El doctor Castell llegó puntual como todas las mañanas y, después de examinar a Marie, le hizo un gesto a Samuel para que saliera de la habitación.

—No creo que pase de hoy, ya no puede aguantar más. Sé que se resiste a tomar morfina pero está sufriendo más allá de lo que cualquier ser humano puede aguantar. Usted es boticario y no le es ajeno el dolor, así pues aconsejo que cuanto antes se le suministre morfina para que duerma plácidamente hasta que la muerte venga a por ella.

—Quiere confesarse —respondió Samuel a modo de excusa.

—Pues que se confiese, pero dele la morfina, es inhumano que sufra como está sufriendo. Si hubiera sido mi madre no habría permitido que soportara tanto dolor. Ya le he explicado que no hay remedio para su enfermedad, que no se podía hacer nada excepto aliviarle el dolor. Usted le ha permitido que ella se negara a tomar morfina.

Samuel no respondió a los reproches del médico. Tenía razón. Aun sabiendo del sufrimiento de Marie, no había sido capaz de obligarla a tomar más de lo estrictamente necesario aquel líquido que se extendía por las venas induciendo un sueño parecido al de la muerte. Cuando Mijaíl regresó acompañado por el sacerdote encontró a Marie muy agitada. La dejaron sola con el ministro de Dios y no fueron capaces de intercambiar ninguna palabra de consuelo. Cada uno se encerró en su propio dolor ante la pérdida que parecía inminente.

Cuando el sacerdote salió del cuarto de Marie lo hizo con el encargo de que pasaran de uno en uno.

—Es una buena mujer a la que Dios acogerá en Su seno. Ahora quiere que entre usted, Samuel, y que luego lo haga Mijaíl, y a continuación usted, mademoiselle Irina.

Samuel entró sonriendo. No quería que le viera llorar, sabía que eso la haría sufrir. Marie intentó levantar una mano y él se sentó a su lado y la besó en la frente. Luego cogió sus manos entre las suyas y allí las dejó.

—Quiero pedirte una cosa… —murmuró Marie.

—¿Sólo una? Entonces, concedido —bromeó él.

—Hace tiempo que hice testamento. Esta casa es tuya, con esa condición tu abuelo me permitió trabajar y vivir aquí.

—Pero yo creía…

—¿Que me la había vendido? Bueno, no fue exactamente así. Monsieur Elías decía que eras su único nieto, el hijo de su querida hija Esther, y que tuyo debía ser el fruto del trabajo de su vida. Le prometí que así sería, aunque no habría podido actuar de otro modo, pues tú eres el hijo que no tuve, por lo tanto, ¿a quién podría dejar esta casa si hubiera sido mía? Tu abuelo también tenía algún dinero ahorrado, pero no quería que dispusieras de él hasta que no hubieras decidido qué hacer con tu vida. Insistía en que tenías que encontrar tu propio camino y que para eso era necesario que creyeras que no tenías más recursos de los que tú mismo pudieras obtener. Tu padre lo sabía pero no le debió de dar tiempo a contarte todo esto… Pensé decírtelo cuando viniste huyendo de Rusia empeñado en ir a Palestina. Pero no quise hacerlo porque creí que necesitabas encontrarte a ti mismo. Ahora es el momento de que te hagas cargo de tu herencia. Esta casa es tuya, lo mismo que el taller. De los documentos de propiedad así como del dinero que ha legado tu abuelo, te dará cuenta el notario monsieur Farman. En mi escritorio encontrarás un sobre grande. Cuando yo ya no esté, ábrelo. ¡Ah!, y otra cosa, monsieur Farman también tiene mi testamento.

Marie cerró los ojos y Samuel se levantó asustado. Pero ella los volvió a abrir de inmediato.

—No te asustes, aún no me marcho… Quiero decirte algo más, es sobre Mijaíl… tienes que tener paciencia con él, no te ha perdonado que le abandonaras. Sé que le tienes afecto, pero para ti él no era más que el hijo de un conocido al que debías salvar, pero tú para él eras el padre que había perdido y no soportaba otra pérdida. Yo… bueno, ya lo verás, pero quiero que lo sepas antes de que te lo cuente monsieur Farman. Todos mis ahorros los he dividido en tres partes, una para ti, otra para Mijaíl y la tercera para Irina. Después de la muerte de mi madre, de monsieur Elías y de tu padre, sois la única familia que he tenido. Mijaíl e Irina han sido una gran alegría para mí y me siento responsable de ellos, de manera que…

Volvió a quedarse en silencio con los ojos cerrados. Samuel sentía que las manos le sudaban por el miedo a perderla. Permaneció muy quieto atento a la respiración agitada de Marie.

—¡Estoy tan cansada! No voy a pedirte que te hagas responsable de ellos, tienes que vivir tu propia vida, pero sí que les permitas vivir aquí salvo que te cases y traigas una esposa. Ésta ha sido su casa, el único hogar que Mijaíl recuerda… Irina… Irina es fuerte, capaz de volver a empezar, pero Mijaíl… ¿Te irás a Palestina?

—No lo sé, Marie, ¿tú qué crees que debo hacer?

—Yo tampoco lo sé, Samuel… Sólo quiero que seas feliz, pero no puedo decirte cómo. Hace años me hubiera gustado verte casado con Irina, pero no creas que esa idea estaba exenta de egoísmo, pensaba que así os tendría a los tres junto a mí. Pero hagas lo que hagas, no los abandones…

—Te lo prometo, Marie.

—Las clases… las clases de música de Mijaíl… que no las deje… Dios le ha dado un don…

Samuel no podía seguir soportando ver a aquella mujer con el rostro contraído por el sufrimiento y por la fatiga que le provocaba hablar. Se inclinó sobre ella y la abrazó besándole la frente.

—No te preocupes… estoy preparada… dentro de nada estaré con mi madre y veré a tu padre, a mi buen Isaac…

Mijaíl estuvo un buen rato con Marie y algo menos estuvo Irina. Marie respiraba con gran dificultad, parecía que se ahogaba. Irina salió en busca de ayuda. El doctor, al que no habían permitido marchar, aguardaba junto a Samuel y Mijaíl.

El hombre entró a ver a la enferma y salió de inmediato.

—Si no le dan morfina me marcho, es todo lo que se puede hacer. Los dolores que padece son insoportables y apenas logra respirar. ¿Quieren que muera ahogada?

Esta vez Samuel no escatimó ni un gramo de la dosis de morfina prescrita por el médico, y al poco Marie entró en un sueño del que ya no despertó.

Lloraron a Marie. Su muerte les hacía sentirse extraños. Ella se había convertido en el eslabón que los mantenía unidos y ahora de repente se miraban sin saber qué podían esperar los unos de los otros.

Mijaíl cayó en el silencio. No quería compartir su dolor con Irina, y mucho menos con Samuel a pesar de que había prometido a Marie que daría una oportunidad a aquel hombre con el que huyó de Rusia.

Por más que Irina le insistió en que volviera a las clases de monsieur Bonnet, Mijaíl se negaba. Ni siquiera la música era capaz de vencer la depresión en la que había sucumbido.

—Tenemos que hacer algo, va a caer enfermo, apenas come —se lamentó Irina.

—Déjale, necesita hacer su propio duelo. Marie ha sido una madre para vosotros, tardará en superarlo —respondió Samuel.

Al cabo de unos días de la muerte de Marie, Samuel buscó el sobre grande que ella le había indicado que guardaba en su escritorio. Era una carta dirigida a él.

«Querido Samuel:

No sé si cuando leas esta carta me habrá dado tiempo de despedirme de ti. Palestina está lejos y puede que no llegues a tiempo.

Samuel, hijo, permíteme que te llame hijo porque así te he sentido aunque nunca me haya atrevido a decírtelo. Si hubiera tenido un hijo habría deseado que fuera como tú. Ahora que me he ido quiero pedirte que te hagas cargo de Irina y Mijaíl. Ninguno de los dos querrá, pero yo sé que te necesitan. Con ayuda de Benedict Péretz he procurado que Mijaíl no olvide que es judío. Ha tenido su Bar Mitzvah, su fiesta de entrada en la adolescencia, y yo misma le he acompañado a la sinagoga… A él le gustaría olvidar, lo mismo que a ti, que es judío, pero si lo hace terminará sin saber quién es… Ayúdale a encontrar su propio camino y, si es necesario, llévale a Palestina a conocer la tierra sagrada de la que los judíos fuisteis expulsados hace dos mil años…»

La carta estaba escrita con mano temblorosa y en ella Marie le daba instrucciones sobre la herencia que iba a recibir y también sobre cómo debía disponer de sus efectos personales. Sus pocas joyas, una cadena de oro fino con una cruz, unos pendientes de perlas diminutas y una pulsera, eran para Irina. También le dejaba su colección de figuritas de porcelana y los marcos de plata. En cuanto a su ropa, quería que la repartieran entre las personas necesitadas. A Mijaíl le dejaba los cuadros que había ido comprando según aumentaba el éxito del taller. Demasiado modernos para el gusto de Samuel, pero Marie siempre le sorprendía, de manera que procuró demostrar entusiasmo cuando ella le señaló un par de cuadros que colgaban en las paredes de su habitación. Ella también parecía sentir predilección por los artistas jóvenes a los que les gustaba descomponer las figuras, como en ese otro cuadro que Marie había colgado en el comedor. Pinturas en las que sabiamente había invertido aconsejada por monsieur Benedict Péretz, quien le aseguraba que algún día serían considerados «maestros» aquellos bohemios que parecían emborronar las telas con que concursaban en el Salón de París.

A Samuel le sorprendió ver a tantas personas acudir al funeral de Marie. Damas elegantes que decían estar afectadas por el fallecimiento de aquella mujer que, además de confeccionarles espléndidos abrigos, se había convertido en su confidente. Sabían que podían confiar en ella porque Marie jamás repitió ninguna de las palabras que escuchaba en el probador.

Tardaron casi un mes en sentirse con ánimo para acudir a casa del notario, monsieur Farman. Para Irina y Mijaíl fue una sorpresa saber que Marie les había dejado una cantidad importante de dinero fruto de los ahorros de toda su vida.

Monsieur Farman les explicó que una parte de aquel dinero Marie lo había invertido juiciosamente siguiendo los consejos de monsieur Péretz, pero otra parte estaba en el banco a la espera de que se hicieran cargo de ella.

De regreso a casa, se reunieron en el salón a petición de Samuel.

—Le prometí a Marie que cuidaría de vosotros… ¡Por favor, Mijaíl, escúchame! —dijo al ver cómo la ira se reflejaba en la mirada del joven.

—¿Cuidarnos? No te necesitamos. ¿Qué podrías hacer por nosotros que no seamos capaces de hacer nosotros mismos?

—No lo sé, pero es lo que me pidió Marie. Como sabéis, ahora esta casa y el taller son míos y quería deciros que me gustaría que continuarais viviendo aquí. En cuanto al taller…, he tenido una idea que no sé, Irina, si será de tu agrado, pero en todo caso me gustaría que la considerases. Yo no voy a dedicarme al negocio de las pieles ni de los abrigos, y tú tampoco, sin embargo te has convertido en una buena florista. Quizá podrías convertir el taller en una tienda de flores, disponer de tu propio negocio. ¿Por qué trabajar para otros pudiendo tener tu propia floristería? Piénsalo.

Pero Irina no necesitaba pensarlo. Había saltado de su asiento para abrazar a Samuel.

—¿De verdad puedo abrir una floristería? ¡Dios mío, es más de lo que podía soñar! ¡Mi propio negocio! Por supuesto, te pagaré un alquiler por el local, con el dinero que me ha dejado Marie puedo hacerlo.

—No, no me pagarás nada. No necesito dinero. Entre lo que he recibido de mi abuelo más lo que me ha dejado Marie, me siento un hombre casi rico. Creo que si gasto con moderación podré vivir los próximos años. En cuanto a ti, Mijaíl, ya conoces el deseo de Marie. Ella confiaba en que te convirtieras en el mejor músico del mundo. Debes honrar su memoria volviendo a las clases de monsieur Bonnet. Además del dinero que te ha dejado ella, yo pondré todo lo que esté en mi mano para que te conviertas en el músico que a Marie y a tu padre les hubiera gustado que fueras. No puedes desperdiciar tu talento.

—¡Cómo podéis pensar en nada que no sea Marie! Ya estáis haciendo planes de futuro como si no os importara que ella no esté aquí… —respondió con rabia Mijaíl.

—¡Deja de comportarte como un niño! Tienes catorce años y tanto tú como nosotros debemos pensar en el futuro. ¿Crees que quieres más a Marie por llorar noche y día, por dejar de tocar el violín, por negarte a comer? Es más difícil vivir que morir, de manera que si quieres hacer algo por Marie, vive, vive como ella soñó que vivirías. Sé el hombre que ella quería que fueras. Sé que no estás a gusto conmigo, pero tendrás que acostumbrarte porque vamos a vivir juntos en esta casa, y no me gustaría verte siempre taciturno sin apenas dirigirme la palabra. No permitiré que destruyas todo lo que quería Marie para ti.

Mijaíl salió del salón con lágrimas en los ojos e Irina impidió que Samuel fuera tras él.

—Déjale, necesita estar solo y pensar en todo lo que le has dicho. Reaccionará bien, es un buen chico y te quiere, pero tiene miedo de que vuelvas a abandonarle.

—No voy a irme, Irina, al menos durante un tiempo me quedaré aquí. Yo también tengo que pensar qué voy a hacer con mi vida.

Samuel pensaba que si de un día para otro había podido compartir techo con Jacob, Kassia y la hija de ambos, Marinna, además de con Ariel y Louis, no tenía por qué resultar más difícil vivir con Irina y Mijaíl a pesar de que la ausencia de Marie, parecía haberles convertido en extraños. Pero le había prometido a Marie que intentaría iniciar una nueva vida en París y que se atrevería a dar el paso de pedirle matrimonio a Irina. A lo primero iba a dedicarle todo su empeño, lo segundo le producía vértigo. Pensó que necesitaba tiempo, pero eso era de lo que más disponía.

No tardó mucho en encontrar un medio de vida al margen del dinero heredado de su abuelo y de Marie. Fue por mediación de Benedict Péretz que comenzó a trabajar junto a monsieur Chevalier, un afamado boticario, que además era un profesor eminente de la Universidad de París. Samuel se convirtió en su ayudante, y lo mismo se hacía cargo de impartir alguna clase en la universidad, que se encerraba en el laboratorio para elaborar con extremo cuidado remedios de los que, hasta entonces, ni siquiera había oído hablar.

Y sin darse cuenta, Samuel dejó pasar los años por aquella extraña vida en la que vivía con la mujer de la que estaba enamorado pero a la que seguía sin atreverse a decirle ni una palabra de más. Irina había convertido el taller de pieles en una floristería en la que trabajaba desde bien temprano sin apenas prestarle atención. Mijaíl, por su parte, estaba dejando de ser un niño prodigio para convertirse en un músico reconocido.

Samuel escribía con regularidad a sus amigos de La Huerta de la Esperanza, sin olvidarse de Ahmed ni de su familia. Era Jacob quien solía responder a sus cartas dándole cuenta de lo que sucedía en Palestina y preguntándole cuándo pensaba regresar. Por Jacob sabía que Anastasia se había ido a Galilea con su hermana Olga y Nikolái, pero que al cabo de unos meses había regresado pidiendo que volvieran a acogerla. Así lo hicieron, pero no se quedó mucho tiempo en La Huerta de la Esperanza, porque un buen día Jeremías se presentó de improviso y delante de todos, con cierto embarazo y torpeza, le pidió matrimonio. Kassia iba a intervenir haciendo el papel de hermana mayor para rechazar a aquel pretendiente que sabía no era del gusto de Anastasia. Pero aquella joven extraña no se lo permitió y, para sorpresa de todos, aceptó casarse con Jeremías. Parecían haberse acomodado el uno al otro y ya habían sido padres de una niña diminuta pero que al decir de Kassia era preciosa.»